III
EL HURACÁN DE LA HISTORIA
(setiembre-octubre 1945)
I
Para sus organizadores, la Marcha de la Constitución y la Libertad fue un éxito rotundo. La policía dijo que 65.000[69]; algunos dirigentes opositores aseguraron que medio millón. Entre estos dos tendenciosos topes osciló la multitud que se congregó en la Plaza del Congreso ese miércoles 19 de setiembre de 1945 después de almorzar, bajo un cielo primaveral; escuchó allí una proclama, desfiló por Callao entre los aplausos de balcones y ventanas y luego se derramó sobre Plaza Francia para atender allí la lectura de otro manifiesto y disgregarse eufóricamente después, sin incidentes.
Esta escueta reseña no refleja ni remotamente lo que fue y significó la Marcha. No se trataba sólo del sorprendente número de manifestantes ni de su perfecta organización ni tampoco de la presencia del estado mayor de la oposición en pleno. Fue impresionante como expresión de fuerza, pero más aún como toma de posesión de Buenos Aires por algo que parecía, al fin, el pueblo. Ni más ni menos que eso; y una sonora cachetada en el ya bastante golpeado rostro del régimen.
En verdad, como fuerza política, la Marcha fue admirable. Varios camiones con altoparlantes transmitían marchas, consignas, arengas; centenares de «comisarios» aceleraban o retardaban el paso de la columna, mientras otros se ocupaban de vigilar las bocacalles y proximidades en previsión de eventuales provocaciones —que no se produjeron—. Grandes cartelones con las efigies de San Martín, Belgrano, Moreno, Rivadavia, Echeverría, Mitre, Urquiza, Sarmiento y Roque Sáenz Peña reclamaban el patrocinio de toda la Historia para el acto. Casi cien carteles más, portados por los manifestantes, citaban frases de la Constitución Nacional y de los próceres. Centenares de banderas flameaban sobre el río humano. La Universidad —estudiantes, profesores— se había volcado allí; virtualmente no hubo actividad en los Tribunales; muchas fábricas dieron asueto a su personal al mediodía: «Cerraron sus puertas todas las casas de comercio de la ciudad», exageraba La Prensa, pero no demasiado. La huelga de los empleados tranviarios no había afectado mucho a la concurrencia: la gente concurría a través de otros medios y días después, repuesta del impacto, la única voz periodística que respondía al oficialismo, La Época, diría con resentimiento: «¿Qué los iba a afectar la huelga de transporte? ¡Si todos iban en automóvil!»
No todos iban en automóvil a la Plaza del Congreso. Pero la composición del público era, a ojos vista, de clase media para arriba. Sin embargo, para juntar unas 200.000 personas no se puede echar mano solamente a la clase media y también había ferroviarios con overalls y municipales con sus mussolinos y tranviarios con sus grises uniformes, con el aire serio y disciplinado de los militantes de izquierda. No obstante estas presencias proletarias —calurosamente ovacionadas por el público—, algunos corresponsales extranjeros distinguieron la fisonomía del acto en otra forma: el Daily Mail, de Londres, diría que la marcha «fue una demostración política, pero ni Bond Street podía haber hecho una exhibición tal de modelos y ni aun Mr. Cochran, el conocido empresario teatral, lograría reunir tantas mujeres bonitas para exhibirlas en una mezcla semejante de pasión política y de alegría».
Después de la proclama de Plaza del Congreso, la multitud empezó a desfilar ordenadamente por Callao. Al pasar frente a los balcones del Hotel Savoy, las figuras de Ricardo Rojas y Adolfo Güemes provocaron un aplauso constante; en la esquina de Corrientes la manifestación engrosó con nutridos aportes de público que allí esperaba. Al llegar a la esquina de Viamonte, el mudo edificio del Ministerio de Guerra fue silbado y abucheado; rigurosamente cerradas sus puertas y ventanas, desde el quinto piso Perón y sus colaboradores miraban las primeras filas.
—Yo me voy a dormir la siesta —dijo el coronel—. Sigan mirando ustedes y cuéntenme sus impresiones.
Y efectivamente, se fue a dormir en la pequeña habitación que tenía dispuesta al lado de su despacho; algunos de sus colaboradores se habían ocupado de que octavillas que contenían citas truncas de Sabattini y una presentación jurídica contraria a la entrega del gobierno a la Corte, llovieran sobre la manifestación[70] desde algunas casas. Pero fue en Santa Fe y Callao donde se ensanchó el río humano hasta ocupar toda la avenida. Caras conocidas encabezaban la manifestación[71]: don Joaquín de Anchorena y Antonio Santamarina contestaban a los aplausos con elegantes galerazos; Rodolfo Ghioldi, Pedro Chiaranti y Ernesto Giúdice, con el puño en alto; Alfredo Palacios, con vastos ademanes que no desacomodaban su chambergo. Al llegar a Melo, algo que pareció un incidente detuvo el paso; era el general Arturo Rawson, que vestido de uniforme arengaba a la multitud. Algunos no entendieron la presencia del autor material de la revolución de 1943 y silbaron; en seguida se restableció el orden: ¡era el Ejército democrático que hablaba por su boca! Dos veces tuvo que repetir Rawson su arenga entre las aclamaciones del fluente público. En cambio, al general Pedro P. Ramírez lo silbaron cuando lo descubrieron en otro balcón.
En las cercanías de Plaza Francia una insólita presencia se mezcló con la multitud. Era Spruille Braden, todavía en Buenos Aires con las valijas ya listas; el nuevo secretario adjunto de Asuntos Latinoamericanos no podía irse sin comprobar con sus propios ojos el resultado de su gestión diplomática. Cuatro días más tarde, al subir al avión que lo conduciría a Washington, dijo que no sólo había estado en la parte final de la Marcha sino que el personal de la Embajada de Estados Unidos había sido dispuesto estratégicamente a lo largo del itinerario. Ellos habrán informado eficazmente sobre la cantidad y la calidad del público, aunque más difícil era reflejar la euforia, el fervor y los estribillos que se cantaban: «Con tranvía o sin tranvía se quedaron en la vía»; «A Farrell y Perón hoy le hicimos el cajón»; «Juancito, yo te decía, que sin tranvía igual se hacía»; «Desde el cabo al coronel, que se vayan al cuartel»; «Votos sí, botas no». O las innumerables Marsellesas, bien o mal pronunciadas, que se entonaron.
Al caer la tarde Buenos Aires todavía estaba estremecida con el aliento poderoso de la Marcha. Una felicidad cuya dulzura se saboreaba hasta en el delicioso cansancio de la caminata emborrachaba a la oposición. Parecía el comienzo del fin. ¿Qué gobierno podía aguantar semejante exhibición de fuerzas? ¿Quién podía poner en la calle tanta gente? Lo que no advertían quienes así pensaban era que en este país, en tiempos de fervor político cualquiera de los bandos puede congregar de un día para otro doscientas mil personas…
II
La prensa opositora sacó buen partido de la Marcha durante varias jornadas. Además de reproducir in extenso las declaraciones que de seguido hicieron los radicales, los socialistas, los conservadores, los comunistas, los demócratas progresistas, la FUA, la Federación de Colegios de Abogados (que además prohibió a los abogados de todo el país aceptar cargos del gobierno de facto), los sindicatos libres y otras instituciones, subrayando la magnitud del acto; además de dedicar puntualmente sus editoriales a comentarlo, destinaron un espacio asombrosamente grande a reseñar la manifestación. La Prensa dio íntegramente sus tres primeras páginas; La Nación también, con el agregado de dos páginas de fotografías en huecograbado; El Mundo informaba de la Marcha a través de ocho páginas; La Razón, seis; «Medio millón de personas en la Marcha», titulaba Crítica; y El Mundo: «Juró luchar el pueblo por el imperio de la ley», «Vibró ayer Buenos Aires en un solo clamor: Libertad y Constitución»; La Nación: «Fue grandioso el desfile», «Una imponente muchedumbre formó en la Marcha de la Constitución y la Libertad». «Nunca hubo en Buenos Aires un acto cívico más numeroso y expresivo que la Marcha de la Constitución y la Libertad» (La Prensa). Así eran los cabezales de los diarios al otro día.
Había párrafos que no pueden olvidarse: La Nación traía esta delicia: «… en algunos puntos distantes del centro de la ciudad, varios conductores inspirados con propósitos malévolos, invitaban a ocupar sitios en sus camiones a los gritos de “¡A la Constitución!” Los obreros escuchaban las invitaciones y ansiosos por alcanzar la meta de sus ideales se instalaban en los camiones, seguros de que serían trasladados al lugar de la concentración general. ¡Vana esperanza! Lo que hacían esos camiones era trasladarlos a la plaza Constitución, tratando de alejarlos cuanto fuera posible de la ansiada meta».
En los días subsiguientes fueron llegando las repercusiones del exterior. El New York Times dedicaba un editorial a la Marcha y aseguraba en sus titulares que «250.000 personas se congregaron a favor de la libertad; multitud récord gritó: Muera Perón». El Herald Tribune apuntaba más alto: «500.000 piden el fin del régimen de Perón». Los diarios uruguayos, brasileños y hasta cubanos pronosticaban que la Marcha significaba un pronto cambio en la política argentina. Pero entre los cables llegaban también algunas expresiones desconcertantes y La Prensa los reproducía honradamente: de Londres decían que «muchos informes contradictorios llegaban desde Buenos Aires; algunos de ellos dicen que el movimiento ha sido fomentado por los “intereses monetarios” que están utilizando el frente popular por el efecto que ello produce». Y en Gran Bretaña también se comentaba que difícilmente podía calificarse de fascista a un régimen que permitía un acto tan importante y significativo.
Interpretaciones, podían hacerse muchas; pero lo real y concreto era que esta vez la oposición había producido un hecho político trascendente, por sí misma. La cachetada al régimen había restallado en todo el mundo, sonora, tremenda… Y el gobierno de facto tambaleaba, aunque cinco días después Perón reanudara imperturbablemente su cotidiana actividad oratoria y aunque Quijano felicitara a la policía por el orden y la cultura que habían reinado durante la Marcha.
Los signos del deterioro oficial eran ya inocultables. Una discreta ola de renuncias[72] y declinaciones de cargos en el sector bancario y diplomático indicaba por esos días que no eran muchos los que querían seguir embarcados en un bote que hacía agua por todos lados. Había trascendido que en Córdoba el jefe de la IV División, general Osvaldo Martín, se había negado a difundir la orden general radiada por el ministro de Guerra en vísperas de la Marcha. Pero fueron los episodios ocurridos en la provincia de Buenos Aires los que asestaron los golpes más directos sobre Perón.
Ocurría que el interventor de Buenos Aires estaba jaqueado de tiempo atrás por Campo de Mayo. Diversos episodios lo habían desgastado ante la poderosa guarnición comandada por el general Eduardo Ávalos. En realidad, la hostilidad contra Bramuglia encubría la hostilidad contra Perón, a través de su más inteligente y eficaz colaborador. El mismo día de la Marcha, el Presidente debió aceptar la renuncia de Bramuglia, que decidió abandonar su cargo sin consultar a su jefe. La vacante del puesto político más importante del gobierno —después del Ministerio del Interior— provocó una rápida lucha de facciones dentro del oficialismo. Cooke presionó para ganar la provincia; Perón no pudo afrontar la posibilidad de que desairaran a su posible candidato, quienquiera que fuese, en momentos tan delicados como los que estaba atravesando, y tuvo que resignarse a aceptar la designación de Alberto H. Reales, un incondicional de Cooke. Pero en el breve lapso que duró este forcejeo, Ramón del Río, ministro de Gobierno de Buenos Aires a cargo interinamente de la Intervención, se dio el lujo de enviar un ultimátum público a Quijano: «O el señor Ministro fija una clara política o nombra inmediatamente un sucesor en la Intervención de Buenos Aires. No puedo prolongar un interinato que podría hacerme solidario con una política que no conozco.» Y concretamente fijaba en 48 horas el plazo para abandonar su cargo. Radical revisionista, Del Río creía en una solución sabattinista y dejó aclarado que no había ocupado su cargo para fraguar candidaturas oficiales. El escándalo terminó —en el plano público, al menos— con la asunción de Reales, a cuyo juramento asistió Perón. ¡Qué otro remedio!
Para el oficialismo, el único alivio de esos días tensos fue la partida de Braden. Todo el gobierno debe haber emitido un inmenso ¡uff! Todavía eufórico con la imagen multitudinaria de la Marcha, el ex embajador no dejó de hacer declaraciones hasta último momento, prometiendo acentuar su política desde su nuevo cargo en Washington. Había almorzado en las vísperas de su viaje con Cooke —que extremó sus seguridades de que liquidaría todo cuanto oliera a nazismo— y con Quijano —que volvió a ratificarle que habría elecciones pronto—, pero estos agasajos no alteraban, desde luego, su firme convicción de que el régimen de Farrell era un peligro para el continente, que Perón era un aventurero nazi al que había que aplastar y que ambos no tardarían en ser volteados.
No era sólo Braden el que abrigaba estas seguridades. La inminente caída del gobierno de facto era ya una sensación generalizada después de la Marcha. Al día siguiente, el Partido Socialista reclamaba la inmediata entrega del poder a la Corte. Y Sabattini, arribado a Buenos Aires por un día para asistir al sepelio de Honorio Pueyrredón —fallecido el 22 de setiembre—, dijo en una improvisada reunión de radicales intransigentes que la unidad con los restantes partidos era conveniente, pero sólo para voltear a la dictadura; a las elecciones —agregó— la UCR debía concurrir sola, con sus banderas y sus candidatos propios.
Voltear al gobierno… ¿Quién daba, a una semana de la Marcha, un peso por Farrell y Perón? Cuatro días después del acto aparece un documento firmado por casi treinta almirantes y capitanes de navío retirados reclamando al gobierno de facto un acto de renunciamiento —nótese el levísimo matiz empleado para no usar la palabra «renuncia»— y señalando que no debía permitirse «continuismo ni fábrica de sucesiones» ni candidatos apoyados desde las esferas oficiales ni mucho menos surgidos de ellas.
El manifiesto de los marinos retirados fue un verdadero impacto. Hasta entonces, nunca la Marina había adoptado actitudes políticas propias.[73] Acollarados desganadamente a sus camaradas de tierra, los marinos habían aceptado la revolución de 1930 y la de 1943, tratando de salir indemnes de los avatares de un proceso que también los comprometía. Alimentaban ahora un creciente rencor contra Perón, y el manifiesto encabezado por el prestigioso almirante Domecq García expresaba en realidad el pensamiento de toda la institución naval. Era, además, el primer síntoma de ruptura de la unidad que, a tuertas o derechas venían llevando las Fuerzas Armadas. El documento certificaba la alineación opositora de una de las dos armas —la Aeronáutica apenas contaba—. Ahora ya estaban definidos todos. ¿Qué quedaba por hacer? Esa última semana de setiembre estaba cargada de tensiones e inminencias. Algo tenía que ocurrir urgentemente. La oposición necesitaba precipitar en hechos una saturación de la atmósfera política que no podía mantenerse indefinidamente o el gobierno tenía que inventar algo que descargara el ambiente. Pero en los altos niveles de la oposición no se desconocía esta necesidad. Ya se deslizaban nombres, datos y fechas. El esfuerzo realizado se encauzaría hacia el anhelado movimiento revolucionario; el crescendo opositor que venía desplegándose desde mayo reventaría ahora, muy pronto, antes de fin de semana. ¿Dónde? En Córdoba. ¿Quién? El general Rawson.
El general Arturo Rawson había sido el autor material de la revolución del 4 de junio de 1943. Triunfante el movimiento, anuncióse que se haría cargo de la Presidencia pero no alcanzó a hacerlo; sus compromisos aliadófilos despertaron la desconfianza del GOU y fue sustituido por el general Pedro Pablo Ramírez. En compensación, Rawson fue agraciado con la embajada en Brasil, que desempeñó hasta enero de 1944. Al producirse la ruptura de relaciones con el Eje incurrió en la jactancia de proclamar públicamente ese hecho como una victoria propia. Sus antiguos camaradas de conspiración lo llamaron entonces a Buenos Aires y aquí quedó, desplazado y sin cargo ninguno, observando cómo la revolución que él había llevado al éxito se iba convirtiendo en un proceso electoral con beneficiario concreto. Vinculado a la clase alta de Buenos Aires, recibía Rawson sutiles y persistentes presiones que lo inducían a encabezar una acción revolucionaria. ¿No había sido el héroe del 4 de junio? ¿No se sentía traicionado? ¿Quién con más prestigio en el Ejército podía dar el golpe democrático que todo el país reclamaba? Una ventaja suplementaria tenía Rawson: su consuegro era jefe de la IV División, con asiento en Córdoba y uno de sus hijos revistaba en uno de los regimientos de esa guarnición. Cierto que el general Osvaldo Martín había sido relevado por el ministro de Guerra pocos días antes de la Marcha, pero aún no tenía reemplazante.
La jornada de la Marcha fue decisiva para la motivación de Rawson. Vestido con su uniforme, fue aclamado por los que pasaban bajo su departamento. Estaba eufórico y el fervor de la gente lo resolvió a dar el paso final. Ya no podía tener dudas; todo el país estaba contra la dictadura. Tal vez quería cancelar un sentimiento de culpa, rectificando el proceso de una revolución que había soñado diferente… Esa misma noche partió en automóvil para Córdoba: un par de sobrinos y unos pocos amigos lo acompañaban. Allí lo esperaría, en el momento oportuno, Alfredo Palacios, para hacerse cargo de los menesteres civiles de la revolución y dirigir, sin duda, algún mensaje a la juventud.
Rawson presidió el 20 al mediodía una reunión de oficiales, a los que comprometió para acompañarlo en el alzamiento. No eran, ni con mucho, los suficientes para volcar la situación militar, pero confiaban en que una actitud decidida modificaría de inmediato la relación de fuerzas en todo el país. Al día siguiente Rawson regresó a Buenos Aires para prestar declaración ante un tribunal militar que lo había citado con motivo de su actitud durante la Marcha. No fue detenido y al otro día —sábado 22— estaba de nuevo en Córdoba. Se había resuelto que la revolución estallara el lunes 24 a medianoche; Palacios ya estaba allí ¡siempre listo! Pero en la tarde del día señalado, fuerzas de artillería rodearon la unidad de comunicaciones donde estaban reunidos los conjurados. No hubo violencia ni resistencia; se entregaron de inmediato y el 25 por la mañana el país se enteraba de que los generales Rawson y Martín habían sido detenidos por incitar a la rebelión y que la proclama del frustrado movimiento sostenía la necesidad de entregar el gobierno a la Corte.
Al día siguiente, a media tarde, Quijano anunciaba que el Presidente acababa de firmar un decreto restableciendo el estado de sitio. Y los telégrafos invisibles de la oposición anoticiaban esa misma noche que centenares de personas eran detenidas por la policía en todo el país, que Crítica había sido allanada y se había reimplantado una rígida censura sobre los diarios.
Por supuesto, la medida oficial era excesiva. Imponer de nuevo el estado de sitio y desatar una ola de detenciones por el hecho de haber sorprendido a dos generales —uno retirado y otro relevado— en reuniones conspirativas, no significaba otra cosa que un pretexto. El gobierno de facto, acosado, golpeado en todos sus flancos, asfixiado casi por la marea opositora, vio en el conato de Córdoba un excelente motivo para justificar de alguna manera las medidas represivas a las que tenía que echar mano urgentemente.
Pero era un recurso desesperado. En realidad, el gobierno había caído en la provocación opositora y acelerado la crisis inevitable. Perón podía darse el gusto de saber detenidos a casi todos sus adversarios más importantes, pero la repercusión de estas arbitrariedades sería contraproducente.
Los últimos días de setiembre el país vivió una experiencia curiosa. Quien leyera los periódicos sin tener otros elementos de juicio podría creer que estaba viviendo en una tierra prodigiosa, donde las crónicas de conferencias y exposiciones, los agasajos a visitantes extranjeros y las reuniones de filatélicos y floricultores agotaban la atención del público y las preocupaciones editoriales de los diarios. Pero en las cárceles de ese reino de mentirijillas se podía asistir a un espectáculo alucinante: tiesos ex ministros en calzoncillos largos o políticos eminentes preocupados por sus pelucas y bragueros, profesores universitarios, profesionales, militares y marinos retirados, los personajes más conspicuos del país llenaban sus cuadras. Lo más que pudieron permitirse los diarios opositores fue publicar, días más tarde, que la Sociedad Rural había agasajado a su presidente, José María Bustillo; que la Bolsa de Comercio había hecho un caluroso recibimiento al suyo, Eustaquio Méndez Delfino; que la Unión Industrial había acogido entusiastamente a su titular, don Luis Colombo: en todos los casos, estos caballeros «se habían reintegrado a sus tareas después de haber permanecido alejados de ellas durante algunos días». Para los lectores avisados, estas reticencias bastaban.
En realidad, las detenciones duraron muy poco. La gran mayoría de los arrestados no tenía nada que ver con el movimiento de Rawson y los jueces atendieron rápidamente los recursos presentados a su favor; otros lograron eludir la acción policial y se refugiaron en embajadas amigas, de modo que en una semana más casi no había detenidos de la redada lanzada con motivo del abortado movimiento de Córdoba. Pero aparte de agudizar el malestar, ya poco menos que incontenible, reinante en Campo de Mayo, las medidas represivas llevaron a todas las universidades del país a cerrar sus puertas en protesta por la detención de sus rectores y muchos consejeros, profesores y dirigentes estudiantiles. Y esto era bastante serio.
Ocupadas por los estudiantes, las universidades constituían una bulliciosa protesta, un elemento de presión muy poderoso. El 29 de setiembre el ministro de Instrucción Pública emplazó a las autoridades universitarias a reabrir las puertas de las casas de estudio en plazo perentorio; dos días más tarde el rector de Buenos Aires contestaba la intimación explicando las razones de la medida y aduciendo que la Universidad «no declinaba de su función cultural». En todas las ciudades del país con sede universitaria era dable ver a los edificios coronados de una juventud gritona que exhibía banderas y carteles: «El fin del payaso», rezaba uno enarbolado en la Facultad de Derecho de Buenos Aires. Amigos y familias pasaban viandas y abrigos a los ocupantes por las puertas excusadas, ante la impasible vigilancia de unos pocos policías: la cosa tenía un aire picaresco, divertido.
Entretanto, el gobierno persistía en su acción represiva. El 2 de octubre se dio un comunicado anunciando que el juez federal de Córdoba había sido separado de su cargo: se castigaba así su actitud de poner en libertad, personalmente, a algunos ciudadanos vinculados al movimiento de Rawson y Martín. El gobierno revolucionario no había tocado a casi ningún juez hasta entonces, respetando la inamovilidad de los magistrados judiciales con mayor consideración que el gobierno revolucionario de Uriburu, que en 1930 echó a varios jueces y camaristas sin que ese acto provocara ninguna reacción de la Corte Suprema. Pero esta vez el alto Tribunal no iba a tolerar semejante ultraje: cuatro días después la mayoría de sus miembros emitió una acordada declarando nula la medida contra el juez federal de Córdoba. El acuerdo fue elevado al ministro correspondiente y se publicó tres días más tarde en La Vanguardia, que fue secuestrada por ese motivo. También se difundió en la publicación técnica La Ley, de circulación relativamente restringida; a los diarios se les prohibió aludir a ella, bajo pena de severas sanciones.
El 5 de octubre a la madrugada, la policía entró en las distintas facultades de la Universidad de Buenos Aires[74]; el día anterior lo había hecho en las de La Plata y dos días después ocuparía la Universidad del Litoral. En todos los casos la orden del gobierno se cumplió por la policía con lujo de brutalidad. Muchachos y chicas fueron golpeados a mansalva. Hartos de los trabajos extra motivados por los estudiantes, los agentes de seguridad aprovecharon a fondo la piedralibre que les brindó la autoridad. Las cárceles, que iban desocupándose de políticos, empresarios y figuras representativas detenidas una semana antes, ahora se llenaban con estudiantes: en Buenos Aires hubo que soltar a los «yiros» y mecheras del Buen Pastor para que pudieran entrar las muchachas detenidas en las facultades… Esa tarde, un par de centenares de damas que se proclamaron madres, hermanas, novias de los estudiantes presos, hizo una silenciosa concentración frente a la Casa Rosada; fueron corridas con gases lacrimógenos y los diarios recibieron orden de no publicar una palabra del episodio.
En medio del tenso ambiente que existía en todo el país, Perón había restringido un tanto su actividad oratoria. El 3 de octubre habló en Cuatro de Junio (Lanús) ante obreros ferroviarios. No aludió a los hechos recientes, repitió más o menos las mismas cosas que venía diciendo desde meses atrás y se limitó a firmar que combatía «con armas leales y de frente contra todos los que compran y venden el país». Sólo aspiraba —dijo— a hacer la dicha del país y después morir. Fue un discurso apagado y poco imaginativo. A su alrededor todo ardía sordamente. Al día siguiente, por la noche, en los alrededores de la Facultad de Ingeniería un grupo de aliancistas tiroteó a un grupo democrático y un estudiante, Aarón Salmún Feijóo, fue asesinado por negarse a vivar a Perón.
Un gobierno puede golpear indefinidamente contra un sector social, económico o político. Puede inventarlo como enemigo público o usarlo para justificar medidas odiosas. Pero no puede castigarse a todos los sectores indefinidamente. En las últimas semanas de setiembre y primeras de octubre, el gobierno de Farrell había conseguido echarse encima el odio —físico y palpable— de miles de argentinos, agredidos y vejados directa o indirectamente por las indiscriminadas medidas de represión. No obstante la censura, las noticias de los últimos hechos circulaban por todos lados, magnificadas por la carencia de información y la excitación general. Se aseguraba que en la toma de las universidades habían resultado varios estudiantes muertos; se denunciaban torturas y apremios contra distinguidas personalidades detenidas; se afirmaba que el gobierno planeaba un pogrom ejecutado por los aliancistas, en vista de que muchos estudiantes opositores eran judíos. Sin embargo, no existía en ese momento un clima de miedo: por el contrario, los núcleos activistas de la oposición operaban con extrema audacia. Había un intenso tráfico de armas, reuniones permanentes en la clandestinidad, distribución de material subversivo. La FUA era la vanguardia de todo este movimiento y resultaban infructuosos los esfuerzos policiales para detectar a sus cabecillas y sus guaridas. No había temor. Por varias razones: en primer lugar, toda la oposición campeaba con la estimulante certeza de que el pueblo, en su inmensa mayoría, repudiaba al gobierno. En segundo lugar, aunque la represión oficial no era blanda, existían ciertas seguridades: los jueces estaban dispuestos a paliar en todo lo posible la acción policial y detrás de la actividad opositora había apoyos fuertes, influyentes y con dinero. Era natural: los dirigentes de las organizaciones empresariales de ganaderos, industriales y comerciantes veían en esta lucha una cuestión de vida o muerte y abrían de buen grado sus billeteras. Y en última instancia no faltaba una embajada para refugiarse o una red perfectamente montada para escapar al Uruguay, si la hermandad opositora —especialmente la estudiantil— montada en todo el país no alcanzaba a amparar al activista prófugo.
Nunca vivió la Argentina un clima tan parecido al de la guerra civil. El 6 de octubre se realizó el entierro de Salmún Feijóo. Pañuelos y banderas saludaron al paso del cortejo fúnebre del estudiante asesinado, desde la casa de su familia, en Barracas, hasta la Recoleta. Había dolor y odio en esos miles de hombres y mujeres que convirtieron el sepelio en una manifestación de repudio al gobierno y que escucharon durante una hora y media los discursos que se dijeron en la necrópolis. Era un sábado. El lunes 8 empezaron a circular rumores extraños en Buenos Aires. Todo parecía en suspenso y las versiones más increíbles pasaban de boca en boca. A la madrugada del 9 muchos se decepcionaron cuando no leyeron en los diarios nada que permitiera abrigar alguna esperanza en un cambio radical de la situación. Lo único más o menos notable era la designación de un tal Oscar L. Nicolini como secretario de Comunicaciones. Pero las versiones arreciaban y aseguraban de reuniones oficiales, asambleas en Campo de Mayo, inquietud castrense. El martes 9 de octubre, durante la mayor parte de la jornada, se vivió a la expectativa de acontecimientos que tenían que producirse de un momento a otro. Y a la tarde de ese día la noticia reventó en todo el país: el coronel Perón renunciaba a sus cargos de vicepresidente de la Nación, ministro de Guerra y secretario de Trabajo y Previsión.
Ahora sí comenzaban esas diez vertiginosas, caóticas y decisivas jornadas que imprimirían carácter a la historia del país durante toda la década siguiente.
III
Las jornadas que siguieron resultan muy difíciles de relatar. Un enorme complejo de prejuicios oscurece, por uno y otro lado, la verdad histórica vivida por entonces. Los periodistas los elevaron a la categoría de mito nacional, los sacralizaron[75] e hicieron de esos acontecimientos la sustancia de una liturgia cuyos oficios todavía siguen celebrando. Los que fueron sus opositores resolvieron, simplemente, no creer en la realidad de esos días: para ellos no existieron, y cuando debieron obligadamente referirse a esas fechas lo hicieron con resentimiento y una terca obnubilación de juicio. Además, aquellos que de alguna manera participaron en la gestación de los acontecimientos que culminaron el 17 de octubre tienden involuntariamente a sobrestimar su propia actuación. Y por último, la manera confusa, dispersa y fragmentaria en que fueron desarrollándose los sucesos torna dificultosa su reconstrucción objetiva. De todos modos hay que intentar hacerlo y para ello es necesario retrotraer el hilo de los hechos a la creciente oposición de la guarnición de Campo de Mayo contra Perón, inocultable ya desde la última mitad del mes de setiembre.
Las manifestaciones callejeras de agosto y la desdichada orden general del 13 de setiembre se sumaban al malestar que ya existía contra una política social que parecía desenfrenada y peligrosa. Las deserciones sufridas por la CGT a principios de setiembre acentuaron en los círculos castrenses la impresión de que el pretendido apoyo popular a Perón era muy relativo. Y esta impresión se corroboró cuando un buen número de oficiales del acantonamiento asistió a la Marcha, vestido de civil: esa multitud era la propia, esa gente era el tipo de gente que los militares conocían y trataban… El frustrado golpe de Córdoba no promovió mayor solidaridad en Campo de Mayo: fue calificado de prematuro y mal preparado y además prescindía de la tradicional hegemonía que ejercía la guarnición porteña sobre el Ejército; no obstante, la llegada de una decena de oficiales detenidos —entre ellos los generales Martín y Rawson— no dejó de suscitar cierta simpatía en Campo de Mayo, donde quedaron presos. Pero en cambio, las medidas represivas lanzadas por el gobierno cayeron francamente mal. No era que escandalizaran mucho la clausura de universidades, los apaleamientos de estudiantes o la detención de profesores; pero esos actos comprometían demasiado a la institución armada.
