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CUANDO AL CLERO LE MOLESTA LA CARIDAD Y LOS
JUGUETES SE QUEDAN SIN NIÑOS
Durante el verano de 2008, pasé quince días en Miami sin hacer nada. Es decir, lo de siempre: leer mucha novela negra y algún novelón del XIX, saquear minuciosamente el Blockbuster y ver docenas de DVD, sobre todo comedias y series históricas no estrenadas en España, dar algún paseo, hacer algo de ejercicio, cuidar la dieta, perder el tiempo mirando cómo cambian las nubes en el trópico y hacer, a veces, algún haiku. En resumen: dormir mucho y pensar poco. Más fácil lo primero que lo segundo.
Tras la renovación traumática por un año prorrogable, tenía una idea para reconstruir el programa sin cambiarlo, que siguiera siendo el mismo pero distinto, con otro escaparate que el que había recibido tantas pedradas durante esa temporada horrorosa. El nuevo proyecto habría querido ponerlo en marcha en las pasadas Navidades, pero los líos de la renovación, la campaña de Sistach y Cañizares contra nosotros, las intrigas vaticanas del gobierno y, sobre todo, el linchamiento en los juicios de Gallardón y Zarzalejos, me habían desaconsejado cualquier cambio. El que yo quería se hubiera interpretado como signo de debilidad, y eso era lo último que yo quería mostrar a la jauría linchadora clérigo-bermeja. En realidad, no me sentía débil ante gente a la que despreciaba, pero era muy consciente de que una cosa es la voluntad y otra la fuerza, que era posible otra campaña como la última y que, como resultado, el año firmado fuera también el último.
En vez de deprimirme, que era lo normal dadas las circunstancias, la sensación de no tener nada y apostar todo al albur de las cartas venideras me proporcionó una extraña tranquilidad, aunque sólo después de haberme recauchutado física y anímicamente en la molicie miamense. En ese verano, como en el siguiente, la compañía de César Vidal fue muy importante, sobre todo para mi mujer, alarmada por la campaña salvaje de los últimos meses. Ella le hacía más caso a César que a mí, porque yo no suelo contar nada en casa y de algunas fechorías contra su marido se enteraba en el trabajo. Llegó un momento en que no me preguntaba, porque le decía que no pasaba nada y pasaba. César en cambio, le hablaba del infierno con toda tranquilidad y le aseguraba que allí sólo tenían plaza nuestros linchadores.
Yo había desarrollado un mecanismo de defensa basado en no leer las noticias de orden chismográfico y depredatorio contra mí, porque si las leía, lo normal era que durante las seis horas en directo de cada día, respondiera. De vez en cuando, incumplía mi norma, porque Rosalía Sánchez, mi vicedirectora, se angustiaba y se empeñaba en que yo supiera lo que ese día y al otro y al otro se decía sobre el horrible futuro del programa en general y el mío en particular. Entonces discutíamos:
—Es que tienes que saber lo que se dice de ti. No puedes ignorarlo.
—Ya sé lo que dicen. Unos, que me quede; y otros, que me echen.
—Pero no todos son iguales. Y el equipo está de los nervios, claro.
—Claro. Por eso, lo mejor es que yo conserve los míos.
—Como quieras. Pero yo tengo que darte las noticias que nos afectan.
—No. Tú tienes que evitarme las noticias que me afecten demasiado.
—En conciencia, no puedo. Imagínate que un día hay algo que debías saber y no te he contado. No lo leas, pero tengo que decírtelo. Entiéndelo.
—Lo entiendo perfectamente. Pero esto no es un problema de conciencia sino de supervivencia. Tú dedícate a la conciencia y yo a la supervivencia. Por cierto, Rosalía, tengo que decirte una cosa más.
—¿Qué? ¿Todavía hay algo más? ¿Nos echan hoy a las doce?
—Ese vestido mondrianesco te sienta muy bien. Me encanta.
—La verdad es que no sé cómo tienes humor con todo lo que pasa.
—Como dirían en una película francesa, esta mañana, de todo lo que pasa, lo más importante es tu Mondrian gris.
