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CUATRO EJEMPLOS DE JUSTICIA:
CEBRIÁN Y EL JUEZ GARZÓN, LA ESQUERRA Y EL
JUEZ FANLO
Ejemplo primero: Cebrián
Entre todos mis linchadores de estos últimos años, destaca por su ferocidad Juan Luis Cebrián. Fue el típico niño bien del franquismo: becado en Inglaterra, subdirector de Informaciones con veintipocos años, director de los servicios informativos de RTVE en el gobierno Arias Navarro, el último de la dictadura, y director de El País fletado por Fraga. Luego se convirtió en el hombre bien de la democracia y se hizo rico y poderoso dando y quitando patentes de demócrata. Gestionando el negocio de Prisa, vamos.
Que el franquismo recauchutado produjera un Fouché era previsible. Que Fouché llegara a creerse alguna de sus reencarnaciones lo era menos, pero sucedió con Jesús de Polanco (q. e. p. d.) y su mano derecha, Cebrián. Polanco presumía de que «no hay cojones para negarme a mí un canal de televisión» (y tuvo razón) y de tener en nómina «más abogados que periodistas». Tuvo la prudencia de no incluir a jueces y fiscales, aunque los exhibió en el caso Gómez de Liaño, juez perseguido y condenado por supuesta intención de prevaricación a instancias de Polanco. El Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo lo proclamó víctima de un atropello judicial, pero diez años después, cuando, ay, ya no era juez. No obstante, salvo bacigalupadas o garzonadas, los premios de Prisa en el ámbito fiscal y judicial se dispensaban en forma de legitimación progresista, que solía acarrear una rápida promoción profesional. Y si alguien quiere ver el extremo poder sobre el Poder judicial que ha logrado el Grupo Prisa, le bastará leer este capítulo.
En febrero de 2007 Juan Luis Cebrián se querelló contra mí por un supuesto delito de calumnias e injurias. Según el consejero delegado de Prisa yo había dedicado el programa del 27 de octubre de 2006 «lisa y llanamente a la denigración personal y profesional» de Cebrián. En ese programa y a propósito del 11-M —que es lo que une la mayoría de las querellas interpuestas contra mí en los últimos años de la COPE— yo critiqué lo declarado la víspera por Cebrián en el Foro de Nueva Economía, que fue esto:
Yo creo que lo que se está montando en torno al 11-M es una vergüenza. Es una vergüenza de verdad porque ha habido doscientos muertos y encima se utiliza a las víctimas y se habla en nombre de ellas, simplemente porque el gobierno Aznar mintió cuando dijo que era ETA la responsable y es más importante que el señor Acebes, que era ministro del Interior, que fue el que personalmente mintió ante las televisiones mundiales, no haya mentido, que resolver esta cuestión razonablemente ante los tribunales.
A mí me parece lo del ácido bórico primero una estupidez y después de que me parece una estupidez me parece algo serio respecto al verdadero respeto que se debe tener a las víctimas del terrorismo en este país, que no por exhibir más dolor o más tal se les tiene más respeto.
En el mismo acto, Cebrián nos acusó a Pedro J. Ramírez y a mí de estar en los años ochenta y noventa a favor de los crímenes del GAL, calumnia que desmonta la hemeroteca y un hecho todavía más claro: fueron Diario 16 y El Mundo, con Pedro J. de director, yo como editorialista o columnista político y siempre con la cobertura de Antonio Herrero en Antena 3 Radio y la COPE, los que pese a la obstrucción de El País y medios satélites, destaparon la responsabilidad del gobierno del PSOE en los veintimuchos asesinatos de los GAL. No es fácil callarse ante ataques tan injuriosos, calumniosos y manipuladores. Y yo no lo hice. He aquí alguna de las frases que empleé:
«“La que se está montando”, no. La que habéis montado, primero, manipulando la masacre».
«Pero, vamos a ver Janli (así llamaba a Cebrián, entre otros periodistas, el íntimo amigo de su padre Jaime Campmany, con el que compartían veraneo), aquí los que han utilizado el 11-M de la manera más miserable habéis sido vosotros».
«Dice “utilizar a las víctimas”, ¡pero, hombre, si las habéis triturado!».
«Tú, Juan Luis, llevas dos años tratando de boicotear a los medios de comunicación, pocos, que están tratando de averiguar qué pasó el 11-M y quién ha sido».
«Unos pusieron las bombas, pero sin vosotros desde luego el efecto no habría existido».
Estas palabras, que eran de simple réplica a las del factótum de Prisa, «suponen un grave desprestigio para mi persona», dijo Cebrián. Yo empleaba, según él, un tono «imprecatorio», «amenazante», «desabrido», «soez», y un «lenguaje vocinglero y altisonante». Yo le «agredía moralmente» al imputarle «haber cercado las sedes electorales del PP las vísperas de las elecciones del 14 de marzo de 2004 (…); haber falsificado y manipulado pruebas en el sumario del atentado del 11-M (…), todas las imputaciones son falsas. Jamás he cercado ningún sede de ningún partido político, ni di órdenes de que tal cosa se hiciera». Además de mi condena, Cebrián reclamaba una indemnización de 100 000 euros por los «daños morales» sufridos.
El 6 de marzo de 2007 el Juzgado de Instrucción número 40 de Madrid admitió a trámite la querella. Dos meses después, el 8 de mayo, Cebrián declaró ante el juez. Dijo que él no tuvo ni «la más mínima relación directa o indirecta» con las manifestaciones que cercaron las sedes del PP el 13 de marzo de 2004.
Pero el instructor le preguntó a Cebrián por su artículo de opinión en El País del 12 de octubre de 2006 «Sobre la mierda (de toro)», que empezaba así:
Con todo lo sucedido, todavía no salgo de mi asombro tras las supuestas revelaciones que el periódico de la derechota y la radio episcopal vienen difundiendo, durante años y con insistencia digna de mejor causa, sobre la autoría y causas del terrible atentado que un puñado de fanáticos perpetraron en la estación de Atocha de Madrid invocando el nombre de Alá. Si me tengo que creer cuanto han publicado, los terroristas del 11-M formaban parte de una conjura instrumentada por los servicios secretos franceses y/o marroquíes, con la colaboración de la policía española, sectores de la Guardia Civil, militantes socialistas, confidentes de la pasma, narcotraficantes, y, desde luego, activistas de ETA, tal como se proclamó desde el gobierno del señor Aznar.
El periodismo amarillo no es un invento de la COPE, convertida desde hace tiempo en una máquina de difamar (…). Desde que la libertad de prensa existe hay sitio en ella no sólo para la honestidad y el debate racional; también para los desalmados y los tontos, con los que debemos aprender a convivir, pues son los tribunales y los lectores quienes finalmente dictarán el veredicto adecuado acerca de sus desvaríos. Lo verdaderamente preocupante es la adopción de esas prácticas amarillistas por el principal partido de la oposición, y la utilización de la mentira y la injuria como método habitual de expresión de quienes hablan por la radio de la Iglesia católica.
Uno diría que, generalizando así y en ese tono, Cebrián no tiene derecho a quejarse de nada, pero se queja y ante los tribunales, «relajando al brazo secular» —como antaño la Inquisición—, a los pecadores de opinión. Eso sí, él no renuncia a denigrar ni a predicar, y mientras patea a los medios pequeños, imparte clases de ética periodística:
Es deber de los medios criticar al poder y vigilar sus excesos, cualquiera que sea quien los cometa. Pero es imposible desconocer también que en ello se amparan, cínicamente, quienes por su parte utilizan con desvergüenza los púlpitos y las páginas editoriales para difamar al adversario, utilizando toda clase de mentiras y artilugios dialécticos, método por el que pretenden recuperar la gobernación perdida.
Uno diría que en punto a difamación, Cebrián no tiene que envidiar a nadie, pero se equivocaría por falta de bibliografía. Citando a un profesor de Princeton, Harry G. Frankfurt, dice el querellante Cebrián, tan puntilloso en asuntos de honor:
El charlatán de mierda (bullshit) no está del lado de la verdad ni de lo falso (…), puede que no nos engañe, o que ni siquiera lo intente, acerca de los hechos o de lo que él toma por hechos. Sobre lo que sí intenta engañarnos deliberadamente es sobre su propósito. En línea con este análisis parece evidente que los inventores de las paparruchas que circulan por las ondas episcopales practican el principio de que el fin justifica los medios. El propósito de quienes les alientan y animan no es, contra lo que dicen, defender la verdad —en este caso, sobre el 11-M— sino los intereses del partido de la oposición, responsable del gobierno en el momento de los atentados. Por eso es irrelevante si algunas de sus presuntas investigaciones resultan acertadas y otras estúpidas, porque de lo que se trata es de manipular a la opinión pública con un solo fin. No el de convencerla de que el ácido bórico, además de para conservar los langostinos, sirve para fabricar explosivos, sino de que el sumario judicial sobre el atentado de Atocha está trufado de fallos porque el gobierno prefiere no investigar la verdad.
El argumento es formidable: aunque lo publicado o dicho por esos medios que denigra sea cierto para sus autores, e incluso aunque sea, sencilla y llanamente, cierto, lo importante es la intención. Y esa la establece Cebrián, cuyos medios, los más poderosos de España a la sazón, han publicado innumerables falsedades sobre la matanza del desde los «terroristas suicidas» de la SER a los autores intelectuales de la masacre, que fueron siete u ocho en pocos meses, y hubo semanas en las que desenmascaró a dos distintos, en rigurosa (es un decir) exclusiva. Pero eso sí: Cebrián puede publicar cosas falsas y que sabe que lo son; y, sin embargo, hace el bien, como el caso del bórico, ridiculizado por El País y el ABC, obra de Garzón que luego fue revocado y durísimamente criticado por los propios jueces, que aún no se atrevían a sentarlo en el banquillo por prevaricación. Lo realmente importante de Cebrián era el mensaje transmitido: él puede decir lo que quiera de quien quiera. A él sólo se le puede aplaudir o musitar «sí, bwana»:
En su despiadado afán por lograr sus objetivos estos charlatanes no paran en mientes y convendría no menospreciar su eficacia. El que sean unos falsificadores no significa que no se muestren expertos en su tarea. Mucha gente duda en México de que no haya habido fraude electoral, pese a los pronunciamientos judiciales que lo han desestimado, y mucha gente duda en España sobre la «autoría intelectual» del 11-M, pese a las evidencias de que nos encontramos ante un acto vandálico más de la red de Ben Laden. El bullshit es una enfermedad creciente en las opiniones públicas de las democracias y debemos aprender a sufrirla tanto como a combatirla, habida cuenta de las toneladas de estiércol que se derraman a diario sobre nosotros. Consolémonos sabiendo que está bendito.
Si esto no es insultar periodistas y denigrar a sus medios, ¿qué lo será? Pero una de las ventajas de la superioridad moral de Cebrián es que mientras los que buscan el mal son gentuza aunque digan la verdad, Cebrián puede decir lo que sea, aunque sea falso, pero no importa, porque busca el bien. ¿Quién lo dice? Cebrián. Este mismo denigrador de lo excrementicio que aquí afirma que fue Ben Laden el autor de la masacre del 11-M, defendió luego editorialmente (amén de injuriarnos a los de siempre) la sentencia judicial que proclamó que no se conocía al autor intelectual, pero que no era Al Qaeda. Debe de ser cómodo tener siempre razón, digas una cosa o la contraria. Por eso es desagradable que algunos periodistas y algunos jueces no se humillen ante Cebrián.
Cuando en mayo de 2007 el juez Enrique de la Hoz le preguntó a Cebrián por las acusaciones excrementicias publicadas por él en El País contra nosotros, Cebrián contestó que en el artículo citado «no se hacían críticas concretas y singularizadas a Jiménez Losantos, sino a la cadena de emisoras COPE, tratando de criticar los enredos periodísticos y las manipulaciones que a su criterio se venían efectuando últimamente desde determinados medios». Pero ¿dónde trabajaba yo seis horas diarias sino en la COPE? E insistió en la «difamación» de nuestra radio.
En cuanto a las declaraciones cebrianitas en el Foro de Nueva Economía que motivaron mi respuesta, Cebrián dijo que no eran contra los medios de comunicación citados, sino que «vivimos desde los atentados del momentos de tensión informativa, pero sus críticas iban dirigidas más a la clase política que a los medios periodísticos, en concreto al exministro Acebes y al expresidente del Gobierno, José María Aznar».
He aquí otra de las ventajas de ser Cebrián: sólo él padece la «tensión informativa» (a menudo creada por él mismo) que le exculpa de todo, al extremo de que al atacar a El Mundo y a la COPE, en realidad atacaba a Aznar y Acebes, pero sin nombrarlos. Y ojo con dudar de sus palabras, que el que se atreva a hacerlo, se la carga.
También a mí, siervo de la gleba periodística al lado del príncipe Cebrián, me tocó declarar ante el juez. Señalé que en la querella de Cebrián había una manipulación completa de lo que yo había dicho desde la COPE y que «el señor Cebrián como consejero delegado del Grupo Prisa, es la persona que manda en el mismo, con el antecedente de que durante muchos años fue el director del diario El País. Siendo en consecuencia un periodista al máximo nivel sin dedicarse tradicionalmente a labores burocráticas».
Sobre el «caso del bórico», artillado por Garzón, dije que había sido una «constante» en los medios de Prisa hacer bromas y chascarrillos con este asunto. Sobre la «manipulación de pruebas del 11-M» que dice la querella de Cebrián que le atribuyo, recordé el «trato exquisito» que desde sus medios de comunicación se dio al excomisario Miguel Ángel Santano, procesado por la justicia. Y añadí que «era evidente que el señor Cebrián no podía crear esas pruebas falsas pero sí favorecer un clima de opinión en el que esas pruebas falsas podían pasar por verdaderas». Reiteré otra obviedad: que en mi opinión, los medios del Grupo Prisa perpetraban «un ataque continuo» a la Asociación de Víctimas del Terrorismo, entonces presidida por Francisco José Alcaraz y a la que yo pertenezco.
