PRÓLOGO HACIA EL AÑO DECISIVO

I

El 1º de enero de 1945 los diarios traían en sus primeras páginas las noticias de la guerra, como lo venían haciendo desde cinco años y medio atrás. Ese día anunciaban que proseguía el avance de los ejércitos aliados en Bélgica y Luxemburgo y que las tropas soviéticas estaban ocupando barrios de Budapest. La ofensiva de las Ardenas, el último contraataque masivo del Reich, no había logrado detener la marcha de las fuerzas aliadas hacia el territorio alemán; por su parte, los rusos habían deshecho el inmenso frente oriental y ahora no tenían otro problema que el de elegir las zonas de sus ofensivas sectoriales, invariablemente victoriosas. En el Extremo Oriente, en cambio, la guerra no seguía un ritmo tan acelerado aunque Mac Arthur estaba en vísperas de conquistar Manila. Pero ya la conferencia de Yalta había creado la sensación de que el triunfo aliado era cuestión de tiempo. Hitler mismo, en un sombrío discurso de fin de año, había asegurado: «El Reich no capitulará». Y los tres grandes ratificaban en alguna medida esta afirmación comprometiéndose a aceptar solamente la rendición incondicional de Alemania.

Era lógica la importancia que se daba a estas novedades. El conflicto mundial era el marco obligado de lo que ocurría en nuestro país, la materia habitual de todas las conversaciones, la discusión de sobremesa, la charla de café. Y mucho más, por supuesto. Porque la guerra era una referencia a la que inevitablemente debía ajustarse el gobierno de facto surgido de la revolución del 4 de junio de 1943, altivo y desenfadado en sus primeros tiempos, cuando el Eje dominaba toda Europa y aparentemente marchaba hacia una victoria incontrastable; más humilde y preocupado a medida que los aliados asestaban golpe tras golpe a sus enemigos.

La guerra era, además, el barómetro de los negocios. Su ritmo marcaba un tempo inexorable. Los argentinos tenían la experiencia de la rápida prosperidad que podía depararles una guerra mundial, pero también conocían la vertical recesión que aparejaba la paz. Las exportaciones de 1944 habían aumentado más de 30% respecto de las de 1942. Pero ¿qué ocurriría cuando terminara el conflicto?

No eran solamente problemas políticos y comerciales los que la guerra aparejaba. En otro orden de cosas, el conflicto nacional era el gran territorio sobre el cual los argentinos se dividían en aliadófilos y pronazis; en aquellos que se embelesaban con la «V» de la Victoria y los que todavía hacían el saludo fascista. Salvo unos pocos aliadófilos fanáticos, nadie había querido que la Argentina se mezclara en la guerra. Ése había sido el gran acierto del presidente Castillo; el gobierno de facto, al continuar con esa política, no había hecho otra cosa que interpretar un sentimiento generalizado. Mas la neutralidad de la Argentina, mantenida con tanto esfuerzo desde 1939, era puramente jurídica; no regía en los espíritus. Todos los argentinos tenían su corazoncito haciendo fuerza por uno u otro bando…

Los diarios del primer día de 1945 anotaban también noticias locales. Por ejemplo, el discurso pronunciado el 31 de diciembre por el vicepresidente de la Nación, ministro de Guerra y secretario de Trabajo y Previsión, coronel Juan Perón. En una alocución difundida por Radio del Estado señalaba Perón la iniciación de un año que debía ser decisivo. Fue en esa oportunidad cuando acuñó uno de sus eslóganes más felices: «La era del fraude ha terminado.» El orador subrayaba que la extinción del fraude electoral y la afirmación de un régimen de justicia social eran los grandes objetivos de la Revolución del 4 de junio. Había formulado largas consideraciones sobre la Argentina del futuro, señalando, entre otras cosas, la necesidad de que el país consolidara sus relaciones con los pueblos hermanos de América. Era un verdadero programa que significativamente se difundió por boca de Perón, como si el gobierno de facto le hubiera encomendado su representación. «Y si alguno pregunta qué derecho tengo para hacerlo —decía al final—, le respondo desde ya: los mismos derechos de todo buen argentino. Ninguno más pero ninguno menos.»

Sin embargo, era evidente que Perón usaba de algunos derechos más. Disponer de la radio oficial, que llevaba su voz a todos los confines del país, era uno de ellos. Y otro era el de mover algunas de las piezas del ajedrez político. Porque en esos días se acentuaba la cruda defenestración de los equipos nacionalistas que habían acompañado al gobierno de facto desde el comienzo de la revolución.

El 9 de enero renunciaba el general Orlando Peluffo, ministro de Relaciones Exteriores. La dimisión era una consecuencia directa del fracaso de la política internacional orientada por los elementos nacionalistas[1] que lo rodeaban en la Cancillería. Habíase reunido la Unión Panamericana en Washington y el organismo resolvió no considerar una nota argentina presentada tres meses antes, en la que solicitaba que se reuniera una conferencia interamericana especial para considerar la situación de nuestro país. La resolución era un desaire tan notorio y subrayaba de manera tan inocultable el aislamiento de la Argentina en el concierto continental que Peluffo, artífice formal de la política exterior desde principios de 1944, había tenido que irse. En realidad, su dimisión era un triunfo secreto de Perón, que ya estaba presionando hacia una modificación sustancial de la posición argentina. La renuncia de Peluffo le permitiría facilitar la salida de algunos elementos nacionalistas de ciertos puestos importantes, para colocar en su lugar a sus propios amigos.

En efecto, Juan Atilio Bramuglia asumía por esos días la Intervención de la provincia de Buenos Aires. En el acto de asunción del mando estaba presente Perón, que a pedido del público pronunció breves palabras destacando que Bramuglia era un funcionario «humilde, laborioso y eficaz». Como un hecho contrario y correlativo, casi contemporáneamente renunciaba el interventor federal de Corrientes, un nacionalista notorio[2], cuya nota de dimisión fue devuelta dado los términos que contenía. La renuncia acusaba al gobierno de facto de ir preparando las futuras elecciones para entregar el poder a un partido político, lo que, a juicio del renunciante, era traicionar los objetivos de la revolución del 4 de junio.

No se equivocaba. En realidad, las preocupaciones del gobierno de facto, en esos primeros meses de 1945, se dirigían en primer lugar a solucionar la difícil situación internacional de la Argentina, acosada por el Departamento de Estado de Washington, y en segundo lugar a ir hacia la normalización constitucional de una manera que apareciera honorable. Para conseguir esos dos objetivos era indispensable sacarse de encima a los elencos nacionalistas de la primera hora; gran parte se había ido en ocasión de la ruptura de relaciones con el Eje, en enero de 1944. Pero subsistían todavía algunos, en ciertas intervenciones federales, en las intervenciones de las universidades y en reparticiones estatales vinculadas con la Educación. Perón comprendía que los nacionalistas iban a mantenerse en una posición dura respecto del cambio de orientación que él postulaba. Como comprendía también que a los nacionalistas no les interesaba una convocatoria a elecciones. El proceso de sacárselos de encima caminaba aceleradamente a partir de la renuncia de Peluffo y se acentuaría con la normalización de las universidades, que a mediados de febrero se entregaron a magistrados judiciales para que presidieran el proceso de elecciones de los claustros, con vistas a una definitiva integración.

Y más todavía. En este proceso de deshielo, había algunas palabras y algunos hechos que debían servir magníficamente. Por ejemplo la reincorporación de los profesores y funcionarios cesanteados en octubre de 1943 por haber firmado un manifiesto pidiendo el cumplimiento de los compromisos con los países de América y el pronto retorno a la democracia. En ese momento, la sanción impuesta a los firmantes fue el primer indicio del endurecimiento de las posiciones del gobierno de facto que entonces presidía el general Pedro Pablo Ramírez. Ahora, el anuncio de la incorporación de los cesantes indicaba una actitud muy diferente. Y a mediados de febrero —de ese bochornoso verano de 1945 en el que faltó agua en Buenos Aires— toda la prensa, indudablemente por sugestiones oficiales, dio enorme importancia a un incidente de menor cuantía sucedido en torno a la devolución de nuestros diplomáticos acreditados en Berlín. El gobierno argentino se quejaba de las injustas represalias que ejercía sobre nuestros representantes el gobierno nazi y tomaba medidas para embargar fondos alemanes en nuestro país. Había que preparar el ambiente para el paso más duro y más amargo: declarar la guerra a un país ya vencido. Un paso que tal vez mejorara las relaciones del gobierno argentino con Estados Unidos pero que era mirado con desprecio por toda la opinión pública, aun la más decididamente aliadófila. Y sin embargo, Perón estaba resuelto a dar el paso. En declaraciones formuladas a un diario uruguayo, el vicepresidente de la Nación señalaba que la declaración de guerra a Alemania, en momentos en que la derrota final del Reich era cuestión de semanas, no produciría sino desprestigio. «Ningún argentino aprobaría esa medida» —afirmaba—. Pero también hablaba de la necesidad de normalizar el país y de la urgencia de restablecer las relaciones con los países americanos y aseguraba que «habría elecciones muy pronto». Y agregaba: «Nuestro pequeño país no es un punto suspendido en el espacio, como nuestros nacionalistas dan la impresión de creer, sino parte integral de ese mundo que sufre estas transformaciones. Debemos avanzar con la marea si no queremos naufragar.»

Y si algo supo hacer Perón, fue avanzar con la marea. Estas declaraciones fueron desmentidas parcialmente. Pero a fines de febrero de 1945 todo el país tenía la sensación de que el gobierno de facto buscaba desesperadamente una oportunidad para declarar la guerra a Alemania, antes que el conflicto terminara por su propia dinámica[3]

II

Para entender lo que pasó en 1945 habría que aclarar muchos antecedentes que en ese año adquirirían significación explosiva.

