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EL JUICIO DE GALLARDÓN

Que la jueza Inmaculada Iglesias me iba a condenar lo supe la primera vez que la vi. Fue al empezar el juicio por la querella de Gállardón, cuando conseguí atravesar la cortina de cámaras de televisión, micrófonos de radio y plumillas a la antigua que ocupaban los accesos al juzgado y me senté en el celebérrimo banquillo de los acusados, en realidad un banco de madera parecido al de las iglesias, que también es casualidad. Demasiadas cosas en el ambiente auguraban mi condena, aunque yo no hubiera cometido delito alguno; pero sólo vi claro que la injusticia iba a perpetrarla la justicia cuando Iglesias abrió la sesión, la miré a los ojos, ella me miró y apartó la vista.

Hay quien cree poco en el lenguaje no verbal. Y más aún cuando de jueces se trata, que siendo por definición imparciales deben cultivar y cultivan una apariencia aparatosamente neutra. Pero neutra no significa neutral y cuando se trata de un juicio de opinión, que era lo que habían conseguido Gallardón y sus amigos políticos, mediáticos y judiciales al sentarme en el banquillo, la arbitrariedad de los jueces no es riesgo sino fatalidad. Nada hay más discutible, más interpretable y menos compatible con un régimen de libertades que el delito de opinión. Si alguien atribuye a alguien un hecho concreto de índole económica, sexual o criminal, cabe debatir si es verdad o mentira, si hay razones para atribuir a un cargo público un enriquecimiento ilícito, unas relaciones peligrosas, un adulterio escondido o la clásica prevaricación no exenta de cohecho, aunque el cohecho sea, según opinión asentada en el ámbito judicial, difícil de probar. Sin embargo, cualquier opinión crítica, inseparable de la democracia, puede entenderse como un atentado al honor del político criticado.

Decir, por ejemplo, que el comunismo es una ruinosa masacre con cien millones de cadáveres que lo atestiguan puede ser considerado por un candidato comunista un atentado a su honor, porque, a despecho de Stalin y Mao, él no ha matado nunca a nadie. Decir que el socialismo español es un atraco continuado no exento de crímenes podría también entenderlo un político socialista como un atentado a su honor, porque él no participó en el asesinato de Calvo Sotelo, en las torturas y asesinatos de las checas del gobierno del Frente Popular, en el envío a Moscú del oro del Banco de España ni, más modernamente, en el GAL y los innumerables casos de corrupción del felipismo. En el otro lado del espectro político, decir que la derecha española del siglo XX es siempre precedente o consecuencia de la dictadura franquista puede ser considerado por un político de UCD o el PP una calumnia intolerable, porque él entró en política en 1977. En fin, hablar contra la derecha o contra la izquierda es honoricida.

Todo atenta contra el honor de los políticos pero nada puede hacerse en un régimen de libertades sin vulnerar la delicadísima piel del político, princesita del guisante cuando se trata de lo suyo y rinoceronte cuando se trata del político rival. En lo esencial, las ideas políticas son generalizaciones a partir de la experiencia, que luego se particularizan en cada candidato identificado con ellas; y, ay, con inevitable inexactitud. ¿Pero cabe denunciar ante un juez la descalificación pública de un político en función de unos precedentes opinables y de una actuación concreta? Sólo en las dictaduras. En las democracias, la libertad entraña crítica y la crítica acarrea descalificación política. Toda la jurisprudencia del Tribunal Constitucional en España privilegia, como en todos los países con régimen liberal y democrático, la libertad de expresión sobre el derecho al honor, salvo en el caso de la atribución de falsedades al personaje público. E incluso en ese caso, si lo publicado ha sido objeto de una investigación honrada, con bases sólidas, aunque el resultado último sea parcial o erróneo, nunca se considera delictivo.

Y sin embargo, desde la primera vez que vi a la juez Inmaculada Iglesias supe que me iba a condenar por un delito de opinión política. En realidad, por el delito de opinar contra un personaje y una conducta demasiado implantados en la sociedad española como para criticarlos sin peligro: la investigación del 11-M, la mayor masacre de la historia de Europa occidental, que en el momento de los hechos objeto de la querella se hallaba en el epicentro del debate político, y en el momento del juicio ocupaba también el centro del debate sobre el futuro del PP.

En las ocasiones en que se plantea el brumoso asunto del honor de un político, hay una pista que suelen seguir los que lo enjuician: si hay intento de dañar personal o familiarmente al político, al margen de sus ideas o determinada actuación pública. Pues bien, de seguir la justicia esa línea, que es la habitual en las democracias occidentales, jamás me hubiera sentado en el banquillo.

Si yo hubiera tratado de menoscabar la figura pública de Gallardón mediante una crítica a su honor personal —sea lo que sea eso— me hubiera bastado hacer como el candidato del PSOE a la alcaldía de Madrid, Miguel Sebastián, que en el debate de fin de campaña contra Gallardón en Telemadrid le pidió cuentas de su actuación mientras mostraba a la cámara una portada de la revista Época ocupada por Montserrat Corulla, abogada y testaferro de Roca (jefe de la mafia marbellí destapada en la Operación Malaya), a la que se atribuía una estrecha relación personal con el alcalde sustanciada en recalificaciones de edificios de valor histórico para construir hoteles de lujo. Creo que la mujer y los hijos de Gallardón estaban esa noche en el plató de Telemadrid, pero no hubo querella. Lo último que recuerdo de ellos es verlos abrazándose en público.

Gallardón ha presumido de dotes donjuanescas al definirse como «amante del amor», cursilada inapelable. Sin embargo, yo no había criticado a Gallardón por líos de faldas o por su relación con empresarios de dudosa reputación, sino por la línea política que preconizaba para el PP con respecto al 11-M. Por eso me sentaba en el banquillo y por eso estuve seguro de que me condenaría la juez Inmaculada Iglesias. En todas las culturas, la expresión «¡mírame a los ojos!» significa «¡dime la verdad!» y, en cierto modo, supone la exculpación parcial del embustero, cuya conciencia no le permite mantener sin rubor lo que sabe falso y perjudicial para alguien. Al desviar la mirada, con o sin rubor, se añaden otros detalles de signo huidizo; y todos me produjeron una impresión negativa. En pocos segundos, el instinto del homínido en peligro —está en el banquillo— se despabila, despierta y procesa infinidad de datos para adivinar su suerte. Y yo supe que la mía estaba echada. No sabía bien por qué, pero estaba seguro de que aquella jueza me iba a condenar. Y creo que ella, sin saber aún cómo, también.

La jueza instructora cuya imagen he olvidado: Mónica Aguirre de la Cuesta

Pero hubo antes otra jueza, de lo que llaman instrucción, aunque para mí fuera destrucción, que fue la responsable desde el juzgado número 2 de Madrid de sentarme en el banquillo, con manifiesto desprecio, según creo, de la verdad de los hechos, de la interpretación más razonable y generalizada de los mismos y de la jurisprudencia del Constitucional, que privilegia la libertad de expresión en los medios sobre el derecho al honor de los responsables políticos. Esta jueza se llamaba y supongo que se llama Mónica Aguirre de la Cuesta, pero, pese a tener que declarar en su juzgado, no guardo de ella recuerdo alguno. Supongo que, al no estar bajo una tensión extrema como ante Inmaculada Iglesias y al dar todos por hecho que nunca admitiría una querella tan manoseada, manipulada y politizada como la de Gallardón, no archivé en la memoria sus datos visuales. Es verdad que podía haberlos conseguido de forma más o menos regular, pero mi intención es rememorar lo sucedido, no reinventarlo ni reescribirlo.

El entorno político y mediático del juicio

Conviene recordar tres cosas sin las que el desarrollo y desenlace del juicio son incomprensibles. En primer lugar, que el motivo de la querella de Gallardón eran las críticas emitidas en mi programa, primero por el director de El Mundo y luego por mí, a las declaraciones del alcalde recogidas en una portada de ABC: «Gallardón llama a su partido a obviar el 11-M». En segundo lugar, que el director de ABC, José Antonio Zarzalejos, mantenía un duro enfrentamiento con la COPE y conmigo que se inició con la publicación de un célebre editorial, «Los obispos tienen un problema», instándoles a despedirme, amén de presentar querellas contra mí por lo mercantil, lo civil y lo penal; y que lo hizo siempre junto a El País, más identificado con Gallardón que el propio ABC. Y en tercer lugar, que el juicio se celebraba a pocos días del congreso del PP en Valencia que debía decidir el liderazgo de la derecha española y la política con respecto al gobierno de Zapatero, reciente vencedor en las elecciones de marzo. El papel de El Mundo y de la COPE —sobre todo el mío, por la influencia de La mañana en la base social de la derecha— era o se creía casi decisivo en el debate más importante de la política española, que tenía lugar en el mismo momento en que se desarrollaba el juicio: si Rajoy iba a seguir o no al frente del PP y, de seguir, si iba a cambiar su política adoptando la de Gallardón y, según el ABC, «obviando el 11-M». O sea, que el ambiente del juicio no podía ser más agitado. Y, en muchos sentidos, menos conveniente para mí.

