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EL DÍA EN QUE ME FUI DE LA COPE
PERO ME QUEDÉ
El martes 13 de mayo de 2008, Alfonso Coronel de Palma me citó en su despacho de la segunda planta —también llamada, maliciosamente, planta noble—. Yo me iba al día siguiente a Estados Unidos para asistir a la graduación de mi hijo mayor y llevaba esperando esa llamada —sin demasiada inquietud— todo el mes de abril. En teoría, era una espera absurdamente dilatada, a juzgar por las filtraciones del entorno rouquista y los parabienes del cañizarismo, que consideraban segura nuestra renovación. Tanto, que el cardenal arzobispo de Toledo nos había invitado la semana anterior a César y a mí a comer en el hermosamente destartalado palacio arzobispal. No pudimos ir ese día y, la verdad, tampoco teníamos prisa en ver a nuestro paladín para hablar de lo mal que iba España y lo necesaria que era la COPE. Al menos, mientras Coronel no concretase los términos de la renovación.
El retraso era poco comprensible, dadas las circunstancias. En marzo, ZP había ganado las elecciones por segunda vez. Con su liderazgo y su proyecto más fuertes que nunca, la llamada derecha sociológica dependía más que nunca de la COPE para resistir el tormentón izquierdista, nacionalista y laicista que apuntaba en el horizonte. Sin embargo, Coronel iba siempre a la suya, que casi nunca coincidía con la lógica de la empresa, así que suponíamos que no quería aparecer ansioso por nuestra continuidad, que en cierto modo también significaba la suya. De ahí que mi sorpresa fuera mayúscula cuando, tras los interminables prolegómenos de rigor —el viaje a los USA, el futuro académico de mis hijos, el bienestar de nuestras respectivas familias, los últimos chismes en el mundo de la radio, y un largo etcétera— desembocó en el asunto que llevábamos tanto tiempo dilatando.
—Bueno, como supondrás, querría que habláramos de tu renovación.
—Más vale tarde. Pero ya sabes que mis condiciones son sencillas: mantener la columna vertebral de la programación con César y Nacho Villa, y que el contrato sea por tres años. Como mínimo, dos y un tercero facultativo. En lo económico, como siempre, que negocien mi contrato Recarte y Jenaro. Seguro que, al final, pierdo dinero.
—Ja, ja, ja.
—Ja, ja.
—Ja. Bueno, verás. Yo quiero que sigas y que sigan César y Nacho, todo igual. Pero sólo te puedo ofrecer un año de contrato.
—¿Cómo que un año?
—Bueno, yo creo que es lo mejor para todos.
—Para todos, no sé. Para mí no. Y para la radio, menos. Se crearía un ambiente interno enrarecido y se crecerían los enemigos externos.
—¿Pero por qué? Yo creo que será al revés: se aliviará mucha tensión.
—¿Con el gobierno más fuerte que nunca después de las elecciones? Tendremos tanta tensión como antes o más. Y, en general, una renovación precaria de los comunicadores envía a la izquierda y a la derecha un mensaje de debilidad.
—Yo no lo veo así. Al contrario: dará una sensación de tranquilidad.
—Tú lo ves desde este despacho. Yo lo tengo que ver todos los días en el micrófono. Y los que están empeñados en liquidar la COPE lo verán clarísimo: si se conga menos en los comunicadores, hay que atacar sin piedad. A nosotros y a la COPE.
—Creo que te equivocas. Pero, mira, lo mejor es que aproveches el viaje para pensarlo y volvemos a hablar. ¿Cuándo vuelves de América?
—El sábado.
—Pues quedamos el lunes que viene y me cuentas qué has decidido.
—Imagino que la decisión tuya está tomada y meditada. Que sabes lo que haces.
—Sí, claro, pero me gustaría que lo que hagamos, lo hiciéramos juntos.
—Bueno, tengo que hablar con César y Nacho, pero te adelanto que a ellos les diré que, en estas condiciones, yo no quiero seguir. El suicidio es un pecado contra el Espíritu Santo, y esto es suicidarse. La COPE, no sólo yo. Aunque yo sólo hable por mí.
—Piénsalo bien en el viaje, con tranquilidad. Lo hablamos el lunes.
—Lo hablamos, pero ya te digo que, en principio, mi respuesta es no.
—Espero que cambies de opinión.
—Hasta el lunes.
—Hasta el lunes. Disfruta con tu familia. Eso es lo fundamental.
—En eso sí coincidimos. Hasta la vuelta.
Salí del despacho a las dos de la tarde, la hora de comer, aunque no tenía el menor apetito. Y lo primero que hice fue llamar a César.
—Salgo ahora del despacho de Coronel. Me parece que quieren que nos vayamos.
—No fastidies.
—De dos años, nada de nada. Uno y gracias. Contigo y con Nacho, pero sólo uno.
—¿Y qué le has dicho tú?
—Que tenía que hablarlo con vosotros, pero que, en principio, no.
