3
EL 11-M Y LA
«DICTADURA ESTREPITOSA» DE ZAPATERO
Para entender la tenebrosa naturaleza de los años de Zapatero en el poder hay que partir de un dato incontrovertible: en las primeras horas del 11 de marzo de 2004, a tres días de las elecciones generales, el PSOE iba a padecer, según las encuestas, su tercera derrota electoral consecutiva y la izquierda tenía ante sí un futuro borrascoso; tres días después, el 14, a las nueve de la noche, el PP reconocía la victoria electoral del PSOE y la incertidumbre era su único horizonte de futuro. Entre la derrota prevista y la victoria inesperada mediaron esos tres días y un hecho: el mayor atentado terrorista de la historia de España y de Europa occidental. Casi doscientas personas fueron asesinadas y más de dos mil resultaron heridas o mutiladas tras la explosión simultánea de cuatro trenes de cercanías en otras tantas estaciones de Madrid.
La atribución de la masacre fue la clave del vuelco electoral. En un primer momento, el gobierno señaló a ETA como autora, por tres razones fundamentales. La primera es que se esperaba un atentado en vísperas de las elecciones. El ministro del Interior Ángel Acebes nos lo había dicho a Luis Herrero y a mí ese mismo lunes, y no fuimos los únicos periodistas informados; basta consultar la hemeroteca. En segundo lugar, los policías que antes llegaron a los trenes identificaron el explosivo como: «Titadyn con cordón detonante», habitualmente utilizado por la banda terrorista. Y, en tercer lugar, no existía ni existe otra organización terrorista con la capacidad técnica para hacer estallar bombas con móviles en cuatro trenes a la vez.
La autoría etarra de la masacre era electoralmente letal para los socialistas. El tripartito catalán (PSC-ERC-IC) presidido por el socialista Montilla y con Carod Rovira (ERC) como segundo, había sellado semanas antes un pacto con la ETA en Perpiñán para que la banda no atentara en Cataluña. El propio Carod Rovira, que en ausencia de Montilla era presidente en funciones, lo acordó con Josu Ternera. Tan verosímil era la autoría etarra que el primero en condenarla fue el lehendakari Ibarretxe en un mensaje formalísimo con los lógicos tintes dramáticos; al fin y al cabo, el PNV también se presentaba a las elecciones. El mensaje de Ibarretxe, al que se suponía con buena información sobre el terrorismo etarra, convenció a todo el mundo, aunque cayera en el ridículo de proclamar que los etarras «no eran vascos», como si esa fuera la característica esencial que le permitía condenarlos.
En aquella mañana terrible me acompañaban en el estudio de la COPE Luis Herrero y Pepe Raga y, mientras se iban contando los muertos, fui testigo de las dos condenas más relevantes. El candidato del PSOE, Zapatero, entró por teléfono para condenar durísimamente a la ETA; y el del PP, Rajoy, hizo lo mismo en directo desde el estudio una hora después. En estos últimos años, la izquierda, docta en manipulaciones, afirma campanuda que desde el principio se dudó de la autoría etarra. Falso de toda falsedad. La prueba es que Gabilondo en la SER imploró que nadie cambiara su intención de voto, que era como pedir a los que iban votar al PSOE que lo hicieran pese a la masacre y al pacto del tripartito catalán de Montilla y Carod con la ETA. La izquierda temía, y con razón, una catástrofe electoral.
Sin embargo, a lo largo del día fue extendiéndose la especie de que no había sido ETA la autora del atentado, sino Al Qaeda, en venganza por el apoyo político de Aznar a Bush y Blair en la segunda guerra de Irak contra Sadam Hussein. España no envió un solo soldado a esa guerra, pero la alianza política con USA y Gran Bretaña se había plasmado en la célebre foto de los tres en las Azores, convertida por la izquierda en símbolo de Occidente y del capitalismo, o sea, del mal. En sus casi ocho años en el poder, Zapatero cambió radicalmente nuestra política exterior y lo hizo proponiendo la ridícula Alianza de Civilizaciones como gran alternativa a la dichosa foto de las Azores. Pero en la tarde del 11-M se dedicó a llamar a los periódicos —lo ha contado en El Mundo Pedro J. Ramírez— para decir que, «según su gente dentro de la policía», la masacre era islámica y no etarra. Esa misma noche, la SER puso en marcha el bulo con más éxito de la moderna historia de España: «Según tres fuentes de la lucha antiterrorista», dijeron, había en los trenes restos de terroristas suicidas, identificados por llevar tres capas de calzoncillos e ir totalmente rasurados, rasgos, añadieron, típicos de los islamistas que se suicidaban matando «infieles». La izquierda pasó del pánico de la derrota a la venganza de la victoria. Pese a que Carmen Baladíez, forense de las víctimas del 11-M, declaró públicamente que no había un solo resto de un solo suicida en los trenes, la maquinaria de intoxicación progre se puso en marcha y en dos días arrasó al PP. No se trataba de identificar a los terroristas, sino de ganar las elecciones. Y el gobierno del PP, con la misma intención electoralista, acabó siendo su mejor aliado.
La idea-fuerza del PSOE, con Rubalcaba como jefe de la claque partidista, fue que el gobierno de Aznar estaba mintiendo sobre la autoría de la masacre para ocultar que era una venganza islamista por su apoyo a Bush en Irak. Con Aznar noqueado, el Ministerio del Interior desconcertado y la televisión arrodillada ante la izquierda, el PSOE consiguió que el PP apareciera no sólo como el responsable de la masacre sino como un redomado mentiroso y, en andas de la indignación, movilizó todo el voto de la izquierda radical que pensaba abstenerse. El sábado 13, jornada de reflexión, el ubicuo Rubalcaba decía en TVE: «España se merece un gobierno que no le mienta», por supuesto sin decir en qué mentía, ni cuál era la verdad. Y la izquierda, movilizada por la SER y CNN Plus, se echó a la calle y cercó más de cien sedes del PP, empezando por la de Génova 13, en la que Rajoy quedó cercado hasta pasadas las 10 de la noche, cuando desde la sede emitió un mensaje de auxilio que, implícitamente, lo era también de desbandada y derrota. Así se confirmó al día siguiente, 14 de marzo, sin que, aunque parezca increíble, nadie o casi nadie —yo tampoco— plantease la suspensión de las elecciones para eludir aquella atmósfera demencial. Aun así, el PP consiguió diez millones trescientos mil votos pero el PSOE logró once millones. Y desde ese día puede decirse, sin temor a exagerar, que la historia de España cambió radicalmente. Y a peor, a muchísimo peor.
Naturalmente, la tarea esencial de la primera legislatura del PSOE fue legitimar su victoria del 14-M, que era tanto como deslegitimar sine díe al PP como un partido criminal y manipulador. Sin embargo, para ello era necesario que nadie pusiera en duda la versión oficial del 11-M que era esta: «Un atentado islamista en venganza por la guerra de Irak, que el PP había tratado de ocultar y cuyos autores habían sido detenidos y llevados ante el juez». Punto. Pero había un problema: ese relato de los hechos era, en la más benévola de las hipótesis, una pura improvisación para movilizar a las masas y conseguir el vuelco electoral, pero no se basaba en una sola prueba. Y a las pocas semanas de la masacre y del cambio de gobierno —el objetivo terrorista, no se olvide— Fernando Múgica empezó a publicar en El Mundo una serie de artículos que ponían en evidencia los «agujeros» de la versión oficial del 11-M. Desde entonces, el gobierno y el PSOE se empeñaron en dos cosas: blindar las «pruebas» y tapar la boca a los que dudaran de ellas; o dicho de otro modo, que «aparecieran» las pruebas de la autoría islamista y que desaparecieran los medios críticos con la versión oficial del 11-M, que eran solamente tres: El Mundo, la COPE y Libertad Digital. O como se decía y escribía entonces, dos personajes abominables: Pedro J. y yo.
La primera legislatura de Zapatero, además del empeño judicial y policial en forjar una versión creíble que zanjara de una vez el 11-M, se caracterizó también por su negociación con la ETA, que, no por casualidad, tuvo enfrente a los mismos enemigos. Los hubiera tenido igual, pero el hecho de que el gran diseño político de la izquierda y los nacionalistas se basara en un acuerdo político de los dos grandes beneficiarios del 11-M —el PSOE que llega al poder tras negar la autoría etarra de la masacre; y la ETA, rescatada de sus ruinas por el PSOE— desató las sospechas sobre un «pago por los servicios prestados» del gobierno a la ETA y alimentó la virulencia de la oposición a ZP.
En el curso 2006-2007 se desinfló el acuerdo estratégico PSOE-ETA y se agravaron los problemas de la versión oficial sobre el 11-M, porque prácticamente todas las pruebas, oportunísimamente aparecidas después de la masacre para apuntalar la versión oficial, se habían revelado falsas, muy probablemente fabricadas por policías afectos al PSOE y legalizadas por jueces y fiscales de la misma cuerda. La instrucción del caso por el juez del Olmo, que en una concesión innecesaria a la metáfora acabó perdiendo la vista; y la fiscal Olga Sánchez, que ni siquiera intentó refundar la óptica, fue una epopeya de la ocultación, una tragicomedia de la manipulación y un drama para la justicia española, ridiculizada durante la investigación del peor atentado de nuestra historia. Pero todo lo hecho y deshecho por ellos debía pasar por el juicio y la sentencia. Fue entonces cuando apareció una figura de importancia decisiva: el juez Javier Gómez Bermúdez.
El juez que pudo cambiar la historia de España
Conocí personalmente a Gómez Bermúdez a petición suya, al final de una de las agotadoras sesiones del juicio que, en apenas diez días, lo convirtió en «SúperBer», el héroe esperado por los que creían que la justicia aún podía enderezar la incuria de la Administración de justicia y recomenzar en serio la investigación fraudulenta del 11-M. En los correos, blogs, chats y debates de Libertad Digital y El Mundo puede comprobarse la esperanza casi eufórica que despertó Gómez Bermúdez desde el primer día en que apareció ante las cámaras, porque el juicio pudo seguirse por televisión, aunque tan pobremente realizado que más que película parecía una de esas cabinas de fotos de carné. Una vez allí, comprobé que ninguna televisión lo hubiera tenido fácil, porque ampliando la imagen daba la impresión de un espacio que no existía. Seguro que los modernos gallineros son más holgados. Pero nadie prestaba mucha atención al habitáculo: allí se iba a decidir una parte esencial de la moderna historia de España. La sentencia iba a decidir nada menos que la relación de los ciudadanos españoles ante la ley: o esta se plegaba a los designios del gobierno del PSOE, perito en cloacas, o la política quedaba por debajo de la ley y se hacía, aunque tarde, la justicia que merecen los vivos y los casi doscientos muertos del 11-M.