Cinco días después, el 22 de mayo, mi abogada pidió al instructor que archivase el caso, sosteniendo una vez más que su cliente hizo uso de su derecho fundamental a la libertad de expresión al opinar sobre las opiniones de Cebrián en mi programa de radio. Además, insistió, «el único que ha padecido a lo largo de los años las acometidas informativas de todo el grupo editorial dirigido por el querellante, que no es precisamente pequeño, era él». Y mi abogada aportó abundante documentación demostrando cómo en las páginas de El País, órgano del querellante, me tachaban de «fabulador paranoico», «averiada mercancía periodística», «manipulador de información», «matón de la desinformación», «ser un periodista que confunde cínicamente la prensa de investigación con el libelo de intoxicación y la crítica al poder con la extorsión a sus titulares», «amarillismo informativo de sentina», «dispuesto a sembrar todo tipo de conjeturas paranoicas, dudas simuladas, insinuaciones rastreras u acusaciones encubiertas» y otras delicadezas semejantes.
Cristina Peña, mi abogada, insistía en lo evidente: yo no había acusado a Cebrián de obstruir la justicia, sino que critiqué a sus medios de comunicación por no contribuir a despejar las dudas sobre aquellos luctuosos sucesos y, sobre todo, por mancillar y deslegitimar pública y sistemáticamente a los medios y periodistas empeñados en investigar los hechos más allá de la versión oficial. Y recordó también algo cierto aunque molestase a Cebrián: el papel de sus medios en el cerco a las sedes del PP del 11-M al 14-M, y sobre todo durante la jornada de reflexión del 13-M. En esos días, la línea editorial seguida por todos los medios de Prisa dirigidos por el querellante fue creadora del estado de opinión necesario que desembocó en que parte de la ciudadanía realizara tales delitos. «Es un hecho que los “asaltos” a las sedes del PP fueron declarados ilegales por la junta Electoral Central y en algunos casos, incluso supusieron la apertura de procedimientos judiciales contra parte de sus intervinientes».
Acerca de lo primero, yo recordé ante el juez la invención de «terroristas suicidas» en los trenes para sembrar dudas sobre la actuación del gobierno, diciendo que tenían datos que el ejecutivo ocultaba, o que Aznar podría declarar el estado de excepción. Pero la pieza clave en el cerco a las sedes del PP fue el Carrusel deportivo de la cadena SER, conducido por Paco González. Varios periodistas de la cadena defendieron que «les parecía respetable que los ciudadanos expresasen sus sentimientos ante las sedes del PP» y que las concentraciones eran un hecho «lógico». Fue el propio Paco González quien marcó la pauta al comenzar la emisión diciendo: «Aquí estamos en esta jornada de reflexión. Reflexión doble porque hay que votar mañana y por lo sucedido antes de ayer (…). Mañana hay elecciones y yo, que soy ateo en política, voy a ir a votar (…), porque no todos los políticos son iguales (…); hay unos políticos menos malos que otros y hay políticos que nos mienten (…). Esta vez si no votamos, después de lo que pasó el jueves, es que no nos importa nada». Mensaje atravesado, pero eficaz.
Lo que importaba —y mucho— a los inventores de los terroristas suicidas de B en Laden era movilizar a la izquierda contra el PP, incluso utilizando la mentira, la insidia y cualquier treta antidemocrática en plena jornada de reflexión, desde el llamamiento de Rubalcaba, «España se merece un gobierno que no le mienta», al cerco a más de cien sedes del PP, incluida Génova 13.Ahí, a las diez de la noche el candidato Rajoy hizo un angustiado llamamiento contra los que lo cercaban, pero era tarde. A dos horas del día de las elecciones, la faena de la SER, con la cobertura visual de CNN Plus, había triunfado. ¿Hizo Cebrián algo para impedir el llamado «golpe mediático»? ¿Cómo iba a hacerlo si, más de un año después, él mismo en El País seguía atacando a quienes negábamos la versión oficial de la «venganza islamista por la invasión de Irak»?
Sin embargo, para el todopoderoso Cebrián el fuero es el huevo. Por eso, el 25 de junio de 2007 presentó ante el magistrado una ampliación de la querella —la misma táctica de Gallardón y Zarzalejos— por nuevos comentarios míos, réplica de los de la SER, acusándome de «emprender una verdadera campaña de agresión verbal y acoso mediático» contra él. O sea, que Liliput atacaba el imperio de Gulliver. Además, Cebrián reclamaba 50 000 euros por daños morales al considerar que el supuesto delito de calumnias era continuado. Táctica absolutamente calcada de la de sus hermanos en la Cofradía del Linchamiento.
El juez desestima la querella y Cebrián injuria al juez
El 19 de julio de 2007 el titular del Juzgado número 40 de Madrid dictó el auto que acordaba el sobreseimiento libre del caso. El magistrado Enrique de la Hoz comenzaba recordando que «la Constitución no impide en todo caso el uso de expresiones hirientes, molestas o desabridas, pero de la protección constitucional que otorga el artículo 20.l a están excluidas las expresiones absolutamente vejatorias porque el insulto no merece protección constitucional y no puede ser amparado». Sin embargo, aclaraba: «Nos interesa proteger la libertad de expresión no solamente como un derecho que reconocemos a los sujetos como personas morales, sino además como la única herramienta que, en un mundo desencantado, nos permitiría aproximarnos a la verdad, que sólo logramos conocer a través de la confrontación de las ideas. De ese modo se amplían los términos del debate público mejorando su calidad a fin de permitir elecciones públicas realizadas informada y deliberadamente».
«No cabe duda —continuaba— que los implicados tienen la consideración de reputados periodistas y auténticos formadores de opinión, siendo en la actualidad el querellante consejero delegado del diario El País y del Grupo Prisa, así como consejero de la SER y vicepresidente de Sogecable, con una importante presencia tanto en la prensa escrita como en el sector de la radiodifusión. Por su parte, el querellado, también profesional influyente del periodismo, dirige un programa diario de radio con elevados índices de audiencia en la cadena COPE. Desde ambos grupos empresariales se desarrollan líneas informativas radicalmente opuestas sobre los grandes temas que preocupan a la ciudadanía, no exentas de enfrentamientos personales, con descalificaciones recíprocas e invectivas de parecido signo hacia los protagonistas más cualificados tanto de las empresas dirigidas por el señor Cebrián como de los responsables y más significados periodistas de la cadena COPE, y sobre todos ellos, el querellado». Y concretaba que las declaraciones escritas u orales de Cebrián estaban «plagadas de duros epítetos tanto hacia el medio donde desempeña su actividad profesional el señor Jiménez Losantos —en referencia a la COPE— como hacia su propia persona».
Como hemos reproducido las perlas del sutil y nada injurioso artículo de Cebrián en El País «Sobre la mierda (de toro)», el lector no se sorprenderá ante la resolución del juez:
Debidamente contextualizados los hechos, ponderado el clima de enfrentamientos y la trascendencia de la materia opinable, sopesadas las diligencias practicadas y escuchado con sosiego el programa radiofónico donde el querellado vertió sus opiniones, con independencia de su acierto o desacierto, pues no cabe duda que se emplea ron términos duros, entiende el instructor que las mismas deben quedar amparadas en el legítimo ejercicio de la libertad de expresión y de crítica proclamado en el artículo 20.la de la Constitución, por cuanto el ánimo que las inspiró, empleando el estilo sarcástico, vehemente y ácido de su autor, no fue tanto lesionar la dignidad de su destinatario cuanto poner de manifiesto mediante la exageración una conducta que considera reprobable censurando no tanto una persona física a título particular como la actuación del consejero delegado de un grupo de medios de comunicación, y todo ello con el objeto de buscar el mayor grado de discusión y deliberación política en un asunto público del máximo interés y preocupación.
Las expresiones son duras, pues se habla de manipulación, de invención de pruebas falsas, de boicoteo a los medios de comunicación que están tratando de averiguar lo que pasó el y quién ha sido etc., pero la opinión pública y la clase política también están divididas en torno a esta cuestión, sosteniéndose cuanto menos dos versiones distintas.
Y tras detalladísimo examen —cuarenta páginas sobre jurisprudencia previa y el contexto político-informativo de los hechos denunciados—, el juez acordó el sobreseimiento libre de la causa al no apreciar «los más mínimos indicios de delito».
Nunca lo hiciera. Cebrián respondió al juez con un texto en El País donde era difícil qué apreciar más: la prosa sutil, el juicio matizado o el respeto a la justicia. Helo aquí, larguísimo como la mano de su autor y tan brutal como su poderío expositivo:
La poca vergüenza
Juan Luis Cebrián
El señor juez de instrucción del Juzgado número 40 de los de Madrid es un personaje siniestro, se comporta como el niño bonito de la judicatura y sus actos menoscaban el prestigio de la democracia, pero no demuestra padecer vergüenza alguna por ello. Estoy seguro de que el magistrado no se sentirá ofendido por estas expresiones, proferidas no con ánimo de injuriarle ni de calumniarle, pues al fin y al cabo ni siquiera se refieren de forma específica a él, y desde luego mucho menos a su persona, sino a una peculiar manera de ver las cosas por parte del sector de la judicatura en el que se incluye. El caso es que el señor juez de instrucción titular del juzgado número 40 de Madrid, llamado De la Hoz aunque nada tenga que ver con el Martillo, acaba de dictar un auto en el que asevera que el uso de estos y otros peores vocablos, proferidos contra mí en su día, no constituyen nada delictivo. A su entender se trata sólo de términos duros, que pueden ser utilizados en un contexto de discrepancia o de debate. Como yo discrepo por completo del señor juez, opino que con su auto ha perdido el sentido del decoro. Hasta el punto de que, ya en pleno mes de julio y con lo que sabíamos a esas alturas del juicio del 11-M, se atrevió a afirmar que «la opinión pública y la clase política están divididas respecto a esta cuestión, sosteniéndose cuando menos dos versiones distintas», con lo que en su auto decide igualmente que es lícita la acusación que se me hizo de manipular pruebas en dicho proceso por terrorismo. Se trataría más bien de un recurso literario, viene a decir el magistrado. Por todo lo cual archivó hace días una querella interpuesta por mí en febrero contra un locutor de la radio episcopal, en cuyas ondas el octavo mandamiento y las enseñanzas del Sermón de la Montaña han quedado definitivamente abrogados.
Mis abogados han recurrido ya la tropelía perpetrada por el señor De La Hoz Aunque No Del Martillo, por lo que me asaltaron dudas a la hora de publicar este artículo, no vaya a entenderse que pretendo dirimir con él un contencioso personal. Pero, siguiendo las instrucciones del auto en cuestión, me veo en la obligación cívica de hacerlo por mor de contribuir «a un mayor grado de deliberación y discusión política en un asunto del máximo interés y preocupación por parte de la ciudadanía»: el funcionamiento de los tribunales de justicia españoles, institución que se resiste de muchas formas a asumir las consecuencias de la transición democrática, favoreciendo al tiempo el exotismo de algunos de sus integrantes, de cuyo nivel profesional y moral dan fe a diario las informaciones de los periódicos. Mis opiniones ahora expresadas no me abrirán quizá mejor sendero entre la jungla procesal, pero servirán para comprender por qué jueces de la encarnadura del señor De La Hoz Que No Del Martillo continúan atropellando con sus autos último modelo a no pocos ingenuos contribuyentes, todavía empeñados en manifestar su/nuestra fe en los tribunales de justicia, que en mi caso sigue impoluta pese a incidentes como este.
La casualidad ha querido que el vehículo pesado con que el juzgador De La Hoz Aunque En Ningún Caso Del Martillo ha arrollado mi inocencia de ciudadano crédulo coincidiera en el tiempo con otras decisiones judiciales respecto al uso y abuso de la libertad de expresión. Todavía no se apagan los ecos de la polémica sobre el secuestro preventivo de la revista El Jueves, que ha logrado lanzar dicho semanario a universal fama, de modo que millones de internautas acceden a diario a la contemplación de la caricatura de nuestros príncipes, ridiculizados en el acto de procrear. Me dicen que el genio del marketing responsable inicialmente de tan exitosa campaña es un funcionario de la Casa Real cuyo exceso de celo no basta para suplir su ausencia de criterio. Solicitó el susodicho a la fiscalía que se pusiera en marcha, y las reacciones subsiguientes respondieron luego más al deseo de cada cual (fiscales, jueces y policías secuestradores) de salvar el pellejo de sus propias responsabilidades antes que al de proteger lo que ellos mismos han contribuido a perjudicar: la imagen de la corona. No sé si esta puede verse erosionada por ese tipo de chistes y dibujitos soeces pero sí, desde luego, por los sucesos posteriores a su difusión. Con ellos se ha dado la impresión abusiva de que la inviolabilidad que la Constitución reconoce al rey no es sólo jurídica ni le atañe únicamente a él, sino que se extiende a toda su familia y debe abarcar también los ámbitos político y de opinión pública. Lo que ha servido para poner de relieve la doble vara de medir y la moral ambigua que impera en el sistema judicial a la hora de adoptar medidas contra los abusos cometidos en nombre de la libertad de expresión. Un artículo del señor Anasagasti, que todavía tiene pendiente el demostrar que trabaja él como legislador más horas de las que el monarca dedica a sus deberes, vino a complicar la cuestión: es obvio que el fiscal general y los jueces de la Audiencia se atreven con un caricaturista de a pie, pero no con un senador del reino. Con lo que podemos preguntarnos si en este país todos los ciudadanos son iguales ante la ley, pero algunos acaban siendo más iguales que otros.