—Ya sabes que yo haré lo que hagas tú. ¿Se lo has dicho a Nacho?
—Ahora está haciendo su programa. Se lo diré esta tarde. Pero estoy convencido de que firmar sólo un año nos deja tan débiles que en la temporada que viene tenemos que irnos sin que nos echen.
—Eso mismo creo yo. Ahora entiendo por qué nos daban tantas largas. Pero no entiendo qué pretende Rouco. Porque supongo que lo sabe Rouco.
—Me ha dado a entender que sí.
—A lo mejor teníamos que haber ido a comer con Cañizares. Lo mismo sabía del plan de Coronel y quería advertirnos.
—Nos lo hubiera dicho, hombre. O que era urgentísimo y tal.
—Todo esto es muy raro. Rarísimo.
—Sí, es muy raro pero está muy claro: o nos quedamos en precario o nos vamos.
—Eso es lo único claro, desde luego. ¿Cuál es el plan ahora?
—Hablar con Pedro J., Recarte y Nacho Villa. Cualquier decisión les afecta.
—No te envidio la tarea. Ya me contarás.
Esa noche, después de largas conversaciones, quedó claro que todo estaba oscuro. Nadie, empezando por Recarte, Javier Rubio y Dieter Brandau, sabía en qué medida nuestra salida de la radio podía afectar a Libertad Digital y Libertad Digital TV, ya que de una u otra forma yo siempre había estado ligado a la COPE. Los más optimistas, con Dieter a la cabeza, creían que si yo me iba de la radio, mejor, así podía dedicarme plenamente a nuestra televisión mientras el producto iba encontrando su «nicho de mercado». Un poco tenebroso lo del «nicho», aunque fuera de mercado, pero era el argumento de fondo. Nunca sabríamos qué parte de la audiencia de la COPE nos seguía a nosotros y qué parte a la cadena si no hacíamos la prueba de separarnos. A mí era lo que me apetecía.
El sector pesimista pensaba que con la crisis económica y la inevitable caída de anunciantes, Libertad Digital necesitaría una ampliación de capital para compensar la caída de ingresos. Recarte empezó esa misma noche a preparar un proyecto que asegurase tres años de tranquilidad empresarial incluso sin ingresar un euro. En última instancia, todos entendían que si yo tomaba la decisión de irme sólo adelantaba un año lo que previsiblemente iba a suceder. Y la aventura en solitario nos resultaba atractiva.
La relación con Pedro J. era más espinosa, porque compartíamos el proyecto de radio FM para Madrid —cuyo concurso llevaba un año de retraso y no se sabía cuándo se decidiría— y porque la desaparición de la plataforma que para El Mundo suponía mi programa en la COPE sería una pequeña catástrofe. Naturalmente, Pedro entendía mis razones para irme pero prefería un mal acuerdo a un buen divorcio. Seguir un año más, aunque fuera a trancas y barrancas, nos permitiría montar la radio en Madrid, si nos la daban. Entonces podríamos asociarnos con COPE desde una posición menos débil o emprender la aventura en solitario, aunque Pedro prefería alguna forma de continuidad.
En resumen, que El Mundo, nuestro principal aliado, quería que nos quedáramos una temporada más en la COPE, como fuera, a ver si cambiaba el panorama. Y dentro de Libertad Digital creían que había que evitar un desgaste brutal para mí y para el grupo y que era el momento de volar solos, de escapar a la larga sombra del director de «nuestro periódico», latiguillo que había consagrado el Grupo Risa para referirse a El Mundo, en sus imitaciones de Pedro J. Nuestro periódico, decían, era Libertaddigital.com. Pero yo publicaba cinco columnas a la semana —prácticamente todos los días— en El Mundo.
Había argumentos de sobra para defender ambas posturas. Lo incómodo era que la decisión que finalmente tomara, siendo particular era general, y siendo general, debía ser particular. Libertad Digital TV tenía más de cien empleados, yo era primer empleado, empleador, y tenía que decidir en tres días. Ni que decir tiene que aquella noche dormí poco y mal. Y que cuando el día siguiente amaneció desapacible y turbio, me fui a Barajas en una situación psicológica a juego con la atmosférica: horrorosa.
Sólo faltaba que se cancelase el vuelo para perderme la graduación y que se arruinara todo. A punto estuvo. Pero al final todo quedó en un retraso que llenamos desayunando por enésima vez. Entonces, por hacer algo, se me ocurrió reconectar la BlackBerry que había apagado en el control de pasaportes. Y al abrir «direcciones» apareció el teléfono de María Rosa de la Cierva, que ni siquiera recordaba archivado. Milagro sobre sorpresa: nunca pude hacerme con la BlackBerry y sus infinitas funciones, pero ahí estaba. Yo había decidido tomar solo mi determinación sin consultar a nadie, aunque quedase fatal, pero los dedos, como actuando por su cuenta, activaron la función de llamada. Estuve a punto de cortarla al darme cuenta, pero la dejé sonar. Llamar a María Rosa no suponía comunicarse con ella. La mano derecha de Rouco siempre estaba ocupada, había que dejar un mensaje en el contestador y, tras escucharlo, llamaba horas, días o semanas después, cuando podía si podía o cuando quería si quería.