La cita había sido convocada por Maite Cunchillos, jefa de prensa de la Audiencia Nacional y que, antes de aceptar ese puesto, era una pieza clave en los informativos de la COPE como experta en tribunales. Acudí junto a Patricia Rosety, sucesora de Maite en el área judicial, y, naturalmente, con el fiel Nacho Villa. La charla fue larga y ancha, amena y relajada, y duraría dos horas o más. A eso de la mitad del agradable encuentro, llegó Elisa Beni, la esposa del juez, que según nos acababa de confesar este le hacía dos resúmenes diarios de lo que decíamos en la COPE, fueran editoriales, tertulias o noticias. No sólo la COPE, claro, pero especialmente la COPE, que daba una información exhaustiva y entraba a fondo en los debates que iba suscitando el juicio en la opinión pública. Y no hace falta repetir que, en la mitad de esa opinión, pesaba mucho la COPE.
Pero mientras elogiaba nuestra labor informativa, aunque con la circunspección típica de su gremio, yo no oía los halagos: estaba fascinado como un entomólogo por el aspecto físico del juez. Es un hombre bajo, algo menos que yo, aunque no pequeño. En la jerga taurina diríamos que de presencia es terciado pero bien hecho, en el tipo de la casa. Es guapo y lo parecería más si no se preocupase tanto de serlo. Coqueto como he visto pocos; después de diez horas de juicio, desprendido ya de la toga, iba impecable como un anuncio de camisas o un publicista de Mad Men, aunque por lo vistoso de los gemelos cabía creer que esa noche tenía cena formal. No iba rapado o pelado al cero sino minuciosamente rasurado, casi lustrado de navaja. Con hombros anchos y cintura breve, deudos del deporte y el gimnasio, Bermúdez tiene una mirada acristalada, inteligente, de trastienda con puerta entreabierta. Todo él es, en realidad, entreabierto y adornado, con los aderezos que permite la masculinidad formal, aunque llevados al límite. Su mujer, muy grande en comparación con él, lo miraba con arrobo. Ambos son divorciados, les había costado rehacer su vida y se les veía casadísimos, unidos como la palmatoria y la vela. Naturalmente, la vela enrizada era él.
Ternezas aparte, la conversación se centró en una de las dos iniciativas tomadas por Gómez Bermúdez que, al margen de la sentencia posterior, han cambiado por completo la investigación sobre el atentado más salvaje de nuestra historia, y de ellas habrá que partir si alguna vez se quiere hacer justicia a las víctimas de la masacre. Lo primero que hizo el juez fue ordenar —¡tres años y medio después de la masacre!— una pericia científica de los restos de los trenes, para averiguar la naturaleza del explosivo que provocó la matanza. La segunda fue el interrogatorio de los policías que habían recogido los restos de las explosiones y entregado al juez como manda la ley. Pero más bien fuera de la ley. El testimonio clave fue el de Sánchez Manzano, jefe de los Tedax, que asumió ilegalmente el análisis de los explosivos en vez de remitir los restos del atentado a la Policía Científica. Manzano dejó pasmado a todo el mundo por sus contradicciones entre lo declarado en la comisión parlamentaria de investigación sobre el 11-M —falla que quedó en fuego fatuo— y lo declarado ante el juez, abigarrada mezcla de inconcreciones y contradicciones que, en cualquier caso, delataban irregularidades gravísimas en el manejo de las pruebas y en la instrucción del caso.
En líneas generales, y con la salvaguarda natural de cada situación y persona, puede decirse que la imagen de los responsables policiales que recogieron y entregaron los restos de las explosiones encontrados en los trenes o los supuestos explosivos que no llegaron a estallar (como la mochila de Vallecas), quedó destrozada irreversiblemente en los interrogatorios del juez Bermúdez. Y aún más importante fue que en un amplio sector de la opinión pública quedaran muy pocas dudas de que la destrucción, creación y manipulación de pruebas era la vía más segura para empezar en serio la investigación policial y judicial del 11-M. Pero si se quiere entender el súbito prestigio de Gómez Bermúdez en esos días, hay que añadir al desvelamiento de las irregularidades policiales su orden de mayor trascendencia: la pericia científica de los restos de los trenes para identificar el explosivo utilizado, es decir, el arma del crimen.
Aunque parezca increíble, esta diligencia básica no había sido ordenada por el juez Del Olmo, y, tras hacerlo Gómez Bermúdez, el resultado fue espectacular. Pese al desguace inmediato de los trenes —por orden desconocida, pero no impedida por el juez—; pese a haber eliminado toneladas de pruebas de los trenes siniestrados para seleccionar unas pocas (algo absolutamente prohibido por la ley); y pese a haber lavado los pocos fragmentos restantes con acetona, se produjo el milagro. Cuando se realizó la pericia en el laboratorio de la Policía Científica, con expertos oficiales y representantes de las víctimas, resultó que el análisis de uno de los vagones, reducido por los ángeles custodios policiales a medio clavo oxidado y un poco de polvo rosa de extintor, bastó para hundir la versión oficial sobre los explosivos. En los trenes estalló Titadyn, la dinamita más habitualmente usada por ETA, y no Goma 2 ECO, traída de Mina Conchita, Asturias, y vendida a los presuntos integristas islámicos, como había sostenido a toda costa la fiscalía. En sus conclusiones finales, el fiscal Zaragoza llegó a decir: «¡Da igual lo que estallara en los trenes!». Debe de ser la primera vez que, para un fiscal, el arma del crimen es irrelevante para identificar y condenar al asesino.
Pero aún no se habían extraído todas las consecuencias de la pericia científica. Un año después de la sentencia, con un extenso prólogo de Casimiro García Abadillo, el perito Antonio Iglesias publicó Titadyn, libro que, desde el propio título, deja claro cuál era el explosivo que estalló en los trenes. Ese dato lo cambia todo, porque conviene recordar que si el 13-NI se hubiera sabido que el arma del crimen era la habitual en la ETA, que es lo que llevó al gobierno a apuntar, como todos los demás partidos y medios, al terrorismo vasco como autor de la masacre, el PP hubiera ganado las elecciones. Por eso para la izquierda era tan importante remachar todos los clavos del ataúd de la verdad sobre el 11-M: todo el discurso del PSOE y su «cordón sanitario» contra el PP se basaba en una inmensa trola, pero esa trola, mediante una atronadora trompetería mediática, había calado no sólo en buena parte de la sociedad —otra parte creía y cree que la autoría de la matanza responde a sus beneficiarios: la ETA y el PSOE— sino en el propio PP, como se vería pocos meses después. Sólo había dos obstáculos que debía superar la versión oficial del 11-M: el primero, una sentencia que tragara el inverosímil menú probatorio servido por la fiscalía y que no ordenase una investigación policial de verdad tras las innumerables irregularidades perpetradas en la instrucción del sumario y detectadas en el juicio; el segundo, lograr un silencio absoluto, de camposanto, en los medios que seguíamos sosteniendo que lo de Ben Laden y la guerra de Irak como causa del 11-M era una mentira gigantesca propalada por la ideología progre y asumida cobardemente por casi todos los poderes del Estado.
Y mientras un anochecer destemplado, friolento, tomaba la Casa de Campo, ahí estábamos sentados, charlando amigablemente, los dos «obstáculos»: los medios aún indoblegables, representados por la COPE, y el juez, de momento, inconmovible. Yo tenía una sensación de irrealidad —un juez dispuesto a investigar la verdad del era algo demasiado hermoso para ser cierto—, pero no exenta de euforia. Parecía que, al fin, no estábamos solos. Era casi inverosímil, pero, de momento, era. Y lo disfrutábamos. Visto desde hoy, un comportamiento decente del tribunal y una sentencia ajustada a los hechos y no a las conveniencias políticas hubiera sido el final del duro camino que nos marcamos en la COPE el 15 de marzo de 2004, cuando a las seis de la mañana dije que los «diez millones de huérfanos del PP no iban a estar solos», pese al hundimiento, el caos y la desmoralización tras la imprevista derrota electoral. Creo que asumir esa obligación moral ha sido lo más noble que ha hecho la COPE en toda su existencia y, desde luego, lo mejor que yo he hecho en mi vida profesional. Pero en ese otoño de 2007 la carga de defender la igualdad de los ciudadanos ante la ley, y de la integridad misma de la ley, le tocaba asumirla a un juez. Y el juez se mostraba dispuesto a ello. Y lo hacía explícitamente, en términos de abierta cordialidad, casi de fraternidad.
Por supuesto, durante la charla no hablamos con Gómez Bermúdez de la sentencia —eso lo reservaba para un libro sobre el juicio del 11-M, La soledad del juzgador, publicado por su señora—, pero el juez sí nos explicó una futura actuación que le parecía absolutamente obligatoria: deducir testimonio (es decir, interrogar, hacer careos y volver a interrogar hasta conseguir la verdad) a los policías que, al declarar cosas disparatadamente opuestas, podían haber cometido perjurio ante la comisión parlamentaria y ante el propio juez, testigo atónito de sus contradicciones. Eso, naturalmente, al margen de los posibles delitos que trataban de esconder los falsos testimonios: ocultación de pruebas a la justicia, destrucción de evidencias, creación de pruebas falsas, etc. Para asegurar ese testimonio, para alcanzar esa verdad, la intención de Gómez Bermúdez, inmediatamente después de dictada la sentencia, era ordenar la prisión preventiva de los agentes implicados.
—Federico, se lo he dicho a la Asociación de Ángeles Domínguez y lo repito ahora: hay que deducir testimonio; y después tienen que ir «caminito de jerez».
—O sea, como Estrellita Castro en «Mi jaca»: «Galopa y corta el viento cuando pasa por el Puerto caminito de Jerez».
—Exactamente.
Caminito de Jerez se pasa por la cárcel legendaria que cantaba Manolo Caracol: «Mejor quisiera estar muerto / que preso pa toa la vía / en este Penal del Puerto, / Puerto de… / Puerto de Santa María». Pero una cosa es que sepas que un juez ha dicho que va a mandar a unos tíos a la cárcel y otra que te lo diga el mismo juez.
