IV
LA UNIÓN DEMOCRÁTICA
(noviembre 1945-febrero 1946)

I

Si los partidos políticos hubieran tenido una visión más ajustada de la realidad, se habrían negado a participar en el juego electoral que se abrió con posterioridad a las jornadas de octubre. Razones constitucionales y políticas hubieran podido justificar una abstención electoral: recusar al gobierno como instrumento al servicio de una candidatura y fulminar de nulidad la postulación de Perón, que había sido vicepresidente de la Nación —aunque de hecho— y no podía, por lo tanto, aspirar constitucionalmente a ser elegido para la primera magistratura. Por supuesto que estas recusaciones y objeciones se formularon de manera muy vehemente por la oposición, pero sin llegar a su conclusión lógica, es decir, la negativa a participar en comicios realizados en semejantes condiciones.

Además, si los opositores fueran más objetivos, si no estuvieran cegados por sus propios prejuicios, se habrían dado cuenta de que la carrera de las urnas estaba perdida de antemano para ellos: la movilización popular del 17 y 18 de octubre era un testimonio abrumador y sólo podían no verlo quienes insistían en minimizarlo o calificarlo de maniobra compulsiva y venal. Una formal manifestación anunciando que la oposición no legalizaría las futuras elecciones y que el próximo gobierno constitucional sería considerado una continuación del de facto hubiera podido provocar serios problemas en el oficialismo. El ambiente internacional se había hecho nuevamente muy duro para el gobierno de Farrell y la presencia de Braden en una posición determinante de la política interamericana facilitaba un acercamiento de la Argentina que podía tornar insostenible la situación del régimen de facto o al menos poner la atmósfera en un estado muy revulsivo.

Por supuesto, no se adoptó semejante estrategia. En primer lugar, la oposición estaba compuesta por fracciones heterogéneas, cada una con sus intereses particulares, y no existía un comando único capaz de adoptar una decisión de tal envergadura. Además, la oposición estaba convencida de que bastarían comicios mínimamente libres para triunfar. Sus dirigentes tenían la absoluta seguridad de que la mayoría popular estaba contra Perón: se operaba en ellos un curioso fenómeno de psicología colectiva consistente en borrar de la memoria —a través de un proceso consciente o subconsciente— la evidencia del 17 de octubre. Es notable comprobar que después de las declaraciones que hemos reseñado en torno a esos sucesos, las fuerzas antiperonistas dejaron de ocuparse totalmente de esas jornadas. Diez días después del fenómeno popular más significativo y trascendente de esos años, ya nadie se acordaba de él en el campo opositor. No merecía analizarse. No había existido. La oposición contraponía al amargo recuerdo del 17 de octubre la exaltación del 19 de setiembre, fecha en que se realizó la Marcha de la Constitución y la Libertad, y afirmaba en ese éxito su certeza de que la unidad de las fuerzas democráticas garantizaba una abrumadora victoria electoral.

Existían otras razones para ser optimistas. La virtual candidatura de Perón, aunque contaba indiscutiblemente con la simpatía del gobierno de facto, carecía en absoluto de los medios políticos que debían implementarla: Perón tenía que empezar por inventar el o los partidos que lo apoyarían y poner en marcha desde el vamos un arduo proceso político. En cambio, la oposición estaba constituida por todos los partidos tradicionales, por las fuerzas históricas que se habían repartido la hegemonía del país a partir de la ley Sáenz Peña.

¿Quién podría contrarrestar su peso electoral? Allí estaba la UCR, el ejército civil con un glorioso medio siglo de luchas cívicas, con sus cuadros intactos —apenas erosionados por la seducción oficialista—, sus clientelas tradicionalmente leales a los caudillos y capitanejos repartidos por todo el país, su mágica y antigua repercusión en el corazón de los argentinos. Y el Partido Socialista, con medio siglo a cuestas también, con sus prestigiosas figuras, su labor legislativa en el plano social, su sólido electorado metropolitano, su vigencia en el gremialismo libre. Y el Partido Demócrata Progresista, que algunos votos no dejaría de arrimar en Santa Fe y la Capital Federal, menos computables ciertamente que una trayectoria ocupada por la batalladora imagen de Lisandro de la Torre. Y el Partido Comunista, incógnita numérica por cuanto había vivido en la clandestinidad en la última década, pero cuya combatividad, capacidad organizativa y disciplina eran indiscutibles. Y esto, para no contar a los conservadores, cuya era estaba demasiado cercana para ser admitidos oficialmente en la conjunción democrática pero que, por supuesto, apoyarían el esfuerzo antiperonista.

¿Quién podría prevalecer sobre esta formidable composición de fuerzas? A la que debían sumarse otros aportes que no eran estrictamente políticos pero cuyo peso era ponderable: el de la juventud universitaria, los sindicatos no sometidos a la órbita oficial, la prensa seria en su totalidad, la mayoría de las broadcastings, las entidades profesionales de clase media que agrupaban a médicos, abogados, ingenieros, etcétera, las organizaciones patronales, la Sociedad Rural, la Bolsa de Comercio… Y ainda mais los judíos —porque en el peronismo se daban brotes antisemitas—, los comerciantes minoristas —porque el gobierno los acusaba de elevar artificialmente los precios—, los pequeños propietarios rurales —porque el Estatuto del Peón los ponía al arbitrio de la autoridad laboral—, los propietarios de casas de renta —porque la congelación de alquileres los perjudicaba—, los maestros —porque el peronismo aparecía como un fenómeno irracional y antiintelectual—. Y tantos otros sectores con agravios ignorados, que aprovecharían la elección para votar en contra de la dictadura…

Examinados estos elementos, era locura planear una abstención electoral y el asunto ni se discutió. Por otra parte, el gobierno tuvo la astucia de (o se vio obligado a) recomponer sus cuadros cuidando de no aparecer dominado totalmente por los amigos de Perón.[159] El nuevo ministro del Interior[160], un prestigioso militar retirado, fue enfático en sus afirmaciones de que las elecciones serían libérrimas, las Fuerzas Armadas custodiarían los comicios y habría absoluta igualdad de oportunidades para todos los partidos; en igual sentido instruyó a los interventores federales y corroboró sus palabras, a poco de jurar su cargo, derogando formalmente el decreto que había disuelto los partidos políticos en diciembre de 1943 —el que, por otra parte, ya estaba derogado en los hechos desde junio—. Pero no duró más de dos semanas en su puesto: había tomado con demasiada seriedad lo de la prescindencia gubernativa… Se le ocurrió prohibir una manifestación peronista y planeaba relevar a los interventores federales más comprometidos con el ex vicepresidente; de inmediato se le plantearon problemas que su carácter intransigente no toleró. Con bastante ingenuidad hizo saber el 3 de noviembre que se había «excedido» en sus «posibilidades mentales» y que por consejo médico debía «suspender toda actividad intelectual (sic) por un tiempo que no puede fijarse por ahora». Ni siquiera fue al Ministerio a despedirse de sus fugaces colaboradores. De inmediato fue reemplazado por un general en actividad[161], coterráneo de Quijano y amigo de Perón.

Pero esta sustitución no amilanó a la oposición. En realidad, aunque parezca increíble, las expresiones opositoras respiraban optimismo hacia fines de octubre. Del cuadro que tenían a la vista se había borrado —como se ha señalado— el espectáculo arrollador que vio todo el país el 17 y 18 y quedaban en cambio dos saldos positivos del interregno Ávalos-Vernengo Lima: la convocatoria a elecciones para una fecha cierta (fecha que el nuevo ministro del Interior calificó de adelantable si los partidos lo creían conveniente) y la derogación del Estatuto de los Partidos Políticos.

La convocatoria a elecciones era ya un compromiso irreversible de las Fuerzas Armadas con el país y marcaba concretamente el calendario electoral de los próximos meses. La derogación del Estatuto favorecía directamente al sector unionista del radicalismo: una reorganización de carácter judicial podía poner en peligro el dominio que ejercía el alvearismo sobre la máquina partidaria. Alejado ese riesgo, el núcleo podía seguir manejando el partido para llegar a la unión interpartidaria y proclamar los candidatos que le fueran gratos.

Los intransigentes no lo ignoraban y se lanzaron, por su parte, a intentar la última batalla por el poder partidario. Sabattini había fracasado en su sofisticada maniobra tendiente a controlar el gobierno después de la caída de Perón, mas contaba con su prestigio popular para impedir la unidad interpartidaria e imponer su propia candidatura. Leal a sus amigos, el 29 de octubre envió a Ávalos un telegrama que también suscribieron Horne, Ratto y Coulin:

—Usted nos posibilitó comicios libres, sin candidaturas oficiales. Hoy, en la adversidad, lo saludamos.

El general derrotado —a punto de ser relevado de la jefatura de Campo de Mayo—, contestó:

—Con la conciencia tranquila de haber cumplido siempre con mi deber de argentino, agradezco nobles y sentidas expresiones.

Ese mensaje desató contra el dirigente cordobés las iras de los unionistas. Se habló de expulsarlo y sólo la cordura de algunos dirigentes evitó planteos irreparables. Lo cierto era que en el radicalismo predominaba la confusión. Mientras los radicales ya definidos como peronistas empezaban a reunirse para formar un partido con la bandera de Perón, los intransigentes se aprestaban a una lucha en la que se sentían aplastados por la máquina partidaria, por un lado, y requeridos por los peronistas, del otro. El 1º de noviembre se reunió en Rosario un centenar de dirigentes intransigentes de todo el país[162], para formalizar la constitución del Movimiento de Intransigencia y Renovación. Sabattini prometió allí a sus amigos que vendría a Buenos Aires para ponerse al frente de los trabajos políticos del sector que orientaba.

Por su parte, el unionismo, acompañado por todos los partidos, marchaba decididamente hacia el frente único. No muy seguros de su propia hegemonía interna, los primates del grupo lanzaron a fines de octubre un globo de ensayo: que no se esperara la reunión de la Convención Nacional sino que se hiciera una encuesta interna de la que podría salir la fórmula presidencial. La idea tuvo una gélida acogida y entonces se postuló resucitar a la caduca Convención Nacional de 1943 para que este cuerpo se reuniera y proclamara candidatos. El argumento era que las elecciones nacionales se habían adelantado —el 13 de noviembre se decretó que las elecciones se realizarían el 24 de febrero, atendiendo a los rezongos de la prensa opositora— y que era escaso el tiempo material para poner en marcha el aparato partidario. Pero también esta iniciativa tropezó con el legalismo de los radicales en general y la oposición intransigente en particular. En definitiva se resolvió reorganizar el partido en todo el país, aunque siempre bajo la dirección controlada por los unionistas.