En primer lugar, el proceso político que culminó con la revolución de 1943. Habría que explicar cómo a partir de 1930 se instaló en el país un régimen político basado en la falsificación de la voluntad electoral. Los gobernantes de la Concordancia —Justo, Ortiz, Castillo— fundamentaron su poder en un fraude que hacia 1943 parecía formar parte indisoluble de las costumbres cívicas del país y que, a esa altura de la evolución, había llegado a corromper profundamente sus bases políticas, tanto en el gobierno como en la oposición. El sistema del fraude electoral[4] se ejercía en beneficio de un régimen al que sostenían formalmente los conservadores, el antipersonalismo y el socialismo independiente (Concordancia) pero que en realidad tenía apoyos mucho más sólidos y menos visibles, formados por los intereses económicos que prosperaban en torno a una estructura estrechamente conectada con las inversiones y el comercio británicos.

La corrupción derivada del fraude electoral quitó representatividad y prestigio a los cuerpos colegiados, comprometió a todos los partidos en una suerte de pacto tácito que suponía la repartija del país en feudos electorales, provocó el descreimiento de vastos sectores de la opinión pública en el sistema democrático y acostumbró al espectáculo de una permanente estafa en cada comicio. Pero tuvo también otras consecuencias. No fue la menor de ellas la vigencia del mito radical.

La Unión Cívica Radical, principal damnificada del fraude, mantenía sobre cada derrota electoral la leyenda de su condición mayoritaria, que a su juicio sólo podía falsearse mediante recursos violentos y tramposos. Esta certeza afirmaba en el oficialismo la necesidad de cerrarle el paso del poder y en el radicalismo la desesperación por conquistarlo a través de cualquier recurso. Así, el viejo partido de Yrigoyen —que condujo Alvear en la década del 30— se fue complicando cada vez más con el establishment, renunció a denunciar un régimen que había llevado al país a un estado de dependencia colonial, abandonó gradualmente sus posiciones populares y emancipadoras, pactó con otras fuerzas y buscó apoyos militares. Cualquier recurso parecía lícito para llegar al gobierno, puesto que el radicalismo era, de todos modos, la mayoría incuestionable…

Así se llegó a 1943. La UCR, que había estado a punto de apoyar la candidatura de Justo para una segunda presidencia, aceptó una unión con los partidos Socialista, Demócrata Progresista y Comunista para formar un Frente Democrático que pudiera oponerse al candidato que el anciano presidente Castillo quería imponer. Se hicieron sondeos al ministro de Guerra para que aceptara ser el candidato del conjunto opositor; enteróse el presidente, pidió aclaraciones a su colaborador, éste las formuló muy vagamente, insistió Castillo y al otro día lo derrocaron (4 de junio de 1943).

Del episodio que culmina con el proceso iniciado en 1930 salían enroñados y disminuidos todos los partidos políticos. Nadie lamentó la disolución con que el Poder Ejecutivo de facto los fulminó en diciembre de 1943. Ni pareció inoportuna esta «Hora de la Espada» que llegaba quince años después que Lugones la vaticinara. El sablazo era el único gesto limpio y rotundo que podía clausurar un ciclo que la historia conoce con el drástico rótulo de «Década infame».

Pero, ¿estaban las Fuerzas Armadas exentas de toda mácula, como para poder dar el cerrojazo al régimen con autoridad moral suficiente? Ellas participaban de la condición general del país y por lo tanto no podían escapar totalmente al deterioro gradual de sus valores morales. Un oscuro proceso de traición a la Patria[5] que afectó a un jefe del ejército, el negociado de El Palomar[6] —en el que estuvo complicado, sin culpa, el ministro de Guerra—, un escándalo que comprometió en 1942 a algunos cadetes militares, fueron episodios que salpicaron el prestigio de miembros de las Fuerzas Armadas pero no alcanzaron a invalidarlas entre la opinión pública. En cambio, la pasividad castrense frente al reiterado fraude solía enardecer a los opositores y los llevaba a situarse en una actitud mental de indiscriminado antimilitarismo que haría eclosión en 1945, como ya veremos.

De todos modos, en 1943 las Fuerzas Armadas constituían la única institución del país que podía ostentar cierta pureza sustancial, cierta desvinculación con la infamia de la década. Contribuía a salvarlas la circunstancia de su aislamiento social, como apuntaría años después el ex embajador británico Sir David Kelly, «… en la Argentina, los oficiales del Ejército no tenían lugar en la sociedad y no provenían de la clase gobernante de los estancieros, los profesionales prósperos y los grandes comerciantes. Llevaban una vida aparte y en realidad no tenían contacto social con los grupos que habían administrado a todos los gobiernos del pasado…»

Los infortunios que habían afectado a las Fuerzas Armadas en esos años anteriores al 43 eran episodios infantiles en comparación con otros casos que fueron revelando, a su turno, una alucinante descomposición de las instituciones más respetadas. Porque esa década fue testigo de inusitados escándalos. El affaire del millonario García, por ejemplo, enlodaba a varios magistrados judiciales; de un distinguido sacerdote se supo, cuando murió, que había hecho vida marital durante años con su ama de llaves; en el Consejo Deliberante metropolitano la suciedad había alcanzado a buen número de sus miembros en ocasión de la prórroga de la concesión de la CHADE[7] y con el asunto de los colectivos; el Congreso de la Nación no salió mejor parado cuando la investigación del negociado de El Palomar reveló que el propio presidente de la Cámara de Diputados, entre otros legisladores, había recibido coimas. Y la votación de la Corporación de Transportes había dejado anteriormente la sensación de que la presteza de algunos diputados (uno de ellos viajó desde Chile para hacer número) respondía a motivos inconfesables. Era —digámoslo de paso— el mismo Congreso donde se hacía la apología del «fraude patriótico» y en cuyo recinto un legislador se jactó de ser «el diputado más fraudulento del país». El debate promovido por Lisandro de la Torre sobre el problema de las carnes evidenciaba la complicidad interesada de ministros y altos funcionarios con los grandes frigoríficos ingleses en la explotación de los productores nacionales. Y así podría seguir una triste enumeración de episodios que van desde el crimen de Martita Stutz hasta el caso de los «Niños Cantores», en un catálogo vergonzoso que abarcó por entonces todo el perfil nacional. A veces estos hechos daban la sensación de que todo estaba podrido en la Argentina. Donde se apretaba el absceso, allí saltaba el pus. En realidad no era así. Era la crisis de una clase dirigente que no había encontrado fórmulas políticas decorosas para mantenerse en el poder y carecía de imaginación para controlar las clases económicas sin entregar a sus socios británicos partes importantes del comando. Pero debajo de ese escenario, cuya pompa era impotente para ocultar las miserias que lo sostenían, un país pujante quería abrirse camino sin encontrar todavía la manera de hacerse presente.

Por eso, cuando lo castrense impuso su estilo en el país, esa condición drástica, simple, limpia y hasta ingenuamente patriótica del militar fue acogida con una sensación de alivio. Era una transición que marcaba por contraste el retorcido y mañoso, el hipócrita y ficticio mundo que se había vivido hasta entonces.

Para señalar la ubicación de las Fuerzas Armadas hacia 1943 no puede omitirse como elemento de juicio la simpatía pro nazi que existía en sus cuadros[8], especialmente los del Ejército. Los militares que formaban el GOU, la logia castrense que sería base operativa de Perón, eran pronazis; pero no nazis. La distinción puede parecer sutil pero tiene su importancia.

Ellos alimentaban por el Eje una simpatía que estaba nutrida de muchas motivaciones. En primer lugar, la vieja admiración de los militares sudamericanos por la eficiencia profesional de la Wehrmacht. El orden, ese valor que siempre embelesa a los hombres de armas, había sustituido al caos en Italia y Alemania, y este hecho los impresionaba profundamente. Además, la lucha armada contra la Rusia comunista les inspiraba cierto fervor. Y finalmente hay que recordar que en 1943, ni los militares ni ciudadano alguno podían sentirse conmovidos por la democracia que se practicaba en la Argentina, puesto que la democracia de la Concordancia era una farsa.

Pero hay también otras explicaciones para el pronazismo militar del 43. La labor de esclarecimiento doctrinario de FORJA[9], algunos núcleos nacionalistas y escritores independientes habían demostrado con crudeza la situación dependiente en que se encontraba nuestro país; historiadores revisionistas empezaban a realizar una tarea desordenada pero eficaz, tendiente a evidenciar hasta qué punto había sido falsificado nuestro pasado y de qué modo había pesado la influencia política y económica de Gran Bretaña en nuestros avatares históricos; algunos diarios como El Pampero y Cabildo golpeaban incesantemente los flancos débiles de las relaciones angloargentinas y acuñaban palabras como «vendepatria», «cipayos» y otras que tendrían próspera carrera en el lenguaje político.

Con esta carga de ideas —muchas de ellas perfectamente correctas pero lanzadas tendenciosamente y al servicio de un interés extranjero en muchos casos— podía concluirse que ser enemigo de Gran Bretaña significaba automáticamente ser amigo de la Argentina. Con un razonamiento simplista pero no del todo equivocado, se pensaba que una eventual derrota británica frente a Hitler podía representar lo que había representado en 1810 la derrota española frente a Napoleón: la liberación de la metrópolis. La caída del poder imperial inglés, la humillación de Estados Unidos, podían ser la inauguración de una nueva emancipación. O, por lo menos, la devolución de las Malvinas… Todos los líricos sueños que sueñan los habitantes de un país colonial se convertían en los casinos de oficiales del 43 en excitantes realidades cuando se examinaba la posibilidad de una derrota de los aliados.

Y algo más para terminar con este tema. No podemos ver el nazismo del 43 con el criterio de hoy. Las bestialidades hitlerianas, los campos de concentración, las masacres de judíos, toda la vesania increíble de esos años se conocieron cabalmente recién después de 1945. Hacia 1943 la guerra parecía, para aquellos militares argentinos que usaban gorras altas al estilo germánico, una fascinante confrontación de fuerzas, una de cuyas alternativas podía ser beneficiosa para el país. Además, ¡eran tan fastidiosas esas señoras de la Junta de la Victoria y tan insufribles esos figurones de Acción Democrática…! Sólo por no estar en su misma trinchera daban ganas de ser pronazi…

Hay que insistir en la importancia de lo que pasaba en el mundo como una de las claves fundamentales de lo que ocurrió en nuestro país en 1945. Como ya se ha dicho, Castillo había defendido tercamente la neutralidad: en la Conferencia de Río de Janeiro (1942) su canciller Enrique Ruiz Guiñazú había mantenido gallardamente una posición muy diferente del rendido «satelismo» de las restantes naciones latinoamericanas. Como consecuencia de la «recomendación» final aprobada por la reunión, veinte de las veintiuna naciones del continente habían roto relaciones con los países del Eje y siete de ellas declararon la guerra. Posteriormente este número aumentó. Para Estados Unidos, la posición argentina (que naturalmente carecía de consecuencias prácticas que pudieran afectar el esfuerzo bélico aliado) era un inaceptable desafío, un reto que quebraba la virtual unanimidad conseguida en el hemisferio.