—¿Dígame?
—¿María Rosa? Soy Federico.
—¡Hombre, Federico! ¿Qué tal fue ayer?
—Creí que Coronel os habría informado. Pues no fue, vamos, que fue mal. Te llamaba para despedirme, porque pese a las campañas en contra han sido también años muy buenos. Y quería agradecerte tu parte en ellos, que, sin duda, ha sido fundamental.
—Pero ¿cómo que te vas? El cardenal, que yo sepa, no está al tanto de eso. He hablado con él esta mañana por otro asunto y no me ha dicho nada.
—Ya sabes que yo creo que los católicos profesionales tienen que ser monjas como tú o clérigos como Rouco; pero que los de paisano son muy liantes.
—Pero, vamos a ver: ¿cómo ha sido lo de irte? ¿Qué te dijo él? Porque, hasta donde yo sé, la orden que se le dio era todo lo contrario: que te quedaras.
—Bueno, pues la ha cumplido a medias. O al revés. Ha dicho que sólo me ofrece un año más, y eso, tal y como está la COPE, es imposible.
—¿Y por qué es imposible? ¿Qué han dicho de César y Nacho?
—Nacho es de la plantilla de la casa y Coronel acepta encantado que siga en La palestra y al frente de informativos. A César le ofrece un año que podrían ser dos. Pero a mí dice que sólo puede ofrecerme uno. Eso convertiría el año que viene la COPE para mí en territorio comanche; con los sioux enredando por las colinas y los chiricahuas dispuestos a cortarme la cabellera. Sería suicida.
—Lo de que firmes sólo un año, ya te digo que hasta donde yo sé, y creo que sé lo que sé, nadie se lo ha dicho. Se le dijo que te ofreciera la renovación, sin más.
—Mira, si Nacho se queda sin límite de tiempo y aunque César se empeñe en firmar los años que firme yo, sea uno o ninguno, siempre se sabrá que podría haber firmado otra cosa. Eso me deja en una situación letal. Soy la única pieza de caza mayor en el coto. Me toca jugar la prórroga con nueve frente a once y el árbitro. Imposible.
—¿Tú has dicho ya que te vas? ¿Se ha dicho algo en los micrófonos?
—No. César y Nacho lo saben, pero no dirán nada. Y mi equipo, tampoco.
—Bueno, pues no digas una palabra. ¿Dónde vas a estar hoy?
—En el aire, como es natural. Estoy en Barajas. Salgo para Chicago y Saint Louis. Voy a la graduación de mi hijo mayor en la universidad.
—Bueno, eso es una gran alegría, así que disfrútala y no te preocupes.
—No me preocupa demasiado, de verdad. Me molesta la bofetada por sorpresa, pero quizá sea peor para la COPE que para mí. Una descompresión no me vendrá mal.
Recapitulemos: si no has contado nada es que aún no habéis concretado nada.
—No. Hemos quedado el lunes. A las doce, al terminar el programa.
—Bueno, pues no hagas nada. Déjame que yo hable con el cardenal y aclare qué es lo que pasa. Este fin de semana no está el cardenal, pero lo veo el domingo a última hora o el viernes por la mañana. Te llamo a la radio.
—Te agradezco el esfuerzo. Pero en tres días no se arreglan tres años.
—¡Qué dices! ¡Tres días en la Iglesia son mucho, muchísimo tiempo!
—Yo no me creo demasiado que el tiempo de la Iglesia sea distinto. Si acaso más lento, no más rápido.
—Tú hazme caso. Tres días son muchísimo, pero muchísimo tiempo.
—Bueno, pues ya hablamos a la vuelta.
—Oye, y de irte, nada. Vais a hacer mucha falta este año, después de lo que ha pasado en las elecciones. Pero ahora tú disfruta lo de tu hijo, que es lo importante de verdad. Hablamos el lunes.
—Hablamos el lunes.
—El lunes sin falta. Y ni una palabra, ¿eh?
—Ni una. Voy a llamar a Pedro J., no sea que tenga el domingo flojo y lo saque en portada.
—Sí, por favor. Cuanto menos se entere nadie, mejor. De verdad te lo digo, esto no era para que te fueras, sino para que te quedaras. A ver si lo arreglamos, que ya verás cómo sí.
—Bueno, pues adiós. Voy a llamar a Pedro. Y gracias.
—No se merecen. Disfruta estos días, porque ya no vuelven. Adiós.
—Adiós.
