I
EL CAMINO DE LA OPOSICIÓN
(abril-setiembre 1945)
I
El 5 de abril fue siempre una fecha cara a los corazones radicales. Ese día, en 1931, la UCR obtuvo su más hermosa victoria electoral, cuando el pueblo de la provincia de Buenos Aires, a siete meses del derrocamiento de Yrigoyen, votó masivamente por la fórmula Pueyrredón-Guido. Desde entonces los radicales hicieron del 5 de abril una de sus efemérides favoritas: un símbolo de la vigencia de su partido, aun bajo la presión de cualquier dictadura.
El 5 de abril de 1945 una nutrida peregrinación desfiló por la casa del doctor Honorio Pueyrredón. El motivo formal era saludar a quien fuera el protagonista de la hazaña electoral de catorce años antes; por supuesto, el motivo real era hablar de política. Al caer la tarde eran tantos los visitantes y tenían tantas ganas de escuchar discursos, que algunas manos eficaces armaron un sistema de altoparlantes y comenzó el torneo oratorio. Cuando le tocó el turno al dueño de casa, llegó la policía y cortésmente pidió que se suspendiera el acto: la reunión contravenía el edicto de reuniones públicas. Hubo protestas y algún grito que Pueyrredón cortó de inmediato.
—Este caballero no hace más que cumplir con su deber —advirtió.
La concurrencia se disgregó después de entonar, obviamente, el Himno Nacional.[25] Seguramente Pueyrredón vio al oficial de policía como venido del cielo: era muy difícil para él hacer declaraciones públicas en ese momento. Era el dirigente más expectable de las corrientes intransigentes del radicalismo pero estaba —como lo estuvo toda su vida— demasiado atado a las direcciones partidarias para pronunciarse con claridad. Y en ese momento los radicales estaban exigiendo definiciones, frente al gradual descongelamiento político. Pueyrredón no podía darlas. De origen mitrista, se había vinculado a Yrigoyen sirviendo en su primer gobierno como canciller y conservaba una profunda adhesión personal hacia la memoria del viejo caudillo. Pero su posición fue indefinida en ocasión de la división radical entre yrigoyenistas y antipersonalistas y más tarde, después de haber sido el triunfador del 5 de abril, se manifestó débil frente a la conducción alvearista. Era como si Alvear lo intimidara; los yrigoyenistas de todo el país confiaban en él y veían en el ex canciller de Yrigoyen una esperanza de restauración partidaria. Pero Pueyrredón nunca adoptó una posición clara. Y esta definición, que había anulado su personalidad política, continuaba en 1945.
Acaso la certeza de que Pueyrredón no aceptaría ponerse al frente de las corrientes intransigentes fue lo que había llevado a muchos dirigentes de este sector[26] provenientes de todo el país a reunirse la víspera en Avellaneda. Eran los que habían enfrentado la conducción de Alvear durante la década anterior y ahora estaban dispuestos a seguir la lucha contra sus herederos. Algunos venían del yrigoyenismo y habían asistido con preocupación a la progresiva transformación de la vieja fuerza popular en una máquina electoral vacía de contenido. Otros habían resistido en varios distritos las «trenzas» internas que falsearon la representatividad de los organismos dirigentes y desvirtuaron la saludable vida partidaria. Y también estaban los que habían constituido, con anterioridad a 1943, movimientos internos agresivamente plantados contra la conducción mayoritaria como el revisionismo bonaerense, o representantes del radicalismo cordobés que siempre fue la base de las resistencias antialvearistas.
En general, la concurrencia era de gente joven. Dos problemas preocupaban a los asambleístas de Avellaneda: en primer lugar, diferenciar al radicalismo de las restantes fuerzas políticas mediante la adopción de una definida línea programática. Y en segundo lugar, la necesidad de una apertura interna que hiciera posible la llegada a la dirección partidaria de las fuerzas renovadoras.
Alma de esta reunión fue un hombre de 38 años que era algo más que un político profesional: era un auténtico apóstol.[27] Contravenía la imagen clásica del dirigente radical, que normalmente era un profesional de cómoda posición económica, donante de cierta cuota de su tiempo a la política y aportes monetarios eventualmente importantes. Moisés Lebensohn era, por el contrario, un abogado paupérrimo, al que sus amigos debían mantener a veces. Activista nato, estaba totalmente consagrado a la política. Durante años trajinó por los caminos de Buenos Aires anudando relaciones partidarias, promoviendo reuniones, hablando incansablemente, armando la organización juvenil que sería más tarde su gran base de lanzamiento. Tal vez sus ancestros judíos le habían imbuido de un mesianismo que era su característica más singular: sentíase el augur de una gran Argentina —«el país soñado»— que fuera paradigma de una nueva humanidad, y para construirla fatigaba pueblo por pueblo, comité por comité. Cuando murió, en 1953, había formado un elenco de muchachos que literalmente lo adoraban; pero, como el otro Moisés, no pudo ver el final de su largo éxodo… En 1945, para los dirigentes radicales tradicionales, «ese rusito» era el más peligroso adversario, porque no solamente estaba reclutando gente joven en toda la provincia sino que su oratoria —armoniosa, bellamente construida, llena de suscitantes ideas— abría un estilo político desconocido que contrastaba con la orfandad conceptual de la conducción mayoritaria.
Lebensohn fue el gran animador de la reunión de Avellaneda, de la que salió una declaración que habría de tener prolongada vida en muchos espíritus: hasta 1961. Dentro de la hueca retórica de los manifiestos del bando democrático y de la confusión populista de los discursos de Perón, la Declaración de Avellaneda es una aliviante excepción. Tendía a conectar al radicalismo con los grandes temas económicos y sociales que en ese momento apasionaban al mundo. Quienes promovieron su aprobación[28] estaban bajo la influencia ideológica de Harold Laski y los teóricos del laborismo inglés y del New Deal, y enfatizaron en consecuencia la necesidad de nacionalizar los servicios públicos y «los monopolios extranjeros y nacionales que obstaculicen el progreso del país» y de reformar el régimen jurídico de la propiedad inmobiliaria. Al lado de esos avances se hacía también un análisis profundo del momento que vivía el mundo, en vísperas de una posguerra que se adivinaba difícil y conflictuada. No figuraban en la Declaración de Avellaneda las histéricas denuncias de nazismo que colmaban otros documentos opositores ni agotaba su contenido en el problema circunstancial del gobierno de facto. Era una profesión de fe seria, honda, de largo alcance y por eso tuvo perduración. Destacaba el papel del radicalismo como instrumento de un movimiento histórico de carácter emancipador y la necesidad de «depurar algunos elementos dirigentes y formar las nuevas generaciones». Finalizaba el documento oponiéndose a la concentración de pactos o acuerdos electorales, «ya que el radicalismo, como partido orgánico, aspira a afrontar por sí la responsabilidad de estructurar una nueva Argentina».
Un mes antes de la Declaración de Avellaneda había aparecido lo que se dio en llamar por entonces el Manifiesto de los líderes[29], firmado por la mayor parte de los dirigentes del sector mayoritario de la UCR. El documento contenía los habituales reclamos de elecciones y un severo ataque al gobierno de facto, al que caracterizaba como «sistema extraño al espíritu nacional». La vaciedad de este documento —que fue la primera manifestación organizada del sector alvearista después del 43— contrastaba con la sólida enunciación de la Declaración de Avellaneda: la confrontación de ambos prefiguraba ya el inevitable enfrentamiento interno. Pues aunque en Avellaneda no se formalizó ningún movimiento, quedó tácitamente convenida la acción coordinada para el futuro entre todas las corrientes internas que ya se definían como intransigentes y renovadoras.
En esta acción era un valor entendido la jefatura de Amadeo Sabattini, aunque algunos sectores intransigentes —principalmente metropolitanos y bonaerenses— estaban menos próximos a sus directivas por razones de distancia y frecuentación. Sabattini capitalizaba un gran prestigio en todo el país, sobre todo en el interior. Su buena gobernación de Córdoba le rendiría dividendos políticos toda su vida, transformando aquella correcta administración provincial en una leyenda constantemente enriquecida en el recuerdo de su pueblo.
Político hábil, secundado por un ponderable grupo de dirigentes del interior y respaldado por el vigoroso radicalismo cordobés, Sabattini cautivaba el fervor popular cultivando un silencio que recordaba al de Yrigoyen y un modesto estilo de vida que no era «pose» sino auténtica expresión de su personalidad. Había visto con complacencia la revolución que desalojó del poder al régimen conservador y mantuvo contactos indirectos con Perón.[30] A ello debióse la designación en un alto cargo oficial de Santiago del Castillo, que fuera su sucesor en el gobierno de Córdoba y su más leal colaborador. La designación de Del Castillo —insólita dentro de su régimen que llenaba sus elencos con militares o nacionalistas— evidenciaba el respeto que merecía al gobierno de facto la administración radical de Córdoba; y de parte de Sabattini, era un gesto de benevolencia hacia el nuevo orden instalado de hecho en el país.
En 1944 Sabattini se exilió voluntariamente. Se instaló en una localidad cercana a Montevideo, probablemente para no mezclarse con los políticos argentinos que abrumaban las mesas de la Dieciocho de Julio con sus conspiraciones y catilinarias antinazis. Desde San Ramón seguía aconsejando una política expectante y contemporizadora con el régimen militar. En algunos casos, sus amigos aceptaron cargos en las intervenciones, presumiblemente con su asentimiento. Naturalmente, esta actitud granjeó a Sabattini las iras de todos los partidos, pronunciados ya frontalmente contra el gobierno militar, y también las del sector mayoritario de la UCR. Pero Sabattini no se inmutó: él sabía que la evolución natural de los acontecimientos llevaba al gobierno a respaldarse en el radicalismo. Para ello debían darse dos condiciones: primero, que el ejército presionase al gobierno para garantizar una salida electoral libre de injerencias oficiales. Y segundo, que el radicalismo se reorganizara permitiendo el ascenso a su conducción de valores políticos reales. Hacia esos dos objetivos trabajaba Sabattini, que a fines de marzo de 1945 regresó al país y volvió a instalarse en su modesta casa de Villa María. Su rostro, anguloso y aquilino, enmarcado de profundas patillas, presidía un continuo desfile de visitantes de todo el país. Entre sus contertulios habituales figuraba Gabriel Oddone, uno de sus más fieles seguidores, presidente de la Mesa Directiva de la UCR por un azar de muertes y renuncias, que era quien mantenía un leve puente de correspondencias verbales entre Sabattini y un hombre importante: el general Eduardo Ávalos, jefe del acantonamiento de Campo de Mayo.[31]
Las reuniones radicales de esos días constituían sólo una parte de los desperezos de la oposición. Los conservadores anunciaban a mediados de abril que el Partido Demócrata sería reorganizado en todo el país y exigían una rápida convocatoria a elecciones, sin presiones fraudulentas ni candidaturas oficiales. Los socialistas, desde La Vanguardia, batían el parche incansablemente. Ya en enero, el órgano que dirigía Américo Ghioldi desde la cárcel de Villa Devoto, propugnaba la entrega del poder a la Corte Suprema de Justicia. Ahora, en pleno mes de abril, mientras la Argentina hacía una desairada antesala en la Conferencia de San Francisco, los socialistas insistían en su planteo judicialista, alentados por la actitud del alto tribunal, que en esos días había declarado inconstitucionales tres decretos del gobierno de facto; uno sobre régimen de expropiaciones y otro sobre traslado de magistrados judiciales. La Corte era ya un órgano decididamente opositor y constituía una alternativa que los adversarios del gobierno no dejaban de reservar. Los azorados ministros que en junio del 43 se apresuraron a reconocer al gobierno revolucionario reproduciendo la famosa acordada del 8 de setiembre de 1930, se sentían ahora apoyados por la creciente marea opositora: en una de las reuniones del Consejo Universitario de Buenos Aires se les tributó un voto de aplauso y La Nación y La Prensa no tardaron en dedicar sesudos editoriales a la independencia del Poder Judicial.
