EPÍLOGO HACIA LA DÉCADA PERONISTA
El domingo 24 de febrero de 1946 fue un día caluroso en todo el país. Tres millones y medio de ciudadanos varones estaban convocados para elegir a 376 electores que, reunidos posteriormente en Colegio Electoral, designarían al presidente y vicepresidente de la Nación. El pueblo debía elegir también a catorce gobernadores, 158 diputados nacionales y casi 700 legisladores provinciales que, constituidos en las respectivas legislaturas, nominarían luego a 30 senadores de la Nación. Probablemente no bajaban de 20.000 los ciudadanos que eran postulados a diversos cargos electivos[224] por los diferentes partidos. Era la elección más amplia y con electorado más numeroso que hubiera tenido lugar nunca en la República Argentina.
Desde antes de las 8 de la mañana, largas filas de votantes esperaban su turno para depositar el sufragio ante las 15.000 mesas distribuidas en todo el territorio de las catorce provincias —excluidos los territorios nacionales que todavía existían en esa época—, ostensiblemente custodiadas por militares, marinos y aeronautas. Esta custodia castrense no tenía precedentes en nuestra historia política; pero mucho más insólito era el absoluto orden, la anormal normalidad con que se fue desarrollando el acto comicial a través de la jornada. Hacía cuatro años que no se votaba en el país; pero eran muchos los años que debía remontar la memoria colectiva para recordar una elección general tan tranquila, tan libre, tan exenta de fraudes, violencias y presiones.
Al mediodía, los dirigentes opositores, aun los más recalcitrantes, quedaron convencidos de que, al fin de cuentas, las promesas gubernativas y de las Fuerzas Armadas se estaban cumpliendo. Cuando a las seis de la tarde se clausuraron los comicios, una irresistible euforia se levantó entre los dirigentes de la Unión Democrática. Las informaciones transmitidas por radio aseguraban que casi un 90% del electorado había votado: si la gente había sufragado en esta proporción y en aquel clima, nadie podría evitar el triunfo democrático… Tamborini, que hizo visitas de cortesía a los locales centrales del Partido Socialista, el Partido Comunista y el Partido Demócrata Progresista, fue recibido clamorosamente como virtual presidente de la Nación, y sus declaraciones, al filo del cierre del comicio, transmitían la seguridad que animaba a sus partidarios:
—Todas las impresiones que he podido recoger me afirman en la certeza de la victoria… Desde 1912 he podido disponer de buenos lugares para la observación de las elecciones. Como presidente del Comité de la Capital de mi partido, como ministro del Interior o candidato siempre estuve en condiciones de seguir de cerca las reacciones colectivas. El sector vencido no tarda en exteriorizar su propia derrota y no es ésa la sensación que dan en estos momentos mis correligionarios, los de las otras fuerzas políticas de la Unión Democrática y la masa independiente…
Américo Ghioldi, por su parte, expresaba con cierta ironía su complacencia:
—Han sido elecciones sorprendentemente correctas…
Todos los diarios señalaban la limpieza del acto eleccionario. Los que habían apoyado a la Unión Democrática no disimulaban su optimismo. La Prensa reconocía al día siguiente en un editorial que las elecciones habían sido «perfectas», aunque señalaba que no podía decirse lo mismo del período preelectoral. La Nación relataba que, después de la clausura del comicio, el público había repletado los cinematógrafos, teatros y restaurantes, «como si hubiera terminado una pesadilla, la pesadilla provocada por el temor de que la democracia fuera burlada», y publicaba a toda página las fotografías de los militares que habían ejercido el comando electoral en los diferentes distritos. Sólo se percibía un ligero temor, una última desconfianza en los medios opositores, que los diarios grandes reflejaban con palabras reticentes: ¿se resignaría el gobierno de facto a la derrota de su candidato?
Empezaba ya el proceso que debía culminar con la proclamación de los electos. Se acumulaban en el Congreso de la Nación y las legislaturas provinciales las herméticas urnas que contenían la decisión popular, para su verificación y posterior apertura. Era un proceso exasperante por su lentitud, pero el mecanismo legal no podía alterarse. Primero, revisión de las urnas y las actas respectivas; luego, apertura de los cajones para hacer el recuento de los sobres y confrontarlos con las actas; después, anulación de las urnas que evidenciaran irregularidades u omisiones graves. Recién después de cumplidos estos requisitos daría comienzo el escrutinio, que debía comenzar en cada distrito con la primera mesa de la primera sección electoral y continuar así, día a día, hasta su finalización. Era un proceso capaz de agotar los nervios del más templado…
Pero no había nerviosidad en las filas de la Unión Democrática. Las últimos análisis confirmaban el optimismo opositor. El candidato presidencial que triunfara en la Capital Federal, Buenos Aires y Santa Fe tenía asegurada la mayoría del Colegio Electoral. Y ¿quién podía dudar de la victoria democrática en la Capital Federal? Podría discutirse que la lista de legisladores triunfantes fuera la que presentaban los radicales, los socialistas o los comunistas y demócratas progresistas unidos; pero no podía dudarse de que la fórmula Tamborini-Mosca, votada en conjunto por todos esos partidos, obtendría los electores metropolitanos.
¿Y acaso podía titubearse frente al resultado de Buenos Aires? Durante treinta años el electorado se había repartido, en el primer estado argentino, entre radicales y conservadores. ¿Podía alguien pensar seriamente que los peronistas, despedazados en una tremenda lucha interna, cuyo candidato a gobernador recién quedó firme una semana antes del comicio, podían triunfar en Buenos Aires? Admitiéndose, incluso, que los conservadores bonaerenses se resistieran a entregar sus sufragios a los candidatos de la Unión Democrática —en Buenos Aires y Entre Ríos los conservadores presentaron candidatos propios a electores presidenciales—, ¿no estaban allí los socialistas y los comunistas para cubrir sus claros?
Era admisible que Perón gozara de simpatías en los conglomerados que rodeaban la Capital Federal. Pero, ¿y los candidatos libres? ¿Acaso los comunistas no tenían el grueso de sus huestes entre los metalúrgicos, los de la construcción, los de la carne? Y los socialistas, ¿no eran mayoría entre los ferroviarios? Y después, en el gran «hinterland» rural de Buenos Aires, ¿no estaban firmes las lealtades a sus caudillos tradicionales? Pensar en una derrota democrática en Buenos Aires era un absurdo; mucho más si se tenía en cuenta la calidad de la fórmula radical, que seguramente polarizaría cantidad de votos independientes, con un Prat y un Larralde formando su binomio.
Y si el análisis se centraba en Santa Fe, ¿quién podía prevalecer sobre el magnífico radicalismo santafesino unido a las constantes huestes de Lisandro de la Torre en su distrito de origen? Los antipersonalistas, que constituyeron el oficialismo de Santa Fe hasta 1943, habían decidido votar también por Tamborini-Mosca. ¿Podía abrigarse alguna duda sobre el triunfo en Santa Fe, donde la candidatura a gobernador de Luciano Molinas daba la oportunidad de lavar la afrenta justista de 1934; en Santa Fe, la patria del candidato a vicepresidente de la conjunción democrática? Pero regalemos Santa Fe en la hipótesis más pesimista —decían los observadores menos entusiastas— y supongamos que sus electores se pierden para la Unión Democrática. Bueno, allí está Córdoba… Los electores de Córdoba, sumados a los de la Capital Federal y Buenos Aires, totalizaban un elector más que los requeridos para obtener la mayoría del Colegio Electoral. Y eso sí: pensar que los radicales no ganaban en Córdoba —la provincia que supieron conseguir en plena época del fraude conservador y a la que dieron gobiernos históricos, la provincia de Sabattini, la provincia donde los conservadores, aunque lastimados por los ataques verbales de éste, se habían comprometido a votar en el orden nacional por los electores de Tamborini-Mosca—, pensar ese despropósito era entrar en un terreno puramente humorístico…
Pero es que además las conjeturas eran favorables sin discusión en otros distritos. Podía admitirse que el peronismo ganara en Jujuy o en Tucumán o en alguna provincia más del Noroeste, a pesar de que en algunas de estas provincias había ido dividido al comicio; podía tolerarse el pensamiento de que la Unión Democrática perdiera en Santiago del Estero o en Salta. Pero era absolutamente impensable que Perón pudiera ganar en Corrientes, donde los tradicionales partidos Liberal y Autonomista votarían, junto al radicalismo, por la Unión Democrática. Ni podía suponerse que Perón ganara en La Rioja —con su fuerte y sufrido radicalismo, que triunfara en 1937 con Alvear— o en San Juan —donde el cantonismo había abandonado el frente peronista—. Ni en San Luis, donde el conservadurismo era una fuerza histórica indiscutible y apoyaba sin reticencias a la Unión Democrática. Con un criterio francamente pesimista, la fórmula Tamborini-Mosca obtenía mayoría en el Colegio Electoral reuniendo los votos de la Capital Federal, Buenos Aires, Entre Ríos y Mendoza. Y si se perdía en la Capital Federal, jugando una hipótesis insensata, los votos de Buenos Aires, Mendoza, Córdoba, Santa Fe y San Luis seguían otorgando el número de electores indispensables.