El testimonio de Pedro J., Luis Herrero y Alcaraz

La primera sesión empezó a buen ritmo. Tal vez porque la jueza me daba mala espina, tal vez porque ya suponía que dirían la verdad y lo harían brillantemente, anduve pensativo y sin prestar demasiada atención a los testimonios clave de la mañana, que fueron los de Pedro J. Ramírez, Luis Herrero y Francisco José Alcaraz. Pedro J. dijo que lamentaba haber sido indirectamente la causa de la querella, porque fue él y no yo el primero que reprochó a Gallardón su forma de afrontar la masacre del 11-M como alcalde de Madrid. «¿Alguien se imagina al alcalde de Nueva York, Rudolf Giuliani, sin hacer lo que estuviera en su mano para que se investigara a fondo la masacre del 11-S en Manhattan? ¿Alguien se imagina a Giuliani llamando a “obviar el 11-S”? Pues es lo que está haciendo el alcalde de Madrid», dijo Pedro J. en la COPE, y eso mismo ratificó ante la jueza Iglesias.

Si no hubiera sido ese el sentido de sus palabras sobre el 11-M en el Foro ABC, Gallardón lo habría desmentido o matizado. Nunca lo hizo, por dos poderosas razones: porque lo que publicó ABC era cierto y porque políticamente le convenía. La discrepancia con su partido era tan evidente que Esperanza Aguirre y su segundo, Ignacio González, criticaron públicamente el empeño de Gallardón en «obviar el 11-M». El 9 de junio, la presidenta del PP en Madrid replicó a Gallardón sobre el «obviar el 11-M» y la «moderación» que, para abordar la mayor masacre de la historia de España, pedía Gallardón, casualmente lo mismo que le pedía el PSOE al PP. «Aguirre replica a Gallardón que en el PP se habla con moderación. El vicepresidente de Madrid contradice también al alcalde en su deseo de obviar el 11-M», publicó El Mundo. Y Gallardón siguió sin puntualizar nada, pese a que las dos asociaciones de víctimas lo entendieron exactamente igual que nosotros, como recordó también Pedro J. a la jueza.

Luis Herrero insistió en ese punto clave: que todo el mundo, partidarios o no de investigar el 11-M, había interpretado las palabras de Gallardón del mismo modo. Añadió que la querella objeto de juicio había sido manipulada por Gallardón repetidamente y que él era testigo presencial de cómo yo hablé con el alcalde, la última vez en el palco del Real Madrid, para archivar la querella y que él volviera a la COPE; y que el alcalde prometió disculparse con Mercedes Aranda (colaboradora mía a la que Gallardón atribuyó la manipulación de las llamadas de los oyentes) pero nunca lo hizo. Luis concluyó que todo era una prueba de fuerza para demostrar que Gallardón podía con la COPE y que el PP debía abandonar su sintonía con la radio de los obispos y El Mundo para ponerse, como el alcalde, bajo la protección de El País y la SER. Ni que decir tiene que un PP guiado por Gallardón. En cuanto a las víctimas, repitió lo dicho por Pedro J.: sus asociaciones lo habían entendido del mismo modo que yo y que todos. Y por eso reaccionaron indignados contra el alcalde de Madrid, como consta en las hemerotecas.

Llegó entonces el turno de Alcaraz, presidente de la Asociación de Víctimas del Terrorismo. Y dijo algunas cosas fundamentales: que en el ámbito periodístico yo había ayudado siempre a las víctimas del terrorismo y que era un apoyo fundamental en todas sus convocatorias y manifestaciones; que las palabras de Gallardón fueron vistas en la AVT como una provocación, a tres días de una manifestación suya contra las negociaciones con la ETA y para pedir que se investigara el 11-M: y, por último, que él mismo había respondido a Gallardón diciéndole que podía presentarle a muchas víctimas de la masacre para que les explicara a ellas si había que «obviar el 11-M».

Las preguntas del abogado de Gallardón fueron de trámite, ya que cada respuesta de los testigos reforzaba mi posición. La jueza nos dio entonces un rato para comer. Salimos animados, casi eufóricos. Aparentemente, el balance de la mañana era un éxito apabullante. Sin embargo, en la puerta del juzgado, mi abogada empezó a ponerse nerviosa. Cristina intuía que el juicio, tan bien encarrilado, podía torcerse esa tarde, con la declaración de los políticos del PP: Aguirre, González, Acebes y Zaplana. Tan convencida estaba que, aunque ella misma había preparado sus declaraciones por teléfono, por fax y hablando personalmente con ellos, quiso anular su testimonio.

Estábamos con María Peral, jefa de la sección de Tribunales de El Mundo, a la que ya conocía de ABC. Por entre las vigas que algún día debería cubrir una buganvilla municipal se filtraba el sol pluscuamperfecto de junio. De pronto, Cristina dijo:

—¿Sabes lo que te digo? Que si Federico no tiene inconveniente, voy a tratar de anular a los testigos de esta tarde. Tengo el pálpito de que nos van a traicionar.

—Por mí, no hay problema. Tal y como está la cosa, con todo el lío del congreso de Valencia, un político del PP es cualquier cosa menos fiable.

—Legalmente —dijo María Peral— ya no puedes. Es demasiado tarde.

—Podían renunciar ellos, si se lo pides y no quieren dar la cara —dije yo—. ¿Pero no has preparado tú con ellos sus declaraciones?

—Y no sabes lo que me ha costado: llevo dos días con ellos, les han dado veinte vueltas a las preguntas y a las respuestas, Zaplana hasta vino al periódico ayer. Pero no me fio, no me fio. No me preguntes por qué, pero no me fío.

—Bueno, si no hay manera de impedir que testifiquen, no hay nada que hacer. No le demos más vueltas. Por cierto, Cristina, ¿a ti qué impresión te ha dado la jueza?

—¿Y a ti?

—Horrorosa. Me miró y apartó la vista, pero con un gesto torcido, avieso.

—Pues fíjate que a mí me da menos miedo la jueza que los del PP.

—Bueno, pero al final será ella la que me condenará o me absolverá.

—Sí, pero después de lo de esta mañana, con los periodistas y las víctimas respaldándote al cien por cien, si te quiere condenar necesitará alguna percha.

—Aparte de la de Gallardón, quieres decir. Pero si quiere, con esa le basta.

—En fin, lo que sea sonará. Que Dios reparta suerte. Vamos a comer algo.

Y fuimos. Y volvimos. A las puertas del juzgado todo estaba igual, pero el boscaje de cámaras y micrófonos era aún más tupido y enmarañado: manos, pies, cables, sonrisas recién pintadas, mediciones de luz, tomas falsas, pruebas y empujones. Se estaba cocinando el plato fuerte, la piéce de résistence del telediario de las nueve y de las tertulias políticas nocturnas. Y el menú era de lo más apetecible: en vísperas del congreso del PP tenían que declarar mis testigos, que eran del partido de Gallardón, y tenía que declarar él, que no había presentado ningún testigo. Caso curioso, en un honor vulnerado: el ofendido, ofendidísimo, no tenía un solo testigo de su dolor: ni del PP para decir que no había hecho lo que había hecho, ni del ABC para jurar que no había dicho lo que había dicho, es decir, que el periódico había mentido en portada al publicar lo de «obviar el 11-M».

La cosa tiene miga. Cuando Gallardón presentó la denuncia, ABC —es decir, su director Zarzalejos— ni rectificó ni ratificó la veracidad del titular de portada y la información de que partía. Debe de ser la única vez en la historia del periodismo en la que un diario importante se convierte en la clave de un juicio por la interpretación de sus titulares y renuncia a aclarar su significado. Pero es que en este caso, según vimos después, toda aclaración me favorecía y el director de ABC participaba en la misma operación de linchamiento político-periodístico. Y tampoco el PP podía prever, cuando Gallardón empezó a gallear en los juzgados, una situación semejante, en puertas del congreso de Valencia y con Mariano Rajoy alineado con Gallardón y contra Aguirre.

La clave política de un deshonor

Conviene hacer un breve paréntesis para explicar la confusa situación en que se encontraban el querellante y los testigos de la defensa del querellado, todos ellos destacados dirigentes del PP. Tras la derrota de marzo y después de despedirse de los militantes en el balcón de Génova 13, con aire inequívoco de renuncia, Rajoy desapareció durante tres semanas, dos de ellas en México. Y volvió diciendo que seguía al frente del partido, revelación innecesaria si la noche de la derrota no hubiera dado a entender que se iba. Pero el nuevo Rajoy dijo que sabía cómo ganar y se echó en brazos de Gallardón, o sea, que unió su suerte al que desde entonces fue conocido como «el delfín del PP» (expresivo título de la biografía política de Gallardón publicada por Juan Pablo Montesinos). La única duda sobre el conejo que se había sacado de la chistera el mago era cuándo el conejo jubilaría a la chistera. Pero eso significaba el fin del PP de Aznar y el nacimiento de la derecha diseñada por Polanco o, sencillamente, del Partido de Polanco, que también tiene las siglas PP. El cambio era tan radical que durante el tiempo que precedió al congreso de Valencia, dentro y fuera del partido, sólo se debatió una cosa: si alguien se presentaba como alternativa a Rajoy y le disputaba el poder. Y mi juicio, que cayó justamente en esas fechas, se convirtió en el escenario de esa pugna interna. La única que había amagado con convertirse en alternativa a Rajoy, de nuevo en el Foro ABC, era Esperanza Aguirre. Y naturalmente, a menos de un mes del congreso de Valencia, Aguirre tenía en el juicio la oportunidad de mostrarse como alternativa a la línea gallardonista adoptada por Rajoy, cuya víctima señera había sido María San Gil.