—Ya sé que no te convence lo del «momento procesal oportuno». Pero te lo repito: tras la sentencia, deduciré testimonio y ellos se irán… caminito de Jerez.
Recuerdo aquel momento como un breve episodio de felicidad fulgurante; de invulnerabilidad moral, de unidad invencible ante el peligro, por mortal que fuera; era como el borracho a punto de cantar «Asturias, patria querida» porque tiene un hombro en el que apoyarse. Si el juez iniciaba, sólo iniciaba, esos trámites de deducción de testimonio de los que habían mentido sobre el 11-M, toda la tarea de esos años atroces tenía una compensación moral; se veía o entreveía una luz al comienzo del túnel. El final estaba muy lejos. No se podría averiguar de golpe quién ideó la masacre, quiénes pusieron las bombas, quién logró el cambio de gobierno, pero sí quiénes destruyeron o manipularon las pruebas, quiénes engañaron a la justicia, quiénes se burlaron del dolor de miles de personas y de la humillación de millones de compatriotas. Aquel no era el mejor momento para la justicia. En octubre de 2007 nada parecía impedir que Zapatero, Rubalcaba y los alquimistas del 11-M siguieran en el poder. Pero una nación es algo más que un cuerpo electoral. Por encima de los votos y de las opiniones, por naturaleza tornadizos, están la verdad y la libertad. La libertad de buscar la verdad y la verdad de ser libres para hacerlo. Y nosotros nos sentíamos dentro de esa nación.
Gómez Bermúdez se habría convertido en el juez más importante de la moderna historia de España. Le bastaba obligar al PSOE a respetar algo que va más allá de la ley: el derecho a la justicia, la igualdad de los ciudadanos, la libertad y la seguridad de ser libres. Pero en vez de ser juez y mito, prefirió consolidar su cargo, ascender y ser repetidamente condecorado —con pensión por medalla— por Rubalcaba, el jefe de esos policías a los que iba a mandar «caminito de Jerez». En vez de abrir la cancela del Puerto, Bermúdez prefirió hacer noche en el Ministerio del Interior.
Pero eso fue más tarde. En la Casa de Campo, presa ya de la noche, reinaba inequívocamente la esperanza. Tanta era la efusión cordial de los presentes que, al comentarme el juez que dos días después iba a asistir a la primera comunión de su sobrino, fanático de Guti, pero que no podía llevarle su camiseta, al día siguiente, gracias a la mediación de Abellán, se la envié firmada por el genial y desesperante centrocampista del Madrid.
Por lo que luego me ha hecho saber Gómez Bermúdez, la camiseta del artista de Torrejón hizo feliz a su sobrino. En cambio, su artística sentencia sobre el 11-M, taraceada para no molestar al PSOE ni al PP, sólo contentó al que más tenía que perder: el Poder, es decir, el gobierno y su cuadrilla. Y en ella ocupaban un lugar especial los policías que ya se veían «caminito de Jerez», pero que, al verse exonerados de toda culpa, decidieron mandar al Penal del Puerto, vulgo cárcel, a los que habíamos descubierto y criticado sus hazañas. Los policías en entredicho pusieron en marcha la «operación venganza». Y fueron a por nosotros.
La dictadura estrepitosa del zapaterismo
La actuación de estos policías puede parecer absurda, porque lo normal en quienes tienen tantas y tan graves cuentas con la justicia, temporalmente archivadas pero no canceladas por la sentencia, era callar y desaparecer. Algunos lo hicieron. Pero otros, en especial los sindicalistas con perfil político, actuaron según la lógica interna del régimen alumbrado por Zapatero, con Rubalcaba de partera, que consiste en no vencer sin machacar, no derrotar sin destruir y no disfrutar el poder sin abusar de él.
En La dictadura silenciosa. Mecanismos dictatoriales en nuestra democracia (Temas de Hoy, 1993), traté de explicar cómo la alianza de socialistas y nacionalistas había logrado desnaturalizar el régimen constitucional de 1978 hasta hacerlo irreconocible. Además de los principios teóricos, algo complejos, allí señalé las tres fuerzas esenciales que en su ámbito de poder han convertido, de hecho, la democracia en dictadura: el separatismo vasco, que va del racismo del PNV al terrorismo de ETA; el separatismo catalán, que empieza en la cuna de la discriminación lingüística y termina en la tumba informativa de la turba periodística, implacable en la persecución política; y, la pieza esencial, sin la que los dos separatismos no habrían podido alcanzar ni una pequeña parte de sus objetivos: la izquierda española pero anti-nacional, hegemónica y tiránica, incompatible con cualquier alternativa de poder. El PSOE y Prisa han sido las dos piezas esenciales en la forja durante treinta años —Pujol llega al poder en 1980 y González en el 82— de un sistema político semejante al del PRI mexicano cuyo fin último era y es desmantelar el Estado nacional para dibujar un «federalismo asimétrico», o sea, un federalismo de desiguales y una asimetría de familias mafiosas. Su fuerza se basa en el sectarismo, la hiperlegitimación propia y la deslegitimación ajena, que se ejercía y ejerce a través de un control abrumador de los medios de comunicación, culturales y educacionales. Y si algún medio se sale de ese guión, no escrito pero sabido, o su empresa lo reconduce o es, sencillamente, aniquilado. Eso pasó en Antena 3 y explicado está. Eso acabó pasando en la COPE y aquí se explicará.
En ese libro describí un ejemplo perfecto de esa «dictadura silenciosa»: el «antenicidio», la eliminación de la cadena de radio de Martín Ferrand, con Antonio Herrero y José María García como estrellas, que se había convertido en la primera de audiencia por delante de la SER y, sobre todo, en una pesadilla para el gobierno socialista, porque enardecía a la oposición y ensombrecía las elecciones del 93. La solución decretada por aquella dictadura con sordina, vendida como la verdadera democracia, fue dejar que Polanco, dueño de la SER, comprara Antena 3 de radio y la cerrara. La mayor parte de los náufragos de Antena 3 desembarcamos entonces en la COPE, como he contado en otro libro: De la noche a la mañana (La Esfera de los Libros, 2007), y la historia continuó, como hace siempre. Así que, en un principio, resulta inevitable comparar el «antenicidio» con el «copecidio».
Sin embargo, sobre las semejanzas evidentes, hay, a mi juicio, una diferencia esencial, que convierte la «dictadura silenciosa» de González en la «dictadura estrepitosa» de Zapatero. Las campañas de Prisa contra Antonio y García fueron de ferocidad similar a las perpetradas contra mí. Y el vídeo contra Pedro J. en venganza por destapar los GAL, es lo más vil que se ha hecho desde las cloacas del Estado. Pero fueron operaciones encubiertas y aisladas, en el boscaje de la propiedad mediática o en el fango del CESID. Los policías, agentes y altos cargos de González perpetraron el vídeo infame, pero no presumieron de ello. Ocultaron sus desmanes para ayudarse ante la justicia, pero también porque el régimen mantenía unos principios acerca de lo que el poder podía hacer y lo que debía ocultar. Eran radicalmente amorales, pero creían que el pueblo —para ellos plebe— debe creer que en la política existen unos límites morales. No eran mejores aquellos que estos, pero España sí lo era. Por eso, la delincuencia política se practicaba pero no se exhibía, se perpetraba pero se disimulaba.
Lo que hizo González —y a su sombra se forjaron fechorías sin cuento— queda pequeño al lado de lo que han hecho Zapatero y Rubalcaba, que han convertido el atropello de las leyes en bandera política. Ahí están la Ley de Memoria Histórica, el Estatuto de Cataluña, las sucesivas legalizaciones de ETA, el acoso a los católicos y la persecución de las víctimas del terrorismo. Y ahí queda que el primer sindicato policial, el SUP, con su dirección a la cabeza y con la bendición de Rubalcaba, encabezara una campaña contra los periodistas molestos, les amenazara públicamente con torturarles e intentara meterlos en la cárcel gracias a un fiscal general, el tristemente célebre Cándido Conde-Pumpido, un Vichinsky de recuelo que encabezó todos los desmanes legales del zapaterismo y a ciertos jueces tan sectarios como la fiscalía. Y eso es lo que nos pasó a nosotros. Al menos, por lo que puedo contar y demostrar, lo que me pasó.
Naturalmente, la dictadura estrepitosa de ZP es hija natural de la dictadura silenciosa de González y Polanco. La desnaturalización del régimen constitucional, el conchabamiento de la izquierda y los separatistas, las campañas de destrucción personal y profesional llevadas a cabo al alimón entre políticos y periodistas liberticidas contra otros periodistas, otros políticos y otros jueces o fiscales —casos Gómez de Liaño, Márquez de Prado, Marino Barbero, Fungairiño— son semejantes. La conciencia de impunidad es la misma, corregida y aumentada por el abuso. Pero González y Polanco querían que su poder se notara, se sintiera o se supiera sólo donde debía saberse. Zapatero quiso que su poder se manifestase a voces, con estridencia, exageración e incluso sin necesidad. González y Polanco preferían la lidia a puerta cerrada, salvo casos de escarmiento mayor. A Zapatero le ha gustado la charlotada con fuegos artificiales. González y sus ministros podían utilizar a la policía, a los servicios de inteligencia o gastarse los fondos reservados del Ministerio del Interior para crear el GAL, grabar conversaciones y revolcones de todo el mundo, del rey a los banqueros, pasando por periodistas, políticos y arzobispos.
Pero incluso en las turbias aguas del espionaje, entre el CESID de Manglano —un monárquico con idiomas y lecturas— y el Sindicato Unificado de Policía de Sánchez Fornet —un izquierdista levemente alfabetizado— hay mucha, demasiada diferencia. ¿Alguien se imagina que en los USA, Francia, Alemania o Inglaterra el mayor sindicato policial se dedicara a vituperar públicamente y a perseguir judicialmente a los medios y periodistas que piden que la policía actúe más y mejor contra el terrorismo? Sólo en México. ¿Y que el sindicato policial cuente con el apoyo del gobierno? Ni en México.