Pero en nuestro país, la neutralidad enardecía a la gente joven y a los sectores políticos, a quienes enorgullecía esta muestra de independencia. Lo curioso es que —como puede comprobarse compulsando las memorias escritas por estadistas y diplomáticos ingleses y norteamericanos— Gran Bretaña veía con buenos ojos la neutralidad argentina, que garantizaba la pacífica afluencia de abastecimientos a la isla: las carnes argentinas representaban el 60% de lo que consumía el pueblo británico. Washington, en cambio, no podía admitir el mal ejemplo de la Argentina, niño díscolo dentro de la docilidad latinoamericana. Así, cuando Churchill pensó enviar un mensaje amistoso al pueblo argentino a través del nuevo embajador británico (1942), el Departamento de Estado se opuso airadamente y el saludo del primer ministro inglés no alcanzó a formularse. Y cuando David Kelly llegó a nuestro país, pudo comprobar —como lo dice en su conocido libro— que Castillo y la oligarquía, cada uno por motivos diversos, eran neutralistas, mientras que la oposición y especialmente el radicalismo eran rupturistas y proyanquis.

Estas líneas se mantuvieron invariables después de la revolución del 43. El autor material de la revolución, general Arturo Rawson, era aliadófilo y estaba decidido a seguir el ejemplo de las naciones latinoamericanas, rompiendo relaciones con el Eje a breve plazo. No alcanzó siquiera a hacerse cargo de la presidencia. El general Ramírez sólo formuló vagas declaraciones al respecto, y mientras aumentaban las presiones, la incorporación de elementos nacionalistas al gobierno de facto fortificaba la posición neutralista. En setiembre de 1943 el canciller argentino Segundo Storni envió una carta personal a su colega norteamericano, Cordell Hull, explicando los motivos de la posición del país y pidiendo a Estados Unidos, como prueba de buena voluntad, armamento y equipos que restablecieran «el equilibrio del continente». La respuesta de Hull fue demoledora. Nunca nuestro país sufrió una humillación como ésta. Storni asumió noblemente la responsabilidad de la gaffe —aunque la carta había sido redactada[10] por el coronel Enrique González, secretario de la Presidencia, y corregida por el propio Ramírez— renunciando de inmediato. Todo el país quedó sensibilizado con el episodio. Fue el momento culminante de la hegemonía nacionalista, cuando se sancionó a un centenar de ciudadanos que, encabezados por Bernardo Houssay, solicitaron el cumplimiento de los compromisos interamericanos y el retorno a la democracia; poco después se decretaban la disolución de los partidos políticos y la imposición de la enseñanza religiosa obligatoria.

En enero de 1944 la situación internacional de nuestro país había llegado a un punto de aislamiento insostenible y las amenazas de sanciones económicas parecían inminentes. Ramírez optó entonces por romper relaciones con el Eje. La medida fue recibida burlonamente por los sectores aliadófilos y restó al gobierno de facto el apoyo de gran parte del nacionalismo. Y tampoco arregló nada en el orden internacional; en lo interno provocó el alejamiento de Ramírez, cuyo desgaste no pudo resistir la presión de los coroneles de la guarnición de Buenos Aires, liderados ya por Perón.

Hacia junio de ese año habían cesado de hecho las relaciones diplomáticas entre nuestro país y el resto del continente: incluso el embajador de Gran Bretaña debió alejarse ostensiblemente de la Argentina. Un invisible pero real cordón sanitario creaba a nuestro alrededor un vacío que no podía salvarse con palabras altisonantes. El desembarco aliado en Normandía certificaba ya el fin de la guerra. En setiembre, una dura declaración del presidente Roosevelt llevó las relaciones argentino-norteamericanas a un punto de congelamiento. El país ya sufría, de hecho, algunas sanciones económicas y toda la oposición se regocijaba silenciosamente ante el callejón sin salida en que se había colocado el gobierno de facto.

Empezó entonces una embrollada tramitación diplomática para abrir una solución. El gobierno argentino pidió la reunión de una conferencia interamericana especial para que se considerara su situación: la nota no tuvo una respuesta definida pero en la Conferencia Interamericana sobre los Problemas de la Paz y la Guerra (febrero/marzo de 1945) se abrió un resquicio, posibilitando la adhesión de nuestro país a sus resoluciones. En realidad, a instancias de Summer Welles se habían iniciado en Buenos Aires conversaciones secretas entre representantes del Departamento de Estado y el gobierno argentino: era lo máximo que podía hacer Washington. La misión norteamericana desarrolló rápidas y esotéricas gestiones y en pocos días quedó arreglado todo. Se convino en levantar el virtual bloqueo económico que pesaba sobre la Argentina a cambio de la declaración de guerra. El acuerdo demostraba que no había problemas de fondo entre Estados Unidos y nuestro país y que bastaba un cambio de criterio en el Departamento de Estado (ayudado, en este caso, por la enfermedad que obligó a Hull a retirarse) para que los conflictos tuvieran solución.

La condición previa e indispensable era la declaración de guerra a Alemania y Japón. De no hacerlo, la Argentina no podría participar en la Conferencia de San Francisco en la que se constituiría la Organización de las Naciones Unidas: seríamos outsiders dentro del concierto mundial.

Era un trago durísimo para un gobierno cuyos sostenedores habían lanzado la consigna «Soberanía o Muerte».

Pero ya Perón había hablado —recordémoslo— de la necesidad de avanzar con la marea: un eufemismo que asociaba, tal vez sin quererlo, con la verdadera marea de tanques que había cruzado el Rin por un lado y se acercaba, por el otro, a los suburbios de Berlín…

En la última semana de marzo (1945) el gabinete empezó a reunirse diariamente. La renuncia del ministro de Instrucción Pública[11] fue el claro indicio de que el gobierno de facto ya había resuelto apurar el cáliz. Dos días más tarde, los muchachos nacionalistas hacen manifestaciones por el centro de Buenos Aires gritando «Patria sí, guerra no»; la policía reprime violentamente. Esas renuncias, esas manifestaciones callejeras y un artículo del semanario La Víspera, titulado «General Farrell, queremos morir aquí»[12], eran los últimos esfuerzos para detener la vergüenza de un acto que, de todos modos, resultaba ya inevitable.

El 27 de marzo de 1945 el gobierno de facto decretó el estado de guerra entre la Argentina con Alemania y Japón, en adhesión al Acta de Chapultepec. Probablemente, lo que más molestó a la opinión pública fue la ancha sonrisa de Perón en la fotografía del acuerdo de gabinete, destacada entre los rostros serios, preocupados, del presidente y los ministros.

La Vanguardia, ducha en el arte del sarcasmo político, preguntaba ingenuamente: «“Soberanía o Muerte”. ¿Cuántos muertos?»

III

La declaración de guerra había sido una humillación para el gobierno de Farrell y lo debilitó ante la opinión pública y frente a las Fuerzas Armadas. Equivocada o no, inoportuna o no, la posición independiente de la Argentina era una compadrada criolla que se había mantenido durante casi cinco años contra los poderosos del mundo; y eso enorgullecía a un país que estaba en acelerado proceso de crecimiento y maduración. Ahora, la claudicación del 27 de marzo sólo podía tener una secuela lógica: el llamado a elecciones. El gobierno de facto había perdido una de sus motivaciones más estimulantes y una sensación de fracaso reinaba en los círculos oficiales.

Sin embargo, aunque la política internacional había sido conducida sobre premisas equivocadas —el triunfo de Alemania, la subsecuente habilitación de la Argentina como potencia rectora de América— y, en consecuencia, había tenido que desembocar en un recurso humillante, el gobierno de facto no había fracasado en otros aspectos. Más aún: en gran medida había tutelado un proceso nacional de extraordinaria trascendencia.

Por primera vez en su historial, el valor de la producción industrial había superado en 1943 el de la tradicional producción agropecuaria; este mismo año, el sector industrial representaba el 46,7% del volumen físico de la renta nacional, siendo la agricultura el 21,8% y la ganadería el 22%. Entre 1942 y 1946 se habrían creado 25.000 nuevos establecimientos industriales, de diversa envergadura.[13] Estas realidades marcaban un cambio fundamental en la estructura económica, cambio que venía apuntando desde 1935 y que se aceleró desde el estallido de la guerra mundial.

En 1943 pudo observarse que el 20% de nuestras exportaciones era de tipo industrial, especialmente productos textiles, químicos y medicinales: algo no soñado hasta pocos años antes, cuando los productos del agro, especialmente los ganaderos, componían la casi totalidad de nuestros rubros exportables. La Argentina había dejado atrás su primitivo estado de inocencia y adquiría ahora la complejidad de una nación moderna.

Naturalmente este fenómeno se debía en gran parte al proteccionismo forzoso impuesto por la guerra. Y por supuesto, la explosión industrialista fue caótica, imprevisora, a veces espuria y muchas veces antieconómica. Pero nunca el origen de una sociedad industrial fue limpio: Inglaterra montó su manufactura sobre la anemia y la tuberculosis de millones de niños; Alemania, sobre kartells y monopolios armamentistas; Estados Unidos, sobre una sangrienta guerra civil y la estafa a millones de ahorristas, víctimas de las feroces luchas y súbitos pactos de los barones del petróleo, el acero y los ferrocarriles; la URSS, sobre el exterminio físico de millones de campesinos. En nuestro país el tardío salto hacia la industrialización no tuvo características tan odiosas. Es cierto que prosperaron industrias artificiales, se trabajó con altos costos debido a la obsolescencia de los equipos o la improvisación de las máquinas, se quemó maíz o leña a falta de combustibles líquidos y se impusieron a un mercado indefenso productos caros y muchas veces de calidad inferior a la ofrecida. Todo esto ocurrió. Pero lo concreto es que, mal o bien, a la criolla, con todos los defectos que se quieran, se estableció pacíficamente una infraestructura industrial que hacia 1945 ya abarcaba casi todos los rubros livianos y aun se animaba a incursionar en algunos sectores de la industria pesada.

