V
EL PERONISMO
(noviembre 1945-febrero 1946)

I

Pasada la medianoche del 17 de octubre, Perón y su compañera se alejaban de Buenos Aires buscando unos días de descanso en San Nicolás, en la finca de Román Subiza. El hombre que 24 horas antes era un mero detenido, llevado de Martín García a Buenos Aires como un molesto paquete, ahora era un triunfador, ungido por la multitud en una dimensión nunca vista anteriormente en el país…

Desde agosto había estado asestando palos de ciego, incapaz de encontrar una salida a sus ambiciones políticas; después de su caída había dado por clausurada su carrera y su única aspiración era casarse y escribir sus memorias. El día mismo del alud había estado vacilante y retraído. Ahora, la irrupción popular abría por sí sola el camino de la consagración electoral y el juego quedaba limpiamente abierto para él. Acaso ese vuelco del destino era el toque de la fortuna que —según Maquiavelo— es, con la «virtú», la condición del éxito del político.

Pocos días estuvo la pareja afuera. El 22 de octubre se encontraban de regreso en Buenos Aires y al día siguiente Perón daba un paso que algunos de sus amigos consideraban riesgoso para su carrera: el casamiento con María Eva Duarte. Estaba decidido a hacerlo de tiempo atrás y sólo aguardaba su retiro para unirse legalmente a ella sin tener que pasar por las reglamentarias instancias castrenses. Fue una ceremonia casi clandestina. El escribano a cargo del Registro Civil de Junín vino a Buenos Aires con el libro correspondiente y en el departamento de la calle Posadas, donde vivían juntos desde mediados de 1944, se realizó rápidamente el acto, en presencia de Mercante, Juan Duarte y algún otro testigo íntimo. El casamiento religioso se realizaría un par de meses después. El acto no trascendió en ese momento ni tuvo resonancia periodística. Sin embargo, dentro del proceso peronista tenía una extrema importancia porque certificaba la defunción de la actriz María Eva Duarte y el nacimiento de una mujer llamada Eva Perón.

Después la pareja se instaló en la quinta que tenía Perón en San Vicente, alternando su estadía allí con escapadas al departamento de Posadas. En ambos lugares Perón atendía a su gente. Le esperaba una tarea muy dura. Aunque ya era incontrovertible el apoyo popular de que disponía, no contaba con ningún instrumento político para hacerlo efectivo y la inorganicidad de sus huestes era total. Había que empezar a inventar, desde el nombre en adelante, las fuerzas que llevarían a cabo la acción electoral. Perón contaba con el apoyo de amplios segmentos de la clase obrera y también con la amistad del gobierno. Pero entre estas dos bases de lanzamiento no existía nada y ese vacío debía ser llenado con urgencia. Peor que nada, porque sus seguidores provenían de vertientes ideológicas y sociales tan distintas, que era utópico pretender unificarlos. Con buen criterio Perón dejó que cada sector se fuera organizando según sus medios y posibilidades, reservándose un papel de árbitro final en las pujas que inevitablemente habrían de sobrevenir.

En dos locales muy diferentes empezaron, inmediatamente después de las jornadas de octubre, las tareas de organización del peronismo. En el City Hotel, convocados por Quijano, los radicales ya definitivamente escindidos del partido constituyeron una Junta Reorganizadora de la UCR con dos delegados por cada distrito.[188] La primera idea de los «colaboracionistas»’ —copar la UCR y volcarla al apoyo de Perón— ya había sido abandonada, vista la dura actitud antiperonista de las autoridades radicales. El gobierno de Farrell tampoco se prestaba al gigantesco fraude que suponía despojar a la UCR de su nombre, su personería y sus bienes, en beneficio de la minoría disidente. Sólo restaba entonces organizar un radicalismo paralelo y formar una estructura dirigente en todo el país con los caporales que se pudieran atraer. No ignoraban Quijano y sus amigos que el radicalismo era antiperonista en su mayoría y que los dirigentes del nuevo partido pertenecerían, en general, a la tercera línea. Pero también sabían que a través de la UCR Junta Reorganizadora podía canalizarse el eventual sentimiento peronista de la clase media; y además eran ellos, con su experiencia comiteril de muchas décadas, los únicos que dentro del movimiento administraban el know how político, la técnica del reclutamiento y de las mañas electorales indispensables para llegar al comicio.

El 29 de octubre los radicales de Quijano pasaron su prueba de fuego en un acto público realizado en el Salón Augusteo. Este tradicional local era la sede de los prudentes: quienes no se animaban a afrontar la enormidad del Luna Park recalaban en el Augusteo, mucho más pequeño, más íntimo y céntrico que el gran estadio. El acto fue un éxito: el público llenó la sala y desbordó a la calle y aunque había muchos curiosos, impacientes por ver las caras de los «colaboracionistas»’, fue indudable el fervor de la concurrencia, que vibró con las reiteradas invocaciones a Yrigoyen, los denuestos contra el alvearismo del Comité Nacional de la UCR y las apelaciones al nombre de Perón. Hablaron César Guillot, Tanco —acaso el único dirigente con real prestigio popular del nuevo partido—, Colom, Massaferro y, en último término, Quijano, que hizo planeos siderales en su decimonónica oratoria.

De ahí en adelante, la UCR Junta Reorganizadora (poco después la entidad se denominó Junta Renovadora y así terminó por llamarse) empezó activamente su tarea en la Capital Federal y en las provincias, no sin que trascendieran los forcejeos de sus dirigentes por salir adelante en los recién inaugurados cuadros: ¡radicales al fin! El 23 de noviembre ya estaban los radicales renovadores en condiciones de pasar la prueba del Luna Park. El acto fue una demostración de fuerza que sorprendió a los mismos opositores. Bajo retratos de San Martín, Yrigoyen y Perón, los oradores reiteraron su entronque con el radicalismo tradicional y Antille y Quijano proclamaron de hecho la candidatura de Perón a la presidencia. A la salida hubo manifestaciones, antorchas, corridas amistosas por parte de la policía y un pequeño pogrom en el barrio Once, por cuenta de los activistas del nacionalismo.

Pero en otro lugar de la ciudad, paralelamente a esto, empezaba a organizarse otra fuerza de signo peronista con características novedosas dentro de la tradicional política del país. En un taller de escultor del pasaje Seaver —en el corazón del Barrio Norte— se reunieron, también al filo de las jornadas de octubre, los dirigentes sindicales peronistas y el 24 de octubre se fundó allí el Partido Laborista, designándose una mesa directiva provisional[189] que redactó una declaración de principios aprobada por doscientos asambleístas tres días después. El 10 de noviembre se eligió el comité directivo[190], se aprobaron la carta orgánica y la plataforma electoral: una semana más tarde el flamante partido instalaba su sede central en la calle Cerrito al 300, sobre la avenida Nueve de Julio. «Una Nueva Conciencia en Marcha», rezaba el lema partidario pegado en anchos carteles que lucían un logotipo con las iniciales de la nueva agrupación, entrelazadas de una manera demasiado parecida a la del socialismo. La gente se reía de los triciclos pedaleados por fatigados activistas bajo el ardiente sol de noviembre, que paseaban por las calles el emblema y el eslogan laborista. Pero era realmente la expresión de una nueva conciencia: la del poder de las masas afirmada en las jornadas de octubre, que ahora tendía a encauzarse a través de un canal cívico diferente de todos.

Pues el Partido Laborista tenía una esencia puramente sindical y su aparato consistía en las organizaciones gremiales adictas a Perón. Su Carta Orgánica lo definía como «una agrupación de trabajadores de las ciudades y el campo que tiene por finalidad luchar en el terreno político por la emancipación económica de la clase laboriosa del país». Estaba integrada por sindicatos, agrupaciones gremiales y afiliados individuales y su Declaración de Principios abundaba en una concepción cerradamente clasista, con un vocabulario que tomaba anchos préstamos del lenguaje marxista.[191] Era una experiencia revolucionaria: el fruto político de octubre, el intento del nuevo proletariado argentino para llegar al poder por su propia gravitación. No es de extrañar, entonces, que las inauguraciones laboristas tuvieran un inédito fervor.

Recuerda Gay[192] que los activistas «llegaban a la Capital muchas veces sin más recursos económicos que los propios a los que habían reunido algunos partidarios, cuando no lo hacían aprovechando el cumplimiento de una misión sindical, en muchos casos encomendada ex profeso para facilitar el cumplimiento de la labor política. Luego volvían a su pueblo o provincia y cubrían grandes distancias para cumplir los deberes señalados, siempre afrontando la misma dificultad y por ello utilizando los medios de locomoción más variados. A lomo de mula en el norte, viajando con el maquinista, cuando los delegados eran fraternales como Nerio Rodríguez, el prestigioso militante tucumano que pertenecía a La Fraternidad Ferroviaria; en camiones o autos que facilitaban quienes dejaban de atender su trabajo para colaborar con su partido».

Por eso existía una gran diferencia de tensión emocional entre los radicales de la Junta Renovadora y los laboristas. Aquéllos procedían de un viejo partido que los había repudiado y expulsado; sólo podían aportar al ruedo político la exaltación de la tradición yrigoyenista —lo que en muchos casos resultaba insincero como ocurría con Quijano, que siempre fue alvearista— y la reiteración, ya fatigosa, de formas cívicas utilizadas anteriormente. En cambio, los laboristas, vírgenes en política pero protagonistas de ásperas luchas sindicales, se sentían representantes de un fenómeno original, renovador, revolucionario, exento de ataduras y compromisos con el pasado.

Para cualquier observador resultaba evidente que estos dos estilos políticos, estos dos tipos humanos, estas dos maneras diferentes de concebir el país no podían tener otra comunidad que la acción política directa para ganar una elección. Se hubieran requerido una paciencia y fineza política excepcionales para mantener un equilibrio permanente entre el laborismo y el radicalismo renovador. Porque además, a los celos naturales entre ambas fuerzas y sus obvias codicias electorales, se agregaba otro factor conflictivo: la incomunicación personal entre sus respectivos elencos dirigentes. Por su ubicación social, por sus preocupaciones cotidianas, por sus afinidades humanas, hasta por su indumentaria y su lenguaje, los capitanejos del radicalismo renovador y los activistas del laborismo eran extraños los unos a los otros. Había mayor identidad entre los radicales del Comité Nacional y los de Quijano, correligionarios hasta la víspera, que entre éstos y los laboristas.

Perón, que siempre había sentido la visceral desconfianza que los militares suelen sentir por los políticos, simpatizaba naturalmente con la muchachada fervorosa e informal que constituía los flamantes cuadros del laborismo. Pero también advertía el riesgo de encerrarse en una estructura política de signo cerradamente clasista. Ahora había que ganar una elección y la táctica era abrirse, no cerrarse; ganar voluntades, no asustar a nadie. Por eso fue soslayando el problema durante el transcurso de la campaña, arbitrando en cada caso, laudando cada vez que pudo, intrigando oblicuamente, suavizando asperezas, manteniendo la precaria alianza. Cuando su triunfo quedó asegurado, cortó de un sablazo el nudo gordiano de ese matrimonio mal avenido, disolviendo las dos fuerzas para integrar otra —el Partido Único de la Revolución, primero; luego, bravamente, el Partido Peronista— que tendría la ventaja de una homogeneidad total, pero también el inconveniente de una progresiva burocratización, un centralismo degradante y una estratificación infecunda y peligrosa.

Pero el radicalismo renovador y el laborismo no agotaban la nómina de las fuerzas que en noviembre de 1945 aparecieron para apoyar a Perón. El 15 de noviembre apareció una declaración firmada por Arturo Jauretche, último presidente de FORJA. Afirmaba «que el pensamiento y las finalidades perseguidas al crearse FORJA están cumplidas al definirse un movimiento popular en condiciones políticas y sociales que son la expresión colectiva de una voluntad nacional de realización cuya carencia de sostén político motivó la formación de FORJA». En consecuencia se resolvía la disolución de FORJA, dejando en libertad de acción a sus afiliados; la mayoría de ellos ingresaron de hecho al movimiento peronista, con variada fortuna.[193]

También estaban los nacionalistas. Ellos no tenían —como no lo tuvieron antes ni lo tendrían después— un aparato partidario propio. La Alianza Libertadora Nacionalista era un grupo que no representaba a la totalidad del nacionalismo, aunque nucleaba el sector juvenil más combativo; esta organización ya apoyaba a Perón desde agosto. Pero estaba el nacionalismo tradicional, el que floreció en la revolución de 1930, creció mimando los sueños corporativos de Uriburu, se robusteció con gajes de poder bajo Fresco, jugueteó en tiempos de Justo con entelequias monarquistas, gozó su turno de oficialismo con Castillo y Ramírez. Venían de un hábito aristocrático, hispanista y católico. Habían desconfiado siempre del populismo de Perón pero mucho menos les gustaba la alternativa de los partidos democráticos. Defenestrados por el propio Perón no menos de dos veces —al romper relaciones con el Eje y al declarar la guerra a Alemania y Japón—, los nacionalistas olvidaban ahora sus agravios para apoyarlo. Después de todo, Perón se parecía bastante al Mesías político cuyo advenimiento habían esperado siempre; hombre de armas, joven, atractivo, con una clara posición antiyanqui, dueño de las palabras que había tomado de su arsenal y que pronunciaba con una rotunda voz de líder que los conmovía: «cipayos», «vendepatrias», «década infame», «soberanía».

Perón los necesitaba. Los nacionalistas podían aportar a su campaña el ingrediente intelectual que no podían darle los caudillejos radicales de Quijano ni los dirigentes sindicales. Necesitaba nutrir con un contenido de vibración nacional, criolla, tradicionalista, una prédica que el laborismo podía desviar peligrosamente hacia la izquierda y al puro materialismo. Además los necesitaba para la invectiva política, la pulla inteligente, el manejo de los motes y el ridículo: estos intelectuales formados en la admiración por la belleza estilística de Charles Maurras y Drieu La Rochelle eran expertos en tales usos. A su vez —como tantos otros— ellos se le acercaron de nuevo, convencidos de que ahora sí, definitivamente, superados los conflictos palaciegos que habían obligado a Perón a alucinantes gambetas políticas, habrían de manejarlo y lo convertirían en mero portavoz de su ideario.