Esta hegemonía era la condición indispensable para la concreción de la Unión Democrática. En las dos primeras semanas de noviembre los partidos opositores ejercieron una intensa presión sobre la UCR para obtener su asentimiento. Primero, los socialistas, los comunistas y los demoprogresistas, a través de notas formales, urgieron a la Mesa Directiva radical a aceptar una acción electoral conjunta. De aquí en adelante la Casa Radical asistió a un bullicioso desfile de delegaciones, asociaciones y grupos que reclamaban la unidad interpartidaria. Médicos, abogados, ingenieros en sucesivas representaciones, los caballeros de Exhortación Democrática, los estudiantes secundarios nucleados en CODES, la Unión Obrera local, el minúsculo Partido Concentración Obrera, empleados de diversas radios, delegaciones de mujeres católicas, un mundo de gente contribuyó a dar la impresión de que la unidad electoral era una exigencia del país entero. Atrás de este aparato publicitario estaba, por supuesto, la probada técnica de los comunistas, que presentó toques refinados como, por ejemplo, el poema alusivo que leyó Córdova Iturburu o el telegrama enviado por argentinos residentes en Nueva York[163] impetrando la definición radical.

En 1943, una estrategia similar se había empantanado cuando al negociarse la fórmula presidencial del proyectado Frente Democrático, los socialistas y los comunistas se trabaron en áspero enfrentamiento en torno a la candidatura vicepresidencial. Entonces se había aceptado que el primer término de la fórmula fuera radical, pero el segundo debía ser un socialista —según los socialistas— o Luciano Molinas —según los comunistas—. La discusión estaba en punto muerto cuando sobrevino la revolución del 4 de junio. Esta experiencia no fue vana: ahora los socialistas se apresuraron a declarar que aceptarían la fórmula completa que proclamaran los radicales; de inmediato el Partido Comunista y el Demócrata Progresista adhirieron a esta actitud. En realidad, ya existía un convenio urdido en alto nivel, que reconocía a Tamborini como único candidato posible a presidente y daba la opción entre Eduardo Laurencena y Enrique Mosca para el segundo término de la fórmula.

Mientras se estaba en estos trajines, los partidos democráticos reiniciaban su actividad con actos en el Luna Park o en el salón Augusteo, según la confianza que tuvieran en sus propios efectivos. A cada uno de ellos asistían delegaciones de otros partidos y en cada discurso se formulaban elogios a las fuerzas aliadas y llamamientos a la unidad de todos los sectores democráticos.

Al fin, el 14 de noviembre la Mesa Directiva de la UCR se expidió solemnemente por la Unidad Democrática, después de una larga sesión a la que también fueron invitados representantes del sector intransigente.[164]

Pero en esto de la Unión Democrática había una ambigüedad insalvable. Pues la tal unidad sólo consistía, en esencia, en el compromiso de todos los partidos opositores de votar una fórmula presidencial común: la que proclamara, a fines de diciembre, la Convención Nacional de la UCR. Y aquí terminaba la unidad electoral. Gobernadores, diputados nacionales, legisladores provinciales y demás cargos electivos serían disputados por cada partido en forma independiente. Era, pues, una acción electoral común sólo en el máximo nivel electivo, lo que restaba significación al sentido que sus inspiradores querían dar a la Unión Democrática, presentada como un frente de todas las fuerzas opuestas a Perón, una expresión total y monolítica de la ciudadanía contra la dictadura. Además, faltaba en la Unión Democrática el conservadurismo, que en esos momentos, desairado y olvidado en apariencia, anunció que iría a las elecciones llevando su propia fórmula. Los comunistas insistieron en que el conservadurismo debía integrar la unión interpartidaria; pero los agravios de la era del fraude estaban demasiado frescos para que esa píldora fuera tragada por los radicales.

De modo que ni la Unión Democrática era tal ni la oposición intransigente tenía formalmente mucho sentido. Tal como se planteaba, la combinación no exigía ningún aparato político: simplemente un partido proclamaba su binomio presidencial y los tres partidos aliados se comprometían a votarlo. Pero en los hechos, esta sencilla fórmula se fue convirtiendo en un verdadero «partido de partidos». La presión comunista fue obteniendo gradualmente que se creara un organismo interpartidario que dirigiera la acción común y juntas provinciales interpartidarias; que se aprobara una plataforma electoral también común, que se institucionalizara la sigla y los lemas de la Unión Democrática, que se realizara una campaña electoral única con oradores de todos los partidos. Todo eso se irá viendo páginas adelante, pero conviene saber desde ya que el sencillo modus vivendi de un primer momento se convirtió finalmente en una creación extraña a la tradición política argentina, cuyas limitaciones y servidumbres estaban dadas por la heterogeneidad de sus componentes, los compromisos que necesariamente la trababan y la confusa imagen que transmitió al pueblo.

Pero la Unión Democrática era ya un hecho consumado y al sector intransigente sólo le quedaba la posibilidad de ganar la mayor cantidad posible de comités en las elecciones internas. A esta tarea se dedicaron sus dirigentes con todo vigor. El 17 de noviembre llegó Sabattini a Buenos Aires: una gran cantidad de gente lo esperaba en Retiro, incluso algunos grupos que vivaron a Perón con menudeo de puñetazos: eran aquellos peronistas que no se resignaban aún a perder al dirigente cordobés. Tres días más tarde se inauguraba el local central del Movimiento de Intransigencia y Renovación en Bolívar al 500, un viejo caserón donde se hacía el semanario No que era —con la revista Raíz, de la que sólo apareció un número ese año— la expresión periodística del sector sabattinista. Los intransigentes se apresuraron a movilizar a sus simpatizantes en la inscripción radical metropolitana, que comenzó el 16 de noviembre y terminó tres semanas después, tratando de oponer a la tradicional «trenza» alvearista su flamante aparato de «punteros» y caudillejos parroquiales. A mediados de diciembre se realizaron elecciones internas en la UCR en casi todo el país y los resultados arrojaron cifras alentadoras para la fracción minoritaria: la Intransigencia había ganado ampliamente en Córdoba y Corrientes y presentado buena lucha en Santa Fe y Buenos Aires; en la Capital Federal arrimó 16.500 votos a los 20.000 unionistas. En suma, la Convención Nacional estaría dominada por los unionistas, pero el Movimiento de Intransigencia y Renovación era ya una realidad electoral dentro del radicalismo y las listas de candidatos a cargos electivos tendrían una buena proporción de figuras nuevas.

Todos los partidos de la Unión Democrática andaban, por esos días, en idénticos trajines. Se reunía el Congreso del Partido Comunista —ostentando su recién otorgada personería—, afirmando la conducción ortodoxamente stalinista de Codovilla y su grupo; los socialistas de Buenos Aires y Córdoba realizaban sus respectivos congresos y hasta el Partido Demócrata Progresista armaba sus flacas estructuras en Santa Fe y Capital Federal. Los demócratas nacionales, ajenos formalmente a la Unión Democrática, también reordenaban sus huestes en Buenos Aires y Córdoba y hasta se constituían núcleos de signo demócrata cristiano, como el Partido Popular, de breve vida. Los diarios no daban abasto en la información de carácter político; dos o tres páginas de La Nación y La Prensa estaban dedicadas permanentemente a anoticiar sobre reuniones, asambleas, convenciones, afirmaciones, impugnaciones y toda la vocinglería que precede a las etapas electorales.

Frente a semejante intensificación cívica era urgente que la Unión Democrática hiciera una gran exhibición de fuerzas antes que se proclamaran sus candidatos a la presidencia. La Junta Interpartidaria[165] resolvió realizar un gran mitin en Plaza del Congreso, el 8 de diciembre. El jefe de Policía[166] se opuso alegando que se producirían incidentes, pero el ministro del Interior no pudo menos que acceder.

La preparación del acto insumió varias semanas y la concentración se llevó a cabo según el exitoso modelo de la Marcha de la Constitución y la Libertad, con centenares de «comisarios», prohibición de lemas partidarios, profusa exhibición de banderas argentinas y cartelones con frases de próceres, lema único «Por la Libertad contra el Nazismo», todo ello bajo la advocación de Sáenz Peña, cuyo retrato presidió el acto. Pero esta vez había interés en promover los nombres que en pocas semanas más la Unión Democrática sostendría para las candidaturas de presidente y vicepresidente de la Nación, de modo que la lista de oradores[167] culminaba con José P. Tamborini, cuya aparición ante el micrófono fue saludada con insistentes gritos de «¡Presidente! ¡Presidente!»

El acto llenó cumplidamente las esperanzas de sus organizadores. La tarde de ese sábado invitaba a la concurrencia. Hubo entusiasmo, marsellesas, gritos contra Perón, poemas y proclamas leídos por locutores profesionales. Pero el final fue luctuoso. Jóvenes aliancistas provocaron en varios puntos a los «comisarios» democráticos: reventaron pugilatos y corridas y en un momento dado se generalizó un brutal tiroteo. Cuatro muertos (dos de ellos radicales, un socialista y un comunista, todos afiliados a sus respectivos partidos) y casi 30 heridos rubricaron la barbarie de esa tarde. Las autoridades de la Unión Democrática acusaron directa y enérgicamente a la Policía por su actuación en un memorial que fue devuelto por el Ministerio del Interior «por no guardar estilo»; el jefe de Policía intentó echar la culpa a los concurrentes al acto, pero era tan evidente que la provocación había partido de elementos ajenos al mitin que el propio Perón debió publicar un comunicado. Decía que «sujetos irresponsables al grito de Viva Rosas, Mueran los judíos, Viva Perón, escudan su indignidad para sembrar la alarma y la confusión. Quienes así proceden viven al margen de toda norma democrática y no pueden integrar las filas de ninguna fuerza política argentina».

Pero los muertos estaban muertos. Contristadas manifestaciones rodearon los sepelios de los cuatro argentinos asesinados, testigos mudos de la profunda división que existía en el país entre dos bandos que estaban convencidos, cada uno de ellos, de tener el monopolio de la verdad.

