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Después de haber leído aquella carta de Fernande, la segunda estancia de Picasso me parecía mucho más interesante que la primera, aunque no hubiera cueva ni idilio fantasma.

Más allá del cuadro de Tobías Membrado, me intrigaba saber cómo habían sido los tres meses de aquella parisina que ya echaba pestes del pueblo a los diez días. Para saberlo tenía a la guía ideal, puesto que su tesina se había centrado en la experimentación cubista del pintor en 1909.

De hecho, ese jueves salimos a recorrer el pueblo para localizar los lugares clave de aquella estancia. La primera parada fue en la casa donde el panadero les había cedido la buhardilla.

—Los primeros días la pareja se alojó aquí —explicó Anouk—, luego se instalaron en la fonda del pueblo, el Hostal del Trompet, y Picasso siguió utilizando la buhardilla como estudio de pintura.

—Fernande no parecía muy contenta de estar aquí —dije mientras me preguntaba dónde habría ido a parar el cuadro del panadero.

—Al principio no, pero luego se acostumbró. De hecho, las primeras semanas tuvo problemas con las mujeres del pueblo, que no toleraban que viviera con Pablo sin estar casados. Les escandalizaba, además, que vistiera a la moda de París, que entrara en un café donde sólo iban los hombres y jugara al dominó con ellos. ¡Incluso fumaba en público! Aun así, sólo hubo una crisis importante entre la pareja y la gente de Horta. Un día, mi par de puritanas empezaron a tirar piedras contra la ventana de su habitación para hacerles ver que estaban en pecado.

—¿Y cómo reaccionó Picasso?

—¿No conoces esta anécdota? —se sorprendió Anouk—. Picasso salió al balcón con un revólver en alto y amenazó con disparar si no les dejaban en paz. A partir de aquí todo fue bien.

—Supongo que esos dos eran un bien social para el pueblo —comenté mientras ella me mostraba el café donde el pintor y su amante pasaban las noches bebiendo y oyendo tocar la guitarra—. Seguro que fueron la comidilla de todo el mundo durante tres meses.

—Sin duda —dijo mientras subíamos lentamente hasta lo más alto de Horta—. Los lugareños se acordaban mucho de Pablo, aunque hubieran pasado diez años, y en esta segunda visita aún se ganó más el aprecio de la gente. Picasso tenía una gran sentido de la justicia y, si encontraba a alguien hambriento, corría a su casa y le bajaba lo que tuviera para comer. A parte de eso era un cachondo y le gustaba bromear con todo el mundo.

—Por el tono de la carta que he leído, ella no debía de caer tan bien.

—Era la típica parisina que mira a todo el mundo por encima del hombro. Las mujeres de Horta, que iban de negro porque a todas se les había muerto algún familiar, estaban fascinadas con un sombrero de Fernande que tenía velo. Pensaban que era una mosquitera para protegerse de las picaduras. Al final, la acabaron aceptando e incluso hizo amigas con las que conversaba cada día.

—Que Picasso y Fernande tuvieran dinero para gastar también debía de ayudar.

—Bueno, más bien era visto como algo excéntrico en un pueblo donde todo el mundo vivía de forma muy austera. Se cuenta que una vez ella dio a unos niños un billete de mil pesetas y les pidió que fueran a por cambio. Fueron incapaces de encontrar tanto dinero, ni pequeño ni grande, en todo Horta. Muy pocos habían visto nunca un billete de mil, que eran los únicos que traía Picasso de la venta de sus cuadros. De hecho, fueron viviendo de esos billetes y, cuando se acabaron, salieron de Horta.

—Me gustaría encontrarme en esa situación —suspiré mientras miraba con preocupación un denso manto de nubes—. En lugar de ser dos pringados que no tienen donde caerse muertos, sería todo un relax ir sacando billetes gordos e ir a París a por más cuando se acabaran.

—Igual ya has encontrado el billete más gordo de todos y no te has dado cuenta —dijo Anouk mientras me miraba de manera enigmática.

No podía ser que se estuviera insinuando, me dije. Era imposible que una mujer como aquella, por desesperada que fuera su situación, se interesara por un bala perdida como yo. De forma preventiva, decidí relacionar aquella frase con mi misión allí.

—Tal vez tengo el cuadro perdido de Picasso pegado al trasero y no me he dado cuenta.

Anouk me miró perpleja, sin entender por qué le decía aquello. Luego me empujó cariñosamente cuesta abajo.

Una tempestad de dimensiones imprevistas estaba a punto de estallar.