Capítulo quince

Apenas había luz cuando Sara salió de Villarrosa la mañana siguiente. Se había vestido a oscuras, por temor a que tía Hetty pudiera oírla encendiendo el candil y exigiera saber quién se levantaba tan temprano.

Las sombras eran tan espesas como las hojas de otoño en el camino, cuando Sara llegó a la mansión de los Lloyd. Una ardilla cruzó corriendo su camino. No saltó ni brincó en el aire. Tampoco se detuvo para examinarla con curiosidad, como acostumbran a hacer las ardillas de Avonlea. Se metió en la maleza sin un solo gesto extravagante y desapareció.

Pequeñas y sombrías nubes grises se agrupaban sobre el bosque. El aire parecía estancado y pegajoso. Debe acercarse una tormenta, pensó Sara cuando llamó con fuerza a la puerta de la anciana.

—He venido para hablar de Sylvia, señora Lloyd —gritó, al oír una tos seca en el interior—. Está en un apuro. Creo que usted es la única persona que puede ayudarla.

La anciana abrió un poco la puerta. Parecía más pálida y frágil de como la recordaba Sara.

—Suelta rápido lo que tienes en la cabeza. Y vete después —dijo con un ladrido.

—Me temo que es muy difícil decirlo rápido —repuso Sara, sabiendo que debía elegir cuidadosamente sus palabras—. Verá, Sylvia pensaba ganar el certamen Cameron, pero se nos rompió el carruaje y llegamos demasiado tarde. Y ahora también se ha roto el corazón de Sylvia. Pensé que… bueno, esperaba que… usted le pidiese a Andrew Cameron que lo… que lo… reconsiderara.

La voz de Sara se quebró. Miró suplicante a la anciana señora.

La señora Lloyd aferró con fuerza la puerta. La niña pisaba terreno peligroso. La mera mención del nombre de Andrew Cameron parecía hacer que los huesos de los esqueletos de la familia Lloyd se agitaran en sus armarios. Empujó la puerta para cerrarla, pero la niña la agarró y la mantuvo abierta.

—Por favor, señora Lloyd.

La anciana suspiró. Estaba cansada, demasiado cansada para tratar con niñas difíciles. Pero la niña la miraba implorante, pidiéndole con los ojos una respuesta.

—Preferiría morir a pedirle a ese primo ladrón que me haga un favor —respondió por fin.

—Pero el día que la visitó parecía ser un buen hombre.

—¡Bueno! ¡Un cuerno! ¡Te robaría la tumba, nada más verte!

—Entonces, ¿por qué intentaba ser tan generoso con usted? —Sara estaba realmente perpleja.

—¡Porque se siente culpable! ¡Por eso!

La anciana se movió como si fuese a arrancar la puerta de manos de Sara, pero ésta la sujetó por la muñeca.

—Por favor, señora Lloyd, no lo entiendo.

La señora Lloyd podía notar la mano de Sara a través de la delgada seda de su muñeca. Hacía mucho tiempo que alguien no se acercaba a ella, que la tocaba. Se aplacó un poco.

—Es muy fácil de entender, niña. Una vez aconsejó a mi padre que invirtiera su fortuna en una empresa que se hundió. Mi padre se arruinó, pero Andrew Cameron salió intacto. Se convirtió en un hombre rico, a costa de mi padre.

—Pero quería compensarla. Le oí ofrecerle ayuda.

El rostro de la anciana se endureció.

—Puede que no tengamos nada más. Pero los Lloyd seguimos conservando nuestro orgullo, querida.

Ahí estaba otra vez esa palabra. Orgullo. El viejo rumor sobre la señora Lloyd acudió a la cabeza de Sara: «rica, mezquina y orgullosa». Bueno, pues no era ni rica ni mezquina. Podía atestiguarlo. Pero desde luego sí parecía orgullosa.

De pronto, Sara lo comprendió, como si esa palabra fuera la última pieza de un rompecabezas.

—Por eso dejó de escribir al padre de Sylvia —exclamó.

—No… no podía consentir que se casara conmigo por compasión —repuso con labios temblorosos—. No. Eso estaba fuera de toda cuestión. No era asunto de nadie saber lo pobre que nos habíamos vuelto de pronto.

—Pero le rompió el corazón.

—Y el mío. También destruí mi propia felicidad. —La anciana la miró cortante. Todo su presente parecía ensombrecido por el pasado—. Es esta casa, sabes. ¡Esta maldita casa! Está llena de corazones rotos.

Pero Sara había visto más allá de la maldición. Ya no podía retroceder.

—Eso es sólo una excusa, señora Lloyd, y usted lo sabe. La auténtica maldición es la de su orgullo testarudo.

La anciana retrocedió como si Sara la hubiera golpeado.

—¡Cómo te ATREVES!

—No, escuche, señora Lloyd, por favor. Olvídese de su orgullo. Ayude ahora a Sylvia, si alguna vez amó a su padre. La necesita.

La anciana alzó su bastón, enfurecida.

—¡Fuera! —dijo jadeante—. Déjame en paz, de una vez por todas.

Retrocedió al interior de la casa y cerró con un portazo echando a continuación el cerrojo.