Había además algunos hechos concretos que molestaban a Campo de Mayo. Reiteradas fricciones —menores pero múltiples— habían terminado por erosionar las relaciones de los jefes militares con el interventor de Buenos Aires provocando su renuncia, como hemos visto. Ahora se presentaban otras fuentes de disgusto[76]: la actuación de algunos funcionarios de la Subsecretaría de Prensa de la Nación y ciertas exacciones ilegales que empleados subalternos de la Secretaría de Trabajo y Previsión intentaron ejercer contra industriales de la zona aledaña a la guarnición. Eran problemas minúsculos, si se quiere, pero en el estado de potencial irritación en que se hallaba la oficialidad joven a fines de setiembre, resultaban detonantes para cualquier reacción.
El general Ávalos[77], jefe de la guarnición y por ello depositario del mayor poder militar del país (en esa época el comandante en jefe del Ejército no ejercía un mando directo de las fuerzas), era íntimo amigo de Perón y hasta entonces no había puesto objeciones a su política; más aún, la había estimulado en varias ocasiones y fue uno de los promotores de la reunión del 28 de julio, de la que saldría el acta que comprometía el apoyo militar a la salida política de la Revolución. Pero las circunstancias antes mencionadas también habían modificado la relación entre Perón y Ávalos quien, por otra parte, percibía claramente el malestar de sus subalternos de Campo de Mayo.
Un acto de gobierno de significación puramente burocrática precipitó la reacción: la designación del nuevo director de Correos y Telecomunicaciones. Ocurría que el teniente coronel Francisco Rocco[78], jefe de una de las unidades de Campo de Mayo, aspiraba públicamente a ese cargo y se sintió desairado con la designación de Nicolini, un oscuro funcionario al que Eva Duarte guardaba gratitud por haberla ayudado en sus años de pobreza.[79] La vinculación de Nicolini con la compañera de Perón era notoria y por consiguiente su designación fue interpretada como una concesión de tálamo; una prueba más de que, como se venía afirmando, «esa mujer» ejercía una irresistible influencia en el ánimo de Perón. El nombramiento fue un trapo rojo a los ojos de la oficialidad de Campo de Mayo[80] y la indignación ya no pudo disimularse.
¿Qué motivo pudo llevar a Perón a cometer esa virtual provocación? Es posible que haya querido probar hasta qué punto le respondían los mandos, jugándose por un nombramiento indefendible; también podría presumirse que la designación de Nicolini se le haya pasado en la tensión de esos días, con las universidades en insurrección, la Corte prácticamente alzada contra el gobierno y un ambiente de contenida violencia en todas partes. Esta conjetura se afirmaría con el hecho de que fue Quijano quien firmó la designación de Nicolini. Hasta podría admitirse que Perón creyó llegado el momento de provocar la crisis final, pues de todos modos su permanencia en el gobierno no podía durar más allá de la convocatoria a elecciones, cuyo decreto ya estaba despaciosamente elaborándose. Sea cual fuera la explicación, lo real es que Campo de Mayo interpretó la designación del nuevo funcionario como algo inadmisible.
El mismo día en que Nicolini tomaba posesión de su cargo —sábado 6 de octubre—, Ávalos va al Ministerio de Guerra por la mañana y habla con Perón. Le transmite el desagrado de Campo de Mayo y le pide que deje sin efecto el cuestionado nombramiento: el ministro alega que ya no puede hacer nada. Insiste Ávalos y Perón se mantiene en su posición. Entonces, el jefe de Campo de Mayo apela a Farrell y esta vez formula cargos de duplicidad y falta de claridad en los procedimientos del ministro de Guerra; el Presidente le pide que hable nuevamente con Perón. A la tarde, nueva reunión de Ávalos y Perón, en el departamento de éste; a quinientos metros están enterrando a Salmún Feijóo, mientras los dos jefes debaten sus discrepancias. Eva Duarte está presente.
Perón se queja de las interferencias de Campo de Mayo y dice que pretende desplazar a la gente que le responde. Su amiga interviene un par de veces instándole a que no ceda y después le dice:
—Lo que tendrías que hacer es dejar todo de una buena vez y retirarte a descansar… ¡Que se arreglen solos!
Finalmente Ávalos sugiere a Perón que escuche el pensamiento de Campo de Mayo. Así se convencerá de que su planteo responde al unánime sentir de sus camaradas de la guarnición más importante del país. Lo invita a que vaya allá y se reúna con los jefes de las unidades. Perón acepta conversar pero indica que la reunión debe hacerse en el Ministerio de Guerra. Queda convenido realizar el encuentro el lunes 8, a las 11 de la mañana, en la sede ministerial de Viamonte y Callao. Esa noche Mercante encontró a Perón en su departamento y lo notó nervioso e irascible. A pedido de Eva Duarte se quedó a dormir allí; pero a la mañana siguiente, cuando salieron juntos, el estado de ánimo del coronel no había variado. Dijo que estaba harto de ese tipo de problemas y que en cualquier momento renunciaría. Mercante, entonces, intentó calmarlo, pero Perón, en un acceso de ira insólito en él, llegó a tirar su gorra contra el piso del automóvil que los conducía al Ministerio de Guerra.[81]
Todo el día domingo se debate en Campo de Mayo lo que va a decirse al día siguiente: como las fuerzas están acuarteladas desde la reimplantación del estado de sitio, las reuniones son largas y numerosas, aunque reservadas. La guarnición se encuentra en pleno estado deliberatorio y los jefes de unidades recogen las opiniones de sus oficiales a medida que éstos las van exponiendo. Estas asambleas se prolongan toda la tarde y buena parte de la noche en distintos locales. Y a la mañana siguiente, cuando Ávalos y los jefes parten hacia Buenos Aires, los oficiales ponen a la tropa en pie de guerra: desconfían de lo que pueda ocurrir en el ministerio y están dispuestos a marchar sobre la Capital Federal si olfatean algo raro. Antes de salir, Ávalos trata de tranquilizar los ánimos de los oficiales —reunidos en el Comando de Campo de Mayo— y dice que de seguro todo se solucionará satisfactoriamente, ordenando que no se hagan aprestos bélicos que puedan provocar alarma.
Ese día el coronel Perón cumplía 50 años de edad. Los suboficiales del Ministerio de Guerra le habían preparado un lunch en el sótano del edificio. Ellos y los periodistas que por allí rondaban —inútilmente, pues las informaciones sobre la inquietud castrense no podían publicarse en los diarios— pudieron creer que la inusual afluencia de militares al edificio se debía al propósito de saludar al ministro en su día. Pero eran otros los motivos de las visitas; y el crecido número de visitantes se debía a una maniobra, pues Perón había invitado a la reunión a unos cuarenta jefes de la guarnición de Buenos Aires y alrededores, como el general Ramón Albariños, jefe de la 2ª División con sede en La Plata. De este modo, los diez enviados de Campo de Mayo entraban en una reunión donde estarían en minoría…
A las 11 se abrió la conferencia.[82] Perón habló brevemente, con tono enérgico y seco. Exhortó a conversar con entera franqueza y previno que él se retiraría del salón para que todos expusieran su opinión libremente; adelantó, sin embargo, que no podía aceptar interferencias en su acción de gobierno y mucho menos en momentos tan graves como los que atravesaba el país, que reclamaban su atención para resolver asuntos muy importantes. Aclaró que del encuentro debía salir una decisión concreta y definitiva, y que él, personalmente, hacía de ello una cuestión de confianza: si el Ejército no lo apoyaba —dijo— no tendría inconveniente en pedir su retiro. Y con un gesto dramático finalizó su corta alocución dirigiéndose directamente a Ávalos:
—¡Pero si se me ratifica la confianza serás vos el que te retires del Ejército, porque estas cosas tienen que terminar de una vez!
Se levantó y abandonó el salón acompañado por sus colaboradores del Ministerio, mientras los militares empezaban a discutir.
Perón jugaba una carta que meses antes lo había salvado brillantemente de una situación parecida, aunque mucho menos grave. El general Fortunato Giovanonni, jefe de Gendarmería, le había planteado la supuesta disconformidad del Ejército con su política. Perón le dijo entonces que haría una reunión de jefes con la siguiente condición: si era cierto lo que Giovanonni afirmaba, él renunciaría a sus cargos, pero si se le ratificaba el apoyo su interlocutor dejaría el Ejército. Se hizo la reunión, Perón obtuvo un voto de confianza abrumador y Giovanonni debió solicitar su retiro… Ahora Perón confiaba en lograr el mismo resultado, en la seguridad de que la mayoría de los jefes convocados lo apoyaba. Ocurrió exactamente lo que había previsto, pero las consecuencias serían diferentes, como veremos.
La discusión no fue larga ni profunda. Mientras en el quinto piso del edificio se jugaba su destino político, Perón bajó al sótano a presidir el agasajo que se le ofrecía: cordial y sonriente, estuvo allí un rato departiendo con todos, recordando algunos episodios de su vida militar. De sus cincuenta años de vida —comentó con alguien— había dado treinta y cinco al Ejército; ¡y justo el día que cumplía el medio siglo sus camaradas venían a hacerle semejante planteo…!
Cuando volvió al quinto piso del Ministerio, la reunión estaba terminando. Los quejosos habían sido comidos con la misma facilidad con que momentos antes Perón había ingerido los bocadillos del lunch… Ávalos había intentado repetir sus cargos contra Perón, pero Albariños lo interrumpió abruptamente:
—¡Campo de Mayo no es el Ejército! ¡La posición de Campo de Mayo no es la del Ejército!
Otros jefes opinaron que había que dejar gobernar a Perón y que no entendían los motivos del cambio que habían sufrido las opiniones de quienes antes lo apoyaban incondicionalmente. No se conversó mucho más: en realidad, la reunión expresaba la honda división del Ejército y el desconcierto de sus responsables después de dos años de tumbos tras las marchas y contramarchas del gobierno de facto. Frente al clima que vivía el país, la mayoría de los presentes creía indispensable dar libertad de acción a Perón para sacar a la Revolución del atolladero en que estaba. Los enviados de Campo de Mayo no intentaron discutir: estaban en minoría y ya no era cuestión de argumentos. Al retirarse, Ávalos habría dicho que, de acuerdo con el tácito compromiso contraído, estaba dispuesto a pedir su retiro.[83] A las dos de la tarde la delegación llegaba, con las orejas gachas, a Campo de Mayo, donde se la esperaba ansiosamente. De inmediato se hizo una reunión de jefes. Ávalos se limitó a relatar lo ocurrido, ratificando su decisión de retirarse. Había sido víctima —dijo— de la misma jugarreta que se le había hecho a Giovanonni.
El relato de Ávalos cayó como un balde de agua fría. En una atmósfera de desconcierto y depresión, algunos pidieron al jefe de la guarnición que esperara unos días antes de concretar su decisión. Otros reaccionaron violentamente y dijeron que Campo de Mayo debía avanzar sobre Buenos Aires[84] sin perder más tiempo. Ávalos pidió calma y se resolvió realizar una nueva reunión a la mañana siguiente.
Pero a medida que la oficialidad joven se iba enterando de los acontecimientos a través de los relatos de sus jefes, una indignación incontenible crecía en sus ánimos. Los aprestos bélicos de la mañana se habían hecho calculando que los delegados podían caer en alguna emboscada, ser víctimas de algún hecho violento; pero que los hubieran «tragado» de esa manera, era inconcebible… Se empezaron a realizar asambleas en todas las unidades y a cambiar impresiones. Al anochecer Ávalos recibía un pedido de tres puntos suscripto por toda la guarnición. Se pedía que tomara las medidas necesarias para desplazar a Perón de todas sus funciones, convocar inmediatamente a elecciones y concretar comicios absolutamente libres. No se mencionaba la posibilidad de derrocar a Farrell ni mucho menos de entregar el gobierno a ninguna institución ajena al Ejército: Campo de Mayo entendía que las Fuerzas Armadas, que habían asumido la responsabilidad del proceso revolucionario, debían conducirlo hasta su salida institucional para justificarse históricamente.
Entretanto, en el Ministerio de Guerra no dejaban de percibirse síntomas del malestar de Campo de Mayo. Perón descontaba que Ávalos estaba terminado y no pensaba que pudiera intentar nada. Pero algunos de sus colaboradores creyeron aconsejable cerciorarse. Por lo menos dos de ellos fueron al acantonamiento[85] para tomar una impresión directa. Hablaron con Ávalos y por supuesto éste disimuló que todo estaba en orden. ¡Qué iban a mostrar su juego los ya virtuales insurrectos! ¡A maniobra, maniobra y media! Los bomberos de Perón regresaron con la noticia de que había tranquilidad en Campo de Mayo y así terminó esa tensa jornada, de la cual el país nada sabría hasta varios días después.
Fue una noche desvelada, pero a la mañana siguiente —martes 9 de octubre— Campo de Mayo amaneció con el indisimulable aire de una guarnición que se apresta a marchar en pie de guerra hacia su objetivo. Todas las unidades estaban prestas a avanzar sobre Buenos Aires para obtener la consecución del plan elevado a Ávalos el día anterior. En realidad, Campo de Mayo se lanzaba a una verdadera patriada, porque no se habían establecido contactos con las divisiones del interior del país y no se ignoraba que los regimientos de Buenos Aires —el 1, 2 y 3 de Infantería—, el Colegio Militar y la Aeronáutica eran ajenos, en el mejor de los casos, al movimiento. Pero los jefes de Campo de Mayo estaban convencidos de que actuando con rapidez y decisión habrían de copar la situación y que la población civil se volcaría a la calle en masa una vez iniciado el operativo. No era la primera vez que Campo de Mayo, por sí solo, volteaba un gobierno…
En el Ministerio de Guerra, el optimismo de la noche anterior había cedido desde muy temprano a una ajetreada expectativa. El grupo de los colaboradores de Perón había hecho una rápida apreciación del panorama militar y aconsejaba reprimir.[86] La aviación podía bombardear a los rebeldes en cuanto salieran de su acantonamiento y la 2ª División acercarse a Buenos Aires, cuyas entradas defenderían los regimientos leales. Fue el propio Perón quien se negó a tomar medidas represivas. Ante la insistencia de sus colaboradores derivó la resolución al Presidente, con quien fue a entrevistarse el coronel Franklin Lucero, jefe de la Secretaría del Ministerio de Guerra y autor de la orden de operaciones que se trataba de ejecutar. Mientras Lucero cumplía su misión, Perón permanecía en el Ministerio de Guerra esperando los acontecimientos, mientras iban llegando a acompañarle algunos de sus camaradas más adictos, entre ellos el jefe de policía, coronel Filomeno Velasco y el secretario de Aeronáutica, brigadier Bartolomé de la Colina. A algunos de sus interlocutores les manifestó que haría lo que Farrell ordenara pues no quería hacer correr sangre por su causa. Esa mañana su agenda de actividades incluía una visita a la Escuela de Guerra para la inauguración de un curso; hizo avisar que no podría concurrir, ignorando que algunos capitanes, alumnos del instituto, estaban esperándolo con sus pistolas al cinto, conjurados para asesinarlo en cuanto entrara.[87]
A las nueve de la mañana todo estaba listo en Campo de Mayo. Pero antes de dar la orden de marcha, Ávalos dijo que hablaría con el Presidente una vez más, para tratar de obtener el alejamiento de Perón sin necesidad de lucha. Es posible que Ávalos y Farrell se hayan entrevistado la noche anterior; el Presidente estaba reunido con sus ministros desde temprano en la residencia oficial de la Avenida Alvear. De todos modos, a media mañana Farrell se había convertido en árbitro de la situación: por un lado, el enviado de Perón le pedía autorización para comenzar la represión contra Campo de Mayo y, por el otro, Ávalos le rogaba que fuera a la guarnición para tomar una impresión directa de la situación.
Farrell aceptó la invitación y aseguró que estaría en Campo de Mayo antes de la una de la tarde. Rogó a Ávalos que mantuviera la tranquilidad de su gente y a Lucero le pidió que transmitiera un abrazo a Perón y que ya le haría saber sus noticias. Más astuto de lo que generalmente se suponía, Farrell había dejado que el proceso avanzara hasta convertirse en un nudo que sólo él podía desatar. Mientras Perón efectuaba poco después del mediodía una breve visita a la Casa de Gobierno para dirigirse luego a su departamento, Farrell seguía demorando su viaje a Campo de Mayo, tratando de informarse con exactitud de la situación. Ya estaba en la guarnición el general de ejército Carlos von der Becke, comandante en jefe, figura prestigiosa aunque inoperante en una vaga misión de pacificación. Y a medida que avanzaba la mañana se iban sumando espontáneamente a los sublevados algunos oficiales de los regimientos de Buenos Aires que se negaban a apoyar a Perón, así como un buen golpe de alumnos de la Escuela de Guerra y algunos aviadores… aunque sin sus máquinas.
Eran casi las dos de la tarde y Farrell no llegaba. La situación de Campo de Mayo era ya explosiva. Al fin, cuando la tensión se hacía insoportable, arribó el presidente acompañado de los generales Diego Mason y Juan Pistarini, ministro de Obras Públicas y una persona más cuyo aspecto resultaba insólito entre tantos uniformes: el doctor J. Hortensio Quijano. Al llegar el grupo, la oficialidad agrupada cerca del Comando entró al amplio comedor, sin distinción de grados. Quijano esperó afuera hasta que Farrell, antes de iniciar la reunión, manifestó que deseaba que el ministro del Interior también estuviera presente y lo hizo invitar a pasar.
Empezó la reunión[88] en el gran comedor del Comando. Rodeando una amplia mesa estaban el presidente, Ávalos, los generales y Quijano; alrededor del grupo, un centenar de jefes y oficiales. Reinaba un silencio impresionante cuando Ávalos empezó a hablar. Las palabras del jefe de Campo de Mayo fueron muy breves.
—El señor Presidente ya ha sido informado por el que habla del pensamiento y la decisión de Campo de Mayo —subrayó significativamente la palabra «decisión»—. Ahora, los oficiales aquí reunidos esperan su respuesta.
Farrell estaba inocultablemente emocionado. No es aventurado conjeturar que en ese momento su recuerdo evocaría la vieja camaradería que lo vinculaba a Perón, el hombre que lo había hecho presidente… Comenzó diciendo que tenía el deber de llamar a la reflexión a los oficiales; no desconocía las nobles razones que los impulsaban pero les advertía que ellos ignoraban algunos problemas y antecedentes de alta política. Existía, por ejemplo, el peligro de que el desplazamiento de Perón provocara un levantamiento de obreros, que podía desembocar en una guerra civil. Sugirió, sin mucho énfasis, que podría llegarse al resultado que deseaba Campo de Mayo dando a Perón un plazo prudencial para que se retirara voluntariamente.
Insólitamente enérgico, Ávalos dijo:
—Estamos cansados de los engaños y los procedimientos equívocos del coronel Perón —y un murmullo aprobatorio surgió del compacto bloque de uniformes que rodeaba la mesa.
Afirmó que Campo de Mayo exigía que esa misma tarde el pueblo argentino conociera oficialmente el alejamiento del ministro de Guerra.
—Por otra parte —agregó Ávalos—, el señor Presidente puede estar tranquilo respecto a una eventual guerra civil pues la única forma de evitarla es, precisamente, con el alejamiento del coronel Perón.
Entonces preguntó Farrell si al hablar del alejamiento de Perón se estaba haciendo referencia a sus funciones como ministro de Guerra. Cortante, Ávalos precisó:
—¡No señor! ¡Nos referimos al alejamiento de todas sus funciones públicas! ¡Al Ministerio de Guerra, a la Vicepresidencia de la Nación y a la Secretaría de Trabajo y Previsión!
Con un gesto de asombro, Farrell, dirigiéndose con un amplio ademán a todos los presentes, preguntó:
—Pero entonces… ¿lo que ustedes quieren es el alejamiento definitivo del coronel Perón?
—¡Sí señor! —fue la respuesta unánime de los asistentes, dicha a gritos y repetida durante un largo plazo.
Nunca se había producido en el Ejército un diálogo como éste. Farrell hizo un gesto de resignación o de asentimiento y pidió a los presentes que se retiraran para conferenciar brevemente con los generales que allí estaban. Un poco de mala gana empezaron los oficiales a evacuar el salón cuando se oyó una voz:
—Con permiso, señor Presidente, quisiera expresar unas breves palabras.
Era Quijano, que intentaba el último recurso para salvar de la caída a su amigo Perón. El concurso se reagrupó, Farrell lo autorizó a hablar y el ministro comenzó su discurso.
Ducho en lides políticas, Quijano comprendía que era indispensable disipar el efecto fulminante del estentóreo pronunciamiento que se había escuchado momentos antes, para ir creando una atmósfera menos emotiva y conseguir salvar algo. Se extendió, pues, en consideraciones personales, expresadas en un tono cálido y convincente. Habló de sus antecedentes familiares, de su tierra natal, de los propósitos que lo llevaron a colaborar con la Revolución rompiendo solidaridades políticas y amistosas de toda su vida. Pero las breves y directas frases que se habían cambiado antes entre Farrell y Ávalos hacían que el discurso de Quijano resultara latoso. Un oficial cuyo nombre no se ha registrado gritó desde atrás:
—¡Está fuera la cuestión!
Desconcertóse el orador por un momento y entonces Ávalos lo interrumpió:
—Señor ministro, su actuación no está en tela de juicio.
—Está en juego, señor general —respondió Quijano con tono enfático—, porque el origen de todo lo que está ocurriendo es un nombramiento que lleva mi firma. Soy un hombre responsable de mis actos y en este caso, como en todos los que he certificado con mi firma, tengo que asumir la total responsabilidad de aquello que pueda derivarse de ese acto.
Era ahora indudable que Quijano pretendía minimizar el problema, retrotrayendo la cuestión a la designación de Nicolini. Pero, ¿quién se acordaba ahora de Nicolini? Otras eran las cosas que se debatían. Ávalos, decidido a no dejarse enredar en este planteo, se puso de pie y concluyó drásticamente, casi despectivamente.
—El señor ministro no es responsable ante nosotros de ese nombramiento y no lo es por cuanto el nombre del señor Nicolini le ha sido impuesto y él debió acceder a esa imposición. Además —agregó ya dirigiéndose a los presentes, más que a Quijano— conozco perfectamente los entretelones de ese asunto y sobre ese particular hablaré después personalmente con el doctor Quijano.
Hubo un silencio. Farrell reiteró entonces su deseo de conferenciar con los generales.[89] Vuelta a retirarse todos los oficiales; pero antes de abandonar el comedor algunos indicaron a dos de ellos[90] que asistieran a la reunión en nombre de todos. A pesar de la resuelta actitud de Ávalos, no confiaban enteramente en su capacidad de decisión.
—Y que renuncie hoy… No les aflojen… —eran las recomendaciones que hacían los oficiales a sus delegados, mientras iban dejando el salón.
Pero la reunión fue breve. Ya con sus pares, Farrell ofreció su renuncia: todos coincidieron en pedirle que continuara. Se decidió entonces la forma en que se comunicaría a Perón la decisión adoptada. Luego se habló ligeramente de su sucesor.
—A usted no le conviene ser ministro de Guerra, Ávalos —dijo Farrell.
—No se trata de que me convenga o no. Yo haré lo que diga Campo de Mayo —contestó Ávalos.
A los pocos minutos se abrieron las puertas y los oficiales que ansiosamente esperaban afuera fueron informados de que una comisión saldría en seguida para pedir a Perón que renunciara, en nombre del Presidente. Una explosión de entusiasmo acogió el anuncio. Poco después trascendía que el mismo Farrell —que todavía habría de permanecer en Campo de Mayo un par de horas más— se había comunicado telefónicamente con Perón anunciándole la llegada de una comisión que le comunicaría su decisión definitiva. Todo se había desarrollado en menos de una hora.
Perón había descansado unos minutos en su departamento, después de mediodía, para regresar luego al Ministerio de Guerra. Estaba serio pero tranquilo. Mientras en Campo de Mayo se tramitaba su suerte, un buen número de amigos colmaba la antesala de su despacho. Todos eran partidarios de pelear[91] y algunos jefes de unidades allí presentes garantizaban el éxito en caso de enfrentamiento. Perón insistía en que no habría de luchar para mantener una situación personal y que esperaba la indicación del presidente para adoptar la actitud que correspondiera.
A las cuatro de la tarde llegaron al Ministerio los generales Pistarini y Von der Becke y el ministro Quijano. Subieron al despacho de Perón, ya repleto de gente, y allí le comunicaron que el Presidente creía conveniente que renunciara, en vista de la actitud de Campo de Mayo. Claramente se escuchó la voz de Perón:
—Entonces… ¿el Presidente está de acuerdo?
Se le contestó afirmativamente. Entonces Perón se sentó frente al escritorio y escribió de su puño y letra una breve esquela: «Excelentísimo señor Presidente de la Nación: Renuncio a los cargos de Vicepresidente, ministro de Guerra y secretario de Trabajo y Previsión con que Vuestra Excelencia se ha servido honrarme.» Y entregando la hoja a Pistarini:
—Esto es para que vean que no me ha temblado la mano… —dijo.
En seguida redactó, en la misma forma, una solicitud de retiro.
De la Colina lloraba abiertamente. Otros permanecían en un emocionado silencio. Perón fue saliendo de su despacho entre abrazos y saludos militares. Iba a su casa, donde lo esperaba su compañera.[92]
Quijano siguió viaje a la Casa de Gobierno mientras sus colegas de comisión retornaban a Campo de Mayo para dar cuenta al Presidente de la gestión realizada. Quijano no había podido salvar a Perón; pero al menos podía presentar los hechos de una manera favorable a éste. La sede gubernativa hervía de rumores y conjeturas. El ministro del Interior se encerró unos minutos en su despacho para redactar la declaración que formularía y a las seis de la tarde leyó a los periodistas los siguientes párrafos:
—Quiero comunicarles que en la reunión de gabinete de esta mañana, el gobierno resolvió llamar a elecciones para el mes de abril. A pedido mío y como un homenaje al Día de la Raza, que es el día de la propia argentinidad, solicité que el decreto se firmase el día 12 de octubre.
Hizo una pausa para que la noticia quedara subrayada por sí sola y continuó:
—El señor Vicepresidente de la República, coronel Perón, en su oportunidad contrajo un compromiso íntimo consigo mismo, que significaba un compromiso con el pueblo de la República y con las instituciones armadas, de renunciar a todas las funciones que desempeñaba actualmente, así que el Poder Ejecutivo resolviese el llamamiento a elecciones. Anticipándose en dos días a la fecha del decreto, el coronel Perón ha presentado su renuncia de Vicepresidente de la Nación, de ministro de Guerra y de Secretario de Trabajo y Previsión. Dejo al criterio periodístico y al sentimiento público el comentario de esta actitud, que como ciudadano dignifica al país porque es expresión de su propia dignidad; y dignifica al Ejército porque también es expresión de sus mejores virtudes.
Saludó abruptamente a los periodistas, evitando preguntas, y volvió a su despacho.
El comunicado —que de inmediato se difundió por la red oficial de radioemisoras— era una mañosa deformación de la verdad. Cuando se conoció en Campo de Mayo provocó disgusto y renovó el malestar que ya parecía superado. Pero frente al hecho de la renuncia de Perón, que en esos momentos provocaba en todo el país manifestaciones de júbilo —y también de pesar—, pasó poco menos que inadvertido. Total… ¡a enemigo que huye! —pensaron los oficiales de la guarnición triunfante, dedicados a celebrar su triunfo.
Sin embargo, la declaración oficial, que daba como héroe de la jornada a Perón y como subhéroe a Quijano —con su repentina hispanofilia y sus galimatías sobre dignidad y dignificación—, sería el punto de arranque de una serie de ambigüedades y contradicciones cuyas consecuencias ya veremos.
Prescindiendo del comunicado de Quijano, la noticia de la renuncia de Perón fue un verdadero impacto. Hay que recordar que los diarios no habían publicado nada del duro proceso que hemos señalado: incluso subsistía la clausura de Crítica. Sólo algunas radios uruguayas difundían lo que podían saber del proceso, con abundantes ingredientes de fantasía y sensacionalismo. La noticia, pues, fue sin metáfora una verdadera bomba: ruidosa, inesperada, conmovedora. A medida que en Buenos Aires la gente salía del trabajo o de los cines —de asistir al estreno de «Pampa bárbara», por ejemplo— se enteraba de la novedad con expresión incrédula. Anochecía cuando en el centro de Buenos Aires empezaron a agruparse manifestaciones que recorrieron algunas calles gritando «Ya se fue» y «Libertad»; hubo choques con otros grupos que vivaban a Perón y cargas de la policía. Tres heridos graves fueron el saldo de estas confrontaciones. Al mismo tiempo se improvisaban manifestaciones semejantes en Rosario y Córdoba. En La Plata, sede de las más violentas represiones contra los estudiantes, los manifestantes fueron a cantar el himno frente a la casa del presidente de la Universidad[93], que dos días antes había salido en libertad.