Hasta esta agresividad era un dato más de la intensa vibración política que vivía el país. Algo insólito y pocas veces visto en la historia política. Todo había pasado a segundo plano: la revolución venezolana que había volteado a los herederos de «Bisonte» Gómez y permitido el ingreso de Acción Democrática al gobierno o la revolución brasileña que echó por tierra a Getulio Vargas ya no despertaban los fervores que habían convocado dos meses antes. La política y su magia embrujaban a todos. Centenares de dirigentes de toda laya recorrían las provincias buscando allegar fuerzas a sus respectivas divisas, suavizar asperezas internas, seducir adversarios. Subterráneas corrientes de dinero fluían misteriosamente y habilitaban locales, hacían sudar las prensas, posibilitaban viajes y giras, allegaban subvenciones y dádivas, ponían en marcha los costosos aparatos partidarios en ambos bandos. Las paredes se doblaban bajo el peso de los carteles y las pinturas; las radios transmitían permanentemente audiciones de los diversos partidos. La cercanía del verano predisponía a abandonar las actividades particulares para dedicarse, durante los meses que restaban para las elecciones, a arrimar esfuerzos. Cerrábanse bufetes, distraíanse ocupaciones y cada cual, en las más diversas esferas, buscaba la forma de hurtar tiempo a sus empleos y profesiones para dedicarlo a su partido. Las universidades se despoblaban: en la de Buenos Aires, sacudida durante todo el mes de noviembre por un conflicto ocurrido en la Facultad de Medicina entre el decano, peronista[168], y un grupo de profesores apoyados por el rector de la Universidad, la paz volvía por inercia porque estudiantes y profesores dejaban las aulas para enfilar hacia los comités.

II

En ese ambiente tenso y vertiginoso, el gobierno parecía haber pasado a segundo plano. Como si un clima de pachorra y siesta hubiera descendido sobre la Casa Rosada, los actos oficiales eran cada vez más raros y la manía decretatoria que antes lo había caracterizado cesaba poco a poco. No era que el gobierno estuviera adoptando una actitud neutral frente a la contienda electoral; en los puestos clave seguían prevaleciendo los amigos de Perón. Pero la potencia que desplegaba la Unión Democrática no dejaba de asustar a algunos altos funcionarios, que ya contemplaban como eventual la posibilidad de que Perón fuera derrotado en las urnas. Y esta perspectiva ponía prudencia y cálculo en las oficinas. En realidad, la estructura burocrática tradicional era desafecta a Perón y sólo la Secretaría de Trabajo y Previsión estaba abiertamente comprometida con «el candidato del continuismo», como se lo empezó a llamar por entonces —o «el candidato imposible»—, como lo definió la Junta de Abogados Democráticos, despues de analizar eruditamente las tachas legales que pesaban sobre su postulación.

A principios de diciembre el ministro del Interior había dictado las normas a que se ajustaría el acto eleccionario; las Fuerzas Armadas custodiarían los comicios desde días antes y se ocuparían del traslado de las urnas. La directiva provocó satisfacción en el campo opositor: era una real garantía de corrección en el acto comicial y equivalía al cumplimiento de las promesas que se formularon después de las jornadas de octubre. Pero mientras se difundía ese decreto, una gestión de trascendente importancia se estaba tramitando en las esferas oficiales, promovida por Trabajo y Previsión y concretamente por Hugo Mercante. Era el decreto de participación en las ganancias, cuya preparación anunciara Perón al despedirse de los obreros al día siguiente de su renuncia.

En los medios sindicales el decreto se había convertido, en un mes y medio, en algo parecido a un mito. Las conjeturas sobre cuándo y cómo saldría eran materia de las conversaciones cotidianas de centenares de miles de trabajadores durante noviembre y diciembre; «el decreto» era un remedialotodo que estaba flotando en el aire y en cualquier momento cobraría forma concreta. La presión gremial se fue acentuando en el mes de noviembre y el 11 de diciembre se organizó en Plaza de Mayo un acto instrumentado por la CGT y la Federación de Empleados de Comercio, instando a su pronta sanción. Hablaron Silvio Pontieri y Ángel Borlenghi, que puntualizaron la necesidad de hacer realidad una medida que el pueblo trabajador reclamaba insistentemente. El acto —que fue, en realidad, una manifestación peronista más— aceleró la sanción de la iniciativa. El 20 de diciembre se anunció que había sido firmado el decreto, que llevaría el número 33.302/45. Por la tarde, una nueva concentración frente a la Casa de Gobierno aclamó al secretario de Trabajo y Previsión, que no olvidó de señalar que la medida se debía a una iniciativa de Perón; y a Farrell, que se limitó a agradecer las ovaciones.

El decreto no instauraba la participación en las ganancias, como se había anunciado; se explicó que por falta de tiempo ese aspecto quedaba a estudio. En cambio, se creaba el Instituto Nacional de Remuneraciones, se establecía un aumento general de salarios y se creaba el «sueldo anual complementario» o aguinaldo, con la mención de que empezaba a regir inmediatamente y se extendía a casi todos los trabajadores el beneficio de las vacaciones pagas, aumentando, a la vez, las indemnizaciones por despido. «Lo menos importante fue el aumento de salarios —dice Luis B. Cerrutti Costa— porque él desaparece con el aumento de precios; pero el pago de las vacaciones y de hasta seis meses de enfermedad, la indemnización por despido y por muerte, son conquistas permanentes, ajenas para siempre a las oscilaciones de la economía.» Y aquí empezó la angustia de la Unión Democrática. ¿Cómo atacar el decreto? Aunque la medida tenía una intención escandalosamente electoralista, repudiarla a sesenta días del comicio parecía insensato, y lo era. Pero aceptarla era homologar el golpe político más rendidor que el oficialismo había dado en favor de su candidato. En la opción, la Unión Democrática tascó el freno y formalmente guardó silencio. Codovilla, en la Conferencia del Partido Comunista, formuló una peregrina interpretación:

—El aumento de los salarios —dijo el dirigente comunista— debe ser resultado de las luchas organizadas de la propia clase obrera, pues el objetivo del «peronismo» consiste en hacer ciertas concesiones provisionales a algunos sectores obreros para destruir sus organizaciones independientes y de clase y forzarlas a entrar en sindicatos estatales.

Agregó que el aumento de salarios debía ser seguido por un aumento de producción y que a las grandes empresas no les preocupaba mayormente la política obrerista promovida por Perón.

Pero sí les preocupaba. Al día siguiente de la aparición del decreto, la Junta Ejecutiva de la Asamblea Permanente de Entidades del Comercio, la Industria y la Producción se pronunció violentamente contra la medida y resolvió convocar, para una semana más tarde, a «todas las entidades representativas del país». En ese lapso se fueron pronunciando las «fuerzas vivas», por supuesto en un sentido negativo y con declaraciones que ocupaban grandes espacios en los diarios. Al día siguiente de Navidad, el Colegio de Abogados y la Asociación de Abogados declaran que el decreto es inconstitucional. Y al otro día, una reunión que aglomera a casi 2.000 personas en la Bolsa de Comercio de Buenos Aires trata el candente problema. «Es la asamblea patronal más numerosa y representativa que se haya reunido nunca en el país[169] Preside la reunión Eustaquio Méndez Delfino y a su lado están Arnaldo Massone, Luis Colombo, José María Bustillo, Alejandro Shaw, Joaquín S. de Anchorena y otros dirigentes empresariales.

Los discursos son violentos, irritados. Dice Méndez Delfino:

—Las erogaciones que el decreto impone y que no pueden cumplirse, no se habrán de cumplir. ¡Nadie en el mundo puede obligar a dar lo que no se puede y menos lo que no se tiene!

¿Realmente no se podía? El aumento de salarios oscilaba entre el 5% (para los salarios que superaban los $ 800) y el 25% (para los que no llegaban a $ 200). La participación de las ganancias quedaba postergada y todos sabían que esa postergación sería definitiva, lo mismo que la concreción del Instituto Nacional de Remuneraciones. El aumento de salarios y de indemnizaciones así como el aguinaldo escocían, por supuesto, pero nada impedía el traslado de estos aumentos a los precios y la experiencia mundial demostraba que tardaban menos los aguinaldos en salir de las empresas que retornar multiplicados por dos, ya que el aguinaldo se cobra para ser automáticamente gastado. Puede discutirse en el plano económico la conveniencia o inconveniencia, a largo plazo, de implementar una legislación social tan avanzada antes que estuviera capitalizada la infraestructura industrial correspondiente. Pero lo que no puede discutirse es que el debatido decreto tuviera entidad para «convulsionar la vida de la República» o «crear males irreparables» como clamaba la Cámara de Comercio, la Propiedad y la Industria de la provincia de Buenos Aires. En realidad, era inaceptable para la mentalidad empresarial de aquella época por las mismas razones que hacían inaceptable el Estatuto del Peón o el fuero laboral: porque rompía la tradicional relación patrono-obrero.

Pero esta vez las fuerzas patronales estaban resueltas a pelear. Durante 1944 y la mayor parte de 1945 habían tenido que tragar las medidas impuestas por la Secretaría de Trabajo y Previsión porque todavía no estaba montado un aparato político opositor que apoyara la resistencia patronal, limitada a protestas más o menos líricas y a litigios judiciales, en la confianza de que, a la larga, la Corte Suprema corregiría los excesos obreristas del oficialismo. Ahora las circunstancias habían cambiado: medio país estaba enfrentado con el gobierno y su candidato y se podía disponer de medios de expresión más efectivos y formas de lucha más directas. La Unión Democrática seguía guardando silencio, pero los protagonistas de la resistencia patronal eran, en muchos casos, los mismos personajes que actuaban al frente de la oposición en funciones directivas.

Se inició entonces un vasto operativo tendiente a desconocer el decreto 33.302. En la maniobra no intervinieron solamente las entidades patronales —lo que era lógico— sino algunas organizaciones sindicales que giraban en las órbitas socialista o comunista. La Federación Obrera Nacional de la Construcción, el Sindicato de la Industria Metalúrgica, la Federación Obrera de la Alimentación, se pronunciaron, increíblemente, contra el decreto. Naturalmente, esas organizaciones no representaban la voluntad de la enorme mayoría de los trabajadores que, fueran o no peronistas, sentían que de esta lucha dependía una serie de beneficios permanentes, además del hecho de que antes del 7 de enero —así lo disponía el decreto— tendrían en el bolsillo un sueldo más y un aumento para el futuro…

El movimiento de los patrones comenzó con una energía que debió causar inquietud en las esferas oficiales. Pasó el fin de año y ninguna empresa pagó el aguinaldo. La Secretaría de Trabajo y Previsión, rodeada desde el 3 de enero por larguísimas colas de obreros que venían a denunciar el incumplimiento del decreto, se limitó a expedir un comunicado recordando que el plazo para pagar el aguinaldo vencía el 7. Pero el día 8 continúa la firme actitud patronal en todo el país y empieza a extenderse entonces un clima de huelga general. En Córdoba la CGT declara un paro por 24 horas; en La Plata y Rosario se van paralizando las actividades. En la noche del 8 muchos comercios céntricos de Buenos Aires son ocupados por su personal y se cierran bares y cafés. El recuerdo del 17 de octubre está presente en todos los espíritus. Paro en Avellaneda. Paro en Berazategui. Paro en Santa Fe. Paro en Rosario, donde ya las empresas de transporte han decidido abonar el aguinaldo a fin de que el personal ponga fin a la huelga y el frigorífico Swift llega a un acuerdo con sus trabajadores.