El planteo socialista, que por ahora se limitó a dejar caer la idea judicialista en algunas ediciones de La Vanguardia, tenía importancia porque el viejo partido de Juan B. Justo era virtualmente el animador de la oposición. El comunismo, todavía en la ilegalidad, estaba imposibilitado de exponer públicamente su pensamiento, y el radicalismo estaba demorado en su reorganización y gravemente trabado por los brotes «colaboracionistas», como malévolamente se calificaba a los radicales que apoyaban al gobierno, con una palabra que los asociaba a aquellos franceses de Laval que habían servido a los ocupantes nazis bajo el régimen de Vichy.
Eran las usinas socialistas las que alimentaban con ideas a los sectores civiles opositores, editaban el semanario político más leído, impartían directivas para las batallas universitarias y —al lado de los comunistas— se enfrentaban en terreno sindical con los núcleos que ya comenzaban a definirse como «peronistas». Para un partido como el socialista, que nunca había podido salir de la Capital Federal, la empresa acometida era bastante meritoria…
Las dificultades más arduas de los socialistas se planteaban en el ambiente gremial. Como ya se ha dicho, muchos dirigentes sindicales de origen y militancia socialista se encontraron con que sus viejas organizaciones adquirían ahora una importancia que jamás habían tenido. Ganaban los conflictos, acrecía el número de sus miembros, robustecían su estructura económica, encontraban en la Secretaría de Trabajo un apoyo total. Y en la medida que sus organizaciones iban adelante, ellos sentían que se debilitaba su vinculación espiritual y disciplinaria con el viejo partido. Las autoridades socialistas veían con angustia que sus activistas más prestigiosos se alejaban calladamente.[32] Una resolución intentó frenar la deserción; ordenaba a los dirigentes socialistas que «en sus relaciones con el gobierno de hecho impuestas por la naturaleza de sus funciones, deben limitarse al trámite ordinario de los asuntos que interesen a la respectiva organización, pero sólo en cuanto tales gestiones encuadren dentro de los límites autorizados por la Constitución y por las leyes que ha sancionado el Congreso Nacional». El remedio era peor que la enfermedad: pretendía que los dirigentes sindicales ignoraran olímpicamente toda la legislación social del gobierno de facto y mantuvieran a sus respectivos gremios en una virginal actitud de rechazo de sus beneficios. No tenemos indicios de la repercusión que tuvo esta directiva en los elencos gremiales de origen socialista: probablemente sus dirigentes se encogieron de hombros y prosiguieron trabajando en estrecho contacto con la CGT y la Secretaría de Trabajo: de otra forma serían barridos por sus propios compañeros.
Menos compleja era, en cambio, la actividad desplegada por los socialistas en el terreno de la educación. Toda una gimnasia opositora pudo desenvolverse desde marzo en adelante en los claustros universitarios y en los institutos de enseñanza superior. La gradual normalización de las universidades permitió la tumultuosa aparición de las tendencias opositoras en el estudiantado y los círculos profesorales. Aquí no surgían problemas como los que erizaban la lucha en el plano sindical; se trataba, simplemente, de barrer con los escasos bastiones nacionalistas que quedaban y hacer de las universidades otros tantos núcleos adversarios al régimen. No era una tarea difícil: los nacionalistas enquistados en el ámbito educacional estaban ya huérfanos del apoyo del gobierno, que contemporáneamente formulaba espectaculares demostraciones de aliadofilia, incautándose de las empresas alemanas y cambiando notas diplomáticas de amistoso tono con Estados Unidos, Gran Bretaña y los países americanos.
Las dos últimas fortalezas nacionalistas cayeron según una misma técnica operativa. Cuando Jordán Bruno Genta quiso inaugurar el curso en el Instituto Nacional del Profesorado, se armó un gran barullo que terminó con gritos, reparto de volantes y detención de alumnos; un retrato de Rosas, que el pintoresco rector lucía en su despacho, fue descolgado y destruido. El escándalo provocó, como era previsible, la intervención del Poder Ejecutivo, que una semana más tarde dio por defenestrado a Genta. En la Universidad de La Plata, de la que era presidente el doctor Ricardo de Labougle, se aplicó el mismo método: unos doscientos alumnos intentaron ocuparla, echaron a las autoridades y establecieron un espléndido bochinche: al día siguiente el Poder Ejecutivo intervino la casa de estudios. A fines de abril se completaba la normalización de la Universidad de Buenos Aires, con la elección del doctor Horacio Rivarola como rector.
Con esto quedaba articulado el frente opositor universitario, que por ahora quedaría limitado al ambiente profesoral y estudiantil pero pronto habría de proyectarse a todo el país. El gobierno de facto tuvo el buen sentido de no oponer resistencia en ese terreno, donde carecía totalmente de apoyo, por lo que la conquista de la importante base operativa resultó relativamente pacífica. No por eso la victoria dejó de ser muy estimulante para la oposición. En realidad, era la primera brecha que había rendido el régimen militar, después de casi dos años de montar guardia celosamente sobre todos los territorios por donde pudieran colarse sus adversarios.
Durante muchos días, las reuniones de consejos de facultades y las clases inaugurales de los profesores reincorporados a diversas casas de estudio fueron otras tantas oportunidades para enfervorizar el ambiente universitario contra el gobierno. Algunas grescas entre los muchachos de la FUBA y los de la Alianza señalaron el fin de la hegemonía nacionalista en la Universidad de Buenos Aires. Hacia fines de mayo el proceso de recuperación estaba terminado: lo que no advirtieron los eufóricos muchachos de la FUBA era que la normalización de las universidades significaba automáticamente su entrega a la añeja oligarquía profesoral…
Mayo fue un mes estimulante para la oposición. Nunca, desde 1943, habían pasado tantas cosas alentadoras en tan poco tiempo. El copamiento de las universidades, el ingreso de la Argentina a la Conferencia de San Francisco para formalizar su admisión a las Naciones Unidas y el anuncio —no muy preciso pero anuncio al fin— de que el gobierno de facto estaba dispuesto a iniciar las etapas preparatorias del retorno a la normalidad constitucional, fueron hechos que infundieron creciente osadía a la todavía desorganizada oposición.
Pero los motivos de esta nueva tónica no se originaban tanto en el país como en el exterior. Porque en mayo de 1945 sobrevino el derrumbe del III Reich. Los aliadófilos, que habían pasado por momentos tan amargos durante los últimos cinco años, podían deleitarse ahora saboreando titulares que hacían reales los sucesos que en el 40, en el 41, parecían utópicos: Mussolini colgado, Hitler muerto en circunstancias aun oscuras, el ejército alemán rindiéndose por centenares de miles, pedidos de paz, luego rendición incondicional, jerarcas nazis detenidos, las fuerzas aliadas dictando la ley del vencedor en el territorio que debió ser la sede del milenario nacional-socialista.
No fue posible impedir la explosión de entusiasmo que siguió a la rendición del Reich. Durante tres días, las más importantes ciudades argentinas fueron recorridas libremente por manifestaciones que enarbolaban banderas francesas, inglesas, norteamericanas y soviéticas. Por supuesto, estas expresiones tenían un definido e inocultable sentido antigubernamental. Fue en esos días cuando empezaron a corearse estribillos como: «Votos sí, botas no», y a cantarse: «No queremos dictadura ni gobierno militar», con música de la vieja marcha radical, que a su vez utilizaba la melodía de la itálica «Bersagliere». El gobierno no pudo menos que adherir al regocijo: declaró feriado el día en que los aliados anunciaron oficialmente la finalización de la guerra en Europa, pero denunció también un supuesto plan subversivo enmascarado en las manifestaciones populares.
No era desatinada la acusación, porque en esas jornadas la oposición hizo una activa gimnasia revolucionaria; la FUBA y la Juventud Comunista, en especial, tuvieron a su cargo la agitación y las consignas. Hubo choques con la policía en Boedo y cerca de Plaza de Mayo, con un saldo de un par de muertos y varios heridos. Pero todo esto sería apenas un prenuncio de lo que ocurriría más adelante.
La creciente osadía de la oposición se manifestaba tanto en sus propios movimientos como en las reacciones que suscitaba el progresivo aflojamiento de la máquina represiva del gobierno de facto. El 31 de mayo se firmó el decreto-ley sobre organización de los partidos políticos y justicia electoral. Era una buena ley: la redactaron tres intachables magistrados y un destacado constitucionalista[33] y la mayoría de sus disposiciones han pasado posteriormente a normas vigentes. Pero las fuerzas opositoras estaban decididas a invalidar ese instrumento. Lo consideraban peligroso en manos del gobierno militar y los dirigentes de los partidos tradicionales vislumbraban el riesgo suplementario de perder el control de sus organizaciones por la apertura obligatoria de canales que hasta entonces dominaban.
En consecuencia, el bombardeo comenzó de inmediato. El primero en atacar fue el presidente de la Cámara de Apelaciones en lo Federal, que publicó una nota personal —adecuadamente publicitada por los diarios— con objeciones al nuevo régimen. Era la voz judicial que necesitaban los partidos para atacar el estatuto. Pronto se difundieron documentos de los socialistas, radicales y conservadores rechazándolo.