Ese martes 9 de octubre no terminaría sin que nuevas felicidades llovieran sobre la oposición: las renuncias del jefe y subjefe de policía trascendieron al filo de la medianoche, y del Buen Pastor salieron todas las estudiantes detenidas; además, durante todo el día, el juez federal[94] se había constituido en Villa Devoto para acelerar la liberación de los estudiantes que todavía quedaban detenidos. Todo había sido tan súbito e inesperado que los rumores más descabellados circulaban como verdades de ley: que Ávalos y Perón habían reñido a balazos y que el primero estaba herido, que Campo de Mayo se había sublevado porque el presidente de la Corte se había refugiado allí al ser buscado por la policía… Los periodistas interrogaban a los altos funcionarios que podían encontrar pero nadie respondía nada. Sólo el canciller Cooke dijo algo significativo:
—Tengo la impresión que el coronel Perón ha renunciado para quedar en libertad de acción…
Al día siguiente el diario católico El Pueblo preguntaría inocentemente qué necesidad hay de que un alto funcionario renuncie por el hecho de que el gobierno convoque a elecciones… Pero en la noche del 9 de octubre no había oportunidad para formularse estos interrogantes. Mientras el país peronista —porque ese día una parte del país ya empezó a llamarse peronista— se debatía en una sombría confusión, el país opositor se sentía en la gloria, viviendo exactamente al revés de la pesadilla que lo había abrumado hasta las seis de la tarde…
Perón estaba en su casa. Lo acompañaban sus colaboradores inmediatos del Ministerio de Guerra, Mercante y algunos pocos oficiales de regimientos de Buenos Aires; Eva Duarte le había servido una comida fría que Perón devoró rápidamente, vestido con un fumoir rojo. Eduardo Colom llegó para saludarlos y escuchó sus comentarios finales.[95]
—Todo esto es cosa de ese tanito de Villa María… Lo ha enloquecido a Ávalos. Le prometió la Vicepresidencia y ese irresponsable ha jugado el destino de la Revolución…
Justificaba su actitud de renunciar sin intentar resistencia y mencionaba a los jefes que le habían sido leales. Toda su verborragia se derramaba ahora, en la intimidad, después de esos días de tremenda tensión. En el departamento de la calle Posadas flotaba un clima de derrota irreparable, total…
IV
Ahora la imagen de los hechos tiende a descomponerse como en un caleidoscopio enloquecido. Las cosas importantes empiezan a ocurrir contemporánea y paralelamente en muchos lados distintos. Para no perderse es necesario tener en cuenta que en esos días caóticos, todos —en ambos bandos— fueron francotiradores. Casi nadie se ajustó a un plan y ni siquiera trató de ser coherente con una línea de acción. La falta de una información clara contribuyó a complicarlo todo: la oposición, por ejemplo, tardó dos días (dos preciosos e irrecuperables días) en entender que Ávalos no era un instrumento de Perón; Campo de Mayo, que había llevado adelante el proceso con una decisión inconmovible, dejó que se produjeran las más gruesas evidencias de una reacción favorable a Perón sin admitir su gravedad. Quien pretenda dar un sentido lógico a los hechos que corren entre el 10 y el 19 de octubre perderá el tiempo. Prejuicios, fobias, odios irracionales, terquedades asombrosas y una ineptitud increíble nutren los actos de los opositores; torpeza y derrotismo connotan la actuación de los amigos de Perón, salvo unos pocos. El único elemento que actúa con lógica, con decisión y con una intuición admirable es el pueblo. La presencia popular, al final de estas jornadas, es lo único que salva y otorga categoría histórica a este mísero proceso, que el martes 9 a la noche se iniciaba en un inquietante estado de fluidez.
Esa noche, los jefes y oficiales de Campo de Mayo visitaban a Farrell para reiterarle su adhesión y pedirle que designara a Ávalos como ministro de Guerra. No sin razón, al llegar ese día de Montevideo, Sanmartino y Palacios —éste había pasado al Uruguay después del conato de Rawson y volvía ahora con los lauros del nuevo exilio— declaraban: «Continúa el mismo elenco gubernativo». Al otro día, por la mañana, se aceptaba la renuncia de Perón agradeciéndosele los servicios prestados y se nombraba ministro de Guerra en su reemplazo al jefe de Campo de Mayo.
El miércoles 10 fue una jornada de expectativa: ambigua y tironeada. Los diarios de la mañana informaban escuetamente de la renuncia de Perón reproduciendo sin mayores comentarios el comunicado leído por Quijano. No había más detalles y tanto La Nación como La Prensa exudaban desconfianza. No era para menos porque la noche anterior el propio Quijano había prohibido la salida de Noticias Gráficas, La Razón y nueve diarios más y toda la información era la oficial, es decir, la que sostenía la tesis del espontáneo renunciamiento de Perón.
En realidad, el candidato de Farrell para ocupar el Ministerio de Guerra era el general Humberto Sosa Molina: el Presidente intentó convencer a sus visitantes de que era el nombre más viable en la generalidad de las guarniciones pero ellos insistieron en Ávalos. Momentos antes, todo el ministerio, de bastante mala gana, había ofrecido su renuncia. En el transcurso de la jornada, mientras los grupos opositores empezaban a reconstituirse lentamente en diversas reuniones, se conocieron los nombramientos del nuevo secretario de Aeronáutica[96] y de los titulares de la Policía: el flamante jefe de la repartición, coronel Aristóbulo Mittelbach, era amigo de Perón y hombre de confianza del Presidente.
Después de almorzar, nueva reunión de ministros. Ávalos, aunque ya ha sido designado, no concurre porque aún no se ha hecho cargo del Ministerio de Guerra. En la reunión, Farrell informa que Perón ha solicitado autorización para despedirse del personal de la Secretaría de Trabajo; considera el Presidente que conviene acceder al pedido para tranquilizar a los gremios, donde se ha percibido inquietud.
Efectivamente, la había. Algunos dirigentes sindicales convocaron en la noche anterior a una reunión informal para considerar los hechos; unos setenta dirigentes se reunieron en Quilmes y resolvieron designar a los mismos promotores para que se pusieran en contacto con Perón y le expresaran su solidaridad. El miércoles por la mañana la delegación buscó al coronel sin hallarlo, hasta que al mediodía lo encontraron en su casa.[97] Solveyra Casares, presente en esa reunión, recuerda todavía la vehemencia con que los dirigentes obreros se dirigieron a Perón:
—Usted ya ha cumplido con el Ejército… ¡Ahora ya es nuestro! ¡Usted es nuestro líder! —le decían.
Allí surgió la idea de que Perón se despidiera formalmente de los obreros en la Secretaría de Trabajo. Dentro de la tesis que estaba difundiendo el gobierno, era perfectamente lógico que Perón se alejara con todos los honores del organismo que había creado. Mercante obvió a través de Quijano algunos problemas y consiguió que se instalaran altoparlantes y se difundiera el acto a través de la red oficial de broadcastings.[98] En las primeras horas de la tarde empezó a anunciarse por radio que a las 19 se realizaría el acto frente al edificio de la Secretaría.
Cuando Perón apareció en un palco apresuradamente montado sobre la calle Perú, una compacta multitud llenaba toda la cuadra, desde Victoria (hoy Hipólito Yrigoyen) hasta Julio A. Roca, rebasando ambos límites: serían unos setenta mil, desbordantes de fervor, que coreaban gritos como «Perón Presidente» y «Un millón de votos». Sólo una eficaz organización y una amplia receptividad podían haber congregado en tan pocas horas un público como ése. Perón se había despedido, momentos antes, del personal de la Secretaría: muchos le habían manifestado su intención de renunciar pero él les pidió que permanecieran en sus puestos.
Sus palabras —aparentemente sus palabras póstumas— fueron admirablemente seleccionadas. El hombre que la noche anterior aparecía triste y desganado, en presencia de la multitud había crecido y cobrado lucidez. No fue el suyo un discurso beligerante ni aludió al origen de su alejamiento: tácitamente se amparó en la explicación dada por Quijano. Después de las palabras iniciales manifestó su fe en la permanencia de la obra social de la Revolución:
—La obra social cumplida es de una consistencia tan firme que no cederá ante nada y la aprecian, no los que la denigran, sino los obreros que la sienten. Esta obra social, que sólo los trabajadores la aprecian en su verdadero valor, debe ser también defendida por ellos en todos los terrenos.
Reseñó luego la labor cumplida y anunció que dejaba firmados dos decretos: uno sobre asociaciones profesionales, «lo más avanzado que existe en esta materia» —aseguró—, y otro referente al «aumento de sueldos y salarios, implantación del salario móvil, vital y básico y la participación en las ganancias», que beneficiaría a todos los trabajadores argentinos.[99] Después de semejante anuncio, Perón expresó algo cuya intención no parecía muy clara:
—Y ahora, como ciudadano, al alejarme de la función pública, al dejar esta casa que para mí tiene tan gratos recuerdos, deseo manifestar una vez más la firmeza de mi fe en una democracia perfecta, tal como la entendemos aquí. Dentro de esa fe democrática fijamos nuestra posición incorruptible e indomable frente a la oligarquía. Pensamos que los trabajadores deben confiar en sí mismos (sic) y recordar que la emancipación de la clase obrera está en el propio obrero. Estamos empeñados en una batalla que ganaremos, porque el mundo marcha en esa dirección. Hay que tener fe en esa lucha y en ese futuro. Venceremos en un año o venceremos en diez, pero venceremos. En esta obra, para mí sagrada, me pongo desde hoy al servicio del pueblo. Y así como estoy dispuesto a servirlo con todas mis energías, juro que jamás he de servirme de él para otra cosa que no sea su propio bien… Y si algún día, para despertar esa fe ello es necesario, ¡me incorporaré a un sindicato y lucharé desde abajo!
Las palabras de Perón llevaron la efervescencia al máximo. Nadie entendía bien por qué esa lucha podía durar diez años pero indudablemente todos sentían que Perón estaba ahora mucho más cerca de ellos que antes. Dijo algunos párrafos más pidiendo tranquilidad y calma, repitiendo la consigna «de casa al trabajo y del trabajo a casa». Hizo una frase efectista:
—Pido orden para que sigamos adelante en nuestra marcha triunfal: pero si es necesario, ¡algún día pediré guerra!
Y luego se le mezcló la letra de un bolero en la despedida:
—No voy a decirles adiós… Les digo «hasta siempre», porque de ahora en adelante estaré entre ustedes más cerca que nunca. Y lleven, finalmente, esta recomendación de la Secretaría de Trabajo y Previsión: únanse y defiéndanla, porque es la obra de ustedes y es la obra nuestra.
La explosión de entusiasmo fue memorable. La desconcentración fue larga y gritada, pero tranquila: esta vez fueron los democráticos quienes agredieron a los manifestantes. Un antiperonista desaforado disparó algunos tiros contra los que se retiraban en la esquina de Callao y Lavalle y frente a la casa de Perón también hubo un par de disparos contra un grupo que estaba allí vivando al coronel.
Mientras Perón se despedía así de los trabajadores, a no mucha distancia, en el Departamento Central de Policía, se efectuaba otra ceremonia de adiós: Velasco y Molina se alejaban formalmente de sus cargos. El ex jefe arengó a la tropa, la felicitó por su comportamiento en los últimos hechos y manifestó que se iba orgulloso de ellos. Cuando terminó, algo insólito ocurrió en las filas de uniformados parados en posición de firmes. Se escucharon gritos:
—¡Viva Perón!
Y también aplausos al jefe que se iba. Es que Velasco dejaba la policía, pero el espíritu que le había insuflado habría de persistir. Los agentes de seguridad, en su gran mayoría, se sentían identificados con Perón. Durante los últimos meses se les habían elevado los sueldos, mejorado las condiciones de trabajo y provisto de nuevos elementos; además, la policía había expuesto el cuero en las algaradas callejeras, gozado de amplia libertad para la represión y sentido físicamente el odio y el desprecio de los sectores opositores, especialmente de los estudiantes. En octubre de 1945 la policía no era sólo una institución armada del Estado sino un cuerpo políticamente homogéneo, movido por sólidas motivaciones. Que seguramente se robustecieron cuando, terminado el acto, el propio Perón acompañado de Mercante concurrió al Departamento para saludar al íntimo amigo que había caído a su lado.
En suma, si el día anterior había marcado la derrota de Perón, el miércoles 10 fue una jornada que arrimó puntos a sus barajas. No se había desmentido la tesis oficial del renunciamiento. La Época tituló su primera página así: «La renuncia del Coronel Perón emociona hondamente al Pueblo» y también en la primera hoja comentó la dimisión como «Gesto magnífico». Pero algo mucho más importante había ocurrido ese día: en unas pocas horas había conseguido reunir un respetable número de obreros a los que había dejado su mensaje, transmitido a todo el país a través de la red oficial de broadcastings. La derrota de la víspera se había compensado en una medida bastante satisfactoria. Pero no era Perón el único que lo advertía: en Campo de Mayo también se escuchaba radio.
Cuando en la guarnición se difundió el discurso de Perón ante la Secretaría de Trabajo, el disgusto reemplazó de nuevo la euforia que había reinado hasta entonces. Que Quijano presentara la defenestración como un espontáneo renunciamiento había sido chocante pero en última instancia se podía explicar como una maniobra para hacer menos brusca la transición; pero que al día siguiente de su expulsión Perón dispusiera de la red oficial de broadcastings como si nada hubiera pasado, era algo ya inadmisible. Los hechos parecían dar la razón a los comentarios radiales en castellano difundidos desde Nueva York, que presentaban los últimos sucesos argentinos como una burda maniobra consumada entre Perón y su incondicional Ávalos. Los jefes y oficiales que se habían jugado en el operativo de liquidación de Perón estaban furiosos. Y no eran los únicos. Dos ómnibus y unos treinta automóviles que conducían alumnos de la Escuela Superior de Guerra llegaron a Campo de Mayo casi sobre la medianoche: algunos de esos oficiales eran los que en la mañana del día anterior habían planeado hacerle a Perón un Barranca Yaco en la sede del instituto militar. El subdirector de la Escuela[100] habló con Ávalos en presencia de todos para significarle la urgencia de detener a Perón. Fue una reunión tormentosa y el flamante ministro de Guerra debió imponerse a gritos[101] en varias oportunidades.
Aseguró que al día siguiente, al hacerse cargo del Ministerio de Guerra, todo cambiaría: en pocas horas el panorama quedaría definitivamente aclarado. ¿Y Quijano? ¿Y los otros ministros? Ya habían ofrecido sus renuncias: en cuanto apareciera el decreto de convocatoria a elecciones se aceptarían las dimisiones y habría de constituirse un nuevo gabinete, de probada filiación democrática. ¿Y Perón? Estaba terminado: el de la tarde había sido su acto póstumo; mañana pediría a Farrell que lo hiciera detener para que no se anduviera haciendo el loco. ¿Y los amigos de Perón distribuidos en las guarniciones de la Capital, en la Secretaría de Trabajo, en las intervenciones federales? Todo se iría cambiando en su momento. Pero tranquilo, sin impaciencia…
Y en efecto, algo diferente se percibió en la cargada atmósfera política cuando al otro día —jueves 11— Ávalos, ya en posesión de su cargo, dijo estas palabras a los periodistas:
—Desde este momento ha cambiado la política del país. No hay candidaturas oficiales.
Y todavía esa noche (noche sin diarios opositores porque no aparecieron La Razón ni Noticias Gráficas ni por supuesto Crítica, clausurada desde el 4) la declaración de Ávalos se amplió a través de un comunicado de la Presidencia. Afirmaba que «durante las consultas realizadas el 9 de octubre por el primer magistrado con los jefes y oficiales de Campo de Mayo —que culminaron con la renuncia del señor coronel Perón—, aquéllos reiteraron su anhelo de que el futuro gobierno sea la expresión auténtica de la voluntad popular, oponiéndose en tal sentido a toda candidatura que no surja de aquella voluntad, con el vivo deseo de que se evite en absoluto toda insinuación o sugestión oficial».
¿De modo que las historias de Quijano sobre renunciamientos y compromisos eran desmentidas por el mismo gobierno? ¿Así que la dimisión de Perón había sido la culminación de un proceso militar? Pero todavía vino una confirmación más, minutos después, apenas pasada la medianoche, cuando empezaba la fecha clave del 12 de octubre: apareció el decreto que obsesionaba a la oposición desde meses atrás, convocando al pueblo a elecciones generales para elegir presidente y vicepresidente de la Nación, gobernadores de provincia y legisladores nacionales y provinciales, para el 7 de abril de 1946. Quijano había firmado el decreto como último acto de su gestión, acompañándolo de un mensaje en el que afirmaba la necesidad de que el voto «tenga un sentido económico y social» para que «sólo surjan de las urnas los hombres capaces y honestos que merecen la confianza de la República».
Pero entre el juramento de Ávalos —por la mañana— y la aparición del decreto de convocatoria —a medianoche— habían seguido sucediendo cosas importantes. Los opositores empezaban a percibir que, después de todo, éste había sido realmente, un golpe de Estado… A mediodía el ministro Antille, después de entrevistar a Farrell, reconocía que algunos colegas habían presentado sus renuncias. Se abría la posibilidad de una acefalía, de una vacancia de poder que era urgente aprovechar. Los dirigentes que una semana antes languidecían en la cárcel, ahora disponían de un ancho campo de maniobras. Pero eso sí: que fueran urgentes y decisivas. Ellos recién se estaban apercibiendo de que tenían el poder al alcance de la mano…
Esa noche, el suntuoso edificio del Círculo Militar, sobre Plaza San Martín, se convirtió en sede de una tumultuosa reunión castrense. Casi trescientos oficiales de todos los grados, incluyendo una veintena de marinos, se reunieron para resolver si volteaban a Farrell, si lo mantenían obligándolo a cambiar de gabinete o si se entregaba el poder a la Corte. Hubo un caótico debate. En algún momento se proclamó la necesidad de matar a Perón.[102] La llegada de Palacios interrumpió por un momento la asamblea; el líder socialista expresó que debía entregarse el poder a la Corte. Finalmente se resolvió de manera bastante confusa enviar una delegación para conversar con Ávalos. Expresión de la desorientación reinante, los enviados[103] debían pedir el levantamiento del estado de sitio, la inmediata convocatoria a elecciones (en momentos que finalizaba la asamblea se difundía por todas las radios el decreto de convocatoria) y la detención y procesamiento de Perón. Lo curioso es que la delegación no llevaba una opinión unificada: los marinos opinaban que debía entregarse el gobierno a la Corte y los militares postulaban el mantenimiento de Farrell. Todos coincidían, en cambio, en la necesidad de despedir al gabinete y designar nuevos ministros civiles. La comisión trató de comunicarse con Ávalos pero el ministro les rogó que postergaran la entrevista para la mañana siguiente: hacía tres días que no dormía.
Pero no era la del Círculo Militar la única reunión importante de esa noche. La Junta de Coordinación Democrática y una cantidad de personajes que la rodeaban también estaba analizando febrilmente el panorama político. Los últimos hechos empezaban a convencerlos de que acaso, después de todo, se estaba produciendo un tournant total de la situación. Crecía ahora la osadía opositora y estaban resueltos a jugar al todo o nada. Con Farrell, nada; el gobierno a la Corte. Pero si como consigna de lucha, lo de «el gobierno a la Corte» no era mala, como táctica política era pésima. Tratar de imponer esa solución era utópico. Ni el Ejército podía aceptar esa vergonzosa confesión de su fracaso ni la oposición disponía de poder para implementarla. Además, si Campo de Mayo era el ejecutor del golpe de Estado, ¿por qué debía abandonar su prosecución a una institución ajena? Por otra parte, la Corte no inspiraba confianza a vastos sectores de la oposición, como el radicalismo intransigente; así lo habría de decir Luis Dellepiane en la Casa Radical días más tarde, acusando al alto tribunal de haber convalidado todos los actos antipopulares de los últimos quince años. Más aún: para los sectores obreros, un gobierno ejercido por la Corte era una directa provocación: se trataba del mismo tribunal que se había negado a tomar juramento a los jueces laborales y cuya opinión negativa sobre una serie de decretos de sentido social era bien conocida. Una objeción más: el presidente de la Corte puede hacerse cargo del gobierno en determinadas circunstancias, al solo efecto de convocar a elecciones dentro de los próximos treinta días; en este caso, las elecciones ya estaban convocadas, de modo que carecía de objeto su gestión. Y todavía una objeción de carácter práctico: el presidente de la Corte era un respetable magistrado judicial[104] que nada sabía de política y cuya vida había transcurrido entre libros y dictámenes. No era difícil suponer que caería rápidamente en manos de la gente que constituía su círculo habitual, representativa de lo más reaccionario del país. ¿Sería capaz ese jurisperito de instrumentar el complejo y delicado proceso de la normalización constitucional, en un país que estaba a punto de arder por los cuatro costados?
Pero ningún argumento convencía a la Junta de Coordinación Democrática, convertida de hecho en representante de los partidos tradicionales. Obnubilados por el resentimiento antimilitarista y el temor instintivo a la presencia popular, esos aprendices de políticos o apolíticos declarados se movían en un mundo nutrido por sus propias certezas, que nada tenían que ver con la realidad. Lo peor era que esos profesores universitarios, esos juristas, esos profesionales, cuyos nombres aparecían en aquellos días como voceros de la mitad del país, eran manejados por personajes como Federico Pinedo o Antonio Santamarina, duchos en trapicheos de minorías pero totalmente ineptos para conducir la política de masas; o por Victorio Codovilla, que conocía la técnica de la lucha entre sectas pero cuya carrera burocrática en el comunismo local era una ejemplar antología de equivocaciones. Ninguno de estos personajes entendía nada del nuevo país y fatalmente tenían que errar.
El análisis retrospectivo hace que nos parezca increíble un error tan grueso como el que cometieron los dirigentes opositores. Esos hombres, formados en su mayoría en la dúctil escuela negociadora del conservadurismo, se tornaron rígidos justamente cuando debían ser flexibles, se llenaron de retórica cuando debían ser prácticos, desbordaron de odio y desconfianza cuando debían acortar distancias con el Ejército. Actuaron instintivamente, no racionalmente, llevados por prejuicios y fobias en el preciso instante en que debían obrar con frialdad y decisión. Les faltó, es cierto, una cabeza conductora: si hubiera estado Braden en Buenos Aires, el proceso hubiera seguido secuencias muy diferentes… Pues a la luz de los hechos resulta evidente que lo único que debía hacerse era tomar todo el poder posible con quien fuera y en cualquier condición. ¿Para qué perder tiempo debatiendo si debía o no quedar Farrell? ¿Para qué crear la posibilidad de un peligroso vacío de poder? Farrell haría lo que se le mandara, una vez que estuviera rodeado por un gabinete homogéneo y decidido. Había que no perder un minuto en ese problema menor: facilitarle a Ávalos la formación de un gabinete con militares democráticos y pedir, a lo más, el Ministerio del Interior para una figura civil que fuera potable a todos los sectores; que los había, porque en el mercado político argentino abundan las figuras apolíticas dispuestas a sacrificarse por el país en los momentos de confusión…
Y sobre todo, no tocar a Perón. Neutralizarlo, silenciarlo, desmontar el aparato que había montado pero nunca convertirlo en mártir; negociar con los sindicatos sin hostilizarlos, presionar a los patronos —que ya querían ver derogadas todas las iniciativas sociales promovidas por Perón— para que comprendieran que la nueva legislación era irreversible y abrir rápidamente la carrera electoral para que el país empezara a distraerse. Eso era, básicamente, lo que exigía el momento político y social que se vivía en octubre del 45. Y fundamentalmente era indispensable rodear este operativo de un espíritu generoso, cegando todo cuanto fuera expresión de ese estilo político y vital que diez años más tarde se llamaría «gorilismo»… Pero los dirigentes democráticos de 1945 estaban incapacitados para llevar adelante una política como ésta. Condicionados por sus intereses, sus emociones y sus agravios —algunos de ellos relativamente justificados— querían jugar al todo o nada, sin advertir que ni siquiera participaban reglamentariamente en el juego; que eran colados cuyo ingreso a la rueda dependía de la buena voluntad de los jugadores. Y los jugadores reales —el gobierno y el ejército— ¿cómo podrían admitir a quienes llegaban proponiendo arrasarlos y humillarlos?
Esta crónica no puede clausurarse sin registrar un hecho que en ese momento pasó casi inadvertido: la llegada a Buenos Aires, al filo de la medianoche del jueves 10 de octubre, de un hombre que se dirigió silenciosamente a una casa situada a menos de cien metros del departamento donde Perón, casi solo, se hundía nuevamente en la depresión y el pesimismo. Ese hombre era Amadeo Sabattini, que viajaba desde Villa María llamado por Ávalos.[105] Dentro de la creciente confusión que comenzaba a desatarse, ese «vozarrón saludable que viene de la plebe» —como lo calificara Deodoro Roca años atrás— podía ser el que indicara la solución viable.
El «tanito de Villa María»… Es obviamente simbólico el hecho de que aquella noche Perón y Sabattini estuvieran tan cercanos físicamente —el primero en su departamento, éste en la casa de su hija— pero en absoluta ignorancia el uno del otro… Sus caminos, que en algún momento se habían cruzado, ahora se alejaban definitivamente. Perón sabía muy bien dónde estaba su enemigo, cuando horas después de su renuncia barbotó su ira contra el dirigente cordobés: nunca le habían preocupado mucho esos figurones de los partidos políticos, carcamanes que jamás podrían convocar el fervor popular. Le preocupaba, en cambio, Amadeo Sabattini: un líder con real prestigio en todo el país, el único que podía medírsele en una confrontación electoral. Lo había cortejado, le había enviado señales amistosas y todo había sido en vano. La indecisión de Perón, esa larga demora en el poder que terminó por desgastarlo, se debía básicamente a su esperanza de llegar a un acuerdo con Sabattini.
—Si su amigo Sabattini hubiera aceptado, hace tiempo hubiéramos largado la carrera —le dijo Teissaire a un amigo del dirigente intransigente[106], a principios de 1945.
Pero Sabattini se sentía fuerte. Si Perón era desplazado del poder y se lograba que el gobierno observara un cierto fair play, ¿quién podría arrebatarle la candidatura presidencial del radicalismo? Sabattini admitía la coordinación de esfuerzos con los restantes partidos al solo efecto de conseguir una apertura electoral sin continuismo ni presiones; o sea, al solo efecto de liquidar la influencia de Perón. Una vez desaparecido el candidato oficial, carecía de sentido cualquier forma de Unión Democrática. Cada fuerza iría a las elecciones con su propio caudal y allí se verían las realidades. Y en el paso de la vigencia popular, la realidad era él…
Por eso Sabattini alentó indirectamente a Ávalos y hasta es posible que, tal como lo acusaba Perón, le hubiera insinuado la posibilidad de integrar una eventual fórmula.[107] El binomio Sabattini-Ávalos sería, desaparecido Perón, la fórmula integradora del ala popular del radicalismo con el Ejército recuperado para la democracia; el otro sector radical, el alvearista, podía irse a buscar suerte en la alianza con socialistas, comunistas y conservadores. ¡No era necesario ser muy sagaz para adivinar el resultado de una confrontación planteada en esos términos!
Parece comprobado que Sabattini adquirió tácitamente el compromiso de rodear al gobierno de facto con radicales intachables de origen yrigoyenista, en la eventualidad de que Perón fuera desplazado y se abriera la posibilidad de comicios libres, sin candidaturas oficiales. Y a eso llegaba don Amadeo, el único dirigente opositor que en ese momento entendía al país, en esa noche cuyo caleidoscopio reflejaba al gobierno en desbande, la oposición entregada al placer de los juegos verbales y las Fuerzas Armadas debatidas en una confusión suma.
V
El día siguiente traería mayor claridad en la confusión. Es decir que la oposición acentuaría sus equivocaciones, pero ahora de manera muy pública y concreta. Fue la jornada de la Plaza San Martín. El interés y la curiosidad asediaban al Círculo Militar donde —había trascendido— militares y marinos se encontraban en sesión permanente desde la noche anterior.
A partir de las diez de la mañana de ese viernes 12 de octubre —y a favor del feriado— empezó a congregarse un gentío que La Prensa, al otro día, caracterizaba así: «Era un público selecto formado por señoras y niñas de nuestra sociedad y caballeros de figuración social, política y universitaria; jóvenes estudiantes que lucían escarapelas con los colores nacionales; trabajadores que querían asociarse a la demostración colectiva a favor del retorno a la normalidad.» Este público fue creciendo a lo largo de la jornada, cercó el antiguo edificio de la familia Paz, participó en las alternativas que iban produciéndose, efectuó un déjeuner sur l’herbe y vociferó consignas, dijo y escuchó arengas, inscribió lemas antimilitaristas en las paredes del Círculo (La Vanguardia elogiaría más tarde la actividad política de los rouges femeninos y los espejitos de cartera, en uno de los sueltos más tilingos que registran los anales periodísticos argentinos), colocó crespones en las banderas, cantó innúmeras veces el Himno Nacional y la Marsellesa, dio libre curso a sus aborrecimientos y devociones, silbó a la Policía, abucheó a Vernengo Lima, casi linchó a un militar y se retiró hacia medianoche, después de tres sangrientas refriegas con policías y aliancistas.
Dentro de la mitificación que se ha hecho de esos días, la literatura peronista exageró el carácter indudablemente oligárquico que prevaleció en la reunión de Plaza San Martín y aseguró que restos de caviar y pavita y botellas de champagne[108] cubrieron abundantemente la zona. Por supuesto que no fue así: pero salvando exageraciones es indiscutible que la concentración del 12 de octubre fue como si la cabecera de la Marcha del 19 de setiembre hubiera instalado allí su vivac.[109] Por los personajes que estuvieron, por su tono general, la concentración de Plaza San Martín parecía un esfuerzo para restaurar el antiguo régimen, más que buscar la normalización constitucional.
A la misma hora en que empezaba a reunirse el «público selecto» frente al Círculo Militar, en la Secretaría de Trabajo y Previsión se efectuaba una reunión de fisonomía muy diferente. Mercante, cuya renuncia todavía no había sido aceptada, conversaba con unos veinte dirigentes gremiales, convocados el día anterior. Fue éste el primer intento de organizar alguna reacción a favor de Perón y de allí surgió la iniciativa de convocar al organismo superior de la CGT para instrumentar un movimiento. Pero los dirigentes no estaban seguros del éxito: necesitaban algunos días para consultar a las bases y además la CGT había sufrido demasiados embates en setiembre como para confiar plenamente en ella. Faltaban motivos para una movilización: ni siquiera se había designado al reemplazante de Perón y la central obrera no podía hacer nada que pareciera oponerse a la normalización constitucional, contraviniendo sus propias manifestaciones de diez días atrás. Pero aún vacilante, la reunión de esa mañana fue el primer paso hacia un movimiento cuya forma y sentido todavía no se entreveía.
Una de las preguntas que los sindicalistas formularon a Mercante más acuciosamente fue la del paradero de Perón, pero él mismo no lo sabía con certeza. El coronel había salido de Buenos Aires esa madrugada. Había buenos motivos para no quedarse en la ciudad: las amenazas de muerte que se habían proclamado públicamente en Campo de Mayo y en el Círculo Militar, la creciente presión sobre Farrell para que ordenara su detención, incluso el cansancio y la tensión acumulados sobre sus espaldas en los últimos días. Perón había resuelto irse a San Nicolás. Presumiendo que podría ser buscado, indicó a Mercante que si era interrogado sobre su paradero, no lo ocultara. Mercante pidió a su amigo que dejara sus señas por escrito, para no pasar por delator y Perón escribió una esquela en ese sentido.[110]
Hacia la medianoche del jueves dejó su departamento y se fue en automóvil con Eva Duarte, el hermano de ésta y «Rudi» Freude, hijo de un amigo suyo; el mismo Perón manejaba. Al despedirse de Mercante, éste le dijo:
—No se va a ir, ¿no? ¿Nos vamos a seguir jugando?
—¡Claro que sí! —fue la respuesta. El requerimiento de Mercante aludía a la posibilidad de que Perón decidiera irse del país, que se había barajado entre otras durante las conversaciones mantenidas en esos días con diferentes amigos. Mercante lo escoltó con su propio automóvil hasta pasar la Avenida General Paz. Pero el viaje de Perón se detuvo en una localidad cercana a Buenos Aires; Freude lo convenció de que fuera a pasar unos días en la isla que tenía su padre en el Delta y poco después se encaminaron hacia allí.
