Capítulo dos

Para entonces, Sara, atraída hacia la solitaria casa por un hilo tejido con temor y curiosidad, estaba parada en la galería, con la nariz pegada contra una sucia ventana de la parte delantera. Una extraña sensación de cosquilleo le recorrió la espina dorsal, a medida que sus ojos se acostumbraban a la penumbra del interior.

Ante su mirada se abría una enorme habitación de techos altos que parecía haber sido envuelta para regalo por un ejército de diligentes arañas. De los candelabros cubiertos de polvo colgaban telarañas que envolvían el amortajado mobiliario. Eran como grises y lacios estandartes que corrían arriba y abajo por vacías paredes, anudándose con un floreo de seda alrededor de la fría chimenea de mármol.

Los ojos de Sara se desorbitaron por la sorpresa. Había esperado recrear sus ojos en pompa y lujo. Había anticipado bronces brillantes, madera pulida, ricos terciopelos y un fuego acogedor. En vez de eso veía una habitación abandonada, desnuda y triste. ¿No había descrito Felicity la casa como perteneciente a una de las familias fundadoras de Avonlea, a una señora «tan rica como una reina»? Estudió atentamente la habitación, sintiendo que ocultaba una historia, intentando desentrañar la extrañeza de aquel lugar.

Los demás habían tomado ya posesión del sitio sin que Sara se diese cuenta y corrían ruidosamente por todo el lugar, explorando y gritando, con su miedo olvidado. Félix se confiaba más y más a cada minuto que pasaba sin que Peg Bowen cayera sobre ellos. Se sentía avergonzado de su anterior despliegue de cobardía y empezó a planear una forma de borrarlo de la memoria de sus hermanas. ¡Si tan sólo se le ocurriera alguna hazaña, algún acto tan temerario que hiciera que se olvidasen sus gritos de terror en el camino! Mientras miraba por el vidrio roto de una de las ventanas más bajas, una idea tomó lentamente forma en su cabeza.

Sara iba a apartarse de la ventana cuando le detuvo un movimiento en la quieta habitación. Una mano blanca, alargada y huesuda apareció salida de ninguna parte, y se cerró alrededor de un pesado atizador apoyado contra la chimenea. En ese mismo momento, una piedra estalló atravesando la ventana que había junto a Sara, rompiendo el cristal y haciendo temblar las telarañas. Aterrizó delante de la chimenea.

Sara tuvo el tiempo justo de notar que el atizador había desaparecido, antes de que un grito de triunfo de Félix borrase todo lo demás de su mente.

—¡En pleno blanco! ¿Quién es ahora un gallina, Felicity?

Su única respuesta fue un chillido de Cecily.

—¡Oh, no! ¡Alguien viene! ¡¡¡Corramos!!!

Sara se volvió para ver que los demás se alejaban corriendo a toda velocidad.

—¡Date prisa, Sara! —dijo Felicity entrecortadamente, mientras atajaba por el camino—. ¡Puede que la abuela Lloyd no esté muerta después de todo!

Sara saltó de la galería y corrió detrás de sus primos todo lo rápido que podían llevarle sus piernas. Le llevaban una buena ventaja y ya estaban torciendo la curva del camino, pronto desaparecerían de su vista.

—¡Esperad! ¡Esperadme! —gritó Sara. Pero ya habían desaparecido por la curva. La arena crujió y se deslizó bajo los veloces pies de Sara. Para mayor seguridad, atajó hacia el camino por el prado. Mientras corría por el desatendido césped, su pie se enganchó en una maraña de alambres oculta en la crecida hierba. Se oyó un sonido desgarrador y luego un horrible golpe seco. Sara cayó de bruces al suelo, lanzando un gañido de alarma.

Yació tumbada un rato, jadeando, sintiendo el dolor clavándose en su rodilla como si fuera una aguja. Quizá si se quedaba inmóvil, renunciaría quien quiera que estuviese persiguiéndola y volvería a la casa. Se estremeció pensando en la acartonada mano aferrando el atizador.

La crecida hierba se agitaba desasosegadamente a su alrededor por el viento que soplaba desde la mañana. Los abetos se apiñaron aún más. De alguna forma, el luminoso día había perdido su brillo. Una pequeña araña trepó hasta la mano de Sara, disponiéndose a recorrerla, cambiando luego de idea, y retrocediendo cuando una rama cercana se quebró. Sara se inmovilizó. Unas vigorosas pisadas cruzaron el césped. ¿La habrían visto? Si su rodilla no le doliera tanto, se pondría en pie de un salto y saldría corriendo. Cualquier cosa era mejor que quedarse allí con la cara pegada al suelo, esperando ser cogida en cualquier momento. Estaba a punto de intentar ponerse en pie, cuando una mano la agarró por el hombro.

—¡Vándalos! ¡Golfillos! —siseó una voz—. ¡Ya te tengo!

Alzando la cabeza, Sara se encontró mirando al enfurecido rostro de la abuela Lloyd.