La táctica patronal varía entonces. Ya que las declaraciones no han surtido efecto ni los dictámenes sobre inconstitucionalidad del decreto han alterado la impavidez oficial; ya que los trabajadores —pese a la actitud patronal de los «sindicatos libres»— van espontáneamente a la huelga y están ocupando fábricas y comercios, se recurrirá al lockout. El 10 de enero la Cámara de Grandes Tiendas de Buenos Aires dispone la clausura de sus establecimientos los días 13, 14 y 15. Esas tres jornadas permanece clausurada una gran cantidad de fábricas y comercios en todo el país, respondiendo a las órdenes de los dirigentes del movimiento. Tres días sin negocios, sin industria; tres días de holganza y tal vez de holgorio para los trabajadores. El centro de las grandes ciudades presenta un aspecto desolado que los diarios se apresuran a reflejar a traves de amplias fotografías. La situación de la Unión Democrática es insostenible. Algo había que decir sobre un problema cuya gravedad motivaba la postergación de la gira proselitista de sus candidatos. El 12 se expide el Comité Nacional de la UCR en una larga declaración que hace equilibrios retóricos: rechaza «el absurdo de que para mejorar la condición de los humildes haya que empobrecer a los pudientes», convoca a la reflexión de los trabajadores, alerta sobre «la nivelación en la miseria» y dice que el radicalismo formula su pensamiento «sin detenerse a pensar si agrada o desagrada a pocos o a muchos». La Comisión de Coordinación Gremial del Partido Socialista publica una declaración más o menos en los mismos términos, que concluye afirmando que sólo la unidad de los trabajadores contra la dictadura y el nazifascismo podrá solucionar los problemas que los afligen. El Partido Comunista es más sutil: sugiere a los patronos entenderse «con los sindicatos libres»; los otros… ¡que se embromen!…

Pero a esta altura del enfrentamiento, «los otros» ya no dudaban del triunfo. A pesar de las enormes listas de empresas cerradas que presentan los diarios, el lockout ha fracasado por la sencilla razón de que es, por definición, un recurso de corta duración. «Ya el viernes (18) la Cámara de Grandes Tiendas publica un comunicado anunciando que llegará a un acuerdo. Los industriales gráficos se deciden a pagar en dos cuotas. El personal de transporte de la ciudad de Buenos Aires cobra. El gremio de Luz y Fuerza anuncia que la patronal abonará y los textiles informan a sus personales que el aguinaldo ya no es resistido por la patronal. Una semana después del lockout nacional dispuesto por la Bolsa de Comercio, el pago era normal; la que aparecía como poderosa agrupación patronal aconseja finalmente a sus filiales que lleguen a acuerdos directos con sus personales[170]

Después de tanto barullo, antes de cumplirse el mes de su sanción, el decreto 33.302 quedaba pacíficamente incorporado a la legislación positiva. Pero el movimiento de rebelión de los patrones, además de dejar en una incómoda situación a las organizaciones gremiales socialistas y comunistas que se jugaron en contra de su aplicación, había servido por reacción para cohesionar a la masa de trabajadores en torno a Perón, ausente de este proceso, pero promotor de la iniciativa. Sirvió, además, para dar mayor personería a la CGT y para que muchos indecisos se volcaran definitivamente al peronismo. El saldo de este movimiento era amargamente negativo para la Unión Democrática, porque en plena campaña se había introducido un tema revulsivo que sacó al enfrentamiento electoral de sus naturales cauces políticos para colocarlo violentamente en el plano social.

Cuando estos episodios ocurrieron, la Unión Democrática ya había proclamado su fórmula presidencial y se disponía a iniciar su primera gira proselitista. El 27 de diciembre se había reunido la Convención Nacional de la UCR[171] con amplia mayoría unionista. En un ambiente tenso, perturbado dos o tres veces por incidentes, el cuerpo aprobó todo lo actuado por las anteriores autoridades y sancionó una plataforma electoral que de inmediato fue olvidada. Tres días más tarde se procede a la elección de la fórmula presidencial.

Era público ya, de semanas atrás, que el binomio sería encabezado por Tamborini y completado por el dirigente santafesino Enrique Mosca; se habían girado también los nombres de Sabattini y de Adolfo Güemes como posibles candidatos al segundo término de la fórmula, para dar entrada a la corriente intransigente, pero ni ellos estaban dispuestos a aceptar[172] ni el sector mayoritario de la UCR podía cancelar sus compromisos con los partners de la Unión Democrática. La votación arrojó 130 sufragios para Tamborini y 39 en blanco: éstos eran los intransigentes, que optaron por asentir pasivamente a la candidatura mayoritaria, en aras de la unidad partidaria. De inmediato, delegados de los partidos Socialista, Comunista y Demócrata Progresista saludaron a Tamborini y a Mosca, reconociéndolos como candidatos propios. «La Unión Democrática ya tiene abanderados», solemnizó La Vanguardia en su primera página.

El 3 de enero se constituyó el Comité Nacional de la UCR[173], con lo que quedó completo el proceso de reorganización partidaria. Cualquiera podía advertir que el binomio presidencial y los presidentes de los cuerpos superiores del partido habían, sin excepción, enfrentado a Yrigoyen años atrás, y pertenecido al antipersonalisno.[174] La presencia de este equipo en la conducción radical no era una coincidencia: la tradicional fuerza mayoritaria estaba copada por un grupo que había abandonado deliberadamente el estilo político con que Yrigoyen la había convertido en un instrumento de significación nacional y vibrante dimensión popular. El alvearismo se había adueñado otra vez de la UCR y ahora se trataba de desdibujar su singularidad para rebajar el partido a un común denominador que fuera aceptable al socialismo, el comunismo y hasta el conservadurismo, que semanas más tarde resolvería no presentar fórmula presidencial, en tácito apoyo a la Unión Democrática.

La noche de fin de año, Tamborini y Mosca se dirigieron por radio a todo el país. El tono de sus discursos prefiguraba el de la futura campaña electoral. Ambos dirigentes pronunciaron hermosas oraciones cívicas omitiendo cuidadosamente referirse a los temas que apasionaban al pueblo en ese momento, por ejemplo, el aguinaldo. Naturalmente, los candidatos democráticos no podían hablar otro lenguaje: estaban aprisionados por el esquema Democracia contra nazifascismo que daba el tono a la lucha de la Unión Democrática. Esa alternativa era tan drástica como la de «Civilización o Barbarie». Pero planteos como éstos sólo son útiles cuando se dispone de poder político suficiente para ubicar a cada elemento de la realidad en el término conveniente. Cuando se está en la oposición, es riesgoso plantear semejantes alternativas. Mas todo estaba demasiado avanzado para cambiar el estilo y la mecánica de la lucha y, además, el itinerario de la Unión Democrática obedecía a fatalidades ajenas a su voluntad. La candidatura de Perón, apoyada por todo el poder oficial, había obligado a reunir la totalidad de las fuerzas opositoras; a su vez, la unidad opositora excluía la candidatura de Sabattini, la única que hubiera podido oponerse con alguna perspectiva de éxito contra el aparato oficial; y la presencia de Tamborini al frente de la coalición democrática la teñía inevitablemente de pasatismo, parsimonia, irrealismo, le daba un aire tan digno como rancio y anacrónico.

Esta candidatura era una cruel broma que el destino le gastó a Tamborini. Era uno de los políticos más completos que tuvo el país por esos años: cultísimo, versado en los más diversos temas, suave y paciente en el modo, dotado de una memoria asombrosa. La fineza de su espíritu no se correspondía con su pesado aspecto físico ni con su rostro, basto y abotagado, que tenía sin embargo cierta hermosa fealdad. Lo que más sorprendía al tratarlo era su voz aflautada, impropia de su corpachón: una voz de paisano litoral cuyo absurdo se iba olvidando a medida que Tamborini se demoraba en las charlas sobre literatura y arte que le eran gratas. Hubiera sido un gran presidente, veinte años antes. En 1945 ya no era útil al país. No lo entendía. Si su nombre no despertaba resistencias tampoco convocaba entusiasmo. Y para enfrentar a Perón se necesitaba un hombre que transmitiera emotividad y fervor. Tamborini era demasiado honrado para caer en un estilo que no era el suyo y se limitó a cumplir con su misión a su manera, pausada, chirle y decorosa.

Tal vez este decoro del candidato de la Unión Democrática fue lo que impidió que su partido se dividiera. Desde principios de diciembre los intransigentes veían con claridad que el aparato unionista habría de imponerse dentro del radicalismo. Muchos dirigentes del sector minoritario estaban ciertos de que esto significaba la derrota en las urnas. Se planteó entonces a Sabattini la posibilidad de abandonar el partido, pero él se negó a homologar esta aventura. Pensaba Sabattini que si Perón ganaba, su gobierno sería un caos a breve plazo y entonces, frente al previo fracaso de la conducción radical, sólo quedaría la Intransigencia como solución nacional: el planteo era correcto, pero el dirigente cordobés se equivocaba en el plazo, porque para que ello ocurriera habrían de pasar trece años. Ahora, frente a la proclamación de Tamborini y la toma de la dirección radical por el viejo equipo antipersonalista, la táctica intransigente debía consistir en ganar todos los baluartes internos posibles y colaborar sinceramente con la Unión Democrática, que estaba encabezada por un correligionario personalmente inobjetable. Después de las elecciones ya se vería.