Al día siguiente, mientras la reunión opositora de Plaza San Martín alcanzaba su máximo frenesí, Mercante fue a encontrarse con Perón. Cuando llegó a la casa donde suponía que había pasado la noche, encontró que la policía tenía detenidos a Juan Duarte y Freude. Un oficial de investigaciones le indicó que por orden superior debía señalarles el paradero de Perón. Mercante se puso en contacto telefónico con Mittelbach y le pidió que viniera, para conducirlo al lugar donde estaba el coronel. Poco después una pequeña caravana de automóviles lo llevó hacia el Tigre. En dos lanchas hicieron el corto trayecto hasta el Tres Bocas: cuando llegaron, pudieron distinguir a Perón paseando del brazo con su compañera frente al embarcadero isleño.
Breve conversación de Mittelbach con Perón: el jefe de policía le comunicó que Farrell había ordenado detenerlo porque existían motivos para temer por su vida. Perón preguntó adónde lo llevarían y su interlocutor le dijo que creía que sería enviado a un buque de la Armada o tal vez a la isla Martín García. Perón reaccionó con disgusto. Le pidió que hablara con el Presidente para que no se lo sacara de su jurisdicción natural, como correspondía a su estado militar, Mittelbach así lo prometió y todos volvieron a embarcarse. En Tigre subieron al automóvil de Mercante: Perón, Mittelbach, un chofer, el dueño del vehículo y Eva, que por momentos no podía reprimir el llanto. Llegaron al edificio de Posadas pasada la medianoche y el jefe de Policía dejó que Perón, Eva y Mercante subieran al departamento. Minutos después llegó el mayor Héctor D’Andrea, subjefe de Policía, a quien el presidente le había encargado momentos antes la tarea de detener a su ex vicepresidente y conducirlo a la cañonera «Independencia». Volvió a pedir que no se lo detuviera en un lugar ajeno al Ejército; D’Andrea se limitó a expresar que cumplía órdenes del Presidente. Una docena de automóviles estacionados en la cuadra de Posadas entre Callao y Ayacucho daba cuenta de que algo importante estaba ocurriendo en el aristocrático barrio.
Mientras Perón se afeitaba, Mercante le reseñó los contactos que había tomado esa misma mañana y la decisión con que los dirigentes sindicales recibieron sus indicaciones.
—Esté absolutamente seguro, Perón, de que vamos a conseguir la reacción que esperamos. Absolutamente seguro —reiteró—. Quédese tranquilo porque todo está en marcha…
Una breve y emotiva despedida con su compañera y luego Perón bajó para subir en un automóvil con D’Andrea y Mercante. El vehículo enfiló hacia el puerto y se detuvo en la pasarela de acceso a la cañonera «Independencia». Descendieron. Eran casi las tres de la madrugada del sábado. Estaba brumoso y Perón, con un chucho de frío, subió el cuello de su impermeable. Mercante dio un apretado abrazo a su amigo y le murmuró por última vez:
—¡Confianza! ¡Tenga confianza!
Perón murmuró unas palabras recomendándole a Eva y luego, suelto y natural, subió la pasarela. Su amigo quedó mirándolo desde abajo. De pronto advirtió que el marinerito que montaba guardia a su lado estaba llorando; por su morocho rostro le corrían las lágrimas silenciosamente.
—Entonces sentí una enorme tranquilidad —evoca Mercante a casi un cuarto de siglo de los hechos— ¡y supe con claridad total que íbamos a ganar la partida![111]
Mientras el hombre que hasta tres días antes había sido todopoderoso andaba en estas peregrinaciones, en Buenos Aires los hechos iban adquiriendo un vertiginoso ritmo. A media mañana Ávalos recibió a los delegados del Círculo Militar. Estrictamente, sólo representaban a los militares y marinos que se habían reunido allí la noche anterior: muchos de los deliberantes estaban retirados del servicio activo, no habían asistido representantes de las divisiones del interior y en el caso de la Marina, quien llevó la orientación del cuerpo fue el almirante Domecq García[112], que tenía ochenta y seis años de edad y hacía diecisiete que estaba desvinculado del servicio. De modo que los delegados sólo podían llevar la expresión de un grupo más o menos representativo de camaradas y nada más. Sin embargo, la conferencia entre Ávalos y los delegados adquirió la dimensión de un cambio de ideas definitivo entre la totalidad de la Fuerzas Armadas y el ministro de Guerra.
Ávalos pidió que le tuvieran confianza, rechazó la idea de entregar el gobierno a la Corte porque el Ejército —dijo— no lo aceptaría y auguró que en pocas horas más se aceptaría la renuncia del ministro Quijano. Mientras Ávalos y sus visitantes dialogaban, se difundía por radio la arenga de Quijano subrayando la importancia de la convocatoria a elecciones anunciada en la medianoche anterior. Luego fueron todos a visitar a Farrell en la residencia presidencial de Avenida Alvear. Vuelta a hablar de las mismas cosas e insistencia de los delegados en que el gabinete Quijano fuera despedido de inmediato y que Vernengo Lima —que se había incorporado al grupo— fuera designado ministro de Marina. Farrell dijo que sí. También pidieron los enviados del Círculo Militar que se dispusiera la detención de Perón y su procesamiento; Farrell no dijo que no, pero señaló que era amigo suyo: horas más tarde ordenaría la detención que de inmediato se hizo efectiva, como hemos visto.
A las dos de la tarde se difundió por radio que el gabinete había presentado su renuncia y que el Presidente estudiaba la futura integración del ministerio. Se agregaba que estaba contemplándose la aplicabilidad del Estatuto de los Partidos Políticos y que los ciudadanos que fueran llamados a colaborar representarían «la máxima garantía por su prestigio, experiencia e imparcialidad». En el vocabulario de la época, hablar de gente con prestigio y experiencia era hablar de conservadores… A esa hora miles de personas colmaban ya los alrededores del Círculo Militar, coreaban estribillos antimilitaristas y tenían virtualmente cercado el palacio de los Paz. Momentos antes, un grupo de niñas y caballeros compraron sándwiches y bebidas y las fueron repartiendo graciosamente entre la concurrencia. Cuando se difundió el comunicado oficial de boca en boca (recordemos que no existían radios portátiles en esos felices años) una explosión de entusiasmo sacudió al gentío. Era la primera derrota pública del gobierno militar. Pero los personajes importantes que allí estaban no se contentaban con un simple cambio de gabinete. Ellos insistían: ¡Gobierno a la Corte!
Al mediodía, valiéndose de un improvisado altoparlante, Alejandro Lastra, en nombre de la Junta de Coordinación Democrática, había anunciado a la multitud que los partidos que este organismo agrupaba, así como los obreros y estudiantes, exigían la entrega del gobierno a la Corte. Las palabras de Lastra fueron aclamadas; pero la verdad era que se trataba sólo de un bluff. La UCR, el partido cuantitativamente más importante, no se había pronunciado al respecto y Sabattini estaba en ese momento moviéndose para evitar una decisión de la Mesa Directiva que frustrara el operativo que planeaba. Por otra parte, la Junta de Coordinación Democrática no asumía ninguna representación: era un conjunto de caballeros que actuaba para urgir la constitución de una Unión Democrática y se mantenía en contacto con los partidos y los restantes grupos opositores de estudiantes, empresarios, comerciantes, ganaderos e industriales, pero de ningún modo era un organismo suprapartidario; al anunciar que todos los partidos pedían la entrega del gobierno a la Corte interpretaban en parte la opinión de la oposición pero sobre todo expresaban sus propios deseos. Se habían reunido horas antes en el estudio de Paseo Colón donde Alejandro Lastra atendía los asuntos jurídicos de los ferrocarriles británicos; luego lo hicieron en el domicilio del ingeniero Justiniano Allende Posse; mucha retórica y pocas decisiones prácticas fueron el saldo invariable de estos conciliábulos. «Sabíamos que pedir que el poder pasara a la Corte era una consigna muy mediocre; pero lo cierto es que en ese momento era la única que podía unir al mosaico que constituía la oposición», ha dicho Germán López, quien representaba en esas deliberaciones a la juventud universitaria, como presidente de la FUA.
De todos modos, lo del gobierno a la Corte era aparentemente la única propuesta de la oposición congregada en Plaza San Martín. Ghioldi y Palacios lo reiteraron a los periodistas, bajo los árboles de la plaza, agregando el segundo que había que detener y procesar a Perón. Todo el clima de la concentración era de exaltación civilista y repudio a los militares. En una reunión realizada en el local de un diario de la tarde, Sanmartino había dicho que el Ejército estaba de rodillas y era necesario terminar con él; al día siguiente, el semanario comunista Orientación titularía su primera página así: «Rendición incondicional: ¡el Gobierno a la Corte!»
Cuando la delegación que había entrevistado a Ávalos y Farrell regresó al Círculo Militar, sus comitentes la recibieron con disgusto: no los habían mandado para que Vernengo Lima volviera ungido ministro sino —los marinos— para que se concretara la entrega del poder a la Corte; o al menos —los militares— para que se ordenara la detención de Perón. Hubo discusión y hasta escenas de pugilato en los señoriales salones. Uno de los enviados, el general Guglielmone, intentó hacerse oír desde el balcón. «¡Que se vayan!, ¡Botas no, votos sí!, ¡Al cuartel!», fueron los gritos que hicieron imposible su discurso. Minutos después fue Vernengo Lima quien trató de hablar desde el balcón. Su arenga fue una extraña antífona, con el coro del «público selecto» interrumpiéndolo a cada frase: un triste espectáculo que culminó cuando en su desesperación por conseguir la confianza de su vociferante auditorio, gritó el célebre in promptu:
—¡Yo no soy Perón![113]
Todo era inútil. Los alrededores del Círculo Militar, convertidos en improvisada tribuna, daban acogida a cualquiera que quisiera lanzar sus peroratas, como el actor Pedro Quartucci, estudiantes variados y otros personajes. En un momento dado, alguien puso un cartel en el frente del Círculo: «Se alquila.» Un militar, indignado, quiso sacarlo: diez, veinte personas, entre ellas varias señoras se le vinieron encima y lo hubieran linchado si no lo salvan a tiempo. De todos modos quedó gravemente lesionado.[114] En otro momento le arrebataron su carga a un canillita que voceaba La Época y formaron con los diarios una pira a cuyo alrededor se improvisó una danza en la que no fueron las menos entusiastas las damas que prefiguraban a las «señoras gordas» de diez años más tarde… Y así siguió el candombe democrático durante toda la tarde.
Era la hora del té cuando la Junta Coordinadora Democrática entrevistó a Ávalos.[115] Se conoce una versión taquigráfica de la conversación,[116] a la que precedió una breve charla con el almirante Leonardo Mac Lean en la antesala del ministro de Guerra; el marino les manifestó que su arma también era partidaria de la entrega del gobierno a la Corte, pero que este criterio no había prevalecido. Calificó a Ávalos de energúmeno[117] y los hizo pasar con un gesto de desaliento.
Al entrar al despacho se produjo un gracioso equívoco: los visitantes manifestaron a Ávalos que estaban dispuestos a escucharlo pero éste, asombrado, les dijo que él no los había llamado, que creía que la audiencia había sido solicitada por ellos… Los miembros de la Junta iban a retirarse cuando Ávalos les pidió que, no obstante, se quedaran para cambiar ideas. El pequeño imbroglio era un testimonio del caos de esa jornada. Abrió el fuego Ordóñez:
—La opinión nuestra es la de todo el país. Debe entregarse el poder a la Corte Suprema de Justicia.
Responde Ávalos:
—Eso no puede ser. No es decoroso para el Ejército.
Agregó que la revolución del 9 de octubre era más fuerte que la del 4 de junio, porque ésta se hizo contra un gobierno claudicante, mientras que aquélla se hizo contra un gobierno fuerte.
—A mí se me dijo que a Perón no lo volteaba nadie. Lo volteé. Además no puede entregarse el gobierno a la Corte, pues esto no sería constitucional. Recuerden que hay un Presidente. Yo no soy abogado, pero esto creo que significa que los argentinos tienen un gobierno y éste puede devolver la normalidad por medio de elecciones.
Terció Carreira:
—Y bien, señor ministro, ustedes, que han hecho la revolución, pueden hacer que renuncie el Presidente y no habría dificultades…
—Eso no. Farrell es un buen hombre y es amigo mío. Estamos dispuestos a formar un gobierno. Ya verán ustedes que quedarán satisfechos y dentro de siete días me lo van a decir… Eso sí, nada de políticos; buscaré figuras de prestigio y que valgan y signifiquen una garantía.
A una pregunta de Houssay, reiteró que Farrell aceptaría sus consejos. Lastra inquirió sobre el levantamiento del estado de sitio; Ávalos dijo que por ahora no se levantaría:
—Se nos vendría la avalancha…
Aseguró que terminaría rápidamente con los amigos de Perón, anunció que éste sería detenido y se jactó de haber puesto en libertad a los estudiantes que todavía estaban presos. Poco después terminó la entrevista, no sin que Ávalos —abierto de piernas en su despacho, bien clavados los pulgares en el cinturón, sobrador y seguro— afirmara que él tenía sus amigos y que gobernaría con ellos.
Entretanto, el público seguía cercando el Círculo Militar. Ya se habían agotado las arengas, los eslóganes; tizas y rouges se gastaron injuriando las paredes del edificio. El público, antes eufórico, ahora estaba irritado. Había transcurrido todo el día y los resultados del esfuerzo común eran bien flacos. Todos los signos anunciaban que la nerviosa jornada terminaría en tragedia. Y así sucedió. La agresividad verbal contra los militares y policía había llevado los ánimos a un punto de efervescencia, sumándose a todo ello la falta de noticias concretas sobre las deliberaciones —ya inconducentes— que seguían realizándose en el interior del Círculo Militar y la evidencia —ya incontestable— de que el gobierno no sería entregado a la Corte. Hacia el anochecer habían estallado grescas parciales entre aliancistas que merodeaban las inmediaciones, con grupos estudiantiles y de la juventud comunista.
A eso de las nueve de la noche ardió de súbito un espectacular tiroteo entre los efectivos policiales y un sector de manifestantes; la Plaza San Martín se convirtió en un campo de batalla. Casi media hora duró la fusilada. Por ambos lados había ganas de matar y no se ahorraron balas. La mayor parte del público abandonó rápidamente el lugar, pero quedaron grupos de activistas que más tarde volvieron a tirotearse con la policía.
El comunicado policial —firmado por el subjefe D’Andrea— aseguró que los agentes fueron agredidos cuando exhortaban pacíficamente a la dispersión; todos los partidos y organismos opositores así como muchos testigos presenciales afirmaron que la agresión partió de los efectivos de seguridad, que se lanzaron a una carga de caballería como si estuvieran en Balaklava… La polémica fue y es inútil y seguramente los dos bandos tenían razón: la carga de odio abundaba en los dos frentes… El saldo de los tiroteos arrojó un muerto[118] y más de cincuenta heridos, entre ellos una buena docena de policías.
La jornada del 12 de octubre había sido negativa para la oposición, a pesar de que en su momento fue considerada como una demostración de fuerza muy convincente. Pero la oposición no solamente no había podido imponer su planteo de entregar el poder a la Corte sino que había carecido de imaginación y ductilidad para modificar su táctica, vista la imposibilidad de convencer al Ejército y al gobierno. Además, los sectores reunidos alrededor de la Junta de Coordinación Democrática habían evidenciado cruda y agresivamente el histerismo antimilitar que los dominaba, lo que ciertamente no pasó inadvertido a los centenares de oficiales que estaban mezclados a la multitud, vestidos de civil, ni a los que se encontraban en el Círculo. Tampoco habían disimulado la intención restauradora del régimen anterior a 1943 establecida por la presencia de muchos personajes que aparecieron en papel protagónico, sin contar a aquellos que se movían entre las bambalinas con menos notoriedad, pero acaso con mayor eficacia. Por otra parte, en la reunión había campeado un definido estilo social: el «tout Buenos Aires» estaba allí y los aportes de los partidos democráticos y organizaciones estudiantiles no alcanzaron a modificar el aspecto aristocrático, de «buen tono» del público, más aún del que había tenido la Marcha, lo que hacía más drástico el carácter clasista del enfrentamiento que se avecinaba.
Los diarios saludaron la concentración de Plaza San Martín como un triunfo de la democracia, un cabildo abierto que inauguraba una nueva etapa para el país. Pero la verdad es que fue una derrota para la oposición. No tanto por lo que pudo hacer como por lo que reveló sobre el verdadero carácter de una fuerza que, por debajo de la retórica de sus dirigentes, alimentaba resentimientos, prejuicios y limitaciones que debían vedarle, fatalmente, el camino del poder. Esta incapacidad, al borrar una alternativa posible, tornaba más oscuro aún el panorama político. Torpeza en la oposición, violencia por todas partes, un gobierno casi acéfalo, con el gabinete recién despedido y un solo ministro, Ávalos, en ejercicio, y otro, Vernengo Lima, que todavía no había asumido su cargo: éste era el tétrico panorama con que se cerraba aquel inolvidable 12 de octubre. Y aún debe agregarse al conjunto un hecho que todavía no era conocido por el público, pero que pondría un factor emotivo de tremenda peligrosidad en este sombrío panorama: la detención de Perón.
Habían sido jornadas demasiado tensas para que su clima demoledor se mantuviera indefinidamente. El sábado 13 amaneció un día de primavera, brillante, fresco, glorioso: de esos que Buenos Aires suele regalar por excepción antes de precipitarse a la caldeada gelatina de su verano. La ciudad parecía tranquila. El resto del país, absolutamente normal. La Plaza San Martín era recorrida desde la mañana por pequeños grupos atribulados, que buscaban los signos de la violencia de la noche anterior, sobre la que no había aún información periodística dada la hora en que se desató. Ya se sabía que habían cesado las reuniones del Círculo Militar, pero la versión de la detención de Perón, ocurrida esa madrugada, corría velozmente por todos los círculos, aunque tampoco los matutinos nada decían al respecto.
La Prensa publicaba, por primera vez desde la reimplantación del estado de sitio, un editorial sobre la actualidad política. Es de imaginar la avidez con que sus lectores devoraron la opinión del prestigioso matutino. ¿Qué decía La Prensa? Saludaba lo que calificaba de «triunfo de la opinión pública». «En tres días —expresaba— se ha transformado el panorama político de la República.» Afirmaba que acababa «de destruirse un nuevo personalismo». Esta palabra —«personalismo»— había sido el caballito de batalla de la lucha contra Yrigoyen, quince, dieciocho años atrás… La alusión a este «nuevo personalismo» asociaba al caudillo radical y a Perón con intención peyorativa: curiosamente coincidía con los esfuerzos que el Vicepresidente había hecho para lograr una identificación de su persona, en la sensibilidad popular, con la figura del jefe radical. (Por esos días también La Vanguardia denunciaba la «peronización yrigoyenista» del oficialismo bonaerense.) Y luego entraba a la sustancia, como correspondía a uno de sus famosos «artículos de fondo» que otrora volteaban ministerios o eran citados en el Congreso. ¿Cuál era el fondo del problema nacional para La Prensa del 13 de octubre de 1945? Pues… castigar a los policías culpables de haber maltratado a los estudiantes… ¡En momentos en que la oposición, desorientada y confusa, requería aclaraciones y definiciones concretas, su máxima expresión periodística minimizaba la situación del país a un desquite —una vindicta en el mejor de los casos— a nivel policial!
El hecho da una idea de la ineptitud política de los sectores más representativos de la oposición; y la acentúa la circunstancia de que el editorial del diario de los Paz fuera comentado en los círculos opositores como un mazazo sobre el agonizante régimen de Farrell; como una luminosa referencia para los núcleos que seguían esperando, después de todo, que el gobierno resignara su poder en la Corte.
Pero en los altos niveles del gobierno —de lo que quedaba del gobierno—, las preocupaciones eran otras. Era urgente constituir gabinete. Vernengo Lima juró a mediodía su cargo y de inmediato se repartió con Ávalos la responsabilidad ministerial con carácter provisional: el titular de Marina, los de Instrucción Pública y Relaciones Exteriores. El mismo sábado se hizo cargo Juan Fentanes[119] de una repartición que no podía seguir vacante: la Secretaría de Trabajo y Previsión.
Esa misma tarde, después de una conferencia entre Farrell y sus dos únicos ministros, Ávalos retorna a la residencia presidencial con una inesperada compañía. Erguido a pesar de su edad, bigote y cabello blanco, severamente trajeado de oscuro, el visitante era la imagen del señorío, el sosiego y el equilibrio intelectual. Se trataba del doctor Juan Álvarez[120], procurador general de la Nación, a quién Farrell llamaba para pedirle que se encargara de la formación de un nuevo gabinete.
¿Quién sugirió el nombre de Álvarez y qué significaba su aparición en el panorama político? Fue Sabattini quien deslizó la sugerencia a Ávalos, en una entrevista mantenida en la casa de su yerno, en la mañana del sábado.[121] El líder radical se había entrevistado con sus amigos durante la víspera. Mientras miles de personas se desgañitaban en la Plaza San Martín pidiendo la entrega del poder a la Corte y Perón era buscado por la policía, Sabattini evaluaba cuidadosamente si convenía allegar al desfalleciente gobierno militar algunos de sus fieles para llenar rápidamente las vacantes ministeriales y acelerar el proceso de normalización. La dureza de la posición opositora —compartida unánimemente por el ala mayoritaria de la UCR— y la violencia policial de esa noche terminaron por disuadir a Sabattini de la alternativa de rodear a Ávalos, quien le había hecho saber que tenía a su disposición todas las carteras ministeriales, menos las dos militares. Algunos de sus visitantes lo instaban a aprovechar el ofrecimiento de Ávalos: Arturo Jauretche le aconsejó que hiciera «funerales de primera» a Perón y tomara el poder.[122] Eduardo Colom se puso a sus órdenes[123] y con él, La Época, cuyo tiraje había crecido verticalmente esos días.
En ese momento decisivo, Sabattini creyó que el ofrecimiento de Ávalos —que llevaba el valor entendido de conducir el proceso de normalización y su propia candidatura presidencial— tenía el inconveniente de dar a su futura postulación un dejo oficialista que no le arrimaría ventajas. Prefería ser ligeramente opositor, pero con un gobierno controlado por Ávalos y dispuesto a hacer juego limpio. Entonces se decidió a actuar para que la UCR no se pronunciara por la entrega del poder a la Corte y paralelamente buscó una solución intermedia: aconsejó a Ávalos, en la mañana del sábado, que sugiriera a Farrell el nombre de Álvarez. El dirigente cordobés había conocido a Álvarez en sus mocedades rosarinas y tenía un alto concepto de su patriotismo. La solución que proponía tenía varias proyecciones: Álvarez no era la Corte, pero era un hombre de la Corte y eso apaciguaría a la oposición; formaría un gabinete teñido de conservadurismo, pero se portaría decentemente en el proceso de normalización. Y Sabattini tendría una contrafigura, un sparring sobre el cual golpear sin mayor riesgo…
La solución pareció viable a Ávalos. Aunque había contado con tener por colegas a «sus amigos», los hombres del radicalismo intransigente, como Francisco Ratto, Héctor Dasso o Roque Coulin, la variante de Álvarez era interesante. El sábado al mediodía se la planteó a Farrell, que estaba entregado de antemano a cualquier sugestión de su ministro de Guerra y sólo se preocupaba por dos cosas: no agraviar al Ejército entregando el poder a la Corte —cosa que Quijano, antes de irse, le había puntualizado con mucha claridad[124]— y no permitir agresiones contra su amigo Perón.
Después de una estirada conversación, Álvarez aceptó considerar la posibilidad de convertirse en una suerte de primer ministro. Era cosa nueva dentro de los hábitos institucionales argentinos y el procurador tomó muy a pecho el toque británico de su investidura, pues actuó con el parsimonioso decoro de un leader parlamentario al que la Reina convoca a formar ministerio… Tardó un día entero en aceptar el ofrecimiento presidencial, después de consultar con el presidente de la Corte Suprema y sus colegas del alto tribunal, y otros tres más para llevar a Farrell la lista de los ministeriables, después de un exasperante proceso de pausadas entrevistas y morosas conversaciones con sus amigos. Cuatro días escribiendo y tachando nombres, mientras el país entero empezaba a temblar sobre sus cimientos…
Pero si éstos eran los hechos notorios que la opinión pública seguía al minuto, otras cosas menos resonantes estaban configurando silenciosamente un proceso de creciente peligrosidad. Por ejemplo: esa misma mañana del sábado 13, el capitán Héctor Russo, que había sido hasta dos días antes director de Delegaciones Regionales en la Secretaría de Trabajo y Previsión y fuera detenido inmediatamente después de la renuncia de Perón, al ser puesto en libertad empuñó un teléfono y empezó a comunicarse con las oficinas de la Secretaría distribuidas en todas las provincias. Comunicó que el coronel había sido detenido esa madrugada, que la CGT estaba por reunirse para considerar una declaración de huelga general, que la reacción patronal se había apoderado de la Secretaría, que en todo el Gran Buenos Aires existía inquietud. Aconsejó mantenerse en contacto y preparados para cualquier eventualidad.[125]
El mismo día y sin tener contacto con Russo, Mercante cumplía también una fatigosa jornada. Después de haber dejado a Perón en la cañonera que lo conduciría a Martín García, empezó a recorrer los aledaños de Buenos Aires para ratificar las gestiones del día anterior. Durante todo el sábado habló con centenares de dirigentes de todos los niveles. Ellos tenían la consigna de esperarlo en determinados lugares; Mercante iba llegando cuando podía, les contaba la prisión de Perón y señalaba el jueves 18 como fecha óptima para una huelga general. A veces la gente que lo esperaba no estaba en las lecherías, que eran los lugares de cita, y entonces los mismos mozos le decían:
—¿Usted es el teniente coronel Mercante? Los muchachos lo esperan en el corralón de la esquina…
O en el taller de la vuelta o en la casa de enfrente. Nadie falló a la cita y Mercante, previniendo su próxima detención, dejó la consigna de atender sólo sus indicaciones o las de Hugo Mercante, funcionario de la Secretaría de Trabajo y Previsión. Sus trabajos terminaron a la tarde, cuando se presentó al Ministerio de Guerra —que lo había citado con urgencia— y se le dio orden de presentarse arrestado en Campo de Mayo, donde permaneció hasta el 17 de octubre al mediodía, virtualmente incomunicado.
Pero algo todavía menos detectable que estas conferencias sucedía también ese sábado primaveral: en centenares de fábricas y empresas del cinturón industrial de Buenos Aires, al ir a cobrar la quincena, los obreros se encontraron con que el salario del feriado del 12 de octubre no se pagaba, a pesar del decreto firmado días antes por Perón. Panaderos y textiles fueron los más afectados por la reacción patronal.[126]
—¡Vayan a reclamarle a Perón! —era la sarcástica respuesta que se daba detrás de la ventanilla de pago a las preguntas que formulaban los obreros.
Algunos dirigentes trataron de comunicarse con la Secretaría de Trabajo y Previsión para denunciar la infracción, pero —según se dijo después— no fueron atendidos; lo mismo habría pasado el lunes y martes siguientes, cuando el organismo ya tenía titular. El nuevo secretario de Trabajo y Previsión pronunció esa noche de sábado una alocución radial que era jurídicamente un modelo. Aseguraba que las conquistas obreras serían respetadas y perfeccionadas en la medida de lo posible, opinaba que la Secretaría a su cargo no debía promover «audaces improvisaciones» en materia laboral, pero tampoco quedar rezagada; aseguraba a los patrones que no se impondrían medidas que ellos no hubieran estudiado previamente y anunciaba que el organismo no sería sede «de actividades personalistas o partidarias». Con palabras bastante angelicales concluía afirmando que «esta Secretaría… resolvería con criterio de equidad y justicia las diferencias entre capital y trabajo que no se hayan podido conciliar… al resolver esos problemas, la solución final debe satisfacer a ambas partes». Como definición de un organismo laboral era teóricamente perfecta: pero el académico discurso, pronunciado precisamente en ese momento, cuando la caída de Perón era interpretada por grandes sectores de obreros —y no sin razón— como augurio de liquidación de las mejoras obtenidas hasta entonces, resultaba definidamente patronal. Y así lo interpretó también la prensa opositora. «Que así sea», rezaba irónicamente el encabezamiento de La Razón al discurso y La Nación dedicaba dos días después un editorial a «La tarea reconstructiva», que entre otras cosas exigía —según el diario de los Mitre— la revisión de la política de la Secretaría de Trabajo y Previsión, «cuyos trastornos causados en la organización económica han dado origen a consecuencias dañosas en alto grado».
Tampoco podía establecer con precisión, pero sí presumirse, la íntima reacción de millones de argentinos frente al rencoroso titular con que Crítica anunció, en la tarde de ese sábado 13, la detención de Perón: «Ya no constituye un peligro para el país.» O el inexplicable silencio de La Época, que nada dijo de ese hecho en tal día y al siguiente afirmó, inconvincentemente, que no había publicado la noticia en aras de la tranquilidad pública… O los alucinantes, morosos pasos de Álvarez, que el sábado se iniciaba «en función de primer ministro europeo», como lo calificaba respetuosamente Noticias Gráficas. Después de hablar con el presidente, Álvarez entrevistó al otro día al titular de la Corte Suprema para requerirle formalmente su aquiescencia para cumplir el encargo conferido, luego reunió a los presidentes de todas las cámaras federales de Apelaciones del país para confirmar su apoyo, tras lo cual volvió a visitar al Presidente de la Nación para contestar afirmativamente al encargo de formar gabinete y a continuación empezó a recibir en su despacho durante tres días a una larga cola de ministeriales, algunos de los cuales eran como para ponerse a temblar: Melo, Saavedra Lamas, Hueyo, Iturbe, Pinedo…
Eran, indudablemente, hechos cuya repercusión se ignoraba, porque el clima exultante creado por la gran prensa ocultaba —de una manera tan miope como suicida— las expresiones que llegaban desde abajo, desde los cañaverales de Tucumán, desde Alta Córdoba, desde los suburbios de Rosario, desde Berisso, Ensenada y Avellaneda. Si alguien hubiera tratado de determinar objetivamente lo que estaba ocurriendo en esos estratos olvidados, hallaría que ese sábado empezaba a formarse en el espíritu de millones de argentinos, distribuidos en todo el país, un oscuro y amargo complejo de sentimientos: indefensión frente a los abusos patronales, resentimiento por la pérdida de un organismo estatal que ya sentían como algo propio, pena a causa de la prisión del hombre que les había hablado como a seres humanos, irritación por el torpe revanchismo de la prensa opositora, burla por la ineptitud de los nuevos salvadores que le habían salido al país…
VI
Pero no había lugar para estos análisis en las filas opositoras. A partir de la concentración de Plaza San Martín, una euforia creciente, una sensación de triunfo arrollaba todas las cavilaciones.
