Capítulo catorce
La luz de la luna caía como una ducha plateada sobre una dormida Villarrosa. La brisa mecía los abetos sumiéndolos en un sibilante sueño y el oscuro cielo brillaba con un millar de estrellas.
Sara se despertó en medio de la suave luz de las estrellas que inundaba su dormitorio. La sábana de silencio de la noche parecía cubrir toda la casa, pero estaba segura de que la había despertado un ruido.
Escuchando atentamente, fue consciente de un pequeño sonido que subía hacia ella desde el exterior; un sonido leve, apagado. Era el sonido que hace alguien que quiere llorar a pleno pulmón, sollozando convulsivamente, pero que, temiendo molestar a los demás, lo hace con sollozos breves e interiorizados. El silencioso llorar sólo se escapaba de cuando en cuando a la noche, con ese ruido agudo y contenido que había oído Sara. Lo reconoció enseguida. ¿Acaso no había llorado así muchas veces, penando por su padre ausente hasta dormirse?
Apartando las sábanas, Sara se levantó y se acercó a la ventana abierta.
Bajo la misma vio a Olivia en bata, caminando de puntillas por el barandal. Corría hacia Sylvia, encogida en una silla blanca, conteniendo valientemente sus sollozos.
—Lo siento tanto, Olivia —dijo entrecortadamente, llevándose un pañuelo al rostro—. He procurado no despertarte, pero soy tan cabeza de chorlito que ni siquiera puedo apenarme sin atraer la atención.
—Oh, no llores, Sylvia. Por favor. —Olivia se sentía también a punto de llorar por pura simpatía.
—Sé que no debería. Hace que se me hinche la nariz. Y no hay nada que quede tan mal como una nariz hinchada, y más si es tan vulgar como la mía. Pero no puedo evitarlo, de verdad que no puedo. Estaba tan entusiasmada con ese certamen.
—Quizá el señor Cameron lo reconsideraría si se enterase de tu situación. Podría hacerlo, sabes.
—No, Olivia, lo dijiste tú misma: «La divinidad que conforma nuestras vidas»… ¿Te acuerdas? Bueno, pues mi divinidad parece haberme destinado a ser maestra de escuela, y nada más. ¿Por qué debería importarle al señor Cameron? No le importo a nadie.
Sara estuvo muy tentada de asomarse a la ventana y gritarle a Sylvia: «Le importas a la señora Lloyd. Sé que le importas».
Pero también sabía que no debía estar escuchando una conversación tan privada, así que se retiró al interior y cerró suavemente la ventana.
Al hacerlo, recordó de repente dónde había visto antes al señor Cameron. ¡Pues claro! Había sido en casa de la abuela Lloyd. ¡Cómo podía haberlo olvidado! En su cerebro brilló la imagen de Andrew Cameron enseñando un sobre a la anciana, que lo rechazaba furiosa. Ya lo recordaba con claridad. La señora Lloyd y él eran primos y se había ofrecido a ayudarla.
Sara volvió a meterse en la cama, acariciando un nuevo y atrevido plan de ataque.