La clave de aquel apresuramiento linchador era que, un año antes de las elecciones y del juicio del 11-M, la versión oficial se desmoronaba. En pocos meses, El País, batuta y solista de la orquesta de propaganda, identificó hasta ocho autores intelectuales distintos de la masacre; tres de ellos en ocho días. La hemeroteca progre de 2007 es una ridiculoteca. Pero aquello no era una discusión intelectual sino un acto de poder, nunca fue un ejercicio de convencimiento sino de sometimiento, sin tregua ni prisioneros; lo que se dice una salvajada. Además de la policía de Rubalcaba y casi indistinguible con ella padecíamos el cerco del agitprop de Prisa, la SER y Cuatro, pero con las diez mil tribus libertófobas. A diario nos quemaban en las hogueras de La Sexta y Público; en las televisiones públicas estatales y autonómicas controladas por el PSOE; en las privadas ideológicamente anexas (Tele 5) o en las neutralizadas (Antena 3); nos decían atrocidades en los diarios gratuitos, con 20 Minutos al frente; en casi todos los regionales; en el perioimperio nacionalista-socialista de Cataluña, y sus émulos en Galicia, el País Vasco, Baleares y Canarias; y estaban, en fin, los medios y personajes de Internet peritos en aniquilación personal y política, con El Plural del singular Sopena a la cabeza. Todos, como el SUP, nos trataban a coces, y nos condenaban a voces. Nuestro pecado mortal, decían, era propagar la «teoría de la conspiración»; nuestra enfermedad, la «conspiranoia», la más grave que podía contraerse en España desde 2006. Y todo, porque no creíamos la versión oficial del 11-M. Que no se creían ni los que la vendían.
Tampoco se la creían ni se la dejaban de creer los medios hostiles al periodismo libre pero, como decían en privado, «eso no se sabe y nunca se sabrá; hay que pasar página». Para aquellos a los que no les guste leer ni discurrir, vale. Para los racionalistas, no. El propio término acuñado para estigmatizar a los medios descreídos de las verdades de Rubalcaba, la «teoría de la conspiración», era un mantra contradictorio: ¿cómo no iba a haber una conspiración para idear, preparar y perpetrar la voladura de cuatro trenes en Madrid para influir en las elecciones generales de tres días después? El mero hecho de que no hubiera ningún terrorista atrapado o apresado en la masacre y la obviedad de que tuvo que existir una importante infraestructura terrorista para cometer tan gigantesco atentado demostraba que había existido, cómo no, una conspiración de altos vuelos para perpetrar semejante masacre con fines políticos. Y que los asesinos podían quedar impunes gracias a los encubridores de la versión oficial. Esa que, recordemos, atribuía la masacre a Ben Laden o grupo afín en venganza por el apoyo de Aznar a Bush y Blair en la guerra de Irak. Nunca hubo una sola prueba al respecto y la sentencia de 2007 la niega expresamente, pero la izquierda mantiene esa versión al mismo tiempo que aplaude la sentencia que la descarta por completo. Absurdo, pero menos. Si descartaran a los autores inventados, tendrían que investigar a los autores reales… y a saber lo que encontrarían. Esa prevención la compartía ya entonces buena parte de la derecha política: parodiando el cuento célebre, el rey puede ir desnudo, pero al niño que lo diga, bofetón.
El calendario de la venganza
La lógica del encubrimiento y la descarada manipulación del por el gobierno del PSOE y el papel esencial que en ello desempeñaban ciertos medios y ciertos policías conducían a que fuera el SUP y no grupos clandestinos del CNI, la policía o la Guardia Civil el encargado de ejecutar la represalia contra los periodistas que habían estado a punto de enviarlos —justicia dixit— «caminito de Jerez». Este fue el calendario de la venganza: fulminante, implacable y, por encima de todo, estrepitoso:
31 de octubre de 2007: se hace pública la sentencia del 11-M por parte del tribunal presidido por Gómez Bermúdez.
2 de noviembre de 2007: Sánchez Fornet, secretario general del SUP, anuncia la presentación de denuncias contra determinados políticos y medios de comunicación. Público lo contaba así: «El SUP no esconde los nombres de las presas que quiere lidiar. Sánchez Fornet desveló que el sindicato enfilará a Ignacio Astarloa —secretario de Estado de Seguridad en 2004 y actual secretario de justicia del PP—, Jaime Ignacio del Burgo, diputado conservador; Federico Jiménez Losantos, locutor estrella de la COPE; Luis del Pino, periodista y promotor del movimiento Peones Negros, y Fernando Múgica, principal agujerólogo del diario El Mundo».
5 de noviembre de 2007: el SPP, Sindicato Profesional de Policía, anuncia querellas contra periodistas para defender el honor de Sánchez Manzano. Y lo hace mediante una nota que ha borrado de su web, pero que, ay, resulta imborrable en las hemerotecas y en Inter net. Es la primera manifestación del discurso de aniquilación de los medios que nunca aceptamos la versión oficial del 11-M. Vale la pena leerla entera.
El pasado día 31 de octubre se hizo pública la sentencia del juicio por la mayor masacre que ha causado el terrorismo en España. En el entendimiento de que se trata de una de las resoluciones judiciales más importantes de la historia de nuestro país, los Servicios jurídicos del Sindicato Profesional de Policía han realizado un serio y minucioso análisis de la misma bajo la dirección del letrado José María Fuster-Fabra, quien durante todo el proceso ha llevado a cabo la defensa jurídica de funcionarios del Cuerpo Nacional de Policía de manera altamente satisfactoria.
Una vez estudiada y analizada, nos congratulamos que de forma clara y rotunda se refleje la labor profesional e independiente desarrollada en la investigación por las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado, que permitió que, pocos días después de los gravísimos atentados, fueran detenidos quienes ahora han resultado ser sus autores.
Sin embargo, es hora ya de señalar que, durante la instrucción del proceso judicial, durante el propio desarrollo del juicio oral y aun después de dictada la sentencia por la autoridad judicial, algunos medios de comunicación social han lanzado gravísimas acusaciones contra personas honorables que han dedicado la parte más importante de su dilatada vida profesional a la defensa activa de los derechos y las libertades de todos quienes residimos en España.
Siendo absolutamente legítimo que estos medios sostengan las opiniones que crean oportuno, realicen las investigaciones que piensen necesarias en relación al crimen terrorista más importante de nuestra historia o analicen cualquiera de los sucesos que desencadenaron la tragedia del 11 de marzo desde cualquier perspectiva que ayude al conocimiento total de la misma, consideramos totalmente intolerable que se hayan expresado, de forma repetida y sin otros fundamentos que consideraciones subjetivas basadas en disfunciones operativas que inevitablemente se producen en procesos de investigación de tanta complejidad, imputaciones susceptibles de calificarse como calumniosas o injuriosas que, emitidas con regularidad y de forma pública, causan un daño moral a personas honestas cuyo compromiso ético con el trabajo les ha hecho merecedores de importantes distinciones profesionales.
Es por esto que, tras el análisis detallado de la sentencia, y en el entendimiento de que estas actuaciones de algunos medios de comunicación ofenden gravemente el honor de estos compañeros, especialmente el del comisario Juan Jesús Sánchez Manzano, el Sindicato Profesional de Policía anuncia públicamente que en los próximos días iniciará acciones judiciales en defensa de los mismos y contra las personas que han utilizado tales medios para la comisión de estos actos de ofensa.
Estamos convencidos de que el intenso y riguroso trabajo de cientos de policías españoles durante muchos meses, y que hasta ahora ha permitido condenar a los autores del mayor atentado terrorista producido nunca en Europa, no puede ser menospreciado públicamente mediante la emisión de opiniones interesadas basadas en hechos inciertos.
Las «disfunciones operativas» del SPP consistían, en el caso de Sánchez Manzano, en haber realizado ilegalmente el análisis de los restos de los trenes en los que se produjo la masacre; análisis que era y es, como en todas las pruebas de casos de terrorismo, competencia exclusiva de la Policía Científica. Pero siempre con Fuster Fabra como abogado, Manzano se querelló, efectivamente, contra Pedro J. Ramírez, Casimiro García Abadillo, Fernando Múgica y yo. Tal vez lo haya lamentado después. Pero entonces, a pocos meses de las elecciones de 2008, había que linchar a los periodistas responsables de contar que un juez, Gómez Bermúdez, había dicho en público que los policías que presuntamente habían cometido perjurio, y destruido o manipulado pruebas del 11-M, iban a ir la cárcel. Y estaba claro que eran ellos.
Pero el calendario siguió ampliándose, o simplemente, cumpliéndose:
15 de noviembre de 2007: Enrique de Diego, uno de los ideólogos más visibles del Grupo Intereconomía, presenta en la sede del SUP su libro Conspiranoia, de cómo El Mundo y la COPE mintieron y manipularon sobre el 11-M. En la presentación le acompañaban José Manuel Fornet, secretario general del SUP, José María Fuster-Fabra, abogado de la Asociación 11-M Afectados por el Terrorismo (la de Pilar Manjón) y José Ángel Gago, presidente del Sindicato Profesional de Policía. En ese acto, Fuster Fabra anunció que se iniciarían acciones legales contra ciertos medios. Sánchez Fornet, por su parte, aseguró que había «pruebas suficientes para presentar denuncias contra Jiménez Losantos y Luis del Pino», según los servicios jurídicos de su sindicato, el SUP. Además insinuó que quizá también denunciarían a algunos cargos del PP.
4 de diciembre de 2007: el SUP anuncia la presentación de las primeras querellas para la semana siguiente. Así lo contaba El Diario Vasco:
El SUP presentará la próxima semana ante los tribunales las primeras denuncias por delitos de injurias y calumnias contra las instituciones del Estado. Serán contra el locutor de la cadena COPE Federico Jiménez Losantos y el periodista Luis del Pino. Entre ambos suman más de cien expresiones que los juristas del sindicato consideran calumniosas o injuriosas contra la institución o el buen nombre de sus agentes, muchos de ellos afiliados suyos. Otras cuatro personas están en el punto de mira del mayor sindicato policial por sus acusaciones e insinuaciones sobre el trabajo de la policía en el 11-M: el director de El Mundo, Pedro J. Ramírez; el periodista de este diario y autor de la serie sobre los «agujeros negros» de la investigación, Fernando Múgica; el diputado de UPN Jaime Ignacio del Burgo, y el exsecretario de Estado para la Seguridad Ignacio Astarloa. Los abogados del SUP todavía estudian si sus expresiones pueden tener relevancia penal o, en el caso de los dos políticos, si tienen inmunidad parlamentaria.
