Capítulo cinco
Los niños estaban cansados y hambrientos para cuando llegaron a Villarrosa. Hacía mucho que había pasado la hora del almuerzo y el estómago de Félix empezaba a exigir la cena.
La vieja casa donde vivía tía Hetty con su hermana pequeña Olivia había recibido ese nombre por los muchos rosales que enredaban sus espinosos dedos alrededor de ventanas y puertas. Rosas blancas, amarillas y rojas daban la bienvenida desde las encaladas paredes, y su fragancia proporcionaba una sutil dulzura al aire de verano.
A medida que la familia se acercaba a la casa, un suave sonido ascendente y desgarrador flotó desde las abiertas ventanas. Sara se detuvo en seco y una luz soñadora asomó a sus ojos.
—Suena como lo haría la luz de la luna si pudiese hablar —exclamó—. ¿Has oído alguna vez una música tan hermosa, tía Hetty?
La cara de Hetty reflejaba una extraña mezcla de ultraje y angustia.
—Buen Dios. Ésa es música de piano. Eso es lo que es. ¡Y viene de mi casa!
Lanzando un gemido apagado, echó a correr hacia el salón, donde tía Olivia tocaba el piano, dejándose llevar por una sonata de Chopin. Junto a ella estaba su sobrino Andrew, pasándole las páginas de la partitura.
—Olivia King, ¿has perdido el sentido? Sabes muy bien que no permito que nadie le ponga un solo dedo al piano de Ruth.
Sara siempre había pensado que su tía Olivia era como un pensamiento, todo púrpura y terciopelo y oro. En ese momento, tía Olivia añadió el escarlata a su espectro de colores al enrojecer hasta las raíces de su negro cabello. Era muchos años más joven que su hermana. Mientras Hetty solía plantar firmemente los pies en el suelo, Olivia tendía a flotar soñadoramente. Mientras Hetty era decidida, y a veces feroz, Olivia tendía a la timidez y la mansedumbre.
—Esperaba que no te importase, Hetty. Necesitaba afinarse, así que Andrew me ayudó a quitarle la funda. Y entonces, bueno, pues no pude resistirme a tocarlo un poco. —Los dedos de Olivia se pasearon por las teclas—. La verdad, no creo que Ruth se hubiera opuesto.
Intrigada, Sara paseó la mirada de tía más joven a la más vieja. Las dos estaban inmóviles, mirándose mutuamente. Por alguna razón, las dos tenían lágrimas en los ojos. De pronto se dio cuenta de que estaban hablando de su madre.
—¿Quieres decir que este… —Sus dedos apenas rozaron la tapa de ébano—… este piano fue de mi… madre?
—No lo toques —dijo Hetty cortante—. Olivia, quiero que vuelvas a cubrirlo decentemente, tal y como estaba. Sara Stanley, ¿has oído lo que he dicho?
Pero Sara parecía afectada de una sordera repentina. Se movía hacia el piano como atraída por un imán. Alargó la mano y rozó las teclas de marfil.
—Mi madre —susurró—. Sus manos tocaron estas mismas teclas…
—Desde luego, seguro que ella no las tocaba con los pies —repuso Félix con un bufido.
—Vete ahora mismo a lavarte esa porquería de la rodilla, Sara —ordenó Hetty. Su voz tenía un tono de tensión. Y tú haz lo que te digo, Olivia, y vuelve a cubrirlo tal y como estaba.
Normalmente Olivia temía cualquier enfrentamiento con su dogmática hermana mayor, pero siempre llega un momento en el que hasta la más tímida de las almas debe aprestarse para la batalla.
—Hetty —dijo, respirando profundamente—. Sylvia Grey necesitará este piano cuando venga a visitarnos. Por eso quería afinarlo.
Hetty se detuvo en el acto de liberar su aplastado sombrero de la prisión de su cabeza.
—¡El que una persona se dedique a la música no quiere decir que espere encontrar pianos dondequiera que vaya! No voy a permitir que cualquiera toque el piano de Ruth. Te das cuenta de eso, ¿verdad?
—Sylvia no es cualquiera, Hetty. Es una cantante de talento, que necesitará un piano con el que practicar. Además, le ayudará a sentirse como en casa. La pobre no tiene a nadie en el mundo que se ocupe de ella.