Puesto que lo que estaba en juego era el poder, la presencia de las figuras más representativas del ala liberal del PP —Aguirre, Zaplana y Acebes—, tenía a los medios en un estado de expectación cercano a la histeria. La mayoría mediática estaba totalmente a favor de Rajoy. Tanto la izquierda que lo había injuriado minuciosamente hasta marzo como la derecha dispuesta a sobrevivir y prosperar en el nuevo régimen zapaterista (porque de eso se trataba: aceptar a Zapatero o combatirlo), hicieron de Rajoy, símbolo burocrático de todas las continuidades derechistas, el símbolo de la «ruptura con el pasado». Pero si Rajoy, que había tenido todos los cargos posibles en AP y PP, desde el municipio a la Vicepresidencia del Gobierno, y que nunca había deslizado una idea propia en el debate político, era «el futuro», ¿quién sería el pasado?

La respuesta es la clave de lo que pasó en el juicio, de lo que pasó en la radio y de buena parte de lo que ha sucedido en España desde entonces. El «pasado» por liquidar en la derecha eran los medios que la identificaban, defendían y galvanizaban: la COPE y El Mundo. Pero especialmente la COPE, nervio ideológico y popular de las gigantescas manifestaciones en la calle de la derecha sociológica y la izquierda nacional contra el gobierno del PSOE. Pues bien, esa tarde del 28 de mayo, en el juicio de Gallardón contra mí, quedó demostrado que en Bulgaria, capital Valencia, nadie de la derecha liberal pensaba seguir luchando en las calles. Ni en las calles ni en las aceras.

El primer testimonio —y a todos los efectos, el último— fue el de Aguirre, que dijo «no recordar exactamente» las manifestaciones de Gallardón en el Foro ABC. Mi abogada, aunque confirmada en su presentimiento, se quedó blanca como el papel. Y cuando Esperanza dijo que «mirar al futuro» —típica frase gallardonita y de cualquier político sin escrúpulos, que sirve para «obviar el 11-M» y cualquier obligación moral— «no era opuesto al Partido Popular», Cristina me miró con tal cara de desolación que pensé que iba a desmayarse. Optó por no hacerle más que dos o tres preguntitas de trámite sin que saliera más agua de aquel pozo. Yo estaba menos afectado que ella, en parte porque había interiorizado su presentimiento y en parte porque me había acorazado contra la decepción; pero sobre todo porque llegaba al juicio con la única idea que sostiene al inocente en el cadalso: morir con dignidad.

Si la número uno se había vuelto súbitamente amnésica, lógico era que su número dos, Ignacio González, mostrara síntomas de Alzheimer. Tenía un problema: sus declaraciones contra Gallardón cuando este pidió «obviar el 11-M»; y, naturalmente, por ellas le preguntó mi abogada. Entonces, milagrosamente, González recuperó la memoria y el juicio: «El PP —dijo— siempre ha mirado hacia delante, desde el primer día. Lo que no puede hacer ahora el PP es entrar en el juego de lo que le interesa al gobierno que se haga en la oposición; olvidarse de todo lo que no le gusta al PSOE». Ante tal prueba de memoria, Cristina preguntó si recordaba, por tanto, las declaraciones de Gallardón a las que él había respondido. Pero el pobre volvió a desmemoriarse. González recordaba lo que había contestado pero no a qué ni por qué lo había hecho. Tuvo la suerte (política, no moral) de que su jefa le había precedido y no se le prestó atención.

Para entonces, en la sala del juicio, el bulle-bulle de las masas periodísticas se había convertido en algarabía después del sorprendente testimonio de Aguirre. Pero los que no salieron escopeteados a contar la buena nueva a sus medios obtuvieron justa recompensa: Eduardo Zaplana, que pocas semanas antes había dimitido de sus cargos en el PP y había fichado por Telefónica, pero que como portavoz parlamentario durante cuatro años había pedido siempre lo contrario que Gallardón, no «obviar el 11-M», pergeñó una explicación aún más enrevesada: que el PP había mantenido una línea política con respecto a la masacre, que esa línea se debatía previamente y que en ese debate también participaba Gallardón. Vamos, que Gallardón era uno más, no «un verso suelto», como él mismo se denominó, sino un alejandrino engarzado en la majestuosa armonía de las octavas reales. El ruido periodistil subió entonces de volumen, sonaba a mis espaldas como un ventilador a punto de romperse, se oían risas sofocadas, discreteos en voz alta, taconeos en el sitio, bufidos de juerga. La sala toda respiraba asombro. Los linchadores, zapaterinos o rajoyanos, no disimulaban su regocijo.

Cristina, que, efectivamente, había pasado varias horas durante la tarde anterior con Zaplana preparando las preguntas, estaba lívida y lo despachó de un golletazo. Pero la lidia continuaba y el lidiado, que era yo, recordaba. Mal negocio, el recuerdo, en los Fondos de Inversión Alzheimer. Sin embargo, la memoria, inteligencia de los tontos, parecía divertirse comparando a quién había oído yo hablar peor de Gallardón, a cuenta del y de la política del PP al respecto. ¿Al jefe del grupo parlamentario del PP, Eduardo Zaplana? ¿A la presidenta de Madrid y del PP madrileño, Esperanza Aguirre? No. Al secretario general del PP, Ángel Acebes. Era con el que había tenido más trato en las manifestaciones de las víctimas del terrorismo contra la negociación del gobierno con la ETA y también contra la manipulación del a manos del PSOE y sus aliados mediáticos, entre los que destacaban Prisa y su golden copy-boy de Prisa: Gallardón.

Y allí estaba Acebes, declarando en mi favor. O, al menos, para eso había venido. Por un momento, pareció que iba a salirse de la linea Aguirre-Zaplana, la Maxon-Dixon de la desmemoria. No me extrañó: el ministro del Interior en el 11-M es catolicísimo y bonísima persona al decir de los que más le trataban. Entre ellos, yo creía en especial a Cayetana Álvarez de Toledo, su jefa de gabinete, tertuliana en la COPE y pieza clave al frente de la sección de Opinión de El Mundo, especialmente en la investigación del 11-M, sobre el que publicó su antológico análisis «Los tres días de agitprop del PSOE, del 11-M al 14-M». Cayetana había compartido muchas veces con Acebes y conmigo, en el propio despacho del secretario general del PP, el juicio que nos merecía Gallardón, siempre fiel al guión del Grupo Prisa, por su hipócrita actitud sobre la masacre de Madrid, su doblez con las víctimas del terrorismo y su permanente sabotaje a la línea combativa del PP, mayoritaria hasta la derrota de Rajoy en marzo. Así que cuando Acebes, a pregunta de Cristina Peña, reconoció que había participado en el intento de mediación para que Gallardón retirase la querella contra mí, reseñado páginas atrás, por un momento pareció que no iba a seguir la torcida línea de Aguirre y Zaplana.

Sólo un momento. Lo que siguió fue peor que todo lo anterior. Preguntado por las declaraciones de Gallardón en el Foro ABC, el secretario general del PP dijo recordar que el alcalde había dicho «que no había que distraerse de los errores cometidos por el gobierno de Zapatero esa legislatura, que la postura del PP era investigar el 11-M con todas sus consecuencias hasta llegar al máximo conocimiento de lo sucedido». Y cuando el abogado de Gallardón, que vivía su tarde de gloria política a costa de la justicia, le preguntó si Gallardón había dicho que había que «obviar el 11-M y dejar el radicalismo», el pío Acebes, el buen Acebes, el amigo Acebes, el antigallardonista Acebes, respondió:

—Esos fueron titulares de Prensa.

Para qué más. Los periodistas de agencia salieron corriendo a comunicar el notición político: «Los liberales del PP dejan solo (o “traicionan”) a Losantos». Faltaban solamente dos testimonios, el de Gallardón y el mío; así que volvieron rápido. Tras prestar juramento, el alcalde de Madrid estaba nerviosísimo. Lo tenía delante, a mi izquierda, y como en la presentación junto a Aguirre de mi libro El adiós de Aznar, pasaba de la blanca palidez al sofocón carmesí, sudaba, tiraba del cuello de la camisa a riesgo de ahorcarse, se retorcía y contorsionaba. Era el recital de un manojo de nervios.

Tras el testimonio o traicimonio de Acebes, yo estaba calmado de tan cabreado. Gallardón, viendo desbandarse a sus enemigos, no podía creer semejante victoria. A pocos días del congreso de Bulgaria, capital Valencia, Gallardón había hecho doblar la rodilla a los liberales del PP y traicionar al periodista más fiel a las ideas que decían defender. Y tras la rendición de Aguirre, Zaplana y Acebes, Valencia iba a ser un paseo político judicial, más cómodo aún que el militar. En ese momento, la jueza podría haberme absuelto en justicia y Gallardón hubiera tenido la misma satisfacción política, hubiera vencido igual. Pero el alcalde estaba tan desquiciado que en aquel gólgota de la opinión política, a la jueza le tocó hacer el papel de Simón Cirineo… pero, ay, no de Jesús. De Barrabás.

Preguntas y respuestas previsibles transitaban de la boca seca del munícipe a la fatua de su abogado y a la indignadamente irónica de mi abogada cuando se produjo el momento clave del juicio; cuando quedó absolutamente claro lo que estaba rigurosamente oscuro o, al menos, meridianamente turbio. La jueza preguntó a Gallardón:

—¿Recurrió usted de alguna manera o rectificó usted de alguna forma el titular del ABC que decía: «Ruiz-Gallardón invita a su partido a obviar el 11-M y a huir de la radicalización»?

Entonces, el alcalde metió su mano derecha en el bolsillo, sacó unos papeles y leyó:

—Recurrí y pedí amparo cuando se me acusó de que no quería que se hiciera justicia sobre 192 asesinatos para llegar al poder, cosa que en España solamente dijo el acusado.