Me quedé pensando. Estaba de pie, en una esquina del bar al que había huido para asegurar la señal del móvil, evitar el ruido y a los curiosos. Me quedé mirando por el ventanal el aire gris, la lluvia ligera que, a fuerza de insistir, había dejado charcos junto a los túneles de embarque, plegados como paraguas. Había algo penoso y hermoso en aquella desolación tan habitada.
—¿Pedro? Soy Federico.
—¿No te ibas hoy? ¿Dónde estás?
—En Barajas. Se ha retrasado el vuelo. Te llamo porque acabo de hablar con María Rosa de la Cierva. Y le he dicho que tenía decidido irme.
—Yo creo que es una mala decisión, ya te lo dije ayer.
—Sí, ya lo hablamos. Ella piensa lo mismo, pero dice que Coronel ha actuado por su cuenta, que se le dijo que hablara conmigo para que siguiera, no para que me fuera.
—¿Cuál es el problema, entonces?
—Que no puedo aceptar sólo un año y además solo, porque César podría firmar más y Nacho está en plantilla. Es una forma suavona, marca de la casa, de romper el grupo sin que se note mucho. Pero desde dentro y desde fuera se notará, faltaría más. Sería un año fatal, y eso si lo terminaba, que no creo. Tendría que dejarlo a la mitad.
—¿Y no se puede hacer algo para arreglarlo?
—Te llamo precisamente para eso. María Rosa cree que puede reconducirlo, pero no debe trascender nada hasta el lunes. Yo estaré de vuelta, ella ya habrá hablado con Rouco y me dirá lo que haya.
—Por mí no te preocupes, que no se sabrá nada. Total, para el lunes queda poco. Vale la pena esperar. Oye, yo lo he pensado esta noche y creo que sería una gran pérdida si te fueras de la COPE. Sería el gran triunfo de los enemigos. Y no tienes una radio a donde ir. Bueno, Intereconomía, pero no es lo mismo. Es empezar desde cero y en una empresa ajena.
—Bueno, para acabar de arreglarlo, tengo el juicio de Gallardón en unos días.
—Ya lo sé. Me ha llegado la citación. Otro motivo para seguir en la COPE.
—No estoy yo tan seguro. Pero, en todo caso, el contrato acaba en junio, así que el juicio de Gallardón y el de Zarzalejos me pillarán en la COPE. Eso sí es seguro.
—Bueno, bueno. Tú piénsalo bien en Saint Louis. Pero para quedarte.
—Sólo un año, te digo que sería un error. Pero, en fin, si Iberia no sirve para pensar las cosas, nada servirá. Te llamo si hay novedades.
—Sin falta, ¿eh? Piénsalo bien. Y pásalo bien, por supuesto.
—Faltaría más. Un abrazo y te llamo si hay algo o a la vuelta.
—Un abrazo.
El alivio que se notaba en la voz de Pedro J. era muy parecido al de María Rosa de la Cierva: todo tenía aún arreglo. Yo hubiera querido creerlo, pero racionalmente no podía. Empezaba a temer que los días de la graduación de David iban a ser inolvidables, pero por otros motivos que la ceremonia en sí. En ese mismo momento, anunciaron la salida de nuestro vuelo con destino Chicago. Y, efectivamente, salió.
En el viaje no hablamos de la radio. Nos dedicamos a mimar a Jorge, que tanto lo merecía, comimos, vimos películas y hasta dormimos un rato. Llegamos a Chicago hechos polvo y nos agotamos para llegar a Saint Luis. Pese a todo, llegamos. De la primera noche recuerdo un restaurante vietnamita, muy bueno y muy melancólico. Seguramente lo pilotaban náufragos de aquella guerra que perdieron los USA pese a ganar todas las batallas, un caso único en la historia. De eso hablábamos en la mesa. Dos millones de vietnamitas, un millón de laosianos y tres millones de camboyanos víctimas del comunismo fueron el balance de esa curiosa singularidad. La izquierda se instaló en una hegemonía mediática y académica aplastante, que dura hasta hoy. En la Washington University de Saint Louis tuvo lugar el primer debate público entre Obama y McCain, que ya traía ganado en los medios Obama. Los estudiantes, tan progres como suelen en las mejores universidades americanas, eran felices. En EEUU, todos los días sigue cayendo Saigón.
La ceremonia de graduación se desarrollaba en dos partes. El jueves, la Recognition Ceremony, en la que cada College —el de David era el de Arts & Sciences— reconocía como licenciados y entregaba el diploma correspondiente a los que habían aprobado el curso y la carrera. Era más informal y tuvo que serlo mucho más, porque se echó a llover como se supone que viene lloviendo en el Missouri y el Mississippi desde antes de Huckleberry Finn. Por si acaso, estaba preparado el pabellón deportivo cubierto, donde nos sentamos quinientos familiares de los flamantes graduados. Los alumnos estaban felices y se aplaudían entre sí. Aún era el penúltimo acto juntos y no les tocaba emocionarse hasta el día siguiente, el de la despedida de verdad. David recibió sus títulos en Filología Inglesa e Historia Moderna y fue muy aplaudido por sus compañeros. Nos emocionó, claro, verlo con toga y birrete en el escenario recibiendo sus diplomas. Pero, sobre todo, cuando al final, en pie, escuchamos todos el God bless America.