Tamborini-Mosca no podían perder en las especulaciones que, lápiz y papel en mano, se hacían al filo de la clausura de los comicios. No eran diletantes los que formulaban estos análisis. Eran profesionales de la política, gente que desde décadas atrás dedicaba gran parte de su tiempo al proselitismo, la acción cívica, el comercio humano de los comités; gente que, en distintos niveles, conocía acabadamente el panorama político de sus respectivos distritos y en algunos casos podían puntear el padrón electoral de sus respectivos contornos con una mínima equivocación.
Es comprensible, entonces, la visita que al día siguiente de los comicios efectuó la Junta Interpartidaria de la Unión Democrática al comandante electoral para felicitarlo; como es justificable también el saludo que personalmente le llevó Elpidio González. Ahora que el triunfo estaba asegurado, convenía acortar distancias con las Fuerzas Armadas, tan maltratadas por la oposición hasta entonces…
Y que el triunfo estaba asegurado pareció confirmarse el martes a la tarde, cuando llegaron los primeros cómputos. Pertenecían a San Juan y a San Luis, dos provincias no muy significativas en el panorama general pero —de toda forma— las primeras en la develación del enigma comicial. Y en San Juan y San Luis triunfaba la Unión Democrática, a juzgar por las primeras cifras. No muy arrolladoramente, pero triunfaba. La sexta edición de los vespertinos del martes 26 lo decían con grandes titulares. «Va ganando Tamborini», proclamaba Noticias Gráficas; y al día siguiente La Prensa anunciaba: «Comenzó el escrutinio con ventaja para la Unión Democrática.» Por su parte, El Laborista, visto las primeras cifras, escribía palabras sorprendentemente conciliadoras, en un editorial de primera página:
—Cualquiera sea el resultado de las urnas —decía el diario sindicalista— no debemos olvidar que ellas reflejan el sentir y el pensar de la ciudadanía. Equivocada o no, sólo la historia puede juzgar su actitud.
En la tarde del miércoles 27, La Época también admitía el ventajoso arranque democrático con un titular que era una obra maestra de ambigüedad:
«Afirman la pureza de los comicios los primeros cómputos de San Juan y San Luis. Está repuntando Perón.»
Esta honesta actitud se contrapesaba con la forma como La Época enunciaba las cifras electorales: «Perón, tantos votos; bradenistas… tantos.» Pero ese mismo miércoles comenzaba el escrutinio en La Rioja y Jujuy: en ambas, mayoría peronista, ajustada en la primera, más amplia en la segunda a pesar de que aquí los votos de Perón estaban divididos.
Los resultados eran, en general, menos triunfales que los que habían previsto los opositores. Pero las perspectivas de éxito de la Unión Democrática, al menos en el orden presidencial subsistían y se afirmaron más el jueves, cuando llegaron noticias de Córdoba y Corrientes: en ambos distritos triunfaba la fórmula Tamborini-Mosca y los candidatos radicales a gobernador.
La expectativa de todo el país estaba, a esta altura, en una tensión insoportable. Nadie se acordaba del Carnaval que empezaba ese fin de semana. No había otro comentario que el escrutinio. Los peronistas, que siempre habían estado agresivamente seguros de su condición mayoritaria, empezaban ahora a vacilar; sólo Perón, encerrado en San Vicente y recibiendo a escasísimos amigos, se mantenía firme en su certeza del triunfo final. Por su parte, los democráticos, que habían soñado con una victoria arrolladora, empezaban a darse cuenta de que algo había fallado en su apreciación del proceso. De todos modos, a mitad de la semana posterior a las elecciones todo era incertidumbre en ambos bandos. «Elecciones reñidas», era el cauteloso comentario de todos.
El jueves se abrieron las urnas de la Capital Federal; había una enorme expectativa por conocer el veredicto de este decisivo distrito. Nadie dudaba ahora que los primeros cómputos favorecerían a Perón, puesto que el escrutinio comenzó con la gigantesca división electoral que comprende Mataderos, Pompeya, parte de Liniers y el bañado de Flores. Efectivamente fue así, pero la ventaja obtenida no era tan grande como para no anularse si los barrios menos periféricos arrojaban una mayoría neta para la Unión Democrática, como se esperaba. Mendoza, que empezó a escrutarse el viernes, inició un pronunciamiento mayoritario para Tamborini-Mosca. Pero, también el viernes, los resultados de Santiago del Estero, Santa Fe, Entre Ríos y Salta comenzaron favoreciendo a Perón. Y para terminar de destrozar los nervios de todos, el sábado se clausuró hasta el lunes el trabajo de las juntas escrutadoras, después de establecer en Santa Fe un espectacular repunte de la Unión Democrática, que alcanzó a pasar al frente, y una disminución en la distancia entre Perón y Tamborini en el distrito metropolitano.
A todo esto las pizarras de los diarios estaban asediadas por nutridos grupos de público. No había incidentes ni demostraciones: sólo una actitud de tensa espera. Nadie se sentía en condiciones de demostrar seguridad en el triunfo de sus candidatos. Más aún: ese viernes 19 de marzo la prensa peronista empezaba a quejarse de que la tarea escrutadora marchaba con lentitud y desorden y hasta llegó a insinuar la posibilidad de un fraude en los resultados. Claro que era imposible que se trocaran las cifras: la verificación de los cómputos estaba fiscalizada por todos los partidos actuantes, a más de los representantes de la prensa y, por supuesto, los magistrados electorales y sus empleados. Pero cuando la palabra «fraude» —que parecía excluida para siempre del lenguaje político argentino, después de los limpios comicios del 24 de febrero— se imprimió en los órganos peronistas, una inyección de esperanza sacudió a los dirigentes opositores… Si los peronistas protestaban, era señal de que veían mal la cosa…
Pero lo único que podía sacarse en limpio del muestreo de esos cinco días de escrutinio era que en las provincias alejadas y en las zonas habitadas por núcleos obreros, Perón era mayoría; faltaba saber cómo votaba la clase media y si un pronunciamiento masivo de estos sectores podía contrarrestar las diferencias obtenidas. Faltaba iniciar el escrutinio en Buenos Aires y Tucumán —donde debían realizarse elecciones complementarias— y todavía no se había entrado a los distritos más importantes de Santa Fe, Córdoba y Entre Ríos. Fue entonces, en ese breve intervalo del agotador escrutinio, cuando el presidente de la UCR pronunció una frase definitoria, que quedaría como una cruda expresión del enfrentamiento electoral.
Hay que recordar que Eduardo Laurencena era un hombre de opiniones sólidas y sinceras: con cifras en mano sostenía que la Argentina no debía industrializarse, que era antieconómico y utópico emprender aventuras como la de la siderurgia y que el destino del país estaba en producir cereales y carnes y exportarlos en la mayor cantidad posible. Político de raza, enfrentado a Yrigoyen desde su invencible feudo electoral de Entre Ríos, Laurencena vivía modestamente de su profesión de abogado y sus opiniones no estaban condicionadas por ningún interés venal. Era, pues, un hombre absolutamente probo y absolutamente equivocado. En suma, un político peligrosísimo.
