Capítulo doce
Algo más tarde, Sylvia entró en Villarrosa con aquella noticias.
—¡Chicas! ¡Chicas! —gritó, saltando de excitación—. ¡Esperad a oír esto!
Olivia y Sara estaban en la cocina preparando sandwiches para el té. Hetty todavía no había vuelto.
—¿Qué es lo que pasa? —preguntó Olivia, soltando casi la tetera por la sorpresa.
—¡Queridas, esto podría ser la oportunidad de mi vida! —Los ojos de Sylvia bailaban en su cabeza. Tomó la tetera de la mano de Olivia y la depositó en la mesa—. No pongas esa cara de preocupación, Olivia, querida. Esta vez son buenas noticias. Siéntate y escucha.
Olivia tanteó en busca de una silla, con los ojos clavados en la cara de su amiga, y se sentó obediente. Sylvia se posicionó en medio de la habitación.
—¿Supongo que todo el mundo aquí habrá oído hablar de Andrew Cameron, el millonario?
Olivia asintió solemne. Sara titubeó. Había oído el nombre de Cameron recientemente, pero no podía recordar dónde o en relación con qué.
—Bueno —continuó Sylvia, deteniéndose apenas para tomar aliento—, parece ser que el señor Cameron envía todos los años una cantante a Europa, para recibir una educación musical completa a cargo de los mejores profesores. ¡Y la Asociación de Damas de Avonlea, bendito sea su bondadoso corazón, se ha ofrecido a presentarme como candidata suya para la beca Cameron de este año!
Olivia se levantó para abrazar a su amiga.
—¡Sylvia, es maravilloso! Parece la respuesta a nuestras oraciones.
—¿Verdad que sí? —repuso Sylvia, devolviéndole el abrazo—. Pero no contemos los pollos antes de que se hayan puesto los huevos. Todavía hay que ganarla.
—Sé que la ganarás. Lo sé con todas las fibras de mi ser. Tu voz tiene el don de hacer feliz a todo el mundo, hasta a los jueces más exigentes.
Una imagen del rostro de la señora Lloyd, húmedo por las lágrimas, apareció ante los ojos de Sara. La voz de Sylvia también parecía tener el don de entristecer a la gente, además del de hacerla feliz. Se le ocurrió pensar que nunca había visto sonreír a la anciana. Qué maravilloso sería, reflexionó, llevar la sonrisa al rostro de la vieja señora.
—Sylvia —dijo bruscamente—. ¿Sabes quién vino hoy a la iglesia a oírte?
—Pues, no, Sara. ¿Quién?
—Todo el mundo la llama la abuela Lloyd —respondió, observando atentamente su cara.
Sylvia miró a Sara.
—¿No será la… señorita… Margaret… Lloyd? —preguntó en voz baja.
—Sí. ¿La conoces? ¿La conoces?
Sylvia se sentó de pronto. La mirada de felicidad que irradiaba de su cara unos segundos antes se había desvanecido.
—Sé quién es, por supuesto. Pero creía que había muerto hace años —se miró las manos—. No creo que hubiese venido a oírme cantar, de haber sabido quién era yo.
—Por favor, Sylvia —suplicó Sara—. Ven a conocerla. Por favor.
Sylvia miró primero a Sara, luego a Olivia. Lanzó un suspiro.
—Supongo que tendré que contaros esa triste historia —dijo—. No estoy segura de por dónde debo empezar.
Empezó en el carruaje, mientras iban a ver a la señora Lloyd. En realidad era una historia muy simple.
Mucho tiempo atrás, mucho más de cuarenta años, el padre de Sylvia vino a Avonlea a enseñar en la escuela de verano. En aquella época era un joven estudiante universitario, un muchacho guapo, tímido y soñador con ambiciones literarias. Durante una fiesta en la mansión Lloyd, conoció y se enamoró de la hermosa, voluntariosa y alegre Margaret Lloyd.
Margaret iba a heredar una gran fortuna de su padre, pero Richard Grey no tenía deseos de ser considerado un cazadotes y, a instancias de Richard, la joven pareja se prometió en secreto. Esperaba hacer fortuna antes de pedir públicamente la mano de Margaret.
Tras un dichoso verano juntos, dejó Avonlea, prometiendo escribir todos los días a su amada Margaret. Hizo honor a su promesa. Pero entonces, de pronto, las cartas de Margaret dejaron de llegar. Richard escribió muchas veces, pidiendo una explicación a su silencio. Sus cartas le fueron devueltas sin abrir. Angustiado, volvió a Avonlea e intentó verla. Pero Margaret Lloyd había dado estrictas instrucciones a los criados de que no admitieran a nadie y no le dejaron pasar de la puerta.