Estas cuestiones giran a la postre en torno a un mismo argumento: los límites posibles al ejercicio de la libre expresión en una democracia. Nuestra Constitución dice de manera tajante que se prohíbe toda forma de censura previa, aunque tres líneas más abajo señala que el secuestro preventivo de publicaciones debe hacerse mediante mandato judicial. No conozco modalidad de censura previa más tajante y absoluta que un secuestro preventivo, por lo que los padres de la patria deberían reflexionar sobre este punto. Por otra parte, secuestrar una publicación o prohibir la exhibición de algo, en la era de la sociedad de la información, es más bien contribuir a su conocimiento masivo a través de las redes informáticas, de modo que secretarios de príncipes y fiscales de turno tendrían que pensarse dos veces las consecuencias de estos actos antes de incoarlos. Eso no quiere decir que la libertad de prensa, como cualquier otra, no deba estar sometida a reglas. Más de cuatro décadas de desempeño del periodismo, y cientos de procedimientos judiciales incoados contra mí en razón de dicha circunstancia, me permiten no tener ninguna mala conciencia por reconocer que ni siquiera el derecho a la libre expresión, con ser columna esencial del régimen democrático, puede ser ilimitado. Ningún derecho lo es y, en realidad, toda ley constituye antes que nada un freno a la libertad de cada uno, en defensa del disfrute de la libertad ajena. No es contra la limitación legal y democrática de ese derecho contra lo que es preciso protestar, sino contra la arbitrariedad y falta de simetría en la aplicación de las leyes, demasiadas veces utilizadas para proteger a los poderosos en perjuicio de los débiles.
La cuestión nos debería preocupar tanto más cuanto que desde hace años determinados medios, vinculados por lo común a la derecha política y al integrismo religioso, vienen atizando verbalmente la hoguera de la tensión, propiciando un ambiente irrespirable en nuestra vida política. Algunos portavoces parlamentarios han hecho suyo este estilo, jaleado desde determinados micrófonos y santificado desde muy elevados púlpitos. El resultado ha sido un empobrecimiento del diálogo intelectual, un enconamiento visible entre facciones o sectores de opinión no coincidentes, y una lamentable fractura de la convivencia ciudadana. La crispación que se ha adueñado de algunas tribunas, sólo ahora mitigada por las vacaciones veraniegas, sirvió de base para establecer la teoría de que nos hallamos ante una guerra de medios de comunicación, cuando en realidad lo que tenemos ante nuestros ojos es una lucha descarnada por el poder, dispuesta como parece la actual dirección del partido de la derecha a recuperarlo a cualquier precio. Pero no es verdad que todos los medios, todas las empresas, todos los periodistas, todos los comentaristas y todos los políticos utilicen las mismas armas. La suposición de una equidistancia entre métodos de uno y otro lado del espectro político o de opinión es absolutamente gratuita.
Lo es para mí, desde luego, pero no para el señor juez De La Hoz Y De Ningún Modo Del Martillo, lo que le viene estupendamente bien a los efectos de su comentada decisión. Ante la necesidad de explicar por qué considera adecuado que se empleen insultos y mentiras en la polémica periodística, el magistrado ha redactado un largo alegato en el que llama en su auxilio nada menos que a John Stuart Mill para argumentar su fallo. Estoy seguro de que no ha querido hacer una lectura sesgada ni incompleta del fundador del liberalismo político, pero el resultado objetivo no puede parecerme más sectario, amén de un poco cursi. Por si su ajetreada agenda le ha impedido un repaso sosegado de las obras de tan significado maestro, me parece oportuno traerle a colación algunos párrafos de su memorable ensayo Sobre la libertad: «El interés de la verdad y la justicia reclaman con urgencia el prohibir un lenguaje insultante; y si fuese posible escoger sería mucho más útil reprobar los ataques ofensivos contra las creencias libres que contra la religión del Estado», dice el autor, que antes había señalado que «el renacimiento de la religión que tanto se ensalza es siempre (al menos en los espíritus estrechos e incultos) el renacimiento del fanatismo», para concluir que «en cuanto a lo que se entiende comúnmente por discusión sin límite alguno, a saber, las invectivas, los sarcasmos, los ataques personales, etcétera, la denuncia de estos procedimientos sería mejor acogida si se sugiriese prohibirlos para siempre y por igual para ambas partes».
En su día decidí —lo mismo que hizo Jesús Polanco— querellarme contra un petimetre Savonarola local que, desde la radio, incendia cada mañana con su intolerancia la convivencia española. No sólo pretendía yo reparar mi honor y el de mis colaboradores, sino comprobar también en qué medida la aplicación de las leyes podría resolver lo que el fanatismo y la ausencia de sentido común vienen provocando desde hace años en el debate público. Naturalmente estoy de acuerdo con quienes reclaman que las faltas o delitos de opinión se diriman por el código civil, y no el penal, pero no somos los periodistas quienes hacemos la ley ni quienes la administramos, y elegí la vía más ejemplarizante desde el punto de vista social. Pensaba y pienso, con Stuart Mill, que en una democracia los fanáticos tienen sus derechos, pero los actos que se derivan de su actitud no merecen igual trato que los que emanan de la prudencia. Me parece una falacia absoluta contraponer las injurias que desde algunos benditos micrófonos se profieren, con los comentarios libremente expresados por otros creadores de opinión, como si nos halláramos ante el empleo indiscriminado de parecidos arrebatos en la confrontación intelectual. Esta pretendida equidistancia o eclecticismo en el que el juez De La Hoz Sin Martillo se instala (en una actitud que ha tentado también a sectores progresistas, e incluso al gobierno, quizá como una forma de pagar protección), evidencia un cinismo preocupante. El mismo que late en el abuso de lanzar al fiscal contra un caricaturista, más o menos maleducado pero también muy vulnerable, mientras se protegen judicialmente los desatinos de quienes ejercen la barbarie verbal en nombre de su peculiar y ultramontana idea de España. Pero quizá estoy equivocado, y gracias a la resolución del señor juez De La Hoz Aislada Del Martillo —salvo que sea el de machucar herejes— saldré de mi error. Aprenderé entonces que llamar bellaco a una persona, tratar de destruir su nombre o su reputación, perjudicar sus empresas y amedrentar su entorno, corresponde al universo de la deliberación política y no al de los comportamientos antisociales. Si al señor juez no le da vergüenza esto, a mí tampoco. En adelante, de acuerdo con la permisividad sancionada por el uso, podremos dedicarnos todos a utilizar términos duros contra los discrepantes y organizar un pinpampum como es debido. Eso sí, no crea nadie que su culo ha de infundir necesariamente más respeto que el de los príncipes, expuesto ya al sarcasmo público.
La Audiencia humilla al juez insultado por Cebrián y ordena juicio contra mí
Tras su homenaje a la división de poderes y su asunción del papel «ejemplarizante» que sin duda tiene todo linchamiento («tiene un punto didáctico», dijo el ministro de justicia Bermejo celebrando mi condena en el juicio de Gallardón), el 26 de julio de 2007 Cebrián presentó recurso de apelación ante la Audiencia Provincial de Madrid contra el sobreseimiento del caso. En su escrito acusa al juez de «parcial» al «mostrar su admiración hacia el querellado», a quien dice «tiene por un reputado periodista, un profesional influyente del periodismo, un destacado periodista, con elevados índices de audiencia en la cadena COPE y una persona que defiende con tenacidad una versión propia de lo sucedido el 11 de marzo de 2004 en Madrid». Claro que lo mismo dice de Cebrián —como hemos visto— pero lo que en él es constatación en mí es atroz delito de comparación. Lo que más ofende a Cebrián es la equiparación de derechos en querellante y querellado; por ello denuncia que «para el juez de instrucción, intervenciones radiofónicas como la del querellado mejoran la calidad del debate público y ofrecen algo de esperanza en este mundo desencantado». «Lo lamentamos profundamente, aunque ahora podemos entender el contenido de la resolución de archivo y la ominosa parcialidad con la que se han tramitado estas diligencias previas (…). Según parece para el juez, por muy graves que sean las imputaciones, la calumnia deja de ser calumnia cuando el difamador logra un estado de opinión compartido por buena parte de la ciudadanía. Nos resulta inaceptable».
¿Suficiente suficiencia? Todavía no: «El auto de archivo, asumiendo el arriesgado ejercicio al que le convocaba la defensa del querellado, nos dirá que lo que realmente quería decir el querellado era otra cosa». En realidad —y me remito a la declaración ya citada— es lo que hacía Cebrián al decir que la catarata de injurias contra El Mundo y la COPE iban contra Aznar y Acebes.
De la Hoz, según Cebrián, al que aquí perdona lo del Martillo —Zarzalejos habría hecho fortuna con ese chiste— hace una «interpretación indebida» del derecho a la libertad de expresión y la libertad de crítica. ¡Pues no dice el instructor que «la intervención del señor Jiménez Losantos amplia los términos del debate público»! «Muy por el contrario», este contexto y estas expresiones «nos ponen sobre la pista del enorme daño que para la propia libertad de expresión supone la incomprensible impunidad de la conducta».
Pero el colmo del colmado cebrianita llega cuando dice que «jamás» me ha insultado ni se ha dirigido contra mí en términos injuriosos (léanse sus artículos); y que la prueba de que «Federico Jiménez Losantos nunca se ha sentido insultado es que nunca haya acudido a los tribunales en defensa de sus derechos ni me haya acusado a mí de difamarle».
Efectivamente, los insultos, injurias y calumnias de Cebrián me afectan poco en lo personal porque su valía intelectual me parece idéntica a la moral y, sobre todo, porque no necesito jueces para discutir con Cebrián. Creo que la justicia española tiene demasiadas cosas que hacer y demasiado atrasadas para entrar en peleas mediáticas. Ya dice Cebrián en una de sus finas deposiciones periodístico-judiciales que hay que asumir la libertad de expresión de «los malvados y los tontos». En eso coincido con él.
Pero coincidía mucho más la Audiencia, que no dudó en humillar al juez De la Hoz y, como hubiera dicho el gracioso Cebrián, atizarle con el Martillo. El 18 de junio de 2008 el titular de la Sección Cuarta de la Audiencia Provincial de Madrid dictó el auto que revocaba el auto del magistrado decretando el sobreseimiento libre de la causa. Ensañándose con el juez instructor, la Audiencia dice que:
(…) en el supuesto sometido a examen, no cabe duda a la Sala de que las expresiones empleadas por Federico Jiménez Losantos para dirigirse al querellante en aquella emisión radiofónica merecen la calificación de injuriosas, más allá de la crítica de la actividad del querellante tanto en el ámbito editorial y periodístico como en el ámbito de la labor política que pudiera aquel haber desempeñado.
Así, no pueden sino calificarse de injurias las expresiones dirigidas directamente al querellado calificando al mismo, llamándole Jan11 y diciendo que ha utilizado el 11-M de manera miserable, que ha manipulado los muertos en el atentado de manera canallesca, abyecta y mentirosa, que son unos malvados, que han manipulado la masacre, que se ha dedicado a hacer el trabajo sucio machacando a las víctimas (…). Tales epítetos en el tono en el que se expresan en la grabación son objetivamente aptos para constituir un atentado a la dignidad personal en el sentido que suponen la atribución al querellante en su actividad pública de una actuación deleznable, mentirosa, miserable, canallesca, calificándole directamente de mentiroso y manipulador e imputándole directamente posturas contrarias a los máximos valores del sistema democrático en el que el querellado ha desarrollado su actividad pública como profesional del periodismo, lo que evidentemente atenta contra su nombre y crédito social.
O sea, que, si entiendo bien el fragor desnortado y sintácticamente pavoroso de la argumentación, Cebrián puede injuriarme a mí, pero yo no puedo contestarle a él. Y a continuación el auto acomete una operación digna del ilusionista David Copperfield, al decir que la jurisprudencia en torno a la ponderación entre los derechos fundamentales a la libertad de expresión e información y el derecho de honor es muy dispar y que se «han vertido ríos de tinta» tanto en el Tribunal Supremo como en el Constitucional. Lo que no dice el auto es que todos los ríos de tinta desembocan en el mismo mar: la primacía de la libertad de expresión sobre el derecho al honor, sobre todo en debates periodísticos y políticos.
Pero tergiversar la jurisprudencia no es suficiente. La Audiencia añade que «la decisión de archivar una causa penal por sobreseimiento libre debe ser adoptada cuando los hechos carezcan extrínsecamente de apariencia delictiva», circunstancias que dice que no se dan, así que «la Sala considera que procede la estimación del recurso interpuesto al entender que se deducen de las pruebas practicadas durante la instrucción la existencia de indicios bastantes de la comisión por parte del querellado de los delitos imputados (…). No todos los excesos verbales han de ser merecedores de la protección constitucional a la que se refiere la resolución recurrida, no son precisos para expresar la opinión, no transmiten verdaderamente información apta para fomentar el debate y la formación de opinión pública, no tienen la cualificación de veraces por cuanto que no han sido contrastados ni se ha facilitado por el querellado fuente alguna para su corroboración, más allá de su propio y personal criterio y suponen inicialmente un ataque que puede calificarse de grave a la consideración social y la fama del querellante, todo ello sin ánimo de prejuzgar los hechos que se desprendan tras la práctica en juicio de los correspondientes medios de prueba».
Aprecio en el auto tanto respeto por la verdad como por la justicia. En teoría —otra cosa es la práctica, como vamos viendo— no soy yo el que debe demostrar su inocencia sino Cebrián mi culpabilidad. Yo aporto muchos datos sobre las razones objetivas para criticar a Cebrián, desde la conferencia citada hasta el delicado artículo sobre la «mierda de toro» que al final convierte en «estiércol bendito». Y tengo la vaga impresión de que, si el querellante no hubiera sido el todopoderoso hombre de Prisa, jefe político de la tribu progre, no hubieran dejado que el juez De la Hoz fuese minuciosamente injuriado por Janli. Que, por cierto, no puede ser despectivo ni injurioso siendo un diminutivo afectivo, como Pepito o Jimmy, y usado infinidad de veces en la prensa española. Temo que ciertos jueces filólogos no frecuentan la prensa, ni la literatura de nuestro Siglo de Oro, ni la jurisprudencia sobre libertad de expresión. Y, dígase lo que se diga, leer y aun beber El País a diario no puede llenar esa laguna.