El 30 de octubre Perón se reunía con el estado mayor del nacionalismo[194] en una cena realizada en la mansión del doctor Norberto Gorostiaga. Allí se fumaron copiosas pipas de paz, mientras Perón explicaba su estrategia anterior, justificaba sus decisiones en el orden internacional, enfatizaba su enfrentamiento con Braden y usaba el más impecable lenguaje nacionalista. La alianza quedó sellada. Ese mismo 30 de octubre empezó a aparecer el diario Tribuna, dirigido por Lautaro Durañona y Vedia, una de las mejores plumas del nacionalismo. El titular del primer número era toda una definición: «El pueblo ya Hizo su Elección.» Durante toda la campaña electoral, Tribuna fue un eficacísimo instrumento de lucha: ingenioso, bien escrito[195], heredero de la mejor tradición periodística de Cabildo pero con un contenido popular cuya carencia había sido siempre la gran falla de la prensa nacionalista.

El aporte del nacionalismo a la victoria electoral de Perón fue grande aunque inorgánico. El candidato asimiló lo que quiso de su ideología, recogió sus escasos votos, influyó a través de sus voceros en sectores de la clase media y alta, dispuso de sus fuerzas de choque, moderó sus desbordes racistas[196] y después, pasada la elección, fue relegando su bagaje a un rincón. Tribuna sobrevivió hasta mediados de 1947: tuvo tiempo de oponerse a la aprobación del Acta de Chapultepec, votada por la mayoría peronista del Congreso…

Y no estaban todos, aún. Porque había que computar a la gente que nunca se había sentido representada por los partidos políticos ni tenía adscripción gremial, pero que sencillamente le gustaba Perón. Los de la baja clase media, artesanos, pequeños comerciantes, jubilados, personas con algún predicamento barrial que resistían a entrar en los comités de los radicales renovadores porque nunca habían sido radicales o miraban con recelo la actitud clasista del laborismo; o los que habían sido conservadores y ahora consideraban cumplida su etapa de lealtad con el «viejo y glorioso». Muchos argentinos, en fin, que aborrecían de la política y así lo decían a gritos en los boliches y las tertulias familiares, pero que veían la empresa de Perón como una cruzada, una convocatoria excepcional, algo casi religioso, limpio de toda connotación política.

Ellos fueron los que espontáneamente empezaron a formar en esos días unos curiosos núcleos que prosperaron con sorprendente prolificidad en los barrios periféricos de las grandes ciudades o en sus suburbios. Se denominaban, en general, Centros Cívicos Coronel Perón, o Centros Independientes, y no eran más que una pieza a la calle ornamentada con un cartel, un retrato del candidato y un foco que lo iluminaba de noche. Algo casi familiar, como los clubes de los partidos políticos uruguayos; un centro de charlas, mate y amistad. No tenían conexiones recíprocas ni dependían de nadie; cada Centro Cívico era la expresión arbitraria de un grupo vecinal, independiente y reacio a embarcarse en estructuras políticas.

Cuando la cantidad de estos comités sui generis empezó a ser ostensiblemente importante, los dirigentes de la campaña peronista intentaron unificarlos o algunos de sus mismos creadores trataron de federarlos, darles organicidad y hasta revestirlos de cierta gravitación dentro del movimiento general, con vistas a conseguir algunas candidaturas menores. Algo se logró en este sentido, pero fue como si la institucionalización de creaciones tan ingenuas y espontáneas las hubiera marchitado, porque poco a poco fueron desapareciendo y después de febrero de 1946 se volatilizaron del todo. Tal vez sus anónimos protagonistas se retiraron discretamente de la escena después de cumplida la misión que habían asumido o quizás sus animadores comprendieron que estaban condenados a un destino de nivel parroquial y era inútil querer inmiscuirse en un proceso que tenía dimensión nacional.

Sea lo que fuere, el caso es que estos Centros Cívicos humildes y serviciales, amistosos y entusiastas, canalizaron hacia el apoyo a Perón a muchas voluntades que normalmente no hubieran tenido cabida dentro de los dispositivos políticos instrumentados por los distintos sectores. Porque la unión de los partidos democráticos tuvo su réplica en la unión de los partidos formados para apoyar a Perón; y la campaña electoral de 1945/1946 fue la confrontación de dos frentes políticos igualmente heterogéneos y precarios. Pero la decisión final ya no estaría a cargo de los partidos —tradicionales o nuevos— sino de la gente anónima desasida de toda divisa: la masa formada por la suma de los hombres comunes que no se interesan habitualmente por la política y que sólo en algunas grandes ocasiones se comprometen espontáneamente por un caudillo o un movimiento y entonces le aportan, formidablemente, la incontrastable voluntad de millones de indiferentes, convertidos ahora en militantes.

Este inventario no sería sincero si no se incluyera a la organización más poderosa, convincente y coactiva de que dispuso Perón durante los meses de la campaña electoral. No era un partido pero sus ramificaciones se extendían y gravitaban en todo el país. No era un sindicato pero estaba en condiciones de movilizar de un momento a otro a centenares de miles de trabajadores. Sus decisiones estaban cargadas de implicancias políticas. Quienes la integraban eran, virtualmente, activistas rentados que podían dedicar todo su tiempo y sus esfuerzos a la promoción de la candidatura de Perón y que disponían de medios de transporte y comunicaciones gratuitos, poder concreto y amplio margen de maniobra.

Perón había apreciado certeramente su importancia —que conocía por experiencia propia— cuando el 17 de octubre impuso como condición previa para la negociación con Farrell, la designación de Mercante como secretario de Trabajo y Previsión. Es que aquella minúscula oficina que había tomado a su cargo dos años antes era ya una pieza fundamental del proceso político. Sus delegaciones provinciales manejaban un poder tan importante como el de las intervenciones locales, y de sus decisiones administrativas dependían el reconocimiento o desconocimiento de los sindicatos, la homologación de los convenios colectivos de trabajo, la sanción de mejoras sectoriales, aumentos de sueldo o modificación de condiciones de labor, la legalización o ilegalización de huelgas, la aplicación de los diversos «estatutos», la represión de las infracciones cometidas por la parte patronal. Y la Secretaría de Trabajo y Previsión, que había crecido y cobrado importancia, incremento burocrático y conciencia efectiva de su poder a través de la acción de Perón, se disponía ahora, en octubre de 1945, a ser el motor fundamental de la campaña que debía llevarlo a la Presidencia. Agudamente, Perón recuerda ahora a sus hombres como «los predicadores»…

La presencia de Mercante como remplazante de Perón era, desde luego, toda una definición. Al asumir su cargo, el 20 de octubre, hizo una larga exposición fundamentando la filosofía que había inspirado la creación del organismo, que fue la respuesta a la académica disertación pronunciada una semana antes por el secretario nombrado por Ávalos. En verdad, Mercante era el hombre ideal para la tarea: hijo de un «fraternal», sus dos años de actuación al frente de la Dirección de Acción Social Directa lo habían puesto en contacto con todos los dirigentes sindicales del país, peronistas o antiperonistas. Tenía sensibilidad popular, creía sinceramente en la justificación de la revolución de 1943 a través de la obra de justicia social realizada y era el más íntimo amigo de Perón en el Ejército. ¡Bien guardadas estaban las espaldas del coronel, con Mercante en Trabajo y Previsión!

Una de las primeras medidas de Mercante fue convocar a una especie de plenario nacional de los dirigentes sindicales ya definidos como peronistas. Los hizo citar oficialmente facilitándoles el viaje a Buenos Aires.[197] Se reunieron en uno de los últimos días de octubre en una sala del antiguo Concejo Deliberante; casi todos los delegados habían participado ya de asambleas constitutivas del Partido Laborista. Cuando Mercante apareció, una gran ovación lo saludó. Todos los asistentes habían actuado, en mayor o menor medida, en la gesta del 17 de octubre y para ellos la reunión era la ratificación del triunfo y el comienzo de una etapa de fáciles conquistas para sus respectivos gremios.

De inmediato se generalizó una alegre e informal conversación y algunos delegados empezaron a adelantar los encargos que traían de sus organizaciones. Ahora sí, dueños de nuevo del poder, aniquilada aparentemente la oposición por la evidencia del apoyo popular a Perón, los dirigentes sindicales podían exponer libremente las reivindicaciones que traían; algunos ya sacaban del bolsillo papeles prolijamente anotados con los aumentos salariales y pedidos de mejoras que les habían encomendado sus compañeros. Estaban eufóricos. Mercante los dejó hablar un rato y luego interrumpió:

—Señores, ustedes están equivocados. Yo no los llamé para que vengan a plantearme sus pedidos. Los he citado para otra cosa. Les quería decir que desde ahora y hasta las elecciones, en el país no debe producirse ni un solo pedido de mejoras, ni una sola huelga, ni un solo movimiento de fuerza… De aquí en adelante, los trabajadores de todo el país deben limitarse a una cosa: ¡ganar las elecciones!

Ante el estupor de todos, continuó Mercante:

—Todavía estamos muy lejos del triunfo. ¡Los enemigos son muy poderosos y nosotros no controlamos todo el gobierno, ni mucho menos! Tampoco disponemos de medios para contrarrestar con eficacia la acción de nuestros enemigos, que cuentan con diarios, partidos organizados, dinero, organizaciones de toda clase y apoyos muy poderosos, nacionales y extranjeros. Tenemos que subordinarlo todo al triunfo electoral. Después, cuando Perón sea presidente, recién entonces ustedes plantearán lo que corresponda en la seguridad de que serán atendidos como siempre. Entretanto, cada sindicato debe ser un comité. Y esta Secretaría también será un comité…

Los pliegos empezaron a guardarse silenciosamente. Mercante siguió insistiendo en su planteo: no había que dar motivos de desorden ni caer en la provocación del enemigo; había que contentarse con lo ya obtenido y esperar hasta después de febrero porque ahora lo único importante era ganar el comicio. Los delegados asentían, algunos con desgano y todos bastante desilusionados. Uno de ellos, un tucumano, alcanzó a decir quejosamente:

—Pero, teniente coronel, ¡a mí me matan si no vuelvo con mi mandato cumplido! ¿Qué hago con este papel? Aquí tengo anotado todo lo que piden los muchachos… ¿Qué hago con esto?

Mercante, rápido, le contestó lo que los argentinos suelen contestar en estos casos…

Y eso fue —metafóricamente— lo que desde ese momento hicieron los obreros con sus exigencias. Los posibles conflictos se solucionaron pacíficamente y muy pocas huelgas se produjeron durante la campaña electoral: la más resonante fue la que hizo el personal de la Corporación de Transportes de Buenos Aires en noviembre, que paralizó la ciudad por un par de días. Fuera de este movimiento y de algunos de menor significación, no ocurrieron huelgas ni enfrentamientos espectaculares: los trabajadores, disciplinadamente, postergaron sus reclamaciones y se dedicaron a luchar por el objetivo político que tenía primera prioridad.

Fueron, en cambio, los patrones, quienes desataron un movimiento de fuerza, como ya se ha visto, pero tan mal planteado y de características tan repudiables, que no hizo más que aportar agua al molino peronista.

Cada uno cumplió el compromiso adquirido en la reunión que se ha relatado. Y por supuesto, la Secretaría de Trabajo y Previsión fue un supercomité que compensó, en el bando peronista, la falta de diarios, las improvisaciones de organización política y la escasez de dinero que hostigó a la campaña de Perón.

II

Así fue como Perón, que a mediados de octubre era para todos —empezando por él mismo— un caso concluido, un mes más tarde ya tenía a su disposición dos partidos políticos que cubrían un ancho segmento del espectro social en acelerado tren de organización, además del apoyo de los núcleos nacionalistas y sectores independientes. Esto, sin contar con la benevolencia oficial y la abierta ayuda de Trabajo y Previsión.

No era de extrañar, entonces, que Perón estuviera por esos días eufórico y desbordante de optimismo. Los locales laboristas y radicales renovadores empezaron a florecer por todas las ciudades del país, en sedes mucho menos pretenciosas que las «unidades básicas» que se establecieron más tarde. En Bartolomé Mitre al 900, en Cerrito al 300 —sobre Avenida 9 de Julio— y en Lavalle al 1300, sobre Tribunales, los comités peronistas céntricos atronaban con su propaganda los aledaños y constituían un centro de incansable ajetreo. Las donaciones de algunos pocos amigos en buena situación económica[198] habían posibilitado estas primeras instalaciones, así como las esforzadas recaudaciones entre los obreros adictos. Es muy probable que hayan llegado también aportes de grandes empresas, sobre todo las vinculadas a servicios públicos: aunque con desgano y a contrecoeur, los responsables de los grandes intereses industriales y comerciales no podían dejar de apostar a una de las dos grandes apuestas en juego. Se dijo por entonces que la CADE había entregado a Perón una suma millonaria[199], pero, naturalmente, la versión es inconfirmable, como lo es en general todo lo que se refiere a esta zona negra e inevitable de la política, que en los períodos preelectorales se transita cautelosamente por gente que sabe bien su oficio y sobre todo sabe guardar silencio.

Lo que parece cierto, en este aspecto de la financiación de la campaña de Perón, es que ella aparentó ser mucho más pobre que la de sus adversarios y que no hubo ayuda financiera por parte del gobierno —salvo si se considera tal las facilidades canalizadas a través de Trabajo y Previsión—. Mientras la Unión Democrática empapelaba el país con costosos carteles, folletos de propaganda bien presentados gráficamente, innumerables tipos de volantes, obleas y material escrito de toda clase, las huestes de Perón se manejaban con tiza y carbonilla, cargando muros y paredes con el nombre de su candidato repetido demencialmente, masivamente. Los partidarios de Perón se movieron dentro de una gran escasez de medios, a lo que se sumaba cierta pobreza de imaginación publicitaria. Frente a los eslóganes, fórmulas verbales y golpes de propaganda de la Unión Democrática, los peronistas se limitaban a exaltar a Perón. En realidad, había imaginación en el peronismo y lo que ocurría era que faltaban medios para difundir sus expresiones. La prueba de que los peronistas eran tanto o más ocurrentes que sus adversarios lo comprueba la creación espontánea del ingenio popular en cantos, estribillos, motes y coros, que terminaron por formar un verdadero folclore campechano y jocoso, que después tendría larga perduración.