Al día siguiente, dejó de llover. La ceremonia, con todos los colleges desfilando con las togas de siglo y medio atrás, y el discurso final del exalumno Quincy Jones con una emocionada y patriótica apología del «sueño americano» fue… como debía ser. Cuando terminó, cantando de nuevo God bless America, yo sentía la emoción propia y la de todos los que llevaba dentro de mí. Recordaba especialmente a mi madre, maestra nacional en un pequeño pueblo de las montañas de Teruel, que tanto habría disfrutado viendo allí a su nieto. Y a mi buen padre. Y a mis abuelos: pobres, listos, esforzados, malheridos y curados por la vida. Todos, claro, bendiciendo a América en ese día de sol.
El domingo, en el avión de vuelta, yo veía claro el final de un ciclo y eso suponía dejar la COPE. Pero una cosa es la lógica del cerebro y otra la del corazón. El lunes 19 de mayo, con el jet lag a cuestas y mi equipo en ascuas, llegaron las diez, y con ellas la pausa del cuarto de hora, que es la del teléfono. Puntualísima, apenas anuncié el Grupo Risa y las noticias, llamó María Rosa de la Cierva y la pasaron a la cabina de producción. No me hubiera importado, bien al contrario, oírle decir que Rouco no había podido lograr que me quedara. Pero intuía lo contrario. Y así era.
—Bueno, Federico, vamos al grano. He hablado con el cardenal.
—Espero que esté bien.
—Está estupendamente. Y quiere que te quedes.
—Muy amable por su parte, pero le habrás explicado que un año no es suficiente.
—Eso se puede arreglar, pero lo importante es que Rouco quiere que sigas. Y si Rouco quiere, yo creo que debes seguir.
—Pero ¿qué te ha dicho exactamente Rouco?
—Pues verás: he empezado por preguntarle si le parecía bien que te fueras.
—¿Y qué te ha dicho él?
—Que sería una catástrofe para la COPE.
—Bueno, pero eso es un análisis, no un deseo. Ni una propuesta.
—Así lo he visto también yo, porque suponía que me lo ibas a plantear en esta conversación.
—¿Y?
—Yo le he preguntado: ¿puedo decirle a Federico que para la COPE sería una catástrofe que se fuese?
—¿Y qué ha contestado Su Eminencia?
—Que sí. Y entonces, me adelanto a que me lo preguntes, le he dicho: ¿puedo decirle a Federico que usted querría que se quedara?
—¿Y?
—Me ha dicho que sí, que hiciera lo que considerase oportuno. Pero tampoco creas que me he quedado ahí. He añadido: ¿y puedo decirle a Federico que usted le pide que siga en la COPE?
—¿Y qué ha contestado él?
—«Haz lo que dicte tu conciencia».
—Le hablas a un profano que accede a los altos designios por adivinación. Al decirte eso tan halagador de tu conciencia, ¿estaba él de buen humor o serio?
—El cardenal estaba de muy buen humor.
—Se supone que eso quiere decir que, sin duda, quiere que me quede.
—Así lo creo yo. Y así te lo transmito, con la urgencia del caso.
—Deberías transmitírselo también a Coronel. Hemos quedado a las doce.
—Lo sé. Cuando cuelgue contigo me pasarán con él. Pero ¿tú vas a ir a la reunión con voluntad de seguir?
—Yo estaba y estoy dispuesto a dejarlo, pero temo que me tocará seguir.
—Esta vez, llámame después de la reunión y dime en qué habéis quedado.
—Yo creí que le ibas a decir tú en qué quedábamos.
—Ja, ja, ja.
—Te veo de un humor excelente. Casi, casi cardenalicio.
—No tanto, pero me alegraría muchísimo que todo lo que se ha hecho en estos años no se perdiera.
—Intentaré que la reunión no pase de una hora y te llamo antes de comer.
—Llámame aunque esté comiendo.
—Lo haré. Recuerdos a tu conciencia.
—Ja, ja, ja.
—Hasta luego.
—Hasta ahora.
Como era previsible, la charla con Coronel sobre la graduación de David, la diferencia de la universidad en América y España y la crisis de valores en Occidente se alargó, se ensanchó y volvió a alargarse. Cerca ya de las dos, tal vez porque había quedado para comer con alguien, Coronel habló al fin de lo que nos había reunido.
—Bueno, Federico, imagino que habrás pensado tranquilamente lo que hablamos la última vez.
—Pues sí. Pero sigo sin ver lo de un año solo, como ya te expliqué.
—Ah, o sea, que sigues en que te vas.
—No. Sigo en que mantener el equipo es esencial y que firmar sólo un año en La mañana es suicida.