Total, que de vuelta al papel de Sísifo en Alabama, el 22 de octubre de 2009 tuve que volver a declarar ante el juez. En esta ocasión, el instructor me preguntó por las opiniones en mi programa radiofónico el 8 de junio de 2007; un día después de que El País publicara su editorial «La recta final» atacando a los que disendamos de la versión oficial del 11-M. Decía así la joya cebrianita:
Se acerca la hora en la que el juicio del 11-M quede visto para sentencia, y algunas de las partes presentes en el proceso —en concreto, los abogados de la Asociación de Víctimas del Terrorismo, los de la Asociación de Ayuda a las Víctimas del 11-M y los de otros dos afectados— parecen obstinarse en seguir alimentando las sospechas sobre la investigación policial y el desarrollo de la causa. Lejos de reconocer que se trata de una impecable actuación contra el yihadismo, que ha hecho que España sea uno de los pocos países golpeados por este tipo de terrorismo que ha conseguido sentar a 19 sospechosos en el banquillo, se esfuerzan en vano por poner en entredicho el sumario y la vista oral.
Naturalmente, señalé que dicho editorial suponía un ataque hacia las víctimas de terrorismo y a los medios que negábamos la versión oficial sobre la investigación del 11-M. Y que sólo por eso ya habría que criticar a Cebrián.
Pero el 11 de enero de 2010, el juez instructor, al que la Audiencia Provincial de Madrid forzó a continuar la causa, dictó, en contra de su propio auto, otro en el que transformaba las diligencias previas en procedimiento abreviado, dando a entender que me sentaría en el banquillo. Mi defensa se opuso alegando que «estaban firmemente convencidos de que no cabía imputar a Jiménez Losantos ningún delito contra el honor del que fuera director del diario El País». Y en el recurso de apelación recordamos el durísimo artículo de Cebrián contra el juez instructor, sin que este emprendiera ninguna acción legal contra Cebrián porque entendía que tan descomunal ataque estaba o podía estar amparado en el artículo 20 de la Constitución española. O sea, como yo.
El 7 de abril de 2010, Cebrián presentó su escrito de acusación de cara al juicio oral. En sus alegaciones, sostuvo que concurría el agravante de que los delitos de injurias y calumnias presuntamente cometidos por mí fueron realizados con publicidad. ¡Y lo dice el factótum del primer grupo de publicaciones de España! Pero así justificaba Cebrián que se aumentase mi condena, me multasen por veinte meses de injurias y me mandaran dos años a la cárcel por calumnias, amén de seis meses de inhabilitación especial para ejercer el periodismo. Ah, y 150 000 euros de «daños morales». Es que el seráfico Cebrián estaba moralmente muy afectado; basta ver lo que escribía.
El 13 de abril de 2010 el titular del juzgado número 40 de Madrid acordó la apertura de juicio oral por los delitos de injurias y calumnias cometidos presuntamente en octubre de 2006 desde la COPE. Además, me obligaba a abonar una fianza de 60 000 euros para garantizar las responsabilidades civiles que pudieran declararse procedentes. Al escribir este capítulo aún no ha habido juicio y al terminar el año tampoco lo habrá. En vísperas del verano de 2011, Cebrián dijo que no podía acudir al juicio que tan imperiosamente precisaba su honor porque tenía cosas que hacer en América. Naturalmente, yo no tenía que hacer nada en ninguno de los dos lados del charco. Retornado de Florida —donde vivaqueé a escondidas de Cebrián—, su abogada llamó a la mía para decirle que querían de nuevo retrasar el juicio por problemas de agenda del atareado ejecutivo periodístico y nos ofreció la primera semana de febrero o la última. Preferí la última, aunque no sé si el 2012 es bisiesto. Se cumplen dos siglos de la Constitución de Cádiz, pero desconozco si, tras llamar «insidiosa» a la Reconquista, el consejero delegado del Grupo Prisa derogará la «Pepa» y la memoria de las Cortes de Cádiz, cuyos periódicos políticos dejan en mantillas, en punto a imprecaciones, no sólo a lo que yo diga, sino a lo que escribe Cebrián. Evidentemente, me tiene —me tienen— a su disposición.
El País me insulta por algo que no he dicho pero él sí encuentra amparo judicial
Alguien puede pensar que, del mismo modo que Cebrián buscó jueces hasta conseguir revocar una sentencia y sentarme en el banquillo, yo también podría hacer lo mismo, impetrando el favor de la justicia. El que así lo crea no ha entendido este capítulo, pero lo disculpo porque yo también caí una vez en el error de pedir justicia contra Cebrián. Pondré un ejemplo de que lo que él haga está judicialmente bien, incluso muy bien, y lo que haga yo, incluso cuando no he hecho nada, está mal, pero muy mal.
El 4 de septiembre de 2009, Joaquín Roy publicaba esta tribuna en El País:
Entre un gilipollas y una negra resentida
Barack Obama se educó en Harvard, lo que es preocupante. Es una vacía caricatura y compararlo con Paris Hilton es injusto para ella. Obama es un alquimista un poco negro, no muy blanco, café con leche; ni es joven, ni es viejo; no ha hecho nada desde que sus padres lo abandonaron y fueron así los primeros que no votaron por él. Pero se ha permitido el lujo de hablar ante la Puerta de Brandenburgo. En cuanto a su mujer, Michelle, es una arpía de cuidado, una negra profesional, una resentida.
La alternativa sería John McCain, pero sin entusiasmo. McCain es un candidato muy «aseado», que no ha hecho nada desde que salió de Hanoi. Tampoco uno se siente atraído por su mujer Cindy, pero que «para el vicio» tiene más interés. McCain, en cumplimiento de la obligación histórica de Estados Unidos como primera potencia, debiera ordenar la invasión de Ecuador y Venezuela, con una estrategia dictada por el lema de «a por ellos», que tan buenos resultados le dio a la selección española de fútbol en la Eurocopa.
Respecto a Castro, este hombre no debiera morirse de repente, sino sobrevivir con un ano en el pecho, en una lenta pero alargada agonía de Parkinson recurrente. El siguiente en la lista de ejecutables sería Hugo Chávez, prueba de la evolución de los primates, que en lugar de ser lineal tiene sus altibajos, como este «salto atrás». La relación de Hugo Chávez con el poder es la del gorila, mientras que su discípulo pre-homínido Evo Morales es un chimpancé, más modesto y limitado, más cómodo en las alturas de los árboles. Entretanto, en Centroamérica gobierna el miserable de Daniel Ortega, acusado de violar y abusar de una adolescente durante años, y en Ecuador alguien más peligroso, Correa.
De la quema se salvaría solamente Álvaro Uribe, presidente de la parte más sana de América. Porque aunque Óscar Arias merezca consideración, tiene también sus defectos. Así que, por lo tanto, nada tiene de extraño que Alan García sea aceptable después de haber dejado en ruina al Perú. Argentina, por su parte, está en manos de un matrimonio corrupto. Es imposible responder a la pregunta de quién elige a estos idiotas.
¿Qué queda al otro lado del Atlántico? Pues las perspectivas son negativas. España está regida por un monarca corrupto, amigo de Fidel y que recibe comisiones de Chávez. Además, comercia con petróleo, no solamente con el gorila venezolano sino también con los jeques árabes. Si la monarquía no sirve (el príncipe Felipe es una incógnita), la república tampoco parece ser la solución a la vista de que el presidente Rodríguez Zapatero es un gilipollas, un peligroso idealista, un idiota con exceso que cree que puede cambiar la realidad. Zapatero ya no es un bambi, sino que le han crecido cuernos. Fue reelegido, por pocos votos, porque tiene casi todos los medios de comunicación a su favor. En lugar de seguir la suerte de sus colegas latinoamericanos, sería mejor que fuera aquejado de una enfermedad. Por su parte, la derecha española tampoco es una alternativa, ya que Mariano Rajoy, el candidato del PP antes liderado por Aznar, quisiera simplemente heredar el poder de Zapatero. El líder verdadero de la derecha es el alcalde de Madrid, Alberto Ruiz-Gallardón, un mal tipo de cuidado.
¿Cuál es el remedio ante tal panorama? Refugiarse en un hotel de Miami, con ropa de abrigo en pleno verano para protegerse del aire acondicionado. Después de todo, Estados Unidos es un país sin cuya ayuda Europa sería hoy una granja nazi y un campo de concentración soviético.
Lo anterior no es una columna de extensión cómoda para los editores, es simplemente la transcripción literal de algunas de las perlas emitidas por Federico Jiménez Losantos en un programa televisivo del peruano Jaime Bayly, transmitido por MEGA TV y varias emisoras latinoamericanas y disponible en You Tube. Y mientras puede que algunos aplaudieran esta insólita antología de disparates e insultos, otros la seguían con estupefacción.
Hay muchos que creen que cualquier cosa que «sale en la tele» es verídica. Son muchos los que no saben que Jiménez Losantos ya ha sido condenado en sendos juicios por insultos a impecables figuras conservadoras como el alcalde Ruiz-Gallardón y José Antonio Zarzalejos, exdirector del diario ABC. Son muchos los que ignoran que el sector conservador de la COPE, la emisora de la Conferencia Episcopal Española, donde Jiménez Losantos es estrella, domina sobre los moderados, que están francamente alarmados.
Y nadie tiene la valentía de presentar una querella de mayor cuantía (no de apenas 36 000 y 100 000 euros, las multas impuestas a Jiménez Losantos por dos tribunales de Madrid por calumnias), una querella a la americana, de varios millones de euros o de dólares. Y nadie presenta cargos por la ejecución de delitos contra el honor y la persona, perfectamente tipificados por los códigos penales. Tal vez si alguien lo hiciera, los responsables de las cadenas y diarios que cobijan esta sistemática conducta se lo pensarían dos veces.
Joaquín Roy es un catalanista varado en Miami —trágica situación— que preside cierto Spain Study Group, que no sé lo que es. Cuando yo viví un año en Coral Gables —y recibí la llave de oro de esa ciudad— asistí a la acertada decisión del cónsul Abella de ahorrar bastantes miles de dólares para un premio literario, la Letra o la Pluma de Oro, que administraba Roy. Temo que me adjudicó el mérito de privarle de esa dorada canonjía y desde entonces me adjudica cosas que no he hecho. Claro que él tampoco hace cosas de las que presume, como ver los programas de televisión que critica. La mayoría de los ingredientes que mezcla en su indigesta menestra fueron obra de Jaime Bayly en un programa de media noche y en clave satírica. En lo que a mí se refiere, algo profética, ya que Castro y Chávez no mejoran. Pero salvo eso, lo que Roy dice que dije yo, en realidad lo dijo Bayly. Podía haberlo dicho yo, pero no lo dije. La fantasía totalitaria del catalanista desplumado que es aplicar en los USA los criterios despóticos de la Cataluña actual no tuvo el menor eco en la Florida. Es una pena que Roy no interpusiera la feroz querella contra mí, porque habría ido a la cárcel y a la ruina él. Son muy raros los norteamericanos: si el periódico de mayor tirada adjudica al entrevistado en la conversación distendida de un late show frases que en realidad ha dicho el entrevistador, le cae la del pulpo.
Movido por esa superstición transatlántica y harto del abuso de la justicia por Cebrián, me querellé contra su periódico por las cosas que me atribuía y yo no había dicho —ni «gilipollas» ni «negra resentida», por ejemplo—, agravadas luego por un editorial insultante contra mí. Tanto el artículo como el editorial demostraban que nadie de El País había visto el programa que citaban y que me atribuían malintencionadamente cosas que no había dicho. En América me hubiera hecho rico contra el New York Times. Aquí, rechazaron mi querella y todavía tengo que agradecer que, tras arruinarme, no me mandaran a la cárcel.
La experiencia del trato con la justicia de Cebrián me produjo un efecto físico acorde con su violencia moral. Al salir de declarar ante el desagradable abogado del desagradable Cebrián empecé a sangrar por la nariz y acabé en una camilla del dispensario de urgencias de los juzgados. El coche quería seguir en la carrera, pero la carrocería estaba hecha polvo.
Ejemplo segundo: Garzón
Eran las dos de la tarde del 22 de octubre de 2009 cuando el médico me dejó salir de la enfermería de los juzgados de Plaza de Castilla con la nariz llena de algodón y tras prometerle un chequeo exhaustivo para comprobar cómo andaba mi salud, si es que algo en mi organismo merecía tal nombre. Llevaba mes y medio en la vorágine de esRadio, a lo que había que añadir los colgajos de las demandas y querellas pendientes, así que no me alteró los hematíes la pregunta de mi abogada, María Dolores Márquez de Prado:
—Si estás bien, deberíamos decidir sobre la demanda contra Garzón.
Íbamos en coche por la Castellana, a la altura del flamante edificio de la Mutua Madrileña. Lo recuerdo porque pensé en la comodidad de tener un seguro contra los atropellos de la Administración de justicia y también en la dificultad de que, pese al claro negocio, una compañía de seguros se animase a fijar una prima en concepto de pago de costas, multas y fianzas.
—Yo recurriría, pero ¿hay alguna posibilidad real de que ganemos?
—Ninguna.
—¿Ninguna, ninguna?
—Absolutamente ninguna. Después de acudir a dos o tres instancias, en unos cuantos años, seguramente sí, porque tienes razón. Ahora, contra Garzón, ninguna.
—O sea, que es mejor olvidarse del asunto.
—Si quieres, recurrimos, pero eso es lo que, con casi total seguridad, pasará. Comprendo que te indigne, porque es injusto. Pero piensa si, pese a todo, te conviene.