—Por favor, tía Hetty, no sé quién es Sylvia —canturreó Sara—. Pero no puedo evitar sentir pena por ella, si está sola en el mundo. Un piano podría serenar su corazón. En cuanto a mí, si lo tapas, sería como si mi madre hubiera muerto otra vez.
—Estoy harta de ti y de tus salidas teatrales, Sara. Parecéis estar pensando constantemente en la muerte. No quiero oír ni pío de ninguno de vosotros, u os iréis a la cama sin postre.
Félix se levantó al instante al notar el desafío.
—¿Pío? —aventuró en un susurro malévolo—. ¡Pío-pío-pío-pío-pío!
Algo cedió en Hetty.
—Eso es. Es la gota que colma el vaso. Vete a la cama enseguida, Félix King.
La sonrisa de Félix desapareció. Miró a su alrededor, esperando que su tía Olivia le defendiera. Pero Olivia estaba mirando a Sara, que había llevado ambas manos a las teclas del piano en un gesto impulsivo de protección.
—Estoy segura de que Ruth habría querido que otros disfrutaran de su piano, Hetty —dijo Olivia suavemente—. Y más su única hija.
Una única lágrima surcó la mejilla de Hetty y cayó en el sombrero que entonces sostenía en sus huesudas manos. Pestañeó.
—Ruth quería tanto a su piano…
Sara alzó la mirada de las teclas.
—Por favor, tía Hetty. Oír el piano de mi madre me haría sentir como si viviera una pequeña parte de ella.
Hetty tragó saliva. Su voz sonó ronca.
—Muy bien, ya que todos insistís.
Se volvió, luchando por controlar sus emociones. Hacía ya muchos años de la muerte de Ruth, su hermana preferida. Por aquel entonces, Hetty intentó enterrar su pena bajo una multitud de actividades domésticas y comunitarias.
El querido piano de Ruth había quedado relegado a un rincón del salón, en el que se había quedado veranos e inviernos, cubierto y silencioso. A medida que pasaron los años, la tapa había ido utilizándose para exponer retratos de familia enmarcados y miriñaques de plata, hasta que su propósito musical original quedó olvidado.
Y ahora su voz se hacía oír inesperadamente, removiendo recuerdos en Hetty que amenazaban con devolverle su pena.
Sintiendo la aflicción de su tía, Sara se acercó a ella, rodeándole la cintura con los brazos.
—Gracias, tía Hetty. Gracias, gracias, gracias —susurró.
Tía Hetty le acarició la cabeza, incapaz de hablar. Entonces, todo su cuerpo se estremeció, como si pudiera desprenderse así de su pena, y empezó a afanarse la cocina. Daba la impresión de que todo Avonlea se paralizaría si la cena no se ponía a su hora en la mesa de los King.
Observando a su tía por el rabillo del ojo, Félix pensó que, en su preocupación, podía olvidarse del castigo que le había impuesto de irse a la cama sin cenar. Silbando entre dientes, empezó a moverse hacia la puerta trasera y la libertad.
La voz de Hetty le paró en seco.
—Estaba hablando en serio. Vete enseguida a la cama.
—¿Debo irme ya, tía Hetty? Tengo mucha hambre, por haberme perdido el almuerzo y todo eso.
Tía Hetty le respondió tomándole por el codo y empujándole hacia las escaleras.
—¿No puedo comer antes un poco? Sólo un trozo de pan, tía Hetty, por favor.
—Ni un solo bocado. Vete ya mismo a la cama, si no quieres que te lleve allí con la escoba.
—Comeré el doble en el desayuno —amenazó Félix.
Pero Hetty había dejado ya de pensar en él y había vuelto a la cocina. Félix se enfrentó a Sara, y el hambre y el cansancio prestaron crueldad a su lengua.
—Tenías que chivarte de lo de la ventana, ¿verdad? Tenías que hacer que se enterara.
—No pretendía hacerlo. Se me escapó.
—Chivarte como una cerdita, eso es lo único que sabes hacer. Ojalá no hubieras venido nunca a la granja King. Estoy harto de oírte a ti y a tus tontas historias.
—Pues tú nunca dices nada que merezca la pena ser escuchado, Félix King. Ni una sola vez. ¡Ni siquiera por accidente!