—Vale, me rindo. Pero conste que mañana voy a volver a llevarte las noticias horribles. Tú las tiras a la papelera sin leer, pero yo te las llevo.
—Mientras no tires el Mondrian, de acuerdo.
—Me haces reír y parece que se me pasa. Pero no se me pasa.
—No te preocupes, tampoco a mí. Son mecanismos de supervivencia.
—La verdad es que no sé cómo sobrevivimos.
—¿Pero tú no eras la que creía en los milagros? Pues la Virgen del Tremedal, patrona de mi pueblo, es muy milagrera.
—Ya. Bueno, mañana otro anuncio nuevo. A ver cómo lo encajas de siete a ocho.
—¿Ves cómo hay milagros? ¡Aún más anuncios! ¿«El ocaso», tal vez?
—Yo preferiría «El porvenir», pero no. Esta vez son coches caros de ocasión.
—Perfectos para la huida.
—Hala, adiós.
Y así íbamos tirando. El equipo se mantenía unido, pero los meses siguientes lo sometieron a una de esas pruebas de las que sólo sale Indiana Jones, y no siempre. Mi papel inexcusable era hacer como si todo fuera bien. O, como hubiera dicho don Bernardo, que si no iba bien, también iba bien, gran sentencia del buda nacido en Ávila. Pero en la segunda quincena de agosto tuve que ponerme a trabajar en los cambios de septiembre.
Cómo hacer caridad sin molestar a casi nadie
La idea nueva para la temporada 2008-2009 no parecía tan nueva: ampliar el espacio semanal «Cómo sobrevivir a la crisis», que empecé con Rosana Laviada e Iliana Izverniceanu, portavoz de la OCU. Rosana había vuelto a la COPE tras concluir su excedencia en Libertad Digital TV y no faltó rata que publicara que la radio pagaba el sueldo a mis colaboradoras en LDTV; esa era la clase de infundio que yo no quería que Rosalía me contara durante el programa, porque me sacaba de quicio que la tomaran con ellas… y saltaba como un resorte. Contar con Rosana, que había madurado extraordinariamente en LDTV, me daba tranquilidad para el gran cambio en el programa, que iba a empezar pasando de veinte minutos semanales a tres horas —de diez a once, lunes, miércoles y viernes—, pero no sólo para dar las noticias catastróficas que producía la crisis económica y que se ocultaban porque el gobierno seguía negando la evidencia, esa crisis que habíamos denunciado el último trimestre de 2006, cuando cayó el índice de Producción Industrial, heraldo de la ruina. El gran cambio que yo quería introducir era no sólo contar lo que pasaba sino ayudar eficazmente a aquellos a los que les pasaba. Y hacerlo a través de la red asistencial de la Iglesia.
Como casi todo, la «Ayuda para sobrevivir a la crisis» tenía un precedente radiofónico: Ustedes son formidables, de Alberto Oliveras. Supongo que habrá otros similares y anteriores, pero ese es el primer programa del que guardo memoria, con Matilde, Perico y Periquín, Radiogaceta de los deportes y las canciones dedicadas de Radio Andorra. Me sobrecogían aquellos dramas de Olieras cuya autenticidad parecía indudable: la inundación de un pueblo, la ruina de una empresa que dejaba a muchos obreros y sus familias en la calle o la carísima operación en el extranjero que necesitaba un niño muy enfermo, cuya familia no podía pagarla. Pero lo que más me gustaba era la incertidumbre pavorosa del resultado. ¿Conseguiría Oliveras conmover a los oyentes para que dieran el dinero que faltaba para tan buena obra antes de que se acabara el tiempo? ¿Y si no lo conseguía? ¿Podían echarlo de la radio y quedarme yo sin poder oírlo nunca, nunca más? Eso me angustiaba más que la ruina del proyecto caritativo de esa semana. La generosidad de los niños, ya se sabe. Pero, al final, como siempre, Oliveras podía decir: «¡Ustedes son formidables!». Y lo eran. Y yo me iba a dormir feliz, felicísimo, a soñar otras hazañas.
