Capítulo dieciocho

Polly Deane no llevaba mucho tiempo al servicio del señor Cameron y había muchas cosas en su nuevo empleo que le encantaban. Su almidonado uniforme blanco, con su gorro escarolado reclamando atención desde lo alto de su cabeza rubia, la llenaba de orgullo. Igual sucedía con el vestíbulo principal, con sus brillantes espejos y sus flores recién cortadas. Admiraba lo limpio que estaba el camino cuando se curvaba ante los escalones de la fachada principal, y la forma en que los jardineros mantenían el césped podado a un centímetro y medio de altura.

Incluso por aquel entonces, después de llevar seis semanas como doncella encargada de abrir la puerta principal, el sonido del pesado llamador de bronce hacía brillar los ojos azules de Polly. Pues, en ese momento, tenía que interrumpir cualquier humilde tarea que estuviese haciendo en la cocina, enderezarse el pequeño delantal, ahuecarse el cabello por los lados y subir por la escalera trasera, tras decir al cocinero con aires de importancia: «Disculpe, cocinero, es para mí».

Aquella tarde barrida por la lluvia, aún estaba sonriendo cuando abrió la imponente puerta principal. Hizo una pausa, con la mano en el picaporte, sintiendo que se le desvanecía la sonrisa y que sus ojos empezaban a mirar de ese modo contra el que le había prevenido su madre. Pues, ante ella se encontraba la erguida figura, más bien apoyada, de una arrugada anciana, vestida enteramente de negro. El agua goteaba de su sombrero, su chal, su falda, sus guantes. Tenía los ojos cerrados, la cabeza recostada contra uno de los pilares de piedra. Como comentaría más tarde, aquella misma noche, a la doncella de la cocina, parecía «como si hubiera bebido».

Polly iba a decirle a la anciana lo que pensaba, cuando la mujer abrió los ojos y habló.

—Quisiera hablar con el señor Andrew Cameron —susurró, con lo que Polly reconoció de inmediato como el acento de una dama.

Entonces se balanceó y tambaleó hacia adelante, todo el cuerpo convulso por toses. Habría caído redonda en el limpio suelo de madera, de no haberse abalanzado Polly hacia adelante para cogerla.

—¡Señor Cameron! ¡Señor Cameron! ¡Venga rápido, señor! —gritó.

El señor Cameron salió apresuradamente de la sala de estar.

—¡Prima Margaret! —exclamó, con voz donde se entremezclaban la sorpresa, la alegría y la preocupación.

Polly y el señor Cameron se las arreglaron con alguna dificultad para medio llevar, medio arrastrar a la temblorosa mujer hasta la sala de estar, donde la depositaron suavemente en el canapé situado frente al fuego.

—Rápido, Polly, ve a por una manta —ordenó el señor Cameron mientras sus torpes dedos intentaban quitar de los hombros de la anciana el goteante mantón.

Su prima alzó la mano como rechazando su ayuda. Parecía tener en la mente algo de la mayor importancia.

—He venido —dijo, tosiendo, esforzándose en sentarse derecha, aunque todo su cuerpo temblaba de fiebre—. He venido a pedirte ayuda, Andrew Cameron.

—Sí. Sí, por supuesto —respondió él, apaciguador, preguntándose si se atrevería a quitarle el empapado sombrero—. Si ahora quisieras echarte y reposar, querida prima Margaret…

Se incorporó con grandes dificultades. Lo apartó con un gesto de su encharcado guante.

—No para mí, ya comprenderás. Sino para Sylvia… Sylvia Grey.

Cuando pronunció esas dos últimas palabras, la anciana sonrió, con una sonrisa tan dulce que Andrew Cameron sintió que las lágrimas acudían a sus ojos.

—¡Pero, Margaret! —exclamó, cuando se dio cuenta de que nunca antes la había visto sonreír.

Pero Margaret Lloyd no le oía. Había caído hacia atrás, contra el canapé, con los ojos cerrados y la respiración trabajosa.

—¡El médico, Polly, rápido! ¡Trae al médico! —gritó el señor Cameron, temeroso de pronto de haber perdido para siempre a la prima que creía haber recuperado.