Y fue Laurencena, en ese suspenso del escrutinio, cuando todos comprendían en uno y otro bando que debían redimensionar sus alegres cálculos preelectorales, quien tradujo los sentimientos mayoritarios de la Unión Democrática al decir estas palabras:
—No estamos perdidos. Hay que esperar el asfalto…
Los números demostraron bien pronto que ni el asfalto podía salvar a la Unión Democrática. El lunes y martes de Carnaval continuó el escrutinio, pese al feriado. Nunca hubo carnestolendas más politizadas en el país: era fácil imaginar a Pierrots y Colombinas, Zorros y Damas Antiguas, Pieles Rojas y Aldeanas Rusas rodeando la radio o devorando los diarios con expresiones preocupadas o enfervorizadas… La «lady crooner» Lona Warren en el Smart, la orquesta de Francisco Canaro en el Luna Park, tuvieron que actuar ante públicos que más pensaban en cifras que en boleros y rumbas. Y justamente los días de Carnaval arrojaron decisivamente en la balanza los resultados que iban a desvanecer abruptamente las esperanzas opositoras. Perón aumentó su ventaja en la Capital Federal, aun en los barrios céntricos, hasta hacerla imbatible; descontó la ligera diferencia en Santa Fe y pasó allí al frente; empezó a ganar en Mendoza y Entre Ríos y hasta —¡horror!— ganaba en el santuario cordobés del radicalismo. La semana de Carnaval asestó golpe tras golpe a las ilusiones democráticas y cuando el lunes 11 de marzo empezó el escrutinio en Buenos Aires y Tucumán, nadie se llamó a engaño aunque las cifras iniciales favorecieron a la Unión Democrática: al día siguiente Perón aventajaba también —y lejos— en estos dos distritos.
Las modificaciones a la ley Sáenz Peña proyectadas en 1945 por el gobierno de facto postulaban el escrutinio provisional sobre la mesa, inmediatamente de concluido el acto electoral. Esta modificación se dejó sin efecto en octubre, cuando se derogó el discutido Estatuto de los Partidos Políticos y en consecuencia subsistió el tradicional régimen de escrutinio, largo y penoso. Pero a la oposición le vino bien el antiguo sistema: si los resultados de la elección del 24 de febrero se hubieran conocido masivamente esa misma noche, el impacto sobre el país no peronista hubiera sido tremendo, tal vez insoportable. La absorción gradual de los resultados había permitido asumir lentamente la cruda realidad. A medida que se iban cerrando las verificaciones de las provincias advertíase que la fórmula democrática no podría juntar más de 70 electores, contra unos 300 de Perón…
En ese momento, cuando las cifras demostraban sin discusión posible que Perón era mayoría, un extraño rumor empezó a correr en las filas opositoras. Se decía que los resultados eran el producto de una gigantesca y científica maniobra de sustitución de votos de origen nazi, aplicada en la Argentina con técnica perfecta. Nadie creyó mucho en este disparate, pero muchos lo repitieron con aparente convicción: alguna explicación había que dar para justificar esa cosa incomprensible que estaba pasando.[225]
Que además tenía una agravante: en las cuatro únicas provincias donde había triunfado la Unión Democrática (San Juan, San Luis, Corrientes y Córdoba, cuyo escrutinio no había terminado aún) la victoria se había obtenido solamente en el orden presidencial. A nivel provincial, las dos primeras habían elegido gobernadores peronistas; en Corrientes ningún partido tenía mayoría en el cuerpo electoral de segundo grado que debía elegir gobernador. En cuanto a Córdoba, se corría allí la carrera más torturante de la historia electoral argentina, con diferencias diarias de cientos de votos apenas, que a cada rato cambiaban el nombre del candidato a gobernador triunfante del radical al peronista y viceversa. Cuando las cifras certificaron que también en Córdoba los radicales habían perdido la gobernación —¡por 118.660 votos contra 118.477, cabalmente 183 votos de diferencia!—, ya nadie dudó que los dioses estaban con Perón, cuya ventaja en Buenos Aires se tornó abrumadora al verificarse el gran cinturón conurbano.
Al finalizar el mes de marzo, todas las provincias habían terminado su escrutinio menos Buenos Aires. Ahora eran sólo los políticos profesionales los que seguían de cerca la danza de números; el público se interesaba en el resonante discurso que pronunció Churchill en Fulton iniciando formalmente las hostilidades de la guerra fría o en el robo de tres cuadros de Goya sustraídos a una aristocrática familia porteña —cuyo autor resultó ser un sobrino de sus dueños—. Poco a poco los más recalcitrantes se iban acostumbrando a la idea de que «el candidato imposible», «el más típico representante del nazismo en América», el hombre cuya presencia en el poder «significaría la guerra en el continente» sería, después de todo, el futuro presidente constitucional de la República Argentina.
El martes 8 de abril, un mes y medio después de las elecciones, el último sobre electoral fue abierto.[226] Perón había sido votado por 1.478.500 ciudadanos; Tamborini, por 1.212.500. El 55% del electorado había sufragado por Perón; el 45% por la Unión Democrática. Fue la peor elección que hizo Perón en toda su trayectoria. Pero suficiente para conquistar el poder presidencial, la omnipotente mayoría de dos tercios en Diputados y la casi totalidad del Senado, trece de las catorce provincias y todas las legislaturas, salvo la de Corrientes.
Durante la penosa ordalía que debió soportar la oposición a lo largo del mes de marzo, no surgió de los partidos que la componían ninguna expresión tendiente a formular un análisis de lo que estaba pasando; evidentemente, todos esperaban que terminara la verificación electoral para hacer sus propias interpretaciones. Llamó la atención, en cambio, que tampoco la prensa opositora intentara ninguna explicación del fenómeno que todos los días se iba desplegando en sus páginas, a través de las columnas de cifras que monótonamente marcaban el triunfo de Perón. El 2 de marzo, cuando todo estaba aún impreciso y fluido, La Nación atacó editorialmente el concepto de intransigencia política, de una manera muy general pero con destinatario evidente; después de esto el diario de los Mitre guardó silencio hasta que un mes más tarde, concluido ya el escrutinio, publicó otro editorial señalando que el porcentaje de vencedores y vencidos debía marcar al futuro presidente una conducta amplia y prudente, ya que sólo el 55% del electorado lo había votado. Clarín publicó un editorial el 22 de marzo titulado «Juego limpio»: reconocía las fallas de apreciación en que había incurrido la oposición durante la campaña y exhortaba a realizar todas las reformas que necesitara el país dentro de un clima de libertad. Por su parte, La Prensa no hizo ningún comentario editorial con referencia al resultado de los comicios; recién el 13 de abril, a una semana de concluido el escrutinio, publicó un breve comentario sobre los resultados bonaerenses. «¿Qué se han hecho los votos conservadores?», se preguntaba amargamente el diario de los Paz, señalando que en 1940, en elecciones relativamente normales, los conservadores habían obtenido 207.000 votos en Buenos Aires rnientras que seis años más tarde su caudal sólo alcanzaba a 53.000. El comentario de La Prensa revelaba una vez más la incapacidad de los viejos sectores dirigentes para comprender el proceso que vivía el país: no entendían que se había operado una real revolución de los espíritus, frente a la cual habían quedado desarticulados todos los esquemas partidarios.
No obstante el aparente silencio, en los partidos derrotados empezaban a hervir tormentosos procesos internos. En el radicalismo, levantábanse voces dentro del sector intransigente denunciando la «conducción de la derrota» y exigiendo la renuncia de las autoridades partidarias. En el comunismo, un sordo disgusto contra la dirección codovillista prenunciaba la crisis que sufriría más tarde el «partido de la clase trabajadora», cuyos conductores habían evidenciado interpretarla tan mal. También el conservadurismo sentía el impacto de un pronunciamiento electoral que lo había marginado casi totalmente de las representaciones públicas —sólo obtuvo dos bancas en el Congreso Nacional— a tres años de haber sido oficialismo, y la juventud demócrata bonaerense emitía una virulenta declaración contra los dirigentes partidarios. Y los socialistas, excluidos por primera vez desde 1912 del Congreso Nacional, también sentían los primeros escozores internos contra sus veteranos dirigentes. Eran las agrias disputas que suelen ser —junto con las cuentas impagas— los saldos más amargos de las derrotas electorales.
