Capítulo uno

Algo en la vieja mansión hizo que Sara se detuviera. Quizá fueron las enormes puertas de hierro erizadas de pinchos que parecían enseñar los dientes a todo el que pasara por allí. Quizá fueron los oscuros abetos que rodeaban tupidamente a la silenciosa casa, como guardando un secreto. El lugar parecía lleno de odios muertos y corazones rotos. Sara sentía en él sollozos, tragedias y, se estremeció, puede que hasta una maldición.

Sara se detuvo bruscamente ante las puertas, tan bruscamente que Félix, que caminaba pesadamente detrás con el vacío cesto de la ropa, se dio de bruces con ella. Félix retrocedió tambaleándose, perdiendo el equilibrio, chocando con Cecily y tirándola al suelo.

—Por el amor del cielo, Félix King. ¡No creas que vas a poder comportarte como un gamberro por el mero hecho de que nuestra madre y nuestro padre se hayan ido hoy del pueblo! —le reprendió Felicity, mientras ponía en pie a Cecily y la sacudía el polvo. Con trece años de edad, era la mayor de los hijos de los King, y consideraba deber suyo cuidar de la pequeña Cecily de diez años de edad y avasallar a Félix, que, con once años, se hallaba en una precaria situación en el medio.

—No soy ningún gam-be-rro —repuso Félix, que tenía problemas para pronunciar sus palabras.

Sara se paró de pronto. Así de repente. Como si alguien la hubiera agarrado.

—Fue la casa —susurró Sara, mirando al oscuro edificio enterrado entre los árboles—. Os aseguro que esa casa alargó su helada mano y la posó en mi corazón.

—¿Es que tienes que hacer un drama de todo? —comentó Felicity con un suspiro—. Ésa es la casa de la abuela Lloyd. Y, por si no lo sabes, las casas no tienen manos.

Sara no notó el sarcasmo de Felicity. Su atención estaba centrada en los amplios y abandonados terrenos que había más allá de las puertas.

—Háblame de la señora Lloyd. Por favor, Felicity —le suplicó.

—La familia Lloyd prácticamente fundó este pueblo. Junto con los King, claro —cuando Felicity encumbraba a su familia, sonaba extrañamente igual a su tía Hetty, maestra de escuela de toda la vida—. Es tan rica como una reina. La gente de por aquí la llama la «abuela Lloyd», por lo rica, mezquina y orgullosa que es.

—Pero el ser rica no le ha hecho ningún bien —añadió Félix—. Papá dice que nadie la ha visto sonreír.

—Nadie la ha visto, ni sonriendo ni sin sonreír. Al menos desde hace siglos. Ni siquiera sé el aspecto que tiene —admitió Felicity, que le gustaba convertir en asunto suyo el saber qué aspecto tenía todo el mundo en Avonlea—. ¡Sara Stanley! ¿A dónde crees que vas, en nombre del cielo?

Sara se había acercado a las imponentes puertas y puesto la mano en la aldaba.

—No puedes entrar ahí. No tienes permiso.

La mirada de Sara continuaba fija en el enmarañado jardín que había al otro lado.

—Puede que la señora Lloyd haya muerto y nadie lo sepa —respondió—. ¿No crees que deberíamos averiguarlo?

Mucho más adentro, lejos de la vista de los niños, una forma oscura y encapuchada salió de la protección de los susurrantes abetos. Subió por los anchos y bajos escalones delanteros, pasando junto a las urnas de piedra y los leones aún más pétreos que flanqueaban la entrada, hasta llegar a la pesada puerta delantera. La figura se detuvo y depositó un gran pescado en el antepecho, incorporándose a continuación. Al hacerlo, la capucha se deslizó hacia atrás, revelando el rostro recio y austero de Peg Bowen.

Cuando se pronuncia el nombre de Peg Bowen en Avonlea, la mayoría de la gente baja la voz, ya que nadie sabe con seguridad quién es, ni cuál es su lugar dentro del esquema general de las cosas. A diferencia de los demás habitantes del lugar, Peg se niega a vivir en una casa durante el verano. En vez de eso, vagabundea por el campo, alimentándose de bayas silvestres y duerme bajo el despejado cielo tachonado de estrellas. Su morada en invierno es una pequeña cabaña ladeada, situada en las profundidades del bosque, que comparte con seis gatos, un perro de tres patas, un cuervo, una gallina, un mono disecado y un pequeño y sonriente cráneo.

Al calor de las chimeneas se cuentan extrañas historias sobre Peg Bowen. Algunos dicen que cuando quiere puede convertirse en un gato negro. Otros la culpan de una mala cosecha o de una vaca enferma. Y otros afirman que Peg está al tanto de todo lo que sucede en Avonlea, sea público o secreto. Por todas estas razones y por algunas más, la gente teme a Peg Bowen y la llama la bruja de Avonlea. Pero, si Peg Bowen es o no es una bruja es algo que sólo podrían responder aquellos que la conocen de verdad.

En aquel momento Peg apoyaba en la puerta delantera su rostro cetrino, surcado por cien arrugas.

—Te he traído un hermoso pescado y unas hierbas para tu reuma —dijo con voz ronca—. Volveré mañana a recoger algo de leña. Y no te olvides de cuidar las judías que he plantado, ¿me oyes?

Esperó en silencio. La casa no respondió, ni siquiera con un eco. Con un gruñido de preocupación, acercó la oreja a la rendija del buzón y escuchó. Ningún sonido llegaba del oscuro interior. Frunció el ceño. Y entonces lo oyó. En lo más profundo de la oscuridad sonó una tos seca y áspera. Eso fue todo. Ningún movimiento, ninguna voz respondiéndola, sólo una tos tímida e incorpórea. Para Peg fue bastante. Donde había una tos, había vida, meditó, asintiendo filosóficamente con la cabeza.