—Pero es que yo sólo puedo ofrecerte un año. Palabra.
—No sé si has hablado esta mañana con María Rosa de la Cierva.
—Sí. Ya me ha dicho que había hablado contigo.
—A mí me ha dicho que Rouco me pedía que me quedase.
—Yo también quiero que te quedes, ya te lo dije la semana pasada.
—Pero en condiciones inasumibles. Se lo he explicado a María Rosa.
—Bueno, ella me ha dicho que tú estabas por la labor.
—Siempre que firme más de un año de contrato. Ya he hablado con César y Nacho, y ellos también están de acuerdo en que es algo fundamental.
—Bien, pensándolo así sobre la marcha, ¿qué te parece un año y otro eventual? O sea, con la posibilidad de un segundo, que es lo que querías.
—No, yo quería dos con opción a un tercero. Pero dejémoslo ahí. Que Jenaro se ponga de acuerdo con Recarte y cuanto antes firme, mejor.
—Bueno, entonces creo que podemos felicitarnos. Sigues en tu casa.
—Después de firmar, pero sí, supongo que sí. ¿Cuándo lo anunciaréis?
—Cuando crean que es el momento. Ya te he dicho que la situación es delicada, así que esto tiene que dosificarlo el cardenal.
—Cuanto antes. Y me voy a dormir, que tengo un jet lag espantoso.
—Pues que descanses.
—Igualmente.
Después de la conversación surrealista con María Rosa de la Cierva, tan importante en mi renovación por lo que hizo y por lo que yo la aprecio, pensé que el cupo mensual de sorpresas estaba cubierto. Error garrafal. Apenas se anunció mi continuidad en la COPE —que suponía la de César y Nacho— se destapó una intriga de gran magnitud para cambiar radicalmente el rumbo de la radio. Lo sorprendente es que al frente de ella estaba el que durante años nos había defendido más ardorosamente; el que sólo unos días antes nos había invitado a comer: Cañizares. Y nos declaró la guerra en el mismísimo Vaticano.
Las razones de Cañizares y la COPE como clave en la batalla interna del PP
La única crónica sobre la cena en la embajada de España en el Vaticano en la que se anunció nuestra renovación en la COPE se publicó varios días después, el domingo 25 de mayo de 2008.
La pergeñó Enric Juliana en La Vanguardia y, seguramente sin querer, daba la clave última no de nuestra permanencia en la cadena, sino de su patológica obsesión por echarnos. El lector dominical de La Vanguardia, si no padecía el mismo mal que Juliana, tuvo que sorprenderse al ver en portada una catarata de titulares, epígrafes y subtítulos entre los que destacaban dos; el primero, que justificaba todo el texto, era o decía ser una crónica política sobre el PP: «El debate precongresual en el PP». Pero el titular más relevante de la crónica madrileña decía: «El presidente del episcopado, desoyendo al nuncio y al cardenal de Toledo, propulsa a Jiménez Losantos».
¿Me «propulsaba» Rouco a la estratosfera de la dirección del PP? ¿Me mandaba lejos, a modo de cohete espacial, para que dejara la COPE y aterrizase en Génova 13? ¿Me propulsaba a mí porque así se impulsaba él como archicapitoste pepero? ¿Y para qué? ¿Por qué la calle Añastro, sede de la Conferencia Episcopal, se había convertido en una subestación de la NASA con tráfico lento, aceras tranquilas y acacias tenaces?
Hasta tres subtítulos o nanotitulares, tres, insertaba el diario del conde de Godó entre la presunta crónica sobre el PP y el titular confeso sobre mi propulsión rouqueña:
La crónica
La voz de los críticos
No hubo votación; Martínez Sistach y Amigo, de la línea crítica, se refugiaron en la prudencia
La comisión ejecutiva
Hace diez días, la cúpula episcopal estuvo a punto de decidir el despido de Jiménez Losantos
Significativa novedad
El cardenal de Toledo, Antonio Cañizares, fue el más firme partidario. Rouco mueve piezas contra Rajoy
Y tras los cinco anuncios, que son muchos en una portada dominical, Juliana arrancaba:
Lunes 19 de mayo, embajada de España ante la Santa Sede, al filo de las dos de la tarde. El embajador Francisco Vázquez ofrece un almuerzo al comité ejecutivo de la Conferencia Episcopal Española, que acaba de ser recibido en audiencia por el papa Benedicto XVI. El día es lluvioso, 14° y mucha humedad, pero la cordialidad reina en el comedor de la embajada más antigua de Roma. Paco Vázquez sabe ser un gran anfitrión, sobre todo si preside la mesa el cardenal Antonio María Rouco Varela, tan gallego como él, aunque un poco más astuto. El embajador está a punto de comprobarlo. De nuevo.