Pero la sanción del estatuto tenía otras consecuencias además de la de dar pretexto a los ataques opositores. Porque su aparición inauguraba —quisiéralo o no el gobierno— la primera etapa del tempo político. De inmediato ocurrirían otros hechos cargados de significación: la libertad de unos 200 presos políticos y la derogación de medidas que impedían la aparición de algunas publicaciones y restringían la difusión de noticias. En los más distintos escenarios se iban sucediendo acontecimientos que contribuían a vigorizar el movimiento opositor: en Mendoza, a punto de exiliarse a Chile, Américo Ghioldi era instado por un personero del gobierno a permanecer en el país y al regresar a Buenos Aires se hacía cargo de la dirección de La Vanguardia en un fervoroso acto; monseñor De Andrea cumplía sus bodas de plata episcopales y el aniversario daba motivos para reuniones, discursos, crónicas periodísticas. (No podemos resistir a la tentación de reproducir los primeros versos —al menos— del poema que le dedicó en la oportunidad Manuel Mujica Lainez: «Hace veinticinco años / monseñor Miguel de Andrea / que la mitra episcopal / ceñisteis por vez primera.» Algo que no queremos llamar piedad, pero que desde luego lo es, nos veda seguir transcribiendo ese horror.) Diego Luis Molinari, tildado de «colaboracionista», intentaba dar clase en la Facultad de Ciencias Económicas y elementos de la FUBA convertían el aula en un campo de batalla; un grupo de caballeros apolíticos formaban una Junta de Exhortación Democrática[34] y formulaban impetraciones a los partidos para coordinar la lucha; en Santa Fe se efectuaban unas Jornadas Reformistas que terminaban con manifestaciones y choques con la policía… Y a mediados de junio comienza una serie de solicitadas firmadas por entidades como la Bolsa de Comercio, Cámara Argentina de Comercio, Asociación del Trabajo, Confederación Argentina del Comercio, la Industria y la Producción, Sociedad Rural Argentina, Confederación de Sociedades Rurales y otras, atacando frontalmente la política económica del gobierno.
¿Qué pasaba? ¿Qué nuevo aliento trasmutaba el anterior silencio de algunos jueces en solemnes opiniones constitucionales, la anterior reticencia de los diarios en una valentía desconocida, la indiferencia cívica de ciertos ciudadanos en urticante preocupación política? ¿Qué aliento daba vigor a esas fuerzas? Ya hemos señalado de qué manera galvanizó a la oposición el triunfo militar de los aliados en Europa. Pero desde principios de mayo había en el país una presencia nueva, de extraordinaria significación: la de Spruille Braden, embajador de los Estados Unidos.
II
En el creciente enfrentamiento de fuerzas, el gobierno de facto contaba con un hombre que, sin ser todavía un caudillo, era al menos un animador, un inspirador de estrategias. A la oposición, en cambio, le faltaba ese hombre. Tenía un conjunto de dirigentes de parejo nivel pero carecía de una individualidad que pudiera ordenar los esfuerzos dispersos.
Tal carencia fue cubierta el 21 de mayo de 1945. Ese día presentó sus credenciales el nuevo embajador de los Estados Unidos. Durante más de cuatro meses sería el conductor virtual de la oposición. Su vertiginosa actuación habría de inyectar energía a las fuerzas opositoras y aun después de su alejamiento su acción tendría decisiva proyección. El banquero Carlos Alfredo Tornquist[35] —ex director de la CHADE— habría de resumir en una carta de Braden la significación de su presencia en la Argentina: «Usted fue para todos nosotros —le escribió en vísperas de su partida— la columna vertebral de una sana reacción.»
Cuando llegó al país, Braden estaba en el cenit de su carrera diplomática. Tenía 51 años y hablaba fluidamente el español. No era un selfmade man: había heredado cuantiosos intereses en la compañía que fundó su padre, la «Braden Copper», de Chile, a la que dedicó parte de su especialidad de ingeniero. Pero tenía de los selfmade men la misma agresividad, idéntica seguridad en sí mismo y una manera arrolladora de conseguir lo que se proponía. Era un temperamento atropellador y hasta su aspecto físico tenía algo de taurino, con su maciza estatura, sus carretillas cuadradas, su testuz siempre en posición de embestir. En realidad, Braden y Perón estaban cortados por la misma tijera. Años más tarde, el ex diplomático confesó que el jefe argentino lo había impresionado profundamente y que lo consideraba muy inteligente aunque —distinguió— «en algunas ocasiones podía ser increíblemente bruto e ignorante».
Para la oposición, Braden era el aliado que desembarcaba —¡al fin!— en playas argentinas para dirigir la operación definitiva contra el nazismo vernáculo. Para los sectores que en seguida rodearon a Braden, el totalitarismo, arrasado ya en Europa, subsistía en dos países del mundo, por lo menos: Japón y la Argentina. De Japón se encargaba Mac Arthur; de la Argentina, Braden.
A poco de llegar, la oficina de Braden, a tres cuadras de la Casa Rosada, estaba constituida en virtual sede del estado mayor opositor. Años más tarde se acusó a Braden en el Senado de los EE. UU. de haber malversado fondos de la embajada para emplearlos con fines políticos. La acusación no prosperó pero, ciertamente, no había necesidad de echar mano de semejantes recursos: bastaban la presencia de Braden y su dinamismo para movilizar todas las fuerzas posibles para la gran ofensiva contra Perón.
Pero no todo estaba claro en la misión de Braden. Hay motivos para presumir fundadamente que detrás de sus invocaciones a la democracia, el representante norteamericano ocultaba también el propósito de tutelar determinados intereses y aun puede suponerse que la suerte de éstos condicionaba en gran medida la actitud de Braden frente a Perón. La posibilidad de que las líneas aéreas norteamericanas pudieran explotar comercialmente en el porvenir, el mercado interno argentino y el futuro control de las empresas alemanas y japonesas incautadas por el gobierno argentino, en virtud de la declaración de guerra, no parecen haber estado ausentes de las preocupaciones del embajador, cuyos antecedentes, en esto de mezclar diplomacia con negocios, ya eran conocidos en Buenos Aires: en 1938, como representante adjunto de los Estados Unidos en la Conferencia de Paz del Chaco, Braden maniobró de manera indisimulada para preservar los intereses de la Standard Oil, cuyos pozos lindaban con la zona en conflicto —lo que fue denunciado en su momento por voceros paraguayos—. Siete años más tarde y en el mismo escenario. Braden se esforzaba por implantar la democracia en un país cuyo gobierno, además de ser nazi, cargaba con un pecado mayor: negarse a garantizar un futuro promisorio a los business planeados para la posguerra[36]… Por de pronto, tal vez como medida precautoria, dio por no concretados los arreglos con la misión Warren de febrero y, en consecuencia, las cosas volvieron a estar como antes en materia económica.
Una serie de agasajos y banquetes proyectaban casi diariamente la maciza figura de Braden a las columnas periodísticas. Fotografías, crónicas y discursos se reiteraban con la insistencia de una campaña electoral. Pero Braden sabía que la política no se hace solamente con discursos; su experiencia en Colombia y Cuba le había enseñado que hay que mover todos los hilos para conquistar el objetivo deseado. El 1º de junio se entrevistó con Perón.[37] Fue una conversación intrascendente, en la que los dos adversarios se limitaron a hacer vagas fintas; pero en la oposición creció la sensación de que el enviado de Truman estaba convirtiéndose en vocero de las fuerzas contrarias al gobierno. Y el propio Braden corroboró esta impresión cuando difundió un insólito comunicado anunciando que un emisario de Perón[38] le había transmitido la seguridad de que, en adelante, la libertad de prensa sería escrupulosamente respetada. Era la primera vez en la historia de la Argentina que un embajador extranjero asumía el papel de protector de los derechos de sus habitantes. El gobierno tuvo que tragarse el agravio. Y la oposición se alborozó; con semejante garante parecía afirmada definitivamente la posibilidad de preparar la ofensiva con todos los recursos disponibles.
Era, desde luego, una ofensiva en serio. El objetivo óptimo era el derrocamiento del gobierno de facto mediante un golpe militar de corte democrático; el objetivo mínimo, la liquidación política de Perón y el mantenimiento tolerado de Farrell con una rápida convocatoria a elecciones; el objetivo intermedio —en mayo/junio del 45, al menos— consistía en la entrega del gobierno a la Corte Suprema de Justicia.[39] Para cualquiera de estas soluciones era previa una campaña de agitación que aislara el gobierno de facto de todo apoyo civil y presionara psicológicamente sobre los grupos militares, cuya actitud debía ser decisiva. El planteo llevaba como valor entendido una intensa acción revulsiva del embajador norteamericano, cuya representación lo tornaba invulnerable y que encarnaba en su maciza persona todo el poder de las potencias aliadas triunfantes en la guerra contra el nazifascismo.
Este plan no alcanzó a articularse formalmente pero existía de manera tácita en la mente de casi todos los dirigentes de la oposición, que por su parte habían asumido como tarea específica la misión de hilvanar un frente homogéneo de los partidos tradicionales contra el gobierno de facto. Esta vocación unionista se daba fervorosamente en el socialismo y la democracia progresista; de una manera vergonzante en el conservadurismo; agresivamente entre los comunistas, la FUBA y las entidades apolíticas como la Junta de Exhortación Democrática y otras que fueron formándose al ritmo de los acontecimientos.
Faltaba, en cambio, en la medida necesaria, dentro de la fuerza que debía ser el pivote del frente: la UCR.
Diversas motivaciones alimentaban la intransigencia[40] que esgrimían algunos sectores del radicalismo. Por un lado estaba la vieja repugnancia radical a integrar uniones con otros partidos; un rechazo atávico y temperamental que venía desde sus orígenes y hacía aparecer ese tipo de componendas como repudiables contubernios que violaban la gran tradición singularista de Alem e Yrigoyen. En este sentimiento se mezclaban muchos mirajes: desde la convicción de que el radicalismo era mayoría en el electorado y por consiguiente no precisaba del magro aporte de los restantes partidos, hasta la intuición de que el emparejamiento con la oligarquía y los comunistas podía serle fatal.
Pero también estaba un juego político cuya sutileza se quebraría si la UCR ingresaba incondicionalmente a una acción unitaria con las restantes fuerzas opositoras. Era el juego que mimaba Sabattini sobre el estrecho filo de una navaja. Se trataba de copar silenciosamente el gobierno, pero sin hacer pública esa maniobra; darle soga al ascendente barrilete de Perón hasta que se agotara cuando chocara con su propio plafond; no romper lanzas con el gobierno de facto y mucho menos con sus apoyos militares, pero sin aparecer públicamente en actitud de colaboración oficialista. Ya veremos cómo Sabattini fracasó en esta delicadísima empresa: sólo la maestría política de Frondizi, diez años después, conseguiría la hazaña de apoyar a un gobierno de facto sin aparecer apoyándolo, presionándolo hacia una salida electoral más o menos imparcial sin aparecer presionándolo y ganar una elección capitalizando los votos opositores. Era una dificilísima urdimbre la que debía tejer Sabattini desde su retiro cordobés; el riesgo de ella era que sus amigos se le fueran quedando en la tela que a su vez hilaba Perón desde el poder oficial; y que una vez allí, se encontraran demasiado cómodos para volver a emigrar hacia los fogones de Villa María.
Sean cuales fueran los argumentos proclamados o los motivos reales, lo cierto era que en las filas radicales muchos se resistían a la composición política que ya se daba en llamar Unión Democrática. La gente joven, en especial, que se había incorporado al partido durante la vigencia del gobierno militar —a un partido disuelto, clausurado y silenciado— y que en su mayoría había llegado por la vía del regreso doctrinario a Hipólito Yrigoyen, se erizaba ante semejante perspectiva. El 30 de junio se realizó en la localidad bonaerense de Nueve de Julio un banquete —modalidad política también de añeja tradición radical—. Allí se congregaron los más importantes dirigentes partidarios, por primera vez después de dos años de obligada dispersión, y en esa oportunidad se expresaron ruidosamente las diferencias que separaban al núcleo mayoritario de las corrientes intransigentes. A partir de ese momento los sectores del radicalismo que habían heredado la conducción y la máquina alvearista pusieron en marcha un operativo destinado a afirmar su control sobre la estructura partidaria.