Pero estas inquietudes no traslucieron públicamente todavía. En cambio nadie se llamó a engaños sobre el significado de las renuncias que presentaron diversos personajes cuyos nombres habían sido jugados a través de todo el proceso político anterior: don Luis Colombo, a la presidencia de la Unión Industrial que había ejercido durante veinte años; Eustaquio Méndez Delfino, a la presidencia de la Bolsa de Comercio; el doctor Roberto Repetto, a la presidencia de la Corte Suprema de la Nación. Ninguna de estas dimisiones aludía a la realidad política que vivía el país —todavía en pleno escrutinio—, pero nadie dudaba que estos alejamientos tendían a facilitar el reacondicionamiento indispensable de las relaciones de las entidades que habían dirigido, con el futuro gobierno.
Tampoco hubo comentarios oficiales por parte de Braden. El secretario adjunto de Asuntos Latinoamericanos debía haber pronunciado discursos en el Club de las Naciones Unidas y en la Universidad de Yale pocos días después de las elecciones argentinas; frente a los primeros cómputos canceló prudentemente estos compromisos y sólo hizo declaraciones el 27 de marzo, respondiendo a preguntas de periodistas. En la oportunidad, Braden se limitó a anunciar que Estados Unidos designaría muy pronto su embajador en la Argentina, lo que efectivamente ocurrió. Por su parte, el Departamento de Estado publicó el 1º de abril una sobria declaración expresando la esperanza de que el nuevo gobierno argentino cumpliera definitivamente con sus compromisos interamericanos. En cuanto al Libro Azul, que había sido entregado «en consulta» a los gobiernos de América latina, fue piadosamente olvidado. Pero diez días antes de las someras manifestaciones de Braden, su inteligente crítico, Summer Welles, puntualizó públicamente todos los errores cometidos por la diplomacia norteamericana en relación con el caso argentino.
Si la descalabrada Unión Democrática —cuya Junta Interpartidaria se disolvió silenciosamente después de una melancólica reunión acaecida cuando el escrutinio estaba en vísperas de finalizar— mantuvo silencio durante el proceso de verificación de votos, no menos prudente estuvo Perón. Recién el 2 de abril, cuando sólo faltaban unas pocas mesas de Buenos Aires para completar el escrutinio de todo el país, el virtual presidente electo formuló sus primeras declaraciones al diario The Standard. Se manifestó satisfecho de la elección pero no adelantó opiniones sobre su futura acción de gobierno. Más que una declaración, fue aparentemente una expresión de buena voluntad hacia la colectividad británica en la Argentina. Más explícito estuvo con un corresponsal del diario peruano La Prensa, al que hizo declaraciones un día más tarde.
—Haré un gobierno para toda la Argentina —dijo Perón—. Para la Nación sin exclusiones, preferencias ni reservas. Mientras la oposición contemple la ley, será respetada por el gobierno.
Agregó que proseguiría y perfeccionaría la obra social cumplida por la Revolución y señaló que centraría su acción de gobierno en la defensa de la soberanía y la recuperación de las fuentes fundamentales de la economía «sin vulnerar —aclaraba— los legítimos derechos del capital extranjero, que será equitativamente indemnizado en los casos de expropiación».
Era el mismo tono prudente y conciliador que había usado el 4 de abril en la concentración gigantesca que los peronistas realizaron en la Plaza de la República para celebrar su triunfo. Ante una multitud más grande aún que las que habían llenado ese enorme espacio en diciembre y en febrero, al empezar y terminar su campaña electoral, Perón, en una atmósfera de enloquecida alegría, señaló que «la victoria no da derechos: crea obligaciones» y aseguró que tendía «una mano generosa a los vencidos». En ese acto —que sus organizadores llamaron «Marcha de la Independencia y la Justicia Social», como una lejana réplica a la ya casi olvidada Marcha de la Constitución y la Libertad— Perón exhortó con patéticos acentos a la unidad de sus fuerzas. «El coronel Perón necesita de la unión de todos, para poder cumplir con el mandato que el pueblo le ha conferido.» Era un llamado real, no un formulismo, ese que hacía a la unidad, porque la precaria alianza de laboristas y radicales renovadores estaba haciendo agua por todos lados.
Pero a cambio de los sinsabores internos, Perón ya estaba gobernando de hecho desde mediados de marzo, cuando las cifras establecieron de manera indubitable la tendencia del electorado. Algunos actos del expirante gobierno de Farrell lo acreditaban. La caducidad de las concesiones de todos los casinos y la decisión de que el Estado los explotara directamente en el futuro, la expropiación de papel de diario —indispensable para la subsistencia de la prensa peronista, que en general carecía de reservas de papel y medios para adquirirlo en cantidades— y sobre todo la nacionalización del Banco Central y la designación de un nuevo Directorio, eran actos que indudablemente tendían a allanar la acción del futuro gobierno. El mismo propósito tenían otras medidas adoptadas por esos días a pedido de los equipos que ya estaban trabajando al lado del presidente electo: los decretos reordenando todo el sistema bancario nacional en subordinación al Banco Central, la creación del Instituto Mixto de Reaseguros, la reglamentación de las Bolsas de Valores y la institución de un régimen legal para las llamadas «sociedades de economía mixta». Otro de los decretos firmados por Farrell en vísperas de abandonar el poder podía considerarse una galantería: el ascenso de Perón a general de brigada.
Hubo, además, en ese interregno, dos medidas del gobierno de facto cuyo origen e intención eran inocultables. Se trataba de medidas de seguridad o de desquite, según se miraran. Perón nunca fue muy piadoso con sus enemigos y era angelical suponer que iba a permitir que los baluartes más peligrosos de la oposición subsistieran, si podía arrasarlos antes de quedar limitado por las trabas constitucionales. El 1º de mayo apareció un decreto interviniendo todas las universidades del país y veinte días más tarde, otro que fulminaba igual medida contra la Unión Industrial…
El 6 de mayo los colegios electorales de la Capital Federal y las catorce provincias cerraban una etapa más del proceso constitucional al elegir presidente y vicepresidente de la Nación a Perón y Quijano por 298 votos contra 66 que obtuvieron Tamborini y Mosca. En realidad, la fórmula triunfante había reunido 304 sufragios y 72 los opositores; pero algunos fallecimientos y ausencias en uno y otro bando redujeron las respectivas cifras en el momento de la votación.
En la segunda mitad de mayo se fueron constituyendo las legislaturas locales, que debían designar senadores nacionales; el 28 de abril ya se había reunido la Cámara de Diputados de la Nación y el Senado lo haría a fines de mayo. Ya faltaba poco para que culminara el proceso de normalización, con la asunción del cargo por parte del nuevo presidente. A los opositores sólo les quedaba el sombrío placer de ver cómo se despedazaban los laboristas y los radicales renovadores en Buenos Aires, Mendoza, San Juan, Tucumán y la Capital Federal, donde al candidato laborista a senador, Gay, se le birló su banca con una maniobra digna de la mejor época del fraude. Esos lamentables espectáculos acentuaban en la oposición —al menos en algunos sectores— la certeza de que el gobierno peronista tendría que derrumbarse fatalmente y a breve plazo, huérfano de apoyo político, de experiencia y capacidad de gobierno. A lo que podía sumarse la indudable jettatura de Perón: pues (agregaban algunos opositores), ¿no era una mala suerte excesiva que el gobernador electo de Santa Fe se suicidara antes de asumir y que el de La Rioja falleciera sin poder hacerse cargo del gobierno?
Pero el presidente electo no era supersticioso ni estaba dispuesto ya a tolerar indisciplinas dentro de su movimiento. Durante la campaña electoral había tenido que resignarse a capear las tormentas internas de sus partidarios: ahora los votos que había sacado eran de él y estaba dispuesto a hacerlos valer… Así lo hizo a gritos, vestido con unos breves calzoncillos, en la cocina de su departamento de la calle Posadas, a un grupo de diputados laboristas que venían a formular una enésima queja contra los quijanistas.[227] Al otro día, 24 de mayo —el mismo día en que Farrell firmaba el decreto levantando el estado de sitio en todo el país—, Perón, en un discurso transmitido por varias radios ordenó, por propia autoridad, la disolución del Partido Laborista y de la UCR Junta Renovadora, para constituir el Partido Único de la Revolución Nacional. Su orden sería acatada a medias, pero ésa ya es otra historia.
