Capítulo diez

El sol ya trepaba sobre el horizonte cuando Sara se acercó a las prohibidas puertas negras de la propiedad de la señora Lloyd. Ni siquiera a la potente y clara luz de la mañana era posible reprimir un ligero escalofrío de miedo. Había algo temeroso y oscuro en el lugar, algo perdido, solitario y frío. De nuevo se sorprendió recordando la afirmación de la señora Lloyd de que el lugar estaba maldito. Una frase que empleó la anciana, «consagrada con sangre humana», acudió sin querer a su mente.

—Sara Stanley —se regañó—. No te limites a quedarte aquí temblorosa. ¿Dónde está tu natural iniciativa como la llama tía Hetty?

Tras dedicarse un buen estremecimiento, cruzó la puerta y entró en el serpenteante camino.

La suerte quiso que la señora Lloyd abriera la puerta en ese momento y diera unos pasos en dirección a una cesta, situada en los escalones de la fachada principal, en el momento que Sara pasaba valientemente entre los dos leones de piedra.

—Vete —exclamó la anciana, abandonando el cesto y corriendo de vuelta a la casa.

—Sólo he venido a informarla de lo mucho que le gustaron las caléndulas a la señorita Grey —dijo Sara deliberadamente.

La anciana se detuvo en el acto de dar un portazo. Las palabras «señorita Grey» parecieron tener el mismo efecto de un pie gigante en el quicio de la puerta.

—No tengo ni idea de a qué te refieres —replicó ella, abriendo la puerta un poco.

—Tiene una hermosa voz, ¿no cree? —preguntó Sara, avanzando un paso o dos.

La señora Lloyd la miró. De algún modo parecía indefensa.

—¿Quién eres tú que estás tan decidida a incordiarme?

—Todo lo que quiero, señora Lloyd, es llegar a ser su amiga —respondió Sara, reconociendo sorprendida que había dicho la verdad.

La anciana examinó el rostro de Sara durante lo que pareció un minuto. Luego se decidió.

—Entra y suéltalo rápido —dijo, abriendo la puerta de par en par—, pero no le digas a nadie ni una palabra de esto.

Esta vez, cuando la gran puerta principal se cerró atronadora detrás suyo, Sara no se sintió como una prisionera, sino como si fuera a revelársele un extraño secreto.

La señora Lloyd condujo a Sara por el vestíbulo hasta la misma habitación envuelta en telarañas que vio por la ventana la mañana de su primera visita.

Sara tenía mejor vista desde su nueva perspectiva, y miró con interés a varios retratos imponentes que colgaban de las paredes. Se le ocurrió pensar que la señora Lloyd debía tener un montón de historias familiares que contar, historias como mínimo tan macabras como aquellas con las que había intentado aterrorizarla el día que la cogió en el jardín. Con miedo o sin él, Sara tenía un apetito insaciable por las buenas historias. Ahora que se le había curado la herida y, que ya no le asustaba la señora Lloyd, la perspectiva de escuchar una historia bien contada la llenaba de placer. Se preguntó si podría animar a la anciana a contar los episodios más emocionantes del pasado de su familia.

—El otro día me gustó mucho que me hablara de sus antepasados, señora Lloyd —dijo atropelladamente—. Parece que tuvieron una vida muy animada.

La señora Lloyd estaba mirando un retrato de una joven de redondos carrillos y pelo rojo. Sus labios se movieron en silencio.

—Ésta es mi tía abuela Sarah Lloyd —dijo por fin, con voz ronca, como si estuviera poco acostumbrada a hablar—. Tenía un cabello tan bonito, y estaba muy orgullosa de él. Oh, sí, era demasiado vanidosa para su bien. Una noche que se lo estaba cepillando en el ala norte, se le prendió fuego con una vela y corrió gritando y envuelta en llamas hasta el vestíbulo.

—¿Se…? —Sara no quería emplear la expresión «quemó toda». Le parecía demasiado irreverente.

—No, no murió por las quemaduras, pero perdió todo su pelo. Y con él, toda su belleza. Desde aquella noche no salió de casa. Hasta su muerte, cincuenta años más tarde. —La anciana miró a Sara solemnemente—. Fue por la maldición, querida…, por la maldición.

Se movió hasta el siguiente retrato.

Sara decidió coger al toro por los cuernos. Respiró profundamente antes de hablar.

—Señora Lloyd, estaba preguntándome si el padre de Sylvia Grey no visitaría alguna vez esta casa.

El efecto que este comentario tuvo en la señora Lloyd fue inmediato. La anciana se tambaleó y tuvo que apoyarse en la repisa de la chimenea.

—A ti no te importa quién venía a esta casa y quién no —repuso en cuanto se recuperó. Clavó en Sara una mirada cortante—. ¿Qué sabes tú de… de Richard Grey, pequeña descarada?

—Sé que enseñó en la escuela de aquí hace muchos años y que siempre se refirió a su estancia en Avonlea como la época dorada de su vida.

La anciana no dijo nada. Sus hermosas y huesudas manos retorcieron nerviosamente el prendedor que llevaba en el cuello.

—Sylvia sigue llorándole, ¿sabe? Ahora está sola en el mundo. Su madre murió al nacer ella.

