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Hicimos una parada en lo que había sido la ermita de Sant Salvador. Pese a que el calor empezaba a ser sofocante, una brisa reparadora hizo que nos sentáramos sobre dos pedruscos a contemplar las vistas desde lo alto de Santa Bárbara.

De nuevo me dije que aquel paisaje seco y abrupto me recordaba más al oeste americano que a un país mediterráneo. Tal vez por eso Picasso se había enamorado de aquella parte del mundo, porque era distinta a todo lo que había conocido.

Al imaginar al genio en aquella misma atalaya, me surgió una duda que expresé a mi compañera accidental de viaje.

—Hay algo que no entiendo. Me estoy volviendo loco para indagar sobre el único cuadro que dejó Picasso aquí, pero en sus dos estancias debió de generar cientos de bocetos y cuadros. Si tan prendado estaba de Horta, ¿por qué en este museo no hay un solo original?

—Es una historia complicada —empezó Anouk—. De hecho, en la década de los sesenta una delegación de Horta de Sant Joan, incluido el alcalde, fue a visitar a Picasso a Francia para abrir aquí un museo con sus obras.

—Por aquel entonces, estaría frito de tantas peticiones.

—Desde luego, por eso no recibía a nadie. Su hija Paloma era aún más radical y cuando le pedían obras de su padre decía «quien quiera Picassos que los pague». Pero esta vez él hizo una excepción y los recibió. Dijo que la gente de Horta era amiga suya.

—¿Por qué no les donó entonces unas cuantas obras de su juventud aquí? —pregunté extrañado.

—Quiso hacerlo, pero puso sus condiciones. Dijo que donaría cuadros siempre que se abriera un museo dedicado a sus obras y a las de su amigo. Es decir, un museo Picasso-Pallarés. El problema fue que los retratos de Pallares estaban repartidos entre su familia en un momento en el que había tensiones por temas de herencia. No hubo manera de ponerse de acuerdo para reunir las obras y finalmente Picasso murió, con lo que el proyecto se fue al traste.

—Debió de ser una gran decepción para los que luchaban por el museo. Esto sería ahora un destino turístico de primer orden.

—Sí, Palau i Fabre les dijo: «Lo que os ha pasado con Picasso es como si os hubiera tocado la lotería y no os dejaran cobrar el billete».

Tras aquella agradable pausa, bajamos por el lado opuesto de la montaña. Anouk se mostraba extrañamente alegre, como si la excursión no fuera una despedida, sino el inicio de algo que yo desconocía.

No tardamos en llegar a una cueva muy sencilla con una imagen de san Salvador. Al parecer, antes de acoger a los amigos pintores, aquel pedrusco había servido al religioso para meditar sin asarse bajo el sol que caía a plomo.

—Tenía un gran sentido del humor fra Salvador —dijo ella—. ¿Sabías que una vez se cayó en un matorral de zarzamoras? El santo estaba tan enfadado con los pinchos que maldijo la planta y se dice que empezó a crecer una variedad parecida, la romiguera, que carece de espinas.

—Esas bobadas sólo las creen las viejas que van a misa un día sí y otro también.

—Nunca se sabe —rió Anouk—. ¿Has pedido alguna vez un deseo a un santo?

—Desde luego que no. ¿Debería?

—No pierdes nada por intentarlo.

Acto seguido, señaló la pequeña imagen del santo adosada a la roca.

Me sentía relajado por primera vez desde que había salido de casa, así que me presté al juego y me arrodillé al lado de san Salvador. Emití unos cuantos susurros para hacer ver que pedía algo. Luego me levanté y dije:

—Ya está pedido. ¿Va a tardar mucho en cumplirse?

—Depende del número de peticiones que tenga. Esto de los santos es como los funcionarios: si tienen mucho trabajo, tardan más.

—Pues yo no creo que éste tenga mucho trabajo. Aquí no sube ni Dios.

—Entonces estás de suerte —dijo ella—, porque lo tuyo irá rápido.

Antes de entender de qué estábamos hablando, Anouk me rodeó con sus brazos y me atrajo hacia ella. Entonces nos besamos.