15

Entre relatos de marinería y curiosidades varias, a las dos de la madrugada habían caído las dos botellas de vino y varios vasitos de licor amargo. Al advertir la hora que era, me levanté de la mesa y me di cuenta de que no lograría conducir en aquel estado.

La opción más razonable era dormir la mona en el coche, pero el anfitrión se escandalizó ante esa idea.

—Es peligroso pasar la noche ahí. Últimamente este puerto se ha llenado de vándalos. Te arriesgas a que te rompan un cristal y te pongan un cuchillo en el cuello.

En mi cabeza se apareció la Smith & Wesson de mi acompañante. Supuse que estaba en la bolsa tejana que ahora colgaba de un perchero. Afortunadamente, su dueña dormía a pierna suelta sobre el sofá más bajo que había visto en mi vida. Era como si, tras décadas de sentarse ante el televisor, los almohadones de asiento estuvieran a punto de tocar suelo.

—Puedes dormir en mi habitación —dijo Oriol señalando una puerta al lado de la cocina—. Voy a tenderme en la azotea.

—No, por favor —intervine—. Ya subiré yo.

—Ni hablar, sois mis invitados y aquí os quedáis.

A continuación tomó el almohadón de una silla y, ya en la puerta, me recomendó entre bostezos:

—Sácale las botas a la chica o se le fundirán los pies. Esta noche no aflojará el calor.

Cuando se cerró la puerta, me dirigí con cautela hacia la extraña durmiente. Hacía menos de media hora que se había tendido y ya roncaba como una condenada.

Mientras desabrochaba la primera bota de soldado, calculé que sólo tenía siete años más que mi hija y ya era carne de cañón, aunque Ingrid no le andaba a la zaga.

Bajo el cuero apareció un pie enfundado en un calcetín de rayas azules, del tono exacto de su pelo. Con la sensación de estar desnudando a la mujer-payaso, agilicé la maniobra con la segunda bota. En un acto reflejo, Lorelei agitó suavemente los pies como si estuviera buceando, tal vez en busca de un tesoro enterrado en la costa de la muerte.

La contemplé unos segundos antes de ir a mi habitación. Las piernas demasiado blancas bajo el vestido corto de cuero la hacían parecer una muñeca desvencijada. Ni siquiera las arañas del estampado lograban darle un aire amenazador.

Con mi tristeza a rastras, fui al cuarto que me había asignado el anfitrión.

Sólo abrir la puerta me asaltó un olor a viejuno que tiraba para atrás. Era como si aquello no se hubiera aireado desde la última fiesta mayor de Buda. La atmósfera enmohecida y polvorienta me hizo estornudar dos veces mientras buscaba el interruptor de la luz.

Finalmente me di por vencido y me dejé caer sobre la cama arrimada a la pared. El tenue resplandor de la luna no permitía distinguir si las sábanas estaban limpias, lo cual era toda una ventaja. Con un rápido movimiento de pies me desprendí de los zapatos.

Estaba tan borracho que ni siquiera sentía calor.

En mi duermevela vi cómo el gigante de hierro se hundía en el mar con un alarido monstruoso. A punto de descolgarme de la conciencia, un chirrido menor pero más cercano me retuvo en la vigilia.

Abrí los ojos con esfuerzo y ahí estaba. A través de la puerta abierta distinguí la silueta de una joven de corta estatura y coletas tiesas. Se había detenido en el umbral, como si no estuviera segura de lo que iba a hacer.

Conteniendo la respiración, agucé la mirada hasta sus manos para ver si llevaba la pistola. Sus dedos abiertos revelaron que seguía a buen recaudo. Me tranquilicé sólo a medias, porque mientras Lorelei se acercaba entendí que no tenía la menor idea de lo que podía suceder.

Había salido a primera hora de la tarde con destino a Horta de Sant Joan y ahora me encontraba en el cuartucho de un farero retirado, con una psicópata juvenil en la oscuridad.