Ya se estaba sobre el filo del mes de junio. La fiesta patria de Mayo, la llegada de las delegaciones extranjeras que venían a asistir a la transmisión del mando, los viajes que hacían a Buenos Aires casi todos los gobernadores de provincias y muchos dirigentes oficialistas del interior para no perderse la ceremonia, daban a la ciudad una atmósfera especial. Banquetes y veladas de gala acunaban los últimos días del gobierno de facto. La esposa del presidente electo, con su gracioso hombro descotado turbando la mirada del cardenal Copello en uno de esos banquetes, daba motivos para que Sofía Bozán hiciera las delicias del público del teatro Maipo.
El 4 de junio hizo Perón el ritual recorrido desde el Congreso Nacional hasta la Casa Rosada, aclamado por una delirante multitud. Era un día martes y Farrell había decretado feriado el día anterior a la transmisión del mando; por su parte, Perón declaró feriado el siguiente, de modo que fue casi una semana de holgorio. Era difícil no sentirse contagiado por esa atmósfera de verbena que envolvía al país entero. Habían pasado tres años justos desde el golpe militar que derrocara al viejo régimen conservador. En esos 36 meses habían ocurrido procesos políticos y sociales tan profundos y vigorosos que aquel banal motín castrense había conseguido desembocar —justificándose— en este formidable movimiento de masas que marcaría con su presencia toda la década siguiente.
Ese mismo 4 de junio la revista Cascabel publicó un dibujo que mostraba a un sonriente Perón vestido de uniforme militar, entregando las insignias del poder a un sonriente Perón vestido de frac. La caricatura establecía una parte de la verdad, porque la tradicional ceremonia era en gran medida sólo una formalidad y Perón estaba gobernando directa o indirectamente, de tiempo atrás. Pero sólo una parte de la verdad, porque el análisis del proceso que culminaba ese 4 de junio no se agotaba señalando la continuidad del gobierno de facto con el poder constitucional que se instalaba. Se trataba de algo mucho más complejo. Pero los opositores que sonrieron con la caricatura de Cascabel no podían entender esa complejidad, que era la de su propio país en ese particular momento de su historia.
Esa complejidad deriva de un hecho fácilmente comprobable, pero que pocos midieron en su real importancia: en 1945 se habían confrontado agriamente dos formas de concebir el país. Ninguna de ellas alcanzó a formularse con claridad y por eso la lucha política consiguiente no fue más que una sucesión de invectivas y malas mañas por ambas partes. Pero esto no quiere decir que cada uno de los bandos en pugna no haya intuido el tipo de Argentina en que deseaba vivir.
A lo largo de ese año, estimulada por los hechos que fueron jalonándolo, una verdadera y auténtica revolución había ocurrido. Una revolución que se dio en los espíritus, como toda revolución trascendente. Había aparecido en la conciencia de muchos argentinos una serie de valores, de evidencias, de juicios, que habrían de determinar su comportamiento en las decisivas jornadas de octubre y frente a la elección de febrero de 1946, cuyos resultados fueron la expresión numérica de esa revolución.
Ello consistió fundamentalmente en la adquisición de una conciencia de poder en la clase trabajadora. Aún hoy, cuando se pregunta a Perón qué fue lo más importante de su gobierno, el ex presidente contesta sin vacilar:
—La politización de los trabajadores.
Y en esto tiene razón. Si Yrigoyen fue el gran artífice de la integración de la clase media en el juego político de la Argentina, fue Perón quien empujó de manera decisiva la inserción de la clase trabajadora en el ámbito donde se toman las decisiones políticas. Pero la revolución de 1945 no se limitó a esto, con ser mucho. La parte mayoritaria del país delineó en su espíritu un nuevo concepto de la Argentina, que entregó a Perón en febrero de 1946 con el mandato de hacerlo realidad, de instrumentarlo para concretar esa «Patria hermosa» que auguraba en sus roncos cánticos. El hombre argentino de 1945 que se atrevió a no creer en los grandes diarios cuya opinión le había sido antes sagrada; que rechazó a las figuras políticas que siempre había respetado; que arriesgó su adhesión a un hombre nuevo cuya formación ideológica no era muy clara y que aún podía ser sospechosa, ese hombre común de 1945 prefirió romper con el pasado y hacer una apuesta total sobre la alternativa que le ofrecía algo totalmente diferente de lo que conocía hasta entonces. Eso fue lo más revolucionario de la actitud mental del argentino del 45. Su íntimo compromiso con la alternativa nueva lo llevó a prescindir de las figuras eminentes que hasta entonces había seguido. Por eso quedaron marginados los hombres que hasta entonces habían conducido amplios sectores populares: Sabattini en Córdoba, los Cantoni en San Juan, Laurencena en Entre Ríos, Mosca, Rodríguez Araya y Molinas en Santa Fe, Boatti y Solano Lima en Buenos Aires, Palacios, Ghioldi y Repetto en la Capital Federal, al igual que Tamborini, Ricardo Rojas y otros. Frente a ellos, los dirigentes peronistas no podían resistir la menor comparación en materia de experiencia política, nivel intelectual o prestigio. Y sin embargo aquéllos fueron barridos por la poderosa marea mayoritaria, porque había un proceso revolucionario que necesitaba encauzarse políticamente y para ello debía arrasar con todo lo que se le opusiera. En la emergencia, la parte mayoritaria del pueblo argentino prescindió de sus tradicionales lealtades cívicas y dio su confianza al hombre que había interpretado su intención revolucionaria: fue una alegre masacre, un parricidio colectivo, una hecatombe ritual en holocausto a la Nueva Argentina y sus flamantes dioses.[228]
Es que, objetivamente, la oposición de 1945 primero y luego su formulación política, la Unión Democrática, representaban el retorno del pasado. No fue una actitud deliberada ni todos los sectores que componían la Unión Democrática estaban comprometidos con este retorno, como ya se ha visto. Pero todo se fue dando para que, de uno u otro modo, la conjunción opositora tuviera esa significación. Y Perón no dejó de aprovechar cada vez que le fue posible, para arrinconar a sus adversarios hacia lo más retrógrado, lo pasatista, atribuyéndoles complicidades inconfesables e intenciones bastardas. El conglomerado democrático no dispuso de antídotos para excluir a los elementos directamente asociados al pasado y éstos terminaron por imprimir su propio carácter a la unión interpartidaria. La no inclusión del conservadurismo no engañó a nadie: simplemente lastimó a los conservadores y aparejó a la Unión Democrática una ayuda electoral muy reticente, pero no fue suficiente para que la parte mayoritaria del electorado no identificara a la oposición con lo peor de la época anterior a 1943.
Frente a aquella heterogénea asociación, Perón encarnaba lo nuevo, lo insólito, lo juvenil. Novecientos mil electores nuevos incluía el padrón electoral de 1946: novecientos mil muchachos (sobre tres millones y medio de electores) que nunca habían votado y que sin duda se sintieron cautivados en gran proporción por el nuevo estilo político que traducía Perón con su sonrisa, sus palabras inconvencionales, su modo campechano de sacarse el saco… De este nuevo aporte humano al cuerpo electoral de la Nación, ¿cuántos no se habrán sentido «muchachos peronistas»? El aire de 1945 olía a juventud, a renovación, a mundo nuevo. Y por eso, en el enfrentamiento político, los muchachos democráticos, sobre todo los universitarios, tuvieron un papel tan destacado como el que tuvieron en el peronismo los jóvenes que dieron al nuevo movimiento el tono, las palabras, los cantos, la fisonomía, que de entrada no más lo definirían. El meridiano del país pasaba en ese momento por la mozada, de uno y otro bando. ¿Qué podían significar entonces los acartonados personajes de la Unión Democrática, repitiendo las viejas frases de siempre?
Lo juvenil siempre es un poco desaforado y por eso el choque entre ambas concepciones fue en 1945 frontal, tremendo. Pero también hubo dentro del enfrentamiento algunos matices incontrolables, derivados de un cierto odio de clases que no dejó de aparecer. En la medida en que la gran revolución de ese año tendía a dar una nueva función política a los trabajadores como clase, el miedo de los sectores desplazados revertió en odio indiscriminado contra «la chusma», «los descamisados» y sobre todo contra quien era, aparentemente, el causante de la quiebra del equilibrio que hasta entonces habían mantenido —más o menos bien— los distintos sectores de la comunidad nacional.
