16
La radiación solar me despertó como un latigazo. Entrecerré los ojos, herido por la luz blanca que reverberaba en las paredes mostrando lo que había velado la oscuridad.
Estaba solo en la cama. Dos gomas de pelo sobre la silla, que tomé a modo de muñequeras, revelaban que la insólita escena nocturna no había sido un delirio provocado por el alcohol.
Me incorporé con un sentimiento de zozobra. La cabeza me daba vueltas y la acidez del estómago me corroía por dentro. Empapado de sudor frío, pasé revista al lugar donde había dormido. Para mi asombro, vi que las paredes estaban cubiertas de fotografías de mujeres desnudas. La poca calidad de los retratos indicaba que habían sido tomados por el propio Oriol en aquella misma habitación.
Como un putero de la belle époque, entendí que tenía preferencia por las damas entradas en carnes.
Tras calzarme los zapatos, me arrastré hasta el comedor mientras recordaba las provocaciones de Lorelei la noche anterior. Casi deseé encontrarla nuevamente en el sofá a ras de suelo. Me resultaba inquietante pensar que había salido en plena noche y en aquel estado hacia la isla fantasma.
El salón comedor vacío hizo que la imaginara cortando las amarras de alguna embarcación a remo para guiarla, a golpe de obstinación, hacia su destino.
Decidido a poner punto final a aquel episodio bizarro, sólo quedaba despedirme del anfitrión antes de volver a la carretera. En un viejo reloj de pared vi que eran poco más de las ocho de la mañana, así que supuse que Oriol aún dormía en la azotea.
Salí a la calle, donde aquel lunes por la mañana había un trajín considerable. Junto a los bajos encontré abierto el portal de la escalera.
Mi aparato digestivo se revolucionó mientras subía los peldaños encajonados en un espacio estrecho y mohoso. Llegué cubierto de sudor a la azotea, que no tenía puerta y estaba ligeramente inclinada para ayudar a bajar las aguas. El azote del calor matinal auguraba que el verano aún tardaría en rendirse.
Allí estaba Oriol. Tumbado sobre una esterilla de playa, su brazo izquierdo se extendía extrañamente, como si hubiera intentado cazar una mariposa durante el sueño.
—Me voy —dije alzando la voz para despertarle.
Pero no se movió.
Valorando la posibilidad de largarme sin más, dirigí los ojos al mar y a la isla de Buda. El espeso manto de árboles, entre los que había palmeras, la hacía parecer un pulmón verde entre el agua y las tierras abrasadas por el sol.
Devolví la mirada al viejo, que tenía dos moscas pegadas a la frente y una tercera que ascendía por una grieta de su mejilla. Las espanté de un manotazo y me agaché junto a él.
—¿Se encuentra bien?
Al no obtener respuesta, traté de espabilarlo con dos suaves cachetes en la mandíbula. Pese al bochorno, estaba frío como una piedra.
Había muerto.
Me puse nuevamente en pie y busqué entre la espesura de Buda una figura azul y negra con las piernas blancas, aunque la isla estuviera demasiado lejos para poder apreciarla.
En el corto intervalo de distracción, las moscas habían vuelto a su presa con efectivos redoblados. Entendí que no estaba invitado a aquella fiesta. Pensé en Ingrid, y decidí huir antes de que el cadáver de Oriol me estallara en la cara.