El problema fundamental de mi programa no lo tuvo nunca Alberto Oliveras: cómo engranar el mecanismo de la radio y los proyectos de asistencia social de la Iglesia, muchos pero dispersos. Necesitaba a alguien que conociera ese mundo asistencial católico por dentro. Y sabía quién era: Paloma García Ovejero. Una vez, hablando del equipo y los colaboradores, me había dejado entrever Barriocanal que su familia era «kika», o sea, del Camino Neocatecumenal de Kiko Argüello, apoyo esencial de Rouco. Fuera «kika» o pariente, Paloma podía ayudarme a tener una buena relación con la fuerza más poderosa de la Iglesia española actual y, suponía yo, con las demás organizaciones católicas de ayuda social.
Había, además, una historia de por medio que parecía una fabula oriental. Dos años antes, mi subdirectora, Ana Alastruey, con veintisiete años, tuvo que elegir al terminar su primera temporada conmigo entre ir a cuidar a sus padres a Zaragoza o afianzar su brillante carrera profesional. Y, como la persona maravillosa que es, decidió irse. Para sustituirla, pensé entonces en Paloma, que llevaba un año de excedencia en Nueva York y a la que conocía desde La linterna, cuando por razones personales me pidió un cambio de horario, lo hice y tuvimos una relación excelente. Se lo propuse por correo, pero ella estaba feliz en Manhattan —la compañía, la ciudad o ambas cosas— y me dijo que muchísimas gracias, que era un honor… pero que se quedaba en Nueva York. Entonces pensé en nuestra corresponsal en Berlín, Rosalía Sánchez, cuyo trabajo en el área política me gustaba mucho pero, todavía más, sus excelentes crónicas en directo para La linterna de la economía. No tuve nunca ocasión de arrepentirme.
Curiosamente, ese mismo verano y cuando Rosalía estaba haciendo la mudanza a Madrid —con marido y tres niños pequeños— Paloma tuvo que hacer la misma elección que Ana Alastruey: volver a Madrid para cuidar de uno de sus padres al que habían detectado una enfermedad grave, o seguir en Nueva York. Como Ana, decidió venirse, pero el puesto que le había ofrecido estaba ya ocupado. Así que hablé con Nacho Villa y le buscó un puesto en la redacción de informativos, mientras aparecía algo mejor. Para una persona con ambición, recursos profesionales y militancia eclesial, lo que le ofrecía de nuevo, ahora para «sobrevivir a la crisis», era un bombón. Sin embargo, de primeras me dijo que no, porque no le mejoraba el sueldo.
—Es que no me renta, Federico. Pinta muy bien, pero no me renta.
Me llamó la atención el anglicismo —yo solía hablar de literatura con Paloma en la época de La linterna y es una solvente y ávida lectora— y más aún la argumentación.
—Sueldo no te puedo dar, porque Barriocanal nos tiene a pan y agua. Tal vez el año que viene, aunque no te lo puedo asegurar. Pero piensa que la proyección profesional, social y hasta personal sería extraordinaria.
—Sí, no digo que no, pero…
—Pero no te renta.
—No.
—Pues nada, olvídalo. La semana que viene buscaré a alguien. Si este fin de semana te lo piensas mejor, me lo dices el lunes. ¿Y aquí estás bien?
—Bien. No es lo mismo que contigo en La mañana, claro, pero bien.
—No te preocupes, si el lunes no has cambiado de opinión, encontraré a alguien.
Pero no hizo falta buscar. Tras consultar con la almohada o con alguna instancia superior, no sé, ese lunes Paloma reconsideró su negativa y aceptó una especie de comisión de servicios de informativos en La mañana. Y aunque renuente al principio, según fueron llegando peticiones y donaciones, le fue dedicando horas y más horas; y lo hizo muy, muy bien.
Los lunes y miércoles, «Cómo sobrevivir a la crisis» se dividía en una primera parte de noticias que llevaba Rosana y comentaban José Raga e Iliana Izverniceanu; y una segunda parte, «Ayuda para sobrevivir a la crisis», con noticias sobre servicios ya existentes, iniciativas o necesidades urgentísimas. La parte primera parecía técnicamente más fácil pero no lo era, porque había que encauzar las áridas noticias de economía hacia la tertulia y la tarea asistencial. Rosana, como siempre, lo bordó. Y a diez o doce minutos del final, llegaba Paloma con las últimas donaciones y las nuevas peticiones.
