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CON CAÑIZARES EN ROMA Y OTRAS
DESPEDIDAS
El viernes 29 de octubre de 2010, a las once en punto de la mañana, Luis Herrero, Eduardo Zaplana y yo aterrizamos en Roma. Fiumicino yacía en una niebla remolona, trasunto pobre de la de Milán.
En Roma —en el Vaticano, para ser exactos— nos había citado el cardenal Antonio Cañizares, hasta hacía un año arzobispo de Toledo, primado de España y sin duda la figura más destacada del episcopado español después de Rouco. Había sido decisivo en la liquidación de la COPE, pero no pudo disfrutar de la victoria: el papa lo llamó a Roma para ser prefecto de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos. Un título muy largo para no significar nada, pero demasiado inconcreto para quien en España quería serlo todo.
Yo recordaba a Cañizares en el palacio arzobispal de Toledo, viendo desde su despacho la grandiosa portada de la catedral, que —como la del presidente de la junta de Galicia en el palacio de Raxoi frente al Obradoiro— da la impresión de que la puedes tocar con la mano e incluso zambullirte por el rosetón, como Alicia a través del espejo, para caer en mitad del siglo XV.
La entrada a su morada vaticana no se parecía nada a la de Toledo. A medio camino entre patio truncado y portería destartalada, se imponía una de esas construcciones en chapa y cristales que permite a los porteros sobrevivir a los inviernos sin calefacción. De haberla, sobrarían tales muestras de arquitectura efímera. El portero, inseparable de aquel garaje humano, parecía salido de una coproducción en ferrocolor de Vittorio de Sica, y confeccionado con retales de Nino Manfredi, José Bódalo y Totó. Tenía ese aire mediterráneo tan lamentable para la policía y deprimente para el escritor: rasgos afilados, claros, marcadísimos pero que se borran del recuerdo como la luz en el agua. Un rostro con «personalidad» que no tiene ninguna; el típico latino, llamativo en Suecia, del montón en casa.
La escalera que lleva a los despachos cañizarescos está a juego con la entrada, con peldaños demasiado largos, que, acaso para darles alguna armonía, también han hecho demasiado altos, peligrosísimos para las lumbares. Escaleras arriba, un clérigo remeda al Gary Cooper de El manantial. Y ya en la cumbre te lleva a una sala de espera que incluso en Añastro, sede de la Conferencia Episcopal Española, quedaría desangelada.
De pronto, se abrió una puerta de doble hoja y entró Cañizares. Yo estaba sentado a su izquierda, en un sofá de color vino aguado; Zaplana, enfrente, en un sillón de estilo nada; y Luis, a la derecha, ocupaba la joya: un sofá tapizado de rojo aparatoso, aderezado con unas volutas redoradas que, no sé por qué, me hizo recordar a los moros y cristianos de Alicante.
La incógnita del viaje era cómo me recibiría Cañizares. Yo había cumplido ya con la diplomacia amical visitándolo en Roma; ahora le tocaba a él. Y lo hizo magistralmente, con la seguridad de lo pensado: nos miró a los tres pero como si sólo fuera para localizarme a mí; entonces, se me arrancó raudo y recto, entre familiar y anovillado, y me dio la mano con fuerza, mirándome a los ojos tan fijamente como si acabara de morírsenos un pariente o lleváramos años sin vernos por culpa de una guerra justa.
En realidad, ahí terminó la mitad de la entrevista; la palaciega, si aquello fuera palacio; o la protocolaria, de obligarnos algún protocolo. Pero demostrado su interés en el reencuentro conmigo y probado que yo no iba a recriminarle su papel en la campaña contra mí y en la liquidación de la COPE, sólo quedaba aceitar la charla e irnos acercando al asunto que nos traía, que era el de averiguar para qué nos quería Cañizares.
—No tiene mala vista desde aquí, don Antonio —dijo Luis.
—Pero ni comparación con la que tenía en Toledo —dije yo.
—Eso, desde luego. Pero es que aquello es, vamos, incomparable.
—Don Antonio, en confianza, ¿y qué pinta en mitad de la gran plaza de la cristiandad ese obelisco? En la tele no se nota mucho, aquí se ve que es un crimen de lesa estética. ¿Y no tiene un aire masónico?
—No te digo que no. La verdad es que no estuvieron muy afortunados.
—La otra noche le pregunté a Mario Conde en El gato al agua si Bertone era masón, y dijo que no lo sabía, pero que varios cardenales sí lo eran. Ya se lo dijo a Dávila en televisión, pero sin dar nombres.
—Claro, sin nombres… difícil saberlo. Pero no me extrañaría.
—¡La católica España en manos de Rubalcaba; el Vaticano con el obelisco; la masonería en Intereconomía y la SER en la COPE! —dije yo.
—¿Y cómo le va aquí? ¿Se entiende con los italianos, ve mucho al papa? —terció Zaplana.
—Trabajar, mucho peor que en España, sin comparación. No es que los italianos boicoteen cualquier iniciativa de un extranjero, pero todo se paraliza. Saco las cosas adelante por la relación directa con el papa. Si no, imposible. Pero, por la edad del papa, es un trabajo con limite de tiempo.
Terció Luis.
—¿Y cuánto tiempo se ve usted en el Vaticano?
—Un par de años, si Dios quiere, con el papa como ahora. Pero el que le suceda nombrará, y es lógico, a una persona de su confianza para este cargo. El plazo para hacer lo que quiero hacer será, más o menos, dos años.
—¿Entonces, volverá a España pronto? —me interesé.
—Me gustaría. Pero ahora estoy aquí y mañana iré… donde me manden.
—¿Y cómo anda de salud el papa, don Antonio? —preguntó Eduardo.
—Pues no está nada mal, la verdad, teniendo en cuenta su edad.
—¿Pero se cuida?
—Lo cuidan. Más ahora, de papa, que antes, cuando lo trataba yo mucho. Estaba peor entonces que ahora, pero, al final, son muchos años…
—¿No ha entrado en trance de agotamiento místico, como Wojtyla?