—Las cosas se están aclarando —se permitió decir el domingo el presidente de la Corte.
Y su cautelosa expresión pareció certificar que el proceso se encarrilaría definitivamente en el sentido deseado por la oposición.
En efecto, el minúsculo gabinete bipersonal estaba empeñado en continuar halagando a la oposición, brindándole garantías y satisfacciones. El sábado renunció en pleno la Corte Electoral[127] y el lunes se deroga el Estatuto de los Partidos Políticos, «atendiendo a los íntimos reclamos de la ciudadanía», según el decreto pertinente. Se releva al director del Colegio Militar y se cambian los jefes de un par de regimientos de la Capital Federal; se ordena la devolución de las universidades a sus autoridades y la reapertura de las casas de estudio; se disuelve la Subsecretaría de Informaciones del Estado y se exonera —en un lujo de ensañamiento— a sus funcionarios principales; se repone al juez federal de Córdoba y se dispone la libertad de Victorio Codovilla, el último preso político[128]; se sustituye al jefe de policía interino por el coronel Emilio Ramírez, enemigo personal de Perón.[129] Se emiten comunicados garantizando la libertad de prensa.
Todas estas medidas, adoptadas entre el sábado 13 y el martes 16 de octubre, tendían a dar a la oposición la seguridad de que el gobierno, aunque siguiera presidido por Farrell, estaba sinceramente resuelto a acelerar el proceso de normalización. En realidad, Ávalos y Vernengo Lima, detentadores virtuales de todo el poder —pues Álvarez seguía parsimoniosamente sus consultas y el Presidente aceptaba todas las propuestas que le llevaban sus dos ministros—, estaban equivocados en el concepto: no eran los partidos y núcleos opositores los que necesitaban garantías; eran los centenares de miles de trabajadores los que las requerían, en su creciente inquietud. Porque, además, estas medidas de democratización que se adoptaban no disminuían en la oposición la desconfianza existente contra el gobierno ni el rencor contra todo lo que oliera a militar.
Típica fue, en ese sentido, la resolución adoptada por la Mesa Directiva de la UCR el lunes 15. Durante tres días —sábado, domingo y lunes— se había deliberado tormentosamente en la Casa Radical. El edificio de la calle Tucumán estaba copado por los comunistas, que dejaban entrar a quienes querían, echaban a los que consideraban «colaboracionistas», pedían a gritos la expulsión de Sabattini y aturdían a las autoridades partidarias con sus vociferaciones. Se estaba ejerciendo una enorme presión para que la UCR se pronunciara por la entrega del poder a la Corte, mientras Sabattini se esforzaba por evitarlo. Algunos partidarios de Sabattini insistían en que diera marcha atrás a la apertura Álvarez y se decidiera a llenar el poder con su gente. Arturo Frondizi le explicó[130] que el malestar en el Ejército era muy grande contra la oposición y que el país no estaba en condiciones de aguantar un gabinete conservador. Pero Sabattini no quiso escucharlo:
—A Perón lo he sacado de un ala —contestó—, y voy a volver a sacarlo si es necesario. Algunos amigos están impacientes por ocupar las posiciones públicas, pero eso es inconveniente. Deje que haya un gobierno conservador: ¡el camino a Villa María va a ser chico para la fila de coches de la gente que va a ir a verme!
La Mesa Directiva deliberaba a puertas abiertas y todo el que lo deseara (siempre que pudiera atravesar las espesas filas que guarnecían el salón) podía expresar su opinión por sí o en nombre de los más increíbles organismos. El sábado corrió la versión de que Sabattini iría personalmente a la Casa Radical para exponer su parecer, contrario a la entrega del gobierno a la Corte, pero finalmente no concurrió. Al día siguiente continuaron las discusiones, y Luis Dellepiane, uno de los fundadores de FORJA, llevó la voz de la posición intransigente. Su discurso provocó explosiones de ira y hasta incidentes. El lunes seguía aún el debate, aunque los hechos habían tornado inoficiosa cualquier declaración, puesto que nadie ignoraba que el poder no se entregaría a la Corte y que Álvarez estaba en plena gestión. Pero eso no importaba: en el clima de ficción en que se vivía, el radicalismo continuaba deliberando si la Corte debía hacerse cargo del poder o no. Lo mismo —se ha dicho— podría haberse discutido si debía gobernar un descendiente de los incas…
Fue entonces cuando el secretario de la Mesa Directiva dijo estas palabras que podrían inscribirse en la más selecta antología de la estupidez política:
—Tengan la absoluta seguridad —solemnizó Carlos E. Cisneros— que de esta Mesa Directiva no puede salir jamás algo que importe un contacto con el gobierno militar…
Se ovacionó calurosamente esta suicida expresión, que vedaba al partido más importante de la oposición el menor diálogo con quienes, desde el poder, trataban de llevar las cosas en el sentido deseado por la oposición… Y a continuación se aprobó una declaración que afirmaba que «los cambios habidos recientemente en el gobierno de facto no han modificado en forma alguna su esencia» y que la solución de la crisis consistía en la entrega del poder al presidente de la Corte Suprema de Justicia «reclamada por la opinión unánime de la República». Es difícil imaginar mayor estolidez.[131] Esa noche del lunes, Sabattini, que había hecho cuanto había podido, según su criterio, regresó a Villa María.
Estamos a martes 16 de octubre. El panorama del país, después de los agitados días de la semana anterior, presenta características muy curiosas: el gobierno de facto, dirigido por Ávalos y Vernengo Lima, se esfuerza en complacer a la oposición, que ya ve colmadas sus aspiraciones en puntos importantes como la renuncia y detención de Perón, la convocatoria a elecciones, la derogación del Estatuto de los Partidos Políticos, las medidas de democratización adoptadas y la entrega de la conducción futura a un hombre insospechado como Álvarez. A pesar de esto, algunos sectores insisten en la entrega del poder a la Corte —caso de la UCR— o de un gabinete de «concentración nacional» —caso del Partido Comunista—, y todos señalan la necesidad de acelerar el ritmo de la «desperonización» y revisión de la política anterior. En el Ejército existía un cierto malestar debido al subido tono antimilitarista con que se había expresado la oposición en esos días; Campo de Mayo, autor de la defenestración de Perón, sentía que su esfuerzo no era apreciado como hubiera correspondido. Existía una desconfianza recíproca entre Ejército y oposición y en ésta persistía la aversión contra el gobierno de facto y contra Farrell, adquiriendo el carácter de categoría política fundamental.
Sin embargo, dentro de esta atmósfera notábase a la altura del martes 16 un indudable alivio. Un día más y Álvarez presentaría su gabinete a Farrell y todo empezaría a andar mejor. Para el jueves 18 estaba anunciada la solemne reapertura de las universidades, esos bastiones de la democracia, que no dejarían de atalayar «la tarea reconstructiva». ¿Y Perón? Estaba terminado. Se lo procesara o no, esa pesadilla había concluido y por ahora estaba bien enjaulado en Martín García. ¿Y los obreros? Bueno, se hablaba de una huelga general, pero los sindicatos democráticos ya habían alertado a los trabajadores contra esa maniobra fascista y el Partido Socialista, junto con los comunistas, controlaban perfectamente la situación gremial…
Para completar las cosas buenas, el Senado de Estados Unidos acababa de prestar acuerdo para la designación de Braden. El impetuoso embajador tuvo alguna oposición en el cuerpo.[132] El senador Tom Connally había dicho: «Algunos de nosotros opinamos que lo mejor es no intervenir en los asuntos internos de otros países. Quisiera que nadie pensara que al aprobar el nombramiento de Spruille Braden vamos a retornar a la política del big stick y a la diplomacia del pasado. La única clase de gobierno que tiene valor para el pueblo es la que el pueblo adopte y mantenga, y no puede ser impuesta desde el exterior.» Pero eso se había superado y el amigo Braden ya era secretario adjunto para Asuntos Latinoamericanos: en adelante, el proceso de democratización tendría un centinela más, en el mismísimo corazón del Departamento de Estado…
Sí: todo empezaba a andar bien el martes 16 de octubre. No se había equivocado el presidente de la Corte en su cautelosa profecía de dos días antes. Parecía un sueño que a una semana de la renuncia de Perón la situación hubiera dado un vuelco tan espectacular: ¡Si hasta el calendario de fusilamientos de Francia había ayudado!: el martes los diarios informaban con fruición sobre los detalles de la ejecución del colaboracionista Pierre Laval… ¡Hasta los locos hacían su aporte!: Enrique Badesich, el pintoresco diputado bromosódico[133], había interpuesto un recurso de hábeas corpus en favor de Perón que, desde luego, fue rechazado por la Justicia… A una semana de la caída de Perón sólo podía provocar burla el retórico titular con que La Época se adornaba ese martes por la tarde: «Desde La Quiaca hasta Tierra del Fuego, desde el Atlántico a los Andes, se pide, se clama y se exige la libertad del coronel Perón.»
Pero aunque parecía increíble, La Época no exageraba, y sólo la voluntaria ceguera de los dirigentes opositores podía ignorar el poderoso movimiento que ese mismo martes empezaba a desatarse en todo el país. Era el resultado de las gestiones que unos pocos amigos de Perón iniciaron al día siguiente de la renuncia de su jefe. Y más que eso, era el efecto de la torpeza con que la oposición se había conducido esos días. Pero sobre todas las cosas era la forma como un pueblo empezaba a cobrar conciencia de su propia fuerza y su madurez.
Los ajetreos de Mercante del viernes 12 y sábado 13, así como la noticia de la detención de Perón, habían apresurado la reunión de la Comisión Confederal de la CGT. Conviene señalar que en ese tiempo aquella sigla representaba muy poco: más que una central obrera era, simplemente, el conjunto de los sindicatos más importantes. La CGT no tenía estructura orgánica, ni siquiera local propio. Pero los sindicatos unidos bajo ese nombre tenían una vigencia que los hechos iban a probar pronto. Desaparecido Mercante de la circulación el sábado 13 a la noche, serían los dirigentes gremiales quienes siguieron agitando el ambiente, sobre todo a partir del lunes 15, cuando la gente retornó al trabajo después de ese fin de semana largo que había comenzado el jueves por ser feriado el día siguiente. Pero no había mucho que agitar: en los ambientes obreros había amargura y rabia y en todos lados desbordaban las ganas de salir a la calle.
El lunes 15 la FOTIA declaró la huelga en Tucumán. El domingo 14, algunos delegados de la FOTIA habían llegado a Berisso y allí, desde el cuartel general de Cipriano Reyes, anunciaron a través de los altoparlantes el movimiento que se preparaba en Tucumán:
—Como en los tiempos de Güemes —dijeron— ¡marcharemos con lanzas y tacuaras para pelar por nuestra libertad y por la libertad de nuestro líder!
En Rosario la CGT local declaró que gestionaría la libertad de Perón. Hubo manifestaciones en Berisso y Ensenada, promovidas por la gente del Sindicato de la Carne. Un grupo de dirigentes sindicales presididos por José Tesorieri visitó ese día a Ávalos para significarle la inquietud existente en los medios sindicales y la impresión que había causado la detención de Perón; el ministro de Guerra les aseguró que las conquistas sociales serían mantenidas y que la detención del coronel respondía a su propia seguridad. Las palabras de Ávalos no tranquilizaron a sus visitantes: acaso descontaban la sinceridad del ministro, pero los nombres que se estaban jugando para el futuro gabinete evidenciaban que detrás de la reacción antiperonista se movían los intereses y las mentalidades más retrógrados del país.
Ese martes a la tarde se reúne, por fin, la Comisión Central Confederal de la CGT —cuyos integrantes estaban todos esos días en permanente contacto— en la sede de la Unión Tranviarios. Punto único del orden del día: huelga general.
No se ha podido localizar el acta correspondiente[134] y no hubo periodistas allí, de modo que la reconstrucción del episodio sólo puede hacerse a base de testimonios.[135] Todos ellos coinciden en que fue una reunión ardua y prolongada. Componían el organismo una cincuentena de dirigentes y muchos de ellos, aunque estaban reconocidos por las conquistas sociales debidas a Perón, no creían que el movimiento obrero debía jugarse por él. Hacían fe de la palabra de Ávalos y señalaban que no era aconsejable lanzar a los trabajadores a semejante aventura en nombre de un militar. Un dirigente de origen socialista dijo en un momento de la discusión:
—Otros coroneles no van a faltarnos… ¡Bastará que vayamos a Campo de Mayo y aparecerá una docena!
Los que estaban a favor de la declaración de huelga destacaron que la renuncia de Perón había inaugurado la reacción patronal; que en muchas empresas se habían negado a pagar el feriado del 12 y que el nuevo titular de Trabajo y Previsión no los había recibido. Enfatizaron que no se trataba de defender a un militar sino de preservar las reivindicaciones conquistadas, fuera civil o militar quien las hubiera posibilitado.
Las dos posiciones estaban parejamente repartidas y hubo sorpresas en las actitudes de algunos delegados. De Borlenghi, por ejemplo, se dijo años después en el Congreso Nacional que se pronunció en contra de la huelga. Después de casi diez horas de debate, a la una de la mañana se votó: la moción por la huelga triunfó por 21 votos contra 19. Es ya legendaria la circunstancia de que el forjista Libertario Ferrari volcó la votación pronunciándose contra el mandato que le había conferido su propia organización.
Trabajosamente había triunfado la posición favorable a Perón. Sin embargo —y esto es algo que no se ha destacado anteriormente— la resolución de la CGT disponiendo la huelga no mencionaba para nada el nombre de Perón. El comunicado anunciaba la realización de una huelga general por 24 horas a partir de la 0 hs del día jueves 18, por los siguientes motivos: contra la entrega del gobierno a la Corte y contra todo gabinete de la oligarquía; por un gobierno que consulte las aspiraciones de los trabajadores; por la realización de elecciones libres en la fecha fijada; por el levantamiento del estado de sitio y la libertad de los presos civiles y militares; por el mantenimiento de las conquistas sociales; por la rápida firma del decreto de aumento general de salarios y sueldos y la institución del salario básico y participación en las ganancias. Y de yapa, agregaba la CGT también la reforma agraria y el cumplimiento del Estatuto del Peón.
Esta copiosa enumeración y —sobre todo— la significativa omisión del nombre de Perón, sumadas al parejo resultado del escrutinio, acreditan que la declaración de huelga general fue un difícil parto, que sólo pudo producirse a fuerza de compromisos recíprocos y concesiones. Las masas arrasarían con todo eso: no acatarían la orden sino que habrían de lanzarse a la calle cuando los participantes de la reunión estaban metiéndose en la cama. No saldrían a defender las abrumadoras consignas enumeradas por la CGT sino que concentraron su empeño en un objetivo único: la libertad de Perón. Sobrepasaron a sus dirigentes, desbordaron a sus sindicatos y a la central obrera, así como desmoronaron en cuestión de horas la paciente urdimbre tejida por Álvarez, las cavilaciones de Sabattini, la retórica de los partidos, las declamaciones de la Junta de Coordinación Democrática, las previsiones del flamante secretario adjunto de Asuntos Latinoamericanos, los sesudos editoriales de la gran prensa y las ingeniosas tertulias de cuarteles, clubes y salones. Todo fue arrasado por una masa que no se sentía interpretada por nadie, ni siquiera por la CGT, y que intuía que su única garantía era un hombre que en ese momento, antes del alba del miércoles 17, viajaba en una lanchita hacia Buenos Aires, taciturno y ensimismado, rodeado por media docena de acompañantes a quienes sólo las leyes del honor naval les impedían tirarlo por la borda…
La suma de azares inverosímiles que se fueron dando en aquellos días permitió que Perón volviera a Buenos Aires exactamente cuando millares de trabajadores, en vez de entrar a las fábricas, comenzaban a marchar hacia la ciudad, empujados por un instinto oscuro e indetenible, casi sin jefes ni plan previo.
Perón había llegado a Martín García en la mañana del sábado 13 y fue alojado en un chalet custodiado por dos centinelas. Es posible que íntimamente haya agradecido ese descanso forzoso que le permitía pensar con tranquilidad después de una semana de tensiones y sobresaltos, pero no lo sabemos: Perón jamás se refirió públicamente a su breve confinamiento, y en el folleto «¿Dónde estuvo?» dramatizó los hechos a su favor. Sin embargo, de las cartas que escribió en esos días[136], y que ahora se conocen por primera vez, puede deducirse su estado de ánimo en la isla. Perón daba por concluida su vida política. Confiaba vagamente en que su acción podía tener alguna trascendencia después de algunos años, pero ahora no pensaba en otra cosa que en casarse cuando concedieran su solicitud de retiro y después irse a vivir al Chubut o a cualquier lugar tranquilo, al lado de su amada. Se sentía traicionado por Ávalos y Farrell y aspiraba a escribir un libro para justificarse. Estaba bien de salud, aunque un repentino insomnio lo molestaba. Se consolaba de su situación con la árida satisfacción de no haber escapado del país, como muchos de sus enemigos habrían creído que lo haría. Su separación de Evita lo desesperaba y su único deseo en ese momento era conseguir que lo llevaran a Buenos Aires, para estar cerca de ella.
Al día siguiente de su llegada lo visitó un funcionario de Trabajo y Previsión, el capitán médico Miguel Ángel Mazza. Perón aprovechó para hacerlo portador de algunas cartas: a Eva Duarte, a Ávalos quejándose de haber sido sacado de su jurisdicción natural y preguntando qué motivos existían para estar detenido; a Mercante y a Farrell, pidiendo que lo hicieran trasladar a Buenos Aires. Su visitante regresó a media tarde y fue fiel transmisor de los deseos y mensajes de su amigo.
En realidad, el preso tenía razón: no se habían formulado cargos contra él y era antirreglamentario tenerlo confinado en un establecimiento de la Marina. No estaba prófugo ni había intentado sustraerse a la autoridad militar. Para reforzar su pedido indicó a Mazza que informara desfavorablemente sobre el estado de su salud y la incidencia del clima de la isla. (En verdad, Martín García no es mala isla: los presidentes que allí habitaron no se quejaron nunca, aunque Yrigoyen —quince años atrás— insistía en que pululaban ratas y alimañas. Pero Frondizi —diecisiete años más tarde— solía comentar que no había encontrado un paraje más propicio a la lectura y la meditación…)
Las gestiones de Mazza tuvieron éxito. Al día siguiente Farrell pidió insistentemente a Vernengo Lima que dispusiera el traslado de Perón, asegurando que estaba enfermo: la noticia se filtró y La Prensa del martes 16 adelantaba que el coronel sería trasladado al Hospital Militar. Aunque de mala gana, el ministro ordenó que dos médicos civiles[137] fueran a la isla y dictaminaran si correspondía o no la traslación. El martes 16 a la noche arribó la comisión. Después de recibir a los galenos y conferenciar brevemente a solas con Mazza, el coronel les hizo decir que se negaba a ser revisado. La autoridad de la isla se puso en contacto radiofónico con el ministro de Marina pidiendo instrucciones, y Vernengo Lima, de acuerdo con el pedido del Presidente, ordenó que embarcaran a Perón y lo trajeran al Hospital Militar de Buenos Aires. Sin duda, Mazza lo anotició que ya estaban estallando manifestaciones en su favor, pero en ese momento Perón sólo aspiraba a ser sacado de allí. Hasta entonces había seguido muy vagamente los últimos acontecimientos a través de la radio, que poco o nada decía de la inquietud popular. Es divertido imaginar que en esos momentos, Perón, como otros muchos argentinos debieron hacer durante su hegemonía, tuvo que recurrir a las radios uruguayas para enterarse de la realidad de su país…
Pero que había manifestaciones gritando por la libertad de Perón, era ya inocultable. Esa misma tarde del martes 16, tres o cuatro millares de personas avanzaron desde Avellaneda hacia la Capital: fueron disueltos sin violencia apenas cruzaron el puente. Algunos se filtraron, no obstante, y se reunieron frente a la Secretaría de Trabajo y Previsión, después en la Plaza de Mayo y más tarde ante el local de La Época. No eran más de 300 y se fueron disgregando sin que la policía —a la que aplaudían— tomara mayor intervención. En algunas zonas del Gran Buenos Aires y en barrios de la Capital se tiraron volantes reclamando la libertad de Perón. Tenemos uno a la vista. Dice así: «La contrarrevolución mantiene preso al liberador de los obreros argentinos, mientras dispone la libertad de los agitadores vendidos al oro extranjero. Libertad para Perón. Paralizad los Talleres y los Campos. Unión Obrera Metlúrgica.» Y la conmovedora errata —«Metlúrgica»— delata la urgencia e improvisación de esas manifestaciones. También en el centro de Córdoba hubo algún barullo. En Tucumán la provincia empezaba a cesar sus actividades, acatando la decisión de la FOTIA. En algunas fábricas de Avellaneda se habían realizado paros parciales y en Berisso y Ensenada manifestaciones con banderas al viento recorrieron las calles principales. Todo esto ocurría mientras la CGT estaba en pleno debate, como hemos visto.
El gobierno no ignoraba estos estremecimientos, que merecieron, en cambio, apenas una distraída mención en cuerpo chico en la prensa grande. Al mediodía del martes 16 había expedido Ávalos un comunicado haciendo saber que Perón no estaba detenido y que las medidas adoptadas en relación con su persona obedecían a razones de seguridad. Otro comunicado, ya avanzada la tarde, anunciaba insólitamente que «el Ejército no intervendrá contra el pueblo en ninguna circunstancia» y volvía a insistir en que Perón no estaba detenido. Y el 17 los diarios de la mañana transcribían una extensa entrevista de Ávalos con la agencia Reuter. Decía el ministro de Guerra que Perón había sido «invitado a trasladarse a la isla Martín García en nombre del presidente de la Nación y en el mío propio, a fin de evitar que se cometiera algún atentado contra él». Agregaba Ávalos: «No es un secreto que querían atacarlo y que la multitud pedía a gritos su cabeza (seguramente se refería a la concentración de Plaza San Martín. F. L.) Yo hice la revolución con el coronel Perón y además soy ministro de Guerra: jamás hubiera cargado con la responsabilidad y la vergüenza de un atentado y es doloroso tener que señalar este hecho cuando el atacado estaba caído e indefenso.» Concluía afirmando que no existía ningún cargo contra Perón y que los rumores sobre su enjuiciamiento no eran más que infundios. En conversación con el autor, el ex presidente Farrell sostuvo que había hecho detener a Perón por razones de seguridad personal del propio Perón y que le pareció oportuno hacerlo trasladar a Buenos Aires, «porque era una ilusión, una esperanza», cuando la efervescencia de los trabajadores se tornó evidente.
Por supuesto, Perón ignoraba todo esto. En el chalet donde lo habían alojado, esperaba nerviosamente una decisión sobre su persona. Bien pasada la medianoche, los médicos y sus acompañantes se embarcaron con Perón en la lancha que los había traído. Mareados e incómodos iban todos en silencio hacia Buenos Aires, esa noche de viento grueso. A las 6.30 de la mañana desembarcaron en Puerto Nuevo; un cuarto de hora después el detenido —o lo que fuere— entraba al Hospital Militar y ocupaba una suite en el quinto piso, habitualmente usada por el capellán de la institución.
Era un día como cualquier otro. Los madrugadores podían ver en los quioscos el primer número de una nueva revista porteña: Don Fulgencio. Los que planeaban ir al cine esa noche podrían vacilar entre ver «Laura», con Gene Tierney, «El castillo siniestro», con Basil Rathbone o —para extasiarse con selvas, danzas y sacerdotisas— «La favorita de los dioses», con Dorothy Lamour. También podía verse en el teatro Maipo una revista de nombre premonitorio: «Está por sonar la hora…», con Sofía Bozán y Marcos Caplán. Los admiradores de la técnica podían correrse al aeródromo de Morón, a admirar el Lancastrian cuatrimotor que había unido a Londres con Buenos Aires en un vuelo experimental con apenas cinco escalas y solamente treinta y cuatro horas de vuelo.
Era un día como cualquier otro. Lástima que pegajoso y húmedo, según se advertía desde la madrugada. Empezaba el 17 de octubre de 1945.
VII
No hay nada en nuestra historia que se parezca a lo del 17 de octubre. Acaso el único antecedente que reconozca una vaga semejanza con esa jornada sea el movimiento del 5 y 6 de abril de 1811, cuando el gauchaje de los suburbios de Buenos Aires, conducido por el «alcalde de las quintas», se concentró en la Plaza Mayor para apoyar al gobierno supuestamente conservador de Saavedra contra la oposición supuestamente progresista de los partidarios de Moreno. En aquella oportunidad, la orgullosa clase mercantil que había hecho la Revolución de Mayo y los jóvenes patriotas que juraban por la memoria de Moreno sintieron el mismo asombro (o la misma repugnancia) que sintieron los porteños de 134 años más tarde, cuando descubrieron una caliente y vociferante presencia popular cuya existencia no habían imaginado hasta entonces.
Porque lo más singular del 17 de octubre fue la violenta y desnuda presentación de una nueva realidad humana que era expresión auténtica de la nueva realidad nacional. Y eso es lo que resultó más chocante a esta Buenos Aires orgullosa de su rostro europeo: reconocer a esa horda desaforada que tenía el color de la tierra, una caricatura vergonzosa de su propia imagen. Caras, voces, coros, tonos desconocidos: la ciudad los vio con la misma aprensión con que vería a los marcianos desembarcando en nuestro planeta. Argentinos periféricos, ignorados, omitidos, apenas presumidos, que de súbito aparecieron en el centro mismo de la urbe para imponerse arrolladoramente. Por eso lo del 17 de octubre no provocó el rechazo que provoca una fracción política partidista frente a otra: fue un rechazo instintivo, visceral, por parte de quienes miraban desde las veredas el paso de las turbulentas columnas. Empezaba la mañana cuando comenzaron a llegar rotundos, desafiantes, caminando o en vehículos que habían tomado alegremente por asalto y cuyos costados repetían hasta el hartazgo el nombre de Perón en tiza, cal y carbón. A medida que avanzaban, las cortinas de los negocios bajaban abruptamente con tableteo de ametralladoras. Venían de las zonas industriales aledañas a Buenos Aires. Nadie los conducía, todos eran capitanes.
El día anterior, Arturo Jauretche se había encontrado con un dirigente forjista de Gerli.
—¿Qué hacemos mañana, doctor?
—¿Mañana? ¿Qué pasa mañana?
—Y… la gente se viene para Buenos Aires… ¡No los para nadie! Todos están con Perón…
—¿Y quién organiza eso?
—¡Qué sé yo! Nadie… Todos… ¿Qué hacemos nosotros?
Jauretche confiesa que nada sabía de semejante movimiento. Pero no vaciló.
—Mirá, si es así, cuando la gente salga, ¡agarrá la bandera del comité y ponete al frente…!
Y cuenta:
—Pedro Arnaldi movía treinta votos en Gerli. El 17 de octubre a la madrugada pasó el puente Pueyrredón con su bandera al frente de diez mil almas…
La cosa había empezado bien temprano, a la hora en que los obreros van llegando a las fábricas con la bronca del madrugón y el sabor amargo del mate en la boca. Pero esta vez no entrarían. Una consigna transmitida casi telepáticamente los detenía en los ingresos, los iba agrupando afuera y los fue sacando hacia las avenidas. En algunas fábricas había piquetes en las puertas, pero en la mayoría de los establecimientos el movimiento fue espontáneo o se actuó siguiendo el ejemplo de los compañeros de empresas vecinas. Eran las 7 de la mañana y en Avellaneda, la avenida Mitre estaba llena de gente, gritos, banderas y carteles improvisados. Algunos pasaron el puente, hasta que la policía lo levantó; otros atravesaron el Riachuelo en bote o por otros accesos. Cipriano Reyes recuerda el espectáculo cinematográfico —son sus palabras— que presentaba el Riachuelo cuando la gente empezó a pasar en barcas medio deshechas o haciendo equilibrios sobre tablones amarrados a guisa de balsas… Cuando el puente volvió a tenderse tan misteriosamente como había subido, nuevos contingentes cruzaron ese roñoso Rubicón. En Gerli, en Banfield, en Quilmes, estaba ocurriendo lo mismo y renovados arroyos se sumaban al río grande que se movía desde Avellaneda y Lanús hacia el centro. Troncos y obstáculos de toda clase impedían el tráfico del Ferrocarril Sud pero, por otra parte, ya a las 8 de la mañana la mayoría de los obreros ferroviarios había abandonado el trabajo.
Antes de las 10 de la mañana eran ya nutridas las columnas que marchaban hacia el centro de Buenos Aires. Un instinto certero —que reforzaba la consigna repetida por todos— los llevaba a la plaza histórica, a la manzana por donde habían pasado los tiempos de la Patria, la plaza escolar de la Historia de Grosso con sus paraguas y su Frenchiberuti repartiendo escarapelas… Era, en su mayoría, gente joven y con un estilo indiscutiblemente argentino, en lo bueno y lo malo: desde 1936 la aglomeración suburbana se veía reforzada anualmente con más de 150.000 argentinos del interior. Eran los que venían huyendo de la miseria provinciana, la aridez de la vida rural, la fatalidad climática, la tiranía de la explotación agraria. Rostros morenos y pelos renegridos conformaban el rostro proteico de esa multitud pobremente vestida, que repetía sin cansancio un solo grito, un solo nombre. Llegaban sin rencor ni prepotencia, simplemente exponiendo su fuerza, al corazón de una ciudad que muchos recorrían por primera vez. No había agresividad en esos desordenados batallones: en el peor de los casos se limitaban a gritar groserías a quienes los miraban desapartados desde las veredas o los balcones, con un tic de disgusto en la cara. A su paso, a la noticia de que llegaban, la ciudad iba apagando su actividad.
En cambio había agresividad en los que salieron de Berisso y Ensenada. Habían cortado el paso de los tranvías, recorrido los frigoríficos y el puerto, piqueteado los negocios. A las 8 de la mañana, la zona se había volcado entera a la calle. Avanzaron hacia La Plata y anduvieron toda la mañana como perdidos: silbaron al pasar por la Universidad, apedrearon las vidrieras de «El Día» y más tarde saquearían la casa del presidente de la Universidad. Algunos jinetes encabezaban la columna, como si el espíritu bárbaro y feral de la montonera hubiera transmigrado a éstos, sus descendientes urbanos. Al mediodía improvisaron un acto frente a la Casa de Gobierno. A esa misma hora —aunque ellos no lo supieran— en Zárate se hacían manifestaciones y en Tucumán llegaba al centro de la ciudad la marcha a pie que los obreros azucareros habían iniciado el día anterior en Lules y Mercedes; al mediodía, ellos y los ferroviarios, que habían abandonado su trabajo a media mañana, hacían un ululante acto en las escalinatas de la Casa de Gobierno. En Córdoba la marea avanzó también desde la periferia y las piedras abundaron contra el Jockey Club, el Club Social, la casa del rector, el Instituto Cultural Argentino-Norteamericano, el Banco Israelita. En Salta, desde el mediodía empezaron a recorrer las coloniales calles grupos de trabajadores, obligando a cerrar negocios.