El odio y el miedo que caracterizaron a la acción opositora la llevaron a instrumentar una política absolutamente estúpida en relación con la figura del coronel Perón. Mucho más que al magro y poco imaginativo aparato de propaganda montado por Perón en 1945, su promoción personal se debió a sus opositores, que lo convirtieron en blanco casi único de sus ataques, agigantando su imagen popular y convirtiendo a su persona en la encarnación física de lo que una gran parte del país quería y sentía como legítimo. Como ya se ha señalado, esa política culminó, en octubre de 1945, con la detención de Perón en Martín García —obtenida por la presión de militares y civiles en las reuniones del Círculo Militar—, circunstancia que lo convirtió en mártir ante millones de argentinos en momentos en que Perón sólo acariciaba la módica esperanza de casarse con la mujer que amaba y retirarse del trajín político… El odio de sus opositores lo estaba convirtiendo en una bandera. Más tarde, en el curso de la campaña electoral esa táctica de ataques personales se acentuó, sin conseguir otra cosa que afinar la vigencia del candidato en la adhesión popular. Con este aditamento: que este aborrecimiento contra Perón, ese odio íntimo y personal, siguió obnubilando el juicio de la oposición, lo que complicó mucho las relaciones entre las minorías y el oficialismo al instalarse el nuevo gobierno constitucional. O para decirlo de otro modo: como Perón resultaba epidérmicamente odioso, insufrible, no se le reconocía ninguna cualidad positiva y en consecuencia se supuso que le sería imposible gobernar; por lo tanto la oposición —en líneas generales— estableció su estrategia en función de un inminente derrumbe del oficialismo peronista. Naturalmente todo tenía que andar mal a partir de semejante premisa, y así ocurrió. Esto, sin olvidar la responsabilidad que cupo a Perón durante su gobierno, por el innecesario e irritativo acoso que hizo de las minorías.
¿Mereció Perón ese odio que en 1945/46 se fulminó contra él? Eran dos los cargos que habitualmente se le formulaban: su ambición y su demagogia.
En cuanto a su ambición, el cargo podía ser justo. Pero no era Perón el único hombre público argentino al que podía imputársele. Sarmiento ambicionó toda su vida ser presidente y murió con el desconsuelo de no haberlo sido un segundo período; Roca descompaginó prolijamente la política de la Nación durante doce años, hasta que obtuvo su segundo período; Augustín P. Justo fue ambicioso al grado máximo… La ambición, en el hombre político, es una cualidad, no un defecto. Perón tenía en 1945 tanto derecho como cualquiera a aspirar a la primera magistratura. Creía en su buena suerte y en su capacidad de conducción: ya en setiembre de 1943, todavía un oscuro coronel, habla en un reportaje de su estrella y de la irrenunciabilidad de los destinos personales. La acusación de ambicioso, aunque fuera cierta, no era suficiente para invalidarlo.
En cuanto a su demagogia, es indiscutible que Perón usó de recursos que pueden considerarse extraños a las convenciones políticas que se tenían por habituales hasta entonces. Pero hay que encuadrar los recursos políticos que Perón usó en 1945 dentro de su contexto y en relación con las fuerzas que se le oponían. ¿De qué otro modo podía enfrentar Perón a una conjunción de poderes que incluía desde la embajada norteamericana hasta la Universidad, desde los grandes diarios hasta los partidos tradicionales, el empresariado y un sector de las Fuerzas Armadas? En la carrera contra el tiempo que estaba librando, ¿podía darse el lujo de usar los mismos parsimoniosos recursos de los viejos políticos? Además, Perón pretendía simbolizar un estilo nuevo, un espíritu renovador que venía a aventar la vieja política: ¿por qué atarse, entonces, a las añejas reglas de juego? ¿Por qué no demostrar su insolitez creando formas políticas totalmente ajenas a las convencionales? ¿Por qué, para decirlo de una vez, la cordial campechanía y hasta la chabacanería serían peores que la retórica y la vaciedad que nutrían los hábitos políticos tradicionales?
Por lo demás, no tiene ninguna importancia establecer si Perón era un tipo despreciable —como aseguraban sus adversarios— o un hombre fuera de serie —como clamaban sus admiradores—. Lo importante era el proceso que se estaba desarrollando. Eso sí era importante. Formidable. Porque significaba, ni más ni menos, que el país iba a mirarse en adelante con los ojos de la verdad. No a través de convencionalismos, ficciones o complicidades, sino en función de su pura realidad. Y era Perón el elemento que forzaba esa reducción del país a la verdad. No se lo odiaba, entonces, por su ambición ni por su demagogia sino porque había venido abruptamente a interrumpir el inofensivo juego político que se había jugado hasta entonces, en el que todos los partidos (cada uno en su función) tenían participación y premios. La súbita aparición de este intruso que pronunciaba palabras inimaginables, que entregaba a las masas peligrosas claves para la comprensión de la realidad nacional, que no tenía inconveniente en ponerse a la altura de los auditores más humildes o al nivel del lenguaje coloquial de los argentinos, la aparición de este histrión de admirable destreza venía a desarticular un equilibrio político tan cómodo como había sido cómodo el equilibrio social existente hasta entonces. ¡Todo el odio contra él! Y no se advertía que si el equilibrio social se había quebrado y el equilibrio político no aguantaba la presencia de este forastero, era porque esos sistemas habían sido siempre ficticios, endebles: Perón no era tanto autor de esas rupturas como agente de un proceso que tenía fatalmente que llegar y cuyo protagonista podía ser él o cualquier otro, porque estaba en la naturaleza de las cosas y su calendario estaba marcado por una progresiva maduración del país.
El oscuro coronel de 1943 ya era en 1945 un instrumento de la Historia cuya función fue comprobar —proclamar— todo lo que había de falso en la Argentina: un país cuyos sectores dirigentes querían seguir manejándolo como si vivieran diez años atrás, como si no hubiera ocurrido una guerra mundial, un proceso de industrialización, una incorporación de centenares de miles de hombres y mujeres al circuito productivo y consumidor. Esa ficción de un supuesto equilibrio político y social, alimentada por todos los intereses que se beneficiaban con la permanencia del establishment, se derrumbó en cuanto Perón le empezó a asestar los mazazos de su prédica, poniéndolo en la cruda y descarnada hora de la verdad. Es paradójico que haya sido Perón quien lo hizo: él, que no se preocupaba de mezclar la verdad con la mentira, que no tenía empacho de invocar cualquier hecho, cifra o argumento —cierto o no— que conviniera a su política. Pero hay momentos históricos en los que un proceso puede no tener relación moral con el agente que lo promueve. Perón, ducho en sofismas, desencadenó un proceso que ponía en tela de juicio toda la realidad, dejándola como en estado inaugural. De él dependía ahora, en junio de 1946, que ese arranque desde fojas cero tuviera signo positivo o negativo.
Acaso lo peor de 1945 fue el hecho de que las condiciones políticas se fueron dando de tal manera que no hubo tiempo ni posibilidades de crear otra alternativa más. La opción que se presentó al país formaba parte de una disyuntiva forzosa: había que elegir uno de los dos términos, sin escapatoria posible. Perón vio esto muy bien y contribuyó a acentuar la drasticidad de la opción ocupando uno de los términos y atribuyendo a Braden el otro. Fue una desdicha que no pudiera articularse otra alternativa nueva que interpretara la ansiedad de transformación del país conjugándolo con la preservación de los valores políticos tradicionales. La imposibilidad de escapar a esa disyuntiva terminó por meter a todos en una bolsa, fuera cual fuera; y había muchos que se sentían muy incómodos en la bolsa que les tocó en suerte… No pudo elaborarse una tercera posibilidad política y entonces, frente a la cerrada opción, la gente votó por lo nuevo, por lo que tenía el claro color de la esperanza.