Al producirse la revolución del 43 —recordémoslo— la UCR padecía una crisis profunda y violenta[41], cuya repercusión había dejado un tendal de desintegraciones en los organismos directivos por obra de intervenciones, impugnaciones o dimisiones, que la habían puesto en un virtual estado de acefalía. En 1945 no existían —desde el punto de vista reglamentario— autoridades partidarias: lo más aproximado a ellas era la Mesa Directiva del Comité Nacional, cuya integración estaba arrasada por fallecimientos y renuncias.
Una de las soluciones más simples y directas hubiera sido aceptar el Estatuto de los Partidos Políticos, que preveía la designación de un núcleo de promotores que tendrían a su cargo, ab ovo, la reorganización de los partidos. Pero el unionismo radical no podía correr el riesgo de dejarse ganar el comando. El Estatuto fue tildado de totalitario, como ya hemos visto, y ello posibilitó un golpe de mano interno que fue ejecutado rápida y limpiamente, favorecido por la entrega de la Casa Radical al apoderado del partido —Emilio Ravignani, unionista—, cuya sede sirvió desde entonces de cuartel general a las huestes unionistas. En ese momento, la Mesa Directiva del año 43 fue recompuesta mediante el rechazo, por ella misma, de las renuncias de sus miembros y en consecuencia entró a funcionar como única autoridad legal del partido en el orden nacional[42], fundándose en el estado de emergencia que se estaba viviendo y la necesidad de diferenciar a la UCR del «colaboracionismo» al que se habían entregado algunos radicales. Paralelamente a este «recauchutaje» —como fue calificada socarronamente la maniobra, en esos tiempos de escasez de neumáticos— el coup d’État siguió con el reconocimiento de los comités provinciales de Buenos Aires, Córdoba, Salta, Entre Ríos, Santa Fe y Mendoza, todos ellos presididos por unionistas, aunque esta circunstancia —sobre todo en Córdoba— no reflejaba en modo alguno la verdadera composición de las fuerzas internas.
De este modo, que los intransigentes debieron aceptar (faltos como estaban de organización y de una jefatura única y tildados algunos de ellos de ser proclives a un acuerdo con el oficialismo), el poder interno de la UCR quedó en manos de un organismo carente de representatividad y con amplia mayoría unionista. Es innegable que resultara prácticamente imposible proceder de otra manera, puesto que la disolución impuesta a los partidos a fines de 1943 había aparejado el secuestro de la documentación interna, padrones de afiliados, etcétera. Pero los unionistas aprovecharon la coyuntura para invalidar cualquier otra solución viable y aferrar simplemente los controles partidarios, que les otorgaba la representación externa del partido en el orden nacional.
Pocas veces se vio en la historia del radicalismo una maniobra tan mañosa, tan hábil y justificada con argumentos tan ilevantables. Desde esa fantasmagórica Mesa Directiva resucitada con pases de prestidigitación, los herederos del alvearismo comenzarían la complicada operación de desplazar a la UCR hacia la unión con las restantes fuerzas opositoras y llevar en conjunto la gran ofensiva contra el gobierno de facto hasta la máxima intensidad.
Para esta táctica, el mes de julio entraba en condiciones muy favorables. Por de pronto, los partidos políticos se sentían más seguros, más apoyados. La reunión radical de Nueve de Julio mereció un solemne editorial de La Nación: «… los partidos tradicionales han sobrevivido al decreto de disolución, pues los actos gubernativos carecen de imperio para poner término a lo que no es perecedero». Conferir el carácter de imperecedero a un partido que fuera blanco preferido de los fastidios del diario de Mitre hasta pocos años antes representaba una conmovedora solicitud. Casi tanto como la que demostraba, a propósito de la misma asamblea, el New York Times, que dramatizó la cosa de esta suerte: «Estos hombres necesitaron mucho valor para proceder así (reunirse a cenar en Nueve de Julio, F. L.). La suya es la más enérgica protesta que ha surgido hasta ahora dentro del país. Esta manifestación, sumada a la huelga de los estudiantes universitarios y a la oposición expresada ya por los grupos comerciales e industriales de Buenos Aires, que contó con la adhesión de los terratenientes (sic), revive la esperanza de que la Argentina emergerá de sus actuales dificultades convertida en una democracia mejor y más fuerte de lo que era antes.»
Durante tres días se había reunido, a fines de junio, el Consejo Nacional del Partido Socialista. Su declaración final era un vehemente llamado a la unión interpartidaria. «Proclamamos —decían los socialistas— la necesidad de transformar la conciencia de los anhelos en unión político-democrática, para salvar la legalidad y la libertad… Y destacamos la responsabilidad de los grupos reacios a la unión democrática, en cuanto su actitud facilita la prolongación del gobierno de facto y la desunión nacional prepara el terreno a soluciones contrarias a la verdadera democracia.» Y más adelante insistía: «Afirmamos que la unión democrática es el programa de la presente hora argentina; ella se impone para consolidar la democracia, afianzar la libertad y desterrar los restos del fascismo malsano que ha envenenado tantas fuentes de la actividad nacional.» De las recientes conquistas sociales, en tanto objetivos «de la presente hora argentina», nada decía el socialismo.
Un par de semanas más tarde, hacia mediados de julio, eran los conservadores los que echaban su capa al ruedo. El Partido Demócrata Nacional —decía el manifiesto de su Comité Nacional— «ocupará el puesto de lucha que le corresponde en el escenario político del país». El documento reclamaba la cesación del estado de sitio (que en realidad había sido impuesto por un conservador, el ex presidente Castillo, tres años y medio antes) y rechazaba el Estatuto de los Partidos Políticos, anunciaba que el conservadurismo lucharía por el federalismo, negaba representatividad al gobierno militar y generosamente se manifestaba «despojado de rencores contra quienes lo han combatido, anhelando contribuir a la unión de la familia argentina en la angustiosa situación en la que se debate el país». Poco después los conservadores harían su primera aparición pública en la localidad bonaerense de Mercedes, con un gran almuerzo en el que abundaron discursos y cabildeos; la mesa estuvo presidida por dos figuras cuya significación política definía todo el acto: Antonio Santamarina y Alberto Barceló.
Entretanto, en este mes de julio, abundante en manifiestos, la UCR, ya controlada por la Mesa Directiva, presidida por Oddone, y en posesión de la Casa Radical (edificio que años atrás había sido señalado por los núcleos minoritarios como construida con contribuciones de la CHADE), lanzaba su primer documento después de su rearticulación. Tenía una decidida intención antioficialista y no dejaba lugar a dudas sobre la actitud futura del partido mayoritario. «Afirma su clara postura frente al actual gobierno de facto de la Nación que se mantiene a espaldas de la voluntad del pueblo y en abierta violación de los derechos y garantías constitucionales», decía. El documento repudiaba el Estatuto de los Partidos Políticos, exigía el levantamiento del estado de sitio, la reimplantación de la libertad de prensa, la liberación de los presos políticos, el otorgamiento de garantías para el regreso de los exiliados, «la cesación de propagandas oficiales a favor de determinadas candidaturas» y la convocatoria a elecciones en fecha cierta. Señalaba el manifiesto que la UCR «es una fuerza histórica representativa de lo más puro de nuestra tradición democrática e intérprete del sentimiento mayoritario del pueblo argentino» y concluía haciendo una llamada «a las fuerzas obreras» cuyas conquistas legítimas —agregaba— no necesitan «la permanencia de gobiernos de fuerza ni la violencia de las luchas sociales». El mismo día, la Mesa Directiva suscribía una resolución decretando la expulsión de las filas partidarias de todo afiliado que fuera osado aceptar un cargo oficial.
Pero los hechos políticos no tramitaban solamente a través de los canales partidarios. Había muchos frentes de ataque armados ya contra el gobierno de facto, desde los cuales se iba avanzando hacia un progresivo cercamiento del poder.
Por ejemplo, la universidad. En julio ya estaba tan copada por los elementos democráticos, que éstos se permitían el dulce placer de tiranizar a los sospechosos de oficialismo. Así como se había impedido volver a la cátedra a Molinari, se hostilizaba a Rafael Bielsa y otros profesores. Y esta dictadura democrática a nivel universitario se institucionalizó cuando Clodomiro Zavalía propuso y consiguió hacer aprobar por el Consejo Universitario de Buenos Aires una resolución que preveía la suspensión o cesantía del personal docente que adhiriera «a ideologías o sistemas contrarios a los principios de libertad y gobierno representativo». La resolución repetía, con signo inverso, el intemperante extremismo del gobierno militar que en noviembre de 1943 había exonerado al núcleo de profesores encabezados por Houssay y prefiguraba el revanchismo universitario de rótulo libertador que se desataría casi exactamente una década más tarde. A su vez, la FUBA invitaba a todos los estudiantes a lucir una cintilla de luto en la solapa «en señal de duelo por las libertades perdidas» y oficiaba de guardia de corps de los claustros profesorales, integrados en su mayoría por los mismos que años atrás habían promovido las ofensivas contrarreformistas. Como el propio Zavalía, abogado de la CHADE, que en 1930 fue decano de la Facultad de Derecho por obra de la represión uriburista contra los estudiantes reformistas y posteriormente funcionario del gobierno de facto de Uriburu, sin que en aquella oportunidad le preocuparan mucho «los principios de libertad y gobierno representativo».
También estaba la Justicia. Avalada por la vigorización opositora, la Corte Suprema se negaba a tomar juramento a los flamantes magistrados del fuero laboral. Era una inequívoca manera de hacer saber al gobierno que la Justicia del Trabajo sería declarada inconstitucional en la primera oportunidad que se presentara. Y también un elegante mensaje a los intereses patronales, para que no se preocuparan mucho de esa innovación legal —saludada en esos días como la más importante conquista en la historia del movimiento sindical—. Y por supuesto, Braden. Después de cumplir un impresionante fixture de banquetes y actos de todo tipo, el embajador de Estados Unidos había creído llegado el momento de iniciar su campaña en el interior. Ya era Braden un factor de poder tan importante como el gobierno mismo: baste señalar que un grupo de dirigentes comunistas del gremio de la carne le hizo llegar en una oportunidad un pedido de mejoras para que el embajador gestionara su aprobación ante las empresas frigoríficas… Ahora correspondía llevar su voz a otros escenarios. El 21 de julio arribó a Santa Fe, invitado por la Universidad del Litoral, tierra amiga. En el Jockey Club, en la Universidad, un público que aprovechaba para escandir las consignas opositoras («Democracia sí, nazis no», «Militares al cuartel») se agolpó en todos los actos prestigiados por la rotunda figura del representante de Truman, quien se enteró allí de que en Buenos Aires se había efectuado un insólito acto en el Teatro Casino (del que ya hablaremos), y que las calles porteñas estaban inundadas de volantes injuriosos contra su persona arrojados por desconocidos. La guerra entre Perón y Braden ya había comenzado con las vías de hecho.