—No. Los médicos están muy encima. Dentro de lo que cabe, está bien.
—Viaja poco, eso ayudará, supongo —dijo Eduardo.
—Ahora tiene dos viajes a España. Penitencia prenavideña —añadí yo.
—¿Y qué le parecen estos viajes, don Antonio? —inquirió de nuevo Zaplana—. Porque allí no se nota la expectación de otras veces, el ambiente que se respiraba en Valencia o Madrid antes de sus visitas.
—Yo creo que han escogido recintos demasiado pequeños. El Obradoiro es estupendo, pero si va el papa a Santiago, lo lógico era buscar un espacio mayor.
—¡Pues, anda, que la Sagrada Familia de su amigo Nostach! Un poco más y no cabe el papa. Menos mal que fieles no le sobran —apunté yo.
—Irán, irán y se llenará, pese al que tú llamas Nostach. Pero allí no pueden inventarse una gran plaza porque no la hay. Lo harán lo mejor que puedan.
—Da la impresión de que el papa contenta a los nacionalistas con un viaje pequeño antes del viaje grande: la jornada Mundial de la juventud en Madrid —dijo Luis—. ¿O no es así?
—Eso lo decís vosotros, no yo. Ja, ja. Yo no he dicho nada.
—Pero usted va seguro, ¿no?
—Desde luego.
—¿Y va de parte de la novia de Roma o de parte del novio de Madrid?
—Yo voy con el papa. Punto.
—Pero tendrá ocasión de hablar con los obispos. De las elecciones a la Conferencia Episcopal, por ejemplo —acotó Zaplana.
—No creo. Un viaje del papa no es para hablar. Y además no me dejan —dijo Cañizares, cambiando la cara de fiesta por la de disgusto.
—¿Cómo que no le dejan? —dijo Luis—. ¿No le invitan a la plenaria de la Conferencia?
—No he ido. Quería ir y legalmente tengo derecho, pero… ¡qué le voy a hacer!
—Pues sí que están buenas las cosas.
—Están… como están, Eduardo. Como están.
—¡Sursum corda, don Antonio! ¿Adónde nos va a llevar a comer?
—Donde queráis. Aquí cerca hay sitios muy buenos. Aunque yo salgo poco; seguro que tú, Eduardo, los conoces mejor que yo.
—Si usted quiere, don Antonio, yo me ocupo de la intendencia.
—A don Antonio le gustan los espárragos silvestres —dije yo—. Pero me temo que en Roma no hay mucho asilvestrado, ni animal ni vegetal.
—¡Ah, te acuerdas de mis espárragos! ¡Pues no sabes cómo me acuerdo yo!
—Ya está. He reservado para las dos. Cae cerca y creo que os gustará.
—Podemos ir paseando, don Antonio. Se han ido las nubes y apunta un día estupendo.
—Como a vosotros os apetezca. Sí, parece que ha quedado un buen día.
—¿Y cómo se llama el restaurante, Eduardo?
—Don Antonio lo conocerá seguro porque es muy popular: Alfredo. En realidad, el nombre completo es Il vero Alfredo all’Augusteo.
—Sí, cae cerca. Podemos ir andando y si se echa a llover, con el coche.
—Ya sé a lo que me recuerda este edificio, don Antonio. Al Parador de Turismo de Teruel antes de reformarlo: pasillos blancos, largos, puertas de contrachapado pintadas de marrón oscuro… ¡Es España en los años sesenta!
—En realidad, Italia en los años cuarenta. Esto se hizo después de la guerra y, claro, los medios no eran muchos. Tampoco ahora. ¡Está mejor Teruel! Bueno, ¿y cómo os va a vosotros en esRadio? Creo que muy bien. Os oigo.
—La verdad, para llevar sólo un año en antena, no puede irnos mejor.
—Me alegro, me alegro mucho. ¿Y vais a hacer algo con el viaje del papa?
—Pues mire, don Antonio, no tenemos dinero y no haremos nada especial sobre el papa, porque allí van a estar todos los medios. En cambio, vamos a ser los únicos en cubrir la concentración de Alcaraz y las víctimas del terrorismo. Pero si pregunta por nosotros el papa, ya nos disculpará.
—Es por una muy buena causa. Lo entenderá.
En fila india, fuimos abandonando sin pesar el despacho, el largo pasillo y la encumbrada escalera. Cañizares saludó en italiano al portero anodino y salimos a la calle. El cardenal y Zaplana se adelantaron. Luis y yo nos rezagamos para discretear un poco.
—Bueno, Luis, no dirás que me estoy portando mal.
—No. Pero ahora, en el restaurante, es cuando tienes que portarte bien. Porque supongo que ahora es cuando hablaremos de la COPE.
—O no. Yo creo que lo único que quería era hacer las paces. Y eso ya está hecho. Si no hablamos de la COPE, mejor para él. Todavía más cómodo.
—No, no creo. Falta oír lo que él quiera decirnos. Y algo tendrá que decir.
—Para que la felicidad sea completa, sólo nos falta llamar a Nacho Villa.
—Y a Coronel.
—Y a Barriocanal.
—Y a Rouco. Aunque seguro que ya sabe que estamos aquí.
—¿Tú crees?
—La diplomacia vaticana no habría funcionado tantos siglos sin un buen servicio de información.
—Oye, yo tengo el defecto de creer que los curas tienen que ser buenos; y no me entero cuando me apuñalan. Pero, Luis, este nos apuñaló.
—Un poco, sí.
—¿Un poco? ¡Pero si no han podido limpiar la sangre en el tinte!
—Mira, mira, creo que ya hemos llegado.
Il vero Alfredo
El restaurante al que nos había llevado Eduardo era, sin exagerar, de película: entre La dolce vita y El padrino, con algo de Vacaciones en Roma. Sólo faltaban Audrey Hepburn y Gregory Peck en la puerta, con Lambretta y sin casco. Por lo demás, está todo lo que uno piensa que era Roma en los años sesenta. Bajando unos pocos escalones, la entrada disimula su modestia con una apabullante galería de fotos. Mandan los Kennedy: Jack y Jackie; Bob y Ethel, eternamente jóvenes; y el joven Edward, alguna vez joven, muerto ya, sin el esplendor del sacrificio. Aunque cerca del Coliseo, nadie aquí parece mártir. Los muertos envejecen mejor en blanco y negro.