Pero esto fue sucediendo a medida que la campaña se fue calentando, verano adelante, allá por enero o febrero de 1946. Ahora estamos recién en noviembre del 45, cuando todo era apresto en uno y otro campo y por parte de Perón, su problema mayor radicaba en delimitar las jurisdicciones, competencias y botines respectivos entre laboristas y radicales renovadores, sin descuidar las otras fuerzas, inorgánicas pero efectivas, que también lo apoyaban. Y fue precisamente en la mitad de noviembre cuando la postulación de Perón recibió una ayuda indirecta y no buscada, difícilmente evaluable en cuanto a su efectividad, pero de todos modos altamente positiva.

Pues el 17 de noviembre apareció la Pastoral colectiva del Episcopado Argentino sobre los deberes cívicos de los católicos. Después de una serie de enunciaciones abstractas sobre la actitud de los ciudadanos frente a los poderes temporales, el documento recordaba concretamente que ningún católico podía afiliarse ni votar a partidos que sostuvieran en su programa la separación de la Iglesia y el Estado, postularan la supresión de «las disposiciones legales que reconocen los derechos de la religión», proclamaran el divorcio legal o sostuvieran el laicismo escolar.

El peronismo recibió con silenciosa satisfacción la Pastoral: a los dirigentes laboristas, venidos del anarquismo, el socialismo o el sindicalismo puro más o menos soreliano, no les daba frío ni calor el pronunciamiento de los obispos. Los nacionalistas, en cambio, batieron el parche clamorosamente: la Pastoral confirmaba —decían en Tribuna— que en la opción de febrero ningún católico podía votar contra Perón. Éste, que jamás había tenido preocupaciones religiosas, captó instantáneamente la importancia del pronunciamiento episcopal y desde entonces se ocupó en formular, cada vez que le fue posible, manifestaciones públicas de catolicismo, no dejó de visitar los santuarios más populares en sus giras y trató de redondearse una imagen de «soldado cristiano» que duró hasta 1954.

En las filas de la recién establecida Unión Democrática, por el contrario, la Pastoral cayó como un balde de agua helada. Algunos de los notorios católicos que en ella militaban[200] hicieron equilibrios retóricos para demostrar que el documento no debía interpretarse al pie de la letra y que era una simple recomendación que podía seguirse o no, según la conciencia de cada cual. De todos modos, el documento enfureció a los dirigentes socialistas, comunistas y demoprogresistas, que lo vieron como un chalaneo vergonzoso hecho por la jerarquía eclesiástica a cambio de la enseñanza religiosa impuesta por decreto a fines de 1943 por el gobierno de facto.

Pero no era así. La sencilla verdad es que los obispos debían expedirse en vísperas electorales, tal como suele hacer siempre la autoridad eclesiástica en estos casos; y que el documento no decía ni más ni menos que lo habitualmente expresado en la Argentina, en aquellas materias sobre las cuales la Iglesia considera indispensable pronunciarse: patronato, derechos de la Iglesia, divorcio, enseñanza. Y ocurría que por lo menos tres de los cuatro partidos que integraban la Unión Democrática sostenían programas que, en estos puntos, estaban en contradicción con la posición católica oficial. Nadie esperaba que los socialistas, los comunistas o los demoprogresistas dejaran de ser laicistas o divorcistas en aras del pronunciamiento eclesiástico; pero del mismo modo nadie podía suponer que la Iglesia dejaría de formular sus casi rutinarias directivas preelectorales, para no molestar a la Unión Democrática. En realidad, el documento pudo tener mayor impacto si hubiese sido publicado sobre las elecciones y no cuatro meses antes; los obispos fueron en esto prudentes e imparciales hasta donde pudieron. Pero en el campo opositor —donde actuaban muchos católicos de tipo liberal— la Pastoral escoció a fondo y al día siguiente no más, la iglesia parroquial de Belgrano fue escenario de un incidente entre el cura[201] —peronista, que cumplió su obligación de leer la Pastoral públicamente con una inocultable satisfacción— y un grupo de feligreses que se retiró del templo y protagonizó en el atrio una trifulca.

En realidad, la jerarquía eclesiástica desconfiaba, en general, de Perón. Los obispos no lo creían sincero y les había disgustado su prolongado y notorio concubinato; los comensales habituales de los obispados eran caballeros y damas de la sociedad, furiosamente antiperonistas, y el prestigio de monseñor De Andrea, líder virtual del ala liberal de la Iglesia, pesaba en la opinión de muchos. Pero la alternativa electoral sólo presentaba dos términos y ningún responsable de la grey católica sería tan loco como para desconocer a un candidato que al fin de cuentas impedía que las masas se hicieran comunistas, había integrado el gobierno que estableció la enseñanza religiosa y se declaraba reiteradamente un fervoroso creyente. A principios de noviembre algunos obispos visitaron informalmente a Perón[202] y el cardenal Copello olvidó en esa oportunidad su vieja querella con él.

Es imposible determinar cuál fue el efecto cuantitativo de la Pastoral, es decir, cuántos católicos dejaron de votar por la Unión Democrática a causa del documento. Pero lo real es que trajo muchos conflictos de conciencia y no ciertamente a los peronistas. Muchos individuos del clero menor —curas de campaña, párrocos de barrio, sacerdotes regulares de órdenes cuyo apostolado se realiza en ámbitos populares como los salesianos o los franciscanos— tomaron la Pastoral con un entusiasmo que tal vez excedía el de sus firmantes e individualmente se convirtieron en ardientes propagandistas de Perón. No se sabe cuántos votos perdió la Unión Democrática por causa del documento. Pero los votos se cuentan de a uno —decía don Inocencio Pérez cuando llevaba a votar a los paralíticos en Luján— y en una lucha como ésta no podía despreciarse uno solo…

Durante el mes de noviembre Perón no pronunció discursos y casi no apareció en público. Recibía en su quinta o en su departamento de la calle Posadas a mucha gente y estaba en contacto permanente con Mercante, que desde Trabajo y Previsión organizaba el Partido Laborista. Dejaba que los procesos se fueran desarrollando según su propia dinámica. Cuando se inauguró el local central del laborismo —en Cerrito al 300, sobre la Avenida 9 de Julio— concurrió a inscribirse como afiliado Nº 1, definiendo así su posición política dentro del conjunto de fuerzas que lo apoyaban.

El 12 de diciembre hizo una primera aparición semipública en el salón ubicado en Cangallo al 1700, frente a un par de centenares de dirigentes laboristas, radicales renovadores e independientes. Ante ellos formuló una exposición de dos horas puntualizando el sentido del movimiento que encabezaba. Repitió algunos conceptos ya expresados en discursos anteriores: desde 1914 el signo de los tiempos lo daba la revolución rusa, que significaba el acceso de las masas al poder —y de paso afirmó que la última guerra mundial la había ganado Rusia—. Dijo que aspiraba a que su gobierno fuera una real revolución y puntualizó las reformas económica, política y social que había empezado a llevar a cabo desde el poder de facto y que completaría cuando fuera presidente constitucional. «No aspiramos a seis años de gobierno —dijo Perón— sino a asegurar sesenta más, y para ello necesitamos una fuerza orgánica.» Definió al movimiento como «radical-laborista», tuvo buenas memorias para Yrigoyen, revoloteó sobre las encíclicas papales y pidió unidad a sus huestes. Quienes lo escucharon en esa oportunidad quedaron impresionados por la coherencia y claridad de la exposición.

El 8 de diciembre se había realizado el gran acto de la Unión Democrática en Plaza del Congreso. Perón resolvió entonces que sus fuerzas replicarían con una demostración el 14, menos de una semana después, decidiendo que el acto se hiciera en un lugar cuya elección era toda una compadrada: la Plaza de la República, el ámbito más vasto de Buenos Aires, un foro virgen de actos políticos porque nadie, desde que existía, se había atrevido a llenarlo. Pero el candidato oficial tenía fe en sus propias fuerzas y sabía que podía salir airoso de esa prueba.

Y así fue. Era un día tremendo de calor y el acto se programó para la caída de la tarde. Sin embargo, desde las 17 ya estaban llegando grupos cada vez más nutridos, algunos con bombos y latas vacías para hacer barullo. Delegaciones de jinetes, columnas con carteles indicando su adscripción gremial o su origen geográfico («Corrientes con Perón», «Grupo de Residentes Santiagueños»), iban rodeando la Plaza de la República con un compacto cinturón de gritos y cantos. A las 19 era imposible llegar al palco instalado al pie del Obelisco, que poco después se hundió ruidosamente, cargado como estaba de entusiastas que insistían en estar en el lugar donde hablaría Perón, lo que trajo inconvenientes en la transmisión radial que se había programado para todo el país. A las 20, la gente llegaba desde el Obelisco hasta Bartolomé Mitre: ¡tres manzanas de gente! Y el entusiasmo de ese público fluido, gritón y bullanguero estremecía todo el centro de Buenos Aires.

Casi a las 21 empezó la parte oratoria desde el local laborista, vista la imposibilidad de hacerlo desde el palco. Se leyó una proclama del flamante partido. Era un documento serio y orgánico, que definía al movimiento como entroncado con «las nuevas inquietudes que preocupaban al mundo actual, vinculándose, en el orden internacional, a las corrientes progresistas que con un nuevo espíritu intentan construir un mundo mejor en el que reina la justicia».

Por supuesto, nadie escuchó esta proclama.[203] Todo el mundo aguardaba la palabra de Perón. Todavía hablaron Monsalvo, Gay y Rouggier, antes que el candidato iniciara su discurso desde el balcón.

Fue una hermosa arenga. Bien dicha, con un tono popular sin exageración.

—No queremos pelear —dijo Perón—; queremos orden. No ganaremos peleando; ganaremos votando.

Hizo las acostumbradas alusiones a las encíclicas y a la inspiración yrigoyeniana de su movimiento y lanzó una de sus frases más felices:

—¡Los obreros deben ser artífices de su propio destino!

Y dijo una cosa que repetiría durante la campaña:

—No estamos contra nadie. Estamos con el país. Por eso seguiremos gritando viva y no gritaremos jamás que muera nadie. Desfilaremos por nuestras calles tranquilos, entusiastas de nuestra causa, sin calificar a nadie de chusma ni de descamisados, para contrapesar a ellos que han lanzado el calificativo despectivo. ¡Tendremos el corazón bien puesto debajo de una camisa, que es mejor que tenerlo mal debajo de una chaqueta!

Las alusiones a la camisa y a los descamisados tenían su intención. Después de las jornadas de octubre, La Vanguardia aludió al pasar a los «descamisados» que habían invadido Buenos Aires. En seguida la palabreja fue adoptada peyorativamente por la oposición —especialmente por los más tilingos— sin advertir que se estaba regalando al peronismo un peligroso motivo de propaganda. Hablar de «descamisados» era posibilitar una comparación entre éstos y los sans-culottes: entre estos argentinos de 1945 y cualquier movimiento popular de reivindicación política y social acaecido en cualquier parte del mundo en cualquier época de la historia. Los peronistas asumieron rápidamente el vituperio, y la camisa se convirtió en un símbolo de lucha, una palabra mágica, una afirmación del estilo populachero y fraternal del movimiento. Ahora, Perón institucionalizaba con su discurso la dichosa prenda. Después que terminó de hablar, mientras se demoraban las aclamaciones, alguien le puso en la mano el asta de una bandera con una camisa anudada a manera de estandarte: sonriente, Perón tremoló la improvisada enseña sobre su cabeza en medio del delirio de la multitud; en ese momento el fotógrafo de un diario opositor captó la instantánea.

Durante varios días se armó un clamoreo en el campo democrático, acusando a Perón de haber agraviado la bandera argentina.[204] Pero el gesto había dado jerarquía de categoría política a un signo que desde entonces el peronismo usaría permanentemente. En adelante fue un rito invariable en el peronismo sacarse el saco al empezar los actos, no tardaron en componerse poemas a los descamisados, fue común en carteles y volantes el arquetipo plástico de un joven con los músculos tensos, el grito al aire y la prenda desacomodada, bien abierta sobre el pecho; hasta se fundó una revista humorística con ese nombre. Ahora, después del impresionante acto del 14 de diciembre, Perón podía agregar un símbolo vivo e inequívoco para su acción, como lo habían sido las boinas blancas para los radicales o las alpargatas para los lencinistas. La Unión Democrática miró con desprecio esa simbología orillera y se burló de ella, afirmando que al sacarse el saco, Perón lucía una suntuosa camisa de ¡doscientos pesos! Pero el signo institucionalizado por Perón siguió triunfante su camino, presidiendo manifestaciones y agregando al recién nacido movimiento un elemento más para su folclore…

Además de la camisa simbólica, ese mes de diciembre arrimó al campo peronista otras ayudas más efectivas. Desde fines de julio aparecía el semanario Política, acaso la mejor publicación de índole política que se haya hecho nunca en el país. En diciembre Política mejoró sus características gráficas y empezó a alcanzar altos índices de venta. La dirigía Ernesto Palacio, un ex uriburista convertido más tarde al radicalismo yrigoyenista, y colaboraban en la hoja antiguos forjistas y radicales renovadores. Excelentemente diagramada, escrita con inteligencia y organicidad, fue la primera voz del peronismo que intentó formular el entronque conceptual del movimiento con las grandes corrientes de la historia argentina. Un vibrante tono nacional, una preocupación americana ausente hasta entonces en la temática peronista singularizaban la prédica de Política —que entregó su última edición el 4 de junio de 1946—, cuyo estilo superaba la vetustez retórica de La Época y el sospechoso tufillo de Tribuna, demasiado parecida a anteriores expresiones del nacionalismo más extremista.

Otra ayuda positiva fue el diario Democracia, cuyo grupo organizador[205] dio a luz este matutino a principios de diciembre. Sus redactores no estaban vinculados a Perón en el plano partidario pero compartían en líneas generales su posición. Además de rescatar para el campo peronista la palabra que le servía de título, monopolizada hasta entonces por la oposición, Democracia alcanzaba por la mañana el alimento diario que consumía el público peronista, reiterado a la tarde por La Época, además del que servía Tribuna. De este modo, a mediados de diciembre la candidatura de Perón contaba con el apoyo de tres diarios y un semanario en Buenos Aires, hazaña que no pudo repetir en el interior, donde casi todos los diarios apoyaban a la Unión Democrática y no fue posible montar estructuras aptas para editar periódicos cotidianos.