No era Braden hombre de achicarse ante esas hostilidades; al contrario, le venían como anillo al dedo dentro de su plan de agitación. Cuando llegó a Retiro, de regreso de Santa Fe, lo esperaba una verdadera multitud. No era el embajador de un país extranjero el que descendía del tren: era un verdadero líder político el que dificultosamente bajó del convoy y pasó, ovacionado por el público, dándose tiempo para declarar a los periodistas que tenía la certeza de que la campaña de injurias contra su persona era promovida por nazis refugiados en el país. Una catarata de adhesiones a Braden cayó ese día y los siguientes sobre las páginas de los diarios; la lectura de los nombres da la idea, por mitades de una Guía Social y de un «Quién es quién» para estancieros, patrones de empresa, banqueros y políticos. «Que la opinión advierta a qué límites se está llegando», señala el texto del manifiesto de adhesión a Braden, refiriéndose a los volantes. ¡Meterse con el embajador yanqui era el colmo de lo increíble, el escándalo total![43]
Lo paradójico de todo esto consiste en que la escalada opositora cobraba intensidad en la medida que el gobierno de facto aflojaba los tornillos que habían mantenido clausurada hasta entonces la caldera política. A mediados de mayo el gobierno había anunciado un plan de normalización institucional por cumplirse en varias etapas: derogación del decreto que disolvía a los partidos políticos, estatuto de los mismos y justicia electoral, confección de los padrones, «preparación electoral» y finalmente elecciones. De buena o mala gana, este plan se estaba cumpliendo. En julio los partidos habían tomado posesión de sus respectivos locales y actuaban con relativa libertad. Ya no había presos políticos —o eran muy escasos— y sólo quedaban algunos dirigentes gremiales comunistas en las cárceles. Los exiliados eran libres de volver y algunos lo hicieron, aunque los más expectables permanecían aún en Montevideo, aconsejados por sus amigos, que no deseaban dar la sensación de que el país marchaba hacia la normalidad.
Hubo más. El 1º de julio Teissaire anunció que en pocos días más se formularían importantes anuncios políticos y el gabinete se reunió varias veces para analizar la situación. Fue el presidente Farrell quien hizo la impactante declaración en la comida de camaradería de las Fuerzas Armadas realizada el día 6. «He de hacer todo cuanto esté a mi alcance para asegurar elecciones completamente libres y que ocupe la primera magistratura el que el pueblo elija.» Una ovación saludó sus palabras. Y entonces enfatizó: «Repito: el que el pueblo elija.» En el mismo discurso anunció que la convocatoria a elecciones se haría antes de fin de año y explicó que la demora se debía a la necesidad de confeccionar debidamente los padrones electorales. Los aplausos que saludaron las palabras de Farrell dieron a todos los que lo escucharon a través de la cadena de radios, la nítida sensación de que las Fuerzas Armadas anhelaban salir de una vez del régimen que ellas mismas habían creado. Y salir correctamente.
Tiempo después de este hecho —ya en febrero de 1946— se publicó un folleto titulado «¿Dónde estuvo?», firmado por «Bill de Caledonia», seudónimo que ocultaba a Perón, que tenía un perro precisamente llamado así. Allí se aseguraba que las palabras de Farrell en la comida de camaradería «le fueron sugeridas por mí», es decir, Perón. Reproduciendo supuestos fragmentos de unas «Memorias de Perón», añadía «Bill de Caledonia»:
—En efecto: la promesa de convocatoria para antes del 31 de diciembre de 1945 sin candidato oficial; que el candidato sería el que elegiría el pueblo; que el Ejército no comprometería su seriedad ni actuaría en política, como que se inaugurarían comicios absolutamente limpios, fueron sugestiones mías, que el general apuntó el 5 de julio en su despacho, a las 12.30.
Sea o no verdad, la precisión, lo cierto es que en la citada comida Perón pronunció una corta alocución que no aludió para nada a las palabras presidenciales. Se limitó a decir —después de agradecer a la recién nacida Aeronáutica el honor de haberle conferido su representación y de hacer un llamado formal a la unidad de las Fuerzas Armadas— algo que parecía un lugar común, si no fuera porque indicaba una clara alusión a las actividades de Braden:
—No pedimos al destino nada extraordinario sino que los problemas argentinos se resuelvan en la Argentina entre argentinos.
La triple repetición del nombre nacional arrancó algunos aplausos. Pero la frialdad con que se recibieron sus palabras contrastó con la explosión de entusiasmo que marcó el anuncio presidencial. Al día siguiente todos los diarios opositores —o sea todos los diarios— subrayaban la promesa de Farrell y hasta daban cabida a comentarios como el que firmaba Oscar Ivanissevich en La Nación: «El gobierno nacional, ¡Dios sea loado!, ha escuchado la voz de la República.»
O al menos, la voz de la oposición. Porque el 1º de agosto aparecieron las modificaciones al Estatuto de los Partidos Políticos, que en gran medida se ajustaban a las críticas formuladas por la oposición. Las reformas establecían ahora el reconocimiento de los partidos Unión Cívica Radical, Demócrata Nacional y Socialista, a los que se calificaba de «actuación tradicional y raigambre histórica»; restablecía el sistema de lista incompleta para las elecciones presidenciales —volviendo así al régimen de la ley Sáenz Peña, que los conservadores torcieron en 1936 para posibilitar el triunfo de los candidatos concordancistas al año siguiente—, y en general aligeraba el profuso texto legislativo anterior. Resultaba difícil criticar ahora una norma que carecía hasta de las mínimas trampas que la sutileza de abogados, jueces y políticos había denunciado anteriormente. No obstante lo cual, los partidos siguieron rechazándolo y el infaltable presidente de la Cámara de Apelaciones en lo Federal volvió a insistir en la peligrosidad del Estatuto.
Pero es que ahora todo estaba teñido de política. La Conferencia Nacional de Rectores, reunida en Buenos Aires, emitía una declaración solicitando el pronto regreso a la normalidad. Y en el teatro Casino anunciaba Alberto Anchart un show titulado «Se vienen las elecciones», donde los viejos personajes frecuentadores de la escena —política y teatral— regresaban a hacer las delicias del público: Palacios con su poncho y sus bigotes, Tamborini con su gran mechón sobre la frente, y un Perón generalmente silbado por el público…
Todo estaba teñido de política, en ese agosto del 45 cuyos primeros días acogieron, suspenso el ánimo, un acontecimiento que abriría una nueva era en el mundo: el lanzamiento de la bomba atómica sobre Hiroshima. Fue el 6 de agosto: el mismo día, exactamente, en que el nuevo ministro del Interior, J. Hortensio Quijano, anunciaba el levantamiento del estado de sitio. Y como todo estaba teñido de pasión política, Palacios, en Montevideo, al ser preguntado qué opinaba de la medida gubernativa, respondió:
—Se trata de un ardid…
Respuesta tan misteriosa como la de Luciano F. Molinas, que formuló la siguiente reflexión:
—Puede volver a regir en cualquier momento…
Claro que podía volver a implantarse en cualquier momento y con la perspectiva que dan los años asombra que no se hubiera tomado esa medida en momentos en que la oposición excedía todos los límites de la continencia política. Pese al levantamiento del estado de sitio que Castillo había implantado cuatro años antes, pese al reconocimiento del Partido Comunista y a la revocación del decreto de disolución que había pesado sobre la Federación Universitaria Argentina, las fuerzas antigubernamentales acentuaban su presión sobre el gobierno, ahora en el terreno callejero. Sus consignas no eran muy coherentes; por un lado se exigían elecciones inmediatas, sin candidaturas oficiales. Pero al mismo tiempo y desde las mismas fuentes se instaba a que el gobierno entregara el poder a la Corte. En realidad, el plan era conseguir un desplazamiento violento del poder de facto.
Desde el 9 de agosto y virtualmente hasta fin de ese mes, Buenos Aires fue una vasta manifestación callejera. Empezó el 9 con un homenaje a Sáenz Peña en Diagonal Norte y Florida, que terminó a altas horas de la noche con manifestaciones, corridas y petardos. Siguió al otro día —ahora con el pretexto de la rendición del Japón y el fin de la guerra—, con manifestaciones que recorrieron el centro y culminaron luctuosamente frente a la Subsecretaría de Informaciones del Estado —en Avenida de Mayo al 700— con la muerte de un estudiante y un empleado de comercio, ultimados, según afirmaron los opositores, por la policía. A las manifestaciones democráticas respondían los contraataques de los nacionalistas, cuya sede fue allanada por orden judicial y que —según declaraciones de Mario Amadeo— nada tuvieron que ver con los tiroteos.
Sin solución de continuidad, al otro día de la muerte de los dos jóvenes, se realizó una concentración en Plaza San Martín, supuestamente en homenaje al Libertador, organizada por la Unión Obrera local y la Junta de la Victoria: adhesión de Braden por escrito, ovacionada por el público, tiroteos en la desconcentración, ataques de los manifestantes contra conscriptos que andaban por las inmediaciones —de franco, dijo después el Ministerio de Guerra; hostilizando a los manifestantes, aseguró La Prensa—. El 17 de agosto la colectividad norteamericana realizó un acto en el teatro Ópera, para celebrar el fin de la guerra. Braden pronunció una arenga casi subversiva:
—Cualquier ataque, por pequeño que sea, a los derechos del hombre, debe ser inmediatamente rechazado… Dondequiera y cuando quiera que los derechos y libertades sean amenazados, habremos de salir a defenderlos… Un mundo que respete y defienda los derechos del hombre bajo la democracia no puede seguir tolerando que existan gobiernos cuya norma es la violencia y que humillan al hombre bajo la dictadura. Para asegurar la paz en el mundo, nosotros, las democracias victoriosas, debemos establecer ¡y estableceremos! la única soberanía legítima: ¡la inviolable soberanía del pueblo!
Al otro día, el escenario de los tumultos se trasladaba al foro de la oligarquía terrateniente: la Sociedad Rural. Por primera vez desde la inauguración de la tradicional fiesta del campo, no asistió al acto ninguna autoridad oficial: Perón, en ejercicio del Poder Ejecutivo por ausencia del presidente Farrell, que estaba en Paraguay, no fue ni se excusó. Sabía lo que le esperaba allí. Y el ministro de Agricultura se enfermó. Estas ausencias no hicieron más que excitar aún más la rechifla que se había preparado. Las consignas se vocearon entusiastamente por la elegante concurrencia:
—¡Los caballos al cuartel!
Me refiero al coronel.
¡Y las mulas al corral!
Me refiero al general
(con perdón del animal).
Cuando desfiló frente a la tribuna un artefacto de artillería arrastrado por caballos de tiro conducidos por un par de asombrados soldaditos, toda la furia antimilitarista de los asistentes a la Rural estalló en una silbatina ensordecedora. La concurrencia ya había tenido su cuota de palabras opositoras con el discurso del presidente de la entidad, José María Bustillo, ex diputado conservador. Fue una tarde de piedra libre contra el gobierno. Jóvenes oficiales de caballería[44] se habían negado a participar en las competiciones de salto y acusaron a las autoridades de la Rural de haber preparado las demostraciones contra el Ejército. Éstas respondieron afirmando que «… el patriotismo en la República Argentina no es privilegio de los profesionales armados; el paisano que cultiva la tierra y el hombre civil en general ama a la patria sobre todas las cosas y es tan celoso guardián de su soberanía como el que más y está siempre dispuesto a defenderla».
