Capítulo diecisiete
La abuela Lloyd se tambaleó con el alma enferma por el camino del risco. Había un largo camino hasta Charlottetown y había salido sin dinero ni comida. Pero lo recorrería. ¿Acaso no le había dicho esa muchacha, Sara, que Sylvia necesitaba su ayuda? En su mano estaba el enviar a la hija de Richard Grey a Europa para que completara su educación musical, y lo sabía. No tenía ninguna duda de que si ella, Margaret Lloyd, le pedía a Andrew Cameron que ayudase a Sylvia, él lo haría. No, lo que le molestaba era haber dudado. No había querido rechazar y dominar su orgullo para pedir un favor al hombre que la había engañado tan amargamente.
Peg tenía razón; no pensaba en los demás. Sólo en sí misma, sólo en su orgullo, que se había hecho tan abundante y espeso que amenazaba con ahogar a las demás emociones. Pero ahora lo combatiría, y al combatirlo, dejaría que el amor creciese.
El amor es un gran obrador de milagros, y nunca mostró su poder con tanta fuerza como en aquel tormentoso día en que la abuela Lloyd se dispuso a ir a pie hasta Charlottetown por el bien de Sylvia.
La lluvia bailaba y caía de una forma salvaje. Los altos árboles se agazapaban sobre el camino, como queriendo protegerse la cabeza del implacable golpeteo. Toda la luz había huido del cielo. Los arbustos y los matorrales se inclinaban y lloraban, mientras el agua fluía de sus postradas formas.
Charcos profundos y espumosos se abrían de un lado al otro del camino. Al principio, la anciana intentó evitarlos de un salto. Pero pronto se rindió y chapoteó ciegamente en ellos. Tenía los zapatos empapados mucho antes de llegar a Bright River, y producían un sonoro chapoteo a medida que andaba.
Al poco de dejar atrás Bright River, el señor Harmon McIlroy, un granjero que iba por el mismo camino, se ofreció a llevarla en su carro. La anciana aceptó agradecida.
Estaba demasiado cansada para entablar una conversación y el señor Harmon no tenía ni idea de quién era. Pero pensó que estaba inusualmente pálida y demacrada, «como si no hubiera dormido o tomado un bocado desde hacía una semana», dijo luego a su mujer durante la cena.
Cuando llegaron a la bifurcación del camino en que él se desviaba, le ofreció cobijo en su granja, pero la anciana rechazó la oferta.
—No, gracias —dijo, mientras se ajustaba el húmedo mantón sobre los hombros—. Debo estar en Charlottetown antes del anochecer.
Harmon la ayudó a bajar de la carreta, se despidió con la mano y dirigió la yunta de caballos tordos hacia su casa.
—Con este tiempo yo no dejaría a la intemperie ni a un perro —murmuró para sí, preguntándose qué asunto podría ser tan importante para que una anciana soportara tan terrible aguacero.
Para cuando la señora Lloyd llegó a Charlottetown, la lluvia ya había desahogado la mayor parte de su furia. Caía apáticamente, como si hubiera perdido el interés por hacerlo. Todavía le quedaban tres kilómetros más por recorrer, ya que Andrew Cameron vivía a cierta distancia del pueblo. Se sentía como caminando por una pesadilla. Nada importaba excepto la fuerza para poner un pie delante del otro. Nada importaba excepto que hacía este enorme esfuerzo por Sylvia.
Los transeúntes la saludaban educadamente, o la miraban por el rabillo del ojo. Ella no los veía. Sólo la memoria la guió los últimos ochocientos metros, pues el sol había aparecido de repente entre la espesa masa de nubes y su repentino brillo hizo que le llorasen los ojos.
Mientras se tambaleaba por el camino de la mansión, tan impecable y cuidado como el propio Andrew Cameron, se dio cuenta de que un ardiente calor había tomado el lugar de su anterior tiritona.
—Cómo debe estar pegando el sol —pensó mientras alargaba una temblorosa mano y llamaba a la puerta.