Capítulo diecinueve
Aunque para la noche ya se había calmado la lluvia, seguía habiendo agua tanto en árboles como en arbustos cuando Peg Bowen se acercó a Villarrosa. La luna había salido y las gotas de lluvia resplandecían bajo su suave luz como perlas engarzadas en las ramas de los melocotoneros. El sombrero y los hombros de Peg brillaban húmedos. Sus enredados y entrecanos cabellos le caían descuidadamente sobre el rostro. Fruncía el ceño mientras caminaba, y en sus feroces ojos castaños no había nada amistoso. Cualquier niño que se la encontrara así, a la luz de la luna, habría sido perdonado por considerarla la bruja de Avonlea.
Tales fueron los primeros pensamientos de Sara cuando se encaramó a la ventana al despertarla el sonido de un guijarro tras otro rebotando contra los cristales.
Mirando hacia la oscuridad, sus ojos se encontraron con los ardientes ojos de Peg. Su primer impulso fue el de cerrar la ventana de golpe, volver a meterse en la cama y esconderse bajo las sábanas. Pero había una mirada en esos ojos, calmada y penetrante que la mantuvo inmóvil donde estaba.
Aunque Peg hablaba en voz baja, sus palabras llegaron hasta Sara con tanta certeza como que estaba temblando en su camisón.
—Vengo a decirte que la señora Lloyd puede necesitarte. Será mejor que vayáis tras ella, tú y la muchacha que canta.
—¿Tras ella? ¿Do… dónde está?
—Ha ido a Charlottetown. A cobrar una vieja deuda.
—¿A Charlottetown? ¿Quiere decir que fue a ver al señor Cameron?
—Sí. Ve con ella. Y no olvides llevar a la muchacha que canta. Aquellos que se pertenecen deben estar juntos. ¿Me oyes? Así que ve ahora mismo con ella.
Sin decir otra palabra, Peg dio media vuelta y desapareció fundiéndose con las sombras.
Olvidando su miedo, Sara se asomó por la ventana para llamarla. Pero Peg había desaparecido en la brumosa noche iluminada por la luna.
Para alguien con los poderes de Peg Bowen, reflexionó Sara malhumorada, no había ningún problema en aparecer en plena noche y ordenar a la gente que fuese de inmediato a Charlottetown. Que fuera ella quien se enfrentase con tía Hetty de madrugada. Que fuera ella quien intentase explicar a una tía adormilada y despertada repentinamente por qué era tan urgente un viaje a Charlottetown.
Tía Hetty ni se impresionó ni se divirtió con el misterioso mensaje de Peg Bowen.
—¡A Charlottetown, por Dios! —había bufado, meneando la cabeza tan vigorosamente que su gorro de dormir se le ladeó sobre un ojo, dándole un aspecto tan raro y torcido que a Sara le costó no sonreír.
—Me extraña que no se ofreciera a llevarte volando hasta allí en su escoba.
Afortunadamente, Sylvia acudió al rescate de Sara. En un tono inhabitualmente firme explicó a tía Hetty que la señora Lloyd era casi un miembro de su familia y que su deber era correr junto a ella en Charlottetown.
El deber era una palabra muy apreciada en el léxico de tía Hetty. Dio su consentimiento a regañadientes, condicionándolo a que Olivia las acompañase. Cuando Olivia les hizo notar, muy razonablemente, que el tren de Bright River no salía hasta las nueve en punto de la mañana y que, por tanto, podían volver a la cama, tía Hetty se animó considerablemente.
—Entonces volved todos a la cama —ordenó—. Volved a vuestro primer sueño mientras podáis. El Señor sabe la falta que nos hace a todas.
En el instante siguiente ya estaba volviendo a la cama, llevándose el candil consigo. Abandonadas en la oscuridad, Sara, Olivia y Sylvia no tuvieron más opción que imitarla.
La mañana siguiente tomaron el tren hasta Charlottetown, donde buscaron la residencia del señor Andrew Cameron.
Al verlas, el cansado rostro del señor Cameron se iluminó por el alivio.
—Gracias al cielo que han venido —dijo, haciéndolas pasar—. Pasó una noche terrible, terrible de verdad. Pero el doctor dice que lo peor ha pasado ya. Saldrá adelante.
Miró atentamente a Sylvia cuando Sara la presentó.
—Así que usted es Sylvia Grey. Ha preguntado constantemente por usted.
Cogiéndola por el brazo, la condujo hasta el dormitorio que se había preparado apresuradamente para la señora Lloyd.
La anciana estaba en cama, con el rostro tan pálido como las almohadas de encaje que la rodeaban. Abrió los ojos cuando Sylvia entró en la habitación, y alzó una delgada mano.
—Acércate más —murmuró.
Sylvia se acercó al lecho de la enferma y tomó la frágil mano entre las suyas. La abuela Lloyd la miró con ojos que se demoraban encantados en cada rasgo del delicado rostro de la muchacha.
—Te pareces mucho a tu padre —dijo finalmente, con un suspiro de satisfacción. Y, entonces, titubeando ligeramente, pues no estaba acostumbrada a pedir favores—. ¿Querrías cantar para mí, Sylvia?