Aunque esta artillería periodística no podía enfrentar a los diarios tradicionales, jugados enteramente por la Unión Democrática y cada vez más parciales y comprometidos, representaban al menos una línea de fuego y permitían al peronismo expresarse dentro de diversos tonos y modalidades. El frente periodístico peronista se completaría, un mes más tarde, con una revista semanal desfachatada y graciosa, Descamisada[206], que atacaría a la Unión Democrática desde el vulnerable flanco del ridículo y habría de servir de réplica a Cascabel, semanario humorístico que aparecía desde 1941 y cuya primitiva posición independiente había ido derivando hacia un antiperonismo de tono festivo; y con una revista semanal de gran tiraje, Ahora, que aparecía desde varios años antes y cuya dirección olfateó la dirección en que soplaba el viento popular. A fines de enero, cuando la embajada norteamericana denunció a Ahora como subvencionada por los nazis, la revista se volcó total y fervorosamente a la candidatura de Perón.

III

El 26 de diciembre Perón partió en gira hacia el interior. Rompía así una tradición política puesto que aún no había sido proclamado formalmente candidato; pero no sería la única convención que habría de vulnerar en esta campaña electoral… Dejaba, para cuidar sus espaldas, una Junta Nacional de Coordinación Política presidida por Bramuglia, que intentaría dar coherencia al caótico movimiento peronista y cuya primera recomendación al constituirse fue integrar listas con candidatos de todas las corrientes que apoyaran a Perón y reunir las convenciones nacionales del laborismo y el radicalismo renovador antes del 15 de enero.

La partida de Perón tuvo las mismas características tumultuosas de todos los actos anteriores. Una gran multitud lo acompañó a Retiro y pintó el tren especial que lo conducía hacia el noroeste con estribillos de toda clase para derramarse luego por la ciudad. El candidato viajaba en dos coches, acompañado por una pequeña comitiva cuidadosamente equilibrada entre laboristas y radicales renovadores y una presencia femenina: Evita, ya señora de Perón, que se incorporó a la gira en Santiago del Estero, para pasar el fin de año con su marido, aunque en general se ignoraba si era realmente, ya, la esposa de Perón, dada la discreción con que se ocultó su casamiento. Fue La Época el diario que publicó una fotografía de Evita subiendo al tren, con un epígrafe que certificaba su nueva condición. Era la primera vez que en la Argentina una excursión política incluía en el séquito a la esposa del candidato presidencial.

Toda la gira tuvo características idénticas: llegada a la capital de la provincia correspondiente —generalmente con atraso—, delirante recepción popular, dificultosa marcha en automóvil hacia la plaza principal, discurso, visita a la Catedral o santuario tradicional, banquete y despedida. En casi todas las provincias la Intervención Federal, presidida por su titular, concurría a saludar al candidato oficial o era saludada por él. Perón insistía, en sus piezas oratorias, en el tema de que no era el suyo un movimiento de pelea sino de paz; que sus partidarios no gritaban «muera» sino «viva»; que el gobierno de la revolución había emprendido reformas que debían completarse. En casi todos sus discursos, además, exhortaba a la unión entre sus seguidores, describía al laborismo como un movimiento absolutamente nuevo y al radicalismo renovador como la auténtica herencia de Yrigoyen.

Al día siguiente de su salida llegó a Córdoba. Un aullido de pitos ferroviarios saludó su llegada en medio de una impresionante aglomeración. En la intersección de General Paz y Colón se hizo el acto: «Yo he dicho que los ricos son egoístas y por eso dicen que soy enemigo de las clases dirigentes y que no soy un cristiano —dijo allí—. Recuerdo que el Divino Maestro dijo que era más difícil que un rico entrara en el reino de los cielos que un camello pasara por el ojo de una aguja… Dicen que yo no soy un buen cristiano porque he tratado mal a los egoístas y olvidan que el Divino Maestro echó a latigazos a los mercaderes del Templo… Dicen que nos estamos constituyendo en una fuerza que ha de provocar la lucha social y olvidan que esa lucha y esa revolución se justifican cuando al pueblo se le cierra el camino para intervenir en el gobierno y administración del Estado.»

En La Rioja, al día siguiente, en la plaza Veinticinco de Mayo: «Nuestro movimiento enraíza ya con la época en que el conquistador representaba la oligarquía y el criollo la plebe. Propugnamos la libertad como nuestro más caro ideal. ¡Pero no es posible sentirse libre mientras están cargadas las espaldas con la esclavitud, la miseria y la desesperación!» Después del acto visitó, en la Catedral, el camarín donde se venera la imagen del patrono negro de La Rioja, San Nicolás de Bari.

En Catamarca, el mismo día, frente al local laborista: «Me considero dentro de nuestro Movimiento un solo piñón del engranaje, que tiene millones de dientes y cada uno de ustedes es un piñón que tiene el mismo valor que yo. Pero nadie se desentienda de los problemas de la patria en esta hora incierta.» Luego visitó, en la Catedral, la imagen de la Virgen del Valle.

En Tucumán, al día siguiente, en plaza Independencia. Aquí su discurso no podía dejar de tener un recuerdo emotivo para los obreros tucumanos que fueron los primeros en salir a reclamar su libertad dos meses y medio atrás: «No olvido ni olvidaré nunca la gratitud que debo a los trabajadores tucumanos que en un momento trágico de mi vida supieron levantarse como un solo hombre en defensa de uno de los más humildes hombres de este movimiento de redención social.» Habló de los descamisados, comparó a su movimiento con el que tomó la Bastilla y pidió unidad a sus huestes.

En Jujuy, el 30 de diciembre, en la plaza Belgrano: «Somos un movimiento nuevo para una Argentina nueva. No somos enemigos de nada ni queremos destruir nada. Simplemente somos amigos de los pobres.» Recordó a Yrigoyen, «que fue el primero en enfrentarse a la oligarquía», y señaló un reciente decreto que expropiaba 300.000 hectáreas a los Patrón Costa, como comienzo de la reforma agraria que necesitaba el país.

En Salta, en la esquina de las avenidas Sarmiento y Belgrano: «No hay diferencias entre el Partido Laborista y la UCR Junta Renovadora.» Habló de Güemes —un grupo de jinetes con atuendos gauchos integraba la manifestación— y de las tradiciones criollas. Omitió la previsible visita al Señor de los Milagros.

En Santiago del Estero, el 31 de diciembre, bajo un sol demoledor: habló de la necesidad de la reforma agraria y dijo que su gira por el Noroeste lo había convencido de la justicia de la política social que había llevado a cabo: aún hoy recuerda Perón la formidable guitarreada con que terminó el acto —como no podía ser de otro modo en Santiago del Estero—. Sus compañeros de gira, en cambio, recuerdan que el «tesorero» de la gira los arregló con cinco pesos a cada uno para que pasaran el fin de año…

En Santa Fe, el 1º de enero, en la plaza Belgrano: «Nuestro movimiento no es comunista ni es nazi, como se lo ha calumniado. Es exclusivamente argentino y brega por una patria mejor.» Afirmó que «hay que reconquistar la industria, aunque sea a pulmón, por una distribución equitativa de sus beneficios». Denunció que la oligarquía estaba comprando armas «pero no les vale de nada porque para manejar las armas hay que ser hombre y los oligarcas no son hombres». Pidió a sus partidarios que se organizaran para no formar una turba sino una organización efectiva.

El 2 de enero llegaba Perón a Retiro, de regreso de su excursión. El tren debía arribar a las 9 de la mañana y la estación estaba llena de gente desde temprano. Cuando la locomotora —con un gran retrato del candidato en la trompa— paró en el andén, un cordón de policías debió rescatar a Perón de la locura del público. Una euforia inocultable trascendía su rostro y no dejó de iluminarlo a pesar de que su automóvil, pugnando por eludir el frenesí de la gente, atropelló a un carrito de frutas lesionando a su conductor y a varios policías que custodiaban a Perón: Cascabel atribuyó de inmediato al candidato laborista la temible condición de jettatore, y «Fúlmine» —el personaje de Lino Palacio cuyos anuncios siempre eran fatales— no dejó de presagiar que Perón triunfaría en las elecciones…

Pero ni estos chistes ni el escasísimo espacio que los grandes diarios dedicaron a la gira de Perón podían ocultar la realidad de los hechos. Podía estar satisfecho de su periplo.

En primer lugar le había permitido madrugar a sus adversarios, comenzando su campaña mientras la Unión Democrática todavía no tenía su fórmula proclamada. En segundo lugar cumplió con la obligada visita a los distritos electorales del Noroeste, sin mayor importancia numérica, reservando así su tiempo útil anterior a la elección para golpear sobre los grandes conglomerados del Litoral. Además le sirvió para arreglar algunas de las disputas que ya estallaban entre laboristas y radicales renovadores en el interior. Pero la gira fue útil, sobre todo, para evaluar su propia popularidad tierra adentro.

En la Capital Federal y el Gran Buenos Aires, donde las organizaciones sindicales disponían de un poder cada vez mayor, no era difícil estar convencido de que su candidatura contaba con un apoyo masivo: ello era fácilmente perceptible. Pero ¿qué ocurría en el interior? Provincias sin experiencia sindical, acostumbradas a adoptar sus decisiones políticas en torno a los partidos tradicionales, con acendradas lealtades a sus líderes locales; el panorama para Perón no estaba claro en esa zona del país. Es cierto que las Intervenciones Federales instrumentaban, en general, un desenfrenado apoyo a Perón: pero no era la primera vez que un gobierno había perdido allí las elecciones.[207] En esas provincias donde la fuerza mayoritaria, desde los tiempos de Yrigoyen, era el radicalismo, los dirigentes de la UCR habían permanecido en su viejo partido —salvo en Jujuy, donde Tanco se alzó con toda la estructura partidaria—. Y la lucha pueblo por pueblo, familia por familia, hombre por hombre, requería una organización previa que ni el naciente laborismo tenía —excepto en Tucumán, donde la FOTIA se convirtió automáticamente en Partido Laborista— ni el radicalismo renovador había podido montar. Por otra parte, la radio, gran instrumento proselitista de Perón, no llegaba a la gente del interior con la intensidad con que lo hacía en las grandes ciudades. Ni el lenguaje de Perón era entendido como en los centros urbanos.

Todos estos factores hacían indispensable el viaje del candidato y lo cierto es que la excursión le fue positiva. En casi todas las capitales de provincia lo recibieron grandes multitudes. En Tucumán, la provincia entera se vino en masa a la ciudad para escucharlo; en Córdoba, los entusiastas hablaban de medio millón de personas reunidas en el acto peronista —«cantidad que excede en mucho la población de la capital cordobesa», ironizaba La Prensa—. En muchas estaciones del trayecto el público se agolpaba para escucharlo o al menos verlo, de día y de noche; deteniendo a veces el tren en que viajaba. Tan insistente era este reclamo que Perón optó por disponer de un sosia: un funcionario de los ferrocarriles que había diagramado su itinerario y viajaba en su comitiva. Su ancho rostro, bastante parecido al del candidato, permitía a éste seguir descansando mientras su doble se asomaba a la ventanilla y saludaba con los brazos a la gente reunida en la estación, encantada de haber visto a su ídolo[208]

La presencia de Evita contribuyó al éxito de su excursión. Su nombre era conocido en todo el país a través de las radionovelas que había difundido hasta octubre. Su romance con Perón era, en la imaginación popular, un cuento de hadas cuyo casamiento culminaba una bella historia de amor. Evita no pronunció discursos y se mantuvo en un discreto segundo plano. Pero bastaba su presencia, su sonrisa, el toque rubio de su cabello entre los rostros ocres y los pelos negros de la provincianía, para poner un toque de maravilla en la pareja que viajaba por el país: él, sonriente, descamisado y presto para la declamación y la sonrisa; ella, gentil y bonita, quebrado el color del rostro por el embarazo que le atribuían los comadreos.

Los problemas que le esperaban en Buenos Aires le cuajarían pronto la sonrisa. La riña entre sus partidarios ya adquiría proporciones escandalosas. En las filas radicales renovadoras las pujas por las posiciones se dirimían a balazos. Tres días después de su llegada, en el comité quijanista de Tucumán al 700 reventó un violento tiroteo que dejó un saldo de un muerto y varios heridos; al otro día, las elecciones internas de la UCR Junta Renovadora en la Capital Federal fueron marcadas con trampas y grescas públicas.

Ante este espectáculo Perón debía tascar el freno. No tenía poder para imponerse por su sola autoridad ni podía darse el lujo de entrar a hachar sus propias filas. Más que las irregularidades de los comicios internos le preocupaba la posibilidad de que la UCR Junta Renovadora fuera dominada por una tendencia que no pudiera controlar y que dificultara aún más el indispensable entendimiento con el laborismo. Escribió entonces una enérgica carta a Quijano rasgándose las vestiduras ante el escándalo de las elecciones metropolitanas y fulminándolas de nulidad. Pero no había llegado todavía el tiempo de que semejante reacción tuviera efectos aplastantes sobre los insumisos; tres dirigentes, miembros de la Junta Electoral del quijanismo, le replicaron con insólita energía y en buenas palabras le previnieron que no se metiera en lo que no le importaba.[209] El fondo de esta puja se refería a la candidatura vicepresidencial, codiciada a la vez por Quijano y Antille y a las postulaciones para diputados, que debían repartirse entre todas las fracciones adictas a Perón. Pero el desorden no proliferaba solamente en la Capital Federal. Con gran esfuerzo se había logrado reunir a los delegados que integraban las convenciones nacionales del Partido Laborista y de la UCR Junta Renovadora, que deberían proclamar la candidatura presidencial del movimiento. Las reuniones previas eran caóticas. Nadie se conocía de antes; los más audaces prevalecían sobre los discretos y las proposiciones más disparatadas podían tomarse en serio por aquellos hombres entusiastas pero carentes, en general, de experiencia política.