Pero nada de eso se sabía en Buenos Aires ni importaba mucho. Con una terquedad de hormigas, filtrándose entre las poco severas formaciones policiales, dando rodeos si no podían ir directamente, a pie, en tranvías cuyo recorrido obligaban a invertir, en ómnibus y camiones, testimoniando todas las paredes, millares de hombres y mujeres seguían avanzando hacia Plaza de Mayo. Así lo recuerda Leopoldo Marechal[138]:
«Era muy de mañana… El coronel Perón había sido traído ya desde Martín García. Mi domicilio era este mismo de la calle Rivadavia. De pronto me llegó desde el oeste un rumor como de multitudes que avanzaban gritando y cantando por la calle Rivadavia; el rumor fue creciendo y agigantándose, hasta que reconocí primero la música de una canción popular y en seguida su letra: “Yo te daré / te daré, Patria hermosa / te daré una cosa, / una cosa que empieza con P / ¡Peróooon!” Y aquel “Perón” retumbaba periódicamente como un cañonazo… Me vestí apresuradamente, bajé a la calle y me uní a la multitud que avanzaba rumbo a la Plaza de Mayo. Vi, reconocí y amé a los miles de rostros que la integraban: no había rencor en ellos, sino la alegría de salir a la visibilidad en reclamo de su líder. Era la Argentina “invisible” que algunos habían anunciado literariamente, sin conocer ni amar sus millones de caras concretas y que no bien las conocieron les dieron la espalda. Desde aquellas horas me hice peronista…»
Un dirigente metalúrgico, Ángel Perelman, cuenta así su experiencia[139]: «… en la mañana del 17 de octubre vinieron a buscarnos al Sindicato Metalúrgico, en la calle Humberto Iº, unos compañeros de Barracas.
—¿Qué pasa? —preguntamos.
—En Avellaneda y en Lanús la gente se está viniendo al centro —contestaron.
—¿Cómo es esto?
—Sí, no sabemos quién largó la consigna, pero toda la gente está marchando desde hace algunas horas hacia Buenos Aires.
—Pero la CGT en la reunión de anoche —les dijimos— dio la orden de la huelga general. ¿Qué es esa marcha?
—No sabemos —dijeron esos compañeros—. La cosa viene sola. Algunas fábricas que estaban trabajando, porque no habían recibido a tiempo la orden de la huelga general, han parado el trabajo, pero los hombres, en vez de irse a la casa, enfilan hacia Plaza de Mayo. ¿Ustedes saben algo?
—Lo único que sabemos —respondimos— es que Evita está en un auto recorriendo los barrios y difundiendo la orden del paro general.
En realidad, la idea de volcarse sobre la Plaza de Mayo brotó espontáneamente en el seno profundo de las masas populares, porque de otra manera no hubiera podido surgir. No hay orden alguna capaz de movilizar a un tiempo a centenares de miles de hombres, mujeres y niños, sino cuando esas multitudes sienten la necesidad de manifestarse en los momentos decisivos de su existencia.
Nos lanzamos a la calle a restablecer todos los contactos. El teléfono del sindicato sonaba desde hacía dos horas confirmando todo lo dicho por los compañeros de Barracas. Tratamos de tomar contacto con el cuerpo de delegados metalúrgicos del Gran Buenos Aires. Pero se había prácticamente diluido en el océano de mil manifestaciones y columnas parciales; las masas habían deglutido a los sistemas de organizaciones sindicales y los miles de delegados de fábrica estaban a la cabeza de la muchedumbre que debía encontrar su unidad a través de cien calles y barrios en la histórica Plaza de Mayo.
A las 8.15 horas pasamos en el taxi de un chofer amigo, cargado de metalúrgicos, por la esquina de Independencia y Paseo Colón, en circunstancias en que un grupo de manifestantes era disuelto (ya se reagrupaba una cuadra más adelante) por la policía. Ya a las 8.40 de la mañana habían llegado a ella refuerzos de la Policía Montada. Nos encontramos con un vigilante bastante desorientado, como toda la policía lo estaba ese día. A nuestras preguntas contestó que en la jurisdicción de la Comisaría 30ª la policía intentaba inútilmente disolver una manifestación de unos 10.000 obreros y obreras reunidos frente al puente Pueyrredón.
A esta hora —eran las 9.30— habíamos pintado el taxi con letreros a cal que decían «Queremos a Perón». Seguimos recorriendo los barrios y la muchedumbre nos aclamaba al ver el coche pintarrajeado. Espontáneamente y con los elementos que encontraban a mano, los trabajadores, sobre la marcha, improvisaban leyendas, carteles y cartelones de todo género y con las frases más pintorescas, pero que tenían de común un nombre: Perón. A medida que pasaban las horas en ese día sin término ni fatiga, se repetía el espectáculo, barrio tras barrio; en la calle Belgrano, hacia el puerto, se disolvía sin resistencia un grupo de 40 personas; después seguían caminando por las veredas, con la consigna inesperada que unificó al pueblo ese día, todos a Plaza de Mayo. Se creó un sistema de comunicaciones que no se fundaba en el telégrafo sino en la noticia que volaba de viva voz de grupo a grupo y que adquirió una perfección insospechable cuando comenzaron a aparecer los camiones cargados de obreros.
A alguien o a muchos se les ocurrió al mismo tiempo por obra de la necesidad, la iniciativa de detener un camión, un colectivo, un ómnibus o un tranvía, ordenar imperativamente a los guardas y choferes cambiar de rumbo y dirigirse hacia el centro. La propia multitud —esto lo vimos decenas de veces— tomaba los cables del troley de los tranvías, los daba vuelta y el motorman empezaba a manejar el vehículo en dirección inversa. Los manifestantes subían entonces atropelladamente al tranvía, lo ocupaban por entero y se encaramaban a sus techos, mientras que los trabajadores que no habían podido meterse en el vehículo hacían lo mismo con el ómnibus, camión o tranvía siguiente. El sistema de transporte de Buenos Aires adquirió un orden rígido: ese día funcionó en una sola dirección.»
Hasta aquí, Perelman. Y ahora preguntamos: ¿Quién, grande o chico, no ha soñado tomar por asalto un tranvía, un ómnibus, un colectivo, con toda la barra vociferando, y obligarlo a hacer el recorrido que a uno se le cante? ¿Quién, chico o grande, no ha deseado en una mañana de verano, sacarse los zapatos y refrescarse los pies en la fuente de una plaza? ¿Quién no oculta, bajo cualquier personalidad, un instinto profundo de abrazarse con los desconocidos cuando un sentimiento común lo arrastra, como un viento poderoso, a fundirse en una fraternal comunidad? Todo eso se daba misteriosamente, milagrosamente, esa mañana. Y por eso las canciones que surgían de las columnas en marcha eran canciones festivas, las que se cantan en los paseos dominicales o al regreso de las excursiones, como aquella que recordaba Marechal o esta otra que se entonaba con la ondulante música de «La mar estaba serena» y que se transformó así: «Perón no es un comunista / Perón no es un dictador / Perón es hijo del pueblo / y el pueblo está con Perón.» O la que el mismo Perelman recuerda en su vivaz testimonio: «Salite de la esquina oligarca loco / tu madre no te quiere, Perón tampoco.» Y con la tonada de una canción italiana que estaba de moda, «Zazá», se las arreglaban para que el nombre de Perón se repitiera interminablemente…
Aire de verbena, de fiesta grande, de murga, ¿por qué no? Y de candombe, con las contorsiones que los más ágiles o los más jóvenes efectuaban incansablemente. Aire fresco, popular, saludable, bárbaro, vital. La política en términos de masas era algo tan olvidado desde Yrigoyen en adelante, que el espectáculo del pueblo derramado por las calles dejó alelados, turulatos, a todos aquellos que se habían manejado idealmente dentro de la ficción política impuesta primero por diez años de fraude electoral y después por una democracia que en boca de muchos sólo era retórica. Se habían habituado a invocar a una entelequia llamada pueblo, a la que se atribuía apriorísticamente determinadas opiniones. Ahora el pueblo estaba aquí, para expresarse por su propia boca, por su propia, ronca voz. No era una abstracción: era el pueblo real, de carne, huesos, pelos, olor a sudor y malos modales. No eran los obreros antitabáquicos y antialcohólicos, asépticos, de Juan B. Justo; no eran los serviciales «puntos» de comité. Era el pueblo de veras, pueblo en serio, en dimensión masiva, incontrastable. Aquí estaba, avanzando por el Bajo, viniendo por Rivadavia, llegando por Constitución, acercándose desde San Martín y Mataderos, desde Lanús y Parque de los Patricios…
¿Y ahora?
Antes del mediodía eran diez o quince millares los que habían logrado llegar a Casa de Gobierno. A esa hora, Buenos Aires estaba ya enteramente paralizada. Algunos grupos, buscando el paradero de Perón con una constancia y una intuición de perros fieles, habían peregrinado por Puerto Nuevo, la Penitenciaría, el Ministerio de Guerra y los alrededores de la cárcel de Villa Devoto. A las 10 de la mañana un par de miles de personas se había instalado frente al Hospital Militar y allí reclamaban la presencia de Perón. Estaba prohibido el acceso a la institución por temor a desórdenes, pero la gente imaginaba a su líder preso, incomunicado y enfermo. Querían verlo, tocarlo, comprobarlo. Una corta delegación de ferroviarios pudo subir al fin y consiguió cambiar unas palabras con él. Estaba almorzando.
—Dicen que estoy en libertad, pero no me dejan salir —dijo cautamente el coronel.
No era verdad. A esa altura de la jornada, Perón ya podía hacer lo que le diera la gana y no sólo podía comunicarse con cualquiera —telefónicamente o por otro medio— sino que probablemente hubiera podido salir, si se le antojaba. Habían empezado a llegar sus antiguos colaboradores: civiles y militares que venían eufóricos y excitados[140], describiendo el insólito espectáculo que vivía la ciudad. Algunos lo exhortaban a salir y ponerse al frente de las masas. Perón no sabía qué hacer, en ese momento, pero intuía muy claramente lo que no debía hacer: tuvo el buen criterio de dejar que los acontecimientos siguieran su curso, aunque no es totalmente descartable la posibilidad de que el penoso viaje en lancha lo hubiera fatigado y esperara a estar totalmente en caja, antes de adoptar alguna decisión que supusiera un desplazamiento de su persona.
Lo curioso es que, en la Casa de Gobierno, también se estaba en la tesitura de que las cosas siguieran su cauce. Farrell y Ávalos —que estuvo, este último, cruzándose del Ministerio a la Casa de Gobierno, como la naranja de la sala al comedor— recibían sin inmutarse los partes de la policía dando cuenta del creciente paso de manifestantes. El Presidente miraba desde la ventana la creciente aglomeración y de cuando en cuando musitaba:
—¡Esto se está poniendo lindo!…
… gozando sin disimulo con la preocupación de Ávalos, de cuyos desplantes estaba ya harto.
El ministro de Guerra tranquilizó a jefes de Campo de Mayo, que alarmados por las noticias que difundían las radios uruguayas, le pedían que les impartiera la orden de marchar sobre la ciudad y detener por acto de presencia el alud que seguía creciendo. También Vernengo Lima instó a Ávalos para que hiciera disolver a la regular multitud que hacia el mediodía ya se había hecho compacta frente a la Casa de Gobierno; incluso parece haber ofrecido marinería al efecto.[141]
Pero Ávalos no daba mayor importancia a la concentración. Sabía que desde el punto de vista operativo era imposible mover a Campo de Mayo en menos de cinco o seis horas; no tenía confianza en la policía —con toda razón— y después de todo, esa gente no cometía desmanes, no agredía, respetaba a los uniformados, no hacía más que gritar y hacer payasadas… Había que dejarlos desahogar, se les darían seguridades de que Perón estaba bien y luego volverían a sus casas. Se le ocurrió una idea: ¿por qué no llamar a Mercante? Los obreros lo conocían y harían caso al ex director de Acción Social de la Secretaría de Trabajo y Previsión. Poco antes de las 12 telefoneó a Campo de Mayo ordenando que pusieran en libertad a Mercante y que lo trajeran a la Casa de Gobierno.
Ya era mediodía. Había amenazado llover un par de veces y en la zona de Belgrano cayeron cuatro gotas («Aunque caiga el chaparrón /todos, todos con Perón», coreó, feliz, la gente apiñada frente al Hospital Militar), pero la tormenta se alejó y el tiempo seguía caluroso, sin aire, pesado. Farrell y sus dos ministros se quedaron a almorzar en la sede gubernativa. Perón, en pijama, trataba de no ver a nadie. Y en el Palacio de Tribunales, severamente trajeado de oscuro, el procurador general de la Nación convocaba a sus futuros ministros para ultimar detalles y unificar criterios. Alrededor de esos personajes, un pueblo creciente, rugiendo las consignas que espontáneamente habían surgido de su seno, empezaba a llenar la Plaza de Mayo. Así lo vio Raúl Scalabrini Ortiz[142]: «Un pujante palpitar sacudía la entraña de la ciudad. Un hálito áspero crecía en las densas vaharadas, mientras las multitudes continuaban llegando. Venían de las usinas de Puerto Nuevo, de los talleres de Chacarita y Villa Crespo, de las manufacturas de San Martín y Vicente López, de las fundiciones y acerías del Riachuelo, de las hilanderías de Barracas. Brotaban de los pantanos de Gerli y Avellaneda o descendían de las Lomas de Zamora. Hermanados en el mismo grito y en la misma fe iban el peón de campo de Cañuelas y el tornero de precisión, el fundidor, el mecánico de automóviles, el tejedor, la hilandera y el empleado de comercio. Era el subsuelo de la patria sublevada. Era el cimiento básico de la Nación que asomaba como asoman las épocas pretéritas de la tierra en la conmoción del terremoto. Lo que yo había soñado e intuido durante muchos años estaba allí presente, corpóreo, tenso…» Y finaliza diciendo: «Eran los hombres que están solos y esperan, que iniciaban sus tareas de reivindicación».
Lo que ocurrió aquella tarde es difícil o acaso imposible de describir ordenadamente. Las crónicas de los diarios confunden, la cronología no funciona, los testimonios de los actores se contradicen. Todo fue confusión y caos, un accionar individual de francotiradores sueltos, moviéndose como ruedas que no combinan con sus engranajes naturales. En la Casa de Gobierno y en el Hospital Militar —los dos centros de poder político más importantes de esa jornada—, las entradas y salidas de esos personajes tienen el ritmo absurdo de un guiñol enloquecido. Propuestas, decisiones, sugestiones, órdenes y contraórdenes aparecen y desaparecen a lo largo de esas horas, subiendo y bajando todos los niveles. Sólo en dos lugares hay una absoluta seguridad en la acción: en el Palacio de Tribunales, donde a la hora de la siesta Álvarez y su gabinete redactaban cuidadosamente la nota que elevarían al Presidente estableciendo las condiciones en que aceptarían sus designaciones, y en la Plaza de Mayo, donde la multitud seguía empeñada en un solo objetivo: ver y escuchar a Perón. Eran dos formas de seguridad muy diferentes en su motivación: los amigos de Álvarez se movían con la asombrosa certeza de los ciegos, ignorando deliberadamente lo que estaba pasando afuera, ¡un poco de barullo, algunos negros haciendo bochinche frente a la Casa Rosada!… Y el pueblo en la Plaza, voceando sus sentimientos sin equivocarse, rechazando a unos («¡Traidor!», le gritaban a Ávalos) o aplaudiendo a otros («Perón encontró a un hermano /Hortensio Jota Quijano»; «Perón, Quijano / y el pueblo soberano»; «Con Perón y con Mercante / la Argentina va adelante»; «Farrell y Perón / un solo corazón»), ubicando a cada actor en su exacto juego, como si poseyeran todos los datos, como si conocieran toda la información, ¡ellos que apenas leían los diarios y no tenían acceso a ningún cabildeo palaciego!
Entretanto, la ciudad y el Gran Buenos Aires estaban totalmente paralizados. Unos por adhesión, otros por temor, otros por las dudas, los lugares de trabajo se habían ido vaciando de gente. Un gran silencio medroso flotaba sobre Buenos Aires. Este silencio es lo que más impresionó a Ernesto Sabato.[143] «Estaba en Santos Lugares con la extraña impresión de lo que era una revolución popular… había un silencio profundo, no había noticias, todo estaba paralizado. Yo tuve la impresión de que algo muy poderoso y hasta lleno de misterio estaba aconteciendo; la impresión de que una fuerza enorme y silenciosa, casi subterránea, se había puesto en movimiento. Siempre había asociado la palabra revolución con la idea de ruido, de corrida, de gritos. Y de pronto desde allí, desde Santos Lugares, tuve la sensación de que un movimiento popular podía ser algo potente pero silencioso.»
Pero en Plaza de Mayo, en cambio, no había silencio, sino gritos repetidos:
—¡Perón! ¡Queremos a Perón!
Lentamente crecía la gente. El mar recibiendo el aporte de plurales arroyos era una socorrida metáfora que no podía dejar de usarse al ver ese espectáculo cada vez más impresionante. Fue entonces cuando el embajador de Gran Bretaña llegó allá a curiosear y dejó, de paso, un significativo testimonio.[144] Cuenta que en las primeras horas de la mañana, los gerentes de los ferrocarriles fueron a verlo para decirle que se había declarado una huelga espontánea, sin organizadores conocidos. «En la tarde de ese día —relata sir David Kelly— decidí que era necesario ir a la Casa Rosada para decirle al único ministro que quedaba —el ministro de Marina (sic)— que debía asumir la responsabilidad de proteger los ferrocarriles. Debo confesar asimismo que me impulsaba una enorme curiosidad por saber qué estaba pasando. Al acercarme a la Casa Rosada había un cordón de Policía Montada pero no hacía esfuerzo alguno por impedir el paso de la gente ni se metía para nada con la multitud. El chofer quería retroceder y tuve que insistir para que siguiera adelante, a muy poca velocidad. Tal como lo había esperado, la multitud nos dio paso no bien vio la bandera inglesa, limitándose a gritar en forma amistosa: ¡Abajo Braden! ¡Viva Perón! Llegué a la Casa Rosada y el ministro de Marina me prometió que haría todo lo posible en el asunto de los ferrocarriles; pero por el momento ni él mismo estaba seguro de lo que estaba sucediendo.»
Ahora la preocupación de Ávalos era tranquilizar a la gente y hacerla desconcentrar. Mercante ya estaba en la Casa de Gobierno: Ávalos le ordenó que se dirigiera a la multitud. Poco antes se había pedido a la Municipalidad que instalara un sistema de altavoces. Mercante ya había estado en el Hospital Militar, había hablado con Perón y consideraba que todavía faltaba gente para considerarse triunfador. Ante la perentoria orden de Ávalos tomó el micrófono y dijo exactamente las palabras que debía pronunciar para que la multitud no lo dejara seguir:
—El general Ávalos…
Una silbatina ensordecedora, un rugido de rabia reventó en la Plaza. Con aire desolado Mercante se volvió hacia Ávalos; no podía seguir hablando. Antes o después Ávalos intentó tomar el micrófono: bastó que un locutor anunciara su presencia para que se repitiera la rechifla. El episodio se reiteró, dos o tres veces. En algún momento apareció Colom enarbolando un ejemplar de La Época. La gente lo reconoció y lo aplaudió; trabajosamente Colom logró hacerse entender: Perón estaba bien y pronto estaría en la Plaza de Mayo. Cólera de Ávalos: no era eso lo que quería que se dijera.
Poco a poco se iba colmando la Plaza. Después del mediodía, las manifestaciones que durante toda la mañana habían paseado y vociferado por La Plata, Berisso, Ensenada y los suburbios del sur, se habían volcado decididamente hacia el centro. Hasta entonces, las columnas que habían avanzado sobre la ciudad eran las de Avellaneda, Lanús y San Martín, además de las que colecticiamente se iban formando en los barrios. «Los que quieran a Perón / que se vengan al montón», decía uno de los carteles que encabezaba una de las columnas. Así, amontonándose, habían estado llegando; los refuerzos de la zona de frigoríficos arribaron hasta las cinco de la tarde. El calor seguía siendo insoportable y las fuentes de Plaza de Mayo daban entrada a todos los que pudieran acercarse.
Habían aparecido ya los diarios de la tarde. Nada más elocuente que esas ediciones para entender la confusión de la jornada. La Época anunciaba para el día siguiente una «Marcha de la Verdad» e informaba que «decretaron la huelga por 24 horas los trabajadores de todo el país». Agregaba: «Avellaneda es un bosque de chimeneas apagadas» e informaba del paradero de Perón y la marcha de grupos obreros sobre la Capital; en su conocido libro, Colom explica que esa edición se hizo sobre la información que le trajo Diego Luis Molinari, sin saber si era verdad o no lo que le refería… Noticias Gráficas daba en sus dos ediciones vespertinas la noticia de la inminente constitución del gabinete; relegada a la tercera página venía la información sobre manifestantes que llegaban a la Capital desde la provincia y una corta noticia de una «agitada reunión frente a la Casa de Gobierno». Para La Razón también lo más importante era el futuro gabinete, pero en su primera plana brindaba este titular en cuerpo menor: «Numerosos grupos en abierta rebeldía paralizaron en la zona sur los transportes y obligaron a cerrar fábricas, uniéndose luego en manifestación a la Capital Federal.» Pero Crítica les ganó a todos: mencionaba lo que estaba ocurriendo en todo el país desde la madrugada con estas palabras: «Grupos aislados que no representan al auténtico proletariado argentino tratan de intimidar a la población», y publicaba una fotografía que era canallesca desde el aspecto de la ética periodística: diez o doce personas cruzaban con aire cansino un amplio espacio abierto. «He aquí una de las columnas que desde esta mañana se pasean por la ciudad en actitud “revolucionaria”. Aparte de otros pequeños desmanes, sólo cometieron atentados contra el buen gusto y contra la estética ciudadana afeada por su presencia en nuestras calles. El pueblo los vio pasar, primero un poco sorprendido y luego con glacial indiferencia», afirmaba el diario de los Botana.
Sin embargo, no interesaban los diarios: servirían después para hacer antorchas. La realidad era ésa, orgiástica, triunfante. Seguían pasando hacia la Plaza las últimas columnas con los mismos gritos y cantos de la mañana, con una admirable unidad, como si los que cruzaron los puentes a la madrugada fueran los mismos que llegaban cuando el sol se estaba acostando. La policía ya no actuaba para nada: los agentes miraban sonrientes a los manifestantes y a veces gritaban ¡Viva Perón! Los otros argentinos asistían desde la vereda a este desfile interminable. No hubo incidentes ni agresiones ni cristales rotos. No era ni remotamente un bogotazo. Era una pacífica ocupación de la ciudad.
A eso de las 19 el proceso empezó a tomar un cariz netamente político. Perón, todavía en pijama, seguía informándose de lo que ocurría. Los grupos que custodiaban el Hospital Militar habían raleado porque ahora la consigna concreta era concentrarse en Plaza de Mayo y no dispersarse en otros lugares. Dos o tres veces, según parece, Farrell había hablado telefónicamente con él. Tenían que entrevistarse: Perón daba largas. Antille, Quijano, Pistarini y otros iban y venían desde la Casa de Gobierno al Hospital Militar, llevando y trayendo mensajes y tratos. Un pequeño grupo, en la sala de espera de la suite, diseñaba ahora las tácticas inmediatas: tomar la policía y el Regimiento 3, esperar que la Plaza estuviera totalmente colmada, exigir la renuncia de Ávalos y Vernengo Lima, imponer el nuevo ministerio, anunciar que Perón hablaría al pueblo desde los balcones de la Casa de Gobierno. El triunfo estaba en la mano. Todas las equivocaciones y las defecciones de días atrás quedaban borradas: el pueblo había rectificado el rumbo de la historia.
La Casa de Gobierno, entretanto, era algo bastante parecido a un manicomio, con sus grupos de exaltados y de deprimidos, con sus corrillos de monomaníacos, obsesos y mitómanos. Aunque la custodia era rigurosa, a cada rato se colaban personas con distintos pretextos. Quijano entró a las 19 por una puerta excusada golpeando y pidiendo a gritos que le abrieran; a Mercante, Ávalos lo había hecho detener después de su incursión microfónica. Lo cual no obstó para que al rato saliera de nuevo, rumbo al Hospital Militar. Algunos jefes de Campo de Mayo habían llegado a comprobar con sus propios ojos lo que pasaba.
Ávalos se había deslizado de la cólera al mutismo; parecía estar resignado a que pasara lo que debía pasar y no dejaba de estar impresionado por el espectáculo de la multitud, siempre más grande y más rugiente. Lo que pocos tenían en cuenta era que Ávalos estaba agotado, después de diez días de intensísima tarea. Poco le costaría a Mercante, a eso de las 20, convencerlo de que debía entrevistarse con Perón.
Por su parte, Vernengo Lima, que había insistido un par de veces en la idea de proceder a despejar la Plaza por la fuerza, estaba advirtiendo que se quedaba solo; se preocupó de tomar contacto con las unidades de la Marina a fin de que estuvieran listas para cualquier eventualidad. Farrell era acaso el único que conservaba la serenidad. Sabía que él no estaba en cuestión y veía con íntima simpatía la presencia popular; entre las 19 y las 20 abandonó la sede gubernativa y se fue a buscar tranquilidad en la Residencia Presidencial, después de hacer decir a Perón que allí lo aguardaba para conferenciar.
Pero algo faltaba para agregar un toque sonambúlico, increíble, a ese loquero. Eran las 20.30 cuando entró a la Casa de Gobierno el secretario del procurador general de la Nación: venía a traer la lista ministerial formada por Álvarez, con el currículum de sus integrantes y una cuidadosa nota firmada por todos, manifestando que aceptaban sus cargos en el entendimiento de que se les otorgaría «plenitud de facultades», se levantaría el estado de sitio y no se adoptarían medidas cuya validez requiriera sanción legislativa… Un vodevil de Feydeau no hubiera regulado mejor la entrada de ese funcionario que venía a transmitir algo incomprensible de parte de un fantasma ya olvidado… Afuera, la plaza repleta parecía una caldera a punto de reventar pero Álvarez y sus amigos nada habían visto, nada habían comprendido… Lo recibieron con estupefacción, lo despidieron con cortesía y después el manicomio siguió funcionando en su plenitud. Ni siquiera se leyó la lista de ministros propuesta por Álvarez; si lo hubieran hecho se hubiera agregado un buen elemento para los discursos que ya se estaban anunciando por los altoparlantes, porque esa nómina era, sencillamente, un escarnio para el país.[145]
Días después, la prensa publicaba la fotografía de Álvarez con su nonato gabinete. Aparecía al lado de las imágenes multitudinarias de la Plaza de Mayo y las que reflejaban la marcha sobre Buenos Aires de columnas ululantes, camiones repletos, tremolar de banderas y carteles. Pocas veces dos líneas históricas pudieron confrontarse gráficamente de una manera tan directa. Esa fila de apergaminados caballeros al lado de un pueblo que se lanzaba a tomar el poder con rotunda determinación, con alegría, con un fervor que parecía olvidado, era como los símbolos del país nuevo, desbordante de vitalidad y esperanza, al lado del país que había quedado definitivamente atrás.
La entrevista de Ávalos con Perón en el Hospital Militar marcó el fin de una actitud que, sin ser de resistencia activa al retorno de la hegemonía política del coronel, al menos había resistido la entrega total del poder. Acompañado por Mercante, el ministro de Guerra conversó unos minutos con Perón. Se ignora lo que hablaron: Mercante dice que el coronel trató con dureza a su antiguo amigo; Raúl Tanco, que vio la escena desde afuera, afirma que Ávalos gesticulaba animadamente, en actitud de dar explicaciones, y su interlocutor lo escuchaba en silencio y al final le dio unas palmaditas cariñosas en el rostro, como tranquilizándolo. Perón, a casi 25 años del suceso, dice no recordar esta entrevista. El hecho es que al regresar Ávalos a la Casa de Gobierno —y ya estamos casi en las 21 horas— se comunicó telefónicamente con Campo de Mayo y sin agregar comentarios anunció que Perón hablaría al pueblo desde los balcones. La noticia confundió del todo a los jefes que días atrás se habían jugado por el derrocamiento de Perón. Pero ya era tarde para reaccionar.
Tan tarde, que ya el jefe de policía había renunciado y la fuerza de seguridad quedó por unas horas a cargo de un funcionario subalterno hasta que luego asumió su mando, sin orden de nadie, el coronel Molina, subjefe de policía hasta una semana antes; tan tarde, que el ex jefe del Regimiento 3 se había constituido en la unidad y asumido su mando en una rápida operación. Con la policía y el regimiento que guarnecía el acceso sur de la ciudad en manos de amigos de Perón, cualquier maniobra política estaba ya plenamente garantizada.
Sin embargo, el personaje alrededor del cual giraba todo este carrusel insólito sólo quería salir si contaba con todas las garantías. Varios mensajeros suyos habían ido a entrevistarse con Farrell para unificar criterios. En un momento de esa caótica tarde, Antille quiso dirigirse al pueblo como «delegado del coronel Perón ante el general Farrell» pero la multitud seguía insistiendo:
—¡Perón! ¡Perón!
Y una creciente irritación, que hasta entonces no se había notado, crecía cada vez más en el gentío de Plaza de Mayo. En algún momento, una puerta de entrada a la Casa de Gobierno estalló bajo la presión de la gente y un corto grupo de desharrapados invadió la sede gubernativa; en una de ésas se lo vio a Farrell hablando con Ávalos, bajo la atenta mirada de un desconocido en alpargatas…
Ya no se podía esperar mucho. Ávalos había cedido posiciones en todos los frentes y ahora aceptaba la última condición de Perón, que era hablar desde la Casa de Gobierno. Antille regresó al Hospital Militar para decir a su comitente que el Presidente lo esperaba en la Residencia. Aceptaba todo. Ya era peligroso esperar más.