—¿Has visto ese cadáver institucional?
—¿Cómo no voy a ver a los Kennedy? Están en el mejor sitio.
—No, no, Marichalar. En color tiene menos prestancia, pero ahí está.
—Y Alfonso XIII. Y don Juan. Y el rey, que es que nació en Roma.
—Esto tiene algo del Pudridero en El Escorial. No falta un Borbón.
—Ni una estrella de cine. Aunque con Marcello y Soga, sobran todos.
—Al primer Alfredo, por lo que se ve, le gustaba más Jane Mansfield.
—Fíjate: esta es la tercera dinastía de Alfredos y cada vez son más feos y más bastotes. Esta foto del último con Stallone es horrorosa.
—Creo que ya entiendo lo de «Il vero Alfredo». En tres generaciones, habrá habido peleas, juicios; y habrán abierto veinte «Ristoranti Alfredo».
—En Roma es un nombre corriente —terció Zaplana—. Lo que no es corriente, ya lo verás, son los fettuccini.
—¿Y qué tienen de especial?
—Ese es el secreto. Si se supiera, adiós negocio. Mira, mira, al fondo está vacío. Creo que tenemos la reserva allí.
Nos sentamos y con la carta vino un camarero, en todos los sentidos, soberbio. Nos miraba como poco más que clientes —íbamos con un cardenal— y algo menos que personas. No servía los platos, los arrojaba en la mesa, recreándose en el golpe. Con la altivez del español de ayer y la chulería del italiano de hoy, él ordenó el menú. Si habíamos ido a comer fettuccini, y a eso se iba a 11 vero Alfredo, cuanto antes, mejor. Mientras llegaban, nos permitió elegir prosciutto con búfala y se fue. Una mampara separaba a los clientes. En la más cercana a la puerta debían conformarse con un servicio corriente, atento, vulgarmente español. Los que habíamos reservado mesa disfrutábamos, en cambio, del espectáculo del servidor maltratador, obsequio de Roma. El turista que va a sitios con historia debe humillarse ante la costumbre, verdadera pátina del tiempo. ¿A cuántos papas, a cuántos presidentes, a cuántos famosos habría servido fettuccini aquel artista del desdén, héroe del me ne frego? ¿Cientos? ¿Miles? ¿Decenas de miles? Imposible adivinarlo por su edad, que pasaba holgadamente los cincuenta, pero merodeaba sin claridad la setentena. En su casa, podía esperarlo una mamma devenida nonna, con catorce nietos, o una joven albanesa con la que acababa de casarse. ¡Qué tipo! De haber sido camarero, el genial seductor Julio César hubiera sido exactamente así.
Recibidos sin júbilo pero con afecto la búfala y el prosciutto, advinieron los fettucini. Uno de los platos que nos arrojó el camarero estuvo a punto de irse al suelo. Por lo visto en las fotos, la costumbre antigua del local era servir los platos con la mano llena de la pringosa pasta. Afortunadamente, había caído en desuso y el camarero dictador no nos echó los fettucini a la cara. Pero se veía que lamentaba la decadencia de las recias costumbres republicanas, aquellas que permitieron a Alfredo 1 salpicar y acongojar a Frank Sinatra; y divertir horrores a Ava Gardner.
Pero, al primer bocado, nos rendimos. Los maestossimi fettucini all’’Alfredo eran un prodigio de sencillez y elaboración, pesados y ligeros, una victoria de la mantequilla en el paraíso del aceite de oliva. Por una indígena supe luego que el secreto de Alfredo para derrotar al aceite es doppio burra, o sea, doble ración de mantequilla. Como fuera, se comían sin sentir, admiraban sin extasiar y llenaban sin hartar. Vamos, que estaban buenísimos. Y Zaplana entendió que ese era el momento de entrar a matar.
—Bien, don Antonio, yo no quiero irme de aquí sin plantear la razón de este viaje. Yo no he oído de usted sobre estos dos señores más que cosas buenas sobre ellos, durante muchos años. Y ellos nunca me han dicho más que cosas buenas de usted, también durante años. Me gustaría saber cómo se ha llegado a esta situación absurda en la que personas que han afrontado juntas situaciones tan difíciles estén ahora enemistadas o aparezcan ante todo el mundo como enemigos irreconciliables. Yo eso no lo entiendo.
—La verdad, Eduardo, es que yo tampoco lo entiendo.
—Hombre, don Antonio —terció Luis—, todo viene de la salida de la COPE. Y de la participación que se le atribuye a usted en la defenestración de Federico.
—Pero es que las cosas no son como se han contado. En absoluto.
—Para mí la COPE —tercié— ya es ayer. Inolvidable, pero ayer. Gracias a que nos echaron creamos esRadio; y eso siempre lo agradeceremos. Pero tengo curiosidad por saber lo que realmente pasó. ¿Lo puede contar usted?
—Tú pregunta, que lo que yo sepa, lo contestaré.
—¿Es verdad, como contó La Vanguardia, que usted envió una carta a Rouco antes del comité ejecutivo diciendo que yo no podía seguir en la COPE?
—No es verdad. Yo escribí una carta que previamente se me solicitó y en la que decía que la programación tenía que cambiar. Pero no decía que tenían que quitarte a ti. Decía que había que cambiar la parrilla completa. No a ti y a César.
—Pero con la campaña en contra que llevábamos padeciendo en los dos últimos años, la carta sólo podía entenderse en ese sentido. Y así se entendió.
—Podía entenderse de otra forma. Por ejemplo, tú podías haber seguido y sin embargo cambiar la parrilla. Lo que yo creía inviable era el conjunto y lo que quería que se aclarase era el sentido de la existencia de la propia COPE.
—Y después de esta temporada —dijo Luis, ¿está satisfecho con el resultado?