En sólo tres líneas, Gallardón acababa de decir tres mentiras y de perpetrar dos delitos. En primer lugar, era mentira que en España sólo yo hubiera dicho lo que él denunciaba. Muchos medios lo hicieron, a favor o en contra, e incluso Pedro J. Ramírez, Luis Herrero y el presidente de la Asociación de Víctimas del Terrorismo, Francisco José Alcaraz, habían declarado esa mañana lo contrario, y la hemeroteca lo probaba.

En segundo lugar, tras comparar Pedro J. la actitud de Gallardón en el 11-M con la de Giuliani en el 11-S, yo había dicho —y los hechos anteriores y posteriores lo demuestran— que para él era más importante llegar al poder que hacer justicia a las víctimas, como había declarado Alcaraz por la AVT y manifestado la Asociación de Ayuda a las víctimas del 11-M.

En tercer lugar, y eso no debería carecer de importancia en un juicio, a Gallardón no lo acusé, lo critiqué. Ojalá hubiera podido acusarlo, pero yo no era juez ni la libertad de opinión en una democracia es un hecho forense, una actuación legal. Es algo previo a cualquier código penal, porque nace de la propia dignidad del ser humano, y es la base fundamental de cualquier régimen de libertades digno de ese nombre.

Pero Gallardón añadió a esas tres mentiras dos flagrantes delitos: no contestó a la pregunta de la jueza y además recurrió a un papel previamente preparado para eludir la respuesta. De esa forma, vulneraba descaradamente la Ley de Enjuiciamiento Criminal, que dice en su artículo 437: «Los testigos declararán de viva voz, sin que les sea permitido leer declaración ni respuesta alguna que lleven escrita. Podrán, sin embargo, consultar algún apunte o memoria que contenga datos difíciles de recordar».

Nada había difícil de recordar en la pregunta de la jueza: o había rectificado las declaraciones que le atribuía la portada de ABC o no lo había hecho. Lo recordaba perfectamente porque llevábamos años en los juzgados a cuenta de ese asunto, porque durante toda la mañana habíamos hablado de ello y porque, de otro modo, asumiendo o rechazando el sentido de esa frase, mi crítica hubiera tenido que cambiar y nunca hubiéramos llegado hasta allí. Era tan flagrante la ilegalidad de Gallardón al tirar de papelitos que Cristina Peña hizo un gesto de escándalo con los brazos. La jueza, ni caso.

Y como la Ley de Enjuiciamiento Criminal parecía aparentemente suspendida y la lectura de las respuestas al juez estaba permitida en ese juicio, Gallardón volvió a leer: «Recurrí cuando se me acusó de intentar tapar y ocultar la masacre, cosa que solamente dijo el acusado y ningún otro medio de comunicación», dijo. Y rematada de esa forma doblemente delictiva su triple trola, Gallardón dobló el papel con gesto chulesco, como el que archiva un servicio obligado, y apuntilló:

—Mi amparo judicial fue contra las injurias que el acusado lanzó contra mí.

Evidentemente, Gallardón seguía sin contestar la pregunta de la jueza Iglesias, pero esta debió de considerar que con preguntar ya había hecho bastante. Porque ni siquiera le amonestó por sacar un papel preparado para leerlo que, además, nada tenía que ver con la pregunta. Esta vez el runrún en la sala de los especialistas en tribunales se convirtió en verdadero escándalo, sobre todo cuando a la protesta de Cristina Peña por la doble violación de la Ley de Enjuiciamiento Criminal, la juez desestimó su protesta de forma absolutamente desabrida. Era como si un árbitro permitiera al delantero tratar de meter un gol dos veces con la mano y, al fallar, acabara metiéndolo él de un manotazo. Naturalmente, era inútil protestar. ¿Cómo no iba a ser gol, si era del árbitro?

Mi alegato final, sin esperanza pero sin papeles

Después del comportamiento de la jueza, apenas me quedaban dudas de que iba a condenarme. Así que cuando me concedió la última palabra hablé como decía Valle: desde la perspectiva de la otra ribera. Desde la Laguna Estigia, claro, donde habitan los muertos y las almas en pena. Yo no necesité leer chuletas como Gallardón. Primero, porque si las hubiera llevado no creo que me lo hubiera permitido la jueza; segundo, porque tanto Gallardón como el fiscal —es decir, el gobierno de Zapatero— habían abusado tanto en la sala que bastaba enumerar algunas de sus desvergonzadas trolas; y en tercer lugar, porque, más allá de mi caso particular, las irregularidades previas en la instrucción y la mera celebración del juicio eran una bofetada contra el artículo 20 de la Constitución y contra toda la jurisprudencia del Constitucional que, repito, siempre ha hecho prevalecer la libertad de expresión sobre el honor, más aún cuando se critica a un político. Yo no tenía más alternativa que dejar testimonio de ese agravio liberticida. La jueza volvió a mirarme exactamente igual que antes de empezar el juicio: como si le debiera dinero. Así que mi única preocupación desde entonces fue que no me echara, abroncara y sancionara, que es lo que parecía apetecerle. Al menos, a mí me lo parecía.

Esta es la transcripción de lo que dije:

Señoría, me gustaría que este hubiera sido realmente un juicio por injurias de mi persona contra el señor Ruiz-Gallardón. Por desgracia estamos ante un hecho político; ante una querella manipulada políticamente desde el principio hasta el final con una colección de mentiras que, si yo dijese una décima parte de las que me atribuye el abogado del señor Ruiz-Gallardón, me avergonzaría.

Empecemos por el principio; por las declaraciones del señor Ruiz-Gallardón que dan origen a todo este asunto en el diario ABC. Dos años después del 11-M, cuando al parecer ya había olvidado tanto el dolor de las víctimas que no lo conocían, el señor Ruiz-Gallardón (habla) de manera inequívoca, absolutamente inequívoca, y lo digo para resaltar el aspecto de veracidad que me ha discutido, mejor dicho, que me ha negado el abogado del señor Ruiz-Gallardón. Tan veraz es lo que publica el diario ABC al día siguiente, diciendo que Gallardón pide obviar el 11-M, que todos los medios que están a favor de obviar el 11-M lo aplauden y todos los que están en contra y piden investigar lo critican, empezando por la AVT; la Asociación de Víctimas del Terrorismo que como hemos podido escuchar y repitió el señor Alcaraz y lo hemos escuchado de nuevo (le) dice que vaya a ver a las víctimas que él se las presenta a ver si después vuelve a decir lo mismo.

Es decir, que el hecho era veraz, era indiscutible, avalado por el hecho de que el señor Ruiz-Gallardón jamás mandó siquiera una carta de aclaración, ¡de aclaración, no de réplica! ¿Por qué? Porque ese era el sentido veraz de sus manifestaciones o sea que eso de que yo no he dicho la verdad… Yo he dicho la verdad de cabo a rabo. Absolutamente, totalmente. Y usted además (señalando al letrado) lo sabe perfectamente; el letrado lo sabe perfectamente porque por desgracia él ha tenido que participar en la manipulación política de esta querella que viene ya de tiempo atrás.

Antes ha hablado el señor fiscal, cosa que le agradezco, sobre un concepto nuevo en la justicia, creo yo, por lo menos en el Derecho, y es que cada una de las expresiones que yo he vertido sobre el señor Ruiz-Gallardón o contra el señor Ruiz-Gallardón en sí misma no sería constitutiva de delito pero que todas juntas… Pero vamos a ver: o es delito o no es delito… Esto del delito continuado, será continuado si es delito. ¿Dónde está el delito?, ¿he mentido yo en algo? No. ¿He dicho yo la verdad? Sí. ¿He dicho lo que el señor Gallardón ha dicho y quería decir, (en) el sentido político que las declaraciones del señor Gallardón querían decirlo? La prueba es que, los que estaban con el Partido Socialista lo aplaudían y los que estaban en contra lo silbaban. Y la prueba añadida es que las víctimas del terrorismo fueron las primeras, al día siguiente, en sentirse indignadas por las manifestaciones del señor Gallardón, que, por supuesto jamás corrigió porque obedecía a la tendencia tradicional del señor Gallardón de ser lo que él llama pomposamente un verso suelto; diríamos un disidente permitido o un verso de cabo roto por seguir con la lírica.

Junto a la veracidad, había también un elemento fundamental en lo que yo decía del señor Gallardón y por lo que (lo) repetía, aparte de por el hecho de que a cada hora cambia la audiencia de la radio, y (esa) es la necesidad de que lo dijera. Era necesario que yo dijera la verdad sobre lo que el señor Gallardón había dicho y la verdad sobre lo que pretendía el señor Gallardón. Y lo que pretendía era cambiar la línea política de su partido en lo que respecta al 11-M. ¿Por qué? Pues porque afectaba a la legitimidad del Partido Socialista que llegó después de unos días tremendos de convulsión, después de la masacre y de una jornada de reflexión marcada por el cerco a las sedes del PP promovido por los medios más favorecedores y favorecidos del señor Gallardón.

Era necesario que yo contara la trayectoria del señor Gallardón para que se entendiera qué era lo que quería el señor Gallardón. Yo no podía limitarme a decir «dice Gallardón que no miremos al pasado, que nuestro equipaje sentimental…». No, no, el señor Gallardón estaba marcando una estrategia política de manera muy sibilina pero que no por eso dejaba de ser insultante y ofensiva. Porque señoría, ¿es o no es injurioso que empiece el señor Gallardón su respuesta a la pregunta del ABC diciendo claro: «Hay sectarios que como pertenecen a una secta esto no lo entenderán, como no tienen principios esto no lo suscribirán, como carecen de ideas pues por supuesto esto no lo podrán rebatir, porque por esto son sectarios»? Es decir que los que le llevan la contraria al señor Gallardón ya de principio son insultados. Primera cuestión.

