Julián Romero
El de las hazañas
...que tengo pecho para ponello a todo lo que pudiera avenir en este mundo.
(Julián Romero, en carta a Luis de Requesens)
H
a llegado a la última vuelta del camino de su carrera militar agotado, manco, cojo y tuerto, y aun piensa que su honra está en entredicho porque se siente postergado. Su guión son las armas de su ascendencia vasca vizcaína: escudo de sinople con banda dorada, estrella de oro de ocho puntas y creciente de plata. Acolada la cruz de Santiago. Su lema, sine causa et principio imposibile esse, concuerda a la perfección con los versos de Calderón, «que quien no es hoy lo que ayer/no será lo que hoy, mañana.» El padre, recuerda ahora Julián Romero, procedía de la casa de Ibarrola, en la Puebla de Aulestia, señorío de Vizcaya, fue maestro de obras en la aldea conquense de Torrejoncillo de Huete, que luego pasaría a ser Torrejoncillo del rey, y murió corneado por un toro en día de fiesta de infausta memoria.
Está orgulloso de su limpieza de sangre, «pero desnudo nací, y he vivido honradamente», declara casi al final de su vida, y muere siendo uno de esos españoles que, como decía el tratadista militar y maestre de campo Sancho Londoño, «aman más la honra que la vida y temen menos la muerte que la infamia.»
Julián está descontento y ha escrito a Felipe II una carta en la que le recuerda sus muchas heridas y mutilaciones, sus cuatro hermanos muertos peleando en la milicia, lo mismo que tres de sus yernos y hasta a su propio hijo. ¿Qué más podría darle ya al rey de esa España tan desangrada y endurecida como él mismo? «Ha que sirvo a Vuestra Majestad —dice en la carta— cuarenta años la Navidad que viene, sin apartarme en todo este tiempo de la guerra y los cargos que me han encomendado y en ello he perdido tres hermanos, un yerno y un brazo y una pierna y un ojo y un oído [...] y por otra parte ha nueve años que me casé pensando en poder descansar y después acá no he estado un año entero en mi casa.»
Su deseo íntimo, que el monarca conoce, es retirarse con su mujer, languideciente y celosa en Madrid, a una castellanía italiana. Quizá sea solo por morir lejos de la pólvora y el gemido de los soldados moribundos, y rehúsa la encomienda de Paracuellos, en las cercanías de Madrid, que el monarca le ofrece. Pero en cuanto al retiro, el rey lo necesita y da largas a la pretensión. Viejo como está, deberá permanecer en Flandes, la guerra que no cesa.
Al hacer memoria de su destino flamenco, echa de menos al duque de Alba, con quien siempre se entendió bien guerreando, aunque luego, cuando el rey lo retiró del gobierno de Flandes, Romero no congenió con el nuevo gobernador Luis de Requesens, comendador mayor de Castilla. Está enfermo, falto de fuerzas y dolido, porque entiende que le posponen a otros jefes más jóvenes. Requesens le ha dado 12 banderas, el mismo mando que a Valdés y Hernando de Toledo, «que nacieron cuando él era ya capitán.»
Es entonces cuando escribe a Felipe II que lo deje marchar a España con el Duque, y el rey le pide que se quede. Así que continúa haciendo lo que mejor sabe: guerrear. Su amigo, el maestre y cronista Bernardino de Mendoza, recoge algunos hechos de Romero por entonces. Escribe, por ejemplo: « Julián Romero entró por las dunas hasta llegar a La Haya, rindiendo Catwyk, Walkenburg, Wassenaer, Naldwuk, San Geraldique, Esquelpening, Nordalswick, Wlaerdinge, Mosendus, prendiendo a San Aldegonde [19] que era principal consejero de los rebeldes. Asimismo ganó Monser, Gravelande y los castillos de Vernon y Lokorst.»
Los capitanes
R
equesens le dio el mando de una armada para desbloquear Middleburgo, pero fracasó en la empresa. Romero es soldado, no marino, y su valor en el mar no bastó para asegurarle el triunfo que tantas veces consiguió en tierra firme. Su nave embarranca y se hunde sin remedio. Cojo, manco y furioso, logra salvarse a nado, y al llegar a tierra espeta duras palabras a Requesens, que desde la orilla presenciaba la derrota de sus barcos: «Vuestra excelencia bien sabía que yo no era marino, sino infante. No me entregue más armadas, que si ciento me entrega, ciento le perderé.»