Recordé entonces, como en una película de cine mudo, a cámara rápida, lo que me había llevado a la demanda contra Garzón. De alguna forma, yo aún confiaba, siquiera un poco, en la justicia, porque recurrí a los tribunales cuando me atacó en su libro Un mundo sin miedo. Naturalmente, que Garzón me pusiera verde en términos políticos o ideológicos me daba igual. Un juez debería tener más cuidado que un periodista político cuando ejerce la crítica, y en los países anglosajones esa regla se observa escrupulosamente; pero ni España es un país anglosajón ni Garzón me ha parecido nunca un juez digno de ese nombre. Desde que, tras instruir el caso GAL sobre los crímenes del gobierno González en la lucha antiterrorista, se convirtió de pronto en el número dos por Madrid de la lista encabezada por González en las elecciones de 1993, celebradas ya bajo el signo de la corrupción, he tenido la peor impresión del personaje y he sostenido públicamente las no pocas dudas que suscita su persona. Por una de esas casualidades de la vida, fueron precisamente María Dolores Márquez de Prado y su marido Javier Gómez de Liaño quienes me lo presentaron en casa de Jaime y Conchita Campmany, allá por el invierno del 1992. Garzón acababa de llegar de Washington, años antes de anunciar a la Audiencia que iba allí a aprender inglés y le sacara dinero a Botín —«querido Emilio»— para enseñarles Derecho a los americanos.
Al terminar la cena, Javier, entonces gran amigo de Garzón, me preguntó:
—¿Qué te ha parecido Baltasar?
—Insoportable.
—¿De verdad?
—¿Cuánto habrá durado la cena? ¿Tres horas?
—Algo así.
—Pues de las tres, dos horas y tres cuartos las ha pasado Garzón hablando del único tema que le interesa: Garzón.
—Es verdad que la vanidad es su punto flaco. Pero vale mucho.
—No le compraría un coche usado. Pero si hacéis una ONG para ayudar a su mujer, ¿Yayo, no?, contad conmigo. Es voluntario, claro, pero qué martirio, pobrecilla.
—Cuando lo trates más, te caerá mejor.
Afortunadamente, nunca más lo traté. Así no pudo traicionarme como hizo vilmente con Javier. Pero si yo lo ataqué no poco tras su periplo de ida y vuelta del juzgado a la política, él me la guardó. Y se explayó así en el libro citado:
Parece que la marca determinada persona, aprendiz de Rasputín y otros congéneres cuya ética no es que dude sino que no tengo duda de su inexistencia. Me refiero a esa persona o personas como Federico Jiménez Losantos, Jesús Cacho y otros de igual calaña de los que nunca se sabrá todo lo necesario para hacerse una idea clara del retorcimiento de los pensamientos, actitudes y fines venales que los guían en todos y cada uno de sus actos… Creo sinceramente que han hecho y hacen mucho daño a la democracia y que siempre han estado movidos por el resentimiento, el odio o intereses espurios. No les conozco ni una sola acción que pueda considerarse buena (…). Antes o después tendrán que dar cuenta de sus tropelías. No por tener un micrófono se puede atacar impunemente en nombre de una libertad y ética que ellos prostituyen día tras día con la mentira y la maldad.
La prosa está a la altura de la argumentación y la sintaxis es gemela de la intención. Pero, aparte de los propósitos, no hay duda de que nos llama venales y, por ende, corruptos. Luego, para ornato y refuerzo del insulto básico, añade un paisaje valorativo que impide al lector de Garzón equivocarse con respecto a nuestra conducta: «calaña», «retorcimiento», «todos y cada uno de sus actos», «hacen mucho daño a la democracia», «siempre han estado movidos por el resentimiento, el odio o intereses espurios», «no les conozco una acción que pueda considerarse buena» o «no por tener un micrófono se puede atacar impunemente en nombre de una libertad y ética que ellos prostituyen día tras día con la mentira y la maldad». Pero eso es sólo la coreografía de la injuria: lo esencial son las «actitudes y fines venales», es decir, los de cobrar a cambio de mentir, como la prostituta con la que se nos compara, pero sin que pueda caber la excusa de la necesidad o la pobreza, que en nosotros es sólo un agravante de tipo moral.
Así que, por segunda vez en mi vida, decidí demandar a quien me insultaba. Me han llamado de todo, pero corrupto nunca, y no será porque no hayan buscado hasta en el entresuelo de mis bolsillos. Por otra parte, la credibilidad lo es todo para el que ejerce el periodismo, así que dejar pasar esa imputación por parte de un juez de la Audiencia Nacional equivaldría a admitirla. Consulté con Cristina Peña y me dijo que sin lugar a dudas había delito, que sólo debíamos decidir si seguíamos el camino de lo penal o lo civil, de la querella o la demanda. Y como la fama de «Avida Dollars» y su obsesión por el dinero precedía a Garzón, decidí que fuéramos a la demanda, más que nada porque una multa cuantiosa —el libro había vendido cientos de miles de ejemplares tras un contrato editorial fabuloso— le fastidiaría mucho más que una condena casi gratis.
Desde luego, le afectó. Tanto que, además de pedir al juzgado 52 de la Audiencia que rechazase mi demanda, añadió una cosa que los juristas llaman querella «reconvencional»: yo no tenía derecho a quejarme si Garzón me llamaba «venal», pero ya que osaba quejarme, debía pagar por todo lo que le había dicho, en especial cuando —como he contado— en 1993, tras investigar el GAL acompañó a Felipe González, su máximo responsable o «Míster X», en la lista electoral del PSOE por Madrid. Y nada menos que de número dos. Pero tras la victoria, González no le dio el superministerio que le había prometido y él se volvió al juzgado clamando venganza, desenterró el caso GAL y puso en marcha el proceso que acabó con el ministro del Interior en la cárcel. Yo no sé lo que le habré dicho, no guardo memoria de obviedades, pero siempre será poco, creo yo, para lo que merece.
Presentada mi demanda y la «reconvencional» o de rebote de Garzón, acabaron aceptando las dos, pese a que yo acudí a la justicia cuando salió el libro de marras y Garzón nunca me había demandado por nada, pese a la necesidad de que, en palabras del aún juez, «diera cuenta de mis tropelías». Pero lo mejor de la actuación garzonita y de la complicidad de la fiscalía y de los jueces estaba por llegar.
Para empezar, en la petición de archivo de mi demanda contra Garzón, el juez volvía a injuriarme así: «El demandante carece de la ética profesional más elemental, miente, le mueven intereses espurios y tiene una mente retorcida». Para Garzón estas palabras «no contienen ni un solo insulto».
Evidentemente, «carecer de la ética profesional más elemental» no es un hecho opinable, sino una injuria que, en mi caso y sin ninguna prueba que lo respalde, resulta calumniosa. Pero como Garzón también parecía instruir y juzgar ese caso, decidió que sus frases «no contienen ni un solo insulto».
Todavía llegó a más Garzón: como lo de perseguir «fines venales» era evidentemente acusarme de mentir siempre y por «intereses espurios», es decir, de corrupción personal y profesional, se le ocurrió una de esas trapacerías iletradas que sólo unos jueces y fiscales proclives a favorecer descarada, si no desvergonzadamente, al juez estrella, podían aceptar. El tío se sacó de la manga que al decir «venal» sólo se refería a que yo cobraba por el ejercicio de la profesión periodística, y que mi forma de informar y opinar resultaba favorecido por el estilo que usaba, pero que no quería decir en absoluto que yo vendiera mis informaciones y opiniones por dinero, sino que cobraba por mi profesión. Y la juez asintió. Y el fiscal lo respaldó. Ambos, en mi opinión, hicieron el trabajo sucio del sucísimo proceder de Garzón, porque es evidente que «venal» es considerado por el 90 por ciento de los hablantes españoles que conocen el término como sinónimo de corrompido, nunca de asalariado. Y aún es más evidente que en el contexto la injuria es inequívoca y la calumnia clamorosa.
¿Y por qué tengo la certeza moral de que ni juez ni fiscal hicieron justicia? Pues porque a lo zarrapastroso de la argumentación añadieron un comportamiento con uno y otro, es decir, con ambos demandados, que, de creer en la justicia y no temer su acendrado corporativismo, me hubiera llevado a denunciarles por prevaricación.
La diferencia de trato consistió en lo siguiente: cuando yo llegué a la sala donde tendría lugar la vista tuve que sentarme en uno de los bancos del pasillo, junto a mi abogada. Cuando llegó Garzón entró directamente al despacho del juez y allí pasaron su señoría y el justiciable un largo rato tomando un refrigerio y hablando de todo un poco. Salió al fin Garzón y entramos. Bueno, entré yo, porque él ya estaba dentro, como no dejaba dudas su comportamiento y el de su colega, amén del obsequioso fiscal.
A mí se me llevaban los demonios ante tan escandalosa desigualdad de dos ciudadanos ante la ley. La sensación de desamparo por semejante corrupción judicial y corporativa era desoladora. Y por si faltaba algo, el fiscal decidió salomónicamente que ni yo con mi demanda ni Garzón con la suya de rebote debíamos ser condenados, porque, al cabo, ambos éramos «personajes públicos». El argumento hubiera valido en una disputa periodística o literaria, donde el dicterio es, desde Eurípides, un rasgo de estilo propio antes que una imputación delictiva al otro. Pero por muy público que sea, si un jefe etarra insulta a un ciudadano conocido, lo meten en la cárcel. Y no hace falta ser terrorista: si yo dijera que el juez y el fiscal prevaricaron, se me caía el pelo.
Lo que yo creo que pasó es que Garzón había cometido un delito como un piano de cola, pero yo no podía ganarle una demanda a Garzón porque era el niño bonito de la izquierda en general y del gobierno socialista en particular, que es quien nombró fiscal general del Estado a Cándido Conde-Pumpido. En consecuencia, Garzón se inventó la demanda reconvencional para que el fiscal pudiera decir que ni para Garzón ni para mí, que pelillos a la mar, y el juez se adhirió con agradecida vehemencia a la astuta trilería pumpido-garzonesca, evitándose así el engorroso trámite de hacer justicia al justiciero por antonomasia. Que el fiscal de Pumpido y Garzón estaban compinchados no puedo demostrarlo materialmente, pero tengo la absoluta convicción moral de que fue así. Y que el juez se adhirió aliviado a esa concertación lo sabrán los que servían el desayuno al juez y a Garzón, si es que permitieron testigos. Pero los argumentos del juez para desestimar ambas querellas fueron idénticos a los del fiscal. Y se resumen en uno: Garzón atentaba contra mi honor, pero podía hacerlo. Yo no perdía en lo material, Garzón ganaba en lo moral y aquí paz y después gloria. ¿Justicia? En el juicio Final.
Así argumentaba el juez:
¿Estas expresiones atentan al derecho al honor del señor Jiménez Losantos? (…). La respuesta al interrogante anterior debe ser afirmativa dado el significado de las expresiones vertidas y/o al demandante dirigidas y porque el contenido conjunto no se circunscribe únicamente a la categoría profesional como periodista —particularmente «carece de ética»—, sino que, de manera más o menos directa, hace una cierta calificación moral negativa de la conducta, «tener una mente y actitud retorcida-fin venal».
En el presente, se parte de la existencia de una pública contienda entre dos personajes públicos; el primero, actor principal, por cuanto como periodista, interviene diariamente en una cadena de radio, realizando manifestaciones informativas referidas, en la mayoría de los casos, a supuestos políticos y judiciales. El segundo, actor reconvencional, por su condición de juez que interviene, también, «públicamente» en coloquios y escribe libros. De todos, es conocido la divergencia y/o diferencia ideológica de ambos, lo cual suscita en los oyentes un cierto interés en escuchar, leer o esperar resolución.
No cabe duda del carácter público del señor Garzón, no solamente por el cargo de magistrado de la Audiencia Nacional, sino más determinado por otras actividades ajenas a la judicatura.
Respecto de la demanda reconvencional, la cuestión que se plantea tiene igual fundamento jurídico, se trata de una colisión entre derechos fundamentales (honor versus libertad de expresión e información), pero dada la profesión de periodista se debe ampliar al también demandado reconvencional el derecho a la información, reiterando, que no es patrimonio exclusivo de ciudadano-periodista, los derechos de expresión y/o información.
Hay una pequeña diferencia: mi profesión me obliga a criticar a los jueces si su comportamiento es escandaloso, y el de Garzón lo ha sido tanto que, muy pocos meses después, ha sido expulsado del cargo y tiene tres juicios pendientes por prevaricación. Pero, al margen de eso, la función social del juez no es criticar a los periodistas sino proteger su derecho a la libertad de expresión, como ordena el artículo 20 de la Constitución. Mi demanda se basa en una cadena de injurias que atentan contra mi credibilidad profesional y son, como reconoce el juez, lesivas para mi persona. Y no fueron dichas en un coloquio o debate en los medios, con la disculpa del acaloramiento o el rifirrafe dialéctico —yo nunca me hubiera querellado en ese caso—, sino publicadas en un libro redactado —mal, luego es obra suya— y corregido —fatal, por la misma razón— con premeditación y absoluta frialdad por Baltasar Garzón, que además se prevale de su condición de político para congraciarse con el fiscal y de su condición de magistrado famoso para desayunar con el juez mientras yo debo esperar en el pasillo.
Como yo recurrí ese auto, que parece un coche eléctrico de los de ZP, Garzón recurrió también. Otra vez igual: contraponer dos querellas aparentemente similares —aunque una sólo tenía el fin de estorbar a la otra— para que fiscales y Peces pudieran hacer, como diría un cristólogo, un sentido homenaje a Pilatos. Hay que reconocer que no llegaban a Anás y Caifás. Eran injustos pero no se cebaban demasiado conmigo ni me dejaban como a un «ceomo», que así llaman popularmente al Ecce Homo en Teruel. Bastante cruz llevaba a cuestas.
