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La siguiente media hora de nuestra road movie particular transcurrió con la placidez que precede a las grandes catástrofes. Lore cantaba los temas que ponían en la radio mientras se retocaba el esmalte de las uñas de los pies. Terminada esta tarea, me apuntó con su «sifón» y empezó a hacerme fotos.

Si tras librarme de ella cometía algún delito, cosa más que probable, cuando la poli la pillara quedaría fichado como cómplice. Aun así, lo asombroso era que yo seguía adelante, seguramente porque no se me ocurría una solución mejor.

Después del enésimo «clic», la fotografa compulsiva se cansó y pegó la cara a la ventanilla.

—Estoy enamorada de mi sifón —explicó entre bostezos—, lástima que Steve Jobs me caiga como el culo.

—¿Qué tienes contra el fundador de Apple?

—Es un soberbio, y tengo entendido que sus empleados salen llorando de su despacho. Debe de soltar unas broncas del copón bendito.

—¿Y a ti qué te importa? Ya me has dicho que no tienes intención de trabajar... Eso hasta que te metan en la cárcel por tenencia ilícita de armas. Te veo en un taller de reclusas lavando ropa.

—Ja, ja. Y, para que lo sepas, me preocupa el sufrimiento de alguna gente.

—¿Alguna gente? —repetí mientras tomaba el desvío hacia Deltebre.

—Sólo la necesaria, la que vale la pena. El resto por mí puede arder en el infierno —antes de seguir, me acarició la mejilla con su pie izquierdo—. Por cierto, ¿sabías que cualquier persona del mundo puede escribir un e-mail a Steve Jobs?

—¿De verdad? —gruñí—. Seguro que eres de las que le han escrito. Y no precisamente cosas bonitas.

—Todo el mundo puede hacerlo, porque en la web de Apple viene una dirección con su nombre.

—Y tendrá una legión de asistentes asqueados de contestar a esos correos.

—Fijo, pero todos pasan por su ordenador y leí que Steve Jobs tiene la costumbre de contestar alguno de vez en cuando, casi al azar.

—Curiosa costumbre —apuntillé sin el menor interés por la cuestión.

—En una revista especializada venía una anécdota que me hizo reír. Parece ser que un pardillo escribió un e-mail a Steve Jobs para quejarse de que se le había mojado su MacBook y le había pedido trescientos dólares para repararlo. Ese correo fue pescado al vuelo por Jobs, que le contestó algo así: «Estimado cliente, es bien sabido por todo el mundo que la electrónica y el agua no se llevan bien. Por lo tanto, no quieras volvernos más locos de lo que tú estás. Atentamente, Steve».

Con esta cháchara dominguera llegamos a Deltebre, desde donde salían los barcos hacia Buda. Aunque eran las seis de la tarde, el sol seguía cayendo a plomo sobre las calles desiertas.

Una punzada en el estómago me recordó que llevaba todo el día sin comer. Sin embargo, ahora mi prioridad era acompañar a Lore a la isla y retomar el rumbo a Horta de inmediato. Empezaba a sentir lástima por ella, razón de más para sacármela de encima cuanto antes.

—No se te ocurra coger la pistola —le pedí en tono paternal—. Déjala en la guantera del coche.

—¿Por qué?

—Si en el puerto hay detectores de armas se va a montar una buena.

Lorelei lanzó una carcajada antes de responder:

—¡Esto no es América, tío! Aquí hasta hace poco aún iban en burro.

—Me da igual —dije con la paciencia agotada—. No pasas desapercibida. Si nos para la policía, no podrás seguir el hilo de las coincidencias durante unos cuantos años.

—No sufras: estoy inscrita en un club de tiro y tengo licencia de armas. Además, el revólver está descargado.

Un sentimiento de humillación, peor del que había vivido en los lavabos, me embargó hasta convertirse en rabia. Tuve que respirar hondo para no patear el trasero de la suiza, que ya pisaba con sus botas militares el camino hacia el puerto.

Se giró hacia mí para ver si la seguía y añadió:

—Que esté descargada no significa que yo no lleve munición, aunque tampoco esperes una gran autonomía de tiro. Este modelo de Smith & Wesson sólo admite cinco proyectiles por cargador. Demasiado hijoputa suelto para tan pocas balas.

Entre estos desvaríos llegamos al puerto de Deltebre, donde había unos cuantos yates amarrados, pero poca actividad humana.

Después de muchas vueltas en balde, detuvimos a un viejo con pipa que parecía salido de un cuadro de marineros. Al preguntarle por los ferrys a la isla, enseñó los dientes podridos y dijo:

—El último regresó hace tres horas. Para ir a Buda tendréis que esperar hasta el sábado que viene.