El 15 de enero se reúne el congreso del Partido Laborista[210], en un salón situado en Cangallo al 1700. No había, por supuesto, ninguna duda sobre la candidatura a presidente de la Nación. Pero en lo referente a la postulación vicepresidencial, crecía entre los delegados el rechazo a todo candidato que no fuera laborista. Votar por Quijano o Antille para integrar la fórmula les parecía un retorno vergonzante al pasado, una claudicación de la idea revolucionaria que nutría al laborismo. Los nombres de Gay y de Cipriano Reyes gozaban de una receptividad peligrosa. A medida que pasaban las horas se tenía la sensación de que en la asamblea laborista podía pasar cualquier cosa. Perón, sintiéndose acaso impotente para controlar esa algarabía fervorosa e ingenua, se había retirado a San Vicente y permanecía ajeno a los cabildeos. Ante ese panorama, Mercante —todavía secretario de Trabajo y Previsión— llamó a algunos dirigentes laboristas y les propuso su propio nombre como candidato a la vicepresidencia. A los delegados les pareció una solución óptima y la fórmula Perón-Mercante fue aclamada por la asamblea del Partido Laborista.

Obviamente, era un binomio sin viabilidad política: además de estar integrado por dos militares y no representar la realidad geográfica del país —como es tradicional en las fórmulas presidenciales argentinas desde Mitre en adelante—, el acuerdo urdido en torno a Perón exigía tácitamente una fórmula integrada por un personaje de origen radical. La postulación de Mercante, que éste de inmediato puso a disposición de su jefe, había servido para bloquear el riesgo de una proclamación incontrolada. Cipriano Reyes y su grupo, por su parte, habían proclamado a Mercante aun sabiendo que era inviable, para poder pedir, como compensación, la gobernación de Buenos Aires para éste, en oposición a la candidatura de Alejandro Leloir.

Al día siguiente se reunía la convención de la UCR Junta Renovadora.[211] Otro estilo político, otro tono verbal, otro paisaje humano. Se impugnaron delegaciones, se formularon reproches recíprocos y hubo retiros de delegados «antillistas». Días antes, el radicalismo renovador había aceptado adoptar el programa laborista. Cuando se trató de votar la fórmula, se sustituyó el procedimiento reglamentario por la aclamación. El ex ministro del Interior dominaba cómodamente la asamblea a través de sus personeros: nadie se asombró de que la fórmula proclamada fuera Perón-Quijano.

Las convenciones laborista y radical renovadora habían superado formalmente el problema de la candidatura presidencial del movimiento. Pero dejaban planteado un grave conflicto. ¿Qué vicepresidente llevaba Perón? ¿Insistiría el laborismo con Mercante u otro de sus filas? ¿Haría la UCR Junta Renovadora una cuestión vital de la permanencia de Quijano en el binomio? La solución de este acertijo no sería la menor preocupación del candidato oficial en el mes que quedaba hasta la elección. Pero a la masa peronista el detalle no le importaba nada: su bandera era Perón y el segundo término le era absolutamente indiferente. Con esa certeza, el candidato tenía cuatro semanas todavía para maniobrar y como medida precautoria no concurrió a ninguna de las dos proclamaciones para evitar comprometerse.

El problema tuvo un principio de solución una semana después, cuando el organismo interpartidario presidido por Bramuglia planteó a los representantes de las dos fuerzas peronistas la renuncia presentada por Mercante y la necesidad de unificar la fórmula. Se discutió largamente, se prometieron compensaciones y al fin el laborismo aceptó el nombre de Quijano para integrar el binomio, «considerando —dijeron sus voceros— que el coronel Perón es netamente un laborista». Perón-Quijano era, pues, la fórmula de la coalición pero ni la solución satisfizo del todo al laborismo ni dejó de gritarse «Perón-Mercante» en sus actos. La imposición fue un nuevo motivo de agravio entre las dos fuerzas, que se agregaba a los problemas que cada una padecía internamente. En Tucumán, en Catamarca, en Corrientes, el laborismo parecía dividirse irremediablemente en la última semana de enero; en Buenos Aires los radicales renovadores proclamaban candidato a gobernador a Leloir y los laboristas juraban que no aceptarían semejante postulación.

No era alentador el panorama que brindaban sus huestes a Perón. Él, que durante 35 años había integrado una institución cuyo fundamento es la disciplina, el orden, la jerarquía, debía sentirse enfermo ante el caos de las organizaciones que lo apoyaban. Tuvo, sin embargo, la paciencia de aguantar las tormentas con impavidez; su desquite sólo podía llegar después de las elecciones, si triunfaba. Entretanto había que someterse a ese fatigoso comercio humano que ejercía en su departamento de la calle Posadas, recibiendo —a veces en paños menores, cuando hacía mucho calor— a quejosos de ambos bandos, transando, suavizando, arbitrando cuando podía. Quizás intuía que todo este aparente derrumbe no era más que un signo de la tremenda vitalidad de las fuerzas que se habían nucleado a su alrededor. Debió ser una liberación salir en gira por segunda vez, ahora hacia Cuyo.

El 25 de enero partió Perón de Retiro: Evita y nueve personas más lo acompañaban. El gentío había invadido el convoy y costó Dios y ayuda desalojarlos. La locomotora y los vagones estaban totalmente tatuados con inscripciones: «Perón Rey» rezaba una de ellas… Mientras el tren atravesaba lentamente los suburbios porteños, aclamado por pañuelos y voces a lo largo de su itinerario, Buenos Aires era escenario nuevamente de sangrientos hechos. Los que habían ido a Retiro a despedir a su líder salieron en manifestación por el centro, agredieron y fueron agredidos y se tirotearon con comunistas que andaban en un camión de propaganda; estallaron balazos en Sarmiento y Montevideo, después en Corrientes y Uruguay, más tarde en Corrientes y San Martín; un comité peronista de la calle Lavalle al 1600 fue baleado. Un muerto y quince heridos se anotaron esa noche.

A la misma hora, Perón era recibido por Junín, la patria de su esposa. Luego el tren siguió hacia San Juan, adonde llegó el 26. Allí lo esperaba una de las fuerzas políticas que con más derecho integraban el movimiento peronista: el bloquismo, el viejo partido de los Cantoni, que podía considerarse su precursor por el sentido social, la demagogia, la violencia y el informalismo político que habían caracterizado su trayectoria. San Juan había sido uno de los caballitos de batalla de la Unión Democrática, que acusaba al gobierno de facto de no haber iniciado la reconstrucción de la destruida ciudad, y a Perón, de haberse quedado con las sumas recaudadas en colecta pública. El recibimiento sanjuanino fue, sin embargo, apoteótico. Perón pronunció un discurso de tono diferente a los que dijera en su primera gira: más duro, más preocupado. Definió su movimiento como una revolución criolla que estaba recorriendo toda América; afirmó que en Estados Unidos millones de trabajadores miraban con atención el fenómeno que estaba ocurriendo en nuestro país; admitió que la reconstrucción de San Juan estaba atrasada pero que ello se debía a que no se quería caer en improvisaciones y prometió que su gobierno levantaría a la ciudad más bella que antes. La multitud que lo escuchaba estaba netamente dividida entre laboristas y cantonistas: Perón exhortó varias veces a la unión y señaló la gravedad de que pudieran dividirse. Lo cierto es que Federico Cantoni había planteado ya su deseo de gobernar la provincia, con prescindencia de la ya proclamada candidatura laborista; en una entrevista que tuvieron después del acto Perón se negó a facilitar las aspiraciones del líder bloquista, que salió malhumorado, dispuesto a abandonar la coalición.

El 27, en Mendoza, habló de San Martín y comparó la gesta del Libertador con su propio movimiento, que estaba resuelto a llevar a toda América la liberación económica, política y social. Duramente atacó a sus adversarios: «Reciben plata de la oligarquía». Calificó a la gira de los candidatos democráticos como «caravana del mal humor» —aludiendo a un conocido elenco cómico— y los acusó de «andar asesinando gente por las provincias del Norte»; recordó la época en que había vivido en Mendoza y volvió a reiterar sus pedidos de unión. En Mendoza, además de los radicales renovadores —casi todos antiguos yrigoyenistas— y los laboristas, apoyaban su candidatura los lencinistas, que también habían sido otrora precursores del peronismo, como lo fueron los bloquistas sanjuaninos.

Un acto más en San Luis con iguales características que los anteriores y, luego, el regreso a Buenos Aires. Antes de que el tren pasara por una estación del departamento cordobés de Río IV, la policía descubrió unas cargas de gelinita en las vías; habrían sido colocadas por desconocidos que bajaron de un automóvil. El 28 a las tres de la tarde entraba a Retiro «La Descamisada» —así habían bautizado a la locomotora que arrastraba el convoy en que viajaba Perón— demorada en más de cuatro horas por la gente que se agolpaba en las estaciones y las vías desde Pergamino para acá, ansiosa de saludar al candidato. El recibimiento también tuvo una rúbrica de violencia: una de las manifestaciones que se derramaron sobre la ciudad desde Retiro fue tiroteada en Rodríguez Peña y Charcas; seis muchachos que iban gritando vivas a Perón cayeron heridos.

Cuatro días más tarde Perón empezaba su tercera gira. Como para descansar un poco, esta vez había elegido la vía fluvial y un viejo barco, el «París»[212], especialmente contratado para el caso. Era un cascajo cuyas máquinas padecieron sofocones todo el viaje, atrasando algunos de los actos programados. Pero el inconveniente no impidió que desde la costa, a través de casi todo el trayecto, la gente siguiera el paso del buque como si estuviera alertada por una misteriosa telepatía. Al cruzar frente a Rosario, pañuelos y sirenas de las barcazas y remolcadores acompañaron el paso del «París»; en la boca del arroyo Saladillo los obreros del frigorífico Swift se agolparon para aclamarlo. Clarito se veía a Perón en el puente, con pantalones claros y camisa sport, contestando las demostraciones con amplios ademanes; a su lado, un golpe de sol reflejándose en el cabello de su esposa.

En Goya estaba programada una escala. Paisanos correntinos acompañados por sus mujeres y sus hijos fueron cayendo a la ciudad desde la mañana del 1º de febrero, pero el buquecito iba atrasado y no pudo detenerse. La gente, entre desilusionada y exasperada, recorrió la ciudad —el pago chico de Quijano, que no viajaba en el «París» por estar enfermo— y al pasar frente al comité liberal se generalizó un tiroteo que dejó un muerto y varios heridos entre los manifestantes. El 2 de febrero Perón llegó a Resistencia: era un acto de cortesía porque el Chaco, todavía territorio nacional, no elegía presidente ni legisladores al Congreso. En Corrientes el acto de proclamación se hizo en la Avenida Costanera. Perón pronunció uno de los discursos más agresivos de su campaña: «Hay que terminar con la maldita oligarquía hoy o manana», gritó. Acusó a la oposición de estar en connivencia con intereses extranjeros, los acusó de vender la patria, llevó al máximo la exaltación de la multitud. Al otro día, en Paraná, un acto extraordinario en el que Perón dedicó buena parte de su discurso a vituperar la oligarquía: «Los descendientes del patriciado criollo, en el manejo de la cosa pública juntaron dos o tres estancias y un palacio en la calle Florida. Se fueron a Europa, liquidaron allí sus estancias, vinieron a nuestra tierra y cuando no tuvieron nada que vender, vendieron la patria. Ese patriciado dejó una descendencia que no supo transformarse en héroes de la patria porque se transformaron en una oligarquía miserable y mezquina que ha vendido el país, que ha engañado a su pueblo y hoy no puede condenar sus propios errores».

El 5 a la noche el asmático «París» atracaba en Dársena Norte: algunos centenares de entusiastas fueron a recibir al candidato y luego subieron a la ciudad para hacer las manifestaciones acostumbradas. Fue otra noche luctuosa: pasada la medianoche, desde un automóvil tirotearon a un grupo de nacionalistas que pegaba carteles de su agrupación en Pueyrredón y Mansilla: dos muertos. Como para suavizar la alevosía del hecho, La Prensa señalaba que las víctimas eran «dos sujetos de pésimos antecedentes» del barrio del Abasto…

En el transcurso de la campaña electoral, los discursos de Perón habían sufrido una evolución fácilmente perceptible. Al principio se había limitado a invocar la obra cumplida por el gobierno de la Revolución en materia de justicia social, a definir su movimiento, exhortar la unidad de sus partidarios, señalar que ellos gritaban «viva» y no «muera», recordar antecedentes históricos de su propia lucha. A medida que la Unión Democrática se movilizaba y el esfuerzo opositor se hacía más y más vigoroso, Perón hablaba con mayor agresividad, atacaba a sus adversarios y les lanzaba gruesas acusaciones o sarcasmos de inmediata resonancia popular. La candidez opositora le había dado un excelente tema para sus invectivas: la ayuda que la Unión Industrial había arrimado a la Unión Democrática a través de un cheque por $ 300.000 que el tesorero de la UCR endosó y depositó en la cuenta de su partido con una pasmosa inocencia. Si entre las filas democráticas había avispados empleados de banco como el que descubrió el cheque del Jockey Club de La Plata a favor de Albariños, también los peronistas tenían sus sicofantes en las oficinas bancarias. El 31 de enero, el matutino El Laborista —nacido veinte días antes como expresión de los sectores sindicales que apoyaban a Perón— sacó en su primera página, en tamaño catástrofe, un titular: «¡Vendidos!»

Debajo venía la fotografía del cheque de la Unión Industrial, con las firmas aumentadas y el endoso efectuado por el tesorero de la UCR. Esa misma tarde La Época publicó la primicia de su colega y durante días y días ambos diarios, más Democracia y el semanario Política, reprodujeron el documento con las glosas pertinentes. El pueblo peronista tomó el asunto con directa valoración:

«¡Cheque, cheque, cheque / chorros, chorros, chorros!», fue desde entonces uno de los gritos más coreados de los actos peronistas.

Pero la agresividad oratoria de Perón no obedecía solamente a la necesidad de contraatacar con la mayor dureza posible la ofensiva democrática. Le era indispensable radicalizar, enfatizar el tono de su campaña, porque ya estaban apareciendo síntomas de la vasta maniobra implementada por Braden. Para neutralizarla, Perón concedió una entrevista al corresponsal del New York Times en Buenos Aires, que se publicó el 31 de enero. El candidato laborista negaba ser o haber sido nazi.