El mismo día de la Rural, la FUBA declaraba la huelga por una semana, en señal de protesta por la violencia policial, y a esta decisión se sumaban espontáneamente los alumnos de numerosos colegios secundarios, apoyados por algunos profesores, que fueron de inmediato exonerados. Y al día siguiente los tumultos se instalaban en un foro menos campestre que la Rural: el Palacio de Justicia, donde se reclamó la entrega del gobierno a la Corte, mientras los miembros del alto organismo, inocentemente, se encontraban en su despacho trabajando en el habitual acuerdo.
Casi veinte días de disturbios callejeros. La FUBA y la juventud comunista eran animadores infatigables de esta gimnasia revolucionaria, que tenía por marco un núcleo de veinte manzanas de Buenos Aires, pero cuya repercusión era convenientemente promovida por todos los diarios, las agencias noticiosas y las declaraciones de las agrupaciones democráticas que empezaban a constituirse: de médicos, de abogados, de ingenieros. El levantamiento del estado de sitio había sido un reventón de calderas: todos los que durante dos años habían tenido que callar, se daban el gusto de vociferar a pulmón lleno por las calles de Buenos Aires. Pero no se gritaba siempre lo que se quería. Los activistas imponían las consignas que debían vocearse:
—¡Radicales, socialistas, comunistas, unidad!
O también:
—¡La unidad nacional al fascismo aplastará!
Las manifestaciones solían tener puntos obligados de visita: La Prensa, Crítica, La Razón, con estación final en La Vanguardia. Los democráticos, para aplaudir. Los nacionalistas, para romperles los vidrios. Y había también víctimas obligadas: los conscriptos sueltos. Fueron días de jolgorio. Los estudiantes y alumnos de secundaria recorrían las calles desde la mañana, gozando el buen sol de ese benévolo invierno, concentrándose y desconcentrándose, jugando al vigilante-ladrón con la policía, mimando el gesto y la actitud de Paul Muni en Contraataque o de Humphrey Bogart en Casablanca y viendo teutones de la Gestapo en los más morochos agentes de la Brigada de Seguridad.
Palos, gritos, tiros en Buenos Aires. Y también muertos. Dos muertos, más de un centenar de heridos. El gobierno de facto, por primera vez, parecía indeciso. Perón se limitó a barbotar algunas amenazas ante los periodistas. Quijano reflexionó:
—¿Para esto querían que se levantara el estado de sitio?
En estos días de agosto, mientras los japoneses iban a Manila a firmar ante Mac Arthur el acta de rendición del Imperio del Sol Naciente, la oposición dominaba en Buenos Aires y en las calles de Córdoba, Rosario, Tucumán, Santa Fe, La Plata. Parecía que la batalla se iba a ganar sobre el asfalto. Pero las batallas políticas se ganan y se pierden en locales cerrados; frente a mesas, conversando pacíficamente. Y la oposición empezó a cerrar su cerco el 20 de agosto, en la Casa Radical, cuando los miembros de la Junta de Coordinación Democrática[45] visitaron oficialmente a la Mesa Directiva de la UCR para invitarla a unirse a los restantes partidos políticos a fin de exigir al gobierno de facto la entrega del poder a la Corte Suprema de Justicia. La unidad de los partidos estaba virtualmente resuelta y la Mesa Directiva de la UCR, presionada por un público gritón y barullero que copaba diariamente las instalaciones de la Casa Radical, no podía demorar su decisión. No bastaron para detenerla el violento manifiesto que publicó el Movimiento de Intransigencia y Renovación de la Capital Federal rechazando «una reorganización manufacturada por entreguistas» ni el telegrama que envió Amadeo Sabattini encareciendo «no cometer el gravísimo error de abandonar la intransigencia». Agregaba el dirigente cordobés que «solos y unidos fraternalmente los radicales debemos organizarnos democráticamente y con premura para de inmediato dar solución nacional a la que atentan el frente popular, el gobierno de facto y los intereses extranjeros que actúan en forma por demás denigrante».
Todo fue inútil: el 28 de agosto la Mesa Directiva de la UCR resolvió aceptar «una acción armónica con los partidos democráticos —en los hechos y en los principios—, las agrupaciones independientes, organizaciones obreras, profesionales y culturales, federaciones estudiantiles, comerciantes, ganaderos y agricultores, empleados, etcétera, que tienda exclusivamente a conseguir la inmediata normalización institucional». Se aclaraba que esa acción se realizaría «sin que sufra desmedro alguno la independencia y autonomía del partido ni su estructura, organización y dirección interna». En los puntos anteriores se hacía una violenta tirada contra los gobiernos del fraude: era la concesión retórica para Sabattini y los intransigentes. También se señalaba que «el radicalismo es contrario a toda clase de alianzas o pactos de carácter electoral». Esta precisión, aunque aparentemente también dirigida a tranquilizar a los intransigentes, en realidad estaba dedicada a la máquina interna, asegurando a sus dirigentes que no habría listas compartidas de candidatos y que el «partido mayoritario» ubicaría a sus hombres en los futuros equipos oficiales sin repartir los puestos con otras fuerzas.
Pero la ambigüedad de la resolución no dejó de irritar a los unionistas: semanas más tarde, en una asamblea partidaria realizada en Cosquín, el presidente de la Mesa Directiva no pudo usar de la palabra. Grupos organizados —después se denunciaría la presencia de comunistas en la asamblea radical— corearon gritos de unidad y obligaron a Oddone a abandonar la tribuna. En ese mismo acto, el joven dirigente Mario Roberto había acusado a Braden de ser «el verdadero coordinador de la unidad democrática».
La alusión de Sabattini a «los intereses extranjeros que actúan en forma por demás denigrante» se refería, por supuesto, a la actividad de Braden, que culminaba por esos días. El 25 de agosto los cables de Washington anunciaban la designación del movedizo embajador en un puesto clave de la diplomacia norteamericana. Por renuncia de Nelson Rockefeller —al que se le había atribuido excesiva blandura en el tratamiento del «caso argentino»— se haría cargo Braden de la secretaría adjunta del Departamento de Estado. La designación permitía una salida decorosa al hombre que en tres meses se había convertido en el virtual jefe de la oposición y cuya mera presencia era ya un factor de irritación agudísimo; y al mismo tiempo lo colocaba en la conducción de la política latinoamericana del Departamento de Estado. No podía haber sido peor la noticia para el gobierno de facto. Acaso en ese momento Perón empezó a perder la cabeza. Pues, indudablemente, eran muy amenazantes las declaraciones que inmediatamente formuló Braden a los periodistas, a quienes recibió en la cama por estar enfermo.
—Alguna vez se aseguró que mi política resultaba marcadamente personal —dijo—. No es así. No hice, no hago ni haré nada que no corresponda al rumbo de mi patria. De ahí que pueda adelantarles que mi política no variará en lo más mínimo cuando me halle en Washington y que, antes bien, podré acentuarla debido a que contaré con mayores posibilidades de hacerlo…
Estas declaraciones y la breve y malhumorada de Truman —«me desagrada la situación argentina»— eran otros tantos golpes sobre el tambaleante gobierno de facto. A ellos debían sumarse los hechos políticos que sucedían ininterrumpidamente en estos últimos días de agosto: las múltiples declaraciones de solidaridad con los cuarenta profesores de enseñanza media exonerados por haber adherido a la huelga estudiantil; el regreso de los exiliados en Montevideo[46]; el pedido de los rectores de las universidades al Poder Ejecutivo para que las futuras elecciones fueran presididas por el presidente de la Corte Suprema y la presentación judicial de profesores de la Universidad Nacional del Litoral para que el alto tribunal se hiciera cargo del gobierno por razón de acefalía, el acto realizado por la UCR en Plaza del Congreso el 29 de agosto, primera reunión política importante después de la revolución de 1943, que contó con una apreciable concurrencia y terminó con corridas, gases lacrimógenos y desórdenes.
Pero todavía el mes de agosto reservaba al gobierno de facto una última bofetada, una afrenta final: la despedida que brindaron a Braden unas 600 personas en el Plaza Hotel. Seguro de su triunfo, listo para dar al régimen militar de la Argentina el golpe de remate desde su nuevo puesto en Washington, el embajador norteamericano se desbordó en uno de los discursos más agresivos e insolentes[47] que haya pronunciado jamás un diplomático en país alguno. Es de suponer que los gobernantes argentinos aguantaron ese último chubasco con la resignación del que debe sufrir la postrera humillación, la cachetada final, como precio del alejamiento del agresor… Pero el embajador promovido todavía se quedaría una veintena de días más en el país, siguiendo atentamente un proceso que aceleraba su ritmo día a día. Y sólo habría de partir después de tener la evidencia de que los días del gobierno de facto estaban contados.
Y aparentemente estaban contados nomás. Parecía imposible que ningún gobierno pudiera resistir los ataques que desde tan diversos flancos se le llevaban. Ahora la tónica tumultuosa de la acción desplegada por la oposición durante el mes de agosto se convertía en algo más contenido pero de mayor repercusión sobre los destinatarios finales de su estrategia: las Fuerzas Armadas. La Corte Suprema seguía demostrando su inédita independencia: en los primeros días de setiembre anuló sentencias de la justicia militar contra supuestos conspiradores y dispuso la libertad de los seis militares retirados que estaban detenidos desde el mes de abril. Y la actitud de la Corte era imitada por otros jueces: ahora era fácil disparar sobre el gobierno. Uno de ellos resolvió que no había desacato en el hecho de escupir en la puerta de la casa de Perón…[48]
Pero el alto tribunal no se animó a acoger favorablemente la petición formulada por la Universidad del Litoral: hacerse cargo del gobierno parecía algo un tanto exagerado…
Sin embargo, la asunción del poder por el presidente de la Corte Suprema era una fórmula que estaba prosperando. Palacios la expuso concretamente en el acto que los socialistas realizaron frente a la Casa del Pueblo en honor de los exiliados recién llegados: «Desde esta alta tribuna —dijo— pido fervorosamente al hombre que asume la terrible responsabilidad de dirigir los destinos de la Nación, que entregue el gobierno a la Corte Suprema, para que vuelva al pueblo». En el mismo acto Américo Ghioldi anunció que «la desobediencia civil se ha iniciado». Una semana más tarde, la Federación de Colegios de Abogados precisaba la necesidad de que asumiera «el ejercicio del gobierno el presidente de la Corte Suprema».