—Ya no es mi responsabilidad, pero, evidentemente, no puedo estarlo.
—¿Y qué es lo que, según usted, está fallando? —preguntó Zaplana.
—Está claro que Nacho Villa no ha podido con La mañana; La linterna, algo mejor, pero no mucho; La tarde, perdida; y los deportes, mal.
—Pero ahora con los de la SER parecen contentos. Y con Buruaga, claro.
—Yo creo que Ernesto es bueno en la televisión pero no lo veo en la radio y además con un reto tan exigente: acercarse, por lo menos acercarse, a la audiencia que tenías tú. No lo veo como un revulsivo. Y en cuanto a los deportes, creo que son lo más peligroso políticamente que tenía la SER. Por desgracia, si hace dos años yo decía que no había proyecto para COPE, creo que todavía hemos empeorado.
—Bueno, pero ahora Barriocanal tiene todo el poder ¿no?
—Omnímodo.
—¿Y eso le parece a usted bien o mal?
—Si lo hace bien, me parecerá muy bien. Pero el problema de fondo es el mismo: tener una idea clara de qué hacer con la COPE. Y yo no la veo.
—Si no funciona muy bien este año, la cosa se les pondrá complicada.
—Evidente. Pero repito que los problemas son dos: proyecto y programas.
—¿Y cree —dije yo— que ha valido la pena tanto desgaste para tener, un año después, una radio con la mitad de audiencia y sin ninguna influencia?
—Es evidente que hemos hecho cosas mal. Y en lo posible, habría que repararlas. Pero ahora soy yo el que os pregunta: ¿qué puedo hacer?
—Yo creo que atreverse con el tiramisú. Tiene una pinta estupenda.
—Sí, pero, por eso mismo, no debo. Un expreso para mí, por favor.
—Otro expreso —dijo Zaplana, cultivando la vertical.
—Para mí, expreso y tiramisú —añadió Luis.
—Tiramisú y un café americano —rematé. Y el camarero se volatilizó.
—Volviendo a lo que nos planteaba antes, don Antonio —dijo Zaplana— yo creo que la situación política en España es tan horrible y está tan marcada por la desigualdad mediática que todo lo que suponga reequilibrar o recuperar el terreno perdido será bueno. Y que las personas que pueden, deben hacerlo.
—¿Pero hay algo que yo pueda hacer? ¿Necesitáis alguna gestión?
—Mire, don Antonio —dije yo—, en la última temporada de la COPE pasó lo que tenía que pasar; y en esta habrá que ver si remonta la cadena.
—Fede, no sabemos qué pasará. Pero a lo mejor tu destino es volver.
—No jorobes, Eduardo. ¡Con lo bien que nos está saliendo esRadio!
—Sí, pero ni la audiencia ni la influencia serán comparables en varios años.
—Eso nos lleva a la tesis de Pedro J. —dijo Luis—: vuelta de Fede a la COPE y acuerdo con esRadio y Radio Marca. Un holding muy apañadito.
—Yo es que no le veo futuro a la alianza de la COPE con El Mundo.
—Pedro J. tampoco, según dice Fede. Y me consta que es verdad.
—Entonces, Luis, vuelvo a lo de antes: ¿qué se puede hacer? O para ser más concreto, ¿qué puedo hacer yo?
—Lo primero era hacer las paces —dijo Zaplana—. Y creo que están hechas. A partir de ahora, a ver cómo va todo, en qué acaba la alianza de Barriocanal y Pedro J., cómo se desarrolla esRadio; y hablamos. Porque lo seguro es que en pocos meses la radio va a estar otra vez patas arriba.
—Como todo en España.
—Bueno, Eduardo, como supongo que os iréis pronto al aeropuerto, yo quiero agradecerte, pero de verdad, este encuentro. No te exagero si te digo que es una de las grandes alegrías de estos últimos tiempos.
—Ha sido un placer como amigo. ¡Y era una obligación cívica, ja, ja!
—¡Tantas obligaciones no se cumplen! Y gracias, Luis; y gracias, Federico.
Salimos a la calle, a la Piazza de Augusto. Cañizares me abrazó con tal fuerza que parecía emocionado de verdad. Y se volvió al Vaticano andando lentamente. Roma quería despedirnos con una tarde de belleza abrumadora: la luz sobre todas las cosas, el cielo en su sitio, el tráfico cortado, los fieros peatones, las piedras del Coliseo, la gracia torpe del empedrado, la sensación de estar fuera del día, ya que no del mundo… en fin, Roma. Las mismas piedras que desde hace siglos dejan a la derecha millones de viajeros, las mismas columnas que enmarcan a la izquierda un paisaje inconfundible. Roma en la tarde de octubre era como esa segunda lectura de una novela que venimos demorando. Paseamos sin prisa, como tantos antes y tantos después, por el enrejado de calles que entran y salen del Vaticano. Pero la condición perecedera, de paso sin peso por las cosas, que las estatuas, la arquitectura teatral, las piedras del pasado, la gloria desteñida del tiempo le recuerdan al viajero, no angustia sino que calma. Probablemente el genio de algunas ciudades, no muchas en todo el mundo, ninguna como Roma, sea hacer de cualquier tarde, una tarde para siempre.
No veíamos el modo de retrasar la marcha a Fiumicino y la vuelta a casa. Entrábamos y salíamos de los cafés sin pedir café. Mirábamos los escaparates sin fijarnos. Pasaban las aparatosas bellezas romanas y, eso, pasaban.
—Oye, Eduardo, a mí esta Roma me recuerda horrores la Valencia de los años setenta.
—Y eso, Fede, ¿debo tomarlo como un elogio o como una crítica?
—Tú imagínate 1978, entre la Plaza del Caudillo y la Estación, esas calles peatonales de cines y tiendas, mujeres muy maquilladas, hombres con prisa y jóvenes a la suya. Entras en un bar como este y ves sofás negros con quemaduras de cigarrillo, mesas bajas de cristal y asientos de plástico naranja. Falta que empiece a sonar Nino Bravo y estamos en Valencia.