—¡Sería capaz de retorcerle el cuello a los nazis! —habría prorrumpido Perón, según el periodista yanqui.

Describió al régimen argentino como semejante al New Deal, lamentó la muerte de Roosevelt, acusó a Braden de haber cancelado los acuerdos a que se había llegado con Warren y después de asegurar que los viejos políticos estaban terminados, venía el plato fuerte: acusaba a la embajada de Estados Unidos en Buenos Aires de estar conspirando contra él: «Tengo pruebas concluyentes —afirmó— de que la embajada ha dado 300.000 dólares para la campaña de la Unión Democrática». Reconoció que algunos de sus partidarios «habían tirado piedras y tomates» al tren opositor en una pequeña estación del Norte, «pero que él nada tenía que ver con ese hecho». No aludió a Braden pero todo el reportaje tenía un destinatario.

Probablemente se le había escapado la lengua y lo que quiso ser un elemento de conciliación se convirtió en un nuevo factor de hostilidad del gobierno norteamericano contra él. El encargado de negocios de Estados Unidos no demoró un día en dirigirse al Ministerio de Relaciones Exteriores preguntando conminatoriamente si el gobierno argentino suscribía las acusaciones contra la embajada: el canciller respondió que Perón estaba desvinculado del gobierno desde octubre y que sus afirmaciones corrían por su propia cuenta. Tal vez para paliar la gaffe Perón hizo publicar en algunos diarios de Estados Unidos, una semana más tarde, un documento de 4.000 palabras sobre las relaciones argentino-yanquis. Alababa al pueblo de Estados Unidos y afirmaba que la Argentina necesitaba inversiones de capitales y aportes tecnológicos.[213] Pero el 12 de febrero los cables anoticiaban que el día anterior el Departamento de Estado había entregado a los diplomáticos latinoamericanos acreditados en Washington los ejemplares del Libro Azul.

Pocos momentos son tan significativos en orden a la valoración personal del Perón de 1945/46, como estos que debió sobrellevar el candidato laborista a diez días de las elecciones. El Libro Azul —que se fue publicando los días 13, 14 y 15 de febrero en los diarios del país— no era la única ordalía que debía enfrentar Perón. En ese preciso instante su movimiento sufría la crisis más grave de su corta trayectoria y parecía entrar en un proceso de disgregación. La explosión de apetitos personales era incontenible. En Santiago del Estero el ministro de Gobierno renunciaba acusando al Interventor Federal de parcialidad en favor de una fracción peronista. En San Juan explotaba el conflicto con Cantoni y el bloquismo retiraba estrepitosamente su apoyo al candidato laborista anunciando en un rencoroso manifiesto que Perón obtendría en esa provincia «un número de votos insignificante». En Mendoza se producía igual rompimiento con el lencinismo. En Corrientes había sido imposible unificar en una sola fórmula las dos candidaturas peronistas locales enfrentadas. En Jujuy y Tucumán, laboristas y radicales renovadores andaban como perros y gatos, vetándose mutuamente y rechazando todo candidato provincial que no fuera propio.

En Buenos Aires el proceso interno adquiría formas de sainete. El Partido Laborista había proclamado en enero la fórmula Mercante-Arrieta y los radicales renovadores el binomio Cetrá-Emilio Siri. Frente a esta división de fuerzas se había acudido al laudo de Perón, que urdió entonces la combinación Leloir-Bramuglia, ordenando acatarla, lo que provocó el alejamiento definitivo de Cetrá del peronismo. Pero el laudo no satisfizo a los laboristas, que decían constituir la fuerza de mayor gravitación en la provincia; y sobre todo no satisfacía a Evita[214], que presionó con toda clase de recursos a su marido para que indujera a Leloir y a Bramuglia a presentar sus renuncias y allanar el camino a otra fórmula. Cuando Perón leyó por radio, el 10 de febrero, la nómina de candidatos[215] que debían votar los peronistas en todas las provincias, Buenos Aires fue significativamente omitida: todavía no había candidatos peronistas para el primer estado argentino a doce días de los comicios…

Y además de todo eso, el Libro Azul… Sólo un inconsciente o un iluminado podía seguir adelante. En esta emergencia, Perón creció sobre la adversa circunstancia: bajó la cabeza como un toro y embistió. Su intuición —esos invisibles hilos que unen al líder con su pueblo, según Alexis Carrell— funcionó a la maravilla. Hizo exactamente lo que tenía que hacer y lo único que podía hacer. Frente a la acusación del Departamento de Estado no debía perder un minuto en defenderse, no debía gastar una palabra en explicaciones. Tenía que atacar, acusar, denunciar, convertir al fiscal en procesado, hacer de la requisitoria una prueba concluyente de la culpabilidad de sus adversarios. Las refutaciones al Libro Azul, que quedaran a cargo del gobierno y de los que se sintieran damnificados. Perón no caería en la trampa de una discusión. Por eso, el mismo día que los cables anunciaban la distribución del Libro Azul a los diplomáticos latinoamericanos, antes aun de conocer su contenido, Perón, ante varios centenares de miles de hombres y mujeres enfervorizados, lanzó la opción que definiría la campaña:

—La disyuntiva de esta hora trascendental es ésta: ¡Braden o Perón!

¿Qué motivación le había dado esta tremenda capacidad para el ataque? Lo que ocurría era muy sencillo: el candidato laborista estaba ahora seguro de triunfar. No sabemos si advertía que las pujas internas y los motines de su movimiento sólo indicaban vitalidad y no disolución. Pero es seguro, en cambio, que los recientes contactos con su pueblo le habían otorgado una total seguridad en la victoria. El mismo día que Tamborini y Mosca eran proclamados en el gran acto de Avenida de Mayo y 9 de Julio, la ciudad de Rosario y sus aledaños se volcaban frente al Monumento a la Bandera para aclamar a Perón. Su regreso en tren —que pudo descarrilar por el corte, acaso intencional, de un vagón— fue un triunfal paseo hasta Retiro. El día anterior su esposa había sufrido una experiencia desdichada en su primera intentona oratoria: se había organizado en el Luna Park un acto femenino auspiciado por el Centro Universitario Argentino. El público —no demasiado numeroso, esta vez— escandalizaba con sus gritos reclamando la presencia de Perón pero el candidato no había concurrido y Evita intentó explicar por el micrófono que traía un mensaje de su marido. El barullo arreció: ella trató de imponerse pero no pudo prevalecer sobre la batahola y finalmente el acto terminó casi sin discursos: todavía no era, evidentemente, Eva Perón.

Pero eso era un accidente propio de la dinámica misma del proceso tremendamente exuberante que acompañaba al peronismo. Hasta lo eran los tiroteos que seguían desatándose noche a noche: el 10, disparos contra un comité peronista de Jonte al 4400, con un herido. El 11, tiroteo en Corrientes: tres muertos…

Eran accidentes. Lo sustancial era el pueblo y su presencia. Y el día 12 de febrero el pueblo llenó el centro de Buenos Aires, bajo chaparrones de verano que daban a la concentración más motivos de regocijo. Era la proclamación oficial de la fórmula Perón-Quijano. Barriletes y globos con el rostro del caudillo reproducido mil veces, bombos y latas que hacían ruido. Muchachos —los famosos «muchachones» de los diarios serios— que se entretenían bailando congas y cantando toda suerte de estribillos. Una columna de manifestantes blandiendo pulverizadores de insecticida, como para exorcizar a los malos espíritus… Era una enorme fiesta que se extendía desde la Plaza de la República hasta que la vista se cansaba de buscarle el final. Entre chubascos intermitentes, la multitud hacía cien actos propios, con sus cantos, sus ocurrencias, las payasadas de los más jóvenes, las arengas de los más entusiastas.

Perón pronunció en esta oportunidad uno de sus discursos más orgánicos, tal vez el único de enjundia de toda la campaña. Esta vez no irnprovisó, como solía hacer: leyó su pieza oratoria calados los anteojos y sin sacarse el saco, bajo los chubascos que todavía se descolgaban sobre el balcón de un edificio de Diagonal y Cerrito donde se había improvisado el palco. Primero habló Bramuglia, como presidente de la Junta Coordinadora que agrupaba las fuerzas adictas a Perón. Luego empezó éste, aclamado con un bramido que parecía no terminar nunca. En realidad, Perón sólo se dirigió al público congregado allí, en la parte final de su exposición. Para que la transmisión radial no fuera perturbada por el bullicio constante de la multitud, después de iniciado su discurso se retiró al interior del edificio y allí continuó su lectura para todo el país, a través de una cadena de radios. Luego regresó al balcón y concluyó su arenga.

Comenzó con una cita de Roosevelt y un recuerdo a su lucha contra la plutocracia. Luego se refirió a su concepto de la democracia, a la que dio sentido económico y aseguró que sus adversarios sólo aspiraban a una ficción de democracia, para seguir manteniendo el estado de cosas anteriores a la revolución de 1943. Negó ser un demagogo y afirmó que era «un conservador, en el noble sentido de la palabra». Se extendió sobre el papel que debe cumplir el Estado en el futuro y la necesidad de que el proceso de industrialización tenga, como condición previa, la protección del trabajador del campo y la ciudad. Se explayó en algunos conceptos sobre planificacicón, rozó al pasar el tema de la reforma agraria.

Era un discurso bien construido, meduloso. Pero no era el estilo habitual de Perón. Podía haber terminado allí y ser una correcta exposición programática. Pero el coronel había dejado la parte explosiva para el final. Largó un par de párrafos sobre la situación internacional y luego, como un mazazo, empezó a atacar el tema real de su discurso: Braden.

—He dicho —afirmó— que el contubernio oligárquico-comunista no quiere elecciones; he dicho y lo repito, que el contubernio trae armas de contrabando. Rechazo que en mis declaraciones exista imputación alguna de contrabando a la embajada de Estados Unidos. Reitero, en cambio, con toda energía, que esa representación diplomática o más exactamente el señor Braden, se halla complicado en el contubernio. Y más aún —concluyó marcando cada palabra enérgicamente—: ¡denuncio al pueblo de mi Patria que el señor Spruille Braden es el inspirador, creador, organizador y jefe verdadero de la Unión Democrática!

Perón historió la actuación de Braden en el país, la forma en que habían quedado sin efecto los acuerdos de la Misión Warren, la manera como el ex embajador había agrupado a los núcleos opositores. Reafirmó su respeto por el pueblo de Estados Unidos y su creencia de que el gobierno de Washington no podría aprobar la actitud de Braden. Sus dos párrafos finales fueron rotundos, acuñados como en acero:

—Si por un designio fatal del destino triunfaran las fuerzas regresivas de la oposición, organizadas, alentadas y dirigidas por Spruille Braden, será una realidad terrible para los trabajadores argentinos la situación de angustia, miseria y oprobio que el mencionado ex embajador pretendió imponer sin éxito al pueblo cubano.

Y después de esta advertencia, las tres simples palabras que al otro día se pintarían en todas las paredes del país, con una fuerza irresistible:

—Sepan quienes voten el 24 por la fórmula del contubernio oligárquico-comunista, que con este acto entregan el voto al señor Braden. La disyuntiva en esta hora trascendental es ésta: ¡Braden o Perón!

La gente casi no escuchó a los restantes oradores —Quijano, Gay y Reynés—. Volvían a su casa repitiendo sus gritos, sus canciones, sus contorsiones y sus payasadas. Pero en cada uno de esos corazones quedaban grabadas a fuego las palabras de su jefe. Y la conciencia colectiva de esa enorme ameba oscura que, bien entrada la noche, empezaba a desarticular sus prolongaciones por toda la ciudad, se iluminaba ahora con una idéntica convicción: votar por Perón no era solamente defender la nueva dignidad de los trabajadores. Era defender la soberanía nacional.

Dos días después un diario carioca publicaba declaraciones de Perón.

—Le agradezco a Braden los votos que me ha cedido… Si llego a obtener las dos terceras partes del electorado, un tercio se lo deberé a la propaganda que me ha hecho Braden…

Desde ese día, las palabras «Braden o Perón» saturaron obsesivamente el panorama político. Millones de veces se escribieron en las paredes, se vocearon en las arengas proselitistas, se dijeron en las conversaciones, se estamparon en los diarios peronistas. Perón había hecho imprimir unas fajas[216] con esa leyenda, sin otro aditamento, y esas tiras fueron pegadas en todos lados. Al mismo tiempo ordenó que a todo vapor se preparara una réplica al Libro Azul: varios de sus colaboradores tomaron a su cargo la redacción de diversos capítulos y la publicación pudo estar en los quioscos de todo el país horas antes de las elecciones, el 22 de febrero, en un folletito malamente impreso pero de fuerza explosiva, con un nombre que era todo un hallazgo: Libro Azul y Blanco.[217]

También para Perón iba terminando la campaña. Durante varios días permaneció en San Vicente, arreglando los problemas políticos que todavía despedazaban a sus huestes y, en primer lugar, el lío de Buenos Aires, cuya fórmula gubernativa quedó firme el 14 de febrero; recién el domingo 17 partía Mercante en gira por la provincia que aspiraba a gobernar: sus principales adversarios, Prat y Larralde, peregrinaban por territorio bonaerense desde fines del mes anterior…

El mismo día inició Perón su última gira por Buenos Aires que, según todas las apariencias, necesitaba un intenso trabajo para neutralizar la confusión provocada por el contradictorio juego de candidaturas y paliar los rencores subyacentes. Harto de soportar el fervor de sus partidarios, Perón no tomó el tren en Constitución como lo hicieron Quijano y el resto de la comitiva, sino que subió con Evita en la pequeña estación de Barracas. La caravana peronista pasó por Cañuelas, Brandsen, Chascomús, Maipú, Ayacucho, Balcarce. En Tandil llegaron al lugar del acto en una berlina tirada por cuatro caballos y rodeados por jinetes vestidos a la usanza gaucha, lo que provocó en Quijano una efusión oratoria de ardiente tono criollista. Tres Arroyos, Bahía Blanca, Trenque Lauquen, Pehuajó, Chivilcoy, Mercedes… Los actos se desenvolvían según un rito casi idéntico: desde el tren o en la plaza de la localidad, según su importancia, hablaban un par de oradores, luego Quijano decía su parte y finalmente Perón, quitándose ostensiblemente el saco y la corbata, repetía algunas de sus frases más efectistas con la voz cada vez más borrosa, con un aire cada vez más cansado.