Los apologistas de Perón y del gobierno militar que posibilitó su encumbramiento no han señalado que el momento más glorioso de esa crónica ocurrió el 11 de octubre de 1945, cuando la primera colada de hierro producida en el país saltó en el alto horno de Zapla, en Jujuy. El gobierno militar, precisamente por su extracción, abrigaba una simpatía instintiva por la naciente industria. Muchos militares podían llenarse la boca declamando la supuesta grandeza nacional o invocando el nombre de la Patria a cada rato: algunos pocos, los más esclarecidos, como el general Manuel Savio, sabían que la condición de la grandeza argentina era la existencia de un apoyo industrial de base. Sin siderurgia, sin petróleo, no habría Argentina grande. Ajenos a los avatares palaciegos de esos años pero con el apoyo del gobierno de facto, esos patriotas montaron lentamente, en el mayor silencio, los fundamentos de una industria básica que tuvo su primera expresión ese día de octubre de 1945, en el extremo norte del país, mientras en Buenos Aires las tensiones políticas estaban a punto de estallar.

El gobierno de facto no condujo al proceso de industrialización, pero tampoco intentó frenarlo y concretó algunas iniciativas para estimularlo. F. J. Weil[14] afirma al referirse al proceso industrialista anterior a 1930: «La actitud oficial argentina fue de manifiesta hostilidad o al menos de malévola neutralidad hacia la naciente industria. Aunque no se prohibió la industrialización, se discriminó contra ella, con muy pocas excepciones, por medio de los impuestos aduaneros. Una vez que se instaló el control de cambios en 1932, esta discriminación se extendió también al manejo de divisas.» La actitud del gobierno de facto fue muy diferente: creó el Banco de Crédito Industrial, dictó algunas medidas para el fomento y defensa de la industria, promovió las fabricaciones militares, se preocupó del problema de la formación de aprendices y técnicos, estableció una Secretaría de Estado específica e instauró el Día de la Industria. Lo demás corrió por cuenta de los empresarios argentinos, de su ingenio, su espíritu de aventura y su optimismo, y por supuesto, de la guerra. Lo importante no es tanto el saldo que quedó en términos estadísticos —que fue mucho— sino la conciencia que dejó afirmada en el país. Se había roto un viejo tabú cuidadosamente alimentado por las clases dirigentes vinculadas a la producción agropecuaria. Ahora resultaba que los argentinos no solamente sabían producir carne y cereales sino que también podían fabricar, pasablemente bien, telas, productos químicos, manufacturas de toda clase, aparatos para el hogar, accesorios para automóviles, camiones y tractores, elementos ferroviarios. Fue una conciencia que contribuyó a hacer más sólida la nueva visión del hombre argentino sobre su país; el país que diez años antes miraba la cara de la desocupación, la «mishiadura» y la crisis, y ahora desbordaba de actividad, trabajo e iniciativa, en una euforia pocas veces conocida.

Este proceso ascendente no fue dirigido, como hemos señalado, por el gobierno de facto. Fue un producto coyuntural, que el régimen militar encauzó con bastante éxito. Pero además podía cargar en la cuenta de sus hechos positivos algunas realizaciones muy concretas.

La nacionalización de la Compañía Primitiva de Gas y de los elevadores de granos; la liquidación del inmortal Instituto Movilizador, que había servido para transferir los «clavos» que dejó en los bancos la oligarquía ganadera golpeada por la crisis del 30; la disolución de las Juntas Reguladoras que fueron en la década del 30 la expresión más cruda del intervencionismo estatal de signo conservador; la designación de una comisión tendiente a esclarecer el negociado de la CHADE y otra para investigar el «Caso Bemberg», la intervención de la odiada Corporación de Transportes fueron medidas que señalaron a su tiempo una drástica rectificación de la política seguida entre 1930 y 1943. No llegaron a constituir una política orgánica pero al menos significaron reacciones contra los peores abusos del régimen anterior y, dentro de las incoherencias del gobierno de facto, marcaron una línea de indiscutible sentido nacional.

Algunas medidas de gobierno rompían de manera espectacular la concepción liberal predominante y, aunque discutibles a largo plazo, daban alivio inmediato a situaciones sociales cuya gravedad requería urgentes paliativos: tal, la rebaja de alquileres y su posterior congelación y la de arrendamientos agrícolas. Esta última medida provocó un extraordinario incremento de la industria tambera y granjera en el sur de Santa Fe y norte de Buenos Aires, zonas inmovilizadas anteriormente por un sistema de arriendos casi feudal, que desalentaba las iniciativas progresistas de colonos y chacareros. En otros casos, las iniciativas del gobierno militar respondían a exigencias impostergables de la época. Algunas estaban postuladas de años atrás, en las plataformas de diversos partidos políticos o en proyectos de ley que nunca fueron tratados por el Congreso, como la creación de la Policía Federal y la Secretaría de Aeronáutica. Y aún hay que computar a favor de las autoridades de facto una transición de aparente nivel municipal como el cambio de mano en el tránsito, que tuvo sin embargo la importancia de sacarlo del arcaico sistema británico y estimular el armado nacional de automotores.

A través de los 20.000 decretos[15] firmados por el Poder Ejecutivo de facto entre 1943 y 1946, y por encima de la manía legiferante que revela, se nota un sincero deseo de modernizar la estructura del Estado, salvar las dificultades derivadas de la guerra y promover la diversificación de la producción nacional. Pero la obra más trascendente del gobierno revolucionario fue dada a través de una serie de medidas adoptadas bajo la directa conducción de Perón, en el orden social. El viejo Departamento Nacional del Trabajo se convirtió en noviembre de 1943 en Secretaría de Trabajo y Previsión Social: desde allí se orientó una política cuya intención pudo estar nutrida de demagogia pero que, objetivamente, tendía a una mejor redistribución de la riqueza nacional y al establecimiento de relaciones más humanas entre el capital y el trabajo.

Con este espíritu se extendió el régimen jubilatorio, permitiendo una seguridad de futuro a dos millones de trabajadores que carecían de resguardos para la vejez: ésta fue, probablemente, la iniciativa de beneficios más positivos en el plano social. La creación de los tribunales del trabajo fue otra concreción que permitió una paridad de condiciones entre patronos y obreros enfrentados en el ambiente judicial. Y el decreto sobre asociaciones profesionales otorgó a los sindicatos una importancia decisiva en la vida nacional, institucionalizando definitivamente al movimiento sindical. A estas tres medidas fundamentales —adoptadas en diferentes momentos del régimen militar— deben agregarse otras de carácter circunstancial como la aprobación de estatutos para diversos gremios, el pago de las vacaciones, institución del aguinaldo, diversos aumentos de salarios, la prevención de los accidentes de trabajo, etc.

Esta somera mención no puede reflejar la intensidad de las tareas cumplidas por la Secretaría de Trabajo y Previsión, cuyas delegaciones en las provincias estaban dirigidas por funcionarios ajenos al medio local y bien adiestrados sobre las tareas a cumplir. La elaboración de los convenios colectivos de trabajo fue una nueva experiencia realizada en escala nacional, que afirmó la conciencia obrera y modificó radicalmente las relaciones del capital y el trabajo. En los dos años en que Perón estuvo al frente del organismo (aunque no puede decirse que después de su renuncia, en octubre de 1945, no haya seguido manejándolo a través de sus personeros) se había conseguido que los sectores obreros, que en 1943 estaban enfrentados al régimen militar y a punto de desencadenar una huelga general, fueran su más firme apoyo en retribución de una política social desarrollada con energía y sensibilidad, cuyas iniciativas concretas, aun dentro de las exageraciones y de las utopías en que se incurrió a veces, habían mejorado indiscutiblemente las condiciones de vida de los sectores más modestos de la población. Pues en abril de 1943, el Departamento Nacional del Trabajo informaba en su Memoria al Ministerio del Interior que «en general, la situación del obrero argentino se ha deteriorado, a pesar del auge industrial. En tanto se logran descomunales ganancias, la mayoría de la población se ve forzada a reducir su nivel de vida y la distancia entre éste y los salarios aumenta continuamente». En este aspecto, por lo menos, la situación había variado de manera drástica dos años más tarde.

IV

A la luz de todos estos hechos, no es necesario aguzar la imaginación para suponer los vertiginosos cambios que se daban en el contexto social. Un sector dirigente, el vinculado a la producción agraria, se veía desplazado parcialmente del control de la economía del país, ya que el rubro que manejaba había dejado de ser el más importante. Gran Bretaña cesaba de ser nuestro principal cliente y pasaba al tercer puesto, convirtiéndose, además, en deudora nuestra. Entraba agresivamente por sus fueros otro grupo, el de los empresarios industriales, reclamando apoyo, créditos, protección para la posguerra. Grandes masas de trabajadores diseminadas en distintas regiones del país en tareas rurales se concentraban ahora en el cinturón industrial de las grandes ciudades, especialmente Buenos Aires y Rosario, afirmaban una conciencia de clase, se sindicaban, adquirían hábitos consumidores, perdían el miedo al patrón, se familiarizaban con las técnicas modernas y vivían en la eufórica atmósfera de la plena ocupación.

De esta reseña podría extraerse la imagen de una administración rica en aciertos. Sin embargo, el gobierno de facto, en los primeros meses de 1945, parecía agonizar. Estaba huérfano de opinión. No había logrado nuclear un movimiento popular a su alrededor ni mucho menos un partido político. Habían pasado las Horcas Caudinas de la declaración de guerra y se había visto obligado a mencionar las elecciones como un evento que ocurriría más o menos pronto. El aparato represivo no podía impedir una creciente oposición que se manifestaba en las universidades y en los círculos más influyentes, cada vez con mayor osadía.