—Hay que ver en qué cosas os fijáis los de Teruel.
—Al final, el viaje ha salido muy bien, ¿no? —dijo Luis.
—No sé exactamente cómo —dije yo—. Pero sí, mejor de lo que esperaba.
—Hemos cancelado algunas cuentas pendientes.
—No es lo mismo que cobrarlas, pero, total, tampoco nos iban a pagar.
—Yo creo que hoy sí que ha quedado cerrado el capítulo de la COPE.
—El capítulo. La novela, por lo que ha dicho el cardenal, continuará.
En ese momento, el sol de otoño asomó por el obelisco, despidiéndonos.
Un premio balsámico y dos reconciliaciones
Al día siguiente, de vuelta de la soleada Roma y tras una agotadora espera en Fiumicino —sin duda, uno de los mejores aeropuertos africanos—, en Madrid llovía con ganas mientras caía la noche. En el Teatro Mira de Pozuelo se entregaban los premios de la Academia de la Radio y nuestra cadena tenía cuatro nominaciones: baloncesto (Tirando a fallar); fútbol (retransmisiones de Bonofiglio); mejor técnico de sonido (Javier García Gil); y mejor magazín matinal de la radio, para el que estaba nominado mi programa, junto a todos los grandes: Luis del Olmo, Herrera, Francino y Lucas. A Nacho Villa, recién sustituido, le ahorraron la nominación, pero la caridad resultó crueldad: todos comentaban la caída de la COPE y el éxito de esRadio. ¡Cuatro nominaciones! ¡Sólo un año y ya en primera división!
Sin embargo, las posibilidades de ganar eran escasas. Los premios los otorgan los profesionales de la radio que son socios de la Academia y eso concede una enorme ventaja a Radio Nacional y a la SER, hermanadas en la progresía aunque con viejos profesionales que no siempre obedecen consignas. Sin embargo, barrer para casa no precisa consigna y es muy natural. Un premio corona toda una vida profesional para alguien que la ha pasado en el anonimato de los controles, del sonido, de la música, de todas las especializaciones de lo minúsculo que deciden una calidad mayúscula. No era lógico que, aunque conocieran a muchos de nuestros colaboradores, las cadenas grandes votaran por esRadio. Podría suceder, pero era difícil.
En esas circunstancias, la única posibilidad real de ganar en esRadio la tenía yo, porque el premio al mejor programa matinal, que si llega el mediodía solemos llamar magazín, es el único que daban por votación los oyentes. Nos habían dicho antes del verano que la organización estaba muy sorprendida por la cantidad de llamadas en favor de Es la mañana y que había posibilidades reales de ganar, pero entre las vacaciones, el final del plazo para votar y las habituales intrigas veraniegas, la verdad es que había olvidado el premio por completo. Pero según avanzaba octubre iba viendo que para los equipos, en especial para el mío, era muy importante. Ni una vez me crucé con Carmen Carbonell sin que me preguntara, de palabra o con los ojos, más elocuentes si cabe, qué había de los premios de la Academia de la Radio. Yo me encogía de hombros o cambiaba un par de frases sin decir nada. Y es que no tenía nada que decir. Somalo me había dicho que estábamos entre los favoritos, pero que la organización no podía decir más. Yo no veía claro que saliera. Era demasiado bonito para ser cierto y la costumbre de cosechar palos encallece mucho la esperanza. Y lo peor era que, por la gente de esRadio y por si acaso, tenía que ir a la gala.
Cuando llegamos, la gente que hacía cola bajo la lluvia a la puerta del teatro nos aplaudió fervorosamente. Yo iba con María y mis hijos, cosa que no me hacía ninguna gracia por si no había premio, pero la recepción de la gente ya era un premio nada desdeñable. Y una vez en el gran vestíbulo del Teatro Mira, en un curioso microclima de microgrupos, por afinidades personales, profesionales o empresariales, el ambiente era también de más ánimo que resignación. Sin embargo, lo mejor, antes de la entrega de premios y también después fue la reconciliación con José María García y Luis del Olmo. García llevaba años poniéndonos verdes, sobre todo a Luis Herrero, pero Luis lo abrazaba cada vez que lo veía. Como yo no lo había visto en años, no había existido esa opción. Pero bastó vernos y abrazarnos y todo había pasado o no había sucedido nunca. Algo parecido sucedió con Luis del Olmo, que, a diferencia de lo de Ponferrada tres años antes, estuvo de lo más simpático en el micrófono y amistosísimo después. Yo veía que los jóvenes —tan jóvenes— de mi equipo estaban encantados por sentirse una radio más, pese a lo convulso y difícil de nuestro nacimiento. Ellas, que son casi todas, se habían puesto de tiros largos y se asociaban como abejas antes de saber si había miel o sólo cera. Pero el ambiente era inmejorable.
La ceremonia era demasiado lenta, porque había orquesta en directo y cada premio se tomaba su música y su tiempo, pero los presentadores, José María Alfageme y María José Bosch, viejos compañeros de la COPE, lo hacían muy llevadero. Cuando se anunciaron las nominaciones quedó claro que la gran mayoría de los asistentes eran oyentes nuestros. Cuando se citaba a esRadio en las nominaciones, triunfábamos en el aplausómetro. Pero no nos llevamos ninguno de los tres premios. Sólo faltaba el grande, el del público. Y cuando anunciaron que el ganador era yo, el teatro se venía abajo. Aunque dicen que a lo bueno se acostumbra uno rápido, me sigue asombrando el apoyo fervoroso de tanta gente durante tantos años. Desde el entierro de Antonio Herrero, cuando al entrar en la iglesia García, Luis y yo, la gente nos gritaba: «¡Tenéis que seguir! ¡Tenéis que seguir!», nunca se ha roto esa identificación con los oyentes, en la COPE y fuera de la COPE. Es uno de esos misterios de la comunicación que uno sólo puede agradecer.