En el mismo artículo, se anuncia otra querella de Sánchez Manzano:
La querella del SUP será la primera, pero no la única. Al menos otros cinco policías y mandos del cuerpo estudian acciones legales. El primero es el excomisario jefe de los Tedax, Juan Jesús Sánchez Manzano, al que los autores de la teoría de la conspiración acusaron de haber ocultado pruebas sobre los explosivos encontrados en la furgoneta y en la mochila desactivada en Vallecas.
El excomisario tiene como principales objetivos a El Mundo y a Jiménez Losantos. El periodista de la emisora que controla el Episcopado llegó a afirmar de él que «ha batido todas las marcas de la doblez delictuosa y de la trola al por mayor». Del Pino, por su parte, dijo haber documentado numerosas «potenciales falsificaciones en las que Sánchez Manzano ha intervenido».
Finalmente, El Diario Vasco revela que hay otros cuatro mandos policiales estudiando querellarse: el Tedax «Pedro», el excomisario general de Información Telesforo Rubio, el exresponsable de la Unidad Central de Inteligencia José Cabanillas y Enrique García Castaño, responsable de la Unidad de Apoyo Operativo de la Policía.
Era la hora de la venganza. Era el momento en que ciertos policías de la absoluta confianza del PSOE creyeron que el susto de Gómez Bermúdez iba a depararles una doble satisfacción: prosperar en su carrera y machacar a los periodistas críticos. Cuatro años después, alguno de ellos está implicado en el caso Faisán, la mayor traición perpetrada nunca por la policía contra las víctimas del terrorismo, entre ellas cientos de policías y guardias civiles asesinados por ETA. El «chivatazo» para que la policía española no apresara al aparato de extorsión etarra se produjo desde el Ministerio del Interior, en una línea jerárquica indubitada e indubitable. Pero un juez llegado de Villalba desempolvó el sumario traspapelado por Garzón y ha llevado al banquillo a toda la cúpula policial de entonces, que coronaba este linchamiento escudado en el uniforme. Al banquillo va el jefe superior de la Policía, y de ahí abajo, la cadena policial que perpetró en el País Vasco uno de esos episodios que demuestran a la perfección en qué ha consistido la «dictadura estrepitosa» de Zapatero y Rubalcaba. Lástima que el novato juez Ruz no se atreviera con ellos. Junto a la mano derecha y luego sucesor de Rubalcaba, Antonio Camacho, esos malos policías son los responsables políticos y, en mi opinión, fatalmente técnicos de esa colaboración con la ETA para que la policía de verdad y un juez que iba en serio no les estropeasen la sinfonía del «proceso de paz», que empezó antes de llegar Zapatero al poder y ha llegado hasta su aciago final.
Cuatro años después, ¿qué ha sido de estos policías y de sus socios políticos, sindicales y periodísticos, de esos que trataron de escudar su siniestra actuación en la investigación del 11-M en el «honor de los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado»? ¿Qué se hizo del circo, qué de los titiriteros, qué de los monos? El honor de la policía —si el honor fuera algo jurídicamente real, sólido y con pruebas constatables, no arbitrariamente interpretado por un juez según sus simpatías políticas— nunca ha sido tan mancillado como en el caso Faisán. Sin embargo, ni el SUP, ni el SPP, ni Fuster-Fabra emprendieron acciones contra estos archipresuntos protodelincuentes.
Sánchez Fornet, el literato del SUP
La dictadura estrepitosa de Zapatero se perfila en las grandes manifestaciones contra el gobierno del PP por el hundimiento del Prestige, cuaja con la campaña de sus titiriteros contra la guerra de Irak y alcanza una dimensión sombríamente definitiva con la masacre del 11-M, su llegada al poder y la campaña de deslegitimación permanente contra el PP para echarlo del sistema que, desde el primer año, pone en marcha la izquierda, y da sus boqueadas con la debacle económica de 2010-2011. Pero antes del «Nunca mais» se produjo el cambio de política dictada por Cebrián tras las elecciones vascas, que supuso la liquidación —mano prisatari— de Redondo Terreros. Cebrián y González lo explican con toda claridad en El futuro ya no es lo que era, que se reduce a una tesis: la izquierda debe pactar siempre con los separatistas y debe impedir siempre, como sea, que una derecha nacional sea alternativa de poder.
Este sectarismo de fiscalía y pistolón, de policía y polizón, de «rojos» de pluma y «rojas» de visón se dibuja desde el mismo día en que cantan su ensangrentada victoria y lo he contado en De la noche a la mañana. Comienza cuando la consejera de Gobernación del gobierno catalán y, lo que tiene más relevancia, Pedro Almodóvar ante cuatrocientos periodistas extranjeros, dicen que el rey ha impedido que Aznar diera un golpe de Estado. Lo demás viene rodado. Salvo el 11-M, que estaba por rodar. Tras la sentencia de Gómez Bermúdez, en la que carga el muerto a tres vivos —dos moros de trapicheo y un cristiano esquizofrénico, controlados por el CNI y los servicios de la Guardia Civil— y seis difuntos —presuntamente suicidados, pero a los que, por mantener el suspense, no se les hace la autopsia— era el momento de rematar la faena. Entonces se produce la «operación venganza» de esta camarilla policial afectísima al gobierno de Rubalcaba y Zapatero contra los medios que no les bailábamos el agua.
Pero la política de exterminio contra los medios desafectos al nuevo régimen venía de atrás. En las cuatro legislaturas de González se combatió a los medios de derecha creando frente a ellos un monstruo: Prisa. En las dos de Aznar se alternó la persecución a esos mismos medios y la cohabitación con el poder polanquista. Con Zapatero y Rubalcaba fueron directamente a matar. Y lo hicieron, insisto, desde el primer día, utilizando los medios policiales y judiciales del Estado al servicio de una política dictatorial. Porque dictadura es que llamen a las seis de mañana y no sea el lechero o un hijo adicto al botellón que ha perdido las llaves. Dictadura es que tu familia vea cómo te insulta impunemente y te amenaza físicamente por televisión el representante de un sindicato que agrupa a la mayoría de la policía nacional. Dictadura es saber que te van a condenar aunque seas inocente. Dictadura es saber que te echarán de tu radio, tu televisión o tu periódico por desenmascarar las mentiras del gobierno en materia antiterrorista. Si no aplaudes, te perdonan. Si criticas, te liquidan. Dictadura es, en fin, que el gobierno y la oposición colaboren en el exterminio de los medios y periodistas desafectos e irrecuperables. Y eso empezó en marzo de 2004.
Pruebas al canto: un año antes de la sentencia del 11-M, el Sindicato Unificado de Policía —el que trina y truena por las dizque injurias que algunos periodistas hemos lanzado contra el «honor de las instituciones del Estado», es decir, el de Sánchez Manzano y demás cuadrilla— publicaba piezas feroces contra mí. Han tratado de borrarlas de su web, pero no es tan fácil. Por ejemplo, esta del 6 de octubre de 2006, en pleno idilio gobierno-ETA, no destaca por su contenido —del que no se informa al lector—, pero sí por la forma en que me insultaban los que me llamaban «insultador»:
Un error tipográfico y muchos locos
Un escrito de dos folios que entre otras cosas denuncia hasta cinco asuntos de corruptelas y la forma en la que algunos políticos (por ejemplo, Jaime Ignacio del Burgo Tajadura), periodistas (por ejemplo, Federico Jiménez Losantos) y otros personajes (por ejemplo, Rodrigo M. Gavilán del Pozo e Ignacio López García de la Torre) se está jugando con el puesto de trabajo y el sustento de las familias de bastantes policías, suscita en un locutor de la COPE, emisora propiedad de la Iglesia, numerosas, casi obsesivas, alusiones al propio escrito y dos descalificaciones: sus autores están locos y hay un error mecanográfico o tipográfico —eso sí, reiterado— que él califica de ortográfico.
Nada más. Ni una sola mención a lo que se denuncia en el escrito y aún menos a la biografía profesional de uno de sus habituales colaboradores —y de su emisora— del «sindicato de la inmigración», que no de los policías, léase la CEP, acusado en un informe oficial de ser mentiroso y falsificador.
Talibán de sacristía, predicador del odio, voz de la ultraderecha y terrorista informativo son algunas de las frases que le han dedicado ilustres personajes de la información —por lo menos tan ilustres como él— a la hora de calificar al insigne locutor. Todos estamos locos… menos él.
No hace mucho tiempo, a los sindicalistas del Cuerpo Nacional de Policía y de la Guardia Civil, ciertos mandos nos sometían a tal presión psicológica que algunos sí que acabaron locos; al resto, a los que aguantamos el acoso, nos denominaban de igual manera.
Igual que este locutor e «ilustre liberal» de habla estropajosa.
Que prosiga su revisión ortográfica y psiquiátrica con este escrito, los demás nos quedaremos con el fondo manteniendo algo que ya es una máxima: ser objeto de sus insultos es sinónimo de ser una buena persona.
Madrid, 6 de octubre de 2006. La Comisión Ejecutiva Nacional
Lo de menos es el asunto tratado. Lo esencial es cómo trata el jefe del sindicato policial mayoritario a los policías de otros sindicatos y a determinados periodistas. Del mismo mes (10 de octubre de 2006) es esta delicada gema del SUP, hoy borrada de su web, pero, ay, reproducida en la revista del sindicato. Los titulares y ladillos, así como la personal interpretación de la sintaxis y la ortografía españolas, son responsabilidad del autor:
El Secretario Gral. del SUP defiende a los policías frente al locutor rabioso
El locutor de Ruanda
El pasado viernes, el locutor fanático y radical nos distinguió con algunos adjetivos de los que usa habitualmente. El motivo, una nota de prensa que titulamos «Policías decentes» para poner de manifiesto nuestro apoyo a los compañeros por los continuos ataques e insultos que reciben desde la emisora episcopal, de la Iglesia pero pecadora, llevados a cabo por el terrorista de la información, el ultra rabioso que insulta de forma compulsiva e histérica. Seguiremos defendiendo al CNP y a sus miembros. El locutor insultón no nos callará por muchas descalificaciones que utilice. Somos su objetivo porque no nos plegamos a sus deseos. Este millonario enfermo cree que con su veneno consigue acogotar a las personas que insulta, y debe ser así con algunos, pero comprobará que no es así con el SUP. El talibán de sacristía, personajillo que cada mañana miente, insulta y difama sin escrúpulos está cada día más identificado con lo que es: un personaje extremista y visceral, un ultra cargado de odio.