Este último rechazo convenció a Richard Grey de que Margaret Lloyd había dejado de amarle. Con el corazón destrozado, dejó el país y viajó por toda Europa. Muchos años después, se casó con la madre de Sylvia.
—Pero yo siempre supe que Margaret Lloyd había sido su único y gran amor —concluyó Sylvia—. Cuando murió, encontré las cartas, hasta la última de éstas, que ella le había escrito. Mi padre las había conservado todos esos años.
Hubo un momento de silencio. Luego Sara lanzó un gran suspiro de satisfacción.
—Cielos —murmuró—, es una historia de lo más romántica.
—Hubo muchas veces, desde que murió mi padre, en que pensé en escribir a la señora Lloyd. Pero siempre acababa preguntándome: ¿Por qué iba a querer saber algo de la hija de un hombre al que hacía años que había dejado de querer? Además, ni siquiera sabía si estaba viva o muerta.
—Me pregunto… —musitó Sara—, me pregunto qué hizo que dejase de escribirle.
La señorita Margaret Lloyd estaba sentada, sola, en su lúgubre comedor, en un extremo de la larga mesa de caoba. El sol poniente se filtraba por las sucias ventanas iluminando su frugal cena dominical. Había sido un día duro para la anciana y tenía poco apetito. Las manos que descansaban sobre la fina madera vieja temblaban ligeramente. Sus ojos miraban apáticamente a la pared vacía. El fresco huevo moreno, que Peg le había dejado aquella mañana, continuaba intacto.
El sonido poco familiar de un carruaje de caballos entró en el camino de la propiedad y avanzó hacia la casa haciendo que se quedara rígida. Unas ruedas pisaron la grava y se detuvieron. Unas pisadas se acercaron a la casa. Subieron los escalones de la fachada principal. Su corazón dio un gran y asustado vuelco cuando alguien llamó con fuerza a la puerta principal.
Se levantó y caminó vacilante hacia el vestíbulo.
—¡Señora Lloyd!
Era la voz de esa extraña niña a la que había vendado la rodilla.
—Señora Lloyd, he traído a Sylvia Grey para que la vea.
A la blanca faz de la anciana asomó una repentina mancha de color, como si una áspera mano le hubiera acariciado la mejilla. Se apoyó contra la pared, temblando.
—¿A quién dices que has traído? —Su voz traspasó débilmente la pesada puerta.
—A Sylvia Grey, señora Lloyd. —Sara alzó la pestaña del buzón y habló por la abertura—. Quiere conocerla.
La señora Lloyd apoyó la frente contra la fría pared en la oscuridad del vestíbulo. No creía poder replicar.
Una voz desconocida, pero familiar, habló entonces.
—Señora Lloyd —dijo dulcemente la voz—. Soy la hija de Richard Grey. Puede que lo recuerde. Hablaba a menudo de usted.
¿Recordarle? Las lágrimas inundaron los ojos de la anciana. No podía hablar. La hija de Richard estaba allí, en el umbral de su casa. Su hija.
—Y podía haber sido mi hija —murmuró para sí.
¡Oh, si tan sólo pudiera dejarla entrar! Pero no podía. No dejaría que la hija de Richard supiera lo bajo que había caído. No, no podría soportar que conociese la mísera situación en que se veía obligada a vivir la antaño orgullosa Margaret Lloyd.
—Señora Lloyd —volvió a decir la voz de Sara—. ¡Por el amor del cielo, señora Lloyd, abra la puerta!
«Rat-a-tat» hizo la aldaba de bronce de la puerta, «rata-tata-tat».
Se oyó un murmullo al otro lado. Otra voz habló cortante.
—Déjalo, Sara —dijo la voz desconocida—. Respetemos su intimidad. Vámonos.
Unas pisadas bajaron los escalones y subieron al carruaje.
La señora Lloyd se tambaleó hasta la ventana del salón y se asomó a ella justo a tiempo de ver un carruaje desapareciendo por el camino. En el asiento de atrás iba sentada una joven delgada y erguida. Su cabeza, de brillante cabello cobrizo, estaba vuelta, anhelante, hacia la cerrada puerta de la casa.
Con un sollozo, la anciana recostó la espalda en la pared. El corazón le pesaba como el plomo. La hija de Richard había ido a verla y la había rechazado.
¿Es que no había estado ante esa misma ventana cuarenta años antes viendo, atormentada por la pena, como echaban al propio Richard, tras negársele la entrada por orden suya?
¿Es que los años no le habían enseñado nada, salvo cómo alejar a los demás de su vida?