Se detuvo a los pies de la cama. En la penumbra pude ver cómo se deshacía las coletas con parsimonia. Tras dejar las gomas sobre una silla, se desenfundó los calcetines antes de tenderse con su vestido de cuero.

La cama era demasiado pequeña para fingir que estaba dormido, así que me hice a un lado y le pregunté:

—¿Qué le pasa al sofá?

—Huele a perro muerto.

Lorelei se había tumbado boca arriba. Sus ojos parecían indagar en las imperfecciones de un techo donde no debían de faltar las telas de araña.

Arrimado al borde de la cama, respondí:

—Esto no huele mucho mejor.

—Tienes razón, pero el asco compartido es menos asco, ¿no te parece? O al menos resulta más divertido.

Aquello empezaba a parecer una fiesta de pijama organizada por boy scouts, así que concluí:

—Deberías dormir. Tal vez Oriol te ayude mañana a llegar a la isla.

—No necesito a Oriol para ir a Buda... ni necesito esperar a mañana.

—Puesto que son las tres de la madrugada —argumenté incómodo—, tal vez debas irte ya. ¿Piensas llegar a nado?

—Eso no es asunto tuyo. Y no tengo prisa: hay tiempo.

—Okey.

Cerré los ojos con el deseo de que el amanecer atropellara la noche cuanto antes. Hacía años que mi vida había perdido el rumbo, pero si algo tenía claro era que llevaba demasiadas horas en el lugar equivocado.

Aunque debía mantenerme inmóvil para no rozar a la suiza ni caerme de la cama, una agradable neblina mental empezó a embotarme los sentidos. Justo cuando estaba a punto —por segunda vez— de dormirme, la voz insolente de Lorelei se hizo oír:

—¿Qué te pasa? ¿Eres de los que pierden aceite?

Me giré lentamente hacia ella mientras trataba de interpretar sus palabras.

—Ya lo sé, esa expresión es demasiado difícil para un yanqui. Lo que quiero saber es si eres gay.

—¿Y eso a ti qué te importa? —respondí irritado.

—No te enfades, era sólo curiosidad. Es la primera vez que estoy en la cama con un hombre que no me intenta meter mano. Ya entiendo que eres del otro equipo.

—Aunque no lo fuera, tengo mis motivos para arrimarme al borde de la cama.

—Eso ha sonado gracioso. ¿Cuáles son?

—El primero es que no te conozco de nada. Sólo sé que eres una niñata que va enredando por el mundo con una pistola descargada.

—Segundo motivo —dijo, excitada por el juego, mientras introducía su mano bajo mi camisa.

Respiré hondo mientras su palma recorría muy lentamente mi vientre y empezaba a rondar el límite de los slips.

—Te doblo la edad. Estás más cerca de mi hija que de cualquier mujer con la que pueda estar sin avergonzarme.

Sorprendido por mi propio ataque de moralidad, aproveché para apartar su mano cuando estaba a punto de atrapar mi miembro.

—El tercer motivo —añadí— es que estás como una puta cabra. No me extrañaría que me estrangularas justo después del orgasmo.

—¿Rollo mantis religiosa?

—Algo así.

—Bien.

Calló unos segundos mientras yo le asía la mano que había andado de exploración. Estaba totalmente desvelado. Incluso la borrachera se había desvanecido y empezaba a ser sustituida por un fuerte dolor de cabeza.

—¿Por qué dices «bien»?

—Me gusta que me tengan miedo. Es el mejor halago que me podrías haber hecho. La gente sólo respeta cuando teme las consecuencias. Como dijo Maquiavelo, raramente alguien es amado y temido a la vez. Por eso, si debes elegir, siempre es mejor ser temido que amado.

—Ya veo, por eso te hiciste con un revólver.

Lorelei tiró de mi mano y la llevó a uno de sus pechos, que era bastante más consistente que el sofá donde se había echado. Antes de liberarme, pude contabilizar tres latidos extraordinariamente lentos.

—Bueno, de hecho ésa es la más inofensiva de mis armas.