Esta táctica tuvo un resonante triunfo a mediados de enero, en la provincia de Buenos Aires. Desde fines de diciembre la convención radical de Buenos Aires estaba empantanada. Ernesto Boatti, dueño de la máquina electoral interna, no podía sacar adelante su candidatura a gobernador: le faltaban unos pocos votos para obtener el número reglamentario, y la minoría intransigente, conducida con inteligencia y obstinación por Lebensohn, se mantenía firme en la tesis de que el candidato radical fuera ungido por el voto directo de los afiliados. Seis, ocho, diez veces se repitió la votación en el seno del cuerpo, sin que variaran las cifras, a través de tediosas sesiones y afanosos cabildeos. Al fin, frente a una impasse que ya cobraba aspectos ridículos, los unionistas cedieron. Se resolvió efectuar la designación de la fórmula provincial y demás cargos electivos por la vía del sufragio directo. Total, los «boattistas» estaban seguros de ganar: dominaban el aparato partidario desde una década atrás.

El 13 de enero se realizó la elección interna. Los intransigentes bonaerenses recibieron el apoyo de sus amigos metropolitanos, cordobeses y santafesinos, y Roberto Parry, un jurista de honda vocación política, dirigió la operación con un ajuste perfecto. Y sucedió lo que parecía increíble: los precandidatos intransigentes, Juan Prat y Crisólogo Larralde, triunfaron por 35.000 votos contra 34.000… La fórmula Prat-Larralde sería, pues, la que la UCR llevaría a las elecciones nacionales y, del mismo modo, la lista de candidatos a diputados nacionales y legisladores provinciales tendría mayoría intransigente. Una semana más tarde la hazaña se repetiría en la Capital Federal; aunque el Movimiento de Intransigencia y Renovación no alcanzó a triunfar, sus precandidatos se ubicaron cómodamente en la lista que oficializaría la UCR.

Los triunfos intransigentes de enero tuvieron una gran trascendencia. En esos momentos pareció que significaban solamente la afirmación de un movimiento interno cuyo bagaje humano y doctrinario tendía a llenar las carencias del unionismo. Meses más tarde se advirtió que estas elecciones internas habían permitido brindar a un núcleo de hombres nuevos la posibilidad de transformar a la UCR en una fuerza capaz de hacer frente al poder peronista sin caer en la regresión ni confundirse con otras corrientes políticas. El bloque de diputados nacionales de la UCR —el famoso «Bloque de los 44»— fue dirigido por intransigentes, que dieron un tono diferente, a veces revelador, a la acción legislativa del radicalismo. Y en dos años más, la conducción de la UCR quedaría definitivamente en manos de la Intransigencia. En realidad, el 13 de enero de 1946 ganó trascendencia definitiva un movimiento que revitalizaría al radicalismo tradicional, lo convertiría en un equipo de recambio político perfectamente apto para tomar el poder con posterioridad a la caída de Perón y, con el tiempo, daría a la Nación tres presidentes.

III

Mientras en la interna radical se iban dando estas ocurrencias, la campaña electoral ardía en todo el país. Ambos bandos acentuaban su agresividad y en esas primeras semanas de enero no pasaba día sin que se registraran grescas y pugilatos entre peronistas y democráticos. La FUBA había iniciado en la Capital Federal una serie de «actos relámpago» antes de fin de año, que hubieran tenido algún efecto si se realizaran en los barrios populares o en los suburbios; se limitaron al centro de la ciudad, donde no era gracia, y perdieron seriedad cuando se extendieron a las soleadas playas marplatenses. Los aliancistas, por su parte, no dejaron de hostigar a los fubistas dondequiera los encontraban. Comunistas y laboristas se tirotearon una noche en Liniers. Los pegadores de carteles se liaban a cada rato. La rivalidad callejera tuvo una culminación trágica el 10 de enero, cuando desde un automóvil se acribilló a balazos un local aliancista en Córdoba al 3900, causando la muerte de un joven militante. En el interior el panorama no era menos tenso: en Cruz del Eje se atentó contra dos periodistas radicales y algunos actos de la Unión Democrática terminaron violentamente en Añatuya (Santiago), La Florida (Tucumán) y en Malagueño (Córdoba).

Las campañas electorales pacíficas son un lujo de ciertos pueblos o indicios de indiferencia cívica. En la Argentina de 1946 todos estaban comprometidos hasta el tuétano con alguno de los dos campos antagónicos. En realidad, estar con Perón o con la Unión Democrática dependía de algo visceral; era inútil la propaganda, porque las definiciones individuales venían del año anterior y eran irrevocables. Pero de todos modos había que cumplir los ritos cívicos consabidos y la Unión Democrática, por su parte, debía cubrir un largo rezago en la carrera por el poder. Muchas cosas permitían ser optimistas a sus dirigentes. El dinero afluía a las cajas partidarias con generosidad, sobre todo después del fracaso de la rebelión patronal; día a día se sumaban nuevas adhesiones de pequeños núcleos provinciales —el antipersonalismo santafesino, por ejemplo, o el Partido Popular metropolitano, de orientación demócrata cristiana— y el aporte universitario y femenino vigorizaba su acción, que a mediados de enero, ya se traducía en centenares de actos diarios en todos los distritos. La prensa independiente apoyaba a Tamborini-Mosca sin ninguna reticencia y la voz de sus dirigentes se podía escuchar en todo el país a través de las radios. Los más conocidos artistas del cine y el teatro publicaban sus adhesiones personales en Clarín, día tras día, con su retrato, su firma y una frasecita de circunstancias.

En este ambiente de optimismo y entusiasmo iba mediando enero; para el 16 se anunciaba el comienzo de la primera gira de la fórmula presidencial democrática. Un hecho inesperado obligó a postergarla una semana; un hecho que fue, sin duda, el único punto a favor que pudo anotarse la oposición durante esta lucha. La cosa ocurrió así:

A fines de diciembre, un avisado empleado de banco descubrió que en la cuenta particular del general Ramón Albariños —interventor de Buenos Aires— se había depositado un cheque por $ 420.000 —¡de aquella época!— firmado por el presidente del Jockey Club de La Plata[175], y que sobre ese depósito Albariños había girado varios cheques destinados a publicaciones afectas a Perón. Un diario de los universitarios reformistas de La Plata hizo la denuncia pública, con bombos y platillos; dirigentes opositores iniciaron querella judicial contra Albariños. Éste intentó defenderse[176], pero aparentemente el caso no tenía vuelta: el interventor federal había aceptado una donación injustificable y destinado parte del dinero a fines políticos, quedándose con el resto.

La cosa no hubiera pasado del escándalo mismo, si no fuera que el comandante electoral de Buenos Aires[177] se hartó de la manifiesta parcialidad de Albariños y planteó a Farrell la opción: o el interventor saltaba o él renunciaba a su función explicando públicamente sus motivos. La actitud del comandante electoral provocó la inmediata solidaridad de sus camaradas de armas y un grupo de almirantes visitó al Presidente el 17 de enero con el ministro de Marina, apoyando a su compañero. Hubo inquietud en las esferas oficiales, movimientos insólitos en el Departamento de Policía y rumores de golpe de Estado. Farrell no podía jugarse ya por Albariños: aceptó su renuncia y días después lo compensó del mal rato designándolo jefe de la guarnición de Carnpo de Mayo. En su reemplazo nombró interventor de Buenos Aires a un hombre de su personal confianza[178] que no modificaría en nada la política de su antecesor. La Unión Democrática no ganó ni perdió con el cambio de Albariños, pero obtuvo una victoria moral y debilitó el frente adversario al probar sus reiteradas acusaciones de parcialidad oficial hacia la candidatura peronista.

Pero la escaramuza se olvidó pronto porque el mismo día en que los almirantes dialogaban con Farrell, la embajada de Estados Unidos producía un acto que no tenía precedentes en el país. El encargado de negocios norteamericano convocó a la gente de prensa y distribuyó copia de trece telegramas que —según se informó— habían cambiado durante la pasada guerra la embajada del Reich en Buenos Aires y diversos servicios del gobierno de Hitler.

—Los he llamado —dijo el diplomático norteamericano— para que sepan quiénes son los verdaderos «vendepatrias»…

Los documentos se habrían hallado en las búsquedas realizadas con motivo de los procesos de Nuremberg y certificaban conexiones, apoyos y subvenciones de los nazis a varios diarios argentinos.[179]

Lo insólito del hecho era que, fuera cual fuese el grado de autenticidad de los documentos, parecía poco prudente que un gobierno extranjero diera a publicidad esas significativas piezas a un mes de las elecciones, cuando todo el país estaba agudamente sensibilizado, y agregar nuevos elementos de revulsión a tal ambiente era echar leña a un fuego ya crepitante.

Los documentos distribuidos por la embajada norteamericana fueron reproducidos in extenso por toda la prensa antiperonista y seguidos —como era previsible— por una secuela de «solicitadas», desmentidos e impugnaciones. Pero nadie protestó por la intromisión que suponía la actitud de la diplomacia norteamericana. Perón no se sentía afectado directamente, porque él no caía en la volteada; los nacionalistas aludidos y salpicados por la publicación eran outsiders dentro de su movimiento. Fueron pocos los que advirtieron que los documentos no eran más que un globo de ensayo que Braden, desde Washington, dosificaba cautelosamente. La falta de reacción ante la maniobra lo persuadió de que había llegado el momento de lanzar su bomba atómica propia, la que estaba preparando de tiempo atrás para aniquilar al «nazifascismo argentino».