No hay que lamentarlo. Lo cierto es que la alternativa ofrecida por la Unión Democrática hubiera sido un desastre. Podemos imaginar lo que hubiera sido el gobierno de Tamborini, tironeado por las exigencias de sus dispares apoyos. Todos pretenderían parte del botín: las fuerzas patronales, la Sociedad Rural, la Unión Industrial, reclamarían la derogación de las medidas sociales adoptadas por el gobierno de facto o por lo menos de las más cuestionadas, como el Estatuto del Peón, la justicia laboral, el aguinaldo y las delegaciones regionales de Trabajo y Previsión. Los comunistas habrían batido el parche de la unión nacional para pedir un gabinete pluripartidario: ¡imaginemos a Codovilla ministro de Educación o de Agricultura! Las provincias con gobierno intransigente —Buenos Aires, Corrientes y Córdoba, por lo menos— serían hostilizadas por los núcleos unionistas, que en esos distritos habrían pasado a ser minoría pero cuyas relaciones con el oficialismo nacional serían sólidas. A todos estos problemas debería agregarse (siempre en tren de conjeturas) la oposición de una fuerza popular, vital, llena de fervor y resentimiento, con un conductor como Perón a su frente; y la actitud del Ejército, cuyo candidato había sido el perdedor y que sin duda sufriría todos los desaires que algunos de los grupos democráticos soñaron infligirle durante tres años de régimen militar. Y súmese a este imbroglio la personalidad de Tamborini y quienes lo rodeaban, incapaces de entender un país como la Argentina de 1945…
La eventual presidencia de Tamborini hubiera sido un desastre. Para muchos argentinos lo fue, en ese momento, el triunfo de Perón. Habría que analizar, sin embargo, lo que hubiera ocurrido si los votos de diferencia entre Perón y la Unión Democrática hubieran tenido signo inverso al que evidenciaron y el país tuviera que ser regido por un gobierno que, para grandes sectores populares, representaba el triunfo de Braden, el revanchismo patronal, la mentalidad conservadora. Todo esto, en el improbable caso de que el gobierno de facto hubiera resuelto aceptar el conjetural fallo de las urnas y entregar el poder a quienes soñaban con hacer nuevos Nuremberg contra sus integrantes.
El país estaba preparado para hacer la experiencia peronista. Ansioso. Tenía que caminar esa etapa, con todos los riesgos que suponía un elenco conductor tan improvisado y heterogéneo como el que acompañaba a Perón y un Perón que seguía siendo un enigma. Pero no entrar en esa experiencia hubiera aparejado una tremenda frustración. Si se equivocaba, el país quería equivocarse solo, sin que el Departamento de Estado o los grandes diarios o los eternos figurones le hicieran de tutores. Ocurre con los pueblos, a veces, lo que ocurre con los jóvenes siempre: prefieren errar solos a elegir bien con la asistencia de extraños.
Pero ¿realmente se equivocó el pueblo argentino al optar por Perón en 1945 y ratificar su elección en febrero de 1946? Sin duda, no. En ese punto de su evolución era urgente una redistribución del ingreso nacional más equitativa y una incorporación definitiva de las masas a la condición productora y consumidora que habían conquistado por vía coyuntural. Perón era representativo de esa conquista. Pero además, el país estaba ansioso de una política instrumentada sobre la verdad real y llevada con vocación de grandeza. Todo hacía pensar que había llegado el momento de que la Argentina desempeñara un papel determinante en el concierto americano y un papel más importante en el mundo. Si habíamos atravesado cinco años de guerra sin mezclarnos en el conflicto a pesar de las presiones que hubieron de sufrir los diferentes gobiernos entre 1939 y 1945; si una oscura revolución militar había logrado desembocar libremente en un proceso de masas de insólitas y seductoras características, ¿por qué no pensar que el país estaba destinado a un rol eminente en ese mundo nuevo que se abría penosamente después de la guerra? La exhausta Europa pedía nuestra ayuda; la UNRRA solicitaba, en marzo de 1946, que la Argentina aliviara el hambre de los pueblos del Viejo Continente; en abril nuestro gobierno concedía un importante empréstito a España… Un orgullo inédito, un sentido humanista no conocido anteriormente nutría ahora el espíritu argentino y lo enorgullecía de su país intacto. Y Perón parecía la cabal expresión de ese espíritu nuevo.
Era el momento justo para pensar de nuevo el país; para intuirlo otra vez, con la misma neta certeza como lo habían intuido, en los grandes momentos de nuestra historia, los anónimos figurantes de sus procesos populares fundadores, esa gentecita morocha y humilde, leal y decidida que era igual a la que en las jornadas de octubre había salido a defender a su jefe que en febrero depositó silenciosa y disciplinadamente su voto. Hacerlo de nuevo a este país, barriendo con toda la mentira de la década del 30, volviendo a sus primeros orígenes. Los años sucios del 30 estaban clausurados y el pueblo, en su inmensa mayoría (incluso muchos de los que habían estado con la Unión Democrática y que también, por supuesto, eran pueblo) quería empezar una nueva obra.
Podía delinearse cierto esbozo de lo que se quería. Había algunas líneas básicas en las que los peronistas y los sectores menos anquilosados, más renovadores de la oposición —la Intransigencia radical, en primer término— podían coincidir. La década del 30 era un término de referencia utilísimo para saber lo que no debía hacerse. Por eso, cuando se nacionalizó el Banco Central y esa rara entidad creada sobre la base de un proyecto británico quedó transformada en un instrumento del poder financiero del Estado, hubo la sensación de que empezaba a desgarrarse la red de cobardías, ficciones y canalladas que habían ahogado el destino grande de la República; en esto podían encontrarse todos. Como ésta, había muchas otras posibilidades de reunirse en torno a una empresa trascendente si el nuevo gobierno iba al fondo de las cosas; si no se quedaba en el verbalismo o naufragaba en la improvisación o se entretenía en tomarse revanchas con los opositores. Era necesario recomponer el país; fundar, por ejemplo, una base siderúrgica, petrolera y de transportes para apoyar a la industria liviana. Era necesario definir un nuevo concepto de la función del Estado, ya que la posguerra aparejaría confrontaciones en las que sólo una acción estatal decididamente identificada con los intereses nacionales podría preservar lo que se había trabajosamente construido. Y aprovechar las excepcionales condiciones en que vivía la Nación para colocar en otro nivel sus vinculaciones con las antiguas metrópolis y con los nuevos centros mundiales de poder.
Todo estaba listo para vivir esa aventura: el mundo, el país, el pueblo, la conciencia general. Era difícil definirla, pero realmente existía una «Argentina soñada» —como repetía Lebensohn— que no se diferenciaba mucho de la «Patria hermosa» que cantaban los peronistas… Éstos le habían prometido «darle una cosa que empieza con P» …y habían cumplido su compromiso. Para muchos argentinos, el acceso de Perón al poder era un trago amargo pero, de todos modos, estaban dispuestos a concederle un moderado crédito; para los de la «Patria hermosa», su intuición de la Argentina llevaba explícitamente la condición de que Perón estuviera a su frente. Pero unos y otros podían entenderse.
Había pasado la lucha electoral, los cartelones se iban despegando de las paredes, comidos por la humedad del otoño, y las marcas de la batalla del carbón y las tizas palidecían y se iban borrando, todo volvía a la normalidad. Concluía el intervalo de facto y el país entero se aprestaba a recorrer un nuevo jalón de su camino. Aun sin ser peronista se podía ser optimista y los malos presagios quedaban para los políticos profesionales de la oposición, para los recalcitrantes, para los maniáticos que odiaban a Perón irracionalmente. El país miraba hacia delante y si el triunfo peronista daba un estilo jubiloso a esas vísperas, en los niveles de base de los sectores derrotados no había resentimiento: a lo más, una irónica expectativa, una pasividad imparcial.
En su libro Montoneras y caudillos en la historia argentina, aparecido en junio de 1946 (como respuesta al profesoral Alpargatas y libros en la historia argentina, de Américo Ghioldi, publicado poco antes), Atilio García Mellid interpretaba la victoria peronista de febrero como «el reencuentro de la sustancia ideal en que puede fundarse nuestra vida» y agregaba: «El pueblo ha retomado el rumbo de Mayo, ha asumido otra vez la responsabilidad de su destino, se ha ubicado de nuevo en la única tradición que le pertenece: la de la montonera y el caudillo». Y subrayaba un episodio ocurrido días antes, en el mes de mayo, en un pueblito de Santiago del Estero[229] como un «símbolo de los nuevos tiempos que vive la República» y la «expresión… conmovedora de la afinidad sin rodeos que vincula al legislador de nuevo tipo y la comunidad humana que ha surgido».