Sylvia miró a la anciana tumbada entre los almohadones. No sabía por qué se había esforzado tanto, agotándose por llegar a Charlottetown a pie y bajo la lluvia, como les había dicho el señor Cameron. Lo único que sabía es que ante ella estaba la mujer que su padre había amado una vez. Había atesorado su recuerdo tan cuidadosamente como ella había conservado sus cartas. Nunca dejó de hablar de Avonlea en tono cálido y lamentándose. Fuera cual fuera la causa que lo había separado de Margaret Lloyd, no le había guardado ningún rencor.
Cuando era niña, nada le había gustado más a Sylvia que oír cantar a su padre. Muchas veces, cuando se sentaba al piano y su suave voz de tenor llenaba la habitación, ella se había dado cuenta de que sus pensamientos volvían a Avonlea y a aquel hermoso verano que había compartido con Margaret Lloyd. Una canción en particular reflejaba aquel estado de ánimo. Alzando la voz, la cantó para los dos, para su padre, a quien nunca olvidaría, y para la anciana, a quien quería por él.
Oh, mi amor es como una roja rosa roja,
que acaba de florecer en Junio.
Mi amor es como una melodía,
que se toca dulcemente entonada.
Así de hermosa eres, mi dulce muchacha,
así de enamorado estoy,
y todavía te amaré, querida mía,
cuando los mares se sequen.
Andrew Cameron escuchó los tonos suaves y puros y se sintió aliviado, y la gratitud lo invadió. Cuando su prima Margaret le pidió que se ocupara de la educación musical de una joven desconocida llamada Sylvia Grey, había consentido al instante. Se sentía dominado por un sentimiento de culpabilidad por la familia Lloyd en general, y Margaret Lloyd en particular, desde que, siendo un joven imprudente, animó a su tío a invertir en unas desastrosas acciones mineras. Habría hecho cualquier cosa que estuviera en su mano para acallar esa incordiante vocecilla que moraba en su consciencia y que le había causado tantas noches en blanco.
A partir del día del «accidente financiero» de su tío, como prefería considerarlo su avergonzado sobrino, Andrew Cameron abrazó el angosto sendero de la virtud fiscal. Había hecho todo lo posible para llevar una vida honrada y establecerse como un pilar de la comunidad. Aunque no tenía un especial talento musical, siempre le habían gustado los buenos cantantes. Le gustaba pensar que, creando la beca musical Cameron, contribuía con algo valioso al mundo de la música, además de apaciguar una conciencia culpable. Cuando concedía el premio, siempre procuraba seleccionar al más merecedor de los candidatos, intentando ser lo más imparcial y coherente con sus principios como le fuese posible. Pero la deuda contraída con su prima le había preparado a sacrificar sus principios. Y, en aquel momento, al oír cantar a Sylvia, se dio cuenta de que no sería necesario hacer ese sacrificio, pues ante él tenía una voz destinada a agraciar las salas de conciertos del mundo. Era una voz con unos méritos propios que darían prestigio a la beca Cameron. Lejos de hacer un favor a su prima o a la señorita Grey, era Sylvia Grey quien le haría un favor aceptando su oferta de una beca. Cuando la canción se terminó, dijo en voz alta lo que pensaba.
—Señorita Grey —dijo, con voz ronca por la emoción, quisiera hacer todo lo que esté en mi mano para asegurar que su voz recibe el reconocimiento que tanto se merece.
Sylvia Grey le sonrió agradecida, pero resultaba obvio que en ese momento nada estaba más lejos de su mente que los pensamientos sobre su carrera y ambiciones. La preocupación por la anciana, a quien ya consideraba como el último miembro vivo de su familia, era lo que ocupaba el lugar preeminente en su corazón. Sosteniendo aún la mano de la señora Lloyd, se arrodilló junto a su lecho.
—Sylvia, querida —murmuró la anciana—. He recorrido el valle de las sombras y de la muerte, y espero haber dejado para siempre atrás el orgullo y el resentimiento. Te suplico que perdones a una vieja tonta.
—No hay nada que perdonar —murmuró Sylvia—. Ahora es parte de mi familia y no importa nada más.
Desde detrás del señor Cameron, Sara vio asomar en las enflaquecidas mejillas de la anciana una ligera sombra de color. Ésta, viendo entonces a Sara, le pidió que se acercara.
—A partir de ahora mi vida será diferente, Sara —prometió, alargándole la otra mano, como sellando un trato.
Sara le sonrió, y entonces una extraña sensación se apoderó de su garganta. Pues algo semejante a un milagro tenía lugar en el rostro de la anciana, que parecía transformarse ante los ojos de Sara. Los antaño fruncidos labios se relajaron y se curvaron hacia arriba, las tensas líneas de su rostro se suavizaron, las mejillas se redondearon. En su alegría, Sara casi se lanzó a abrazar a la anciana, pues la abuela Lloyd estaba sonriendo, sonriendo como si una nueva y grandiosa paz de corazón hubiera brotado en su interior y asomase brillando por sus ojos.