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La resaca temprana me sumió en un inicio de depresión que amenazaba con agravarse si me encerraba en el cuarto. No tenía ganas de leer artículos de Picasso, ni guías de viajes, ni conocer los expedientes X del Matarraña.

Abandonar Horta y la misión tampoco era una alternativa, puesto que ya no tenía el dinero para devolvérselo a Steiner.

Me encontraba seco de ideas y esperanzas. Había trazado un plan —tan vago como le hubiera gustado a Picasso— de los lugares que era obligado rastrear para cumplir el expediente. La cueva de Els Ports, si llegaba a encontrarla; la masía donde el hermano pequeño de Pallarés iba a buscar provisiones; las casas de Horta donde el pintor había vivido en ambas visitas...

Hasta el momento había centrado todas mis lecturas en la primera visita del genio. Aquella estancia había sido la iniciación a la edad adulta y al arte moderno, pero en la segunda había pintado el cuadro misterioso que me correspondía buscar.

Lo mínimo que podía hacer era un reportaje fotográfico —con la cámara del móvil— de todos los lugares por los que había pasado Picasso. Un montaje un poco apañado con explicaciones sobre lo que eran y lo que son hoy, junto con algunos contactos, tal vez bastaran para justificar ante Steiner el empleo de tres mil euros. Sobre todo si aspiraba a recuperar los gastos de la estancia que estaba recopilando, tique a tique, en mi cartera.

En medio de estas quimeras pasé de largo la plaza de los cafés para no acabar metiéndome en mi habitación de alquiler.

Una señal en el cruce anunciaba dónde se encontraba el Pub Dato. El nombre me pareció lo suficiente insólito para acercarme a husmear y tomar la copa de gracia para matar aquel día.

Eran las once cuando entré en el único local nocturno abierto en aquel pueblo de mil almas. Tras una puerta de madera barnizada que me hizo dudar, pasé a una sala oscura que olía a ambientador. Al otro lado de la barra, un camarero en los huesos se aburría frente a un enorme póster con el skyline de Nueva York.

La parroquia del local estaba formada por dos jóvenes, enzarzados en una frenética partida de futbolín, y una mujer de unos sesenta años en la barra. Dejó de hablar con el camarero, que sacaba brillo a una cafetera, para dirigirse a mí con una voz modelada por años de tabaquismo.

—¿De dónde sales tú?

Hice como si no la hubiera oído y pedí un whisky de malta al camarero, que voló hacia el estante de los licores fuertes.

—Sin hielo —puntualicé.

—¿Estás sordo? —insistió la mujer, que llevaba el pelo teñido de naranja—. A mí no me engañas, tú no eres datero.

—¿Datero? ¿Qué diablos es eso?

—Así se llama la clientela que viene al Pub Dato. Tú eres nuevo.

—Estoy aquí de paso —dije tratando de ser amable—. He venido a ver el centro Picasso y me quedaré unos días más a hacer trekking.

—Eso está bien. Deberías visitar también lo Parot[6], es el árbol más viejo de Cataluña, el padre de todos los árboles. Ha cumplido dos mil años y tiene un tronco gordísimo. Por cierto, ¿sabes cómo se mide aquí la anchura de un olivo?

Negué con la cabeza, mientras el destilado de malta empezaba a actuar en ella.

—Se mide por chiquillos de escuela. Antiguamente se contaba cuántos niños podían hacer un corro alrededor del árbol para calcular su grosor. El más grande es el Parot, un olivo de dos mil años que aún da frutos.

—Como los del huerto de Getsemani, donde Jesús se preparó para ser crucificado.

—¿Siguen ahí esos olivos?

—No he estado en Jerusalén, pero un guía de viajes me dijo que son los mismos árboles.

Me dirigió una mirada de admiración antes de increpar a uno de los jugadores de futbolín, porque acababa de meter otra moneda para empezar partida. Entendí que era su madre y quería que el chico se batiera en retirada.

Aproveché la discusión para acabarme el whisky de un trago y pagar.

—Si vuelves mañana por aquí —me despidió— serás nombrado datero, que es el título nobiliario más elevado que tenemos en Horta.

Ya en la cama, sentí que la fiebre se había adueñado de mí. La mezcla de vino, whisky y conversaciones que no conducían a ninguna parte me habían noqueado.

Afortunadamente, los cafés de la plaza se habían vaciado aquel martes por la noche, así que hundí la cabeza en la almohada bendiciendo el silencio. Hice una respiración profunda antes de caer en el pozo del sueño.

No sé cuánto tiempo estuve buceando por las profundidades que preceden a las películas proyectadas en nuestra mente, en sesión continua, mientras dormimos. Creo que no llegué a vivir ninguna de ellas, porque antes de que eso sucediera dos golpes en la puerta de la calle me devolvieron a la vigilia.