El terror de las mañanas tiene lepra más que en la lengua en el alma y predica el odio cada día desde el púlpito radiofónico que le cede la pecadora Conferencia Episcopal Española.
Este es de esos que confunde la patria con su bolsillo lleno de dinero, eso al menos se colige cuando en una entrevista el pasado verano decía que sus hijos le recriminan por lo que dice y que él les responde que si no fuera así no podrían estudiar en Estados Unidos. Así se retrata.
Todo por la pasta. Como no tiene principios, dignidad ni honor, no entiende que haya personas honradas para las que su honor es tan importante como su vida. Por eso no tiene remordimientos ni conciencia y actúa con cobardía sin conceder nunca derecho de réplica.
Disponer de un micrófono y pocos escrúpulos para insultar y mentir es un arma poderosa. Más aún si se hace en un país donde aún quedan ciudadanos culturalmente marcados por lo que se podría llamar franquismo sociológico, y con una extrema derecha fragmentada y sin rumbo que el locutor pretende argamasar con el primer partido de la oposición, aunque la mayoría de sus líderes, afortunadamente, no se deja. Eso es lo que dice el diario conservador ABC (cuyo director ha iniciado acciones legales consiguiendo un auto que limita las expresiones del locutor rabioso); el alcalde de Madrid, quien también lo tiene en los tribunales, y destacados miembros de su profesión, los más importantes (Luis del Olmo, Iñaki Gabilondo o José María García) no ahorran calificativos —que pronto publica remos en nuestra web— sobre el personaje. Es gratificante saberse acompañado incluso en el insulto y la descalificación. No estamos solos. Estamos con la defensa de los policías honrados, con la defensa de los derechos y libertades de los ciudadanos, con la defensa de la Constitución, con las instituciones y los ciudadanos de bien, que afortunadamente son más que las otras, las seguidoras del locutor de Ruanda. En Ruanda, una emisora de radio estuvo predicando el odio entre las personas durante más de un año y al final consiguió la matanza que costó la vida a un millón de personas en la contienda entre hutus y tutsis. Es la misma doctrina del odio que se predica desde la emisora de la Iglesia dirigida por la pecadora Conferencia Episcopal, cuyos miembros serían azotados y expulsados del Templo por Jesús por tolerar las infamias de un locutor rabioso contra ciudadanos y policías decentes.
Fdo.: José Manuel Sánchez Fornet. Secretario general del SUP
Es decir, que en paralelo a la instrucción del sumario, la policía más afecta al PSOE instruía un sumario contra los que íbamos desmontando las falacias sobre la versión oficial del 11-M. Faltaba un año para la sentencia y Gómez Bermúdez no había aparecido en el horizonte como juzgador, pero este sindicato tan preocupado por el «honor» de los policías enfangados en la destrucción de pruebas del 11-M usaba los términos antes reseñados contra mí, que por estar protegido por los obispos parecía el más desprotegido. Me hacía entonces y me sigo haciendo ahora dos preguntas: ¿cabe en cabeza humana medianamente favorable al Estado de Derecho que alguien que habla así, escribe así y agita así a un sindicato policial con miles de afiliados se querelle después de proferir tan feroces insultos —de genocida para abajo— contra el propio insultado? ¿Y cabe que haya un juez que admita esa querella?
En España, cabe. De hecho, es lo que pasó. Esa incongruencia feroz, ese atropello al sentido común, esa soberbia de quienes se apropian de la violencia del Estado para utilizarla contra los enemigos del gobierno es lo que caracteriza esos años del linchamiento. No insistiré en la faceta literaria del secretario general del SUP, aunque recomiendo a los psicólogos leer el número 31 de la revista de ese sindicato, redactada casi por la misma mano y asistida por el mismo talento. Con estos tribunales, ¿para qué policía? Y con estos sindicatos policiales, ¿para qué checas?
El SUP hace la apología de la tortura
Lo de las checas no es metafórico. La violencia del SUP contra los pocos periodistas que, contra todos los obstáculos, investigaban el 11-M, también se producía antes de la sentencia, aunque tras ella arreció. Al mismo tiempo de los ataques de Fornet contra mí, y para aventar cualquier hipótesis de que se trataba del exabrupto o la obsesión de un solo hombre y no de la política de un sindicato, entró en liza el portavoz del SUP, Maximiliano Correal. Y sólo en aquel ambiente de hechos consumados cuanto falseados, cuya caballería acaudillaban Rubalcaba y Cándido Conde-Pumpido, fiscal general del Estado, se entiende que una agresión así no tuviera consecuencias.
Los lectores de Libertad Digital se quedaron atónitos y luego se encresparon frenéticos al leer este titular: «A este Luis del Pino lo dejaría con Pedro en una habitación donde no existiera Estado de Derecho» y la información que lo acompañaba:
Con esta frase amenazante y mafiosa se ha dirigido a nuestro colaborador Luis del Pino el portavoz del Sindicato Unificado de Policía, Maximiliano Correal. Lo hizo el pasado viernes en el espacio de Telemadrid El Círculo a primera hora. Las informaciones contrastadas sobre todo lo que rodea a la mochila de Vallecas —desactivada por el Tedax de sobrenombre Pedro— han molestado mucho a este funcionario que es policía y representa un sindicato policial. Correal no ha dudado en implicar a su compañero Pedro en una grave amenaza que requiere una explicación inmediata.
(…).
«Toda la teoría de la conspiración —dice Correal— está haciendo famosa y rica a mucha gente y, políticamente, se está defendiendo lo indefendible. En el sindicato nadie nos va a decir quiénes fueron los autores, cuándo se empezó a saber y qué pensaban los policías que estaban investigando (…). Que lleguen a acusar a un subinspector, que reventaron en Leganés, de que participara en una pantomima en la que murió, te revuelve las tripas».
La amenaza llegó cuando el líder sindical del SUP habla de la desactivación de la famosa mochila de Vallecas en el Parque Azorín, una de las pruebas de la versión oficial que se ha demostrado falsa. Recuerde el lector que en los informes y en algunas informaciones periodísticas se dio el nombre genérico de «Pedro» al agente de la policía que desactivó la famosa mochila y que concedió varias entrevistas en televisión ocultando su rostro. Así se refiere a él Maximiliano Correal y así lanza la amenaza que deja a los dos en un serio aprieto: «O que alguien cuestione a mi amigo Pedro, que estuvo desactivando la bomba de la mochila de Vallecas, jugándoselo todo ese día… A este Luis del Pino lo dejaría con Pedro en una habitación donde no existiera el Estado de Derecho a ver si volvía a repetir lo que ha dicho».
Nunca, ni hablando de los etarras, se había manifestado así la policía española. Ante el silencio de Rubalcaba, la Confederación Española de Policía, rival de derechas en la policía, respondió a Correal en esta nota enviada a Libertad Digital:
En relación con las amenazas efectuadas el pasado viernes en el programa El Círculo a primera hora de Telemadrid, por el portavoz del Sindicato Unificado de Policía, SUP, Sr. Correal, y dirigidas al periodista Luis del Pino, en las que literalmente dice: «A este Luis del Pino lo dejaría con Pedro en una habitación donde no existiera el Estado de Derecho», quisiéramos manifestar lo siguiente:
- Condenamos sin paliativos estas declaraciones de corte fascista, más propias de un matoncillo que de un funcionario del Cuerpo Nacional de Policía.
- Defendemos el derecho de los periodistas a investigar o a interpretar bajo su conciencia y con sometimiento al Estado de Derecho, cualquier aspecto de la vida pública que deseen.
- Defendemos el derecho de cualquier ciudadano a pedir amparo a los Tribunales cuando entiendan que su honor, dignidad o prestigio se vean injustamente menoscabados.
- Defendemos el derecho de cualquier ciudadano a discrepar.
- Tristemente, los dirigentes de este sindicato nos tienen acostumbrados a este tipo de pronunciamientos, tanto con sus propios compañeros de oficio, como con periodistas u otros profesionales con los que discrepen.
- Por suerte, en el seno del Cuerpo Nacional de Policía, no existen habitaciones donde no impere el Estado de Derecho, y estas desafortunadas manifestaciones deben ser entendidas y achacadas, de forma exclusiva, a este siniestro personaje.
La respuesta de Correal llegó a través de dos programas de la COPE, La tarde de Cristina y La linterna de César Vidal, buena prueba de la libertad en nuestra radio, inimaginable en la SER de los «terroristas suicidas». Libertad Digital, que fue casi el único medio que salió en defensa de Luis del Pino, resumió así las palabras de Correal:
El policía Correal intenta desviar la atención por sus amenazas a Luis del Pino abriendo la guerra contra el sindicato CEP
(…). Comenzó en el programa La tarde con Cristina diciendo que lo de la habitación sin Estado de Derecho era una forma de hablar porque en España hay Estado de Derecho. Sin embargo la estrategia de levantar polvo para tratar de tapar la amenaza le llevó a lanzar acusaciones contra otro sindicato, la Confederación Española de Policía (CEP).
En declaraciones a La linterna, también en la COPE, Maximiliano Correal habló de informes elaborados por un ministerio contra miembros de la directiva de CEP. La polémica estaba nuevamente servida y, minutos después, en los micrófonos de César Vidal llegó la contestación de Rodrigo Gavilán, portavoz de la Confederación. Según Gavilán, si existen informes oficiales elaborados por otros ministerios contra delegados de la CEP que obran en poder del SUP «significa que el SUP forma parte del PSOE. Una facción del PSOE, que es el SUP, parece que ha tenido acceso a un documento de que a mí y a otros nos han sometido a vigilancia».
(…). En primer lugar, Gavilán aclaraba que la Confederación Española de Policía, «el lunes pasado superó los 20 000 afiliados y el SUP andará sobre 25 000 o 26 000». Para Gavilán «es una pena» que «entre sindicalistas que se supone que deberían defender los intereses de los policías» desde el SUP «se dediquen a salir en medios de comunicación insultándonos a nosotros» o a lanzar «amenazas a periodistas».
Rodrigo Gavilán explicó que el SUP «es un sindicato de un tinte bastante progresista que forma parte de la estructura del PSOE», frente al surgimiento del CEP «con bastante fuerza hace dos años y medio y un nivel de crecimiento de afiliación bastante elevado, pasando de 14 000 a más de 20 000». Dice del SUP que «desde el principio apoyó la negociación con ETA y la sigue apoyando». Según Gavilán, «en el año 2005 apoyó la reforma en política migratoria de Caldera y ahora dice que está en contra de papeles para todos; se pronunció a favor de la reforma del Estatuto de Cataluña; en todas aquellas planificaciones que realiza el gobierno de Zapatero». En definitiva, al decir de Gavilán, «el SUP siempre da el primer campanazo en los medios de comunicación, hace labores de zapa para dejar el camino liso al partido socialista».