En la dirección opositora surgió entonces una brillante idea: efectuar una magna concentración cívica. No se trataba ahora de salir a la calle a tontas y a locas, a hacerse apalear por la policía, con el pretexto de la rendición de Japón o de homenajear a Sáenz Peña. Un acto grande, serio, con autorización policial; algo que fuera la despedida multitudinaria a Braden, que demoraba día a día su partida para llevarse la prueba incontestable de que el pueblo argentino repudiaba la «dictadura nazifascista». Era exactamente el momento de intentar esa manifestación. Había ya una experiencia de calle muy valiosa: los primeros días de setiembre habían llevado las manifestaciones al interior, y en Córdoba, La Plata, Rosario, Santa Fe y Paraná los partidos opositores habían realizado actos entusiastas. En Buenos Aires, el Partido Comunista hizo su primera concentración pública después de años de clandestinidad, en el Luna Park; un acto alucinante en donde se hicieron presentes conservadores egregios como Antonio Santamarina, Alejandro Ceballos y José Castells, el gobernador justista del Chaco que —como recuerda J. J. Real— reprimió violentamente la huelga de los cultivadores de algodón. Un acto admirablemente organizado, con bonitas chicas haciendo colectas y los retratos de Stalin, Churchill y Roosevelt con la leyenda: «Contra el fascismo, sigamos su ejemplo», en el cual el comunismo vernáculo piropeó al conservadurismo con estas galanterías, dichas por Rodolfo Ghioldi: «Saludamos la reorganización del Partido Conservador, operada en oposición a la dictadura, que, sin desmedro de sus tradiciones sociales, se apresta al abrazo de la unidad nacional y que en las horas sombrías y en el terror carcelario mantuvo en la persona de don Antonio Santamarina una envidiable conducta de dignidad civil.»
Era el momento de intentar una concentración monstruo. No fue fácil conseguir la autorización oficial. El ministro del Interior, zorro viejo, olfateaba que el éxito de la Marcha de la Constitución y la Libertad —así se denominó a la proyectada concentración— podría ser un golpe decisivo contra el gobierno de facto y su ya virtual candidato. Pero la situación internacional de la Argentina había vuelto a agravarse: la renuncia de Rockefeller, la declaración de Truman, la designación de Braden ensombrecían el panorama internacional, pese a los esfuerzos del nuevo canciller —el radical Juan I. Cooke—, que publicó una larga declaración para demostrar las medidas adoptadas contra las personas y bienes de japoneses y alemanes y que purgó el servicio exterior de los funcionarios que habían sido servidores demasiado entusiastas del gobierno de facto. Por otra parte, el estado de sitio había sido levantado, las autoridades insistían en que había total libertad. El gobierno de facto no podía darse el lujo de prohibir la Marcha.
Después de algunas vacilaciones se autorizó la concentración. El acto se haría el 19 de setiembre; se iniciaría en Plaza del Congreso y la manifestación podría marchar por Callao hasta Plaza Francia. No habría oradores.
En seguida que se formalizó la autorización empezaron a llover adhesiones sobre la Marcha. Entidades gremiales y profesionales, todos los partidos políticos opositores y hasta el minúsculo Partido Popular, de orientación demócrata cristiana, hicieron pública su invitación a participar de ella. Y, por supuesto, la Sociedad Rural, la Bolsa de Comercio y la Asamblea Permanente del Comercio, la Producción y la Industria. Los diarios empezaron a publicar grandes avisos exhortando a concurrir. Las adhesiones llenaban columnas enteras. El 19 sería una prueba decisiva.
La víspera de la Marcha, Palacios se hizo cargo de su cátedra en la Facultad de Ciencias Económicas. Una enorme concurrencia se agolpó en el aula y colmó las instalaciones de la Facultad. Siempre mimado y bienquerido por la oligarquía, su auditorio era muy diferente al que, cuarenta años atrás, lo aclamara en La Boca como candidato a diputado. Palacios habló, naturalmente, de la juventud, de América y de los ideales. Pero el final de su discurso fue muy concreto. Se refirió a la acordada con que la Corte Suprema había reconocido al gobierno de facto surgido en 1943. Y dijo:
—La situación del país obligará pronto a la Corte Suprema a derogar la acordada y al presidente de ese tribunal a determinarse por sí mismo a cumplir la ley de acefalía.
Y agregó otro augurio:
—Mañana se realizará la Marcha de la Constitución y la Libertad. Centenares de miles de argentinos exigirán el retorno a la norma jurídica. Y si el gobierno no comprende que toda la Nación lo repudia, vendrá la desobediencia civil. Nos negaremos a pagar impuestos y afirmaremos que los empréstitos no serán reconocidos por el futuro gobierno. Las fábricas se cerrarán, se paralizarán todas las actividades del país. ¡El clamor del pueblo ensordecerá los oídos de los hombres pequeños de la dictadura! ¡Salvaremos así la dignidad de Argentina y el prestigio del Ejército!
Las palabras de Palacios eran muy significativas. No por el escape subconsciente de la mentalidad patronal que revelaban (¿quiénes cierran las fábricas sino los patrones? ¿quiénes pagan los impuestos sino los pudientes?), ni tampoco por la desactualización que evidenciaba en materia financiera el viejo maestro (¿qué empréstitos si a la Argentina le debían más de 2.000 millones de dólares Gran Bretaña y Estados Unidos?), sino por la repentina preocupación demostrada en torno a la salvación del prestigio del Ejército. Palacios tuvo siempre una obsesión antimilitarista, tal vez más acentuada que la que alimentaban los socialistas en general. Despreciaba a los militares y se reía de ellos. Sus insólitas palabras, en vísperas de la demostración opositora, probaban claramente que la Marcha tenía dos destinatarios: uno, el flamante secretario adjunto del Departamento de Estado, Spruille Braden, que regresaría a su país dos días después. El otro, los militares que conspiraban dentro del Ejército para derrocar al gobierno.
Y así las cosas, todo el país se aprestó a ver lo que ocurría en Buenos Aires el 19 de setiembre de 1945, entre Plaza del Congreso y Plaza Francia.
Si el mes de julio había sido, para la actividad opositora, el tiempo de los manifiestos y las primeras fintas, los dos siguientes acreditarían la toma de posiciones en la calle. La oposición ganó el asfalto y lo hizo agresivamente, sin temor a las hostilidades aliancistas ni a la malquerencia policial. Merecía la pena el esfuerzo porque las manifestaciones callejeras tendían a crear un estado de agitación que podía acentuar en las Fuerzas Armadas la sorda oposición ya existente contra Perón. Y además, existía la posibilidad de que el gobierno de facto respondiera desatinadamente a la provocación opositora y cayera en actos represivos que, a esa altura del proceso, el país ya no podía tolerar.
Pero la toma de la calle tenía también otras intenciones, aparte de la excelente gimnasia revolucionaria que suponía. En primer lugar, el espectáculo de la fuerza opositora estaba dirigido a congelar la corriente «colaboracionista» del radicalismo, que había sido estimulada desde principios de agosto por la designación de Quijano como ministro del Interior; la exhibición de potencia opositora evidenciaba a los eventuales «colaboracionistas» que era mal negocio vincularse con un gobierno que ya estaba prácticamente contra las cuerdas. Además, respaldaba a las autoridades de la UCR en la decisión formal de aceptar la coordinación con los restantes partidos, demostrando que las fuerzas democráticas en conjunto eran capaces de vertebrar una lucha concreta y decisiva. Y, en fin, también servía para demostrar en el exterior que el régimen de Farrell y Perón estaba entrando en agonía.
La estrategia urdida en las usinas opositoras era excelente. Quince años atrás, algo muy parecido había conseguido voltear al gobierno de Yrigoyen, en fechas casi idénticas a estas del 45: rechifla en la Rural, disturbios callejeros, manifestaciones estudiantiles, muertos, declaraciones democráticas y, finalmente, el consabido paseo militar desde Campo de Mayo hasta Plaza de Mayo… Era una buena estrategia y algunos de los que la ejecutaban en 1945 no hacían más que repetir lo ya hecho por ellos en 1930. Pero ahora el gobierno de facto no estaba dispuesto a protagonizar el proceso padecido por Yrigoyen. Y por otra parte, la ejecución de la estrategia opositora demostró aspectos negativos que más adelante adquirirían gran trascendencia. Pues en las manifestaciones populares de la oposición no se pudieron controlar algunos sentimientos que sus huestes vivían intensamente. En primer lugar, su desbordado antimilitarismo.
Resultaba incongruente que la oposición apelara a las Fuerzas Armadas para llevarlas al derrocamiento del gobierno si, al mismo tiempo, no podía ocultar su odio contra las instituciones castrenses y sus hombres, de general a conscripto. Por otra parte, las protestas callejeras, que teóricamente estaban dirigidas a exigir elecciones prontas y limpias, no podían disimular su contenido clasista, patronal, antipopular: oligárquico, en suma, aunque naturalmente no fueran oligarcas la mayoría de los participantes. Pero tanto los tipos humanos que llenaban las vocingleras columnas como los vivas y mueras que lanzaban, traducían un amargo resentimiento de las clases media y alta contra ese advenedizo que se había atrevido a operar teniendo como base dos sectores aborrecidos: los «milicos» y la «chusma».
Además, en esos días quedó evidenciada a cara abierta, sin ningún pudor, la función directiva que ejercía el embajador de Estados Unidos en la actividad opositora. Hasta mediados de julio la acción de Braden se disimulaba en un silencio cómplice dentro de las filas democráticas; a partir de su gira a Santa Fe su función animadora adquirió una indisimulada publicidad. Nadie podía negar que Braden era el promotor principal de la acción opositora, pero algún rezongo de un pequeño sector de la FUA y el desapego cada vez más agrio del sector intransigente de la UCR fueron, dentro del frente opositor, los únicos signos de rechazo de una intromisión «por demás denigrante», como había dicho Sabattini.
Guillermo Solveyra Casares —jefe, por entonces, de una especie de servicio de información oficial— asegura que se tomaron fotografías de reuniones secretas en las que aparecía Braden con todo el estado mayor de la oposición, y que los contactos del embajador con los comunistas se hacían a través de un capitán Durán, republicano español que servía en la Embajada como secretario particular de Braden.
Otra grave falla en la mentalidad opositora era la radicación de sus sentimientos en un marco ajeno a la realidad argentina. Preponderaba en sus huestes la visión deformada de un Adolfo Lanús o un Silvano Santander, que descubrían todos los días un espía nazi; o la sensibilidad alienada de una Victoria Ocampo o un Jorge Luis Borges, que sufrían los infortunios franceses con más intensidad que los del país propio; o las valoraciones de un Victorio Codovilla o un Rodolfo Ghioldi, que todo lo enjuiciaban en función de un modelo «democracia versus nazismo», al estilo europeo. A medida que se intensificaba la acción, estos enfoques se transferían a la mayoría de las fuerzas opositoras y eran asumidos como esquemas políticos infalibles.