«Eminencias, me informan desde Madrid que en la página web de la COPE se acaba de anunciar la renovación del contrato de Federico Jiménez Losantos», advierte en voz alta Fernando Giménez Berrocal, vicesecretario para asuntos económicos de la Conferencia Episcopal, el único laico que ha asistido a la audiencia con el papa. En la sala se produce el silencio. Un silencio incómodo, que rompe inmediatamente el cardenal primado de Toledo. «Me parece una muy mala noticia. Es una lamentable decisión», exclama en voz alta Antonio Cañizares, hombre de carácter recio que suele decir siempre lo que piensa. Aun disponiendo de buena información sobre los entresijos de la cúpula episcopal española, el embajador Vázquez queda algo estupefacto, ya que muy pocas veces el arzobispo de Toledo ha disentido en público de Rouco Varela. Los demás comensales saben muy bien lo que está ocurriendo, pero optan por la discreción. No se expresan con la misma franqueza que Cañizares. No hay debate.
La verdad casi nunca coincide con Juliana, que tiene una extraña debilidad por los arquetipos regionales, mediocres para chistes e inútiles para la definición política. El tribalismo nacionalista, que él lleva a extremos racistas y ridículos, le hace sorprenderse de que dos gallegos no piensen lo mismo y, además, que se sepa. Por Juliana, no habría elecciones en Galicia: ¿para qué, si nunca dicen lo que piensan y echarían en la urna papeletas con acertijos? Pero Vázquez sabía demasiado bien lo que pasaba por la sencilla razón de que había hecho todo tipo de maniobras para cargarse la COPE, junto a la vicepresidenta De la Vega, que llegó a presentarse en El Vaticano para ver al secretario de Estado con un pliego de cargos contra nosotros. Como no tenía cita sólo fue recibida por un «minutante», un burócrata de cuarta, que cogió su dossier y lo depositó en alguna cripta. Pero lo reseñable es que el embajador Vázquez no lo ha sido de España sino de su partido; no ha servido al Estado ni a la nación sino a la secta socialista, su secta, que mientras él trataba de cerrar la cadena de los obispos, llevaba a cabo una tarea de demolición contra el catolicismo como no conocía España desde finales de la Guerra Civil; y, en algunos aspectos, desde Diocleciano. Vázquez, como Bono, son católicos de pega, «sepulcros blanqueados» y recalificados. Vázquez no ha tenido oportunidad —sí deseo— de retratarse tanto como Bono, pero este se ha retratado por cuarenta. El estadista hípico es capaz de comulgar bizcocho por la mañana con Zerolo en una parroquia «roja», bautizar a su hija adoptiva en la Catedral de Toledo, con Cañizares de anfitrión, a media tarde; votar en el ocaso que se quite el crucifijo de las escuelas y, a media noche, que se cierre el Valle de los Caídos.
Desconozco quién es Berrocal, ese Mercurio de las noticias de la COPE, al que se refiere el pobre Juliana. Supongo que se refiere a Fernando Jiménez Barriocanal, diecisiete años a la sombra de don Bernardo Herráez en la COPE, máximo responsable de los dineros de la Conferencia Episcopal desde hace dos décadas largas y al que todo el mundo se refiere como Barriocanal. Llamarle Giménez o Jiménez es error o acierto sin importancia. No saber que Barriocanal se llama Barriocanal es demostrar que no se tiene ni idea del ámbito episcopal. Cosa que confirma al referirse a la reunión del Ejecutivo de la CEE el 15 de mayo.
Aquel día, festividad de San Isidro, patrón de los madrileños, la cúpula del episcopado estuvo a punto de despedir a Federico Jiménez Losantos, director del programa matinal de la emisora católica COPE y conspicuo protagonista de la vida política gracias a su pletórica capacidad para la arenga. El locutor, de antigua pasión maoísta, seduce y magnetiza a un segmento notable de la derecha sociológica, sobre todo en Madrid, con la consiguiente influencia en los avatares del PP. Desde el 9 de marzo, está desarrollando una feroz campaña contra Mariano Rajoy. Le flanquea, en perfecta y estudiada sintonía, el director del diario El Mundo, Pedro J. Ramírez, que el pasado domingo amenazaba con «tirar la bomba atómica» [sic] en el supuesto de que Rajoy no presente la renuncia antes del congreso del PP, previsto para los días 20, 21 y 22 de junio en Valencia.
Un sector hasta ahora minoritario del episcopado lleva tiempo manifestando su disconformidad con la línea de la COPE, pero el jueves se produjo una novedad. El cardenal Cañizares, ausente de Madrid, hizo llegar por escrito su opinión, nítidamente contraria a la renovación del contrato de Jiménez Losantos. Conservador sin fisuras y plenamente identificado con el pensamiento de Joseph Ratzinger, el cardenal de Toledo cree en estos momentos que el propagandismo de la COPE ha rebasado unos limites aceptables, en detrimento del prestigio de la Iglesia. Es, en sustancia, la misma opinión que el nuncio de la Santa Sede en España, Manuel Monteiro de Castro, ha transmitido a la Secretaría de Estado del Vaticano. El nuncio Monteiro aún no se ha repuesto de la impresión que le produjo ser acusado de «masón» en una de las arengas matinales de la COPE, al estilo de Radio María, la emisora ultra de Varsovia, que el Vaticano no logra embridar.