Estaba a punto de desaparecer entre los abetos de la misma forma en que había llegado, cuando se inmovilizó por la sorpresa. ¡Voces! Oía voces de niños acercándose a la casa. Peg se internó sin hacer ruido entre los agitados árboles y esperó.

Sara no había tenido intenciones de entrar en un sitio donde le estaba prohibida la entrada. Aquel día, cuando tío Alec y tía Janet dejaron a sus tres hijos y a Sara ante la puerta de la iglesia, había hecho una mañana brillante y luminosa, de esa clase de mañanas que hacen que te sientas honrado y virtuoso sin que hagas ningún esfuerzo para ello.

Sara había pasado la noche anterior con sus primos en la granja King, jugando a sus juegos favoritos, haciendo travesuras y gastando bromas, hasta que la vieja casa reverberó con su risa.

Las cosas no habían sido siempre así. Cuando Sara llegó a Avonlea, se encontró con frialdad y sospechas. Por aquel entonces no era más que una extraña para sus primos, enviada desde Montreal por su padre, cuando éste perdió su negocio y su reputación, a la pequeña aldea de Avonlea en la isla del Príncipe Eduardo. Había conseguido sobrevivir a aquellos terribles primeros días y noches. La aislada niña de doce años fue descubriendo gradualmente en la exclusivista familia King una calidez y un compañerismo que sólo había conocido en los libros. Ahora se sentía parte de algo, y le encantaba el diario toma y daca de la vida familiar. Disfrutaba hasta con el continuo chorreo de consejos de tía Janet. Tía Janet decía tan continuadamente a sus hijos que hicieran esto o que no hicieran aquello, que tenían problemas para acordarse de la mitad de sus instrucciones, y al rato acababan renunciando a ello.

Aquella mañana cuando bajaron del coche con un cesto lleno de ropa vieja, tía Janet había vuelto a hacerlo.

—Dejad esa ropa en la caja de la misión y luego iros rápido a casa de tía Hetty. Os está esperando. Cecily, querida, haz el favor de no olvidarte de hacer la cama por la mañana. Quiero que todos os portéis lo mejor posible con Hetty. No olvidéis iros a la cama a una hora decente y…

Afortunadamente, tío Alec eligió ese momento para poner en marcha el coche. Tía Janet y él iban a Charlottetown, donde planeaban pasar la noche. Tía Janet tuvo que conformarse con un último recordatorio.

—¡Y no os entretengáis por el camino!

Cuando se despidió de sus tíos, no había pasado por su mente pensamiento alguno de entretenerse, ni de demorarse jugando con sus primos. Pero eso había sido antes de que pasaran ante las altas puertas de los Lloyd. Antes de que Sara hubiese sentido algo, algo muy semejante a una mano, aferrando su corazón.

Y en aquel momento, cuando corría por el silencioso camino de la mansión, se le ocurrió que tía Hetty debía haber puesto ya el almuerzo en la mesa y que estaría rezongando como una gallina clueca por su falta de puntualidad. Pero, cuando Félix la empujó a través de la puerta, gritando que todos eran unos gallinas excepto él, Sara no pudo dejar de seguirle.

—¡Yo sí que no tengo miedo! —dijo entrecortadamente, poniéndose a su altura—. Si hay algún muerto aquí, quiero ser la primera en verlo. Félix pareció perder algo de su valor al oír esto.

—¿Un muerto? ¿Quién ha hablado de m-muertos?

—La señora Lloyd puede llevar años muerta, toda estirada, tiesa y fría, sin que nadie lo haya sabido. Puede que cuando la encontremos, no sea más que un esqueleto reseco.

Félix titubeó.

—¿Un es-s-squeleto? ¿E-en serio…?

Pero Sara se había adelantado corriendo.

Félix se detuvo en medio del camino invadido por la hierba, sintiendo que los dedos del miedo le palpaban por todas partes. Por primera vez fue consciente del tenebroso silencio. Podía oír su propia respiración. Probablemente también habría podido oír su corazón, de haber contenido la respiración. En cambio, sí podía sentirlo, retumbando como un tambor en su pecho.

El sol parecía haberse retirado de repente tras una nube protectora. La oscuridad se había enseñoreado del sendero, oscureciendo aún más las sombras. Félix notó un picor en las orejas. Contuvo el aliento. Un rumor de hojas le sobresaltó y de pronto —ay, caramba, ay, caracoles— vio dos ojos negros mirando fijamente a los suyos, y unos rotos dientes amarillos entrecerrados y un delgado brazo alzado para agarrar algo. Félix lanzó un aullido de terror y dio media vuelta para retroceder hasta las puertas de hierro.

—¡Peg Bowen! Peg Bowen está aquí. He visto a la bruja de Avonlea. ¡Me dirigió una mirada de las que hielan la sangre! —gritó.

Desde su posición de seguridad al otro lado de las puertas, Felicity y Cecily observaron su enloquecida y cobarde carrera.

—No has visto a Peg Bowen —se burló Felicity—. Te lo estás inventando porque tienes miedo de llegar hasta el final.

Félix tragó saliva. Había visto a Peg Bowen. Sabía que era así. Pero, también sabía que si ahora huía de la finca de los Lloyd, Felicity le llamaría gallina hasta el fin de los tiempos.

Se volvió reticente y se obligó a caminar hacia la casa. Sus rodillas eran como dos enormes montones de gelatina.

—Sí que la he visto. La he visto. La he visto —iba murmurando.

—¡Tonterías! —replicó Felicity, manteniendo la puerta abierta para su hermana pequeña—. Vamos, Cecily —dijo, sintiéndose valiente y satisfecha consigo mismo—. Vamos a ver lo que está haciendo Sara.