Segunda cuestión. Lo que dije: que es lo que dice todo el mundo y lo que dice la portada de ABC y a lo que el señor Gallardón no se molesta siquiera en mandar una carta de aclaración porque está absolutamente de acuerdo en que esa es la verdad última del sentido de sus palabras.

Y una tercera cuestión: es que además lo aplica a la rentabilidad electoral que esa política pueda tener. Es que él habla de los votos que se puedan conseguir, de la mayoría que se pueda lograr… ¿En qué quedamos?, ¿estamos con el dolor de las víctimas o buscando la rentabilidad electoral que nos pueda producir el olvidar a las víctimas porque han pasado ya dos años y esto ya no tiene trazas de arreglarse?

Era necesario además que yo dijera todo lo que dije y hubiera sido necesario probablemente más porque estábamos en plena campaña de crisis de todo el sumario y de la actuación de la fiscalía, de descubrimiento de todo tipo de irregularidades en el sumario, de la publicación de la gran cantidad de irregularidades, pruebas falsas y contradicciones tanto en la actuación del juez instructor como de la fiscal, pariente del señor Gallardón, sin que esto suponga menoscabo para ninguno de los dos, pero es un hecho. Contradicciones como (la que) hemos podido ver en uno de los días (del juicio) que se ha repetido a propósito de algo esencial (sobre) los presuntos autores. Excepto tres que fueron absueltos, ¿cómo habían llegado al sitio donde dicen que se inmolaron?

Pues según la fiscal pegándose tiros con la policía desde Zarzaquemada a las seis; y según el juez estaban ya metidos rodeados por la policía a las cuatro. Hombre, si esto no puede crear alarma, si esto no hace necesaria la crítica en un medio de comunicación e insistir en que se busque la verdad y además en criticar a los que… no dicen que no se busque, ni siquiera el señor Zapatero lo ha dicho, pero (que) los jueces decidirán y cuando decidan olvidémoslo. No, no. Las víctimas en ese momento, en el año 2006, estaban horrorizadas, alarmadas, indignadas, angustiadas por el proceder de los medios políticos, también por la instrucción y el proceder de la fiscal y también escandalizadas por el comportamiento de una parte de la derecha que simboliza y representa el señor Gallardón, que quería pues que esto forme parte de «nuestro equipaje sentimental».

¿Dice el señor Ruiz-Gallardón que no se investigue el 11-M expresamente, literalmente? No. (Pero) la verdad de lo que dice es esa, sin ninguna duda, así lo entienden todos los medios, no lo desmiente el señor Gallardón y así lo aplauden los favorables al PSOE y así lo critican los favorables al PP. Y durante dos años ni el señor Ruiz-Gallardón mandó una carta de rectificación ni siquiera el señor Gallardón tuvo el detalle de mandar una carta de rectificación a la COPE; lo podía haber hecho y no lo hizo.

Y entramos, señoría, en un capítulo que es especialmente desagradable porque a nadie le gusta ser tomado por tonto y yo reconozco que en este caso el señor Gallardón me ha tomado el pelo.

El señor Gallardón interpuso esta querella. Y después de esta querella por un honor tan vulnerado, tan lastimado, tan frágil, tan hecho polvo que me asombra que se tuviera en pie… después hablaba conmigo tranquilamente en el palco del Bernabéu como ha relatado Luis Herrero, en presencia de Luis Herrero, para prometer que por supuesto iba a llamar a mi programa, iba a pedirle disculpas a la colaboradora mía a la que acusó de manipular las llamadas de los oyentes, cosa que no ha hecho, (pese a) lo cual nadie se ha querellado contra el señor Gallardón.

Y después siguió en la misma tónica. El otro día se jactó ante Iñaki Gabilondo de haber resistido y haber llegado «hasta el final» en esta querella. ¿Cuál era el final del señor Gallardón? Sentarme en el banquillo. ¿Por qué? Porque era la prueba del poder político sobre el poder de la crítica al poder político. El señor Gallardón (lo) ha buscado en todo momento en esta querella, de ahí que haya anunciado, no sé las veces, que la retira en medios de su partido, en medios comunes. Aquí lo han ratificado don Luis Herrero y el secretario general del PP, Ángel Acebes, que llegó al extremo de llamarme a mí para decirme que, como Gallardón iba a retirar la querella, hombre, no fuera a hacer mucha sangre, que una salida digna y ya está.

El honor vulnerado del señor Gallardón no le impedía traficar con esta gravedad de la lesión a su honor. Pero es que llegó a más, es que se lo prometió además de al secretario general, al presidente de su partido. Tanto se lo prometió que el señor Rajoy habló con él y (me) dijo: «Mañana por la mañana está retirada la querella y sanseacabó». Al día siguiente yo llego al juzgado y digo: «Bueno, ¿qué?, ¿retiran la querella, no?». Mi abogado era optimista. Y el señor Rodríguez Ramos me dice: «A mí no se me ha notificado nada. Al contrario, que siga, que siga».

Exactamente lo contrario de lo que había dicho la víspera al señor Rajoy por teléfono por dos veces; antes al señor Acebes; antes a don Luis Herrero en seis ocasiones, como hemos dicho. En fin, el señor Gallardón ha utilizado esta querella como una muestra de poder político para demostrarle a todo el mundo que aquí el único dueño político de la derecha es él. Y por desgracia está en camino de conseguirlo. Y esto le ha ayudado.

Y si esta fuera una querella por injurias yo me daría por contento con lo que fuera, pero ya sabe, señoría, lo que pasa con estas cosas. Después de la primera sesión prácticamente todos los telediarios abrieron con el hecho de que yo estaba en el banquillo. Si su señoría tiene a bien absolverme, como espero, o si no lo hiciera y tuviera que recurrir a una segunda, a una tercera o a una cuarta instancia y ganara… ¿quién se acordaría de eso? Pues nadie. Los medios favorables al señor Gallardón que han estado machacándome todos estos días, injuriándome de manera minuciosa, ¿iban a…? Nada… ni un minuto. El señor Gallardón no se ha privado de jactarse de que «ha llegado hasta el final».

Ha llegado hasta el final manipulando a la propia institución judicial, manipulando la Administración de justicia, utilizándola como un mecanismo de poder político que es lo que ha sido esta querella desde el principio. Y nada más señoría, lamento mucho haber sido protagonista de un suceso donde la libertad de expresión, mal que le pese o bien que le pese al abogado de Gallardón, queda bastante maltrecha; y donde el poder político sale, digamos, superior a lo que legítimamente puedo obtener. Gracias.

La jueza, en su línea, ni me miró al concluir:

—Visto para sentencia.

Una sentencia de condena por un supuesto delito que no se juzgaba

Dicen que los que van a morir ven pasar ante su memoria las imágenes que resumen su vida y que sólo ante la urgencia del final reclaman su importancia: una imagen de la madre, una escena de juegos, un amor, una humillación, una pena, un entierro, un bautizo, una boda, los pequeños detalles de sucesos grandes o chicos que por alguna razón han quedado en el recuerdo. Yo he pasado alguna ocasión de peligro mortal y no he tenido esa experiencia, creo que porque siempre estaba concentrado en sobrevivir, pero tal vez lo que de cadalso tiene el banquillo me llevara a improvisar esa última alegación ante la jueza donde adelantaba y refutaba las posibles razones o excusas para condenarme.

Y me condenó, claro. ¿Para qué, si no, era el juicio? Sin embargo, los argumentos de la jueza Iglesias en su sentencia del 11 de junio de 2008 son peregrinos. La condena asume todo lo que Gallardón y la fiscalía pedían: «injurias graves con publicidad», 36 000 euros y las costas. Pero no sé si su mala conciencia o su mala memoria le llevan a redactar un introito que diríase destinado a cubrirse ante la sombra de la prevaricación, por haber permitido las irregularidades ya citadas en el juicio —la lectura repetida de notas por Gallardón para contestar a la jueza lo que no había preguntado— y, en consecuencia, haberme colocado en una situación de abierta indefensión. Dice así:

(…) con carácter previo al análisis de fondo, es preciso indicar que no se ha permitido en el acto del juicio oral que el querellante leyera el escrito en el que se recogía la transcripción de la pregunta que se formuló en el Foro ABC el día 7 de junio de 2006 y la respuesta dada por este, expresamente se le indicó al testigo que no procediera a su lectura. Sí se le permitió, y ello porque así lo establece el artículo 437 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal, consultar algún apunte que contenga datos difíciles de recordar.

Pues no. Gallardón no consultó ningún «dato difícil de recordar», sino que utilizó por dos veces, pese a las protestas de mi abogada, una chuleta para no contestar a lo que la jueza le preguntaba acerca de la veracidad de lo que el ABC había publicado y para insistir en lo muy insultado que se sentía por mí. Naturalmente, más insultado me siento yo al leer en una sentencia que me condena una excusa que la grabación desmiente, porque todo está grabado por las cámaras de televisión. Aquello fue una doble trampa del querellante que vulneró los derechos del procesado, gracias a la sorprendente tolerancia de la juez. Y esto no es una opinión sobre la sentencia; es la constatación de un hecho; y a las pruebas me remito.