Fornet también quiere meterme a mí en la checa
Naturalmente, una polémica tan feroz entre dos sindicatos, cada uno de los cuales dice tener encuadrados a decenas de miles de policías, y que se produce porque un policía amenaza en televisión a un periodista con nombres y apellidos, debería haber suscitado la inmediata actuación del ministro del Interior. Pero Rubalcaba ni expulsó inmediatamente a Correal ni suspendió las actividades del SUP hasta investigar si estaban fabricando o disponían ya de «habitaciones sin Estado de Derecho», es decir, de cárceles privadas al modo mexicano, o, sencillamente, checas. Y la razón parece obvia: el verdadero jefe de esta policía de partido y de partida era el único que podía serlo: Rubalcaba. Y tan seguro del respaldo gubernamental se sentía el SUP —aquel SUP, al menos— que a la nota de la CEP respondió su secretario general, Sánchez Fornet defendiendo a Correal y diciendo que no sólo había que meter a Luis del Pino en una «habitación sin Estado de Derecho», sino también a mí.
En un Estado de Derecho (a veces España, cuando gobierna la derecha), la repulsa de los medios y de la opinión pública hubiera sido inmediata y hubiera acarreado la fulminante expulsión de los policías y la dimisión del ministro del Interior. Pero el apoyo incondicional del gobierno a los aprendices de chequistas y de la mayor parte de los medios al gobierno, dejó a nuestro país a la altura de cualquier gorilato tercermundista. Respaldado por muchos, incomodado por pocos, y sin inquietud moral que perturbase su estrategia, el gobierno pudo alcanzar su objetivo: iniciar el juicio del amenazando a periodistas que ponían en duda la versión oficial de la masacre.
Claro que, repasando las delicadas expresiones de Fornet y Correal, sigo sin entender cómo se atrevió Fuster-Fabra a invocar el honor de la policía para querellarse contra mí en nombre o a cuenta del SUP, que injuriaba ferozmente a media policía, ni cómo un fiscal respaldó y un juez admitió querella tan descabellada. Pero había que hacerlo y lo hicieron. Luego, la costumbre del PSOE de premiar a sus policías se confirmó en Correal, enviado con gran discreción y mejor sueldo a la embajada española en México. Pero estas historias al otro lado del Código Penal no deben apartarnos de lo esencial: la estrepitosa aparición de Correal y Fornet amenazando a Luis del Pino y luego a mí respondía a una estrategia entre sutil y desesperada para neutralizar uno de los descubrimientos esenciales sobre la falsificación de pruebas en el 11-M. Había que desviar la atención de la llamada «mochila de Vallecas», con la que no podía «jugarse la vida» ni el «agente Pedro», ni el agente Juan, ni el agente nadie, por una sencilla razón: la famosa mochila de Vallecas estaba fabricada para no estallar.
Según las investigaciones realizadas por El Mundo y Luis del Pino en Libertad Digital, la mochila en cuestión apareció en la comisaría de Puente de Vallecas durante la noche del 11-M. Aunque más podría decirse que «se le apareció» al comisario Ruiz, personaje que merecerá capítulo aparte en este libro. El carácter milagroso de la mochila tenía dos efectos: corroboraba con una mochila sin estallar la versión oficial sobre las mochilas que sí estallaron y permitía que un heroico agente «se jugara la vida» rescatando la prueba definitiva que explicaba el 11-M. El único problema es que no explicaba absolutamente nada. La mochila nunca estuvo en los trenes ni en las estaciones donde estallaron. No hay una sola referencia a esa mochila en la lista de objetos recogidos por la policía. Tampoco en el sumario, ni en el juicio. Ni siquiera aparece entre los objetos consignados en la comisaría de Puente de Vallecas. Y no se parece en nada a las mochilas que estallaron: llevaba dentro tornillería y las otras no; el teléfono no tenía fuerza suficiente en la pila para «inicializar» y, encima, los dos cables estaban sueltos. Nadie se jugó la vida con una mochila que jamás pudo estallar.
Dada la grosera factura de estas «pruebas», tan milagrosamente «aparecidas» para sustentar la versión oficial del gobierno —y de Gallardón en el PP—, se entenderá mejor que nos ilusionáramos con el juez Gómez Bermúdez y con su promesa de deducir testimonio a presuntos perjuros y manipuladores de pruebas y mandarlos «caminito de Jerez», vulgo cárcel. La pista de las pruebas falsas es la única indiscutible en el 11-M. Si no para llegar hasta los autores intelectuales y materiales, que no lo sabremos hasta que no empecemos a seguirla, sí para que los ciudadanos sepan cómo se urdió la gigantesca manipulación del 11-M que llevó al poder a Zapatero. Sigue siendo la única pista clara y sigue siendo irrenunciable, de justicia, investigarla.
Pero esto que hoy empieza a abrirse camino en buena parte de la opinión pública, en aquellos años 2007-2008, a lomos de la sentencia y a caballo de las elecciones generales, no lo veía o no quería verlo nadie. Que no lo hiciera la izquierda era normal. Que no lo hiciera la derecha era peor. El ABC, mientras lo dirigió Zarzalejos, llevó la misma línea informativa y editorial que El País; y aunque los lectores huían en desbandada, el ataque sistemático a los medios que no comulgábamos con las ruedas del molino de Rubalcaba facilitaba los ataques internos en la COPE y debilitaba nuestra influencia en el sector del PP dispuesto a resistir. La Razón se puso de perfil, o sea, que apenas se puso. Y lo que más me asombró: el Grupo Intereconomía se pasó con armas y bagajes al bando de Rubalcaba, del SUP y de sus chequistas vocacionales. Afortunadamente, tras la fundación de La Gaceta, dirigida por mi viejo amigo Carlos Dávila, la postura del grupo sobre el 11-M ha cambiado por completo, pero en esos años aciagos, otro viejo amigo del ABC y fundador de Libertad Digital, Enrique de Diego, se unió pública, estrepitosamente a los linchadores.
La extraña alianza de Intereconomía y el PSOE contra Pedro J. y yo
El día 15 de noviembre de 2007, Periodista Digital, el diario en Internet que dirige Alfonso Rojo, que nunca pierde ocasión de atizarle a Pedro J. y que entonces no perdía ocasión de atizarnos a los de la COPE, fuera por lo religioso o por lo político, dio cuenta de un curioso evento político-policíaco-intelectual: la presentación en la sede del SUP del libro de Enrique de Diego, Conspiranoia. Asistieron al acto José Manuel Sánchez Fornet, secretario general del SUP, José Ángel Fuentes Gago, presidente del Sindicato Profesional de la Policía —al que pertenecía Sánchez Manzano— y José María Fuster-Fabra, al que —sin duda injustamente, tal vez por provenir de la extrema derecha catalana— se le atribuye ser letrado de las «cloacas de Interior». Esa desapacible consideración tal vez se debe a haber sido el abogado del general Galindo, condenado por los crímenes del GAL, y acaso a representar ahora a una variopinta serie de personas y grupos que tienen poco que ver entre sí, salvo su abogado y su dependencia, o excelente relación con el ministerio de Rubalcaba. Entre otros, cabe señalar a la Asociación de Víctimas del 11-M dirigida por Pilar Manjón, tan grata al gobierno; el SUP, del que casi huelga hablar; Sánchez Manzano, del que hablaremos, y otros policías denunciados por irregularidades en el 11-M, como el comisario Ortiz, el que encontró o al que se le «apareció» la «mochila de Vallecas».
Las declaraciones de Enrique de Diego ilustraban con su torrencialidad prosódica la gravedad de lo denunciado. Su propósito era claro: «Erradicar de la vida pública a los que han mentido y manipulado sin tener en cuenta que había 192 muertos». Pedro J. y yo habríamos escrito «la página más negra del periodismo español (que) es la utilización de las víctimas para vender periódicos y ganar dinero». Siempre según la reseña de Periodista Digital, «acusó de mentirosos a Federico Jiménez Losantos, Pedro J. Ramírez y Luis del Pino o, como él mismo dijo, “Luis del Timo” (…). “Era preciso poner en boca de los protagonistas sus motivaciones mercantilistas y su pérdida constante de sentido de la realidad, hasta acusar de asesinos a prácticamente todos los policías españoles” (…). El autor del libro dijo ser de derechas, pero estar en contra de la actuación del PP en el caso 11-M, tachándola de estúpida, refiriéndose a ella como “Gran Hermano cutre” y afirmando que Acebes y Zaplana deberían dimitir. El secretario general del SUP dijo haber recibido incluso llamadas para que cambiaran su postura, a lo que ellos se negaron, ya que de ser así podría contribuir favorablemente a medios como la COPE, entre otros. Por su parte, Enrique de Diego declaró que a los lectores de El Mundo y a los oyentes de la COPE debe gustarles que les mientan».
Enrique de Diego, pese a los muchos años y los muchos libros entregados a la actividad periodística e intelectual, es bastante desconocido. A los conocedores del liberalismo en España, que Enrique de Diego presentara un libro contra mí en la sede del sindicato policial más identificado con el PSOE les resultaría sorprendente. Más aún si asistieron a la presentación de su primer libro, El socialismo es el problema, escrito con Lorenzo Bernaldo de Quirós, y del que fuimos presentadores Luis María Anson, no demasiado liberal pero que dirigía el ABC donde entonces escribía Enrique, y yo. También con Lorenzo organizó unas jornadas sobre liberalismo en Benidorm, patrocinadas por el alcalde Zaplana, que, tras dar algunos tumbos, acabaron convirtiéndose durante una década en las jornadas Liberales de Albarracín, en las que nació el grupo de Libertad Digital y, por supuesto, participó Enrique, hasta que una trifulca psico-conyugal, que por piadosa discreción no detallaré, le hizo abandonarlas.