La primera sorpresa la tuvimos al informarnos sobre comedores y lugares de ayuda que la Iglesia tenía en todas las diócesis. No los conocían los «nuevos pobres», algo normal, pero a veces tampoco la diócesis. Si alguna vez, como prueba la historia y acredita la liturgia, la Iglesia ha sido una formidable fuerza informativa y formativa, social y cultural, ha dejado de serlo. A veces, sobre todo si estaba delante José Raga, que desde hace muchos años es el único español del Consejo Pontificio que asesora al papa en materia económica y social, Paloma se sinceraba:
—¿Te creerás que hay allí un comedor y que el obispado no lo sabía?
—¿Cómo no me lo voy a creer? Lo raro sería lo contrario —decía Raga.
—Pues nada, les he puesto en contacto y hemos quedado en que cuando ya sepan lo que necesitan, hablamos.
—Nobilísima tarea.
—Pero algo desesperante.
—Por eso debemos hacerlo nosotros. Si no es la COPE, nadie lo hará. Lo que no sé es qué hacen con cuatro horas diarias de religión. Si no piden ni coordinan a los que piden y a los necesitados, ya me contarás.
—Y eso, Federico, que no se llama religión: área socio-religiosa.
—No lo entiendo, Pepe. A mí no me enseñaron en el catecismo socio-fe, socio-esperanza y socio-caridad. Estoy socioechado a perder.
—Y yo. Pero ellos andan en teologías, peleas episcopales y otros líos.
—Supongo que habrá alguna instancia en Cáritas para coordinar algo.
—Habrá, pero olvídate. Le harán mucho más caso a la COPE que al de Cáritas, si es que lo conocen.
—Pues nada, Paloma, en cada programa, direcciones y peticiones.
—No será fácil. Hay teléfonos que no contestan y hay cosas que se necesitan pero que no se atreven a pedir.
—Yo creía que los que tenían vergüenza eran los que iban a los comedores, no los que daban de comer. Pero, en fin, nosotros, a lo nuestro.
—Saldrá bien, Federico, ya lo verás.
—Dios te oiga, Pepe. Si no te oye a ti, o a Paloma, vamos aviados.
Efectivamente, el problema más serio era el de la vergüenza de los necesitados en reconocer su necesidad. Eran sobre todo familias jóvenes con algún niño que habían perdido sus ingresos, pero que nunca habían tenido que recurrir a la llamada caridad pública, que al final siempre es privada, por vía voluntaria o fiscal. Pero a lo largo de los dos primeros meses, empezamos a cosechar lo sembrado. Paloma me contaba la alegría de algunas órdenes religiosas a las que tras hacerse pública la dirección de su albergue o su hospital, se les quedaba pequeño o falto de fondos. Yo había estudiado en psicoanálisis que el que da puede ser más feliz que el que recibe, pero no lo había comprobado al por mayor. O sea, a lo grande.
Lo que más me admiraba —y me admira— era el entusiasmo y la confianza en la Providencia de las monjas, siempre las más extrovertidas. Hubo alguna a la que deberíamos haber hecho fija en el programa, porque cuando hablaba transmitía la efervescencia contagiosa del desprendimiento. En el terreno ideológico, yo sólo insistía en una cosa: estábamos pidiendo ayuda y caridad, no haciendo justicia ni implantando el socialismo, que por otra parte es sólo garantía de pobreza y fuente de tiranía. Naturalmente, yo sabía que buena parte de las organizaciones asistenciales de la Iglesia están copadas por socialistas y comunistas, no así la base, pero ese no era nuestro problema. O, al menos, no el que intentábamos paliar, ya que no resolver.
Para noviembre, estaba claro que el programa era un éxito y que la COPE se había convertido en el único medio dedicado a lo que, en teoría, debía dedicarse siempre; aunque no fuera el área religiosa sino la más comercial y, en teoría, menos piadosa la que asumiera el reto asistencial. Pero la comunión de la cadena y sus oyentes era realmente extraordinaria. Pedíamos una cosa —un congelador, una cocina— y a la hora teníamos tres. Y yo era tan feliz como pensaba, de muy niño, que lo era Alberto Oliveras al terminar Ustedes son formidables. Los oyentes de la COPE lo eran.
