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Una luz grisácea traspasaba el manto de nubes que se cernía nuevamente sobre el pueblo. En cualquier momento las tierras de secano iban a recibir otra tromba de agua, me dije mientras miraba la hora en mi móvil.

Apenas eran las ocho de la mañana.

Me giré lentamente hacia Anouk. Dormía de costado en dirección a la ventana. Admiré la larga y sedosa melena negra que se desparramaba por sus hombros. Separado de ella por poco más de veinte centímetros, deseé poderla abrazar desde atrás y dormir juntos hasta que el sol estuviera en lo alto.

Como si mi pensamiento hubiera estimulado de algún modo su centro de operaciones, justo entonces se giró hacia mí con una sonrisa soñolienta y preguntó:

—¿Cuál es el plan para hoy?

—No lo sé. Supongo que tendré que empaparme de los artículos sobre la visita de Picasso y Fernande.

—Cuando termines, avísame. Voy a pasarte documentos de primer nivel.

—Te refieres a esas cartas —dije recordando que estaban firmadas por una tal Fernande—. ¿De dónde las has sacado?

—Están en el archivo de una universidad americana. Cuando preparaba la tesina, conseguí que me mandaran copia de algunas de ellas. Una amiga mía las tradujo. Son las cartas que escribía la novia de Picasso a sus amigos de París mientras se moría de aburrimiento en el pueblo.

Pensé que sería una buena idea incluir algunos fragmentos relevantes en el informe para Steiner. El hecho de que fueran inéditas me permitiría colgarme una medalla, aunque el secreto de Picasso no aflorara en forma de cuadro.

Mientras Anouk se daba la última dosis de sueño, fui a por mis artículos y empecé a leer sobre la llegada de aquellos dos a un pueblo anclado en otro siglo.

La pareja permaneció en Horta entre junio y septiembre, tres meses en total. Además de retratar a personajes del pueblo con una cámara, Picasso no perdió el tiempo y se entregó a ejercicios de cubismo cada vez más elaborados. Trabajaba sobre dos iconos que acabaría fundiendo en uno solo: por una parte, la montaña de Santa Bárbara; por el otro, Fernande Olivier. Inspirado por los trabajos de Cézanne sobre la montaña de Santa Victoria, que pintó más de ochenta veces, en su proceso creativo Fernande y la montaña acabaron siendo una sola cosa.

El panadero del pueblo, Tobías Membrado, había cedido a Picasso una buhardilla para que pudiera pintar, aunque no entendía los cuadros que llevaba a cabo. El buen hombre le llegó a decir que no se preocupara si no se ganaba la vida pintando porque, gracias a él, pan no le faltaría.

Pablo quiso agradecer a su anfitrión que le hubiera cedido aquel espacio regalándole una pintura. Nunca se supo cuál era el motivo del cuadro porque nadie llegó a verlo.

Me excitaba el solo hecho de acercarme al meollo del asunto, así que dediqué un buen rato a subrayar todas las referencias a Tobías Membrado, ya que parecía jugar un papel fundamental en aquel enigma.

Descubrí que era un verdadero outsider en el pueblo, ya que dejó embarazada a una muchacha con quien se casó pese a la oposición de su propia familia, que le retiró la palabra. Aun así, logró ganarse bien la vida como panadero hasta que, durante la Guerra Civil, tuvo que huir a Barcelona.

Allí murió de manera insólita y a la vez simbólica. Durante un bombardeo del bando franquista se escondió en un horno de pan, pero un obús se coló por la chimenea y lo mató.