—¿Y tú te crees muy lista, verdad? Bueno, pues me alegro de que tu madre ya no esté aquí. Me alegro de no tener que oíros a las dos tocando en ese estúpido piano viejo. Sólo lamento que tuvieras que venir aquí. Nadie quería que vinieras. ¿Y sabes por qué? ¡Porque tu padre es un ladrón, por eso!
Sara miró a Félix con incredulidad. Las lágrimas le cosquillearon en los ojos, pero se negó a dejarlas asomar.
—Eres una criatura vil y despreciable, Félix King, y nunca te perdonaré esto, ¡nunca!
Y dando medía vuelta salió de la habitación.
Andrew se levantó de su asiento junto al hogar y caminó hasta donde estaba Félix, que le miraba cautelosamente. Aunque Andrew no llevaba mucho tiempo viviendo en Avonlea, había algo en este calmado y reposado muchacho de catorce años, que hacía que Félix estuviese ansioso de ganarse su respeto.
Andrew había llegado a la isla del Príncipe Eduardo al mismo tiempo que Sara. Su padre, Alan King, un geólogo trotamundos, había sido enviado a Sudamérica por su compañía, y mandó a su único hijo a quedarse con sus primos en la granja King, mientras estaba de viaje. De todos los niños, probablemente fuera Andrew quien tenía más en común con Sara. Estaba tan acostumbrado como ella a una vida solitaria. Había perdido a su madre igual que ella, aunque Andrew tenía más años cuando murió la suya y, por tanto, la recordaba con más claridad. Habían pasado siete años desde entonces, pero seguía echando de menos su presencia. El que Félix pudiera meterse con Sara utilizando la ausencia de su madre y las dificultades financieras de su padre era algo que le afectaba profundamente. Miró a su joven primo con rostro serio.
—¿Qué es lo que te pasa, Félix King? ¿Cómo te sentirías si alguien te hablase así de tus padres?
Félix sabía cómo se sentiría. Se sentiría tan miserable y herido como había parecido estarlo Sara. Pero ya era demasiado tarde. Había dicho esas mezquindades y ya no había forma de desdecirlas. Lanzando un suspiro, subió pesadamente las escaleras en dirección a la cama.
Detrás del huerto de la familia King, oculto en un hueco entre dos verdes colinas, había un estanque bordeado por sauces y trémolos álamos. Desde su llegada a Avonlea, Sara había sentido cierta afinidad con esta pequeña extensión de centelleante agua. Le gustaba oír a las ranas cantando entre las piedras y ver a los botones de oro titilar como lucecitas entre la hierba.
Andrew la encontró allí, con las lágrimas aún brillando en sus mejillas.
—¿No vendrás a cenar, Sara? —preguntó en silencio.
—Ahora mismo no podría enfrentarme a la cena. Me siento demasiado desanimada y descorazonada.
Andrew se sentó en la hierba junto a ella.
—No lo decía en serio. Félix nunca piensa antes de hablar.
—Lo decía en serio, todas y cada una de sus palabras.
Andrew guardó silencio, preguntándose cómo consolar a su extraña prima cuentacuentos, a quien había cogido un inmenso aprecio en el poco tiempo que hacía que la conocía.
Sara había sido enviada desde Montreal a vivir con sus primos, cuando su padre fue acusado de desfalco. Antes de dejar su lado, su padre le había explicado a su aterrada hija que el responsable de su colapso financiero había sido un asociado sin principios, y que él era inocente de toda fechoría.
Pero el escándalo había llegado hasta la recóndita comunidad de Avonlea. El leal corazón de Sara se veía constantemente castigado por comentarios burlones sobre su padre. Oír a Félix, su propio primo, repetir esos alegatos la había confundido y asustado.
Andrew posó la mano sobre su hombro.
—No estás sola, ¿sabes? Yo también creo en su inocencia.
Sara se secó las lágrimas con un pañuelo que cogió de su mandil.
—Gracias por decirlo —murmuró.
Andrew se puso en pie.
—Ahora ven conmigo, antes de que tía Hetty piense que tu rodilla ha afectado a tu apetito.
—Por favor, dile a tía Hetty que estaré allí enseguida, en cuanto se me ocurra una forma de vengarme de Félix King.
Había un gesto decidido en la barbilla de Sara, y un brillo en sus ojos, que hizo que Andrew se alegrase de no estar en la piel de Félix.