La Audiencia desestimó de nuevo las dos demandas, pero haciendo constar que se limitaba a suscribir los argumentos del juez primero:
Hemos de mostrar nuestro acuerdo con lo resuelto por la juez de Instancia ya que en primer lugar, el señor Jiménez Losantos no cabe duda de que como periodista es un personaje público (…). Con respecto al señor Baltasar Garzón (…), las palabras empleadas no pueden extraerse de su contexto y ser juzgadas independientemente del mismo y más al tratarse de ser un libro de conversaciones con sus hijos en los que lógicamente quiere y debe salir al paso de las críticas que el señor Jiménez Losantos ha realizado de él en los distintos medios que ha podido utilizar.
Y aquí su señoría me perdonaba la vida —y las costas—. Mis críticas…
forman parte del derecho a la libertad de expresión que tiene el actor por lo que entramos en el ámbito de la protección de dicho derecho. No cabe duda sobre la personalidad pública del demandado. Como ya hemos dicho el señor Baltasar Garzón no sólo es magistrado de la Audiencia Nacional sino que ha sido diputado por Madrid del PSOE y alto cargo en un Ministerio, acude con frecuencia a foros en los que da conferencias, cursos y refleja sus opiniones en libros y artículos.
No merecía la consideración del tribunal que absolvía a Garzón —y a mí me negaba justicia— que además de escritor y periodista de ocasión, él era juez. Pero, como otros que lo imitaban, no ejercía. Lo que debería ser agravante se convertía en eximente o se disimulaba. Y no tengo la menor duda de que si yo hubiera publicado que Garzón había perpetrado los tres casos de presunta prevaricación —y uno de cohecho, es decir, venal— por los que poco después lo empapeló el Tribunal Supremo, yo hubiera sido condenado y Garzón absuelto.
Pero vuelvo al diferente trato de los jueces a uno y a otro. Si una pareja que se divorcia por malos tratos del marido a la mujer acude a una vista y el juez deja en el pasillo a la mujer y recibe al marido en su despacho y le ofrece un café con leche y unas pastas antes de empezar, la mujer tiene derecho a quejarse de la parcialidad del juez. Y si el fiscal dice que, como el maltratador y la maltratada estaban casados, vaya usted a saber de quién es la culpa, se produciría un escándalo monumental. Pues bien, cuando ciertos «jueces estrella» maltratan, injurian y calumnian a ciertos periodistas, siempre encuentran colegas dispuestos a disculparlos: hoy por ti, mañana por mí. En Barcelona, que fue donde —no sé por qué— había presentado la demanda Jesús Cacho, el comportamiento de Garzón y el juez de turno fue exactamente el mismo: Garzón fue agasajado con té y pastas mientras el denunciante esperaba detrás de la puerta, sentado en un banco del pasillo.
¿Para qué iba a continuar una pelea judicial en la que, aunque tuviera toda la razón, me la iban a quitar los colegas de Garzón? Como además no me obligaron a pagar las costas, no tuve que pedirle dinero a Botín. Dice Garzón al respecto que presentar un presupuesto y pedir ayuda al «querido Emilio» no es pedir dinero. Vamos, que él, ni cohecho ni prevaricación. Es normal que tampoco sepa lo que significa venalidad. Yo, desde entonces, lo tengo clarísimo. Y como tenía mucho que hacer en esRadio y poco en los juzgados, le hice caso a mi abogada y no recurrí la sentencia. Total, para qué.
Ejemplo tercero: Esquerra Republicana
Esquerra Republicana de Catalunya tuvo en los años de la Transición dos caras: la de Tarradellas —de quien he reproducido en Lo que queda de España la carta cordialísima que me envió tras el atentado de mayo de 1981— y otra: la del separatismo clásico, cómplice cuando no agente de una violencia —del FN-FAC de Cornudella a Terra Lliure—, que olvidando las ensoñaciones wagnerianas y disfrazándose de ecologista configuró la poderosa ERC de la era ZP.
Probablemente, el episodio que mejor retrata esas dos almas del separatismo catalán, la dizque pacífica y la cómplice del terrorismo, fue el protagonizado por Carod Rovira, que en ausencia de Maragall desempeñaba las funciones de Conseller en Cap —presidente del Gobierno, más o menos—. Con el Tripartito —PSC, ERC e IC-V— en el poder, Carod se presentó en Perpiñán y pactó con el jefe etarra Josu Ternera una curiosa forma de protectorado: que a cambio de su apoyo político, Cataluña quedara libre de atentados terroristas. Cuando el gobierno filtró al ABC aquel acuerdo, pocos meses antes de las elecciones generales de 2004, el escándalo fue tan monumental que Maragall tuvo que echar del gobierno a Carod Rovira, desplazado también de ERC por un tal Puigcercós, exdirigente de la rama política de Terra Lliure que, para que todo estuviera claro, se llamó Moviment de Defensa de la Terra (MDT). Vamos, que echaron del gobierno y la dirección de ERC a un tío que se reunía con la ETA en Perpiñán, pero lo sustituyó el Otegi de la llamada ETA catalana, que nunca ha pedido perdón a las víctimas de sus crímenes y atentados —centenares— y hasta ha presumido en TV3 de cometerlos.
Sin embargo, las dos décadas de Pujol en el poder han creado un Estado separatista dentro del Estado español que facilita al nacionalismo el uso de la Administración de justicia para perseguir los derechos básicos de los españoles. Por supuesto, lo hace dentro de Cataluña, pero también fuera, porque pervive la entelequia de un poder judicial único, aunque las sentencias del Supremo, el Constitucional y el Tribunal Superior de justicia de Cataluña, si no les gustan a los nacionalistas, no se cumplen. La legalidad que desprecian la aprovechan cuando les conviene, y eso hizo conmigo ERC durante la era de Zapatero, su aliado contra la COPE, que tenía una tara intolerable para los constructores del Nou Estat Catalá: se oía demasiado en Cataluña.
Tras intentar cerrarla sin éxito Pujol, la Esquerra fue una pieza importante del mecanismo para liquidarla, ora vulnerando la legalidad, ora manipulándola en su beneficio. Si un juez quiere prosperar, necesita el apoyo de un partido o tendencia política, que en Cataluña es básicamente una: el nacionalismo. Así que no faltaron jueces para aderezar esa macedonia de medios legales e ilegales que definen al terrorismo y al nacionalismo del siglo XX. No en la ilegalidad, sino desde la legalidad.
La primera querella de ERC contra mí la interpusieron Carod Rovira y Puigcercós en 2005, en defensa del «honor» de su partido. Si ya el «honor» de los políticos, cuando no se refiere a su vida privada, es concepto vidrioso y viscoso, que debe ceder ante el derecho a la libertad de expresión, calcúlese el «honor» de un partido tan viejo y tantas veces fuera de la ley como la Esquerra. Sus argumentos se resumían en uno: yo criticaba su actuación, desde el pacto de Perpiñán con ETA al creciente protagonismo de terroristas o asociados políticos a la banda Terra Lliure, que me secuestró y me pegó un tiro en la rodilla en 1981. ¡Y tenía el atrevimiento de quejarme!
La demanda civil contra la COPE y contra mí se presentó el 2 de diciembre de 2005, por «vulneración de su derecho al honor y a la propia imagen» y se refería a los programas emitidos los días 13, 14 y 15 de junio y el 1 de julio de ese año. ¿Y qué había hecho yo? Dañar su consideración pública al difundir en los micrófonos que el partido Esquerra Republicana y sus dirigentes eran aliados del grupo terrorista ETA y tuvieron un encuentro con los mismos en Perpiñán, así como que entre sus filas se encuentran exmiembros de Terra Lliure. Las dos cosas eran ciertas: la primera le había costado el cargo a Carod Rovira y la segunda había permitido que lo sucediese Puigcercós. Pero eso son detalles sin importancia. Lo importante era el honor de ERC y yo había improvisado en la radio a propósito de la campaña contra la COPE en Cataluña:
¿Quién nos defiende a nosotros de estos tíos? Estos no es que sean matones, algunos han sido asesinos (…). ¿Cuántos terroristas sin arrepentir hay hoy al frente de ERC?
Yo, personalmente, entiendo que las amenazas de Carod Rovira son amenazas de ETA, y como tales las tengo (…). Puigcercós, que era el jefe político de Terra Lliure, es decir el Otegi de la época, no sé si estará reconstruyendo algún comando Madrid.
Y podía haber dicho lo mismo que decían ellos: «Los abogados de ERC han descartado de momento presentar una querella criminal por injurias o calumnias contra la emisora de radio por considerar que la vía penal es más dificultosa para conseguir lo que la formación persigue, el cese de los insultos y ataques verbales». O sea, que reunirse con la ETA o haber sido el jefe del brazo político de Terra Lliure no ataca a nadie, ni siquiera a sus víctimas, mientras «la conducta de Federico Jiménez Losantos constituye una intromisión ilegítima en el honor de Esquerra Republicana de Catalunya y de sus dirigentes, especialmente Josep Lluís Carod Rovira y Joan Puigcercós».
¿Qué pretendían? Lo de todos: proscribir y arruinar. Pero literalmente, pedían esto:
Prohibir a Federico Jiménez Losantos y a la cadena COPE persistir en la mencionada conducta o conductas similares en el futuro, de manera que la interposición de la presente demanda sea para evitar que en un futuro se vulnere el derecho al honor de nuestros representados y condenar a ambos a la publicación total de la sentencia, en idénticos medios de difusión publicitaria que los utilizados por Federico Jiménez Losantos para difundir la publicidad vulneradora del derecho al honor de mis representados y en concreto, dos medios de prensa escrita como el Avui y El País, así como dos medios radiofónicos como Cataluña Radio y la SER.
No bastaba la rectificación en la COPE. Había que insertar publicidad en los medios afectos al Tripartito, izquierdistas y separatistas. Y el sablazo:
La campaña realizada por Jiménez Losantos ha vulnerado gravemente el derecho al honor del partido político y de sus militantes, causando un conjunto de daños y perjuicios, entre ellos un evidente daño moral, el cual solicita que sea reparado y restaurado en la cantidad justificada de 60 000 euros destinada a una fundación sin ánimo de lucro.
La titular del Juzgado de Primera Instancia número 22 de Barcelona rechazó la demanda según sentencia del 4 de septiembre de 2006:
Desestimando la demanda interpuesta en nombre y representación de D. Josep Lluís Carod Rovira, D. Joan Puigcercós y Boixassa y Esquerra Republicana de Catalunya y debo absolver y absuelvo a la parte demandada citada de la totalidad de pedimentos formulados en su contra en el escrito de demanda origen de las presentes actuaciones, decretando en materia de costas procesales que cada parte habrá de proceder al abono de las costas procesales ocasionadas en las presentes actuaciones a su instancia.
Pero ERC, en el poder y ahíta de abogados, recurrió ante la Audiencia Provincial de Barcelona que dictó sentencia en el sentido contrario el 22 de febrero de 2007:
Estimamos en parte el recurso de apelación y revocamos la sentencia apelada. Declaramos que la conducta de los demandados constituye una intromisión ilegítima en el honor de los actores. Condenamos a los demandados a publicar la sentencia en el Avui y en El País, así como en Cataluña Radio y en la SER, y a indemnizar a los actores con la cantidad de 60 000 euros (destinada a una fundación sin ánimo de lucro). No hacemos una especial imposición de las costas de primera instancia ni del recurso.
¡Como si fueran pocas costas diez millones de pesetas! Pero es que yo había vulnerado el honor de Carod y Puigcercós al equipararlos con terroristas y pactar con ETA «dónde se mata y dónde no». Yo había traspasado «la frontera de la libertad de expresión», aunque no la de Francia para ver al jefe de la ETA y pactar que no atentara en Cataluña. No soy perfecto. El separatismo catalán, demiurgo en los juzgados, sí. Para conmover a las criaturas impresionables ERC dijo al conocer la sentencia —me go que la redactara— que la multa iría a entidades sin ánimo de lucro que fomentasen el uso de la lengua catalana. Claro que no hay quien se lucre en la Cataluña actual sin el nivel C de catalán y multan a quienes rotulan sus tiendas en español. Es discutible eso del lucro.
Sin embargo, contra esta resolución cabía recurso de casación ante el Supremo. Lo interpusimos. Y en sentencia del 4 de febrero de 2010lo estimó, revocó la sentencia de la Audiencia barcelonesa y condenó a Carod y Puigcercós a pagar las costas.
La sentencia, cuyo ponente fue Xavier O’’Callaghan, decía que al criticar el encuentro del representante de ERC con la ETA yo no hacía más que ejercer mi derecho a la libertad de expresión. Y que si mis palabras «pueden definirse como muy negativas, sin embargo no denotan un carácter insultante, vejatorio o difamatorio teniendo en cuenta el encuadre social, político y de función pública en que se efectuaron». En este sentido, recuerda el tribunal que la libertad de expresión defendida por la Constitución comprende «la crítica a la conducta de otro, aun cuando sea desabrida y pueda molestar, inquietar o disgustar a aquel contra quien se dirige». Asimismo, entendía que yo había «fomentado la crítica en orden a la política antiterrorista de aquel momento del gobierno y del hecho noticioso de su pasividad ante la posible reunión entre miembros del grupo terrorista e integrantes del referido partido político».
El problema de mi éxito es que llegaba tarde, mucho después de mi fracaso. Habían pasado cinco años de la querella, cuatro de su desestimación y tres de mi condena cuando me absolvieron con todos los pronunciamientos favorables. Para entonces, yo estaba ya fuera de la COPE y esta en ruinas. Tampoco deben buscarse en la prensa catalana referencias al fallo del Supremo. No era favorable a la causa.
La Esquerra vuelve a la carga
Más diligente fue la justicia de Barcelona al admitir a trámite otra querella contra mí de ERC —aún no había perdido la anterior en el Supremo— el 4 de noviembre de 2007. El 10 de noviembre de 2008, en mi último año en la COPE, la titular del juzgado número 37 de Barcelona me condenó por «vulnerar el derecho al honor» de ERC y sus líderes. Para entonces ERC había protagonizado en Madrid y Barcelona ataques contra la COPE como el del encadenamiento de Tardá y sus secuaces a las verjas de la radio —lo cuento en De la noche a la mañana—, había colaborado en la creación del CAC —condenada por los organismos internacionales de Prensa— y nos agredían sistemáticamente en el Parlamento y en la calle. Dentro de esa línea, buscaron una satisfacción político-judicial y la encontraron. Esto sí se publicó en Barcelona.