Y como los más necesitados eran las familias de «nuevos pobres», pensé en hacer un programa especial en directo con el lema «Esta Navidad, ni un niño sin juguetes», para ahorrarles, al menos, la pena de no poder dar a sus hijos, quizá por primera vez, esa alegría que sólo se siente el día de Reyes. Ayanta ponía a nuestro servicio, gratis, el teatro Lara. Y nos dijimos que si no éramos capaces de conseguir juguetes para los niños, no valíamos para nada. Lo que no sospechábamos era que a los Reyes Magos se les pudieran rebelar los pajes. O sea, que Cáritas se rebelara contra la caridad.
Cuando los juguetes se quedaron sin niños
En la segunda semana de diciembre, con el espíritu navideño a todo trapo, empezaron a llegar los juguetes. La única condición que pusimos fue que todos debían ser nuevos o estar como nuevos, fuera cual fuera su origen y su precio, porque no se trataba de limpiar la casa de trastos sino de donar realmente un juguete.
Entre los oyentes de la COPE estaban, según todas las encuestas, los de mayor nivel cultural y adquisitivo, pero la mayoría era gente corriente, trabajadores a los que definió Jorge Manrique cinco siglos antes como «los que viven de sus manos». Y esa gente corriente es la que mejor respondió a la campaña finalmente llamada «Esta Navidad, ni un niño sin juguete». Apenas llegó ninguno que no estuviera recién comprado. De más o menos precio, pero nuevos. Usados, sólo admitíamos cuentos infantiles que se le quedaran pequeños a la criatura sin haberlos mordisqueado. Pero lo que llegaba eran uno o varios libros, infantiles o juveniles, totalmente nuevos. Tal fue la afluencia que el cuarto que Ayanta había habilitado en el Teatro Lara se quedó pequeño. Más de tres mil juguetes recibimos en tres semanas, muchos más que los niños que iba a llevar Cáritas al programa especial en directo, así que acordamos donar el resto a los niños enfermos de cáncer de los hospitales Niño Jesús y San Rafael, a los hijos de mujeres encarceladas y, en fin, a los que Cáritas creyese que más lo necesitaban.
La víspera de Nochebuena, que era viernes, abrimos el telón y el programa en el Lara. La noche anterior la pasaron varias personas de mi equipo envolviendo juguetes, porque para que nadie colase algo viejo y, sobre todo, para no regalar al tuntún, pedimos que se viera el regalo, para etiquetarlo por contenido y edad. No pensamos que pudieran ser tantos ni dieran tanto trabajo. Pero dormidos o sin dormir, estábamos encantados por los niños. El teatro les había reservado la mitad de las butacas y el resto para los adultos, salvo que vinieran con algún niño. Sin embargo, era el último día de clase y entre los oyentes de la COPE la asistencia escolar era materia indiscutible, por no decir sagrada, así que pocos vinieron con hijos o nietos. Al final, serían quince las primeras filas reservadas para los niños de dos colegios que Cáritas se había comprometido a traer en sendos autobuses.
Empezó el programa, continuó, terminó la tertulia, pasaron las noticias de las diez… y los niños no llegaban. Además, los de Cáritas no contestaban al teléfono o, si lo hacían, no sabían nada del asunto. Cerca ya de las once, quedó claro que nos habían dejado en la estacada. Me lo confirmó finalmente Isabel González, demudada de pura indignación:
—Fede, que estos tíos no vienen. Después de horas mareando la perdiz, nadie sabe nada y los teléfonos no contestan.
—No lo entiendo. ¿Y qué les costaba habérnoslo dicho antes?
—Les costaba ser buena gente y no lo son. Esto es un sabotaje descarado.
—Pero ¿y qué ganan?
—Evitar que alguien que no sea de la Iglesia haga lo que ellos no hacen. Es gente muy retorcida. Mira que te lo había dicho, que notaba algo extraño…
—Creí que eran imaginaciones tuyas. Y que eran raros, pero no malos.
—Pues no, son raros y malos.