La señora Lloyd siguió sin decir nada. Dándole la espalda a Sara, miró sin ver al enorme espejo que había sobre la chimenea.

Detrás de ella, Sara miró también al espejo. Y al mirarlo, de pronto vio la habitación como debió ser en el pasado. Se dio cuenta de que no había sido una sala de estar, sino un salón de baile. En esta misma habitación, iluminada por cientos de velas en brillantes candelabros, debieron bailar hermosas parejas a los sones de una pequeña orquesta.

Pudo ver una plataforma elevada en un rincón, donde debió tocar la orquesta, a salvo del revoloteante girar de las faldas de las elegantes jóvenes, mientras daban vueltas por toda la larga y elegante habitación en brazos de su pareja. Debieron girar y girar, con ojos brillantes bajo la suave luz, y el olor de las flores en su cabellos elevándose con el calor de la chimenea.

En el mortecino espejo, los ojos de Sara volvieron al presente y se cruzaron con los de la señora Lloyd.

—Lo siento —dijo en voz baja—. Debe ser difícil hablar de un pasado que, supongo, estuvo lleno de música y romance.

—Hubo música… una vez —admitió con dificultad la anciana—. Música y risas y algo de… romance.

Parecía tan frágil, tan digna, allí en la habitación olvidada, con su antaño espléndido mobiliario amortajado con sábanas y paredes desnudas donde una vez colgaron valiosas pinturas, que el corazón de Sara se llenó de compasión.

—No he podido evitar darme cuenta de que ha tenido que vender algunos de sus tesoros, señora Lloyd —dijo impulsivamente, recordando su propia pena cuando se llevaron de su casa las posesiones de su padre—. Yo también he padecido la humillación de…

Pero había ido demasiado lejos. La señora Lloyd giró sobre sus talones para enfrentarse a ella con ojos centelleantes.

—Contén tu lengua. ¿Cómo te atreves a hablarme de mis asuntos privados? ¡No pienso seguir tolerando más intromisiones en mis asuntos!

Sara se dio cuenta de que se había acercado demasiado a una parte escondida y herida de la señora Lloyd. Todavía tardaría un tiempo en fijarse en que el muro contra el que se había topado tan torpemente era el de su orgullo.

Era hora de marcharse, se dijo. No tenía deseos de enfurecer más a la anciana. Aun así, no se movió. Todavía no había descubierto la relación entre la señora Lloyd y Sylvia Grey.

Volvió a intentarlo con cautela.

—En Villarrosa hemos estado hablando del próximo domingo —comentó, como si tocase un tema de conversación diferente—. Parece ser que la señorita Grey ha aceptado cantar un solo en la iglesia. —Se volvió hacia la anciana—. ¿No estará usted interesada en acudir?

La vieja señora no respondió y, por un segundo, Sara temió haberla vuelto a ofender. Pero la anciana se había olvidado temporalmente de Sara. Todos sus pensamientos, sentimientos y deseos estaban sumergidos en el remolino del deseo de volver a oír cantar a Sylvia. Pero para oírla tendría que ir a la iglesia, y su orgullo se rebelaba ante el pensamiento de aparecer en la iglesia con sus ropas pasadas de moda.

—No puedo, no puedo ir —murmuró, con su deseo luchando con el orgullo—. No tengo ropa adecuada para ir a la iglesia. Todo el mundo sabría que Margaret Lloyd se ha visto reducida a vestir trajes viejos y ajados. Yo, que antaño marqué la moda en esta isla.

Sus ojos se posaron en Sara.

—Pero, tú, niña… tú irás, ¿verdad? Podrías volver la semana que viene y describírmela. ¿Harías eso?

Sara pensó con rapidez. Aunque la señora Lloyd había confesado su gran interés en Sylvia, aún no había revelado la razón que había detrás del mismo. Quizá nunca se lo revelaría. Quizá Sylvia volviese por donde había venido, sin saber nada de la secreta atracción que sentía la anciana por ella. ¿A qué vendría tanto secreto?, se preguntó Sara. ¿No sería mejor que la señora Lloyd viera a Sylvia y que Sylvia la viese a ella? Ignorando la súplica que vibraba en la voz de la anciana, Sara negó con la cabeza.

—Lo siento, señora Lloyd. Me niego a decir cualquier otra palabra sobre Sylvia. Si desea saber algo más de ella, tendrá que averiguarlo usted misma.

Contrariada, la señora Lloyd miró a esta extraña criatura intrusa a la que había admitido en su casa.

—¡Tú… tú, impertinente muchacha! ¿Cómo osas adoptar ese tono conmigo? ¡Es espantoso! ¡Impensable! Es…

Un acceso de tos interrumpió sus invectivas y, para cuando se recuperó, Sara ya estaba girando el pomo de la puerta.

—Adiós, señora Lloyd —dijo, con una dulce sonrisa—. Espero verla el domingo en la iglesia.

La anciana la miró con severidad.

—No te atrevas a decir una palabra a nadie sobre mis penurias. ¿Me oyes, niña?

Pero Sara ya bajaba los escalones, con la sensación de haber hecho bien los deberes de la mañana burbujeando en su interior.