«Cañizares tiene una visión muy diocesana y en estos momentos está preocupado por la dignidad del mensaje eclesial», explican fuentes allegadas al cardenal. Nacido en 1945 en Utiel (Valencia), Cañizares mantiene una estrecha relación con la Universidad Católica de Murcia, cuya influencia intelectual es perceptible en la actual Generalitat valenciana, presidida por Francisco Camps, decisivo e influyente valedor de la reorientación centrista del PP Uno de los principales colaboradores de Camps es el vicepresidente y consejero de Bienestar Social Juan Cotino, director general de la policía en la etapa Aznar y persona muy próxima al Opus Dei.
Cuatro de los siete miembros del comité ejecutivo episcopal —el vicepresidente Ricardo Blázquez (Bilbao), Antonio Cañizares (Toledo), Lluís Martínez Sistach (Barcelona) y Carlos Amigo (Sevilla)— son, en estos momentos, críticos con la COPE. En una posición intermedia se halla el obispo de Oviedo, Carlos Osoro. Los únicos valedores del hombre que con mayor ahínco quiere derrotar a Rajoy son Rouco Varela y el secretario portavoz de la Conferencia, Juan Antonio Martínez Camino, obispo auxiliar de Madrid. Pero no hubo votación. La reunión transcurrió en términos ambiguos. «La voz más clara fue la de Cañizares», relata una fuente que la conoce al detalle. «Martínez Sistach y Amigo se movieron con prudencia; no fueron muy beligerantes», añade. La contención del cardenal de Barcelona está siendo especialmente comentada en círculos eclesiales de Madrid. Con suma habilidad, el cardenal Rouco llevó la indeterminación a su terreno y propuso trasladar la decisión final a Alfonso Coronel de Palma, presidente de la emisora. El domingo por la tarde, Jiménez Losantos obtenía la renovación por un año, prorrogable (el radiofonista pedía tres).
Mi renovación no fue el domingo por la tarde, fue el lunes a mediodía. Yo no quería tres años sino dos. Es posible que sólo Rouco leyera la carta de Cañizares, que, de creer su testimonio en el penúltimo capítulo, no se refería a mí. Es difícil que en una reunión «la voz más clara» sea la de quien no está. Es imposible que tenga una «visión muy diocesana» quien ni siquiera tiene ya diócesis. Sus relaciones con la UCM son motivo de críticas durísimas en medios católicos tan leídos e identificados como el blog de Fernández de la Cigoña, por lo cerca que se hallan de la corrupción, sombra permanente de la UCM. Y en cuanto a las estrechas relaciones de Cañizares con Francisco Camps, «decisivo e influyente valedor en la reorientación centrista del PP», preferiría dimitir antes de cebarme con el caído por el escándalo Gürtel. No puedo hacerlo del todo porque, como por error anunció en portada y regurgita al final de su crónica, Juliana presenta la COPE como un campo de enfrentamiento de las dos líneas que se han perfilado tras la derrota del 9 de marzo de 2008: la de Rajoy y el PP de Aznar y la del Rajoy que para conservar su liderazgo se identifica con Gallardón, es decir, con el PSOE, y margina, expulsa o reprueba a las figuras y a los medios de comunicación identificados con el PP, especialmente la COPE. La historia tenía ya dos meses, pero el charlista provinciano puede presentar como noticia esta banalidad:
Semanas antes, Rouco Varela había compartido manteles —una cena— con Rajoy, quien le pidió neutralidad en el convulso periodo que atraviesa el PP. Ambos mantienen una buena relación y una evidente sintonía galaica (Rajoy es de Pontevedra y Rouco de Lugo). El encuentro, correcto en las formas, acabó instalado en la frialdad. Cada vez más partidario de la beligerancia de los católicos en el espacio público, el presidente de los obispos españoles ya sabía cuál era su apuesta.
De creer al destintado escriba de Godó, su apuesta era mi «propulsión». O sea, que la COPE mantenía su programación, como una semana antes, en nota de agencia, había publicado La Vanguardia, que lamentablemente tampoco lee juliana. Sin embargo, había un hecho cierto del que hablaba pero nada sabía juliana: Rouco no aceptó la presión de Rajoy para que apoyáramos que fuera reelegido líder sin votación en el congreso del PP o no nos burláramos de aquel trágala urdido por Camps y Arenas con el remoquete de «Bulgaria, capital Valencia». Era una sorda y trascendente guerra ideológica dentro de la derecha en la que, pocos días después de esta ridicrónica, me tocó ocupar el primer plano. Era el juicio de opinión, a cuenta del 11-M, instado contra mí por Ruiz-Gallardón.