Mientras los candidatos de la Unión Democrática y una nutrida comitiva interpartidaria trepaban al «Tren de la Victoria» el 21 de enero, para iniciar su primera gira, Braden daba los últimos toques a una publicación mucho más explosiva que la de los trece telegramas. Tal vez ya en ese momento acababa de decidir su nombre: Libro Azul…

El «Tren de la Victoria» sufrió un accidentado itinerario. Al salir de Retiro, donde fue despedido por una entusiasta multitud, entre la que se distinguía un grupo de dirigentes conservadores, debió hacer un desvío por un descarrilamiento ocurrido horas antes en su ruta; más tarde hubo de detenerse en una estación suburbana para bajar a dos colados que a toda costa querían viajar con la comitiva y en su fervor turístico-político se tiraron a las vías delante del tren para impedir que volviera a arrancar sin ellos…

Con breves paradas y rápidos actos en las localidades más importantes del trayecto, el convoy hizo su primera escala en Santiago del Estero al día siguiente. Allí pronunció Tamborini su primer discurso proselitista. Al otro día empezaron los atentados. En Güemes, mientras el tren estaba detenido, gritos primero, luego piedras y, finalmente, balazos empezaron a llover sobre los vagones desde los galpones de la estación y de las locomotoras paradas allí; un largo rato duró la agresión, que fue parcialmente repelida desde el tren. En la ciudad de Salta el acto de la Unión Democrática pudo terminar en una masacre, porque columnas peronistas intentaron atacar la concentración sin que la policía pusiera mucho empeño en evitarlo; hubo, no obstante, pugilatos aislados. En Jujuy, el 24, el acto central fue también perturbado y en San Pedro menudearon balazos y pedreas. Todo hacía pensar que en Tucumán el «Tren de la Victoria» sería convertido en colador; al entrar a esta provincia un juez hizo detener el convoy y a poco se queda la comitiva en medio del campo. Superado el inconveniente, un mayor del Ejército se presentó en el tren manifestando que tenía orden de custodiarlo: Tamborini declinó el ofrecimiento, pero el oficial insistió en cumplir sus órdenes y desde ese momento un coche motor con conscriptos precedió su marcha. En varios puntos del trayecto debieron apagarse las luces de los vagones para evitar blancos fáciles. Al llegar a Recreo un incendio destruyó parte del furgón que llevaba material de propaganda y el equipaje de los pasajeros; en Chumbicha se descubrieron fallas en los frenos… En Catamarca el acto se realizó normalmente y también en La Rioja, pero al salir de esta ciudad hubo piedras y gritos en la estación: el propio Tamborini, con su imponente físico, hubo de bajar de su vagón-dormitorio para correr a los insolentes. El 27 llegaba la peregrinación a Córdoba, donde el acto central tuvo contornos impresionantes; al día siguiente se realizaba en Rosario un tupido desfile por la calle Córdoba y un acto de proclamación de concurrencia pocas veces vista. El 29 de enero volvía a Buenos Aires el «Tren de la Victoria», con sus banderas argentinas al frente, exhibiendo las perforaciones de los balazos y marcas de las pedradas. Esta gira tan llena de peripecias no podía dejar de tener un final violento: la policía sableó alegremente a la multitud que se había apiñado en Retiro para recibir a Tamborini, Mosca y sus acompañantes…

Pero los infortunios del viaje no alcanzaban a empañar el creciente optimismo de los dirigentes democráticos. La gira había sido un éxito. Todos los actos habían sido entusiastas y numerosos y la prensa adicta se había encargado de magnificarlos en grado superlativo. La pareja de candidatos se había repartido coordinadamente la tarea oratoria, los discursos de Tamborini tenían dimensión presidencial, grandeza de miras, abstracciones retóricas de alto vuelo, mientras Mosca acusaba al gobierno de irresponsabilidad y parcialidad, afirmaba que maquinaba «la piratería electoral» y marcaba con cifras la inminencia de una catástrofe económica. El resto de la comitiva se había portado bien: don Elpidio González había sido una de las atracciones más aplaudidas.

Faltaban poco más de veinte días para las elecciones. El ardiente verano político estaba llegando a su clímax. Verano diferente, en todo sentido, vociferado, discutido. Parecía que las fuerzas antagónicas estaban emparejando su potencia. Si la Unión Democrática había salido con retraso y tenía que luchar con la desafección oficial, había logrado movilizar con gran efectividad el aparato de los partidos que la componían. Frente a un peronismo todavía desorganizado aunque siempre fervoroso, en los primeros días de febrero, la oposición había resuelto ya todos sus problemas internos, integrado sus listas, proclamado la totalidad de sus candidatos. En la Capital Federal comunistas y demócratas progresistas habían formado una lista común —«De la Unidad y la Resistencia»— que, con integración de independientes, pugnaba por escamotear algunas bancas a sus camaradas de trinchera radicales y socialistas. En casi todas las provincias los conservadores proclamaban su apoyo a los candidatos presidenciales de la Unión Democrática. Intransigentes y unionistas, olvidadas ya sus riñas, cooperaban estrechamente: «boattistas» acompañaban a Prat y Larralde en su gira por Buenos Aires, y Sabattini sería herido, días más tarde, por una piedra que arrojaron contra el tren que lo llevaba por Tucumán. La prensa peronista podía reírse de los prohombres democráticos, podía describir al «Tren de la Victoria» como una murga carnavalesca, pero era innegable que los dirigentes opositores conocían bien el oficio político y se estaban empleando a fondo en esta última y decisiva etapa por la conquista del poder.

Tanto era así que la presión opositora ya alcanzaba a producir algunos hechos en el seno del gobierno. Se había rumoreado por esos días que existía la intención de postergar la fecha de las elecciones o al menos prorrogar el plazo de presentación de candidaturas, a fin de dar tiempo a los peronistas para arreglar sus problemas internos. La Unión Democrática clamó contra esa nueva prueba de parcialidad, los diarios publicaron editoriales afirmando que las elecciones no debían postergarse y, después de un acuerdo de ministros, se anunció oficialmente que las elecciones eran inamovibles y tampoco se modificarían los plazos: trascendió que en reuniones de militares y marinos se había criticado severamente la posibilidad de una postergación electoral. Esto no obstó a que la Junta Interpartidaria difundiera el 1º de febrero un manifiesto denunciando hechos que acreditaban, a su juicio, subrepticias ayudas oficiales a la candidatura de Perón.

Con prescindencia de la buena fe con que se formularon, las denuncias opositoras formaban parte de la táctica de la Unión Democrática: si no eran atendidas se podía redoblar el clamoreo sobre parcialidad oficial; si eran escuchadas, su sustanciación no dejaba de molestar al gobierno o embromar al peronismo… A principios de enero Mosca denunció que jefes militares en actividad entrenaban fuerzas de choque. El ministro de Guerra le pidió que ratificara sus dichos, Mosca lo hizo y unas semanas después la autoridad militar sancionó a un par de militares por realizar actividades políticas. Un mes más tarde, uno de los candidatos a senador por la Capital Federal de la lista «Unidad y Resistencia» denunció que existía el plan de hacer «un nuevo 17 de octubre», incitar a las masas a tomar la Casa de Gobierno y entregar el poder a Perón, sin elecciones. La Unión Democrática hizo suya la denuncia, que de inmediato dio motivo a una investigación por las autoridades militares, llegándose a convocar al mismo Perón para que prestara declaración; por supuesto, el plan denunciado no existía ni remotamente.

Hay que señalar que el proceso electoral estaba ya, virtualmente, en manos de las Fuerzas Armadas, cuyos distintos delegados se harían cargo a partir del 18 de febrero de los efectivos policiales en todo el país. El gobierno de Farrell había tratado de restañar las heridas que dejaron en las instituciones armadas las jornadas de octubre, indultando a los militares que fueron detenidos en Córdoba en el mes de setiembre, y este gesto, unido a la entrega del poder electoral a las tres armas, creaba en los marinos, militares y aeronautas un sentido de responsabilidad que estaban decididos a cumplir escrupulosamente.

El 2 de febrero arrancó la segunda gira de la Unión Democrática, que debía abarcar el litoral. El mismo día se difundía un fallo de la Corte Suprema que difícilmente podía encuadrarse en el plano estrictamente judicial. Se trataba de un juicio en que se discutían las facultades de las Delegaciones Regionales de la Secretaría de Trabajo y Previsión para aplicar multas. La sentencia del alto tribunal establecía que aquellos organismos vulneraban la Constitución. El fallo era el golpe más fuerte que había sufrido la legislación social del gobierno de facto desde que la Corte se negara a tomar juramento a los jueces del trabajo. Ni el más ingenuo podía pensar que el pronunciamiento —dictado apenas reanudada la actividad forense despues de la feria y a sólo veinte días de las elecciones— carecía de contenido político. En los medios gremiales el fallo provocó ira: se dijo que la Corte intentaba anular las conquistas obreras desquiciando el organismo encargado de hacer cumplir la legislación laboral; se acusó directamente al alto tribunal de colusión con la Unión Democrática. Hubo incitaciones a una huelga general y en algunos sectores ocurrieron algunos paros parciales el mismo día en que se conoció la sentencia.

Para aclarar conceptos, el secretario de Trabajo y Previsión[180] emitió un comunicado señalando que el pronunciamiento no afectaba la estructura ni la función del organismo a su cargo y exhortando a la tranquilidad —lo que le valió una querella por desacato a la Corte, iniciada por el Partido Demócrata de Buenos Aires—. Pero en esos días los hechos se sucedían a un ritmo enloquecido y ni siquiera el triunfo del seleccionado argentino en el torneo sudamericano de fútbol alcanzaba a distraer a la gente del proceso que envolvía a todos. En una semana el fallo de la Corte quedó aparentemente olvidado: es de presumir, sin embargo, que no serían pocos los obreros que recordarían en el cuarto oscuro este sutil sablazo judicial contra un organismo que la clase trabajadora sentía como cosa propia… Y muy pocos los que repararon en el comunicado de la Junta Interpartidaria de la Unión Democrática, tendiente a tranquilizar a los trabajadores sobre los alcances del fallo.

Entretanto, la comitiva democrática recorría el litoral. En Santa Fe (donde la columna de la Unión Democrática recibió el saludo del doctor Manuel de Iriondo, el frustrado candidato a vicepresidente de Patrón Costas, en 1943), Concepción del Uruguay, en Concordia, luego en Resistencia y Corrientes los candidatos de la Unión Democrática participaron en otras tantas proclamaciones. Fueron, en general, actos numerosos y esta vez el periplo careció de las incidencias que habían empañado la primera gira. El 7 de febrero regresaban a la Capital Federal por la vieja estación del Lacroze y dos días más tarde se realizaba la proclamación oficial de Tamborini-Mosca en la intersección de las avenidas de Mayo y Nueve de Julio.

Fue una concentración que colmó las esperanzas de los dirigentes interpartidarios. Las fotografías que aparecían al otro día en los diarios establecían una compacta masa cubriendo un par de manzanas. Ricardo Rojas, Luciano Molinas, Rodolfo Ghioldi, Alfredo Palacios y los integrantes de la fórmula presidencial se explayaron largamente sobre los temas habituales. Tamborini dijo: «Antes que nada, he de ser el presidente de la Constitución Nacional» y acusó a la Secretaría de Trabajo y Previsión de ser un instrumento demagógico y totalitario. El acto transcurrió sin incidentes y en un clima de fiesta cívica que era ya casi una excepción en esta accidentada campaña. Los grandes diarios aseguraron que la multitud reunida no dejaba dudas sobre el próximo pronunciamiento electoral. Y realmente, así lo parecía. El 12 de febrero Crítica hizo un detenido examen de la situación política en cada provincia y aseguraba —con la salvedad de que en la duda se había optado por criterios desfavorables a la Unión Democrática— que Tamborini-Mosca obtendrían 332 electores sobre 44 de Perón. Todas las conjeturas son válidas en períodos preelectorales. Pero a miles de kilómetros de Buenos Aires, en una oficina de la ciudad de Washington, ese mismo día estaba ocurriendo un hecho que modificaría semejantes profecías y evaluaciones.