La mayor parte de los dirigentes opositores veían en Perón a un nuevo Hitler y calcaban todo lo que pasaba en el país sobre el ejemplo nazi. Y si bien este tipo de diagnóstico simplificaba las consignas y dramatizaba la lucha contra «la dictadura nazifascista», también llevaba inevitablemente a tácticas equivocadas y sobre todo a una drasticidad en la acción política que excluía todo matiz. Pues, ¿cómo pactar con el nazismo? ¿Qué otra actitud podía tenerse con los adversarios sino la pelea frontal hasta su aniquilación? Rendición incondicional: como en Europa, como en Extremo Oriente. Era la única estrategia que había dado resultado en la guerra y no había por qué modificarla si lo que aquí ocurría era una repetición de la cruzada democrática contra el nazismo. Lo había dicho muy claramente Braden, a mediados de setiembre: «La guerra no ha terminado… Lucharemos contra el Mal donde quiera aparezca…» ¿Se podría pensar en los compatriotas que apoyaban o toleraban al régimen militar en términos más suaves que los requeridos para juzgar la alta traición? Justamente en esos días se condenaba en Francia a la última pena a Petain y Laval. ¿Qué menos que el fusilamiento merecían Quijano, Antille, Cooke, Borlenghi? Esta irreductibilidad sería la trampa que un mes más tarde impediría a la oposición tomar el poder.
Quienes más habían contribuido a conformar esta mentalidad eran los sectores opositores independientes y los comunistas. Los independientes eran los apolíticos de siempre: personajes que durante la mayor parte de su vida se habían sentido demasiado puros para meterse en política y ahora llegaban, impolutos y solemnes, a indicar el camino de la salida nacional. Los diarios de la época están llenos de sus nombres: figurones que no habían sentido frente al fraude, la violencia y la corrupción de la época anterior, el sagrado fervor que ahora los llevaba a integrar juntas de coordinación democrática, agrupaciones de profesionales democráticos, organizaciones de recuperación democrática… A falta de una trayectoria personal que los justificara —o para hacerla olvidar, en otros casos— estos próceres independientes insistían en sentirse héroes de la resistencia antinazi, radicalizando los términos de la lucha para hacer más meritoria, más heroica, su actuación contemporánea. Fueron los primeros en rodear a Braden, los primeros en presionar para la confección de una unión de partidos, los primeros en rotular de «colaboracionistas» a los radicales que no coincidían con la unión interpartidaria. Eran las señoras histéricas y los jovencitos de buena familia que se dolían del ensoberbecimiento de la chusma y lamentaban el analfabetismo de los militares. Estos independientes impusieron a la oposición su propia tónica y deformaron gravemente la mentalidad y el sentido de la lucha contra el gobierno de facto.
Pero también los comunistas fueron responsables en gran medida de esta deformación. Ellos volvían al escenario político después de un período de clandestinidad y persecución que no consiguió otra cosa que reforzar su estructura y rodearlos de un romántico halo de martirio y una envidiable leyenda de invencibilidad. Estaban de moda. En esos momentos el comunismo pasaba por su hora más gloriosa en todo el mundo. En la Conferencia de Potsdam —realizada en agosto de 1945 por los Tres Grandes— se habían ratificado los pactos firmados durante la guerra por Churchill, Stalin y Roosevelt: todavía duraba el idilio tejido bajo la agresión nazi, y la «guerra fría» era un término no inventado aún. Los comunistas participaban de los gobiernos de coalición en los países liberados del nazismo y el fascismo. En la Argentina, la lógica aspiración del PC era cobrar en botín de poder —siquiera compartido— la deuda que la democracia tendría que reconocerle cuando cayera «la dictadura nazifascista». Los comunistas fueron el coqueluche, los niños mimados de la saison política de ese invierno. Todas las consignas, los lemas y los argumentos manejados por la oposición se originaron en las oficinas del PC. Y a medida que se articulara la campaña electoral, habrían de ser los comunistas —como hasta setiembre lo fuera Braden— los auténticos coordinadores e inspiradores de la lucha opositora. Ellos también deformaron la visión, el lenguaje y las técnicas políticas opositoras; pero al menos tenían el justificativo de que se limitaban a aplicar el arsenal dialéctico y operativo, cuyo manejo había arrojado tan buenos resultados en el resto del mundo.
Pero pongamos las cosas en su justo lugar. La enorme mayoría de los que andaban en esas jornadas cuerpeando los sablazos del Escuadrón de Seguridad y coreando consignas opositoras, no tenía la menor idea de ser manejada por intereses ajenos a sus propias motivaciones. Esos argentinos estaban simplemente hartos de un régimen que había pasado por toda suerte de contradicciones y en cada vuelta del camino había dejado jirones de su inicial popularidad. Ahora explotaban —peligrosamente para el gobierno— todas las sandeces cometidas por el oficialismo durante dos años de marchas y contramarchas. Las represiones inútiles, los agravios contra personalidades opositoras, las palabras vacías con que se habían engolosinado tantos aprendices de gobernantes, las contradicciones y zonceras oficiales, la falta de libertad, dolorosamente sentida por un pueblo acostumbrado hasta entonces a hablar libremente, todos esos antecedentes, lanzados a la superficie por la explosión que siguió al levantamiento del estado de sitio, eran otras tantas causas para el encono opositor.
Había motivos éticos y políticos muy legítimos dentro de la oposición al gobierno de facto. La lucha de los partidos tradicionales retomaba la acción antifascista que durante la década del 30 habían librado los hombres más esclarecidos del país, cuyas últimas consecuencias alcanzaban al enfrentamiento con los gobiernos del fraude. Todo hacía presumir que Perón acariciaba una vocación totalitaria, y quienes se le oponían encaraban esta lucha como la última y decisiva etapa de una acción que había empezado contra los pitucos de la Legión Cívica y las organizaciones parafascistas de Uriburu y Justo. No es fácil reconstruir ahora la intensidad de la lucha que debió llevarse en esos años contra las aberraciones políticas e ideológicas que florecieron en la Argentina, en correspondencia con la prosperidad de los regímenes autoritarios de Italia, Alemania y España. En esos años, muchos de los esfuerzos de la mejor gente —de Lisandro de la Torre para adelante— debieron destinarse a la lucha antifascista, corriendo el grave riesgo de trasladar fuera del país el centro de gravedad ideológica de la lucha contra el régimen.
Como en todo movimiento cívico de envergadura, altos motivos y factores mezquinos operaban por igual en la movilización que poco después se llamaría Unión Democrática. Si los estudiantes de la FUA se lanzaban a la calle para vengarse del oscurantismo medieval con que los habían afrentado los interventores nacionalistas del 43/44, no pocos de los profesores que actuaban a su lado pretendían, básicamente, volver a hacer de la Universidad un dominio cerrado para sus propios privilegios y una base de lanzamiento personal. Si muchos sindicalistas trataban de defender a los gremios de ser absorbidos por Perón y su sistema de dádivas, no faltaban empresarios y estancieros que los alentaban oscuramente a la lucha con la esperanza de anular las conquistas sociales y retornar al estado paternalista anterior a 1943. Si en muchos opositores alentaba una sincera ansiedad de fundar un régimen democrático, retomando un proceso histórico interrumpido en 1930, en otros existía un revanchismo contra sectores sociales marginados hasta entonces y que ahora cobraban conciencia de su importancia política y la expresaban agresivamente.
En la política, como en la vida, el idealismo y la venalidad se encuentran misturados de una manera muy estrecha. Los dos bandos que se enfrentaban en el 45 ofrecen al estudioso elementos de ambos orígenes y es inútil tratar de evaluar si prevalecía lo grande o lo mezquino en cada frente de lucha. En ese momento lo importante era la imagen que cada fracción lograría imponer a la opinión pública en el instante decisivo. En agosto de 1945 todavía no había imágenes definidas: sólo borradores, esbozos, mapas fragmentarios que debían completarse en el espíritu de los argentinos, cada cual a su modo, a medida que la lucha política obligara a efectuar movimientos tácticos a cada fracción.
Perón, con su populismo y sus consignas nacionalistas, capitalizaba sentimientos muy metidos en el alma argentina. La oposición, con su clamor por la democracia, afirmaba una línea ideológica muy respetable. Pero había en Perón una inescrupulosidad operativa que lo tornaba desconfiable a vastos sectores. Y sus opositores cargaban con un pesado hándicap patronal y oligárquico suscitante de rechazos insuperables, que las ayudas de Braden acentuaban.
Todo estaba listo para la crisis que necesariamente debía romper el relativo equilibrio de fuerzas existente, ya muy definido a mediados de setiembre. Por un lado, Perón con todo el poder del Estado y un supuesto apoyo popular, todavía no evidenciado. Por el otro, la oposición con toda la prensa a su servicio, las universidades, las fuerzas empresariales, los partidos políticos y algunos sindicatos todavía manejados por socialistas o comunistas. Algo tenía que ocurrir —y pronto— para descongestionar y dar fluidez a ese virtual empate, para dinamizar un proceso cuyo mayor peligro radicaba en quedarse detenido en el plano político, porque la única salida hubiera sido, entonces, una guerra civil de signo social.
Yrigoyenistas perros: eso éramos. Nuestro Corán era El pensamiento escrito de Yrigoyen, de Gabriel del Mazo, y Amadeo Sabattini era nuestro profeta. Nos fascinaba la limpia trayectoria de don Hipólito, su intransigencia y su misterio. El 3 de julio fuimos, apenas abrieron la Recoleta, a rendirle homenaje, como si fuera un padre muerto hace unos días; después nos enteramos de que los forjistas de Jauretche y los muchachos del Comité Nacional se habían trompeado al lado mismo del mausoleo.
Solíamos andar por la Casa Radical como perdidos, entre bolches y unionistas, que nos miraban con lástima o con bronca. Instintivamente sabíamos que en la lucha contra la dictadura caminábamos en malas compañías. Y entonces nos íbamos al «Pepe Arias» o al «Mare Nostrum» a hablar mal de los figurones y a lamentar que Pueyrredón se estuviera muriendo. A veces nos dejábamos arrastrar por las manifestaciones. Tomábamos una manifestación que nos dejaba en Florida y Corrientes y después nos embarcábamos en otra para descender en la Facultad… Volvíamos roncos y felices de habernos desahogado. Pero (muy en el fondo) algo nos decía que las chicas que habían ido del brazo con nosotros por un cuarto de hora, desatadas y audaces, los caballeros de rostros enrojecidos por el placer de putear a Perón, los niños bien que habíamos descubierto entre la multitud, no eran precisamente el pueblo que buscábamos. Faltaban curdas; sobraban voces que sabían cantar La Marsellesa demasiado correctamente.
Me acuerdo de ese 29 de agosto. Recorríamos con Boris todas las mercerías del barrio buscando boinas blancas para ir al acto radical. Encontramos dos después de una larga peregrinación. Con aire de lecheros fuimos a Plaza del Congreso y nos metimos entre la gente. Había un cartelón: «Movimiento de Intransigencia y Renovación». Nos abrimos paso hacia allí y coreamos «Yrigoyen» y también «Intransigencia» mientras la tarde se iba acostando y la gente se calentaba con los discursos. Cuando salimos en manifestación por Callao, la policía montada se nos vino encima a la altura de Corrientes. En el desparramo alcancé a agarrar una bandera que alguien había tirado para poder correr. Dejé el asta en un bar, después que pasó el barullo; la bandera me la llevé a casa, envuelta en el cuerpo.