Pero cuando leí la sentencia, la lógica condenatoria, aunque intuida, me sorprendió por su tosquedad. Al final, me condena por haber atribuido a Gallardón hechos inveraces, o sea, mentiras, a partir de las cuales añadí oprobio al engaño. Pero el oprobio no habría existido o hubiera sido mero ejercicio de la libertad de expresión para criticar al poder político de no estar basado en una mentira aviesamente inventada por mí. Aunque parezca increíble, o aunque a mí me lo parezca, así lo dice la sentencia:

(…) no se ha probado la veracidad de sus palabras en relación con las imputaciones realizadas, resultando que se pone en boca del señor Ruiz-Gallardón cosas que no ha dicho.

Resulta que el acusado imputó al querellante hechos falsos: que en el Foro ABC había dicho que no hay que investigar el 11-M, que había que olvidarlo y que intentaba tapar el 11-M.

Ha de concluirse de todo ello, que el acusado cuando hizo esas afirmaciones a través de la cadena COPE, no transmitió hechos veraces, en consecuencia, no actuó en el ejercicio del derecho a comunicar libremente información veraz protegido por el artículo 20.1d de la Constitución.

Yo es que leo esto y, aún hoy, me quedo con la boca abierta. Hay en la Constitución un apartado previo (artículo 20.1a) sobre la libertad de expresión que debería haber recordado la jueza Iglesias, aunque corriera el peligro de absolverme. Pero siempre vuelve al principio: que injurio a Gallardón basándome en falsedades. Y se limita a dos frases mías —de las cientos o miles que haya pronunciado— sobre el juicio del 11-M y la actitud de Gallardón. Aunque suenen fuerte, las repito: «Tú lo que estás diciendo, tú, alcalde, tú Gallardón, es que te da igual que haya 200 muertos, 1500 heridos y un golpe brutal para echar a tu partido del gobierno, te da igual con tal de llegar tú al poder. Esa es toda la historia; te conocemos hace tanto tiempo, has sido tan redomadamente traidor al fondo y a las formas de tu partido que, hijo mío, quien te conozca que te compre»; y esta otra frase: «Lo único que me fastidia es que un tío que está abiertamente en contra de la Asociación de Víctimas del Terrorismo, vaya a la manifestación a montar un numerito a lo Bono».

Como yo no tenía notas de ayuda —ni, verosímilmente, el derecho a utilizarlas que se concedió a Gallardón—, no recurrí a este dato en mi alegato final. Lo haré ahora, por respeto a los hechos y a los juicios. Las declaraciones del ambicioso alcalde de Madrid en el Foro ABC se produjeron sólo tres días antes de una manifestación de la AVT pidiendo que se esclareciera la masacre del 11-M, y fueron publicadas la víspera de la manifestación. Y yo, para que nadie atacara a Gallardón si, tras la provocación, acudía a la manifestación, publiqué un artículo en Libertad Digital pidiendo que se respetara su integridad física. La AVT, convocante de la manifestación, se sintió tan aludida y agredida por el alcalde (como dijo en el juicio el propio presidente de la AVT), que se «ofreció a presentarle» a algunas víctimas del 11-M para que cambiara su opinión de obviarlo. Pero ¿qué sabía Alcaraz de la indignación en la AVT que presidía? ¿Y qué sabía yo, víctima del terrorismo, que soy de la AVT? Al lado de la jueza, nada de nada. Siempre me asombra —no en la jueza Iglesias, sino en general— la forma gélida, distanciada, al límite de lo despectivo, en que las sentencias se refieren a las víctimas del terrorismo. En este caso, parece a veces que la víctima del 11-M es… Gallardón.

Pero vamos con la otra frase utilizada en su condena por la jueza Iglesias: la referencia a Bono, gran amigo de Gallardón, hasta el punto de que su campaña para suceder a González en las primarias del PSOE la presentó el propio alcalde en el Hotel Ritz. Yo creo que el «Caso Bono» marcó un hito en la impostura política y en la manipulación policial y mediática de las víctimas del terrorismo. Recordémoslo: el entonces ministro de Defensa acudió a la primera manifestación de la AVT en la Puerta del Sol. Increpado por algunos manifestantes —estaba muy cerca el 11-M, el cerco a las sedes del PP y el montaje del PSOE—, Bono se fingió agredido y dos policías, más afectos al PSOE que a los hechos, detuvieron a dos militantes ya mayores del PP tras mandarlo el gobierno («el ministro quiere que haya detenciones y las habrá», dijo un comisario). Sin embargo, pocos días después de una campaña feroz contra la AVT y el PP se demostró que nunca hubo agresión contra Bono, y que lo que se cometió contra los aterrorizados militantes del PP fue una fechoría en la que la desvergüenza política sólo fue superada por la policial. En esa ocasión, no por la judicial. Milagro. Pero las referencias a Bono y a la superchería política a cuenta de las víctimas del terrorismo estaba perfectamente justificada al referirme al número de Gallardón pidiendo «obviar el 11-M». Se trata de la misma cara dura del mismo tipo de político profesional que por una foto o por un titular que favorezca su estrategia de poder es capaz de cualquier cosa.

Otras cosas me llaman la atención en la sentencia. Como filólogo de carrera y escritor de oficio, me he demorado en las valoraciones de orden literario o periodístico de la jueza. Así, cuando dice: «No cabe duda [de que dichas afirmaciones y calificativos recogidos, así como otros varios] son formalmente vejatorias en cualquier contexto, innecesarias para la labor informativa o de formación de la opinión que se realice y suponen un daño injustificado a la dignidad del querellante, teniendo en cuenta que la Constitución no reconoce un pretendido derecho al insulto».

A mí me desconcierta que esta filóloga aficionada, pero investida con todos los atributos judiciales y capacidades punitivas, decida lo que resulta suficiente, insuficiente, necesario o innecesario en una expresión oral o escrita siempre, siempre, siempre, personal. Hasta las sentencias judiciales son una expresión personal, tanto que muchas vienen con faltas de sintaxis y de ortografía. Y si no hay una norma clara, una fórmula precisa para redactar las sentencias, ¿pretende la jueza inventarla para comentar en la radio los comportamientos políticos? ¿Por qué y para qué cree que existe la literatura? ¿Qué extraña idea tiene del periodismo? ¿Cómo llamar ladrón al ladrón, asesino al asesino, mentiroso al mentiroso, sin que se ofenda? ¿Y cómo tratar a quien desde la alcaldía de Madrid se alinea con los que trataron —y lograron— que no se juzgara de verdad la masacre perpetrada en la capital de España?

El fiscal había dicho en el juicio que el honor de Gallardón no es sensible al ataque sino a la repetición. O sea, que uno puede decir algo y aunque nada legal le impida repetirlo, si otro se siente molesto al oírlo, debe callarse precautoriamente. ¿Y por qué? ¿Quién lo manda? ¿Cómo puede haber una sentencia en vigor sin tribunal que la haya dictado? Lo que no suponía yo es que la jueza iba a hacer suya la peregrina argumentación del fiscal: yo era culpable de no cambiar de opinión sobre él cuando Gallardón amplió, nada menos que cuatro veces, la querella contra mí:

Es cierto que Federico Jiménez Losantos y los testigos Pedro J. Ramírez y Luis Herrero afirman en el plenario que en la radio información y opinión no se pueden separar, que hay espontaneidad y la forma de expresarse es distinta, que es un medio que se aproxima a la manera de hablar del ciudadano, pero debe tenerse en cuenta, por un lado, que las expresiones fueron proferidas reiteradamente en varios programas y, por otro, que el 21 de junio de 2006 se interpuso la querella que ha dado origen a este procedimiento y a pesar de ello el acusado siguió profiriendo expresiones similares en varios programas en los meses de junio, septiembre, octubre y noviembre, lo que motivó que Alberto Ruiz-Gallardón presentara hasta cuatro ampliaciones de la querella.

Para rechazar el ejercicio de la libertad de expresión el querellado por un lado imputó hechos falsos y por otro, utilizó de forma reiterada insultos y descalificaciones con imputaciones gravemente ofensivas que afectan a la dignidad del querellante y se consideran atentatorias para su honorabilidad.

(…).

En el caso presente las expresiones proferidas, por su propio sentido gramatical son tan insultantes o hirientes que el ánimo específico se encuentra ínsito en ellas, poniéndose al descubierto, con simple manifestación y no existe duda alguna de que pretendían vejar la imagen y dignidad del querellante en forma innecesaria y gratuita y desacreditarle públicamente en su condición de alcalde de Madrid y miembro del Partido Popular.

¿Y la dignidad de las víctimas del 11-M, cuya mayor parte pertenecían a AVT? ¿Y el derecho a criticar el cúmulo de irregularidades y atrocidades, muchas de ellas delictivas, cuando se instruyó la causa y cuando se juzgó, por decir algo? ¿Qué honor y dignidad exhibía el alcalde cuando el 13 de septiembre, mientras ampliaba su querella y traficaba con ella dentro del PP, decía en la revista Vogue, paraíso de las ministras, que «no había que hacer del 11-M el centro de la vida política, siendo la investigación materia de jueces y fiscales»? Mi abogada citó este ejemplo en su inmediata apelación a la Audiencia por vulneración de mi derecho a la tutela judicial. Pues como si hubiera citado el Cantar de los Cantares.

Perdóneme el lector, que ya acaba el capítulo. Pero como la jueza se harta de repetir en su sentencia que yo «imputé hechos falsos» a Gallardón para después injuriarlo, yo debo hartarme de desmentirla para defenderme. He aquí, literalmente, lo que Gallardón y el propio periódico dijeron durante el diálogo del Foro ABC y después:

Pregunta: Parece que usted apuesta por un moderantismo ya que se ha referido a no contaminarse con el radicalismo de la izquierda gobernante y ha planteado también creo que una estrategia al decir que no se cansa de insistir en que no se insista sobre las fechas precedentes al 14 de marzo. ¿Usted cree que esta es una idea amplia mente compartida en el Partido Popular o todavía tanto en la cuestión ideológica del moderantismo como en la cuestión táctica de lo que precedió al 14-M hay discrepancias?