Hasta ese momento, Perón estaba en actitud pasiva, aguardando que el proceso hablara por sí solo, dando tiempo a que la presencia popular fuera incontrastable, borrara cualquier idea de reacción militar y desintegrara por el solo hecho de estar allí, los tambaleantes restos de la estructura de poder montada en los días anteriores por Ávalos y Vernengo Lima. Estaba serio y poco locuaz. De cuando en cuando preguntaba a los que lo rodeaban:
—¿Hay mucha gente, che? ¿Realmente hay mucha gente?[146]
Eran casi las 21.30. Después de conversar con Antille recibió Perón un nuevo llamado telefónico de Farrell: lo estaba esperando. Recién entonces se decidió: habló por teléfono con Eva y empezó a vestirse. El 18 brumario, Napoleón estaba pálido y desencajado y una persistente diarrea maculaba la gloria de su jornada; el 8 de noviembre, Lenin estaba en un cuartucho del Instituto Smolny disfrazado con una ridícula peluca roja, ignorando que todo el poder estaba en sus manos. El 17 de octubre de 1945 Perón vivió durante todo el día desgarradoras dudas, vacilaciones tremendas. Mientras el pueblo se sentía triunfante y reflejaba su fe en jocunda exaltación, su líder se encerraba en un hosco mutismo. Tal vez lo más difícil para un conductor de masas es determinar en qué exacto momento debe considerarse vencedor.
Perón lo supo recién a las 23.10, cuando al salir al balcón de la Casa de Gobierno una visión alucinante le golpeó el rostro y un poderoso bramido retumbó largamente en la histórica plaza, aclamando locamente su nombre.
A las 21.45 estaba Perón con Farrell en la Residencia; conversaron hasta las 22.25 y después los dos se dirigieron juntos a la Casa de Gobierno. Los altoparlantes estaban anunciando desde las 21 que Perón hablaría aproximadamente a las 23. En la plaza se podía tocar físicamente la excitación de la multitud. ¿Cuánta gente había en ese momento frente a la rosada sede del poder argentino? La Época alardeó al día siguiente de 1.000.000 de personas; el locutor que hablaba por momentos para pasar los comunicados, asignó medio millón y el diario El Mundo, nada amistoso para Perón, coincidió más tarde en esta cifra. Probablemente el número objetivo deba situarse entre las 200.000 y 500.000 almas. Pero lo más importante no era el número sino la tensión de la gente, que con un frenesí infatigable seguía aclamando el nombre de Perón, reclamando su presencia, cantando y moviéndose. Antorchas fabricadas con diarios, palos y carteles ponían sobre la gran masa oscura que cubría ahora de bote en bote la Plaza de Mayo, una constelación de luminarias, como si el cielo estrellado se hubiera volcado sobre el pueblo.
Eso es lo que vio Perón cuando salió al balcón, minutos después de las 23, tras haber mantenido una nueva conferencia con Farrell y héchose desear varios minutos más. Al aparecer su inconfundible figura, la imagen que durante toda la jornada había reclamado la gente, estalló una ovación que duró un cuarto de hora. Si es verdad lo que dice Ortega y Gasset, que la felicidad es estar «fuera de sí», esto era la felicidad total, porque el espíritu individual se había fundido en una exaltación colectiva irresistible. La gente parecía haberse vuelto loca: gritaban, saltaban, lloraban y coreaban estribillos con voces cada vez más enronquecidas. Allí estaba el hombre por el cual se habían jugado. Sano y salvo. Vencedor. Y ellos aclamaban a su líder pero también voceaban su propio triunfo.
Empezó entonces una curiosa pantomima, algo realmente único en los anales políticos de cualquier país. El gentío no estaba apurado por escuchar a su amado: por ahora, simplemente quería mirarlo, aclamarlo y comprobar que estaba a su lado. El esfuerzo de toda la jornada requería compensarse alargando el final, como un acto de amor sabiamente regulado. Seguía alzándose el griterío desde todo el volumen de la plaza. Algunos, haciendo malabarismos debajo del balcón, alcanzaban una bandera argentina a Perón («Con Perón y con Mercante / la Argentina va adelante»), que la tomó y la hizo flamear entre la clamorosa ovación de la multitud. Después otra bandera para Farrell. Luego llegaron unas flores. Un inescuchado locutor seguía reclamando silencio para que el Presidente empezara su discurso pero el bochinche seguía, exaltadamente, inconteniblemente. Una y otra vez Farrell y Perón debieron abrazarse («¡Farrell y Perón / un solo corazón!») y Quijano también tuvo que participar en el juego («¡Perón encontró un hermano / Hortensio Jota Quijano!»). Así, diez minutos, un cuarto de hora…
Finalmente Farrell logró hacerse oír. Más que un discurso, sus palabras se limitaron a ser una presentación de «el hombre que por su dedicación y su empeño ha sabido ganarse el corazón de todos: el coronel Perón». Entrecortadas sus frases por gritos y aclamaciones, teniendo que reclamar atención y silencio varias veces a gritos, Farrell continuó trabajosamente anunciando que el gabinete había renunciado y que Mercante sería designado secretario de Trabajo y Previsión. Entusiastas gritos saludaron estas noticias.
—¡Atención, señores! —vociferó Farrell—. De acuerdo con la voluntad de ustedes, el gobierno no será entregado a la Suprema Corte de Justicia nacional. Se han estudiado y se considerarán en la forma más ventajosa posible para los trabajadores las últimas peticiones presentadas.
Un par de lugares comunes más y un saludo final.
—Con la unión y el trabajo hemos de llegar a obtener la más completa victoria de la clase humilde que son los trabajadores. Nada más.
Casi no se oyeron sus últimas palabras. Ahora sí, el pueblo reclamaba la voz de Perón: la reclamaba urgentemente, salvajemente, en la aceleración ansiosa del orgasmo colectivo, la plenitud de la posesión de ese muchachón sonriente que no se cansaba de agitar los brazos y de la multitud que se le entregaba abriéndose toda a él. A nadie le importó la recomendación del locutor pidiendo que no se obligara al orador a alzar la voz, dado su estado de salud. Perón se hacía desear ahora; se anunció que descansaría un poco antes de hablar. El locutor invitó a cantar el Himno Nacional: fue una idea feliz porque de algún modo el cántico descargó, en parte, la tensión de la gente. Broncamente resonaron las notas del himno, entonadas por centenares de miles de voces sin fatiga. Y al terminar volvió el griterío, el nombre de Perón repetido mil veces, con su redonda y sonora eufonía. Al fin apareció nuevamente en el balcón y se dispuso a hablar. Una explosión de multitud saludó su primera palabra[147]:
—¡Trabajadores!
De allí en adelante no fue un discurso sino un diálogo lo que se oyó. Un diálogo muy diferente del que días atrás había sostenido Vernengo Lima con el «público selecto» de Plaza San Martín; aquél había estado enmarcado por el recelo, la histeria y la intolerancia de un sañudo coro que rechazaba y cuestionaba las palabras del orador. Este diálogo de la Plaza de Mayo era, en cambio, una comunión de amor y fidelidad consagrada una y cien veces por la multitud.
—Hace casi dos años, desde estos mismos balcones, dije que tenía tres honras en mi vida: la de ser soldado, la de ser un patriota y la de ser el primer trabajador argentino.
Aquí, cuatro minutos de aclamaciones. Continuó Perón:
—En la tarde de hoy, el Poder Ejecutivo ha firmado mi solicitud de retiro del servicio activo del Ejército. Con ello he renunciado voluntariamente al más insigne honor al que puede aspirar un soldado: lucir las palmas y los laureles de general de la Nación. Lo he hecho porque quiero seguir siendo el coronel Perón y ponerme, con este nombre, al servicio integral del auténtico pueblo argentino.
—¡Presente! ¡El pueblo con Perón!
—Dejo el honroso uniforme que me entregó la Patria para vestir la casaca de civil y confundirme con esa masa sufriente y sudorosa que elabora el trabajo y la grandeza de la Patria. Con esto doy un abrazo final a esa institución que es un puntal de la patria: el Ejército. Y doy también el primer abrazo a esa masa grandiosa que representa la síntesis de un sentimiento que había muerto en la República: la verdadera civilidad del pueblo argentino. Esto es el pueblo.
—¡Es el pueblo! ¡Es el pueblo!
—¡… es el pueblo sufriente que representa el dolor de la tierra madre que hemos de reivindicar!
Aquí empezó a levantarse en la multitud la pregunta que insistentemente se le haría en el curso de su arenga: la pregunta que no podía contestar porque estaba comprometido a no referirse a su prisión:
—¿Dónde estuvo? ¿Dónde estuvo?
Perón siguió hablando del pueblo, «el mismo que en esta histórica plaza pidió al Congreso que se respetaran su voluntad y sus derechos». Después de otras frases igualmente vagas dijo algo importante porque apuntaba a la significación de los sucesos de ese día:
—Muchas veces he asistido a reuniones de trabajadores. Siempre he sentido una enorme satisfacción; pero desde hoy sentiré un verdadero orgullo de argentino porque interpreto este movimiento colectivo como el renacimiento de una conciencia de los trabajadores, que es lo único que puede hacer grande e inmortal a la Patria.
Y siguió:
—Hace dos años pedí confianza. Muchas veces me dijeron que ese pueblo al que yo sacrificaba mis horas, de día y de noche, habría de traicionarme…
—¡Nunca! ¡Nunca!
—Que sepan esos indignos farsantes, que este pueblo no engaña al que no lo traiciona. Por eso, señores, quiero en esta oportunidad como simple ciudadano, mezclado en esta masa sudorosa, estrecharla profundamente contra mi corazón… como podría hacerlo con mi madre.
Aquí llegó al clímax la emoción de la multitud y el orador aprovechó para pedir que «se cree un vínculo de unión que haga indestructible la hermandad entre el pueblo, el ejército y la policía».
—Que sea esa unión eterna e infinita —agregó— para que este pueblo crezca en la unidad espiritual de las verdaderas y auténticas fuerzas de la nacionalidad y el orden. Esta unidad la sentimos los verdaderos patriotas porque amar a la Patria no es amar sus campos sino amar a nuestros hermanos. Que esa unidad se afiance en la felicidad futura amalgamándose en un estrato formidable de este pueblo, que al mostrarse hoy en esta plaza en número que pasa del medio millón, está indicando al mundo su grandeza espiritual:
—¿Dónde estuvo? ¿Dónde estuvo?
—Preguntan ustedes dónde estuve… ¡Estuve realizando un sacrificio que lo haría mil veces por ustedes!
Y rápidamente salió del tema enviando un recuerdo a «nuestros hermanos del interior que se mueven y palpitan al unísono con nuestros corazones en todas las extensiones de la Patria». Dedicó una frase «a ellos que representan el dolor de la tierra» pero la multitud seguía rugiendo:
—¿Dónde estuvo? ¿Dónde estuvo?
—Señores… ante tanta insistencia les pido que no me recuerden lo que hoy ya he olvidado. Porque los hombres que no son capaces de olvidar no merecen ser queridos ni respetados por sus semejantes y yo aspiro a ser querido por ustedes…
—¡El pueblo con Perón!
—… y no quiero empañar este acto con un mal recuerdo.
Después, en tono paternal, dijo que había llegado la hora de aconsejarlos. Les pidió que se unieran, que fueran más hermanos que nunca, anunció que diariamente se incorporarían «a esta hermosa masa en movimiento los díscolos o descontentos», pidió que todos recibieran su inmenso agradecimiento «por las preocupaciones que han tenido por este humilde hombre que les habla».
—Por eso hace poco les dije que los abrazaba como abrazaría a mi madre, porque ustedes habrán tenido los mismos dolores y los mismos pensamientos que mi pobre vieja habrá sentido en estos días…
Dejó que pasara la cálida ola que provocaron estas palabras y dijo que esperaba tiempos de paz y de construcción para la Nación.
—Sé que se habían anunciado movimientos obreros. Ya, desde este momento, no existe ninguna causa para esto. Por eso les pido como un hermano mayor, que retornen tranquilamente a su trabajo. Y por esta única vez… ya que nunca lo pude decir como secretario de Trabajo y Previsión…
—¡Mañana es San Perón!
—… les pido que realicen el día de paro…
—¡Mañana es San Perón / que trabaje el patrón!
—… festejando…
(Ovaciones y gritos por un largo rato.)
—… la gloria de esta reunión de hombres de bien y de trabajo, que son la esperanza más pura y más cara de la Patria.
Ya terminaba. Pidió, finalmente, que al abandonar la plaza lo hicieran con mucho cuidado: «Recuerden que entre ustedes hay muchas mujeres obreras, que han de ser protegidas aquí y en la vida por los mismos obreros.» Finalmente dijo que estaba «“un poco enfermo y fatigado” y que necesitaba un descanso “que me tomaré en el Chubut”, para reponer fuerzas y volver a luchar hasta quedar exhausto, si fuera preciso. Y agregó, todavía:
—Y ahora, para compensar los días de sufrimiento que he vivido, yo quiero pedirles que se queden en esta plaza quince minutos más, para llevar en mi retina el espectáculo grandioso que ofrece el pueblo desde aquí.
Había terminado su parte pero siguió en el balcón un buen rato más, saludando con las manos cruzadas sobre la frente —al estilo de los campeones de box—, abrazándose con unos y otros, sonriéndose con las ocurrencias que podían percibirse entre el imponente vocerío que no cesaba. Luego se retiró, convocando una última ovación al formular un vasto ademán de saludo de despedida. Su parte concluía y había cumplido su compromiso: no referirse a su prisión y ordenar la tranquila desconcentración de la multitud.
Ésta se fue retirando muy lentamente. Aunque la perspectiva de la inmensa mayoría era una infinita caminata —no había en las calles de Buenos Aires un ómnibus, un colectivo, un tranvía—, la gente no tenía apuro por irse. Vivían morosamente su triunfo, la gloria de esas nupcias consumadas a través de aquel diálogo erótico nutrido de recíprocas declaraciones de amor, con celosos interrogantes sobre su paradero y reiteradas afirmaciones de una mutua vocación de entrega; la multitud sentía su condición de cuerpo místico y cada uno de sus componentes era un Príncipe Encantador que había rescatado al objeto de su amor de las garras del Dragón…
En todo el país la gente que estaba en su casa empezó a apagar los receptores: había millones que vivían la misma euforia de sus compañeros de Plaza de Mayo y otros millones de argentinos que no salían de su asombro y entraban en una negra desesperación. A esa misma hora, un buen golpe de dirigentes de la oposición estaba tocando los timbres de diversas embajadas para pedir asilo…
En Plaza de Mayo, poco a poco empezaron a ralear los sectores más alejados de la Casa de Gobierno. Sobre la una de la mañana, Buenos Aires empezó a poblarse otra vez de columnas que repasaban las calles en sentido inverso al recorrido anterior, voceando siempre su felicidad, borrachas de júbilo. Pero esa noche no podía terminar sin un toque dramático y violento. Al pasar una de las columnas por la sede de Crítica, se inició un denso tiroteo, según parece desde las ventanas del diario. Dos muchachos de filiación nacionalista cayeron muertos y cuarenta heridos quedaron tirados en la Avenida de Mayo. La policía, que rodeó de inmediato el local del vespertino opositor, no pudo acercarse durante más de una hora, debido al intenso tiroteo. Se requirió entonces al Regimiento 3, que emplazó sus bases en Plaza del Congreso, y se disponía a bombardear Crítica cuando cesó el fuego. En la medrosa noche porteña, la sirena de Crítica se crispaba de rato en rato, como un alarido pidiendo auxilio o un sibilante estertor de agonía.
Después de terminado el discurso, Perón permaneció unos minutos más en la Casa de Gobierno, conferenciando con Farrell y Ávalos. Lo molestaba un fuerte dolor de cabeza y tomó un par de aspirinas. Estaba serio y preocupado y ninguna euforia se reflejaba en su rostro. Presumía que Vernengo Lima intentaría alguna reacción en la Marina y por eso habló un rato con el jefe de la flota de mar[148], que estaba en la sede gubernativa, induciéndole a que hiciera deponer cualquier resistencia y designándolo, de hecho, nuevo ministro de Marina. No confiaba totalmente en la garantía que había prometido Ávalos. Su discurso había sido de apaciguamiento, pero ignoraba si Campo de Mayo toleraría el violento cambio político que se había definido esa noche.
De todos modos, las cartas ya estaban jugadas y Farrell estaba dispuesto a entregar a sus amigos las manijas clave del poder. Su presencia en Buenos Aires era más que inútil, peligrosa e irritativa. Aprobó un comunicado que se difundiría poco más tarde, a las 2 de la mañana, señalando que de inmediato se constituiría el nuevo gabinete y que la concentración había terminado en completo orden. Los treinta o cuarenta militares que estaban en el Salón de Invierno lo vieron aparecer con Farrell, ya despidiéndose.
—Resuelva usted —decía el Presidente como terminando la conversación—. Usted ha ganado la partida…
—No, mi general. El que resuelve es usted.
—Bueno; ¿qué hacemos con Ávalos?
—Pues… que se vaya a su casa…
Se despidieron allí mismo y Perón salió de la Casa de Gobierno, a buscar a Eva a su departamento.[149] No la veía desde la madrugada del 13, cuando fue detenido. De allí los dos se dirigieron al Hospital Militar para saludar a Mercante. Luego, en automóvil, la pareja partió hacia San Nicolás. El 17 de octubre de 1945 había terminado.[150]
¿Realmente todo había terminado? No para Vernengo Lima. A eso de las 21, el ministro de Marina, al enterarse de que Perón venía hacia la Casa de Gobierno, había cambiado apresuradamente su uniforme por un traje civil y tomó un taxímetro para dirigirse al puerto. Iba dispuesto a sublevar la Marina y su propósito no era descabellado: descontaba que Ávalos haría lo mismo con Campo de Mayo, aunque no puede afirmarse si su colega se comprometió a ello o si Vernengo Lima interpretó demasiado libremente su pensamiento. De todos modos, él estaba decidido: no podía admitir que esa pueblada torciera el rumbo del movimiento que había desplazado a Perón.
Después de una breve reunión con los jefes de buques en el rastreador «Drummond» —el mismo que había alojado al presidente Castillo el 4 de junio de 1943— envió mensajes a la flota de mar y a las dependencias navales, comunicándoles que no acataba la autoridad del gobierno y envió a Mac Lean a Campo de Mayo para coordinar el movimiento revolucionario con la guarnición, que suponía ya sublevada. Cuando el enviado de Vernengo Lima llegó a Campo de Mayo, casi a la madrugada del 18, encontró a todos durmiendo y Ávalos mismo debió ser despertado para confirmar a los marinos que el acantonamiento obedecía al gobierno y que él ya no era ministro de Guerra. El intento de Vernengo Lima —que contó con el respaldo disciplinado y total de la Marina— murió, pues, antes de nacer y su exteriorización se redujo a un desplazamiento de buques que cesó en la mañana del 18.
Es que Ávalos estaba ya espiritualmente vencido desde las últimas horas de la tarde. Al principio había visto la concentración como una expresión popular inofensiva, que era aconsejable permitir para evitar males mayores. Luego, la creciente exigencia de la multitud lo fue llevando a un estado de vacilación y dudas: en lo único que se mantuvo firme fue en su decisión de no usar la violencia —lo cual, por otra parte, no era mucho mérito porque no contaba con fuerzas inmediatas—. Finalmente tuvo que ceder a la evidencia y aceptar que estaba derrotado. La entrevista con Perón terminó de destruirlo y luego, en la Casa de Gobierno, minutos antes que el coronel se dirigiera al pueblo, había conferenciado con él y con Farrell para obtener, por lo menos, que en su discurso Perón no dijera nada que pudiera enardecer a la multitud. Por su parte prometió que Campo de Mayo no se movería y ratificó su renuncia. Fue por eso que Ávalos, al terminar el discurso de Perón y después de otra conferencia con los mismos interlocutores, se limitó a dirigirse silenciosamente al Ministerio de Guerra para entregarlo formalmente a Von der Becke. Intentó entrar vanamente, debiendo golpear la puerta para que le franquearan el paso. En ese trance, al saludarlo inocentemente un periodista[151], toda la amargura de la derrota, la fatiga y la tensión de tantos días estallaron en Ávalos con un exabrupto tabernario:
—¿Cómo me va? ¡Y cómo quiere que me vaya! ¡Como la mierda!
Bien pasada la medianoche Ávalos llegó a Campo de Mayo. Presidió una última reunión de jefes, anunció su renuncia y confirmó su promesa de que Campo de Mayo, en aras de la tranquilidad del país, acataría lo ocurrido. Hubo algunas protestas y lamentos, pero ya todo estaba consumado. Y además, algunos de los jefes que días antes se habían pronunciado contra Perón volvían ahora impresionados del fervor popular. Ellos habían hecho lo que pudieron, la oposición no supo recoger los frutos de su patriada y el pueblo ahora había dicho su palabra. ¿Qué más podían hacer? Se fueron a dormir y estaban en el quinto sueño cuando llegaron los marinos con su planteo. Aclarado el equívoco, Campo de Mayo siguió durmiendo. Ahora sí, todo había terminado. Pero no del todo: ahora seguía la fiesta popular.
El 18 el calor y la humedad eran inaguantables en Buenos Aires. No era día para trabajar: ya se había instituido una nueva jornada de holganza en el santoral de los argentinos: «San Perón». Durante nueve años más, los ritos multitudinarios de cada 17 de octubre concluirían invariablemente con el estribillo que nació en 1945:
¡Mañana es San Perón,
que trabaje el patrón!
La euforia del triunfo, la indescriptible sensación de haber sido protagonistas de un acto histórico y haber barrido al enemigo, llevó a la gente a retornar otra vez a la Plaza de Mayo. Nadie trabajó en el país ese 18 de octubre: no hubo transportes, ni bancos, ni espectáculos, ni administración pública, ni escuelas, ni fábricas, ni comercios. Todo el país holgaba con absoluta uniformidad: jamás hubieran soñado los dirigentes de la CGT que su orden de huelga se cumpliera de manera tan absoluta. Pero naturalmente, nadie se acordaba de la orden de la CGT y ese jueves el paro se cumplió porque los triunfadores necesitaban renovar la certeza de la victoria. Muchos grupos y manifestaciones recorrieron las calles de las principales ciudades. Ese día no aparecieron Clarín por la mañana ni los tres vespertinos opositores; sólo salió La Época que, con titulares tamaño catástrofe, proclamaba que Perón había sido ungido presidente por un millón de argentinos en Plaza de Mayo. Tampoco El Día y El Argentino, de La Plata, salieron, así como La Voz del Interior y Córdoba, de Córdoba, además de otros periódicos.
El país fue ese día un vasto campamento donde centenares de miles de personas tomaron posesión de calles y plazas alegremente, con absoluta falta de inhibiciones. La humedad y la baja presión invitaron a tirarse en el pasto, sacarse toda la ropa posible. Ahora carecía de objeto hacer manifestaciones, pero el ímpetu del día anterior persistía y la gente seguía caminando voceando sus canciones y estribillos. El regreso a la ciudad era un acto de repetida posesión; la habían derrotado y ahora querían volver a sentirla así, entregada, temerosa, indefensa. Como ocurrió el 17, tampoco el 18 hubo desmanes ni violencias en Buenos Aires; sólo algunos atrevidos arrancaron la placa con el nombre de Alfredo Palacios, en la casa del dirigente socialista. Contorsiones, gritos y burlas cuando tropezaban con gente de corbata y saco: nada más. En realidad, los desmanes fueron perpetrados por los antiperonistas: algunas de las columnas que seguían manifestando —entre ellas una de hombres y mujeres que fue a aplaudir al Departamento de Policía— fueron tiroteadas desde automóviles que huían después. Uno de ellos fue detenido: sus ocupantes eran jóvenes de patricios apellidos.[152]
En otras ciudades hubo un poco más de agresividad popular. En La Plata se rompieron las vidrieras de algunos negocios y excepcionalmente hubo saqueos a tiendas de comestibles: bien es cierto que era imposible conseguir lugares para comer y algunos de los manifestantes estaban en su ajetreo desde hacía más de 48 horas. En Córdoba, la gente que había llegado desde su cinturón fabril hizo un vivac en el centro y se tiraron piedras contra los diarios opositores. En Rosario también hubo algunos incidentes menores. Lo cierto es que durante 48 horas, las que después serían calificadas como «hordas peronistas» fueron dueñas de las principales ciudades y sin embargo no provocaron ningún incidente serio. Días más tarde, la escritora Delfina Bunge de Gálvez publicaba en el diario católico El Pueblo un comentario lleno de sensatez, que le valió ser expulsada de la Asociación de Escritoras Católicas. Se refería a los acontecimientos del 17 de octubre así: «¿Va a estallar ahora el odio contenido? ¿Van a comenzar las hostilidades? Semejante multitud debía sentirse poderosa para llevar a cabo cualquier empresa. Tiene allí, a un paso, la Catedral, pueden incendiarla. Allí está la Curia, que tantas veces fue el objeto del insulto anticlerical. Pero la multitud se muestra respetuosa. Hasta se vio una columna en la que parte de sus componentes hacían la señal de la cruz al enfrentarse con la Iglesia… No dominan en esta reunión los muera ni los abajo. Estas gentes cansadas y con hambre no se quejan… Se me objetará que en algunas ciudades hubo desmanes. ¡Milagro portentoso sería que ninguno hubiera habido en parte alguna! Los hubo hasta entre los cruzados que iban a rescatar el Santo Sepulcro… Pero sabido es que estos desmanes fueron la excepción; y yo me refiero aquí especial y únicamente a la gran concentración de Plaza de Mayo.» Al describir a los manifestantes decía que «su aspecto era bonachón y tranquilo. No había caras hostiles ni puños levantados, como los vimos hace pocos años. Y más aún nos sorprendieron con sus gritos y estribillos: no se pedía la cabeza de nadie».
Manuel Gálvez cuenta en su libro de memorias En el mundo de los seres reales que, con motivo de este artículo, su esposa y él tuvieron que dejar de colaborar en El Pueblo. «Ella —dice Gálvez— recibió cartas hirientes firmadas y cartas anónimas infames. Por teléfono le decían insolencias. Amigas y amigos se nos alejaron. Y lo que fue el colmo, el director de El Pueblo tuvo que renunciar y jubilarse…»
Era el rencor de los que habían visto el alud desde sus casas. En cambio, no había habido odio ni rencor en la gente que había salido a la calle. Todo se había hecho en un tono festivo. En La Plata un grupo de muchachones —como decía la prensa seria— entró en una empresa de pompas fúnebres y obligó a que les entregaran un atúd. Después salieron con algazara a enterrar simbólicamente sus aborrecimientos: los oligarcas, los estudiantes, los yanquis, los judíos, los comunistas… O acaso también enterraban el olor hediondo de los frigoríficos, el capataz prepotente, el hambre de la lejana provincia de donde habían llegado, las ollas populares de años anteriores, la desocupación, el comisario que no los había dejado votar… Allí marchaban «los muchachos peronistas» —los verdaderos— enterrando un pasado odioso que creían haber liquidado para siempre con el esfuerzo de «todos unidos»…
Actos improvisados se fueron armando en todos lados, al caer la tarde del 18, cuando se habían agotado las caminatas y las vociferaciones. En Avellaneda, Rosario, Santa Fe, Córdoba, exultantes oradores anónimos empezaron a acuñar un vocabulario propio, con palabras prestadas de las más diversas vertientes ideológicas —oligarquía, imperialismo, cipayos, vendepatrias, lealtad, argentinidad, explotación, justicia social, lucha de clases—, pero que en esas voces enronquecidas adquirían una sinceridad nueva, un contenido diferente. Rendidos, sin voz, oliendo a sudores viejos, crecidas las barbas y desmelenados, después de casi dos días de callejear, se demoraban sobre las ciudades conquistadas. Gritándolas, embadurnándolas con cal y carbón, recorriéndolas y meándolas afirmaban su posesión, demostraban que las habían vencido y que ellas no debían olvidarlo. Se iba apagando la jornada del 18 sobre un país totalmente paralizado, que en algunos casos estaba debatiéndose en la estupefacción y en otros se exaltaba en la gloria del triunfo; y las rondas se armaban y se deshacían en la noche, como una tenia gigantesca que no se apaciguaba ni se derramaba del todo, que renacía a cada momento en otros barrios, otras plazas, otras ciudades. Y sobre estas fantasmagorías que pronto habrían de retornar a sus ranchos y sus conventillos, sus extramuros y villas miseria, soplaba un viento de historia.
VIII
Así fue como, en poco más de una semana, quedó frustrada la escalada que la oposición había venido ejecutando inteligentemente desde marzo, cuando la recuperación de las universidades permitió convertirlas en usinas de hostilidades contra el régimen para pasar luego a la agitación de la opinión pública a través de la acción de Braden y después a la agitación callejera. Paralelamente, el nucleamiento orgánico de las entidades patronales, el escamoteo de algunos sindicatos de la órbita oficial y la coordinación de las actividades particulares opositoras con vistas a una futura unidad electoral reforzaban el frente contra Perón. Después, la escalada había culminado con la Marcha de la Constitución y la Libertad, el frustrado golpe de Córdoba y las ocupaciones de las universidades. En este punto, la acción opositora, orquestada por la casi totalidad de los diarios y favorecida por casi dos meses de libertad de prensa había alcanzado su punto de saturación. Es entonces cuando, influida por esta campaña, una parte del Ejército con el apoyo de la Marina voltea a Perón, cuyos errores políticos no habían dejado de favorecer indirectamente a sus adversarios. Se había abierto la oportunidad que venía persiguiendo la oposición desde dos años atrás y con particular intensidad desde marzo de 1945: tomar el poder y liquidar la obra de un gobierno que consideraban fascista y demagógico.
Pero una semana bastó para que esta posibilidad se desvaneciera, aunque todo se dio para facilitarla. La deformada visión de la realidad que se habían impuesto los dirigentes opositores les cerró el camino del poder. Nunca la vieja clase dirigente argentina estuvo más cerca de recuperar todo. Nunca su fracaso fue más merecido.
Sólo quedaba el derecho a la grita y a ello se dedicaron los voceros de la oposición. Demostraron en esto tanta miopía como en la acción política directa. En lugar de formular una sincera autocrítica cayeron fácilmente en el agravio gratuito al pueblo. Es curioso comprobar que los partidos que se autocalificaban como representativos de la clase obrera fueron los más desbocados en esta competencia. El Partido Comunista, por ejemplo, en un manifiesto difundido una semana después, enjuició al movimiento popular como «malón peronista con protección oficial y asesoramiento policial que azotó al país» y aseguró que había provocado «la exteriorización del repudio popular de todos los sectores de la República y millones de protestas». El semanario Orientación, vocero oficial del Partido Comunista, se pronunciaba así: «… el malevaje peronista que, repitiendo escenas dignas de la época de Rosas y remedando lo ocurrido en los orígenes del fascismo en Italia y Alemania, demostró lo que era arrojándose contra la población indefensa, contra el hogar, contra las casas de comercio, contra el pudor y la honestidad, contra la decencia, contra la cultura e imponiendo el paro oficial, pistola en mano, y la colaboración de la policía que, ese día y al siguiente entregó las calles de la ciudad al peronismo bárbaro y desatado». Este enjuiciamiento tenía en Orientación una expresión gráfica muy directa: un dibujo que mostraba a Perón manejando prostitutas, borrachos y matones, con este epígrafe: «El coronel mostró su elenco de maleantes y hampones que ya tuvo oportunidad de conocer el país los días 17 y 18. Lo lamentable es que, junto a ese elenco, haya podido arrastrar por el engaño, a algunos honestos elementos obreros sin experiencia ni perspicacia política.»