¿Y de qué se quejaban ahora los sensibles capitostes esquerranos? Pues de una columna que yo había publicado en El Mundo cuando dos miembros de las Juventudes de ERC fueron detenidos por amenazar de muerte al líder de Ciudadanos, Albert Rivera, llevando a su casa una foto del político con una bala sin percutir —lista para usar— clavada en la frente y una mancha de mercromina imitando sangre. La columna se llamaba «Requisa de armas» y lo que vulneraba el delicadísimo honor de los héroes de Perpiñán y, antes, del Moviment de Defensa de la Terra (Lliure, se entiende) era esto:
Si de una reunión en una sede de Esquerra Republicana salen dos asesinotes en proyecto o dos proyectitos de asesino con una bala sin percutir clavada en una foto de Albert Rivera justo en medio de la frente y con un reguero de mercromina figurando sangre, siniestro montaje que empaquetan y llevan a casa del parlamentario catalán, hay que extraer cuatro conclusiones obligadas: la primera es que en las sedes de Esquerra hay o puede haber armas, puesto que nadie tiene munición sin pistolas ni pistolas sin munición; la segunda es que hay voluntad psicológica y política de emplearlas para amedrentar y, eventualmente, matar a adversarios políticos, que para cualquier pistolero pueden serlo todos; la tercera es que la policía, si tan necesaria institución existe aún en Cataluña, tras identificar a los prototerroristas debería haber entrado ya en todas las sedes de ERC para requisar las armas y munición que puedan esconder allí; y la cuarta es que la apología del terrorismo que pistoleros sin arrepentir de Terra Lliure instalados en cargos directivos de ERC han perpetrado en TV3 anuncia con la llegada de nuevas camadas de jóvenes terroristas un previsible rebrote del terrorismo nacionalista en cuanto pierdan las elecciones o se les tuerza el aparejo del pollino nacional.
La referencia a TV3 se debía a un reportaje propagandístico donde, según denunciaron el PP y Ciudadanos, se hacía apología del terrorismo catalanista y se justificaba el atentado contra mí. Pero la jueza de primera instancia número 37 de Barcelona, Susana Casany, no vio el programa o lo vio y no le molestó, porque estimó la demanda por vulneración del derecho al honor y me condenó por intromisión ilegítima en este derecho fundamental de ERC. La magistrada nos condenó a la multa de 60 000 euros por los daños morales causados, a publicar la sentencia en El Mundo y a pagar las costas. ¿Qué daños morales eran esos? El honor de los dirigentes de ERC Josep Lluís Carod Rovira y Joan Puigcercós, sus militantes y simpatizantes. ¿Qué argumentos esgrimía la jueza? Los de los demandantes: mis expresiones excedían «a todas luces la crítica política» y, por lo tanto «no podían ser encuadradas en recursos retóricos además de carecer de cualquier veracidad y realidad».
Cuando los jueces se meten a filólogos, de poco sirve haber hecho la carrera de Filología en la Universidad Central de Barcelona, como es mi caso, o llevar tres décadas publicando libros y artículos. Decía mi abogada que las expresiones de la columna eran propias de mi «estilo periodístico» caracterizado por «la sátira y la ironía utilizando la hipérbole o la alegoría». La jueza debió de saltarse esas clases de filología.
Sin embargo, haciendo suya la argumentación de mi condena en el juicio de Gallardón, la jueza dice que la Constitución no consagra «un pretendido derecho al insulto». Pretensión majadera que no he esgrimido yo nunca, aunque claro que permite, sólo faltaría, llamar ladrón al ladrón, terrorista al terrorista; y a su cómplice, cómplice del terrorismo. A ellos les molesta bastante, pero es cierto y favorece la salud pública que se sepa y se diga, en nombre de los que no se atreven a decirlo. Salvo en Cataluña, claro. Allí, la condición de cargos públicos de algunos dirigentes de ERC no va en detrimento, según la sentencia, de «su derecho al honor, a la intimidad o la propia imagen frente a aquellas opiniones o informaciones que considere lesivas de los mismos».
Había un pequeño obstáculo: el artículo se publicó tras la detención de dos cachorros de ERC por amenazar de muerte y con una bala de verdad a un líder político. Lo solventa así:
Si bien es cierto que el artículo se escribió en relación al hecho de que el presidente de Ciutadans de Catalunya, Albert Rivera, recibió una fotografía suya con un tiro en la frente, por el que fueron detenidos dos jóvenes militantes de las juventudes de ERC, que quedaron en libertad provisional con cargos y que la citada organización inició un expediente contra los mismos, lo cierto es que la detención de dos militantes de un partido, que no han sido condenados y quedan sometidos a la presunción de inocencia, no puede hacer predicable la misma conducta al resto de la organización política; por otro lado, no se ha acreditado que el señor Rivera acusara a ERC de los hechos y actuaciones que el demandado atribuye a este partido en el artículo de referencia ni se ha acreditado al veracidad de las expresiones vertidas en el mismo. Las expresiones utilizadas son indudablemente lesivas para el honor de ERC y los calificativos empleados atentan contra la reputación de este partido.
El derecho a la libertad de expresión y en la misma media el derecho a la libertad de información, no ampara las ofensas o injurias injustificadas e innecesarias, entendiéndose por tales aquellas expresiones vejatorias que no vienen exigidas, o al menos explicadas, por el contexto en que se pronuncian.
El contexto es una bala en perfecto estado de uso en la frente de Albert Rivera, pero ¿qué es eso al lado del honor de ERC? Mi opinión «es indudablemente injuriosa, en tanto atribuye intenciones delictivas o delitos directamente a todo un partido político». Y «no debe olvidarse que ni el derecho a la libertad de información ni el derecho a la libertad de expresión son ilimitados», y sólo pueden prevalecer sobre el honor «cuando se ejercitan con la prudencia y comedimiento necesarios».
Prudencia y comedimiento habían sido pública y ejemplarmente acreditados por el diputado de ERC Tardá, el mismo que se encadenó a la COPE, cuando gritó «muera el Borbón» en un mitin. Así lo estimó la justicia, que a él sí lo absolvió. Faltaría más.
No creo que la jueza hubiera apreciado esa jurisprudencia, porque remataba:
En conclusión, se estima que son expresiones atentatorias contra el derecho al honor del actor al constituir una descalificación en su ámbito profesional que no puede tener cobertura en el derecho a la libertad de expresión, puesto que una persona no pierde el derecho a no ver lesionado su honor por su condición de partido político.
Los daños morales al honor del partido (noción casi bolchevique) eran exacta, por no decir milagrosamente, de la misma cuantía que en el caso anterior: 60 000 euros. Interpuse recurso ante la Audiencia Provincial de Barcelona, pero esta confirmó la condena. En el Supremo andamos desde finales de 2009, a ver qué jueces nos tocan, y si nos tocan o no nos tocan las narices. La seguridad jurídica, es lo que tiene.
Ejemplo cuarto: Fanlo
El caso Fanlo
El 11 de noviembre de 2005, el juez Carlos Fanlo publicó un artículo en el diario 20 Minutos titulado «E J. Losantos» en el que decía: «Los de Terra Lliure te tirotearon. Fueron crueles al herirte en la pierna. De haberte apuntado al corazón, nada te hubiesen lesionado porque careces de él». Este es el texto íntegro:
F.J. Los Santos
Hasta lo del domingo te soporté con ira contenida. Pero que digas que Adolfo Suárez «era medio analfabeto» no te lo aguanto.
Tu lengua viperina y envenenada de odios acumulados se atreve a insultar a un pobre hombre enfermo que tanto hizo por España. Los de Terra Lliure te tirotearon. Fueron crueles al herirte en la pierna. De haber apuntado al corazón, nada te hubiesen lesionado porque careces de él. Eres un mendaz ruin palafrenero de los poderosos que tuvo la indecencia de calificar como de «cocodrilo» las lágrimas contenidas de Pilar Manjón, a quien acababan de asesinar a un hijo. Eres la escoria de un periodismo provocador y cainita. Ahora, si tienes lo que hay que tener, queréllate conmigo.
Como en las presuntas injurias no se da la exceptio veritatis que se aplica a las calumnias, probablemente me condenarán. Si te hubiera llamado ladrón y lo fueras, nada me sucedería por ser cierto: lo que yo he dicho también lo es, pero a un «hijo de puta» si se lo espetas, te condenan, aunque su madre sea la peripatética más famosa del país. Cosas de una España plural a la que tú, en el fondo, rastreramente, desprecias.
Por desgracia, como con Garzón, caí en la provocación, creí en la justicia pese a toda evidencia y me querellé. Lo que Fanlo dice que yo he dicho sobre Suárez y Manjón está sacado de contexto, aunque la formación intelectual de Suárez fuera indudablemente precaria y la figura televisiva de Manjón había sido creada por el gobierno nacido del pero, en fin, entiendo que eso sea materia opinable y hasta vituperable. Lo indignante era que un juez publicara ataques tan descaradamente injuriosos: «Mentiroso abyecto», «lengua viperina y envenenada de odios acumulados», «mendaz ruin palafrenero», «la escoria de un periodismo provocador y cainita», «si te hubiera llamado ladrón y lo fueras, nada me sucedería por ser cierto (…); lo que he dicho también lo es, pero a un “hijo de puta” si se lo espetas, te condenan aunque su madre sea la peripatética más famosa del país». Y que, encima, retara al injuriado a querellarse.
Que Fanlo, precisamente por ser juez, era consciente de vulnerar la ley lo prueba al referirse a la «exceptio veritatis» y al asumir que deben condenarlo. Pero al margen de los insultos personales, era peor que un juez hiciera chistes sobre un atentado, con claro menosprecio a la víctima del mismo y evidentísima vulneración de la ley que castiga esa conducta.
El artículo de Fanlo provocó tal escándalo que El Mundo y 20 Minutos anunciaron de inmediato que prescindían de su colaboración como articulista. Y el Consejo General del Poder judicial le abrió un expediente que enseguida archivó. El resonante «carpetazo» del Consejo del Poder judicial provocó que yo lo comentara en la COPE y en mi libro De la noche a la mañana en estos términos: «Fanlo, que tendría lo que hay que tener —al menos para ser terrorista— pero a sus horas, temió una acción disciplinaria del CGPJ y publicó una noticia asegurando que el corazón a perforar de un disparo, que era el mío, era metafórico». Hacía referencia a otro artículo que publicó posteriormente Fanlo diciendo que «nunca deseó que dispararan a nadie ni puso de manifiesto esa intención». Basta releer lo publicado para ver que lo que decía era falso, además de que el jactancioso delito no estaba en la intención sino en la agresión. Pero era un secreto a voces que el CGPJ le prometió archivar su expediente si hacía como que se arrepentía. Y lo hizo, como habían pedido la instructora del caso María Fernanda González de Zuloaga y la fiscal Lucía Ferrer, aunque la decisión se tomó por sólo tres votos contra dos.
Pero el argumento para absolver a su colega es antológico: el artículo, dijeron, «está escrito por Carlos Fanlo a título personal, sin referencia alguna a su condición de magistrado, siguiendo la norma de sus colaboraciones periódicas en dicho diario». ¿Y qué? ¿Había dejado de ser juez por escribir ese artículo? ¿Es ese el comportamiento que se espera de un juez: agredir a una víctima del terrorismo? Uno, en su ignorancia, creía que lo único que firma un juez como juez son sentencias; no es costumbre en la prensa publicar sentencias aunque injurien a víctimas del terrorismo y sea noticia que las firme un juez. Todos firmamos con nombre y apellidos, aunque a veces figure al pie del artículo la profesión del autor. ¿O es que nadie sabía que el juez Fanlo era el juez Fanlo? ¿Usaba algún seudónimo? ¿Ocultaba su profesión, o sea, la dignidad de su magistratura? ¿O más bien la aprovechaba para reforzar la autoridad de sus opiniones en la prensa?
Además del archivo del expediente, sólo el falso arrepentimiento del juez y las ganas de ayudarle de sus colegas explica que la querella de la Asociación de Víctimas del Terrorismo (AVT) en la Audiencia Nacional por considerar que las palabras del juez constituían un delito de humillación a las víctimas, recogido en el artículo 578 del Código Penal, fuera escandalosamente inadmitida a trámite el 10 de julio de 2006. Y que el que había fingido arrepentimiento por haber publicado lo que publicó pasara a querellarse contra mí por haberme defendido. ¡Ah, la justicia! ¡Ah, los jueces!
El agresor se disfraza de agredido
El 24 de enero de 2007, Fanlo interpuso ante el juzgado de Primera Instancia número 30 de Barcelona una demanda contra mí, contra La Esfera de los Libros y contra la cadena COPE por lo de siempre: vulneración de su derecho al honor y a la imagen. Y mientras la querella de la AVT por menosprecio a una víctima del terrorismo era rechazada por la Audiencia, el juez Roberto García Ceniceros, con el apoyo del Ministerio Fiscal, admitió rápidamente a trámite la demanda de Fanlo el 6 de febrero de 2007.
Al escarnio de que el agresor se proclamara agredido se añadía la ferocidad de sus pretensiones: que se me condenara a «perpetuo silencio» para que nunca más me dirigiera a Fanlo como «terrorista», cosa que yo no había hecho, aunque bien hubiera podido. Y además pedía una indemnización de 24 000 euros que, según dijo, pensaba donar a la Asociación de Pilar Manjón.