Al recibir el premio —el primero en la historia de esRadio— hice un breve discurso para dar las gracias a mi equipo, en especial a Isabel y Rosana; a César y Luis, cofundadores de esRadio; a todos los que se habían embarcado con nosotros en esa aventura y, por supuesto, a los oyentes, que tan generosamente nos habían apoyado en la nueva aventura. Debía decir algo sobre nuestra salida de la COPE, aunque sólo fuera por los seguidores de esRadio que nos habían seguido y estaban en la sala, pero nada hiriente, porque los que seguían en la COPE y estaban allí habían sido amabilísimos, así que improvisé esta frase para resumirlo todo: «En la radio española, si no te echan, no eres nadie». No recuerdo qué más dije, pero sí que todo fue tan bien que no parecía real. Problemas de acostumbrarse a la intemperie.
El acuerdo frustrado con Punto Radio y la parte mejor de un chasco
El segundo año de esRadio empezó, pues, con la visita a Cañizares y el premio de la Academia de la Radio; y terminó en julio con la visita amistosa de Barriocanal a esRadio, que desató de nuevo los rumores de mi vuelta a la COPE. Sin embargo, muy pocos días después, sí recibí una propuesta real de asociación, con Punto Radio, que durante más de un mes no suscitó rumor alguno o si alguien se enteró no se lo creyó, quizás porque la situación en Vocento no avalaba ningún proyecto creíble a largo plazo.
Sin embargo, lo había. Su nuevo consejero delegado, Luis Enríquez, al que ya conocía de El Mundo, había llegado de rebote tras el fichaje vocentino de Antonio Fernández Galiano, que se anunció dos veces y dos veces se canceló. Antonio quería llevarse consigo a Luis Enríquez, la joven estrella de Unedisa, para gran disgusto de Pedro J., que confiaba en él más que en nadie. Pero en el fichaje de Fernández Galiano y Luis Enríquez pasó como en las fusiones bancarias y las noches de juerga: puedes saber con quién te quieres acostar, no con quién te puedes levantar. Y una vez al frente de Vocento, Enríquez tenía un plan. Bastante pensado, por cierto.
El día 29 de julio, recién nombrado mandamás vocentino, Enríquez me llamó para invitarme a cenar y contarme su proyecto para relanzar el ABC. La clave no estaba en el papel sino en una nueva cadena de radio con el nombre de ABC que uniera los postes de Punto Radio y la programación de esRadio. El nombre podía ser «EsRadio ABC» o «ABC esRadio», como quisiéramos. Y en un reservado de Solchaga, el mejor lugar de Madrid para citas discretas, me explicó el proyecto durante tres horas. Yo salí convencido de que Enríquez estaba convencido de que podía convencer al consejo de Vocento, paralizado por las peleas entre clanes y familias, para aceptar su plan. Esto último me parecía difícil, pero el proyecto era notable.
El problema técnico es que yo me iba a Miami en tres días y Recarte se había ido ya de vacaciones. Gracias al móvil lo localicé y hablamos largo rato. Estuvimos de acuerdo en que el plan le daba al ABC una gran proyección y le dotaba de la competitividad que ya disfrutaban El País con la SER, La Razón con Onda Cero y El Mundo con la COPE, experiencia que Enríquez conocía a la perfección. Y para esRadio suponía ampliar nuestra audiencia en zonas que, con la casta política de por medio, alcanzaríamos, pero nos llevaría más tiempo que asociados a Punto Radio. O sea, que nuestra postura era la de esperar y ver. Con toda simpatía, claro.
Entonces empezó la novela. Hasta el 15 de septiembre, fecha del consejo deVocento, la confidencialidad por ambas partes debía ser total. En esRadio, sólo Recarte estaría al tanto del proyecto. Enríquez, por su parte, trataría de contárselo sólo a tres personas, aunque la necesidad de conseguir aliados en el consejo, ABC y Punto Radio hacía muy difícil la discreción. Y al día siguiente de la propuesta, 30 de julio, tuve la primera prueba: José Antonio Abellán intentó de nuevo fichar al Grupo Risa y, tras su negativa, a Javier Pérez Sala, un buen técnico, y a Pedro Bonofiglio, el narrador de fútbol durante el fin de semana. También le dijeron que no, pero yo no me quedé tranquilo. En la vida hay muchas casualidades, pero en los negocios no conviene creer en ellas. Abellán podía estar al tanto de la operación —la había sugerido antes del nombramiento de Enríquez— y aprovecharla para reforzar su posición en deportes ante un futuro acuerdo de programas entre las dos cadenas. Que es, pensé, lo que estaba haciendo.
El acuerdo previo en programación, al margen de los compromisos locales o regionales con emisoras asociadas, era que esRadio aportaría toda la programación, salvo deportes. Enríquez le tenía mucha fe a Abellán, pero yo le tenía más al Grupo Risa y el segundo año de esRadio los deportes habían mejorado con los Goles, de Pedro Pablo Parrado; así que le dije a Enríquez que nuestros deportes también eran mejores que los suyos; pero que había horas de sobra para negociar: todas las noches y el fin de semana.
Yo me enteré de las ofertas de Abellán el 30 de julio por la tarde. Y tras hablar con Somalo y Whopper (Óscar Blanco) tuve la intuición de que si no hacía algo y rápido, la asociación con Punto Radio podía muy bien no salir, pero que en el camino podíamos quedarnos sin deportes y sin el Grupo Risa. Lo malo es que sólo me quedaba un día en España y había que evitar que en agosto se fueran Pérez Sala y Bonofiglio —se acabaron yendo— y, lo que más me preocupaba, el Grupo Risa. Ellos decían que no, pero han trabajado muchos años con Abellán y la posible unión de las dos cadenas le daba un margen de tentación ilimitado: irse pero quedarse y mejor pagados.
En la noche del 30 al 31 de julio dormí mal y me levanté tarde, pero ya sabía lo que tenía que hacer. La mejor manera de evitarle al Grupo Risa la tentación de irse a los deportes de Punto Radio era que ellos hicieran los deportes en esRadio. Siempre habían querido hacer la que, desde la época de Supergarcía, es la hora estrella del deporte: las doce de la noche. Pero eso significaba hablar con Ayanta para pedirle esa hora, la mejor para el directo, ofrecérsela al Grupo Risa —salvo Whopper, estaban de vacaciones— y, si aceptaban, que se pusieran ya a trabajar para empezar en septiembre.