Los hombres que dirigían el gobierno, sinceros patriotas en su mayoría, creían intuir el sentido en que se movía el país real pero no habían calado la dimensión de un proceso que los estaba desbordando. Estaban, sin duda, al borde del fracaso.

¿Dónde estaba la falla del gobierno de facto? En la inexperiencia de sus dirigentes, que los hizo caer a cada momento en la incoherencia y hasta en el ridículo. No se entendía, por ejemplo, qué razón los había llevado a celebrar solemnemente, en setiembre de 1943, el aniversario de la revolución de 1930: para grandes sectores de opinión, la revolución del 4 de junio se justificaba sólo por ser la réplica histórica de la revolución del 6 de setiembre y esa celebración absurda e inmotivada enfrió a muchos que habían apoyado el movimiento de Ramírez. La carta de Storni a Hull fue otra iniciativa que dejó estupefacto al país cuando se publicó su texto junto con la arrasadora respuesta del secretario de Estado norteamericano. Por veces, los actos del gobierno revelaban una total carencia de mesura: tal, las exageradas honras fúnebres que se tributaron al primer vicepresidente revolucionario, un honrado y desconocido marino que falleció a las pocas semanas de ejercer su cargo. O la ridícula intención de «purificar» las letras de los tangos, convirtiendo «El ciruja» en «El recolector» o «Qué vachaché» en «Qué hemos de hacerle»…

Estas puerilidades, sumadas a las indiscreciones verbales de algunos nuevos funcionarios, hacían reír a todo el país. Pero no tenían un efecto tan cómico, en cambio, las medidas que se adoptaron en niveles burocráticos intermedios por algunos funcionarios llenos de dogmatismo y prejuicios. En el Consejo de Educación el interventor cesanteaba a los maestros divorciados. En una provincia del litoral, el interventor federal proclamaba estar «en contra de los judíos» aunque —aclaraba— no era, por supuesto, antisemita… En una provincia norteña, un jefe militar se hizo cargo del gobierno en las primeras semanas de la revolución e hizo tantos desaguisados que sus sufridos súbditos optaron por llamarlo «El Daño», mote con que todavía se lo recuerda. A otro interventor se le ocurrió modificar el histórico escudo de la provincia que le tocó en suerte gobernar, agregándole elementos de significación rosista. (Señalamos de paso que este funcionario cargaba una impresionante jettatura: era interventor en San Juan cuando se produjo el terremoto que destruyó esta ciudad; transferido al litoral, el río Paraná sufrió la bajante más grande de su historia. Después de su renuncia, sus amigos lo agasajaron con un banquete en un hotel de Buenos Aires: la araña se desplomó sobre la mesa del ágape… Como decía un teólogo jesuita, ¡hay que creer o reventar!…)

Hubo, previsiblemente, reiteradas campañas de moralidad que llegaron en algunos casos a lo risible. Hubo también descargas masivas de un nacionalismo elemental fundado en la exaltación del mate, de Rosas, de un hispanismo y un criollismo vacíos de contenido fecundo. No sabiendo cómo encauzar sus ansiedades patrióticas, muchos funcionarios del gobierno de facto suponían que adobándose bigotes achinados a lo paisano, rechazando públicamente el whisky y bailando zambas en las peñas folclóricas, hacían patria aceleradamente. Ellos intentaban traducir un orgulloso sentimiento nacional que se afirmaba silenciosamente en todo el país merced al neutralismo, el rápido crecimiento de la economía, la reacción natural frente a la hostilidad de los Estados Unidos y el desplazamiento de grandes sectores sociales que ahora frecuentaban una situación más desahogada e independiente. Pero ese sentimiento nacional era algo demasiado profundo y sólido para agotarse en el formalismo verbal o el desplante criollista. Y por eso el gobierno caía a cada momento en el ridículo y a ello contribuían los inevitables loquitos que en los regímenes de fuerza suelen adquirir poder con sorprendente facilidad: aquellos que en su simpleza creen descubrir la fuente de todos los males en un hombre o en un grupo de hombres y emplean su entusiasmo en perseguirlos sin piedad, creyendo que su destrucción bastará para arreglar el país…

El pueblo argentino, formado en un marco espiritual de invariable libertad de expresión y dotado de un ágil sentido del humor, tomaba a broma estas zonceras y acogió con regocijo el arsenal de ironías y chistes que pronto florecieron al conjunto de las extravagancias del régimen militar. Al pobre Farrell se le descargó todo el peso del ingenio porteño. Los cuentos que protagonizó podrían formar una nutrida antología. Obviamente, todos tendían a certificarle una irredimible estupidez y hacían de su figura —en verdad, un tanto simiesca— el hazmerreír de todo el país. Las usinas del chiste político funcionaban en los círculos intelectuales y de la alta sociedad, cuyo ingenio y disponibilidad de ocio los habilitaban de manera especial para producir esta clase de dardos, peligrosos a largo plazo. Porque en la valoración popular, a veces las formas y las actitudes externas de los gobernantes tienen más importancia que los procesos de fondo que protagonizan.

Y aquí tenemos que referirnos a la oposición, que en los primeros meses de 1945 empezaba ya a moverse activamente, aún sin disponer de los instrumentos sobre los que pesaba la disolución decretada en diciembre de 1943. Dos circunstancias facilitaban la reaparición de las voces opositoras: la rectificación de la política internacional del gobierno de facto y los claros síntomas de ablandamiento en el estilo que hasta entonces lo había caracterizado.

La primera significaba que la oposición aliadófila estaba ahora amparada por la simpatía de las naciones triunfantes en la guerra, especialmente de Estados Unidos. A su criterio, si la Argentina había terminado por alinearse en el bando aliado desde su declaración de guerra a Japón y Alemania y su adhesión al Acta de Chapultepec, la oposición podía considerarse como un epígono de las potencias vencedoras en lucha frontal contra un régimen que, en el fondo, seguía siendo la única expresión nazifascista subsistente en América. Para alentar esta concepción había trascendido que Washington enviaría muy pronto un embajador y hasta se sabía que se trataba de Spruille Braden, especialista —se anunciaba— en asuntos latinoamericanos.

En cuanto al debilitamiento del estilo gubernativo, se manifestaba por la decisión de reincorporar a los profesores cesanteados por el manifiesto democrático de octubre de 1943, la normalización de las universidades y el retorno de algunos dirigentes políticos que habían estado residiendo en Uruguay —el primero de ellos, Amadeo Sabattini, que regresó al país el último día de marzo de 1945.

Esta modificación del estilo gubernativo marcaba una notoria diferencia con los meses anteriores. A pocos días de asumir el poder de facto, en junio de 1943, Ramírez dispuso prorrogar indefinidamente el estado de sitio que Castillo había impuesto desde diciembre de 1941. Pronto empezó a advertirse que el gobierno militar estaba decidido a silenciar las críticas que pudiera suscitar. Una tácita censura pesaba sobre los diarios —muchos de los cuales, La Prensa y La Razón entre ellos, sufrieron breves clausuras punitorias en alguna oportunidad— y la recién creada Secretaría de Informaciones de la Presidencia comenzó a centralizar el manipuleo de las noticias y la propaganda oficiales. Por primera vez empezó a usarse la radio como instrumento de propaganda gubernativa, mediante emisiones en cadena difundidas con prólogo y epílogo de marchas militares. En octubre del 43, las drásticas cesantías de catedráticos fueron el prólogo de parciales «purgas» en la administración pública. Y desde fines de ese año empezaron las detenciones y el confinamiento de dirigentes sindicales, casi todos comunistas, cuyo alejamiento de la conducción de sus gremios era la condición para su posterior copamiento por los elementos que respondían a Perón.

El gobierno militar no instauró, pese a lo que denunciaban las agencias noticiosas norteamericanas, un «reinado del terror» en el país; aunque lo hubiera querido no disponía del tiempo ni de bases sólidas para montar un aparato represivo que no fuera el heredado de Castillo, un poco acentuado en los aspectos de propaganda y la persecución de comunistas. Pero la sola presencia castrense en mecanismos estatales, la falta de sutileza de sus métodos, su carencia de preocupación por las formalidades, crearon la sensación de un régimen policíaco incontrastable, que tenía bajo sus botas a toda la opinión independiente.

En realidad, bajo Uriburu se había aplicado la pena de muerte; bajo Justo se había torturado, desterrado y confinado; bajo Castillo se había implantado el estado de sitio «para que nadie hable mal de nadie», según dijo el anciano presidente. Pero toda esa crónica vergonzosa parecía olvidada y bajo el régimen militar se clamaba contra la «Gestapo» y la censura periodística, se denunciaban campos de concentración inexistentes y se hacía mérito del exilio de dirigentes políticos residentes en el Uruguay, ninguno de los cuales había sido molestado por el gobierno militar.

De todos modos hay que señalar que la libertad de expresión —que en mayor o menor medida había sido respetada por todos los regímenes desde la Organización Nacional— fue gravemente vulnerada bajo el gobierno de facto y esa torpeza contribuyó a afirmar una imagen dictatorial y odiosa que el examen objetivo de los hechos después de 25 años, tiende a disipar bastante.

Pero no fue tanto la represión como su específico desprestigio lo que borró de la escena, en los primeros tiempos de la revolución, a los partidos políticos. Eminentemente electoralistas, el alejamiento de toda posibilidad de elecciones aparejó automáticamente su desaparición aparente, acentuada por la disolución ordenada por decreto y la consecuente clausura de sus locales y secuestro de sus archivos y bienes. Los conservadores, damnificados directos de la revolución, se sepultaron en un hosco resentimiento. Sus presuntos beneficiarios, los radicales, que en un primer momento saludaron con alborozo la caída de Castillo, fueron retrayéndose en una erizada desconfianza a medida que el régimen militar acentuaba su rigor y evidenciaba su escasa simpatía por la causa aliada. En cuanto a los socialistas y demócratas progresistas, ellos fundaron sus agravios en la influencia que los nacionalistas ejercían sobre el gobierno y las medidas confesionales que se dictaron en el sector de la educación pública. Los comunistas, por su parte, que venían actuando en una clandestinidad relativa, olfatearon desde el primer momento que un régimen militar les sería automáticamente hostil: su diario La Hora fue clausurado pocos días después de la revolución, y las detenciones de sus dirigentes menudearon. No tardaron en enfrentar al gobierno de facto desde la clandestinidad.