IV

Roberto Levillier era un ex diplomático que durante la estadía de Spruille Braden en la Argentina había formado parte del círculo de nativos que rodeaba íntimamente al embajador norteamericano. Despues de la partida de Braden (al que agasajó con un banquete de despedida y un profuso discurso) siguió manteniéndose en contacto epistolar con él.

El último día de diciembre de 1945, Levillier escribía a Braden anoticiándole de lo que pasaba en el país. Hablaba, por ejemplo, del decreto sobre aumento de sueldos y aguinaldo, «que de ser llevado a cabo, contra la voluntad del pueblo, provocará la ruina de la industria». Contaba a su amigo que los sectores democráticos estaban acongojados frente a las negras perspectivas que se abrían si llegara a triunfar Perón. Le señalaba que los nazis refugiados en la Argentina podían fabricar la bomba atómica y sugería que se aplicara «una acción unilateral para impedir tan terrible tragedia». Alegaba que no se trataba de un asunto interno argentino sino «de guerra o paz. Para los nazis —agregaba— la Argentina sería tan sólo un trampolín cómodo, bien situado, a utilizar para saltar y retornar un día victoriosamente a Europa».

Ignoramos lo que pudo haber pensado Braden de estos delirios[181], pero dados los amigos que tenía en Buenos Aires es lícito pensar que este tipo de juicios y sugestiones no serían raros en las epístolas que recibía desde aquí. De todos modos, algo aprovechable había en la carta de Levillier. El ex diplomático aconsejaba al secretario adjunto de Asuntos Latinoamericanos hacer una «amplia investigación en la Argentina y denunciar a todos los militares y funcionarios del gobierno que hubieran estado vinculados a los nazis, en una publicación oficial del Departamento de Estado».

La respuesta de Braden, aunque muy formal, expresaba que compartía el análisis de su corresponsal y sugería que una acción multilateral debería eventualmente considerarse. Pero no debemos inferir a Braden el agravio de suponer que la carta de Levillier le hizo brotar la idea que estallaría como un hongo atómico el 11 de febrero de 1946 en Washington. Seguramente Braden acariciaba esta iniciativa desde el fracaso de la tesis sostenida por el canciller uruguayo Rodríguez Larreta, quien había sugerido en noviembre de 1945 la conveniencia de una acción colectiva «contra los gobiernos del continente que violaron los derechos y libertades básicas del pueblo». La «Doctrina Rodríguez Larreta» fue auspiciada por el gobierno norteamericano con sospechosa premura pero se recibió fríamente por parte de varios países latinoamericanos, entre ellos Brasil y Chile. A principios de diciembre la iniciativa del canciller uruguayo estaba ya muerta y enterrada. Es muy probable que en ese momento Braden buscara un medio menos complejo, más directo, para agredir al régimen de Farrell y a su heredero posible.

Entre diciembre y enero, en ciertos círculos opositores empezó a correr un insólito susurro. Se daba como posible una intervención armada de Estados Unidos en la Argentina, que habría de liquidar rápida y eficazmente el régimen de Farrell y toda posibilidad de su continuación. En la actualidad, semejante versión parece descabellada y en ese tiempo también lo fue: pero no hay que olvidar que hacía sólo seis meses que había terminado la guerra y no parecía absurdo que Truman (que había puesto punto final al conflicto con la masacre de Hiroshima) resolviera concluir con el foco nazi del continente de una manera no menos tajante. Al fin de cuentas, la «Doctrina Rodríguez Larreta» tendía a algo parecido y la carta de Levillier no alude a una mera posibilidad sino que la postula concretamente. Lo que significa que en el ambiente que alimentaba a Braden de noticias desde Buenos Aires, la idea no era tenida por irrealizable. Había mucha gente de la oposición que en enero de 1946 soñaba con un desembarco de gallardos marines para salvarnos de las garras nazis… Es sugestivo que a mediados de enero, Ricardo Rojas[182], dirigiéndose a un grupo de jóvenes que lo visitaba en su casa, aludiera a las «voces desesperadas que vaticinan que la defensa de nuestras instituciones tendrá que venir de afuera», agregando que «es una verdadera vergüenza la sola insinuación en tal sentido».

Desembarco, no: pero un acto político importante, era lo que Braden estaba dispuesto a producir en relación con la Argentina. A fines de enero ya se filtraban versiones a la prensa asegurando que el Departamento de Estado poseía «documentos irrefutables» que demostraban la connivencia del régimen argentino con el nazismo durante la guerra. El 1º de febrero un portavoz del Departamento de Estado formula un desmentido, que el gobierno de Farrell se apresura a destacar. Pero las versiones crecen día a día y los cables adelantan que las «pruebas irrefutables» serán dadas a publicidad muy pronto. En el gobierno argentino hay cierta ansiedad, pero no surge de los archivos del Ministerio de Relaciones Exteriores que se hayan efectuado gestiones en Washington para evitar el golpe que Braden se aprestaba a asestar. Es de suponer que en los círculos gubernativos norteamericanos se había trabado un breve tira y afloja entre los que querían dar a luz las dichosas pruebas y los que consideraban imprudente hacerlo a tan poca distancia de las elecciones argentinas. Todavía no se han publicado los volúmenes correspondientes a 1945 y 1946 de los documentos del Departamento de Estado: cuando se editen podrá saberse mucho más de lo que ahora se sabe sobre la tramitación de la jugada planeada por Braden. Es posible también que Dean Acheson, superior inmediato de Braden, haya esperado hasta tener una evidencia de que el documento no haría más que agregar un golpe de gracia al agonizante régimen de Farrell y su aspirante a delfín; es sugestivo, en este sentido, que el mamotreto titulado «Consulta entre las repúblicas americanas respecto de la situación argentina» —más conocido como Libro Azul— haya sido entregado oficialmente a los representantes diplomáticos de los países latinoamericanos justamente dos días después del acto de proclamación de Tamborini-Mosca en la Capital Federal, cuya magnitud, en la ponderación de agencias noticiosas y corresponsales extranjeros, parecía un adelanto concluyente y decisivo de la derrota de Perón.

El caso es que al día siguiente de la entrega del Libro Azul por Acheson y Braden a los azorados diplomáticos latinoamericanos, el Departamento de Estado empezó a distribuirlo a los diarios y agencias. El 13 de febrero toda la prensa opositora se abría gozosamente de páginas para recibir la larguísima transmisión cablegráfica. «No es, conforme se verá —avisaba cautelosamente La Nación en el copete que inauguraba las tres hojas de nutrida tipografía—, un documento de orden común ni aparece inspirado en un propósito contra el país y el pueblo argentino.»

Algo semejante diría Laurencena, presidente de la UCR, días más tarde:

—El Libro Azul no sólo no es una injerencia en nuestra política sino que es un gesto amistoso y lleno de consideración para el pueblo argentino[183]

Durante dos días se publicaron los sucesivos capítulos del Libro Azul,[184] que en total abarcaba casi diez páginas de diario tamaño sábana. Al día siguiente de concluir la publicación, el gobierno emitió un breve comunicado calificándolo de «insólita injerencia» en la política argentina. Luego habló el canciller Cooke —que desde agosto hacía ingentes esfuerzos para demostrar que él, por lo menos, no era nazi— para refutar con generalidades el sentido del texto y prometer rebatirlo prolijamente en una publicación oficial.[185]

La Unión Democrática hizo suyas las acusaciones del Libro Azul. Sus dirigentes se apresuraron a agregar su propio capítulo de cargos contra Perón, a los que formulaba el documento oficial norteamericano, y la Junta Interpartidaria emitió una violenta declaración señalando que Farrell tenía la obligación de explicar las acusaciones que pesaban sobre él y que Perón no podría jamás ser presidente porque «se encuentra en absoluta inhabilitación legal y es el representante más típico del nazifascismo en América; significaría un permanente factor de perturbación interna, una bandera de desafío y un peligro de guerra en el continente». Nada menos.

Todo el país estaba al rojo vivo en esta última etapa de la campaña. El sábado 16 los candidatos presidenciales de la Unión Democrática emprendieron su tercera y última gira, para agitar la zona de Cuyo, mientras centenares de actos se llevaban a cabo diariamente, bajo las banderas interpartidarias o de cada partido unionista, a lo largo de todo el territorio y especialmente en la Capital Federal y Buenos Aires. La campaña entraba en sus finales con las mismas características de violencia en que se había desarrollado: el viernes 15 sufrió agresiones un acto radical que se realizaba en Lanús, de cuyas resultas murieron dos jóvenes —uno allí mismo, el otro días después— y cayeron treinta heridos. El lunes 18 un acto organizado por un grupo de «damas democráticas» en un cine del barrio de Belgrano, terminó con sus promotoras sitiadas en un club de las inmediaciones, corridas por elementos nacionalistas. Pero lo más grave ocurrió el martes 19 al mediodía. Regresaba a Plaza Once el «Tren de la Victoria» después de su gira por Cuyo, continuada por la zona central y sur de Buenos Aires. Los candidatos fueron recibidos por un público numeroso y después de desembarcar se alejaron del lugar; entonces ocurrió algo —tal vez una provocación verbal o quizás algo más grave— que hizo perder la serenidad a la policía. Un absurdo tiroteo se desató sobre Plaza Once y los nombres de tres muchachos más —uno afiliado a la UCR, otro al PDP— engrosaron la sangrienta nómina de los caídos por causa de la violencia política.

El lunes a medianoche las autoridades militares se habían hecho cargo de las fuerzas policiales en todo el país. Dos días más tarde, en un ambiente que ya se hacía insoportable por la tensión de los dos bandos en pugna, jinetes del Regimiento de Granaderos a Caballo General San Martín empezaron a patrullar las calles de la Capital Federal. Su presencia —aplaudida por todos— trajo cierta tranquilidad en los ánimos y los dos últimos días de la campaña no fueron manchados por los violentos sucesos de las pasadas jornadas.