Llamé a Ayanta justo después de comer y quedamos en el Parque de la Fuente del Berro, cerca de su casa, a las cuatro de la tarde. La conversación fue muy educada, porque ella lo es, pero resultó todavía más penosa por eso mismo. Yo había defendido siempre su programa, en realidad habíamos inventado el programa de amor en la COPE cuando empecé La mañana, y aunque era un golpe siempre barruntado —la presión publicitaria para hacer deporte a las doce siempre estuvo ahí— ella no esperaba entonces algo así. Tampoco yo, hasta la víspera, pero era el único en la casa que podía tomar esa decisión. Y creí que debía hacerlo. Tras una hora de calor infernal, en la que lo de menos fue el calor, quedamos de acuerdo en condiciones, horario, equipo y demás. Volví a casa y llamé al Grupo Risa para hacerles la oferta —nunca se la habría hecho antes de hablar con Ayanta— que aceptaron con alborozo los localizables: Whopper y Fernando Echeverría, al que por fin pude localizar en Santander. David Miner estaba perdido, inencontrable, pero sus dos colegas garantizaban un sí entusiasta.
Hablé entonces con Dieter y Somalo, que se pusieron muy contentos porque barruntaban el peligro Abellán, aunque, como no les había contado lo de Punto Radio, no sabían hasta qué punto podía serlo. Después hablé con Recarte y finalmente con César y Luis, a los que conté la operación del cambio en la noche, nada más. Ni una palabra de lo de Enríquez. Pocas horas después, pude volar a La Florida con una mezcla de susto y alivio.
Hasta el 15 de agosto no volví a hablar con Luis Enríquez. Estaba ya seguro —me dijo— de tener mayoría del consejo para el 15 de septiembre, pero el 25, mientras el huracán «Irene» quedaba en agua de borrajas, volvió a llamar para pedirme que adelantásemos el calendario. Creía que la mejor forma de asegurar que cumpliesen las promesas que le habían hecho era tener un plan de negocio minuciosamente preparado sobre el acuerdo antes del consejo. Y eso exigía colaboración total por nuestra parte, poniendo, como ellos, todos los datos sobre la mesa: técnicos, económicos, de gestión, de personal, de publicidad, calendario… en fin, absolutamente todo. Hablé con Recarte, que estaba muy de acuerdo con la operación aunque confiaba muy poco en Vocento, y quedé con Enríquez en reunir a nuestro equipo —tres personas— y el suyo —otras tres— el 5 de septiembre.
Pero el último día de agosto, haciendo ya las maletas en Miami, me llamó Recarte para decirme que iba a estar fuera de España hasta el 17 de septiembre. Hablé con Enríquez, que contaba con vernos el día 5 los tres y su abogado, y me sugirió que adelantáramos él y yo lo que pudiéramos. Así que llegué el 1 de septiembre a mediodía, eché una siesta y me fui a cenar a su casa, a las nueve. Allí me precisó su proyecto de acuerdo, que no era, como luego se publicó, una fusión, compra, venta o absorción. Era lo que técnicamente llaman una joint venture de Punto Radio y esRadio; ambas seguirían siendo empresas independientes, habría una sola área comercial y repartiríamos los beneficios al 50 por ciento. Para que el acuerdo fuera rentable, debería durar un mínimo de tres años, más seguro si llegábamos a cinco.
El 5 de septiembre empezó la temporada radiofónica y comenzaron los rumores en las redacciones de ABC y Punto Radio sobre un acuerdo con nosotros. Era cuestión de tiempo que se destapara el pastel, así que el 8 me reuní de nuevo con Enríquez en su casa para rematar el proyecto y ver la forma de ayudarlos a hacer un plan de negocio técnicamente impecable. La duplicación de frecuencias —unas catorce emisoras— nos permitía crear otra cadena, de música y deportes. El cierre del Canal 10 de Vocento —TDT— quedaba pendiente del estudio que había hecho Dieter pensando en Veo7, y que hacía rentable a Libertad Digital TV con señal nacional a partir del 0,5 de audiencia y no del 1,0, como era canónico en el sector.
El 9 de septiembre comenzaron a trabajar contra reloj en los planes técnicos de la joint venture los dos equipos: Dieter y Somalo por nuestra parte y dos representantes máximos de Punto Radio. La franqueza era total y el acuerdo avanzaba rápidamente. En una semana estuvo concluido.
Recarte anticipó su vuelta al viernes y el domingo nos reunimos otra vez en casa de Enríquez. Se nos unió su abogado y amigo Gregorio de la Peña, uno de los mejores en el complicado mundo audiovisual, porque Recarte tenía una preocupación: el límite de confidencialidad con El Mundo, nuestros socios en la emisora de Madrid, aunque nunca hubieran participado en ella. Gregorio, que había supervisado el contrato para Unedisa, le aseguró que no había obligación legal de comunicárselo antes de que hubiera acuerdo; y Recarte se quedó tranquilo. Pero hubo un detalle tonto que me dio mala espina: Enríquez aplazó la cita de las 8 a las 9 porque se reunía con «un consejero clave» para asegurar la mayoría en Vocento. Deduje que era Víctor Urrutia. Y aunque el acuerdo sobre el plan de negocio era total, barrunté que la cosa no estaba tan hecha como decían.
Esa misma semana empezaron las filtraciones interesadas y en un medio que nunca hubiéramos adivinado. El Norte de Castilla, diario de Vocento, publicó que Punto Radio quería fichar a una «estrella» para relanzar las mañanas y la cadena y que el mejor colocado era yo. Después se situaban Carlos Herrera, muy caro, y Juan Ramón Lucas, muy progre. Si yo no firmaba, cambiarían a Félix Madero por Jaume Segalés, que hacía el fin de semana. Pero lo sorprendente era que un diario del grupo Vocento destapara la operación, aunque tocara de oídas. A Enríquez le explicaron que todo partía del acuerdo de la página web de El Norte de Castilla con el confidencial PRnoticias. No sé él, pero nosotros no nos lo creímos.