Respuesta: El 14 de marzo. Yo sí creo que este gobierno le debemos sustituir por la mala gestión que ha hecho de la confianza que el 14 de marzo la mayoría de los españoles depositaron en él. Y que volver al debate de por qué depositaron esa confianza puede traer el efecto perverso de distraer los profundos errores de gestión que el gobierno ha realizado desde el 14 de marzo. Hablar del 11 al 14 de marzo, podría hacer pensar a algunos ciudadanos que no tenemos argumentos del 14 aquí para proponer una sustitución del gobierno. Y los tenemos y muy sólidos. Yo creí que en una democracia, al margen de cuáles fueran las circunstancias, y todos saben cuáles fueron las circunstancias, yo creo que este gobierno no merece continuar cuatro años más como consecuencia de haber dilapidado esa confianza que recibió de los ciudadanos. Y yo creo que además de construir con moderación, además de argumentar los errores del gobierno, nosotros tenemos que hacer una propuesta de futuro. Los ciudadanos votan futuro. Siempre en todas las elecciones hay dos partidos: uno que representa al pasado y las pierde; y otro, que representa al futuro y las gana y eso ocurre en cualquier sistema democrático. Y nosotros tenemos que convocar al futuro a los ciudadanos españoles y solamente desde esa convocatoria, con ideas, con proyectos, avalados por equipos y avalados por la gestión de allí donde hemos tenido responsabilidades de gobierno, solamente desde esa convocatoria de futuro conseguiremos que sean más los que nos apoyen que los que se distancien. ¿Eso significa dar por bueno lo ocurrido entre el 11 y 14? ¿Eso significa no insistir en los errores del gobierno? Rotundamente no, es nuestra obligación hacerlo. Pero eso sí significa que cuando se pretende gobernar España tú tienes que llamar a un proyecto que desde esta generación se esté trabajando para la siguiente, y no caer, y vuelvo al efecto mimético del radicalismo, en revisionismos históricos o en miradas hacia atrás, que forman parte más de los equipajes sentimentales de cada uno de nosotros o del trabajo de las cátedras de investigación.

Naturalmente, tras estas declaraciones, era lógico que al día siguiente, ABC titulase en su portada: «Ruiz-Gallardón invita a su partido a obviar el 11-M y a huir de la radicalización». Pero es que, además, la periodista Cristina de La Hoz explicaba muy bien su sentido y daba a las palabras de Gallardón toda su transcendencia política:

Tras aclarar las cuestiones formales de cómo debe ser, a su juicio, la oposición popular, entró en el «fondo» al defender que al gobierno socialista «se le debe sustituir por su mala gestión», por lo que volver al debate del 11-M «puede distraer de los enormes errores que ha cometido» además de hacer pensar que «no tenemos argumentos, que los tenemos y muy sólidos».

Esta visión de la actuación política marca, sin duda, una estrategia diferenciada respecto a muchos dirigentes significativos de su partido, algunos de los cuales comparten con él la reunión de «maitines», núcleo duro del PP en el que «sus componentes —dice Gallardón— ayudamos a Rajoy a conformar una propuesta».

ABC, pese a ser bajo la dirección de Zarzalejos el gran fortín gallardonista, dejaba claro que Gallardón proponía un cambio de estrategia con respecto al y que ello chocaba con la postura de otros destacados dirigentes del PP. Y me archirrepito ya que me archicondenan: nunca nadie le pidió rectificación alguna y nunca rectificó nada el ABC. Incluso para aquel ABC era impensable decir que Gallardón no había dicho lo que dijo e interpretarlo de otra manera que la única interpretable. Diga lo que diga la sentencia, nadie cambió nada porque para todos el sentido de lo que dijo Gallardón era clarísimo. Que el congreso de Valencia del PP provocara casos de desmemoria terroríficos no borra las hemerotecas ni debería haber llevado a una jueza a tomar como única fuente de autoridad la más desautorizada: Gallardón. Tras las citadas manifestaciones en Vogue abundando en el sentido de «obviar el 11-M», Zaplana dijo en la cadena COPE: «Al PP no le va a callar nadie» y calificó de «bastarda e histérica esa campaña emprendida por el PSOE y sus socios». Para él y para los demás testigos del PP, entonces y siempre, uno de los socios clave de la izquierda era Gallardón. Lástima que el Alzheimer, afortunadamente transitorio, les nublase ese día la memoria.

Un año después, el 14 de mayo de 2009, la Sala Segunda de la Audiencia Provincial de Madrid desestimó mi demanda contra la sentencia de Iglesias, que considerábamos perdida de antemano por el sesgo político de los magistrados, pero que era la única forma de poder recurrir ante el Tribunal Constitucional. Tampoco esperábamos nada del Constitucional y por los mismos motivos políticos —el Estatuto de Cataluña y la legalización de Bildu me evita más explicaciones— pero había que cumplir ese trámite para poder apelar ante el Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo. Cristina Peña estaba tan convencida de mi inocencia y de la indefensión a que me había sometido el tribunal que pensaba en un ataque ético de los magistrados, pero como era de prever, cerraron filas con su compañera la jueza Iglesias. Sin embargo, en su afán de protegerla llevaron sus argumentos más allá de lo intelectualmente respetable. La ponente de la Audiencia Provincial, Carmen Compaired, dijo de la sentencia:

Lleva a cabo en su fundamentación jurídica un juicio de ponderación para determinar si las expresiones vertidas quedaban amparadas por los derechos a la libertad de expresión y las omisiones que se citan resultan irrelevantes con el objeto del juicio que no es otro que enjuiciar si se trataba de un información veraz y si eran, o no, objetivamente ofensivas e innecesarias las descalificaciones reiteradamente empleadas por el acusado y ausentes de justificación.

Y añadía:

No se ha podido probar la veracidad en relación con las imputaciones realizadas resultando que se ponen en boca del señor Ruiz Gallardón cosas que no ha dicho.

Compaired padece la tentación filológica que también aquejaba a Iglesias, peligrosa peana para decidir sobre algo tan sutil como lo «necesario» o «innecesario», «justificado» o «injustificado», «proporcionado» o «desproporcionado» en una frase o en el estilo de una crítica política. Un juez debe limitarse a aplicar la ley, empezando por la Constitución, que protege la libertad de expresión y la crítica al poder político. Por desgracia, la frase popular de que la sentencia «depende del juez que te toque», alcanza, cuando se trata de juzgar el honor de los políticos, un nivel de arbitrariedad pavoroso. Eso del «juicio de ponderación» podría parecer una sátira a la jueza Iglesias, pero tratándose del «honor» de un político todo es capricho, «ponderado» según respire políticamente el juez. Compaired, dispuesta a facilitarme el final de este capítulo, dice además una cosa atroz: que «no he podido probar» que eran veraces las opiniones atribuidas a Gallardón. O sea: que el acusado debe probar su inocencia. ¡Y lo hice! Otra cosa es que Iglesias despreciara todos los documentos que prueban, con la hemeroteca como testigo, que la veracidad, es decir, el sentido de lo dicho por Gallardón, fue rectamente interpretada por ABC, que es al que, en todo caso, debería haber denunciado.

Compaired dice que Iglesias «no ha incurrido en arbitrariedad ni en indefensión del acusado». A los hechos relatados me remito. Pero esta segunda jueza filóloga tenía un obstáculo difícil de esquivar: la doctrina del Tribunal Constitucional. Reconoce «el valor especial que la Constitución otorga a la libertad de expresión e información», pero dice que esta «no puede configurarse como un valor absoluto, puesto que, si viene reconocido como garantía de la opinión pública, solamente puede legitimar las intromisiones en otros derechos fundamentales que guarden congruencia con esa finalidad, es decir, que resulten relevantes para la formación de la opinión pública sobre asuntos de interés general. La Constitución no reconoce en modo alguno un pretendido derecho al insulto».

Lo realmente insultante, lo que constituye una verdadera agresión intelectual es que los jueces se copien argumentos absurdos y recurran a idénticas exageraciones. Es falso que mi defensa recurriera a semejante derecho. ¿Por qué entonces lo critican? Y lo pasmoso es sugerir que la investigación del 11-M en 2006 no «resulte relevante para la formación de la opinión pública sobre asuntos de interés general». Si no es relevante la mayor masacre de la historia de España, perpetrada para influir en las elecciones generales y que, previa manipulación política e informativa, consiguió invertir las encuestas y llevar al PSOE al poder, ¿qué será relevante? ¿Qué de interés general? ¿Es el honor «otro derecho fundamental» comparable al de la libertad de expresión?

Pero debo agradecerle a la injustísima Compaired que retrate con claridad la razón de mi juicio y mi condena: «No se están enjuiciando únicamente calificativos ofensivos para el querellante sino múltiples expresiones en relación con la investigación del 11-M que no tienen ninguna justificación en el contexto».