Estas palabras, dignas de un almacenero minorista, serían dramatizadas meses después por Victorio Codovilla ante la Conferencia Nacional del Partido Comunista: «Esa huelga y los desmanes perpetrados con ese motivo por las bandas armadas peronistas deben considerarse como el primer ensayo serio de los naziperonistas para desencadenar la guerra civil.»[153]
Posteriormente, el juicio comunista debió necesariamente moderarse y así, en el Esbozo de historia del Partido Comunista Argentino publicado en 1947, las jornadas de octubre sólo merecen esta distraída referencia: «… los días 17 y 18 de octubre, fuerzas de la policía y del ejército, apoyándose en un sector del pueblo, restablecieron a Perón en el gobierno, aunque nominalmente continuara en él el general Farrell». Ya se habían olvidado los hampones, los malones, las escenas «dignas de la época de Rosas». Más adelante, la esforzada tarea de borrar los juicios pronunciados al filo de los sucesos llevó a los voceros comunistas a pasar limpiamente por la crónica eludiendo la referencia y es así como Benito Marianetti[154], en su libro Argentina, realidad y perspectiva omite del todo la mención del 17 de octubre, lo cual hace decir graciosamente a Juan José Real[155] que «como para el gallego del cuento, para Marianetti el 17 de octubre no existe»…
El Partido Socialista no le fue en zaga al comunismo. El 23 de octubre La Vanguardia produjo un editorial escrito por Ghioldi, que expresaba entre otras cosas: «En los bajos y entresijos de la sociedad hay acumulados miseria, dolor, ignorancia, indigencia más mental que física, infelicidad y sufrimiento. Cuando un cataclismo social o un estímulo de la policía moviliza las fuerzas latentes del resentimiento, cortan todas las contenciones morales, dan libertad a las potencias incontroladas, la parte del pueblo que vive ese resentimiento, y acaso para su resentimiento, se desborda en las calles, amenaza, vocifera, atropella, asalta a diarios, persigue en su furia demoníaca a los propios adalides permanentes.» Fue en este editorial donde Ghioldi sacó de la terminología marxista la palabra tremendamente agraviante con que englobaría a los 300.000 argentinos que marcharon sobre Plaza de Mayo y a los centenares de miles que anduvieron en otras ciudades del país en actitud similar: lumpen-proletariat. El proletariado lumpen es el que se mueve en el filo del crimen, el matonismo, el crumiraje. Para Ghioldi era sólo lumpen el proletariado que protagonizó el 17 de octubre: revelaba así la misma mentalidad que Benjamín Villafañe, el senador conservador que afirmó en pleno Senado de la Nación que la gigantesca procesión que acompañó los restos de Yrigoyen a su última morada estaba formada «por los cien mil prontuariados por hurto, homosexualidad y robo que figuran en los archivos policiales».
La UCR, con la conducción unionista, no dejó de aportar su palabra al enjuiciamiento del 17 de octubre. La Mesa Directiva publicó el 24 un manifiesto que aludía marginalmente a los sucesos afirmando que «reparticiones públicas planearon al detalle este acto y se sabe con certeza que, en gran parte, pudo realizarse usando de la coacción y la amenaza», agregando que se «ultrajó a la ciudadanía con la ayuda policial, en un espectáculo de vergüenza como nunca ha presenciado la Nación». No detallaba la autoridad radical de qué manera podía montarse una máquina de coacción y amenaza apta para movilizar a punta de pistola a 300.000 almas. Eso lo diría el secretario de la Mesa Directiva en una declaración difundida el mismo día. Decía Cisneros que «el debate en el Senado de la Unión, como ciertos comentarios en los diarios de Londres y de otras ciudades, revelan que la información que poseen sobre la manifestación del 18 del corriente… no es completa». A juicio de Cisneros no podía tolerarse que en Estados Unidos o Gran Bretaña se pensara que «la masa trabajadora argentina apoya totalmente» a Perón y por ello precisaba en varios puntos que la manifestación no fue espontánea: fue preparada por la Policía Federal y la oficina de Trabajo y Previsión; en las fábricas y en los gremios compulsivamente obligaban muchos oficialistas y la policía a abandonar el trabajo y plegarse a la manifestación; el número de los manifestantes no fue mayor de 60.000 personas «de las cuales un 50% lo constituían mujeres y menores, teniendo informaciones fehacientes de que muchos de éstos recibieron dinero para concurrir»; la preparación del acto fue muy anterior a la caída de Perón y contó con toda la ayuda oficial en camiones y medios de transportes «y hasta el reparto de alimentos a los manifestantes en la propia Plaza de Mayo»; los manifestantes vejaron a personas, asaltaron comercios, injuriaron a la población vivando a su candidato y llevando como lema o estribillo estas palabras: «Viva la alpargata y mueran los libros», «Haga patria matando un estudiante», etc. Concluía la declaración de Cisneros afirmando que «las aspiraciones legítimas del obrero son reconocidas por el país entero y su actual adelanto se debe a la legislación social, en su mayor parte realizada por el radicalismo». No hay que asombrarse de estas apabullantes declaraciones: recuérdese que quien las firmaba era el mismo dirigente que había asegurado, dos días antes, que la UCR no tendría el menor contacto con el gobierno militar… La estupidez política suele tener una íntima coherencia.[156]
Por su parte, los diarios opositores tuvieron tardías y prudentes reacciones. La Prensa no dijo nada sobre los sucesos del 17 y 18 en forma editorial, aunque, desde luego, dio amplio espacio a las declaraciones de repudio que empezaron a proliferar cuatro o cinco días más tarde. La Nación sólo aludió tangencialmente a la concentración sin profundizar mucho, refiriéndose a los grupos que «en esta ciudad han acampado durante el día en la plaza principal, en la cual, a la noche, improvisaban antorchas sin ningún objeto, por el mero placer que les causaba ese procedimiento». Esto de las antorchas pareció ser lo que más molestaba al diario de los Mitre, aunque dos días después el tono se hizo más áspero, cuando condenó, también editorialmente, «el insólito y vergonzoso espectáculo de los grupos que se adueñaron durante un día de la Plaza de Mayo, el asalto a diarios en varias partes del país, el ataque a residencias particulares y el saqueo de varios comercios».
Un torrente de declaraciones de diversas instituciones, centros y agrupaciones pobló las páginas de los diarios después que pasaron los primeros días de estupefacción. Todas condenaban en términos más o menos similares los hechos del 17 y 18 de octubre. La FUBA señalaba con especial énfasis el daño causado a la casa de Palacios y planteaba «con absoluta intransigencia y con carácter de impostergable el problema fundamental de la libertad… condición de todo mejoramiento social». La FUA, reunida en Santa Fe, se limitaba a recordar que la trayectoria reformista había sido de estrecha identificación con la clase obrera y que ésta no podría progresar asociada con Perón, «que tiene en las manos sangre de obreros y estudiantes». El Partido Comunista aseguraba que «la auténtica clase obrera representada por sus sindicatos libres e independientes… ha sido ajena a esos desmanes». Y la Comisión Gremial del Partido Socialista se lamentaba de las «exteriorizaciones carnavalescas, los desmanes y atropellos inicuos» de esos días, les encontraba un parecido a la Marcha sobre Roma y descontaba que «el paro del 18 fue ajeno a la decisión de los auténticos trabajadores organizados». Agregaba el organismo socialista que la acción de la Secretaría de Trabajo y Previsión «está retardando el proceso ascensional de la clase obrera y sus declaraciones de justicia social constituyen un sarcasmo».
Pese a estas afirmaciones, la prensa del exterior miraba con más realismo los hechos y varios diarios norteamericanos expresaban su amargo asombro por el inesperado apoyo con que había demostrado contar Perón. El senador La Follette no disimuló su convicción de que Perón parecía estar firmemente apoyado por el pueblo, pero su declaración provocó tal escándalo que días más tarde la rectificó. Braden, por su parte, impertérrito, se limitó a prometer que Estados Unidos extirparía el fascismo en todo el mundo, apareciera donde apareciera.
Como se habrá advertido, los juicios opositores sobre lo ocurrido el 17 y 18 de octubre se basaban principalmente en dos líneas de acusaciones: 1º) que no había sido un acto espontáneo sino compulsivamente organizado por el oficialismo, y 2º) que los manifestantes no representaban a los auténticos obreros porque habrían incurrido en desmanes y atropellos.
La veracidad de la primera serie de argumentos era muy relativa. Es cierto que los partidarios de Perón usaron, mientras pudieron, los dispositivos oficiales ya montados, pero ello ocurrió sólo en los primeros días subsiguientes a su renuncia. La marcha sobre Buenos Aires fue un movimiento espontáneo en su origen, que se adelantó en 24 horas a la fecha indicada por Mercante y también al día señalado por la CGT para efectuar el paro, trocando además la actitud pasiva de la huelga por la activa del avance —no ordenado por nadie— sobre la Plaza de Mayo y con una consigna diferente de las que lanzara la central obrera. También es cierto que hubo tolerancia policial, pero esta actitud obedeció más bien al sentir general de los agentes de seguridad (ya demostrado estentóreamente en el Departamento de Policía al día siguiente de la renuncia de Perón) que a una directiva concreta de la Jefatura, ejercida en ese momento por un enemigo de Perón. Y por supuesto no hubo dinero ni compulsión en la organización de la marcha sobre Buenos Aires; una cierta organización se fue trabajosamente montando recién en las primeras horas de la tarde del 17, cuando los dirigentes sindicales y los asesores civiles y militares de Perón comprendieron que el éxito dependía de que la mayor cantidad de gente se concentrara frente a la Casa de Gobierno. El resto lo hizo la gente espontánea e intuitivamente.
La segunda línea de argumentos es todavía más insostenible. La representatividad de un movimiento popular no puede juzgarse por el hecho de que sus actores cometan o no desmanes: hacerlo así equivaldría a negar representatividad a la Revolución Francesa, por ejemplo, porque en su transcurso se cometieron matanzas y abusos. Aun cuando el 17 de octubre hubiera tenido un rojo marco de llamas y sangre, no por eso dejaría de estar revestido de la representatividad que tuvo. Pero, además, falseaban la verdad quienes tan escandalizadamente denunciaban desmanes. No los hubo u ocurrieron en cantidad despreciable, salvo que por desmanes se entiendan las violencias verbales, las bromas gruesas, el tono plebeyo y chabacano que campeó esos días en los vivaques populares, las procacidades no exentas de gracia que los manifestantes dispararon con irreprimible jocundidad. Era lo menos que se podía esperar de un movimiento como éste; y fue lo más que ocurrió. En verdad, parece milagroso que centenares de miles de personas hayan tenido varias ciudades a su merced durante dos días y no se hubieran sentido tentadas a hacerse, por lo menos, de algunos de los bienes materiales que nunca habían poseído. No ocurrieron saqueos ni violencias sino en mínima medida, y ninguno en Buenos Aires. Claro está que se dieron escenas desagradables desde el punto de vista estético: no era un espectáculo grato el que ofrecían esas mujeres desgreñadas, esos muchachones de astrosa pinta, esa gente sucia, sudada y vociferante. Para ver gente linda había que haber ido cuatro días antes a la Plaza San Martín; y aquí, en cambio, se hubiera asistido a un real desmán, como el casi consumado linchamiento de un militar o la pedrea sobre la ambulancia que intentaba rescatarlo…
La empecinada miopía de la oposición, la misma que le había vedado tomar el poder, seguía impidiéndole ver con claridad la trascendencia de definición que tuvo el proceso de octubre. Tomaban el rábano por las hojas, se rasgaban las vestiduras frente a aspectos formales descuidando las esencias, pretendían juzgar los hechos en términos estéticos. Dejaban fuera de todo análisis la significación profunda de esa irrupción de las masas en la vida política. Alfred Sauvy ha explicado que los hechos son como alimentos: cuando los hechos resultan demasiado amargos, el organismo los rechaza. Por eso los sectores opositores a Perón rechazaron, no creyeron en el hecho concreto del 17 de octubre: resolvieron no creer en él y olvidarlo inmediatamente.
En los sectores políticos que representaban a la clase media —como la UCR, el Partido Demócrata Progresista y los organismos universitarios o apolíticos que formaban parte de la oposición— esto no era de extrañar y aun podía comprenderse. Lo incomprensible es la incapacidad de los partidos que se decían representativos del proletariado. Y sin embargo la cosa tenía su explicación. Eternas fuerzas minoritarias, el Partido Socialista y el Partido Comunista habían elaborado intelectualmente un obrero ideal, un arquetipo que se parecía mucho a ese honrado artesano de disciplinada militancia que concurría a las bibliotecas populares, no tomaba alcohol ni fumaba y podía citar a Marx y Spencer… Cuando les golpeó la cara la visión de estos obreros de carne y hueso que no eran salvacionistas del marxismo sino hombres comunes que sudaban, puteaban y tomaban vino, que vivaban las alpargatas y vituperaban los libros, entonces optaron por negar que éstos fueran la realidad proletaria del país. No querían trabajar con esa realidad maloliente. Prefirieron seguir moviéndose elegantemente entre sus invenciones intelectuales.
Así les habría de ir…
Ya se ha prevenido sobre la mitificación que sufrió la jornada del 17 de octubre. A medida que el peronismo se fue burocratizando, la movilización popular adquirió la categoría de una gesta de titanes. Se atribuyó a Eva Perón un papel que no tuvo, se describió a Perón como un vidente, un estratega que desde el primer momento supo la reacción que desataría el pueblo; figurantes secundarios se vistieron con papeles de primeros actores en la medida que les fue posible y se otorgó a la CGT una importancia determinante que estuvo lejos de tener. Por su parte, los derrotados calificaron a los hechos del 17 de la manera que ya se ha visto.
Frente a tales tergiversaciones es hora de ajustar los hechos y formular análisis objetivos y desapasionados. Esta tarea no cabe en este trabajo, pero no es inoportuno señalar algunos aspectos que deberá tener en cuenta quien quiera emprenderla.
Hay que estudiar, por ejemplo, qué motivos existieron para que las manifestaciones populares tuvieran un matiz antisemita[157]; ni tan violento ni tan importante como para teñir de racismo esas jornadas, pero muy perceptible de todos modos. Para examinar este insólito perfil habría que recordar, entre otras cosas, la participación de elementos aliancistas como activistas de última hora, que excitaron la latente prevención antijudía de algunos sectores del proletariado. Y también habría que destacar que los comunicados policiales vinculados a los sucesos universitarios de días anteriores formularon discriminaciones para que las listas de detenidos arrojaran una alta proporción de apellidos semitas, como para demostrar que la FUA estaba manejada por los judíos.
La caracterización del 17 de octubre requiere asimismo aclarar la agresiva actitud de las masas frente a lo universitario. Los lemas de «Haga patria, mate un estudiante», o «Alpargatas sí, libros no», fueron coreados, verdaderamente; pero su significación se exageró por los dirigentes políticos opositores para invalidar la manifestación popular como una demostración irracional, antiintelectual, digna de la aprobación de Goebbels. Habrá que examinar hasta qué punto el compromiso político que vinculaba a las universidades con la oposición las colocaba, en la mentalidad popular, en el mismo frente que había que atacar y por consiguiente todo lo que oliera a estudiantes o profesores era algo que estaba en la barricada de enfrente. No se atacaba a lo universitario por ser universitario: se lo atacaba porque allí acampaba el enemigo.
Estos aspectos apuntan, en realidad, a las claves mismas del misterio peronista: ese movimiento heterogéneo en sus dirigentes y sólidamente homogéneo en su base, que arrastró todo lo bueno y lo malo de las corrientes políticas que lo precedieron. Un movimiento que protagonizó diez años argentinos, con aciertos grandes y errores tremendos, con virtudes fascinantes y pecados imperdonables, bajo cuyo signo la Argentina todavía transitará mucho tiempo. Ese movimiento que se bautizó e hizo su irrupción arrolladora al proceso del país, aquella jornada de octubre caliginosa y pesada.
Porque hay que decirlo de una vez: el 17 de octubre de 1945 es la fecha más importante de los últimos treinta años, y por varios motivos. En primer lugar, porque marcó el comienzo de la integración de la clase obrera como tal en el proceso político nacional, al que era ajena hasta entonces.
Los trabajadores rurales y urbanos votaban, desde luego, repartiendo su preferencia en distintas parcialidades, seguían a los dirigentes de sus simpatías y formaban parte de los partidos tradicionales de manera individual. Pero no existían en tanto clase social, no se manifestaban como presencia total y masiva, y por consiguiente, la clase trabajadora no era un activante de hechos. La rápida industrialización del país y la formación de un sector social directamente ligado a la actividad industrial, nucleado en sindicatos cuyas reivindicaciones fueron respaldadas por la Secretaría de Trabajo y Previsión, contribuyeron a que el proletariado adquiriera en muy poco tiempo una clara conciencia de sus intereses y una creciente noción de su poder, que se robusteció al máximo cuando el 17 de octubre los trabajadores comprobaron físicamente que su conjunto era algo poderoso, algo que podía barrer como un huracán las maniobras de los dirigentes políticos tradicionales, la influencia de los intereses patronales, la fuerza militar, el poder invisible de las embajadas extranjeras, el prestigio idolátrico de los grandes diarios y de los figurones intelectuales o sociales. La inserción de la clase obrera como tal en el mapa político del país fue el gran saldo del 17 de octubre; un saldo que, guste o no, se debe a Perón y del que nadie podrá prescindir cuando se trate de inventariar los elementos fundamentales de la comunidad nacional para una empresa política trascendente.
En segundo lugar, el 17 de octubre inició una nueva fórmula —como lo ha señalado agudamente Dardo Cúneo[158]— que podría sintetizarse así: «Ejército + Sindicatos = Poder.» Ese inusual diálogo sostenido a gritos entre Perón desde los balcones de la Casa de Gobierno y el pueblo desde Plaza de Mayo inauguró un entendimiento que duró exactamente diez años y se interrumpió en setiembre de 1955, cuando el mismo Perón, acosado por el inminente derrumbe de su régimen, insinuó la posibilidad de crear las milicias obreras. Hasta entonces, el sistema había funcionado a la perfección: el poder sindical brindaba al régimen su legitimidad y las Fuerzas Armadas aportaban el apoyo de la fuerza. Cuando Perón pareció asentir a que se permutaran las funciones de cada elemento, se desató la revolución que lo voltearía, declarada triunfante —no lo olvidemos— por decisión de una junta de generales a la que Perón transfirió su poder. Después, el divorcio de las Fuerzas Armadas y el poder sindical se acentuó por otros factores: pero es indiscutible que las exigencias del país de hoy no podrán cumplirse si de algún modo no se restablece (con las debidas ampliaciones) la fórmula que el 17 de octubre de 1945 se impuso ruidosamente en la Plaza de Mayo, por milagro de amor, entre un coronel ya retirado pero representativo del Ejército, y el pueblo en actitud de plebiscito.
En tercer lugar, el 17 de octubre marcó una irreductible división entre los argentinos que contribuyó a clarificar el proceso y acelerar la ubicación conceptual de cada espíritu. Una división cuyos términos no admitían ninguna posibilidad de síntesis y sólo aceptaba que una de las alternativas fuera aplastada políticamente para que la otra pudiera hacer su experiencia del poder y construir el país a su modo. En tiempos normales no es deseable una división de la comunidad en términos tan drásticos. Pero cuando se plantea un tema fundamental, cuando la Nación se enfrenta con una posibilidad que tiene que ser asumida o rechazada, sin términos medios, lo menos malo es que la alternativa se plantee sin concesiones y hasta el final. Contarse de una vez, saber quiénes están de un lado y quiénes del otro y actuar en consecuencia. Es lo que decía Quiroga al general Paz en 1830, en vísperas de Oncativo, cuando el rumbo nacional tenía que optar entre el unitarismo o el sistema federal: «Estamos convenidos en pelear una sola vez para no pelear toda la vida. Es indispensable ya que triunfen unos u otros, de manera que el partido feliz obligue al desgraciado a enterrar sus armas para siempre.»
En 1945 el tema contemporáneo era el de la justicia social, el de la justa distribución de la riqueza, así como en otros tiempos de la Patria había sido la emancipación, el sistema de organización del país, la forma de insertarlo en la corriente mundial de progreso o la manera de hacer efectiva la soberanía popular; y como después de Perón lo sería el camino para conquistar el desarrollo nacional. En 1945 lo que se estaba jugando era la justicia social, aunque las fuerzas antiperonistas lo negaran y centraran el debate en la reconquista de las formas democráticas y aunque muchos dirigentes opositores creyeran esto con sinceridad. Pero el debate no se centraba en la democracia: lo que objetivamente estaba en tela de juicio era la obra cumplida por Perón en la Secretaría de Trabajo y Previsión, su trascendencia o liquidación. Podía haber acuerdo en muchas cosas entre el peronismo y el antiperonismo —y de hecho lo hubo en algunos casos— pero no en éste: los intereses estaban enfrentados totalmente y las mentalidades que expresaban una u otra posición eran radicalmente distintas.
Lo ocurrido el 17 de octubre liquidó cualquier ambigüedad. De allí en más, la división fue tajante y la única solución era enfrentarse y confiar la suerte del país al bando que demostrara ser más numeroso en las urnas, única manera de resolver este tipo de problemas en el plano político. Y después, que «el partido feliz» obligara «al desgraciado a enterrar sus armas para siempre»…
Hay, además, otros aspectos importantes en las jornadas de octubre. Los señalaremos al pasar, sin intentar profundizar su significación. Véase, por ejemplo, la vigencia nacional del movimiento que culminó el 17 de octubre. Habrá notado el lector que hasta ahora el proceso político tramitaba exclusivamente en Buenos Aires; el resto del país se limitaba a recibir lo que ocurría en la capital de la República, imitando a veces en dimensión local las ocurrencias de la gran ciudad, como movimientos estudiantiles, actos públicos, huelgas, etcétera. El 17 de octubre tuvo su expresión masiva en la Plaza de Mayo y borró con su poderosa imagen la realidad de otros muchos actos similares que explotaron contemporáneamente en decenas de ciudades y pueblos. Estas manifestaciones, sobrevenidas en todo el país con la misma espontaneidad y según el mismo estilo de la de Buenos Aires, perdieron importancia frente a la acción popular que fue decisiva, pero valen como traducción de una voluntad homogénea que se dio tanto en Berisso como en Salta, en Bahía Blanca como en Villa María.
También está la definitiva pérdida de la cita del radicalismo con el Ejército. Desde 1932 la UCR y el Ejército buscaban y rehuían una alianza en un ballet político bailado durante quince años, más o menos clandestinamente, con momentos en que ambas fuerzas parecían aproximarse e instantes de ostentosos alejamientos. Los jefes militares más esclarecidos comprendían que la institución castrense no podía seguir comprometiéndose con el apoyo que prestaba incondicionalmente a los gobiernos del fraude y la entrega; desde la revolución de 1943 el ballet parecía que habría de terminar en un amoroso abrazo entre los dos danzarines… Pero las jornadas de octubre asistieron al definitivo rompimiento: Sabattini, que no había querido entenderse con el Ejército dominado por Perón, no pudo hacerlo con el que lideró Ávalos por breves días. Así se alejaron para siempre los caminos del radicalismo y del Ejército. Ya nunca se cruzarían de nuevo porque el Ejército advirtió que la virtud mayoritaria había emigrado de la UCR a una fuerza todavía inorgánica, pero poderosa ya y trascendente; y hasta 1955 la apoyó.
Las jornadas de octubre marcaron también el fin de la era de la oligarquía como clase gobernante. La irrupción del pueblo en las decisiones del poder aventó a la oligarquía del proceso nacional. De allí en adelante, la oligarquía pudo gobernar a través de sus vicarios, pudo vetar, embrollar o impedir: pero no pudo conducir de manera directa las claves del poder ni fue capaz de manejar una política según su visión y sus intereses. El secretario de Álvarez, saliendo de la Casa de Gobierno en el atardecer del 17 de octubre mientras el clima emocional de la multitud iba alcanzando su punto máximo, fue la última escena de una larga representación que la oligarquía había mimado —a veces con grandeza, a veces de manera mísera— desde 1880 y cuyo telón bajaba sin que nadie lo advirtiera.
Esta evidencia nos conduce también a marcar el admirable instinto político con que actuaron las masas peronistas. Como ya se ha señalado, la decisiva semana de octubre asistió a un concurso de equivocaciones en el que participaron todos los actores de uno y otro bando. Todos dieron palos de ciego, todos cayeron en desaciertos o prefirieron incurrir en evasiones a asumir responsabilidades y adoptar decisiones. Todos, incluso Perón. Lo que salvó a esas jornadas y les dio categoría histórica fue la presencia del pueblo, que instintivamente, desbordando a sus conductores, rechazando directivas, se lanzó a una empresa directa y no renunció a su empeño hasta que su obstinación no conquistó la victoria. El pueblo anónimo fue el único que no erró. Lo superó todo: la maniobra opositora, la vacilación gubernativa y la renuencia de su propio conductor, a quien supo infundirle la decisión que le faltó durante toda la jornada estelar.
Otros aspectos habría que destacar: por ejemplo el debilitamiento del poder de los políticos y la importancia de la política, en razón inversa del robustecimiento de los sindicalistas y la importancia de los sindicatos. Este proceso se originó en octubre de 1945 porque ¿qué influencia podían tener los caudillos partidarios y la acción de los comités frente a la creciente función de los dirigentes sindicales y las organizaciones gremiales? ¿Qué podía significar la política del «servicio personal» —un puesto municipal, un favor del comisario, una recomendación— cuando los términos políticos que ahora se inauguraban se daban en magnitudes de centenares de miles, de millones acaso? Ahora que las masas habían irrumpido en la sede de las grandes decisiones nacionales, los partidos políticos, tal como estaban organizados hasta entonces, comenzaban a entrar en crisis, aunque nadie lo advirtiera todavía.
También habría que destacar el fervor con que ambos bandos actuaron en esos días. La literatura peronista posterior se burló del «picnic de Plaza San Martín», pero eso fue tan injusto como las calificaciones de hampones y maleantes que los opositores dedicaron a los trabajadores congregados en Plaza de Mayo. La incomunicación entre ambos frentes de lucha era total y ello explica los equivocados enjuiciamientos recíprocos. Lo cierto es que la enorme mayoría de ambos bandos actuaba en esos días con una auténtica y apasionada entrega a sus ideales, con una intensidad como pocas veces se vio en nuestra historia. Lo de Plaza San Martín, por ejemplo, no fue chiste: jóvenes universitarios que vivían diariamente en una lucha casi clandestina, militantes comunistas endurecidos en las ordalías de la Sección Especial, enfrentaron a la policía con alegre corazón, a tiro limpio. Menos violenta pero no menos fervorosa fue la fatigosa marcha peronista sobre Buenos Aires.
Este fervor, esa entrega, eran el resultado de una certeza que estaba presente en ambos bandos: la de que cada uno estaba luchando por lo más importante de su vida. Cada uno luchaba por su propia libertad. Lo que ocurría era que la libertad tenía significado diferente para cada bando. Para los antiperonistas su libertad era el derecho a hablar, escribir y leer lo que se les antojara, saberse exentos de estado de sitio, de atropellos policiales y abusos. Para algunos antiperonistas la libertad era algo menos respetable: seguir siendo patrones indiscutidos en la estancia o en la empresa o continuar manejando el país como lo habían hecho siempre. Para los peronistas, en cambio, la libertad era emanciparse del miedo a perder el trabajo, mirar de igual a igual al capataz, sentirse amparado por su delegado sindical, no sentir a cada rato el ladrido de la miseria; la libertad era la posibilidad de asumir esa nueva dignidad que les permitía elegir un empleo u otro sin sentirse acorralados por la desocupación o que se traducía en una camisa de piel de tiburón o un bolígrafo asomando del bolsillo del saco…
Como ocurre en las grandes encrucijadas de la Historia, cada cual sentía que no estaba definiendo solamente el rumbo colectivo sino también su propio destino individual. Y efectivamente fue así. La Argentina ya no fue la misma después del 17 de octubre de 1945. La transición que sobrevino ese día nos afectó a todos de una u otra manera. Todavía nos afecta.
Bueno, ahí estaban. Como si hubieran querido mostrar todo su poder, para que nadie dudara de que realmente existían. Allí estaban, por toda la ciudad, pululando en grupos que parecían el mismo grupo multiplicado por centenares.
Los mirábamos desde la vereda, con un sentimiento parecido a la compasión. ¿De dónde salían? ¿Entonces existían? ¿Tantos? ¿Tan diferentes de nosotros? ¿Realmente venían a pie desde esos suburbios cuyos nombres componían una vaga geografía desconocida, una terra incognita por la que nunca habíamos andado? ¿Sería posible que los moviese el nombre de ese hombre, el aborrecido, el sonriente monologuista que hacía apalear estudiantes, metía presos a los jueces, cerraba diarios, clausuraba universidades? Nos parecía increíble todo eso y las columnas que marchaban, cada vez más espesas, cada vez más impresionantes en su frenesí, se nos figuraban por momentos ejércitos de fantasmas, zombies conducidos por un anónimo comando de hombres con los duros rostros y los precisos gestos de los nazis de las películas…
Habíamos recorrido todos esos días los lugares donde se debatían preocupaciones como las nuestras. Nos habíamos movido en un mapa conocido, familiar: la Facultad, la Recoleta en el entierro de Salmún Feijóo, la Plaza San Martín, la Casa Radical. Todo, hasta entonces, era coherente y lógico; todo apoyaba nuestras propias creencias. Pero ese día, cuando empezaron a estallar las voces y a desfilar las columnas de rostros anónimos color tierra, sentíamos vacilar algo que hasta entonces había sido inconmovible. Y nos preguntamos, apenas por un instante, si no tendrían razón ellos, los extraños, los que pasaban y pasaban y seguían pasando sin siquiera mirarnos, coreando sus estribillos y sus cantos, lanzando como una explosión el rotundo nombre de aquel hombre.
Sin embargo, no alcanzamos a dudar. Simplemente pensamos que era una lástima tanta gente buena defendiendo una mala causa. Piadosamente los contemplamos, aplastados bajo el rigor de la baja presión. Y después nos fuimos a seguir recorriendo el mapa de siempre, ahora alterado por cierta extraña soledad. Recién cuando escuchamos la voz desde la radio, catapultada por una tormenta de rugidos, nos dimos cuenta de que algo estaba pasando en el país. Pero como no entendimos qué era, exactamente, lo que pasaba, nos quedamos mirando sobradoramente desde la vereda. Así diez años más.