Así, pues, a los pocos meses de la revolución, todos los partidos políticos, por uno u otro motivo, con mayor o menor encono, estaban tácitamente pronunciados contra el régimen militar. Pero esto no preocupaba poco ni mucho al gobierno de facto. Pues lo cierto era que el país real no estaba ya representado por los partidos políticos. El desprestigio de éstos y su falta de representatividad venían de atrás y obedecían a muchos motivos. Algunos les eran propios: las fuerzas responsables de la Concordancia estaban abrumadas por los diez años de fraude y peculados con que habían avergonzado al país. El radicalismo, convertido bajo la conducción alvearista en una máquina electoral, sin aportes juveniles, rígido y estratificado bajo el imperio de las «trenzas» que lo dominaban, había perdido en 1942 las elecciones metropolitanas, desahuciado por un electorado que ya no sentía la antigua emoción que Yrigoyen había sabido suscitarle. Las restantes fuerzas, de vigencia puramente local —metropolitano el socialismo, santafesina la democracia progresista— o ajenas al estilo político tradicional —la ultraderecha aliancista o el comunismo—, carecían de representatividad nacional.

Pero si estas tachas caían específicamente sobre cada partido, había también un escepticismo generalizado que afectaba a todos. Tanto tiempo se había vivido bajo un régimen de mentiras y estafas, habían sido tantas las suciedades que aparecían en la vida política e institucional, que el repudio, silencioso, sin entusiasmo, de un país que estaba trabajando bien y ganando plata, era total e indiscriminado hacia la política y los políticos.

Es claro que era un sentimiento injusto. Pero lo real es que el hombre argentino, entre 1943 y 1945, no se sintió interpretado por ningún partido político. Ni siquiera por ese militar hablador y dinámico que iba apareciendo como una contrafigura de la vieja política y que se llamaba Juan Perón.

V

En el curso de estas páginas se ha mencionado varias veces a Perón.[16] Pero la síntesis que estamos haciendo de los elementos de comprensión más importantes del año 45 estaría incompleta si omitiéramos algunas referencias sobre su persona. En 1945 tenía 49 años aunque parecía de menos edad por su aspecto juvenil y su permanente sonrisa. Una psoriasis que lo molestó siempre le obligaba a componerse el rostro con una pomada que funcionaba, a la vez, como maquillaje, permitiéndole ser fotografiado muy bien. Desde noviembre de 1943 el nombre de Perón aparecía cada vez con mayor frecuencia en los diarios y en las conversaciones. Secretario de Trabajo y Previsión Social, ministro de Guerra, luego vicepresidente de la Nación, el coronel Perón era sin duda la personalidad más fuerte del gobierno de facto y dentro de su opaco elenco se destacaba netamente.

—No soy un improvisado —protestó en un reportaje que le hizo un diario uruguayo en marzo de 1945—. He sido profesor diez años y estoy bien informado de todo lo que pasa.

Efectivamente, no era un improvisado. Había nacido en la provincia de Buenos Aires, vivido en la Patagonia y sus destinos militares lo llevaron a la Capital Federal, a Rosario y a Mendoza. Fue agregado militar en Chile y estuvo en Italia, donde, ya iniciada la guerra mundial, asistió al espectáculo fascista, recorriendo algunos países de Europa. Fue profesor de historia militar, practicó deportes con éxito y compartió en su carrera castrense las tareas burocráticas del Estado Mayor y la conducción directa de la tropa. Sabía de conspiraciones: había participado activamente en la conjura que culminó el 6 de setiembre de 1930[17] y desde meses antes de la revolución del 43 se había logiado con otros camaradas en el GOU, del que fue principal animador.[18]

Locuaz, bromista, frecuentador del abrazo y el palmeo, este coronel viudo era dentro del Ejército una figura respetada.[19] Se lo tenía por un intelectual y en bastante medida lo era; consagrado al Ejército, con muy poco contacto con gente ajena a la institución, ajeno a farras y francachelas. Perón había madurado dentro de un cerrado medio castrense, con poca experiencia de la vida civil. Tenía ingenuidades sorprendentes y caía a veces en infantiles errores, sobre todo en la apreciación de los hombres. Pero desde fines de 1943 estaba desarrollando aceleradamente su innata intuición, su capacidad de decisión: todas las características del hombre de acción que luego usaría al máximo.

Estos rasgos, sin embargo, no parecían demasiado diferentes del de cualquier oficial distinguido de las Fuerzas Armadas. Pero en el caso de Perón adquirían una significación especial porque eran los jalones en una verdadera preparación para el mando político. Pues lo que distinguía a Perón de sus camaradas era una concreta y acuciante ambición de conquistar el poder. En el alucinante desfile de generales y coroneles que pasaron por los diversos niveles del gobierno de facto entre 1943 y 1945 pueden advertirse actitudes personales muy diversas, desde la sensatez hasta el absurdo, desde la callada eficacia hasta la estrepitosa ineptitud; pero en ninguno de los figurantes principales de los dramas y comedias de esos años se detectan la confianza en sí mismo y la actitud belicosa ante el adversario que singularizó a Perón desde el principio. Esta característica y un lenguaje que no era nuevo por su contenido pero que resultaba insólito por el origen y posición de quien lo difundía, por la manera de decirlo, la agresividad y la claridad de su exposición, permitían ubicarlo desde mediados de 1943 en la línea de los hombres que aspiran a gobernar. Que aspiran a gobernar pronto y durante mucho tiempo.

En los medios civiles fueron los muchachos de FORJA los que primero descubrieron esta condición del oscuro coronel cuyo nombre empezaba a trajinarse tanto. Poco después de la revolución del 4 de junio comisionaron a Arturo Jauretche para que tomara contacto con Perón, viera qué clase de hombre era, lo sondeara y midiera. Ellos quedaron esperando en un estudio jurídico cercano a Tribunales, mientras Jauretche marchaba a su entrevista.

Jauretche volvió eufórico, radiante. Y dijo:

—¡Perón! ¡Es el tipo ideal para que yo lo maneje![20]

Cuando un hombre se postula como líder, el pueblo suele tardar en aceptarlo. Pero eso sí: cuando lo acepta, es para siempre. A principios de 1945 Perón no era ni remotamente un líder popular. Era, a lo sumo, el más movedizo funcionario del gobierno de facto. Fácilmente podían señalarse en Perón las notas que delinean al hombre con ambición y posibilidades de triunfo, pero la masa no lo había asumido aún. Estaba todavía en examen. En noviembre de 1944 se había convocado a los trabajadores a celebrar el primer aniversario de la creación de la Secretaría de Trabajo y Previsión. Un masivo golpe de propaganda fue lanzado desde la Secretaría de Informaciones de la Presidencia y desde el propio organismo cuyo cumpleaños debía festejarse: sin embargo, el resultado cuantitativo del esfuerzo fue decepcionante.

—Si le hubiéramos pagado cien pesos a cada uno de los asistentes al acto —comentó uno del entourage de Perón—, nos hubiera salido más barato que la publicidad que hicimos[21]

Esa frialdad, esa tardanza en aproximarse a Perón no era otra cosa que el lento ritmo de un proceso que se daba en profundidad y necesitaba de un detonante para precipitarse. Pero a principios del 45 ya no podía haber dudas de que un proceso popular estaba en formación. Los que lo advirtieron con más claridad fueron, paradójicamente, los adversarios de Perón. No solamente los partidos políticos —reducidos a silencio como se ha relatado— sino las fuerzas que, sin estar adscriptas a los partidos, eran las que en última instancia decidían las cosas importantes del país.

En primer término, la oligarquía. La palabra «oligarquía» no es muy precisa y ha sido demasiado manoseada. Pero no existe otra más expresiva. Por consiguiente tendremos que referirnos a ella dando por entendido su significación.

La oligarquía olfateó desde el principio la peligrosidad de Perón. Aunque sus chistes trataron de poner en ridículo a Farrell y al régimen militar, el destinatario real de estos ataques y otros menos jocosos era Perón. Con su probada perspicacia la oligarquía advirtió que el régimen militar era transitorio y sus exabruptos, fugaces; que los militares, individualmente —y en especial los marinos—, podían ser objeto de un trabajo de ablande. Que el manido pronazismo de las Fuerzas Armadas desaparecería fatalmente a medida que la guerra siguiera un curso triunfal para los aliados. Comprendía que el equipo nacionalista que rodeaba hasta principios de 1945 el régimen militar no era temible, porque no aspiraba a modificar las estructuras tradicionales del país y, además, casi todos sus integrantes pertenecían a los mismos círculos de la oligarquía.

Nada de eso era demasiado alarmante. Molesto para su sensibilidad, tal vez, pero no temible. Lo peligroso era Perón y el proceso que estaba desencadenando. Cada uno de esos discursos desprolijos, demagógicos, sarcásticos, desenfadados, con que Perón iba jalonando su turbulenta gestión en la Secretaría de Trabajo, cada uno de los «estatutos» que se sancionaban para distintos gremios, cada evidencia de la hegemonía de Perón en el elenco gubernativo, erizaba de furia y temor a la oligarquía.

El Estatuto del Peón, particularmente, era el objeto de sus iras. Sus normas no perjudicaban mayormente a los estancieros, pues los salarios mínimos que establecía no incidían sobre los costos previstos ni las condiciones de trabajo exigidas modificaban demasiado las que existían con anterioridad y que eran en general humanas y razonables. No era el Estatuto del Peón una norma arbitraria o incumplible. Pero atacaba las bases del tradicional trabajo rural y modificaba la relación de dependencia del peón respecto de su patrón. Clausuraba el estilo paternalista del quehacer campero y estipulaba en artículos concretos los derechos y deberes de cada parte, normando lo que hasta entonces estaba sólo determinado por la buena voluntad del patrón. Y esto era lo inadmisible, lo que creaba un precedente que no podían admitir todos los que habían visto en su estancia un recinto inviolable y exclusivo donde sólo se hacía lo que el dueño ordenaba. Lo peligroso no era el salario aumentado sino el nuevo concepto que ahora se afirmaba en la mentalidad del peón: que sobre la voluntad del patrón, antes omnímoda, ahora existía una voluntad superior que lo estaba protegiendo.