Ya se estaba en los finales de la lucha. El jueves 21 los candidatos democráticos afrontaron la proclamación en Avellaneda en un acto protegido por un espectacular dispositivo de seguridad, con nidos de ametralladoras en las bocacalles y piquetes de conscriptos custodiando las inmediaciones. Al día siguiente, la UCR clausuró su campaña con un entusiasta acto en el Luna Park, adonde llegaron Tamborini y Mosca después de haber cerrado la actividad preelectoral en La Plata. Esa jornada final pareció, al menos en la Capital Federal, totalmente conquistada para la Unión Democrática: mientras los radicales llenaban el Luna Park, los comunistas y demócratas progresistas proclamaban la lista de la Unidad y Resistencia en Plaza Once, y a su vez los socialistas consagraban a sus candidatos frente a la Casa del Pueblo. Esa misma tarde, una lluvia de volantes, octavillas y papel picado cayó desde muchos edificios del centro porteño, como una expresión final de la propaganda democrática. «A diferencia de la otra nieve, que enfría las manos y la nariz —poetizó La Nación—, esta nieve de impresos era de las que hacen arder el corazón.»

Empezaba ahora el día neutro que instaura la ley electoral antes de la jornada comicial. Centenares de veraneantes llegaban a la Capital Federal desde Mar del Plata y otros lugares de descanso, para cumplir con sus deberes cívicos. Los diarios independientes no disimulaban su absoluta certeza en el triunfo de la Unión Democrática. Representantes de la prensa de todo el mundo habían arribado al país para asistir al curioso espectáculo de un gobierno tildado de nazifascista presidiendo elecciones que, se había prometido, serían las más correctas de su historia. El comandante electoral[186] se había dirigido por radio a todo el país para reiterar que el libre veredicto de las urnas sería religiosamente respetado por las Fuerzas Armadas.

Después de la agotadora campaña, se abría ahora la jornada decisiva. Los dirigentes democráticos podían sentirse satisfechos. Más no hubiera podido hacerse, dentro de las circunstancias de tiempo y en las condiciones políticas que formaban el contexto de esa lucha. Desde el punto de vista de la técnica electoral, la movilización lograda por la Unión Democrática en poco más de dos meses era una auténtica hazaña.

Y sin embargo, la Unión Democrática llegaba a la víspera de los comicios con una grave falla: para grandes sectores de los argentinos no era más que un supremo esfuerzo tendiente a retrotraer al país a lo que había sido antes de 1943. El tipo de personalidades que la dirigían, sus candidatos, el tono general de la campaña y sus apoyos más o menos clandestinos, más o menos sospechados, todo había contribuido a presentarla como algo regresivo, anacrónico, pasatista.

Es cierto que había un contenido reaccionario y una suma tilinguería dentro de la Unión Democrática, que por momentos constituyeron sus características más salientes. No faltaron hombres que en su seno se angustiaban al advertir que estas excrecencias desbordaban la limpia intención reconstructora que también existía dentro del complejo conglomerado. Pero era muy difícil evitarlo porque la desdicha mayor de la Unión Democrática fue que no pudo controlar los hechos que redondearían gradualmente su imagen. Fatalidades sucesivas la fueron condicionando. La rebelión de los patrones, por ejemplo, el fallo de la Corte, el Libro Azul, se habían originado en esferas ajenas a su entidad (sin perjuicio de que existieran contactos personales entre algunos dirigentes democráticos y quienes produjeron esos hechos o que, en algunos casos, unos y otros fueran los mismos), sin contar con torpezas incalificables como el famoso cheque de la Unión Industrial, del que ya se hablará. Aunque la Unión Democrática no había producido directamente esos hechos, tuvo que asumirlos y eso le sería fatal. Cada una de estas ocurrencias ratificó para muchos argentinos la convicción de que la conjunción interpartidaria no era más que un siniestro instrumento al servicio del capitalismo más crudo y el imperialismo más voraz…

No era así, por supuesto. Pero objetivamente, en la opción planteada al país, la Unión Democrática era el pasado. Y si sus dirigentes no supieron superar las desgracias que recayeron sobre ella, fue porque, para su mentalidad, ninguno de esos hechos eran negativos. Ellos estaban convencidos de que los trabajadores odiaban el aguinaldo y que el país había recibido con alivio el Libro Azul… Y esto ocurría porque la mayoría de los dirigentes democráticos construyó para su propio uso un país que no era el real. En lugar de intentar comprenderlo, rechazaban este país que no era el que ellos habían gobernado o cogobernado hasta el año 1943.

Por eso, a un cuarto de siglo, los dirigentes democráticos del 46 —muchos de ellos hombres dignos y sinceramente patriotas— nos parecen como el legendario Rip van Winkls, moviéndose como espectros en una realidad que les resultaba ininteligible, después de su largo sueño.

Después de 1946 se hizo habitual vituperar a la Unión Democrática[187] desde los mismos sectores que la habían formado. Pero muchas de las críticas que se le formularon retrospectivamente fueron injustas. La Unión Democrática no fue una cosa simple, y enjuiciarla con simpleza es un error. No era, por supuesto, la caterva de chupasangres y vendepatrias que describía la panfletaria literatura peronista ni tampoco, es obvio, la pléyade de héroes civiles depositaria de los mejores valores del país —como se autocalificaba—. Es cierto que la Unión Democrática fue el último esfuerzo del liberalismo tradicional para enquiciar al país en las formas políticas y económicas anteriores a 1945. Pero también era un intento para evitar el acceso al poder de un hombre que aparentemente no se sentía limitado por las normas que rigen en una democracia común.

Muchos de los que integraban la conjunción interpartidaria no condenaban íntimamente la política social de Perón y miraban con simpatía su postura nacionalista; no les asustaba la profunda renovación de métodos y formas que su presencia había aparejado en el escenario nacional. Pero desconfiaban de su verbalismo revolucionario y su demagogia. Esta actitud mental, mucho más comprensiva del fenómemo peronista, no pudo prevalecer. Las fuerzas que operaban dentro de la Unión Democrática con sentido más regresivo terminaron por imponerle un tono cargado de anacronismo y superficialidad. Por eso, para los sectores populares ganados por la propaganda peronista, la Unión Democrática aparecía como una banda de ridículos personajes al servicio del capitalismo, de Braden y la oligarquía. Las piedras que se arrojaban sobre el «Tren de la Victoria» eran expresiones de una indignación popular perfectamente justificada para sus agresores.

Del mismo modo, muchos argentinos que militaban en la Unión Democrática juraban que Perón era un títere de los criminales nazis escondidos en el país y que cada peronista no era más que un delincuente pagado para vociferar por «el candidato imposible»’. Había una incomunicación total y una incomprensión absoluta entre los dos bandos en que se había dividido el país. Un odio recíproco y sin atenuantes. El final lógico de ese estado de cosas era la guerra civil. Si no estalló fue porque la campaña electoral no fue larga y, sobre todo, porque cada frente en pugna tenía la seguridad de triunfar en las elecciones.

Así se había llegado al 24 de febrero de 1946.

Mediados de enero de 1946. Un comité radical en Lanús Oeste: pieza a la calle, paredes chorreadas de cal, algunas láminas de los próceres partidarios, la familiar fealdad de todos los comités. Yo, fiscal del Movimiento de Intransigencia y Renovación en las elecciones internas del partido. Nos han reunido a todos los fiscales en Avellaneda, el día anterior.

—No hay que moverse de las mesas para nada. Estos boattistas son muy pícaros y en cuanto vean que los fiscales intransigentes se levanten un minuto, nos vuelcan los padrones… Hay que controlar bien los documentos de los afiliados, firmar todos los sobres, puntear el padrón, mirar bien el cuarto oscuro. Hay que estar a las siete y media de la mañana en sus puestos y quedarse hasta que se cierre la elección. Al mediodía les llevarán una vianda y si hay reemplazantes se los relevará. Ojo con el escrutinio, no se dejen embarullar. Cuando terminen, se vienen con las actas al comité central. Si todos los intransigentes cumplen con su deber, Juan Prat será candidato a gobernador por la UCR y Crisólogo Larralde candidato a vicegobernador. Y entonces no hay Perón que valga en Buenos Aires. ¡En febrero ganamos las elecciones nacionales de punta a punta en la Provincia!

Los boattistas, después de todo, no parecen ser tan mala gente. Son dueños del comité pero me tratan amablemente. Yo no me muevo de la mesa en toda la mañana y sigo firme, controlando los documentos de los votantes, firmando los sobres, entrando al cuarto oscuro a intervalos para comprobar que nuestras boletas no han sido sustraídas. Vienen a votar tipos extrañísimos, casi todos en pijama y con rancho. Saludan al caudillo boattista, votan y se van. El caudillo me mira con simpatía (o con lástima) y a veces me dice:

—¿Está cansado, joven? ¿No gusta un matecito? ¿Un cafecito?

No se habla para nada de política: los usos radicales vedan hablar de política cuando hay elecciones internas.

Al mediodía las tripas me rugen de hambre y desfallezco por ir al baño. No viene el relevo ni llega la vianda. Los dueños del comité me invitan a pasar para comer tallarines. Yo, gimiendo por dentro, declino el ofrecimiento. Se compadecen y me hacen servir en la mesa donde está la urna un enorme plato de tallarines con tuco y una botella de cerveza helada.

Hace un calor infernal. Yo, que empecé correctamente vestido de saco y corbata, ahora estoy despechugado, sudando como un caballo. Los tallarines boattistas y la cerveza me han liquidado. Me siento mal. A las seis se cierra el comicio, se hace el recuento de votos y después el escrutinio. En mi mesa, al menos, a Prat y Larralde les ha ido como el culo.

Vuelvo al comité central. Sueño con darme una larga ducha fría en mi casa y después acostarme. Pero ocurre que, milagrosamente, Prat y Larralde están triunfando en toda la provincia, según informan. Yo entrego tímidamente mi acta, como si tuviera la culpa de la derrota intransigente en Lanús Oeste. La jornada termina a la madrugada siguiente, con mucha cerveza y grandes cantidades de sándwiches de mortadela y abrazos con los amigos y una alegría tremenda porque, después de todo, Prat será el candidato a gobernador de la UCR y Larralde el candidato a vicegobernador ¡y en febrero no hay Perón que valga en la provincia porque ganaremos la nacional de punta a punta!