—¿Y ahora qué hacemos? Falta una hora de programa, estamos en directo para toda España y no podemos decir que los de las últimas filas pasen a las primeras porque resulta que no hay niños para nuestros juguetes.
—Pobres niños, en manos de esa gente.
—Y pobre gente. Se gasta lo que no tiene en un juguete para otros y se lo desprecian.
—Bueno, pero no les vamos a dar la satisfacción de contarlo.
—Por supuesto que no. Siempre habrá niños para los juguetes.
—Verás cómo lo lamenta el padre Bru. ¡Pandilla de hipócritas!
—¿Y no habría alguna forma de traer a otros niños?
—Cirilo se ha ido con Paco a un colegio de aquí al lado, con muchos hijos de inmigrantes, para que vengan a por juguetes. Pero si son igual de bordes, o la directora se pone puntillosa con la legalidad y tal, olvídate.
—Pues nada. Seguimos con el programa, que eso no admite demora. A ver si con el Grupo Risa se olvida la gente de la entrega de juguetes.
—No creo. Pero te lo dije: en la COPE están pasando cosas muy raras.
—Improvisaremos alguna salida airosa, dentro de lo que cabe.
—Que no cabe. Pero vamos.
Y al micro fuimos, como al cadalso. Eran ya las once y media, faltaba sólo media hora de programa y los únicos que no nos reíamos con el Grupo Risa éramos los que estábamos en el secreto de las filas de butacas vacías. De pronto, empezó a oírse un rumor creciente que venía de la entrada del teatro. Isabel se levantó y volvió con los ojos como platos.
—Oye, que Cirilo ha convencido a la directora y está aquí con un montón de niños. ¿Pasan ya?
—¡Faltaría más!
Y entraron los niños en el patio de butacas, entre aplausos de los mayores. Se les veía asombrados por las luces del teatro y se sentaron enseguida, pero cuando les dijimos que podrían elegir los juguetes que más les gustasen, estuvo a punto de estallar un motín. Al final, decidimos colocar fuera de la sala, en la recepción del teatro, un montón de juguetes y libros, para que se sirviesen al salir y todos se fueran contentos. Pero Ayanta y el equipo habían puesto montones de juguetes delante y detrás de nosotros, como el decorado del escenario; eran peluches, muñecas y juguetes muy vistosos, y los niños empezaron a señalarlos con sus manitas y, en definitiva, a pedirlos. Empezamos a repartirlos rápidamente entre los mayores; y a los más pequeños, que estaban delante, les dijimos que señalaran el juguete que querían y nosotros se lo bajaríamos a su butaca.
Allí fue Troya. No se me olvidará nunca la cara de un niño muy pequeño que pedía un peluche gigantesco, que le doblaba en tamaño. Ni podía subir al escenario, ni hubiera podido con el enorme animalito, pero él estaba empeñado en que no se le escapase o se lo llevase otro. Total, que lo bajamos, se lo dimos y el niño desapareció por completo bajo el peluche. Pero cuando despedimos el programa, el niño asomó media cara por encima del hombro del muñeco con tal expresión de felicidad que hubiera conmovido hasta a los desertores de Cáritas. Si hubieran estado allí, claro.
Aquella fechoría no fue un episodio aislado sino el comienzo de una estrategia de sabotaje clerical, dirigida desde la propia COPE, que tendría como resultado último lo que sin duda era su propósito primero: echarnos a César y a mí. O por lo menos a mí, si César quería quedarse, aunque ya había dicho que no. Mientras nosotros repartíamos juguetes y acompañábamos al niño feliz a la puerta del teatro a la espera de que llegara su familia, porque no soltaba el peluche gigante y no podía con él, se estaba produciendo una noticia de la que sólo nos enteramos a la vuelta de Navidades, y que supuso el punto de no retorno en la conjura clerical. Un donante anónimo había dado 100 000 euros, pero sólo «para los comedores de Federico». Cuando lo supo Pepe Raga me dijo:
—Ahora sí que vamos a tener problemas.
Y vaya si los tuvimos. Mientras el niño se iba con su peluche gigante, yo pensaba en un misterio insondable: por qué a ciertos curas les molesta tanto la caridad.