Éste es sólo un ejemplo. La suma de ejemplos como éste da la clave del odio de la oligarquía contra Perón, en quien veía al promotor de un proceso que podía ser incontrolable. A esto se sumaba otra motivación no menos decisiva: el descubrimiento de lo insólito de un personaje que llegaba como un intruso al ruedo político, a romper todas las reglas de juego y plantear un nuevo envite con bases totalmente nuevas, sobre las cuales la oligarquía no se sentía firme porque desbordaba lo que había sido su especialidad política, es decir, la maniobra entre minorías.

Para atacar a Perón, la oligarquía se revestía de las más albas vestiduras del liberalismo. El estado de sitio, la censura periodística, el espionaje policial, la detención y confinamiento de ciudadanos, las torturas, las intervenciones que pesaban sobre las universidades, el desacato a la Constitución, eran temas constantes de sus agravios. Olvidaba que todas esas violaciones y desafueros, todos esos abusos y barbaridades habían sido inaugurados en 1930 con una revolución militar hecha a su servicio. Y no confesaba que al atacar a Perón intentaba, en realidad, detener una transformación del país que ya estaba operando en los hechos y que el mismo Perón no podía promover mejor ni tampoco inmovilizar, puesto que él era sólo el verbo de una evolución indetenible, que en ese momento estaba acelerada por las especiales condiciones nacionales e internacionales.

No tuvo la oligarquía la inteligencia de sumarse a este proceso, renunciando a algunos de sus privilegios para conservar los más importantes. Había olvidado, tal vez, esa capacidad de negociación que la hizo grande medio siglo atrás.

Pretendía llevar una lucha frontal contra un movimiento que pronto sería incontrastable porque estaba en los designios profundos de la época. Ni por un momento pensó dar paso a lo que no podía parar y frenar todo lo restante. Para una lucha como ésta, la oligarquía era impotente, salvo que hubiera golpeado desde el principio, cosa que no pudo hacer. La única alternativa que le quedaba era convocar a todas las fuerzas posibles para presentar un conjunto poderoso: un conglomerado que uniera a los comunistas con los oligarcas, los católicos con los comecuras, los liberales clásicos con los renovadores. Naturalmente, juntar a todos contra el gobierno aparejaba, como accesorio, la táctica de separar a Perón de sus posibles aliados. Y a esa tarea se consagraron sus mejores hombres desde 1943.

Para entender esto hay que tener presente que la política social que cumplió Perón entre 1943 y 1945 no suponía nada excesivo. Los aumentos de salarios, las mejoras en las condiciones de trabajo, la extensión de beneficios previsionales, la conquista de condiciones especiales para algunos gremios, la creación del fuero sindical, eran, en conjunto, realizaciones que los tiempos imponían por su propia virtualidad y que la euforia económica de esos años hacía perfectamente viables.

No era esto —como ya se dijo al hablarse del Estatuto del Peón— lo que molestaba a la oligarquía, que no había sido, en su momento, insensible a reclamos como ésos, sino el hecho de tener que negociar mano a mano con los dirigentes sindicales los nuevos convenios, reconocer a los delegados en sus fábricas, pleitear con los abogados de los sindicatos que demostraban tanta o mayor habilidad leguleya que sus propios abogados en igualdad de condiciones y en tribunales volcados a la causa obrera e imbuidos del principio del favor operaii. Todo esto, que parecía una subversión de valores y era, por lo menos, una transformación sustancial en el orden de las jerarquías tradicionales, era lo que la vejaba profundamente. No era que la perjudicase demasiado: pero la reventaba. Y a veces se reacciona con más rabia frente a lo que revienta que frente a lo que perjudica.

Era muy comprensible esa reacción. La oligarquía había gobernado siempre al país, con el breve intervalo de Yrigoyen. Era gente de diverso origen —patricio algunos, inmigratorio otros—, se hallaba entrelazada por vínculos familiares, intereses económicos, identidad de gustos, compadrazgos y complicidades políticas, aficiones, modos de vivir, de hablar, de comportarse. No podía jactarse, en general, de fuentes linajudas ni tampoco podía envanecerse de haber creado una estructura económica sólida y perdurable. Apenas si habían sabido sacar provecho de las tierras obtenidas durante las grandes repartijas de Rivadavia, Rosas y Roca, para crear una actividad que los convirtió en socios menores de los grandes monopolios frigoríficos o en partners (generalmente expoliados) de las grandes firmas exportadoras de cereales. Tampoco tenía una línea ideológica definida: con gran sentido de la oportunidad había sido crudamente liberal en la etapa de la consolidación del Estado, cuando lo más conveniente era que el gobierno cerrara los ojos y dejara actuar; pero cuando las formaciones económicas que la sostenían tambalearon en 1930, se convirtió al más extremo dirigismo estatal y creó juntas reguladoras, institutos movilizadores y toda suerte de apoyos para sus intereses. Pragmática, sinuosa, dueña de muchos medios de seducción, esa oligarquía beneficiaria del «régimen falaz y descreído» llegaba ahora a la década del 40 agotada y espiritualmente empobrecida, después de quemar sus últimos cartuchos en los años anteriores, cuando para conservar el poder debió apelar a extremos que nunca había deseado: el fraude, la violencia.

Gracias a esos recursos la oligarquía había podido controlar el poder político. Ni siquiera Yrigoyen había logrado desplazarla del todo: pero lo que llegó después del 43 la desconcertaba. Esas nóminas oficiales llenas de patronímicos desconocidos, de militares provenientes de la clase media, sus parientes, sus amigos, alarmaban a la oligarquía. Ella había sabido usar a los hombres inteligentes, vinieren de donde vinieren: por eso los ministros de la década del 30 pudieron llamarse Di Tomaso, Culaciatti, Fincatti o Tonazzi. Pero a partir del 43 era todo un sector nuevo el que tendía a ocupar el poder. Lo que no podía advertir la oligarquía era que ese sector, favorecido por el proteccionismo obligado de la guerra, comenzaba a montar las bases de un imperio industrial cuyos titulares ostentarían los apellidos más exóticos. Y éstos sí, serían los verdaderos enemigos de la oligarquía.[22] Los que en 1943, en 1945, montaban unos telares en San Martín, un tallercito en Avellaneda, una fundición en Lanús. Cuando la oligarquía quiso reaccionar, esos patrones improvisados, casi iguales a sus obreros en el aspecto, tenían en sus manos algunos puntos clave, de la economía del país. Como no podían atacarlos, se limitaron a atacar a los titulares formales del poder político, sin advertir que ellos no hacían más que traducir el vital y pujante proceso que se daba abajo, en los cinturones industriales de Buenos Aires y en los centenares de locales sindicales desparramados por todo el país.

Pero no era sólo en los círculos de la clase alta donde fermentaba una sorda oposición al régimen. En el Ejército y la Marina también hubo, desde el principio, algunos grupos que cautelosamente se fueron ubicando en una línea ajena al apoyo a Perón. El espíritu de la Marina, alimentada por las tradiciones navales británicas y sensible a las formas aristocráticas, no podía ser afín a este coronel populachero que se dirigía a las masas en un lenguaje chabacano y no demostraba la menor adhesión al fair play político. En el Ejército subsistían —sobre todo en los niveles más altos— jefes que habían estado vinculados al general Justo y formaron parte de la conjura que ya estaba perfectamente montada cuando en enero de 1943 el ex presidente falleció repentinamente. Eran los amigos de Rawson, que habían tenido que ceder el paso a la marea pronazi de los coroneles y capitanes logiados en el GOU. Algunos habían tenido que retirarse y otros estaban cumpliendo funciones sin mando de tropa, pero de todos modos su fuerza, en conjunto, no era desdeñable y sus vinculaciones con personalidades civiles y con los grandes diarios les permitían contar con eventuales apoyos de gran utilidad.

Ellos también odiaban a Perón. A su juicio había traicionado la Revolución llevándola a un callejón sin salida, cuando lo que hubieran deseado era el inmediato rompimiento con el Eje y elecciones a breve plazo, con un candidato liberal que reuniera las simpatías de todos los partidos tradicionales.

También estaba la Iglesia, en cuyo seno se libraba una sorda lucha entre el clero de formación tradicional, simpatizante de Franco y en consecuencia del Eje, agradecido al gobierno por la implantación de la enseñanza religiosa, y los sacerdotes que veían con inquietud los crecientes compromisos entre Perón y la Iglesia. Esta lucha trascendió a veces con las actitudes de algunos párrocos de Buenos Aires, netamente embanderados en los dos bandos: el de Belgrano, por Perón; el de Liniers, por la democracia. Y en un semanario político, una columna permanente anoticiaba de las pujas de sacristía que esta situación provocaba.

La clase alta, vinculada a la jerarquía eclesiástica, presionaba para restar apoyos al régimen militar dentro de la Iglesia y conseguía promover a monseñor Miguel de Andrea a la virtual jefatura de los sectores religiosos aliados a la oposición. Pero ni el cardenal primado[23] ni la mayoría de los obispos ni mucho menos los niveles inferiores del clero del interior participaron de esta actitud. Por el contrario, adoptaron una neutralidad benévola que se acentuó cuando Perón hizo públicamente actos de fe en diferentes santuarios del país y en ocasión de declarar Patrona del Ejército a Nuestra Señora de las Mercedes. Estas líneas políticas se definieron cuando el proceso estuvo más avanzado: por ahora baste con saber que a principios de 1945 la institución eclesiástica argentina y los vastos sectores de población a ella vinculada sentían también la presencia conflictiva de Perón.

Cuando se produjo la revolución de 1943 existían cuatro centrales obreras antagónicas, dos de ellas de tendencia socialista y una anarquista. Las primeras medidas del régimen militar fueron torpes en relación con el mundo obrero: se clausuraron o intervinieron varios sindicatos, se promulgó un «estatuto de las organizaciones gremiales» de corte totalitario y se reprimieron movimientos reivindicatorios con medidas policiales. La creación de la Secretaría de Trabajo y Previsión y la acción personal de Perón modificaron, a partir de noviembre de 1943, una situación tensa que estaba a punto de estallar en una violenta huelga general.