El miércoles 20 el convoy peronista llegó a Luján. El candidato presidencial abandonó allí el tren y precediendo una caravana de automóviles se dirigió a la Basílica. Entró al templo con las campanas al vuelo, se arrodilló frente a la imagen de Nuestra Señora y luego improvisó unas palabras desde la escalinata anoticiando que había consagrado a la Virgen su espada de soldado.[218] En Plaza Once, la llegada del tren peronista sin Perón decepcionó a los entusiastas que lo aguardaban allí: el candidato había regresado en automóvil desde Luján, no sin que tuviera que detenerse varias veces en el camino, requerido por grupos que, intuyendo su paso, se fueron formando en algunos puntos de la ruta.

Pero el candidato laborista estaba agotado. Afónico y desganado, optó por hacerse la rabona a la proclamación de su candidatura en La Plata, el jueves 21. Los oradores se vieron en figurillas para explicar a la multitud —la gente de Berisso, de Ensenada, de Berazategui— que el líder no estaba en condiciones físicas de llegar hasta allí.

—¿Quieren que se muera? —vociferó Cipriano Reyes cuando el gentío hizo imposible oír los discursos reclamando la palabra de Perón—. Les digo que está enfermo, en cama, con médico. ¿Y ustedes todavía quieren que venga? ¿Para que la oligarquía quede contenta de que desaparezca su mayor enemigo?

Sólo así se calmó la gente. En realidad, Perón no estaba enfermo sino fatigado. Y además tenía la seguridad de que era innecesario exigirse más. El viernes 22 a la noche, horas antes que la actividad política quedara clausurada en todo el país, Perón empuñó por última vez su gran arma, el instrumento básico de su éxito: el micrófono. No hizo esta vez un discurso proselitista: impartió órdenes a sus partidarios de todo el país. No intentó convencer a nadie: simplemente instruyó a sus huestes para que no se perdiera un solo voto.

—Somos pobres como ratas —quejóse—. No aceptamos cheques, no tenemos dinero y carecemos de todos los medios. Nuestra riqueza reside en los valores espirituales… No tenemos medios de transporte… No tenemos para pagar abundantes boletas…

Denunció que sus adversarios estaban movilizando enormes cantidades de dinero para sobornar a los votantes y alertó a sus adictos sobre otras posibles maniobras. Con puntualidad militar enumeró prolijamente los errores que no debían cometerse al votar y luego leyó la lista de los candidatos peronistas en cada una de las provincias. Y terminó su «orden general», como él mismo la calificó, estableciendo una especie de decálogo dirigido directamente a cada votante. Decía Perón:

—No concurra a ninguna fiesta que inviten los patrones el día 23. Quédese en casa y el 24 bien temprano tome las medidas para llegar a la mesa en que ha de votar. Denuncie al expendedor de nafta que no le provea de combustible. Evite todo incidente para impedir que lo detengan. No beba alcohol de ninguna especie, el día 24. Si el patrón de la estancia (como han prometido algunos) cierra la tranquera con candado, ¡rompa el candado o la tranquera o corte el alambrado, y pase para cumplir con la Patria! Si el patrón lo lleva a votar, acepte y luego haga su voluntad en el cuarto oscuro. Si no hay automóviles ni camiones, concurra a votar a pie, a caballo o en cualquier otra forma. Pero no ceda ante nada. Desconfíe de todo; toda seguridad será poca. Las fuerzas del mal y de la ignominia pondrán en juego todos sus recursos para burlar la voluntad popular…

Y terminaba sus concretas instrucciones con una invocación:

—¡Que Dios presida los comicios! Y que la justicia, la pureza y la rectitud actúen, porque de lo contrario no habrá valla que nos detenga…

Era el último golpe maestro de Perón. Su arenga tenía tono opositor. Se había desprendido de todo barniz oficialista. Se colocaba y colocaba a sus partidarios en la postura de perseguidos, de hombres que deberían llegar a las urnas venciendo toda clase de dificultades. Insuflaba un tono heroico, casi religioso, al acto del sufragio y daba a cada peronista del país la sensación de que, al colocar su boleta, formaba parte de un enorme, silencioso ejército que estaba disciplinadamente derrotando a una enorme conjura de patrones codiciosos. Aunque sólo fuera por demostrar esta imaginación, Perón merecía ganar su batalla…

IV

Terminaba la campaña electoral cuyo resultado definiría el destino del país por, al menos, seis años. No había sido una campaña limpia. Al contrario, habían abundado fullerías y malas artes por ambos bandos. El oficialismo había arrimado su poder a la candidatura de Perón en la medida que sus funcionarios se arriesgaron a hacerlo o de la impunidad que gozaron. La Secretaría de Trabajo y Previsión había vertebrado sin el menor pudor al laborismo y los interventores federales usaron masivamente los infinitos resortes de los oficialismos provinciales distribuyendo puestos, dádivas, promesas, amenazas y seducciones, hasta que la acción de los comandantes electorales, pocas semanas antes del comicio, puso coto a esos abusos, que por otra parte no eran nuevos en el país y se habían también conocido en otras épocas.

En verdad, la parcialidad policial, el amparo gubernativo —que dosificó decretos y medidas al ritmo de las necesidades del candidato oficial—, la evidente protección del régimen a la nominación de Perón causa un asombro: parece mentira que, a pesar de todo ello, el movimiento peronista no se limitara a ser un mero partido oficialista sino que conservara su espontaneidad, su frescura, su caótica y popular dimensión. Indudablemente tenía que estar nutrido de una auténtica vitalidad, nacida en las más profundas napas populares, para no quedar estancado en los meandros de los apoyos burocráticos y mantener gallardamente su combativa y arrolladora condición.

Por su parte, la Unión Democrática no se privó de echar mano a los peores recursos políticos. La diferencia estaba en que carecía de poder para ejercerlos con la urticante eficacia con que lo hacía el oficialismo… Así, se formularon denuncias descabelladas, se usó de prejuicios clasistas para abrumar con el descrédito social al osado que se manifestara partidario de Perón: algunos periodistas que simpatizaban con la candidatura de Perón fueron dejados cesantes en los grandes diarios, y en los sectores de clase media sus adherentes se vieron obligados a adoptar una actitud vergonzante, ocultando cuidadosamente sus simpatías. Se tejieron infundios sobre los adversarios atribuyéndoles una barbarie irredimible, una estolidez absoluta. En esto, el tono de las expresiones de la Unión Democrática no se diferenciaba mucho del que se usó contra Yrigoyen en 1928. De todos modos hay que tener en cuenta que la oposición tuvo que defenderse con uñas y dientes de un adversario poderoso, frente a cuya presión todas las armas parecían legítimas.

Pero lo más injustificable de la Unión Democrática fue su deliberada deformación de la realidad. De esta distorsión es ejemplo la actitud de la prensa llamada independiente, volcada en su apoyo sin excepciones. No puede reprocharse, por supuesto, que los diarios apoyaran a la oposición; lo que es criticable es que llegaran a fraguar una permanente mentira en la información que brindaban a sus lectores. Un cálculo del centimetraje dedicado por La Nación y La Prensa a la información política en los dos últimos meses de la campaña electoral arroja menos de un 10% dedicado a anoticiar sobre las actividades del frente peronista y más del 90% a la Unión Democrática. Páginas y páginas dedicadas a transmitir, hasta la última coma, la totalidad de los discursos, manifiestos y movimientos democráticos, contrastan con los escasos párrafos dedicados a reseñar la actividad del peronismo. Actos peronistas cuya magnitud los convertía, de hecho, en noticia, son despachados en diez líneas; los discursos de Perón se sintetizan en un par de frases y cuando hay información destacada sobre el peronismo es para señalar un escándalo, una deserción o un cisma en sus filas; el nombre de Perón era prolijamente evitado y cada vez que se podía, los diarios usaban de eufemismos como «un militar retirado que actúa en política», «un ciudadano que ha sido funcionario del actual gobierno», «el candidato de algunas fuerzas recientemente creadas». Casi no hay fotografías de los actos peronistas; y si las hay, contrastan sus ángulos de toma con las que reflejaban diariamente las andanzas opositoras.

Desde el punto de vista de la ética periodística, la posición de la prensa independiente fue condenable. El castigo a este sectarismo llegó por sí mismo: la deformación de la realidad fue tan completa que todos, los que escribían y los que leían, llegaron a convencerse de que la imagen presentada era cierta; que la Unión Democrática representaba la arrasadora mayoría del país frente a minúsculas turbas despreciables. Un observador que en esos días se hubiera guiado solamente por lo que decía la gran prensa habría llegado a la conclusión de que este país estaba habitado por locos, puesto que todo indicaba una intensa agitación política producida en un solo bando, para enfrentar a un adversario inexistente…

Pero en el plano periodístico el peronismo tampoco quedó corto de corruptelas. Sus publicaciones cayeron en las peores actitudes: se injurió libremente a los adversarios, se los calumnió con toda irresponsabilidad, se ridiculizó a hombres intachables que habían envejecido al servicio del país, no se respetó ninguna regla de juego.

Fue una lástima que la campaña electoral 1945/46 se desarrollara según estas características, porque así se perdió una gran oportunidad de debatir una prospectiva del país cuya formulación estaba favorecida por las especiales condiciones nacionales e internacionales de ese momento histórico. En plena posguerra, contando con grandes reservas de oro y divisas acumuladas a su favor, asegurada por varios años la colocación de sus excedentes agropecuarios en la hambreada Europa, montadas las bases de una industria liviana cuyas improvisaciones debían corregirse y cuyas realizaciones debían asegurarse con una infraestructura conveniente, la Argentina vivía un instante excepcional y requería con urgencia una seria introspección, un análisis riguroso, un programa de vida para una década, por lo menos.

En un par de años más vencerían los privilegios acordados a las empresas ferroviarias por la ley Mitre: ¿qué hacer con los ferrocarriles? La inmigración rural había diseminado sus confusos campamentos en torno a las grandes ciudades del litoral: ¿cómo integrar esas masas a la vida urbana de una manera racional y permanente? La guerra había demostrado la vulnerabilidad de un país como el nuestro, carente de una flota mercante, imposibilitado de autoabastecerse de combustible, dependiente de las importaciones de acero, celulosa, repuestos industriales: ¿cómo cubrir en el futuro estas carencias? ¿Podía ponerse en tela de juicio al país anterior? ¿Había caducado la prospectiva formulada por la generación del 80? Si era así, como parecía, si un nuevo contexto internacional y novedosas condiciones internas instaban a fundar un país diferente, ¿qué tipo de país debía ser?

Estas preguntas no se plantearon durante la campaña electoral en ninguno de los dos bandos. Los voceros de la Unión Democrática dejaron establecido que cualquier debate, cualquier programática, requería previamente la instauración de la libertad y la democracia y entonces se limitaron a exaltar estos valores y la necesidad de asegurarlos mediante la derrota de Perón. En un discurso pronunciado en Villaguay, se refería Tamborini ligeramente a temas sociales, económicos y monetarios para agregar en seguida: «Pero sería un desconocimiento de la realidad argentina si yo creyera que éste es el momento de explayarme en temas de esta índole. El drama que nos conmueve a todos en la hora presente es la pérdida de nuestras libertades»; y seguía declamando sobre la libertad, la democracia y la Constitución, en el estilo habitual. Encerrada en el dilema que constituyó el eslogan de su campaña —Por la Libertad contra el Nazifascismo—, la Unión Democrática no pudo salirse de los planteos puramente políticos e institucionales. Sus compromisos con las fuerzas del pasado inhibían a la mayoría de sus dirigentes de replantear la necesidad de proyectar un país nuevo —si es que advertían esta necesidad— pues casi todos veían su lucha como un esfuerzo para retornar a las vísperas del 43, mejorando en todo caso las prácticas cívicas y algunas corruptelas más, pero dejando lo sustancial tal cual estaba hasta entonces.

Por su parte, Perón se limitó a insistir, cada vez con mayor crudeza, en la necesidad de defender la obra de justicia social que había llevado a cabo desde el gobierno de facto y atacar indiscriminadamente a la oligarquía. «Lo que en el fondo del drama argentino se debate es… simplemente, un partido de campeonato entre la justicia social y la injusticia social», clamó en el acto de clausura de su campaña, como síntesis final de su pensamiento. Esto y los recursos de un nacionalismo burdo y elemental agotaron sus preocupaciones. La pasión política y la urgencia electoral obnubilaron a todos los competidores. Sólo en algunos discursos de Luciano Molinas y ciertos dirigentes del radicalismo del sector intransigente —en el frente democrático— y en algunos peronistas venidos del forjismo y del nacionalismo, puede detectarse, a veces, una preocupación de fondo más trascendente que la provocada por la contienda electoral. En los demás, en ambos bandos, es total la carencia de pensamiento vertebrador. Aunque hay que señalar, en descargo de todos, que los argentinos carecían por entonces del hábito del autoanálisis formulado con seriedad. El país había funcionado siempre bien, en el simple y rendidor mecanismo internacional al que estaba adscripto desde que adquirió sus características definitivas: la crisis del 30, que fue la primera evidencia de una falla grave de ese mecanismo, se había superado por la coyuntura de los años posteriores. Todo parecía haber vuelto a la normalidad y en 1945 no eran muchos los que estaban en condiciones de evaluar cuánto había de ficticio e inestable en la súbita y reciente prosperidad argentina. Y mucho menos en una época electoral como ésta, con los dos bandos irreconciliablemente enfrentados en términos de invectivas y calumnias recíprocas. Pero de todos modos, el esfuerzo debió haberse hecho. La campaña electoral de 1945/46 debió ser una confrontación exhaustiva, seria, realista, de dos concepciones diferentes y antagónicas, sobre la base de un sincero inventario de lo que el país era y lo que debía ser.