En su escrito de contestación a la demanda, la defensa de COPE alegó que era de «nulo alcance jurídico» que el señor Fanlo quisiera dar el dinero de la supuesta indemnización a la asociación de Manjón, y se señalaba la «inconveniencia» de que un miembro de la Carrera judicial, en activo entonces, se dedicara a opinar sobre los atentados sufridos por una persona insultándola y llegándola a calificar de «hijo de puta». E insistieron en que yo no había llamado «terrorista» al y opinador-periodista. Lo mismo hizo la defensa de La Esfera de los Libros, que mostró «su extrañeza» porque Carlos Fanlo sólo emprendiera acciones legales contra la víctima, pese a que su artículo fue duramente criticado en otros medios. De igual forma se criticó duramente que este publicara un artículo de pseudo-disculpa por el único temor a una sanción disciplinaria por parte del CGPJ y no por reconocer su culpa.
Pues bien, el 20 de febrero de 2008 el Juzgado número 30 nos condenó a La Esfera de los Libros, a la COPE y a mí a indemnizar de forma conjunta a Fanlo con 3000 euros y además a abonar las costas del procedimiento judicial.
En la sentencia, el juez rechaza la pretensión de Fanlo de condenarme a «perpetuo silencio», porque «no tiene sentido ni virtualidad condenar al demandado de manera perpetua a no referirse en determinados términos respecto a la persona del actor». Tampoco accede a que se retiren del mercado mis opiniones sobre Fanlo en De la noche a la mañana. Sin embargo, dice, «las expresiones vertidas por Jiménez Losantos excedieron el marco propio de la libertad de expresión, hasta el punto de suponer un ataque al derecho al honor».
¿Y qué razón da el juez Roberto García Ceniceros para llegar a esta conclusión? Abracadabrante: que yo no había ido a Barcelona: «Ello ha de entenderse acreditado, sencillamente, por la injustificada incomparecencia del codemandado al acto de juicio y la consiguiente imposibilidad de practicar la prueba de interrogatorio que había sido acordada en la audiencia previa», sostiene la sentencia. Es decir, que me condena por vulnerar el honor de Fanlo ¡al no acudir a la vista oral en Barcelona el 5 de febrero de 2008!
«Es más —añade el juez— la incomparecencia del señor Jiménez Losantos al acto del juicio ha de servir también para que se tenga por acreditada la existencia de un verdadero ánimo de injuriar y menospreciar a la persona del actor, por encima del legítimo deseo de informar y expresar libremente ideas».
Lo asombroso de la condena es que lo que reconoce son motivos para condenar a Fanlo: «Las expresiones del señor Carlos Fanlo en su artículo del 11 de noviembre de 2005, más allá de la más o menos desafortunada y criticable alusión a los que dispararon a la pierna y el corazón, son dignas de causar ofensas y quebranto. Ante todo, es conocida la condición de víctima del terrorismo del codemandado por lo que la mera alusión al atentado padecido ya supone un ataque nada desdeñable a su ámbito personal más íntimo (…). Tampoco pueden merecer juicios favorables las expresiones “mentiroso abyecto, tu lengua viperina y envenenada de odios acumulados, eres un mendaz ruin palafrenero, eres la escoria de un periodismo provocador y cainita”. Es más, la frase “ahora, si tienes lo que hay que tener, queréllate conmigo”, confiere un tono arrogante, introduce un elemento de provocación difícilmente justificable desde el punto de vista de la libertad de expresión e información».
Fanlo también me había acusado sin prueba alguna de estar relacionado con las supuestas amenazas de muerte telefónicas y escritas tras atacarme en 20 Minutos, pero el magistrado del juzgado número 30 de Barcelona lo rechaza: «No cabe hablar de una campaña orquestada y promovida por el demandado en contra del actor ni atribuirle una responsabilidad personal en las supuestas amenazas que el señor Fanlo y su familia pudiesen haber recibido».
Pero me condenó. Y la Audiencia rechazó mi apelación, confirmó la condena contra la COPE y contra mí y, sin embargo, absolvió a La Esfera de los Libros. ¿Por qué esa diferencia? ¿Y por qué esa condena? ¿Porque Fanlo estaba muy enfermo y de hecho murió poco después? ¿Porque me había agredido como víctima del terrorismo? ¿Porque me había atribuido delitos que nunca cometí? ¿Porque «las expresiones vertidas excedieron el marco propio de la libertad de expresión, hasta el punto de suponer un ataque al derecho al honor», que no deja de ser un argumento discrecional, cuando no a merced de las filias y fobias del juez? ¿O porque no dediqué un par de días a visitar Barcelona, para que él tuviera el placer de interrogarme a gusto y los amigos de Terra Lliure tuvieran ocasión de montarme un emotivo aquelarre linchador?
Tenemos pendiente, según creo, el recurso ante el Supremo, pero salvo la esperanza en la lotería de la integridad que a veces toca en esas instancias, se entenderá que con$e poco. Lo que sí quiero es recordar algunas de las agresiones de que he sido objeto en el paraíso de los jueces amigos de Fanlo. Este es un florilegio forzosamente pequeño pero significativo del clima del linchamiento, que me afectó sobre todo a mí y a las empresas en que trabajaba, pero que también azuzaba a los políticos y animaba o desanimaba a los jueces. A bastantes jueces. A demasiados jueces.
El marco de libertades del caso Fanlo
El 29 de octubre de 2006, un año después del artículo de Fanlo y un año antes de su querella contra mí, Tony Alba, presentador de 7 de nit en TV3 y luego colaborador habitual de Buenafuente atacó a la COPE en City FM. Apenas fue noticia, porque en los años del zapaterismo atacar a la COPE era algo parecido al nivel C de catalán, forzoso peaje laboral. «Si un país normal tiene una radio como esta se cierra en dos días (…). Una cosa es la libertad de expresión y otra el insulto», dijo. Nada original: la doctrina de Buenafuente cuando me concedieron el Micrófono de Oro.
Pero Albá, como su jefe, predicó con el ejemplo: «Losantos tendría que estar limpiando calles con su lengua (…), es gente infecta, un genocida cultural que hay que encarcelar». Acerca de sus burlas a Aznar en el programa de Buenafuente, dijo: «No es porque tenga o no poder (…), es un ser infecto, un fascista que tiene el cerebro corrompido por los gusanos que se comieron a Franco».
El fiscal no actuó.
El 11 de noviembre de 2006, Felipe González dijo en un acto de las juventudes Socialistas en Cádiz que «Jiménez Losdemonios retuerce las palabras (…); cómo hablar de cosas sabiendo de antemano que te van a manipular (…); aunque sea de la COPE no lo podemos santificar».
El fiscal no actuó.
El 28 de enero de 2007, el portavoz de Esquerra Republicana Joan Ridao me comparaba con el asesino etarra De Juana Chaos, según e-noticies. Fue tras la decisión de la fiscalía de actuar contra Pepe Rubianes tras insultar en la televisión pública TV3 a la «puta España». «Es evidente que la fiscalía ha actuado con una desproporción y un celo inexplicable», dijo Ridao, «un episodio de rebrote de la catalanofobia» desde «algunas instancias políticas y mediáticas de la derecha española (…). Sobre todo si se tiene presente que no ha habido una actuación previa de la fiscalía con el objeto de perseguir los ataques e improperios de Jiménez Losantos o de otros opinadores que incitan al odio diario y esparcen toda clase de pensamientos contra personas, instituciones o partidos políticos catalanes».
Según el portavoz de ERC la actuación del fiscal contra Rubianes se produce «la misma semana en la que el plenario de la Sala Penal de la Audiencia Nacional ha emitido una discutible resolución» de mantener en prisión a De Juana, «precisamente por un delito de opinión».
El fiscal no actuó.
Carmen Chacón, ministra del gobierno de Zapatero, se limitó a posar con miembros de las juventudes del PSC que llevaban una camiseta con la frase Tots som Rubianes.
El fiscal no actuó.
En febrero de 2007 se produjo el «acto de repudio» reseñado en el segundo capítulo. Luis del Olmo fue al programa de Boris Izaguirre y Ana García Siñeriz en la cadena Cuatro, y confesó que él les había propuesto a ellos para el premio, no a mí. Un colaborador del programa dijo: «Está bien la libertad de expresión pero con Jiménez Losantos habría que aplicar el código penal».
El fiscal no actuó.
El 23 de ese mismo mes, un piquete, previamente convocado por sms, rodeó en Maracena (Málaga) el abarrotado salón municipal donde, a invitación del alcalde, íbamos a hacer en directo La mañana de la COPE. Tras intentar por la fuerza impedir la entrada a sus convecinos, estuvieron durante cinco horas coreando gritos como «¡fachas!» y «¡vosotros, fascistas, sois los terroristas!». Al terminar el programa nos evacuaron del local unos cincuenta policías, guardias civiles y personal de seguridad del Ayuntamiento. El sms decía: «Acude! El 23 d febrero a las 7 d la mañana Ayuntamiento nuevo d Maracena, pa declarar a Jiménez Losantos persona non grata y en dfensa d la democracia. Pásalo».
El fiscal no actuó.
El 14 de abril de 2007, el exmiembro de Terra Lliure Josep Serra justificó en un programa especial de TV3 dedicado a la banda el atentado contra mí en mayo de 1981 después del «Manifiesto de los 2300» contra la discriminación de los castellanohablantes en Cataluña. «En ese momento», según Serra, «la violencia era lo único que entendíamos». En el programa se dijo que el atentado impidió que yo encabezara un movimiento político españolista y Jordi Pujol insistió en que condenaron las «acciones» de la banda terrorista «que podían haber sido utilizadas contra nosotros». Ambas cosas son falsas. Cuando se produjo el atentado ya me habían concedido el traslado a Madrid y el partido de Pujol, que respaldó la puesta en escena de la «Crida» contra el Manifiesto en el Non Camp, se negó en principio a condenar el atentado en el Parlamento de Cataluña. Después del verano, tras negociarlo con José Acosta, diputado del Partido Socialista Andaluz, finalmente lo hizo. Esquerra Republicana se negó siempre a condenarlo y, más tarde, acogió a cuantos terroristas quisieron incorporarse a sus filas, sin pedir nunca perdón a sus víctimas.
El fiscal no actuó.
El 2 de mayo de 2007, el director de Avui criticó al diputado del PP Daniel Sirera por denunciar que el programa de Serra en TV3 había sido una descarada apología del terrorismo, manifiesta en que nunca se utilizó la palabra «terroristas» para referirse a los pistoleros de Terra Lliure entrenados por la ETA y que entre 1989 y 1995 cometieron más de 200 atentados. Hubo hasta 300 detenidos, amnistiados por Felipe González.
Vicent Sanchís, director del diario subvencionado por la Generalidad, considera «honesto» el documental, y «valiente» a la cadena por emitirlo, aún lamenta que se diera por Canal 33, segunda cadena de TV3. Su única crítica es que en «algún momento» se debería mencionar «la palabra terrorista» porque «Terra Lliure aparte de luchar por la independencia de los Países Catalanes y un socialismo difuso también aterrorizó a una parte de la población catalana. Mató de rebote a una señora en Les Borges Blanques e hirió a Jiménez Losantos, que no ha dejado de supurar bilis negra por la herida desde aquel momento». Sanchís tampoco. Las víctimas supervivientes del terrorismo solemos provocar esta reacción.
El fiscal no actuó.
En septiembre de ese mismo 2007, David Bassa, periodista de TV3 y autor del programa Terra Lliure. Punt final, lo publicó en forma de libro en la editorial Ara Llibres, con el DVD adjunto, prólogo de Albert Botran, Oriol Junqueras y Ferrán Royo y epílogo de Enric Ucelay-Da Cal. Al comienzo, se defiende de las leves críticas —no sanciones— del CAC, órgano perseguidor de la COPE, porque en el programa sólo se dio la palabra a los terroristas y no a sus víctimas y se utilizó un lenguaje poco apropiado: llamar «acciones» a los atentados y «patriotas catalanes» a los terroristas. Bassa dice que es un «documental periodístico, neutro y aséptico», cuyo «pecado fue llenar el vacío informativo». Lo llenó casi del todo, porque presume de que el programa lo vieron 290 000 espectadores, con picos de 350 000. Y sobre las críticas del PP y Ciudadanos por no llamar terroristas a los terroristas se remite al libro de estilo de la BBC, que evita el término «por su carga política». Bassa, que contó en su programa con la colaboración de Baltasar Garzón, dice que Terra Lliure sólo buscó «propaganda política», nunca atentar contra la integridad de las personas. Se ve que conmigo hicieron una excepción.
Un pequeño detalle lúdico-musical: el 2 de septiembre de 2006, la web e-notices publicaba que un grupo de punk-rock llamado Antitank había compuesto una canción contra mí titulada «Veinte tiros en la nuca» («Vint forats al clatell») que circulaba profusamente por la red. Comenzaba con la música de La mañana y al dar Ana Alastruey, la subdirectora, mi nombre se escuchaba una ráfaga de ametralladora que daba paso al estribillo: «Veinte agujeros en la nuca / por fascista y por cabrón, / por facha y por cabrón». La canción no es demasiado creativa: es una versión de «20 eyes in my head» del grupo Misfits, cambiando miradas por agujeros o tiros. Sin embargo, la voluntad criminal o incitación al crimen es más que evidente.
El fiscal no actuó.
Podría añadir muchos más casos de agresión contra mí, entre 2005 y 2008, con la pasividad si no la tácita colaboración de la fiscalía, y dentro de un ambiente de linchamiento cuando no de abierta apología del terrorismo y de mis victimarios. Pero no quiero asquearme recordándolo y, mucho menos, aburrir al lector. Sólo he querido iluminar el clima de libertades y seguridad jurídica que rodean la sentencia del caso Fanlo, ratificada por la Audiencia, que tuvieron el valor de condenarme por no ir a Barcelona. Deben disculparme. Ya había salido una vez, y de milagro, en ambulancia. Espero que sus señorías no pretendieran que, insistiendo, saliera en ataúd.