Corría un viento augural. Parecía en ese momento que algunas viejas profecías, las que siempre habían mantenido intacta la fe de la gente, empezaban a cumplirse. En esas vísperas de la asunción del poder constitucional por Perón solían repetirse en los órganos de prensa que le eran adictos esos misteriosos, premonitorios versos del Martín Fierro: «Tiene el gaucho que aguantar / hasta que lo trague el hoyo / o hasta que venga algún criollo / en esta tierra a mandar.» O aquellos otros: «Y han de concluir algún día / estos enriedos malditos…» O también: «Debe el gaucho tener casa / escuela, iglesia y derechos.»
¿Había llegado el momento prometido? ¿Era éste el criollo que venía a mandar? ¿Se terminaban los enredos que habían tenido sometido, irrealizado, al pueblo argentino? ¿Era el momento de empezar a vivir con una nueva dignidad? Se recordaban los augurios de Ortega y Gasset sobre el «peraltado destino» de la Argentina, las predicciones de Manuel Ugarte sobre la misión continental de nuestro país, las agonías de Scalabrini Ortiz por el argentino que estaba solo y esperaba… ¿Qué esperaba? ¿Esto, que al fin parecía a punto de llegar? ¿Era esto el cumplimiento de la promesa? ¿Esta nueva era que se abría clamorosamente, limpia de toda mácula de fraude, rodeada de un fervor popular nunca visto, empujada por este hombre con la apostura y la sonrisa de un novio?
El tema de este libro está limitado al año 45 y su inmediata secuela electoral. El motivo de haber limitado el estudio a ese solo año está explicado a través de sus páginas y subrayado en el subtítulo, al definirlo como «año decisivo». Que lo fue, no hay duda: para comprobarlo basta tener en cuenta el hecho evidente, innegable, de que siguen vigentes los valores que en ese año adquirieron dimensión histórica para quedar incorporados a la conciencia nacional. El país, en la actualidad, sigue moviéndose dentro de las grandes líneas que aquel año se formularon, así como en 1890 se establecieron corrientes que tuvieron el rol protagónico de la política argentina durante décadas o en 1930 se inauguró un tipo de política que duró trece años. En 1925, en plena época alvearista, Jorge Luis Borges escribía: «Yrigoyen, pese a las mojigangas oficiales, nos sigue siempre gobernando.» Perón ya no gobierna en la Argentina desde hace casi quince años y cada vez manda menos. Pero el proceso que él promovió en 1945 sigue dando sentido a nuestros tiempos contemporáneos, y, nos guste o no, vivimos todavía bajo el decanato de 1945.
La limitación del tema de este libro veda a su autor internarse más allá de la frontera temporal marcada de antemano. No le corresponde, pues, decir cuál fue, a su juicio, la respuesta a esos interrogantes, a esos presagios que flotaban en el espíritu de los argentinos en aquel junio de 1946; y no teme que se le atribuya un silencio cómodo, porque su militancia política, en los años de la omnipotencia peronista, le bastan para acreditar una posición que en líneas generales no ha variado. Lo cual no le impide, ciertamente, revisar su propia posición juvenil de 1945, para advertir que en aquella encrucijada, Perón interpretó una línea histórica de signo nacional y popular que el autor siente entrañablemente como propia. Acaso él (como tantos otros muchos de su edad) con menos prejuicios y menos condicionamientos mentales hubiera sido peronista en 1945, aunque difícilmente lo hubiera seguido siendo después; acaso este libro sea una compensación que subconscientemente quiere pagar a ese desencuentro con el proceso revolucionario que siempre quiso servir…
Pero lo que ocurrió después es materia ajena a este libro. Baste decir por ahora que el 45 fue el año de una gran esperanza nacional, el año de la gran promesa; por eso estuvo cargado de una pasión y una intensidad que lo hicieron único en nuestros anales. Tal vez la utilidad de este libro —aparte de recordar hechos que se han ido olvidando o deformando en el recuerdo— sea la de vivificar la esencia de una esperanza y una promesa como aquellas del 45, que siempre, antes y después de ese año, latieron en el alma de los argentinos, con diferente nombre y diverso signo. Y confirmar la certeza de que alguna vez tendrá que tornarse plena esa esperanza, milagrosamente nunca marchita, y alguna vez tendrán que abrirse los sellos de esa promesa, nunca cumplida. Entonces la pasión popular del 45 volverá a ponerse al rojo vivo, calentando todas las fraguas, enriqueciendo todo emprendimiento de fuerza transformadora, como en los grandes momentos fundadores de la Patria.
Enero de 1969. El invierno madrileño se estira en largas cintas de niebla. Es Día de Reyes y la ciudad, en la mañana temprano, todavía duerme. Estoy con Perón, en su casa de Puerta de Hierro. Mesa por medio, ese rostro que fue una pesadilla para tantos como yo: el rostro que abominamos con tanto fervor y sobre el cual disparamos imaginariamente tantos tiros, tantas bombas, tantos escupitajos; el rostro que sonreía desde su retrato oficial, en aquella pieza de la Comisaría donde me picanearon…
Afuera, la niebla lo envuelve todo blandamente y el tiempo, la geografía, se van licuando en su blancura. Ya no estamos en Madrid. Estamos en Buenos Aires, en 1945. La voz de Perón va reconstruyendo el año que me importa. No habla con nostalgia ni con tristeza; tampoco habla jactanciosamente. Simplemente cuenta su versión de los hechos y algunas veces intuyo que su versión es correcta, así como en otros momentos percibo que se equivoca o no quiere decirme la verdad. Está en su derecho y no puedo quejarme; nuestro juego es limpio, por ambas partes.
Lo observo mientras sigue relatando sus andanzas de aquella época frente al voraz micrófono de mi grabador. Su rostro está más ajado y hace una rara impresión al contrastarse con su pelo renegrido. Sigue siendo el tipo bien plantado, robusto, fortachón, que ha sido toda su vida. Le brota una auténtica cordialidad: es de esos hombres que ya están ofreciendo fuego cuando uno ha sacado a medias el cigarrillo o se preocupan que el sillón en que uno se sienta no esté expuesto a ninguna corriente de aire. Es fácil hablar con Perón, establecer una inmediata relación humana con él. Pero es muy difícil —advierto— penetrar en su estructura mental, en su cerrado e invariable mundo. No ha hecho ni hará ni quiere hacer su autocrítica. Cordialmente, con una sonrisa verdaderamente cautivante, Perón rechaza todas las objeciones, aparta todo mal recuerdo, se libra de todo hecho que contradiga lo que afirma.
Hemos hablado casi cinco horas. En el jardín, la friolenta madrugada se ha convertido en un espléndido mediodía, cortante como un cuchillo. Perón me ha dado todo lo que podía darme desde su arquitectura de recuerdos. Me despido. Cuando me estrecha la mano me sorprende algo parecido a un latido amistoso que no puedo controlar. No: Perón no me ha seducido. Pero yo sé que después de esta conversación ya no pensaré de Perón lo mismo que pensaba antes. Al menos, no exactamente lo mismo.
Al trasponer la puerta del jardín le hago un gesto de adiós. Nunca más en mi vida veré de nuevo a este hombre. Perón está en el porche de su casa, solo, inmóvil. Es un exiliado que ya transita por el blando territorio de la ancianidad sin poder realizar los dos únicos sueños que todavía acaricia: regresar a su Patria, vestir su uniforme militar. Pero no siento piedad por él: más bien, creo que lo estoy envidiando. Porque muchos hombres y mujeres de la Argentina sintieron que sus vidas eran más ricas y plenas cuando lo tenían al lado…
Madrid está allá lejos, resplandeciente bajo el sol de su invierno. Pienso que daría diez años de la vida de Félix Luna a cambio de un día, un solo día de Juan Perón. A cambio, por ejemplo, de aquella jornada de octubre, cuando se asomó a la Plaza de Mayo y recibió, en un bramido inolvidable, lo más limpio y hermoso que puede ambicionar un hombre con vocación política: el amor de su pueblo.