El 15 de septiembre, los rumores eran ya torrenciales. Enríquez aplazó el consejo un par de días y el 16 quedó terminado el plan de negocio: aportación de siete millones de euros por parte de cada cadena; gran lanzamiento de «ABC esRadio», que sería el nombre definitivo; rentabilidad prevista al final del primer año; y comienzo de las emisiones, el día del Pilar, antes de las elecciones. En ABC la cúpula directiva estaba feliz con el proyecto y en Punto Radio, aparte de Abellán, Luis del Olmo también lo aceptaba. Antes, yo le había asegurado a Enríquez que Luis haría lo que quisiera: un día del fin de semana, si prefería un programa largo con parte grabada, o una hora, incluso hora y media diaria después de mi programa. Yo estaba dispuesto a terminar media hora antes, para que él hiciera de 11.30 a 1.00. Mi única preocupación al final de tan largo proceso era que no hubiera ningún obstáculo achacable a nosotros. Que la decisión, fuera la que fuere, quedara exclusivamente en manos de Vocento.
La única entrevista que yo di en esos días fue a Daniel Toledo, de El Confidencial, que me llamó para contarme lo que publicaba al día siguiente sobre mi posible marcha a Punto Radio. Le expliqué claramente tres cosas: la primera, que yo personalmente no había recibido ninguna oferta de Punto Radio ni de Vocento para ir a Punto Radio, lo cual era literalmente cierto; la segunda, que, aunque me hicieran esa oferta, yo no me iría a Punto Radio; y la tercera, que la razón era que no había fundado esRadio para dejarla en la estacada cuando empezaba a despegar. Le confirmé que los contactos con Enríquez existen, que nos hemos visto dos o tres veces tras su salida de Unedisa y que tengo con él excelente relación y amigos comunes desde los tiempos de El Mundo, o sea, hasta el mes de julio. Que no podía predecir el futuro, pero que el pasado era lo que le había contado. Aunque no fuera toda la verdad, todo lo que le dije era verdad.
A partir de ahí, se desató la guerra sucia dentro del consejo de Vocento y empezaron las filtraciones para torpedear el acuerdo, cuyos términos no se conocían y, hasta este libro, han seguido sin conocerse. El argumento más repetido era que el rey y el PP se habían opuesto al acuerdo por su inquina contra esRadio y contra mí. Pero por esas fechas se había producido el relevo de Alberto Aza por Spottorno al frente de la Casa del Rey, así que Enríquez y el presidente del consejo de Vocento llamaron para comprobar si era cierto el veto del que se hablaba. Spottorno dijo que por su parte, era todo lo contrario, pero que tal vez Aza, de salida, podía haber hecho algún comentario al respecto. Entonces llamaron a Aza y dijo que no había hablado con nadie sobre el caso, pero que, lejos de oponerse, estaba convencido de que un acuerdo nuestro con ABC sería una excelente noticia para la Casa. Y Spottorno volvió a confirmar su nihil obstat.
Llamaron entonces a la secretaria general del PP, María Dolores de Cospedal, y dijo prácticamente lo mismo que Aza: que no había hablado de eso con nadie y que no pensaban entrometerse en un acuerdo entre dos empresas privadas; pero que, de producirse, no sólo no les parecería mal sino muy bien. Que los años de gobierno iban a ser muy duros y que, al margen de discrepancias ocasionales, un grupo de comunicación de signo liberal-conservador, renovado y fuerte, le vendría estupendamente al PP.
Todo parecía hecho, pero el acuerdo no llegaba, así que empecé a suponerlo deshecho. Y así fue: a fines de septiembre, en un tormentoso fin de semana en Neguri, una de las familias de Vocento, que varios medios identificaron con Santi Bergareche y Alejandro Echevarría, lograron vetar el acuerdo y que no se votara en el consejo, porque obligaría a dimitir a Enríquez. Este llamó a Recarte para decirle que no podía ser y yo llamé al día siguiente a Enríquez para decirle que esas cosas pasan, que la vida da muchas vueltas y que no se agobiara. Me pareció aliviado. Luego me han contado que en Echeverría influyó el obispo de Bilbao, que le transmitió el pánico de la Conferencia Episcopal ante lo que veían como un golpe mortal a la COPE. No lo sé. Pero lo importante del frustrado acuerdo con Punto Radio fue comprobar que los vetos oficiales se habían levantado, que esRadio se había consolidado, que habíamos sobrevivido al linchamiento y que los que años atrás lo encabezaron —Cañizares, el rey, el PSOE, el PP— se resignaban a nuestra existencia. Habíamos resistido. Habíamos vencido.
Posdata: un destino, qué duda cabe
Pero sólo de momento. El 20 de octubre, ETA sacó un comunicado pactado con el PSOE, que a su vez había pactado la respuesta del PP. Creo que es el ejercicio de traición institucional más repugnante que haya sufrido España desde las abdicaciones de Carlos IV y Fernando VII en Bayona, compitiendo por besarle las zapatillas a Napoleón. Nada funcionó como debía: ni el gobierno ni la oposición, ni el PSOE ni el PP. Casi todos los medios audiovisuales, la mitad de las cadenas de radio y toda la prensa de izquierdas o nacionalista presentaron el comunicado etarra como el final del terrorismo, cuando no lo era ni por asomo y no lo decía ni para engañar. De pronto, parecía volver la época de las grandes movilizaciones contra la negociación del gobierno y la ETA, que fueron el verdadero origen del linchamiento. Todo era distinto pero España y la libertad corrían el mismo peligro que entonces. Peor, porque la derecha compartía con la izquierda la aceptación del terror y la ruina de la nación. Y ambas mentían a la opinión pública. Otra vez debíamos denunciar la mentira consensuada. Otra vez nos veíamos abocados al inevitable aislamiento, a una cierta, asumida, soledad.