El afecto, admiración o identificación de Enrique conmigo, que en no pocos momentos ha alcanzado niveles ruborizantes, se trasladó a Libertad Digital, periódico en el que colaboró desde el principio. El problema que le planteaba a su primer director, Javier Rubio, es que quería colaborar demasiado. Hasta tres artículos diarios llegó a enviar, según se me quejaba Javier; y esa reticencia a su inflamable inspiración provocó el enfriamiento de nuestras relaciones y, finalmente, su marcha. Roto el dique de su entorno liberal, se lanzó a escribir ensayos a porrillo y novelas en pandilla, lamentablemente sin éxito. Es raro que publicando tanto no se acierte alguna vez, pero el destino de los genios suele ser injusto. Tras esta colaboración con la «operación venganza» de los policías del fundó el «Movimiento de las Clases Medias», con el que a partir de cierta popularidad alcanzada en Radio Intereconomía e Intereconomía TV, quiso regenerar España desde el Ayuntamiento de Madrid. Pero la injusticia que sabotea sus meritorios intentos en las letras, también lo impidió.
Enrique nunca se limita a publicar un libro, porque diríase que más que escribir le gusta reincidir, y en el primero sobre el 11-M no atacaba a Acebes ni Zaplana, aunque se zampó como un tragasables la tesis del atentado islamista propalada por el gobierno del PSOE. No merece censura por ello, ya que el propio gobierno del PP la creyó. Pero unos meses después Aznar dijo en ABC una frase sobre el 11-M con enorme eco: «Los autores no están en montañas remotas ni en desiertos lejanos». Y la base de las palabras del presidente del Gobierno cuando la masacre eran las incoherencias en la versión oficial detectadas y denunciadas por los tres medios que investigábamos el 11-M. A partir de ahí, los celos periodísticos y el celo político tal vez se confundieron.
Entre el islamismo de pega y el periodismo de traca
Hay algo que ni Enrique de Diego ni nadie con un mínimo de pulcritud intelectual puede seguir manteniendo: el origen islámico de la masacre. Es terrible que el gobierno del PP no se haya consagrado a averiguar la verdad sobre el 11-M y, de paso, aventar montajes y conjeturas; pero es todavía peor que ni la izquierda socialista ni la derecha gallardonista reconozcan públicamente que lo que defendieron durante años era falso. Que la supuesta autoría islamista, tan hábilmente aprovechada por el PSOE, quedó desacreditada en la propia sentencia del 11-M. Esa misma a cuyo autor condecoran, pero en la que Bermúdez reconoce no saber quiénes fueron los autores intelectuales de la matanza, niega que exista cualquier evidencia que la relacione con Al Qaeda o guarde relación con el respaldo político de España a la guerra de Irak.
Pero la invención progre del atentado islamista tuvo tal éxito propagandístico que ha anulado la modesta constatación de los hechos. Y entre esos hechos destaca la siembra en el surco fértil del sumario de no pocas pruebas falsas. En este apartado delictivo y delictuoso las contradicciones de Bermúdez son terribles. Por ejemplo, la sentencia niega valor y por tanto reconoce como pieza falsa al Skoda Fabia, pero no manda investigar quién colocó ese coche después del 11-M, con el maletero cuajado de ADN de los supuestos asesinos. En cambio, da por verdaderas otras pruebas como la «mochila de Vallecas» o la furgoneta Renault Kangoo, más falsas aún que el Skoda Fabia.
Hay otros muchos datos en la sentencia que merecerían investigación policial y judicial, o, mientras tanto, periodística. Así, la sentencia no asume ninguno de los itinerarios oficiales propuestos para explicar que los explosivos llegaran a Madrid, ni que el cerco al piso de Leganés, donde presuntamente se suicidaron los terroristas, tuviera lugar, según dijo la policía, tras un tiroteo en Zarzaquemada. Tampoco explica que no se hiciera la autopsia de los terroristas supuestamente suicidados. Y en cuanto a los explosivos, al arma del crimen, ni asume ni niega que en los trenes estallara «Goma 2 ECO y vale ya», como dijo la fiscal Sánchez en la instrucción del caso. En realidad, según supimos después de la sentencia, la pericia que ordenó Gómez Bermúdez, pero luego ocultó a los imputados y a sus abogados, privándoles de una herramienta esencial para su defensa, había llegado a la conclusión de que el explosivo que estalló en los trenes fue Titadyn. Lo primero que dijo la policía al gobierno del PP.
¿Por qué ante estos datos incompletos pero indiscutibles algunos periodistas prefieren negar la evidencia? ¿Por qué Enrique de Diego se retrata junto a policías implicados en tenebrosas ilegalidades o notorias irregularidades en la manipulación de las pruebas del 11-M? No lo sé. No conozco a ese tipo, aunque se llame igual que uno que traté hace años. Nunca lo hubiera creído capaz de formar parte de un piquete parapolicial para difundir que los que denunciamos irregularidades en la investigación del 11-M habíamos sido desmentidos por la sentencia. Falso: a nuestros «agujeros negros» probados la sentencia añade grietas abismales, simas abisales y mucho más.
Del piquete parapolicial al enjuague multiconfesional
La frenética actividad difamatoria de Enrique de Diego contra Pedro J. y contra mí, que alcanzó su apogeo con ese libro, duró varios años. Sin embargo tuvo un punto de inflexión en septiembre de 2010. Se acababa de conocer que Pedro J. se iba a la COPE con Buruaga, a quien encargaba también la dirección de Veo7. Mientras tanto, yo había llegado a un acuerdo de colaboración con julio Ariza e Intereconomía que incluía la emisión gratis de la señal de esRadio por TDT, la participación de Carlos Dávila en mi tertulia y la mía en El gato al agua. Los observadores superficiales o ayunos de información vieron en la operación Unedisa-COPE-Buruaga una especie de traición de Pedro J. contra mí que, a su vez, provocaba una alianza entre Ariza y yo. Y ese fue el momento en que Enrique de Diego quiso hacer una voltereta con tirabuzón, sostenella pero enmendalla, mantener su discurso contra los medios que denunciamos la versión oficial del 11-M y, al mismo tiempo, evitar que mi pacto con Ariza le costara la cabeza y acabara con su flamante partido político, el Movimiento de las Clases Medias, nacido gracias a la plataforma que le brindaba julio Ariza en Intereconomía.
Enrique, que no ha sido nunca un maestro de los matices, tuvo serias dificultades para decir lo mismo y lo contrario. No era fácil que dos periodistas a los que llevaba años injuriando junto con los Manzano, Ruiz y demás criaturas policíacas del PSOE pudieran tener de pronto un tratamiento diferenciado e incluso antagónico. Pero, a su manera tosca, lo hizo; o, al menos, lo intentó. El resultado de su esfuerzo es esta pieza que lo retrata de cuerpo entero, en lo periodístico y lo moral:
La traición de Pedrojota
Entre los cambios en los medios con los que se inicia el curso destaca la traición de Pedrojota a Jiménez Losantos. Traición tortuosa y oportunista, que se mueve a medio camino entre el descarnado utilitarismo y la bajeza moral sin paliativos.
La alianza entre Pedrojota y Jiménez Losantos ha sido una de las más sólidas y duraderas del panorama mediático español. Viene de los lejanos tiempos en que Losantos era jefe de Opinión de Diario 16, siendo Pedrojota director. Más allá de lo mercantil, la relación siempre ha transmitido la imagen de que iba más allá del interés coyuntural para asentarse en una sólida amistad.
En el balance, puede decirse que quien ha puesto más, quien tiene su saldo a favor es Losantos, quien desde la COPE generó la especie de un grupo de comunicación conjunto. Mientras los otros diarios bajaban, El Mundo no sólo frenaba la sangría sino que incrementaba sus ventas. Efecto casi milagroso, debido al entusiasta respaldo de Losantos.
Según se ha publicado reiteradamente, la traición de Pedrojota —casi un instinto en el personaje— se debería, precisamente, a la consideración de que ha pagado muy caro, en ventas, su ausencia de la COPE. Es un diagnóstico simplista que elimina la crisis general del papel, acosado por la competencia de los gratuitos e Internet, cada vez con más oferta y pulso, y también el hecho notorio de que El Mundo ha perdido a chorros la fibra, la investigación, la crítica y la independencia (llegó a defender a Bono o «A Bono le salen las cuentas») que le dieron frescura y éxito en los primeros tiempos.
Desde luego, lo que ha hecho Pedrojota es un asalto en toda regla a la COPE, para el que Jiménez Losantos simplemente sobraba, y de nada han valido viejas amistades, sólidas alianzas de antaño, ni patentes servicios prestados más allá del deber y la conveniencia.
El asalto se ha llevado a cabo en una operación a dos bandas con Ernesto Sáenz de Buruaga, que deja en lugar muy desmerecido a la Conferencia Episcopal. De nuevo la COPE se pone al servicio de la «derecha pagana», sin principios pero con muchos intereses, sin línea editorial ninguna o incluso contraria a lo esperable.
Pero la COPE de Buruaga no es, obviamente, la de Losantos, y no va a producir, por tanto, efectos parecidos. Buruaga es la acomodación plena al sistema y, por ende, la inhabilitación; el periodismo entendido como una forma menor de las relaciones públicas. Buruaga, otrora emblema y sonrisa del aznarismo, es el biotipo de periodista de partido, aliñado, ajeno a la crítica y a la exclusiva, que ha hecho de no ofender a nadie una bella arte, por no defender nada. Estricto periodismo cortesano. Es fácil vaticinar que la COPE de Buruaga no va a ser la panacea que Pedrojota espera para revertir la caída libre de ventas de El Mundo.
Buruaga y Losantos
He combatido a Losantos su conspiranoia sobre el 11-M por su manifiesta inconsistencia, por ser objetivamente lesiva para las víctimas y por desarmar a la sociedad española respecto al gravísimo problema de islamización. En su descargo, hizo seguidismo de El Mundo y quizás creyó en una capacidad de investigación que hace tiempo no existe. Siempre he reconocido los méritos innegables de Losantos en independencia, patriotismo, lúcida e insobornable crítica a los nacionalismos y defensa de las libertades, con excelente pedagogía del liberalismo, de fuerte influencia en la juventud.
(…).
La traición de Pedrojota a Losantos conlleva, como efecto colateral, el intento de decretar la muerte civil de Federico. No se producirá. Tiene un espíritu combativo y un sólido discurso liberal de los que el tándem Pedrojota-Buruaga carecen. Un par de oportunistas cuando el tiempo de los oportunistas ha pasado.
Sinceramente, esta última afirmación me parece arriesgadísima. El autor y el artículo la desmienten.