Capítulo nueve

Esa noche, el recuerdo de la cara de la señora Lloyd escuchando la canción de Sylvia al filo del anochecer, dominó el sueño de Sara. Cuando despertó seguía siendo de noche. Se levantó, fue hasta su ventana y la abrió un poco. Una brisa fría, que anunciaba el alba, se coló al interior. La esbelta luna creciente seguía adornando el cielo, pero las estrellas empezaban a desaparecer. Dejando abierta la ventana, volvió a la cama y se dedicó a pensar.

Había varias cosas que tenía claras. La primera era que, pese a todos sus actos y palabras amenazadoras, la señora Lloyd se sentía atraída por Sara. Algo en ella, todavía no sabía decir qué, encendía su imaginación.

La segunda era que había alguna relación que unía a Margaret Lloyd con Sylvia, aunque Sylvia no parecía ser consciente de la existencia de la vieja señora. Las caléndulas eran la prueba más fuerte de esta relación. Una conversación oída casualmente también había tenido importancia, a la hora de convencer a Sara de la existencia de alguna clase de lazo entre las dos.

Antes de irse a la cama, Sara había entrado en el salón a buscar su libro. La habitación estaba vacía, las luces bajas. Olivia y Sylvia habían salido al barandal y, gracias a las puertas abiertas, Sara las oyó conversar en voz baja. No había tenido intención de escucharlas. Recorría la habitación, pensando en su pelea con Félix, cuando la palabra «poeta» atrajo su atención.

Sara sentía pasión por los poemas y almacenaba versos y frases en la memoria, guardándolos celosamente y sacándolos de vez en cuando para disfrutarlos y sacarles brillo, tal como otros lo hacen con una joya favorita. De modo que, cuando Sylvia empezó a hablar de poesía, fue como si alguien hubiera extendido inconscientemente una mano amistosa, que no habría soportado ignorar.

—¿Sabías que mi padre era poeta, además de maestro? —había dicho Sylvia de pronto.

—¿Poeta? —respondió Olivia, sorprendida—. No, no lo sabía. Me has contado tan poca cosa sobre tus padres.

—En una ocasión publicó un libro de versos, al poco de dejar Avonlea. Nunca publicó otro. Pobre padre. Creo que la vida le decepcionó.

—¿Y tu madre? ¿Le gustaba la poesía?

—Cielos, no. A mi madre no le importaba un comino la poesía. Murió cuando nací yo, ya sabes. Pero a mi padre sí le gustaba la poesía. Y también la música. Mangas verdes era una de sus canciones favoritas. Por eso me gusta tanto. Cuando era niña, él solía cantármela para que me durmiera. Y cuando crecí, la cantábamos juntos. Le echo terriblemente de menos desde que murió, Olivia. Era todo lo que tenía en el mundo.

Sylvia se derrumbó entonces y Sara subió en silencio al piso de arriba, sintiendo que la ausencia de su padre pesaba enormemente en su corazón. Pero, pese a la añoranza que tenía por su padre, sentía un pequeño atisbo de felicidad. Podía adivinar por su tono de voz que Sylvia compartía el amor de su padre por la poesía. Si era así, entonces Sylvia era una posible alma gemela. La idea de que Sylvia Grey y ella tuvieran en común algo más que la afición a la ropa diseñada en París hizo que Sara sonriera para sí cuando se dispuso a dormir.

En ese momento en que el alba se arrastraba por la ventana abierta se dio cuenta de que la emoción que había visto en la cara de la señora Lloyd cuando cantaba Sylvia tenía sus raíces no sólo en la belleza de la voz de Sylvia, sino en la canción en sí. Estaba claro que Mangas verdes significaba tanto para la señora Lloyd como lo había significado para el padre de Sylvia. ¿Le habría conocido la señora Lloyd cuando era un joven maestro en Avonlea? ¿Le habría querido?

Demasiado excitada por esta repentina revelación para seguir más tiempo tumbada en la cama, Sara se levantó y empezó a vestirse.