Al poco tiempo y por gestión directa de Perón, una de las centrales obreras —la CGT Nº 1— empezó a absorber a la otra —CGT Nº 2— y adoptó una actitud de amistosa colaboración con el gobierno. La transformación no fue difícil: bastó cambiar algunos de los interventores de sindicatos —entre ellos los poderosos ferroviarios, que solicitaron el envío del teniente coronel Domingo A. Mercante—, derogar el decreto fascista y promover la formación de nuevas organizaciones obreras.

La unidad sindical alrededor de la CGT —ya sin aditamentos numerables— se fue concretando rápidamente; los dirigentes comunistas fueron drásticamente radiados de la conducción sindical, aunque en algunos casos —como recuerda Juan José Real en Treinta años de historia argentina— Perón trató de tomar contacto con algunos de ellos, buscándolos en la clandestinidad, en el exilio y aun en la cárcel. Algunos dirigentes socialistas, con vieja militancia sindical, prefirieron trabajar pacíficamente con el régimen militar y en la medida que obtenían victorias para sus gremios se iban desvinculando de su partido. Pero los elencos de dirigentes sindicales que trabajaron con Perón fueron generalmente improvisados sobre la marcha. Fueron lanzados desde los niveles inferiores de las organizaciones a las jerarquías más altas a medida que Perón desplazaba a las viejas conducciones, o surgieron solos cuando empezaron a formarse docenas de sindicatos, para agremiar a trabajadores que antes no lo estaban.

Así empezó un proceso que puede sintetizarse en un solo dato: en 1943 había en el país 80.000 obreros sindicados. En 1945 se elevaban a medio millón. O este otro: la Unión Obrera Metalúrgica tenía, en 1942, 1.500 afiliados; en 1946 eran 200.000. Los nuevos sindicatos aparecieron con fuerza explosiva. La CGT promovía la sindicación obrera y la unificación en su torno. Así se fundó en 1944 la FOTIA, que pronto se convirtió en la organización más poderosa del Norte argentino, y en Cuyo el Sindicato de la Industria Vitivinícola, más tarde convertido en Federación. En Buenos Aires y el Litoral nacieron la Unión Obrera de la Industria Maderera, la Unión Obrera de la Construcción, la Federación de la Industria de la Carne, la Unión Obrera Metalúrgica, el Sindicato Portuario y otros no menos importantes. Algunos se constituían sobre los restos de antiguas asociaciones profesionales de origen anarquista o comunista; otros habían sido inoperantes sellos de goma que súbitamente, mediante el apoyo oficial y de la CGT, se convertían de un día para otro en formidables instrumentos de poder gremial. Luis B. Cerrutti Costa[24] recuerda que la CGT y la Secretaría de Trabajo y Previsión «les hacían los Estatutos, les orientaban en los primeros pasos, les facilitaban el local cuando no lo tenían, les acompañaban en los conflictos, les ponían asesores en la discusión de los convenios y les aportaban, a través de sus viejos dirigentes, toda su experiencia».

Además, les facilitaban dinero, rentaban a sus dirigentes y subvencionaban sus giras.

En estos nuevos sindicatos y en los ya existentes que ahora cobraban una nueva importancia, la adhesión a Perón era mayoritaria hacia 1945, aunque no tenía todavía expresiones concretas. Las minorías socialistas, comunistas o anarquistas eran relegadas de las direcciones; en algunos casos —como el de la Unión Obrera Textil— lograron separar a sus organismos de la CGT, pero no tardaron en crearse sindicatos paralelos que, con el apoyo oficial, arrasaron con los anteriores.

A principios de 1945, el movimiento obrero, institucionalizado y convertido en un instrumento incontrastable, era ya silenciosamente peronista. Esto no se advertía aún y mucho menos en los círculos políticos e intelectuales. Pero ya se había producido el fenómeno más trascendental y fecundo ocurrido bajo el régimen militar. Sus consecuencias golpearían muy pronto el rostro de quienes se resistían a creer en la realidad de ese cambio.

El panorama del país, a principios de abril de 1945, presentaba en consecuencia a un gobierno que ya se había desprendido del único equipo político que lo sirviera con cierta continuidad y coherencia, aunque con pésimos resultados. Aparentemente no se había pensado en una alternativa de recambio. Las vinculaciones con los partidos políticos tradicionales seguían cortadas, mientras crecía la hostilidad de éstos contra el régimen de facto, y la oligarquía, los medios intelectuales y los estudiantes, alentados por el vuelco de la política internacional del gobierno y las medidas de liberalización adoptadas, iban haciendo una verdadera escalada opositora. Además, si bien el movimiento sindical crecía y se afirmaba, parecía empeñado en mantener cierta independencia del oficialismo o no estaba muy entusiasmado en apoyar a un gobierno cuya debilidad era ya inocultable.

¿Un régimen que agonizaba? Aparentemente sí, del mismo modo que el régimen de Hitler entraba por esos días en su Untergang en los sótanos de la Cancillería de Berlín. El paralelo entre ambos procesos se hacía gozoso en boca de la oposición, harta ya de dos años de gobierno militar. El análisis de la situación parecía evidenciar que la baraja final que quedaba al gobierno era la personalidad de Perón, única figura que podía nuclear un movimiento popular capaz de apuntalarlo y abrir una salida decorosa hacia la normalización constitucional. Pero Perón (ya se sabía) despertaba en las Fuerzas Armadas sordas oposiciones que en cualquier momento podrían articularse peligrosamente.

A principios de abril de 1945, pues, todo parecía indicar un próximo derrumbamiento del régimen de facto. Pero existían dos imponderables que nadie tenía en cuenta y que serían, sin embargo, decisivos para la solución definitiva del imbroglio.

Uno era la transformación del país, silenciosamente operada en esos años, cuyos protagonistas todavía no habían cobrado conciencia de su propio poder; ese revulsivo proceso que estaba modificando tanto el paisaje de los suburbios de Buenos Aires como la mentalidad de los sectores sociales que hasta entonces estaban resignados a quedar al margen de las grandes decisiones políticas. El otro elemento era la increíble estupidez política de algunos adversarios del régimen militar.

Esos dos factores aparecían, meses más tarde, como ingredientes sorpresivos y tremendamente importantes en el complejo político de la Argentina.

Hay que recordar cómo era la Argentina de 1945. Un Buenos Aires que no conocía semáforos ni radios a transistores ni TV. Tranvías haciendo barullo por las avenidas, automóviles grandes (no existían los 600 ni los Citroën) que podían estacionarse en todos lados. Mujeres con polleras largas y zapatos de plataforma. Argentina del 45: Córdoba sin industria automovilística, Tucumán que era todavía «el Jardín de la República», San Juan empezando a salir de su tragedia. Un país de caminos polvorientos, sin tráfico aéreo ni turismo popular, en el que palabras como «industria nacional» se asociaban con mal gusto, mala calidad y carestía. Donde un libro de autor argentino era casi una extravagancia y los únicos pintores conocidos se llamaban Quinquela Martín y Bernaldo de Quirós. Un país sin la lacra contemporánea de los «ejecutivos», que simplemente cantaba «J’attendrais» y «Vereda tropical», adoraba a Juan José Míguez y Pedro López Lagar, se reía con Catita, Augusto Codecá y Alí Salem de Baraja, lloraba con Olga Casares Pearson, bailaba «Ninguna» y «Verdemar», soñaba —el país femenino— con Robert Taylor, Charles Boyer y Errol Flynn o —el país masculino— con Kay Francis, Rita Hayworth y Viviane Romance, se rompía la cara con Amelio Piceda, fumaba «Clifton» y «American Club», repetía los boleros de Pedro Vargas, usaba corbata Tootal Junior y no conocía la Coca-Cola.

Hay que acordarse de aquella Argentina en que el jefe de los industriales era don Luis Colombo, el de los intelectuales era Enrique Larreta, el de los constitucionalistas Juan A. González Calderón, la estrella de las vedettes era la Negra Bozán y en fútbol brillaban Ángel Labruna y Severino Varela.

Sí, hay que reconstruir ese estelar año 45 y es inevitable que los recuerdos vayan hilándose a través de esos días calcinados por el ardor político. Y aquellos domingos en que, con dos pesos moneda nacional, podía uno ir a la matiné del Rex o el Ópera ($ 1,50 el pullman y diez centavos para el acomodador), tomar un Toddy frío con medialunas ($ 0,35) y todavía con cinco centavos sobrantes para comprar un Kelito, volver a casa caminando despacio por Corrientes, echando una ojeada subrepticia a los libros de El Rebusque y aliviando el camino con una colada de tres o cuatro cuadras en la plataforma del 63… Año 45, con los sueños de un sombrero Flexil y un traje Braudo con pantalones muy anchos, zapatos Elevantor (que tuve el decoro de no comprar) y el fervor repartido entre Santa Paula Serenaders, Carlos Di Sarli y el conjunto Cantos y Leyendas de Villar-Gigena…

Y uno entrando a la Facultad de la calle Las Heras y calculando que si la asamblea declara la huelga dejamos para julio la última materia de ingreso…

En el curso de este trabajo se han consultado permanentemente las siguientes colecciones de diarios: La Prensa y La Nación de diciembre 1944/junio 1946 (en la Biblioteca del Congreso); Clarín de agosto 1945/junio 1946 (en la Biblioteca de Clarín); El Mundo, La Razón, Crítica y Noticias Gráficas de diciembre 1944/marzo 1946 (en la Biblioteca Nacional); Democracia de enero 1946/marzo 1946 (en la Biblioteca Nacional); La Época de setiembre 1945/marzo 1946 y números sueltos de 1944 y 1945 (en la Biblioteca Nacional); La Vanguardia de enero 1945/marzo 1946 (en la Biblioteca del Congreso); semanario Política (biblioteca de Jorge Farías Gómez). Además, números sueltos del diario Tribuna, y las revistas Ahora, Descamisada y Cascabel, de los años 1945/1946.