No fue así, repetimos, y ello no es lo menos lamentable de ese enfrentamiento poco limpio. En realidad, analizando el estilo que predominó en esa campaña, se llega a una desoladora conclusión: lo más decente de este proceso fue la ininterrumpida violencia con que estuvo marcada… Los que arrojaron piedras o tiroteaban el «Tren de la Victoria», los que agredían locales nacionalistas, los que hostilizaban los actos democráticos, los que se cascaban concienzudamente a lo largo de todo el país, fueran de la FUBA o de la Alianza, comunistas o laboristas, todos encarnaban una actitud bárbara y regresiva pero de alguna manera auténtica, vital, comprometida a fondo con la causa que sostenían. Frente a las mentiras de la prensa independiente, frente a la bajeza de la prensa peronista, frente a la orfandad de pensamiento orgánico que casi todos exhibieron, frente a las mañas y trampas del oficialismo y la oposición, la sangre derramada en los dos bandos acreditaba un fervor, una guapeza mal encauzada pero que nutría de pasión testimonial aquella lucha. La violencia no era más que una forma de sinceridad: la que lleva a jugarse entero cuando se intuye que la causa vale la pena. Arturo Jauretche lo había dicho en verso quince años atrás: «Cuando es grande la ocasión / lo de menos es la vida…» ¡La vida propia y también la ajena!

A través de la violencia, pues, puede rescatarse lo que tuvo de auténtico la campaña electoral de 1945/46. Pero también a través del humor. Porque hubo una gracia fundamental que se derramó en ambos bandos, al ritmo de la lucha, dando un tono y un estilo a cada uno, definiendo sus grandes temas, acuñando estados de espíritu, obsesiones y fobias con más fuerza y trascendencia que las retóricas frases de los candidatos. El humor definió a cada uno de los frentes con absoluta precisión: intelectual y sutil en las filas democráticas, burdo y chabacano en las huestes peronistas.

Los de Tamborini pegaban obleas con la escalofriante silueta de «Fúlmine» abrazando a Perón y asegurándole que sería presidente; la revista Cascabel, publicaba un dibujo mostrando a un ciudadano que escribe en una pared «Muera Perón» y que al tropezar con la mirada de un vigilante, completa su inscripción en esta forma:

—¡Muera Perón… borini…!

En realidad, Perón no era un buen sujeto para la caricatura o el chiste político: cualquier cosa podía decirse de él, menos que fuera un tipo ridículo. En La Vanguardia, el dibujante Tristán le redondeaba las nalgas, le apretaba la cintura y le estereotipaba la sonrisa hasta infundirle una imagen bastante amariconada. Pero no era fácil encontrarle flancos grotescos y los chistes que se hacían sobre él se referían más bien a sus contradicciones verbales o a la pobreza intelectual de sus huestes, cuando no eran gruesas conjeturas sobre su esposa o sobre su flamante vida matrimonial. En realidad, lo que más limitaba a la Unión Democrática en orden a sus expresiones humorísticas era el propio tono de su campaña, habitualmente dramático y grandilocuente. Esto ocurre siempre con las oposiciones en todos los países y todas las épocas: la actitud opositora es de denuncia, de acusación, apocalíptica a veces. La actitud oficialista tiende, en cambio, a demostrar que todo anda bien y así debe seguir… En el caso de la Unión Democrática esa limitación se agravaba por la circunstancia de que, al plantear la lucha como una patética confrontación entre la libertad y el nazismo, quedaba poco margen para el buen humor. Ricardo Rojas inició su discurso en el acto de clausura de la Unión Democrática, en la Capital Federal, con una cita del profeta Ezequiel; los discursos de Tamborini eran oraciones cívicas de alto vuelo y ese estilo prevalecía en todos los rangos de la oposición. Sólo la juventud universitaria estaba en condiciones de dejar filtrar algunos rasgos de ingenio antiperonista para paliar tanta solemnidad.

Muy diferente era el panorama del peronismo. Pocos movimientos políticos presentaron en el país un rastro tan definido y original como el peronismo de 1945/46. Aparte de su contenido conceptual, cada movimiento político de auténtica gravitación cuenta con un tono, una fisonomía, una pulsación especial. Lo tuvieron los radicales, los socialistas, los anarquistas, los conservadores, como en el siglo pasado lo tuvieron los federales, los alsinistas o los mitristas. Y dentro de esa fisonomía, el humor —o la falta de él— constituye un ingrediente especialísimo.

El estilo peronista era duro y al mismo tiempo alegre; prepotente y chabacano pero sentimental, o mejor aún, sensiblero, sobrador, exclusivista y con algo de esa saludable barbarie que acompaña inevitablemente a todo movimiento popular vigoroso. No fue cruel, en cambio. Fue ingenuo, crédulo e ingenioso. Su humorismo tenía fuentes muy complejas: desde la aptitud para la «cachada» del reo porteño hasta el retorcido ingenio con que el provinciano trasplantado a la gran ciudad se defiende de su nueva circunstancia. Habría que salvar del olvido (porque estas flores del humor multitudinario nunca se escribieron[219] sino que se corearon o pasaron de boca en boca por el telégrafo invisible de la afinidad política) los motes, los chistes, las canciones, los retruécanos, las rimas que desbordaron aquellas huestes jodonas y desprejuiciadas, para golpear al adversario allí donde más duele a los argentinos: en el vulnerable talón del ridículo.

De todo hubo en este incruento frente de lucha. Canciones de moda a las que se cambiaba la letra para insertar las anónimas invenciones que, en su rústica simplicidad, valían tanto como un programa político; por ejemplo, la que se cantaba con el ululante aire de «La mar estaba serena»:

Perón no es comunista,

Perón no es dictador,

Perón es hijo del Pueblo,

y el Pueblo está con Perón …

O la canción navarra que desde la primera hora fue una rotunda marcha de victoria, aquella que en las jornadas de octubre conmoviera a Leopoldo Marechal:

Yo te daré,

te daré patria hermosa,

te daré una cosa

una cosa que empieza con P:

¡Perón!

En los últimos días de la campaña se solía vocear un pareado cuya melodía se cantó muchas veces[220] en anteriores lides políticas:

Sube la papa, sube el carbón,

el 24 sube Perón.

o, con el mismo tono, celebrando el idilio con la policía:

Viva la cana, viva el botón,

viva Velasco, viva Perón.

Pero era cebándose sobre los adversarios cuando desbordaba el ingenio de los peronistas. El heterogéneo conjunto de los dirigentes democráticos daba para mucho: la supuesta glotonería de Tamborini —cuyo ancho rostro bestializaban los caricaturistas de Descamisada hasta convertirlo en un enorme cocodrilo—, las veleidades tenoriles de Palacios, todo se prestaba para definir al elenco opositor como una grotesca murga de Carnaval.

Se va el caimán, se va el caimán,

se va para no volver…

bramaban los partidarios de Perón, haciendo de «El Caimán» —el candidato presidencial de la Unión Democrática— el titular de todo su aborrecimiento. Y a Palacios se le dedicaron unas octavillas mostrándolo, ya fiambre, junto a una tumba cuyo epitafio rezaba:

En este lugar sagrado

donde acude tanta gente

yace Lorenzo Falacios,

el mosquetero valiente.

A Mosca le reservaban una enorme fumigación, produciendo un expletivo que sonaba sobre la multitud como un vasto temporal:

Pffff… fffff…

Mosca…

Se jugaba con los nombres: a Elpidio González le llamaban «Alpedio González» y el binomio presidencial de la Unión Democrática (fue un invento de Tribuna) era «la fórmula de la bosta» porque «Tambo, Orín y Mosca…» Emilio Ravignani era «Rapignani». Palacios, «Falacios» y Adolfo Lanús, «L’Anus»…

Si en el campo democrático surgía un humor con puntos sutiles, el peronismo no se quedaba corto en el retrueque. Las obleas de «Fúlmine» con su vaticinio sobre la futura presidencia de Perón eran contestadas por otras en las que el difundido jettatore decía:

—Perón será presidente… ¡porque yo votaré por Tamborini!

La palabra «¡Basta!» escrita por los opositores así, con signos de admiración, en muchas paredes (y convertida por Rodolfo Ghioldi en el discurso de clausura de la campaña de la Capital Federal en una consigna definitiva) era maliciosamente bastardeada y cobraba un sentido bastante equívoco mediante dos palabras que le agregaban los peronistas:

—¿Te duele?

Y la inscripción «Perón nazi» que también prosperaba en muchos muros —porque la guerra de las paredes es otro capítulo nunca contado de esta lucha— quedaba transformada con un par de trazos y se convertía en un grito de admiración:

—¡Peronazo!

Así competían los dos bandos, en una confrontación menos feroz que las batallas callejeras o los tiroteos entre grupos antagónicos. Algunas expresiones de tono humorístico son, aún hoy, muy rescatables[221] por la forma y el contenido. Pero en general, el humor peronista, grueso y fuerte como sal de asado, jocundo y sin limitaciones, difícilmente puede evocarse sin que pierda su bárbara gracia extraído del contexto populoso que lo hizo florecer. Porque además los peronistas eran irrespetuosos o mejor, confianzudos con sus mismos dirigentes. En los actos en que hablaba Perón, nadie atendía a los anteriores oradores y apenas alguien alargaba un poco su discurso comenzaban a interrumpirlo escandando el nombre de su líder. Cuando Quijano enfrentaba el micrófono le gritaban:

—¡Abuelito! ¡Dale, viejito!

Sólo Perón podía poner orden; sólo ante él se reprimía esa vocación por la «cachada», por la tomadura de pelo, frente a la cual caían por igual adversarios y compañeros. Por eso la gente joven se identificaba con un coro que decía de orgullosa sumisión:

Aquí están, éstos son

los muchachos de Perón.

y las mujeres se sentían acaso liberadas del piletón, la prole y el Primus cuando voceaban:

Sin corpiño y sin calzón

somos todas de Perón.

en una exaltación confusa de política y sexo, en una comunión que también tenía algo de mística. Porque nunca el pueblo argentino quiso tanto a un hombre. Nunca dijo su amor con tanto fervor y tanta alegría. Nunca se presentó ante sí mismo en estado de desnudez, de inocencia total, como en aquel verano de 1946.

Ahora todo eso iba pasando a la historia, desde la cero hora del sábado 23 de febrero cuando, por imperio de la ley, las fuerzas políticas detuvieron sus acciones de proselitismo y el país entero dispuso de 24 horas de pausa para meditar en su destino antes de adoptar su decisión en las urnas.

Una expectativa tensa suspendía los ánimos de todos. No había argentinos indiferentes. Curiosamente, el optimismo era desbordante en las dos huestes. Todos estaban seguros de ganar, peronistas y democráticos. En los círculos que rodeaban a Tamborini se hacían especulaciones sobre los futuros ministros y los comunistas acentuaban la consigna que habían lanzado dos semanas antes: «Gobierno de Coalición».

En el vivac peronista, la sensación del triunfo no era menos cierta. Días antes, Perón le había deslizado a Mercante[222] una inquietante pregunta:

—¿Y si perdemos?

—Si perdemos… mejor no pensar…

Pero Perón estaba seguro de su triunfo. Tiempo atrás se había encontrado con un viejo político conservador, el doctor Adrián C. Escobar.[223]

—Usted no puede ganar, coronel —le dijo Escobar—. Para ganar elecciones hacen falta dos cosas: organización y dinero. Y usted no tiene ni lo uno ni lo otro…

—Lamento contradecirle a usted, mi doctor, que es un político experimentado y un hombre inteligente. Pero —agregó Perón— las elecciones, ¿sabe?, se ganan con votos…

En tres días más, a lo sumo, se sabría si tenía razón.

Fines de enero en La Rioja. Yo, hijo del candidato a gobernador, tratando de ser útil pero, seguramente, estorbando. Acto de proclamación de Tamborini-Mosca. El «Tren de la Victoria» y la distinguida delegación que visita la tierra de Castro Barros y Joaquín V. González para traer a esta provincia, la más pobre, acaso, de todas las hermanas argentinas, pero nunca la última en las luchas por la Libertad, el abrazo fraterno de las fuerzas de la civilidad argentina que luchan por la Libertad, la Democracia y la Constitución contra la Tiranía Nazifascista y el Candidato del Continuismo y la certeza de que la Ciudadanía entera está de pie contra la Dictadura para afirmar ante el mundo que la Tiranía no pasará…

(El ancho rostro de Tamborini abrillantado de transpiración. Don Elpidio con sus barbas de obispo griego. Los discursos en el balcón sobre la plaza. El público que agita pañuelos y grita ¡Presidente! ¡Presidente! Un borracho que insiste en dar vivas a don Amadeo Sabattini.)

… y el ramillete de flores con que nos ha obsequiado este grupo de Damas Democráticas de La Rioja, flores ellas mismas de la tierra magnífica de Joaquín V. González y Castro Barros, que han querido afirmar con su galana presencia su profunda fe en la victoria de la Libertad y la Democracia en la lucha que está librando la Civilidad contra el Nazifascismo y la Dictadura que nos avergüenza…

(La campaña electoral. En el jadeante Ford, apretujados por esas tierras ardidas. Por aquí pasaron los indios, los conquistadores, los ejércitos patrios, los montoneros, los regimientos de línea… Los viejos nombres índigenas, la dulce toponimia provinciana se dice ahora en tono electoral: —Los amigos de Malligasta… —Andamos mal en Anguinán… —Bien en Vinchina… —Flojos en Chamical… —Piden plata de Pituil… —Hay una disidencia en Ulapes… —Se nos dieron vuelta en Antinaco… Y el destino que se prefigura en una incierta ronda de azares. —A la oración llegaremos a Aimogasta. Vamos a parar en la casa de doña Felisa. Ya va a ver las hijas… ¡Los ojos más lindos de toda La Rioja!)

Ha terminado la proclamación. El «Tren de la Victoria» sigue viaje. Exultantes, hacemos un desfile de automóviles que recorre la ciudad y los alrededores. Tiramos volantes: «Unión Democrática. Vote Tamborini-Mosca. Por la Libertad y la Democracia contra el Nazifascismo. Unión Cívica Radical. Vote Luna Valdés-Cabrera, la fórmula del pueblo y para el pueblo.»

Unos changuitos color tierra han salido corriendo de su rancho para recoger los volantes. Los saludamos con la mano mientras nos alejamos. Clarito alcanza a escucharse:

—¡Viva Perón!