¡Acabáramos! Si de lo que se trataba era de condenar una línea de opinión sobre el tanto en lo político como en lo judicial, ¿por qué se me juzgaba sólo por calumnias? Y si se me juzgaba por calumnias, ¿por qué dice la jueza a «múltiples expresiones en relación con la investigación del 11-M»? ¿Y qué será eso del «contexto» sino una situación de absoluta necesidad moral? Las razones de la magistrada son atroces pero estoy convencido de que, acaso sin quererlo, dice la verdad. Lo que se condenó en mí fue justamente eso: la crítica al bochornoso comportamiento judicial y político en la instrucción y juicio del 11-M, y que esa crítica se hiciera en un medio de comunicación que no pocos políticos y poderes fácticos ya habían intentado cerrar. Pero me condenaran por lo que dice la jueza Compaired, o por la «falta de veracidad» que me atribuye la jueza Iglesias, en ambos casos es evidente que se me condenó por algo sobre lo que no se me juzgaba y, por tanto, no podía defenderme. Enseguida me referiré a la lucha por el poder en el PP, que a mi juicio es lo que explica que mintieran los políticos que declararon como testigos, pero hay que recordar que hubo otros testigos a los que las juezas no hacen el menor caso. Sólo se concede relevancia a los que dicen que no recuerdan absolutamente nada, y se niega a los testigos periodistas y víctimas del terrorismo que lo recuerdan absolutamente todo, pero que me respaldan nítidamente. La diferencia es sonrojante. Y acredita la opinión generalizada en España sobre la justicia.

Luego vino el de Zarzalejos, el de Cebrián, el de los policías del 11-M y otros que veremos; pero del linchamiento del último año en la COPE, lo peor fue el juicio de Gallardón, que recuerdo como un acto de violencia institucional, un ensañamiento vilmente liberticida. Azaña escribió: «Me gusta ser tratado con injusticia». A mí, no.

El misterio de la traición de los liberales

Desde junio de 2008, me han preguntado muchas veces —y yo no he contestado nunca— por qué en el juicio de Gallardón los liberales del PP, testigos bajo juramento, fingieron olvidar su oposición, cuando no su odio, al alcalde, que él les correspondía con creces. No lo sé con absoluta seguridad y no les he preguntado luego, porque si te van a mentir, para qué vas a preguntar. Pero hay una cosa que me mortificó mucho tras la sentencia y me gustaría aclarar. Pocas horas después de su deposición ante la jueza Iglesias, los «amigos del PP» que con tanto apetito habían ramoneado en los riscos del perjurio —que en España apenas es delito y en los casos de «honor» suele ser obligación— culparon a Cristina Peña por lo que decían que no les había preguntado. Excusas de mal pagador. Mi abogada hizo lo que tenía que hacer: defenderme lo mejor posible. Había preparado las preguntas con los testigos de la defensa (presuntamente lo eran en la víspera del juicio y los días anteriores). Ya he contado el barrunto de traición que tuvo Cristina poco antes de la puñalada y, por supuesto, si le hubieran avisado de que iban a sufrir un ataque de amnesia política, ya que legalmente no cabía prescindir de su aportación, habría encontrado forma de interrogarles sin perjudicarse ni perjudicarnos. Pero no dijeron ni pío, ni a ella ni a mí. O sea, que de error de Cristina Peña, nada.

También me han preguntado si su amnesia compartida fue concertada; y yo, sinceramente, creo que tuvo que ser así, precisamente por las diferentes expectativas de cada uno y las direcciones distintas que habían tomado sus profesiones. Zaplana ya había dejado la política, Acebes la dejaría pocos días después y Aguirre (con Ignacio González) era la única que podía presentar una lista alternativa a la de Rajoy en el congreso de Bulgaria, capital Valencia. Nada tenían en común, excepto dos cosas: la penosa obligación de actuar en el juicio y el empeño en que su partido, el PP, los dejara en paz. Esperanza Aguirre, que es lo más cercano a la amistad que he encontrado en un político, actuó así después de haber coqueteado absurdamente con la disputa del liderazgo, sobre todo al ir al programa de televisión 59 segundos, que yo le desaconsejé, naturalmente sin éxito.

En realidad, yo había hablado una sola vez con Esperanza tras el 9 de marzo, pero ambos pensábamos que Rajoy debía quedarse todo el tiempo que fuera preciso para hacer unas primarias en condiciones. Eso de que desde el primer día fuimos a por él es falso. Pedro J., sí; en un chat con los lectores de El Mundo lo dijo con claridad al día siguiente. Pero yo dije con la misma claridad en la COPE que el resultado del PP era muy bueno y que Mariano debía quedarse para hacer las primarias, en las que podía ser reelegido, aunque nadie lo creyera probable. Lo que sucedió es que Rajoy, Camps y Arenas dieron un golpe de mano burocrático y lograron impedir con la treta de los avales que hubiera una alternativa en Valencia a la continuidad debilitada de un visir en manos de las taifas. Entonces sí estuve en contra, pero es que aquello ya no era la continuidad de Rajoy sino la dictadura de Arenas tras el epiléptico fervorín de Camps.

Luego, Rajoy, completamente gallardonizado a la vuelta de México, atacó a El Mundo y la COPE porque «querían decirle lo que tenía que hacer»; e hizo lo que le pedían Prisa y la SER: insultar a quienes más debía. Luego vino la campaña contra María San Gil, coordinada desde Génova 13, donde para justificar el «cambiazo» en la ponencia política, dijeron que estaba loca, afectada por la medicación contra el cáncer. Tras la liquidación de María San Gil y la dimisión de Ortega Lara, estaba claro que aquello ya no era la política que con las siglas del PP habíamos apoyado, y la ruptura fue total. Tras la crueldad y vileza demostradas por el cuarteto dirigente (Rajoy, Arenas, Camps y Gallardón) Esperanza Aguirre estaba convencida de que iban a por ella y a entregarle la Comunidad de Madrid a Gallardón. Les frenaba el temor a una escisión pero el cuarteto genovés se lo jugaba todo a cara o cruz y estaba dispuesto a afrontarla. Hoy parece imposible que hubieran podido echar a Aguirre, pero más lo parecía entonces echar a María San Gil y la echaron. A lo mejor Aguirre se salvó por lo que olvidó en el juicio. Me gustaría pensarlo.

Zaplana no quería que su nuevo empleo en Telefónica se tambaleara antes de estrenarlo. Huelgan más explicaciones. Y Acebes quería irse, pero en el inmediato congreso de Valencia, con un gran discurso ético dándole hasta en el cielo del paladar a Mariano, pero, ojo, siempre como hombre leal al PP, virtud esencial en los aquelarres unanimistas de los partidos políticos. Luego recaló, creo, en el despacho de Michavila, que lo sucedió como ministro de Justicia en el gobierno Aznar y perpetró con López Aguilar el «Pacto por la Justicia», que enterró tal vez para siempre la independencia judicial y consagró la dictadura de los partidos políticos sobre los altos tribunales. La hermana de Michavila era la jefa de Gabinete de Camps, pero yo no albergué nunca la sospecha de que esa cercanía se tradujera en lejanía de la verdad y del decoro. Pardillo, dirá alguno. Puede, responderé yo. Pero me aburre mucho el cultivo de la desconfianza.

Precisamente por esa disparidad de sus respectivas situaciones, creo que Aguirre, Acebes y Zaplana tuvieron que acordar su puesta en escena amnésica. Si lo hicieron en connivencia con Génova 13, hicieron mal negocio, pero prefiero creer que no. Al menos, Gallardón no lo aprovechó en el juicio, aunque de hacerlo hubieran quedado todavía peor. Dada la condición del Pavo Real del Ayuntamiento de Madrid, si no presumió de pacto es porque no lo hubo, ni con ni sin Mariano.

También me han preguntado si en la sala del juicio me afectó la deserción de «mis amigos liberales». Si no hubiera mediado la premonición de Cristina Peña, me hubiera dejado francamente atónito, e incluso vacunado contra la sorpresa no me produjo regocijo. En lo personal, me dolió lo de Esperanza y Zaplana; en lo político, lo de Acebes. A fuer de sincero, tuvo algo de consuelo morboso ver a mis linchadores izquierdistas cebándose con ellos. Pero, como buenos profesionales, tras apalearlos una semana volvieron a lo suyo, que era ahorcar al negrito; o sea, a mí. Para eso vestían los uniformes del KuKlux-Klan. Y algunos, sobre capirote, con boina o barretina.

¿Hubiera cambiado la sentencia si los «liberales arrepentidos», como les llamaron entonces, hubieran guardado más respeto a la verdad? Sinceramente, creo que no. Como he dicho antes, desde el principio creí que me condenarían, por injusto que fuera. Las juezas utilizaron la excusa del testimonio de los testigos del PP, sencillamente, porque se lo pusieron a tiro. Si no, hubiera sido otra cosa. Por ejemplo, dudaron en aducir una «falta de veracidad» en lo que yo había atribuido a Gallardón, cuando en realidad lo había hecho el ABC, cuando encima era verdad y, sobre todo, cuando lo que se juzgaba era, o eso decían, el «honor» de Gallardón. Podían haberse limitado a defenderlo, aunque la sentencia hubiera sido igual de arbitraria, pero tuvieron la oportunidad de utilizar el testimonio de los políticos del PP y la aprovecharon. Debo agradecerles que, al hacerlo tan rematadamente mal, se retrataran; y supongo que en Estrasburgo las crucificarán, una década de estas. También creo que les importará poco.

Lo que con la perspectiva del tiempo —no ha pasado mucho pero todo parece infinitamente lejano— me parece claro es que fue en «mi» juicio cuando los liberales se rindieron al marianismo gallardonizado del congreso de Valencia. Fue un gesto de sumisión al cambiazo político-mediático en el PP. E insisto en lo de mediático porque ese fue el mecanismo de legitimación de Rajoy: atacar a la COPE y a El Mundo al estilo de Gallardón. A cambio de renegar públicamente de los que habíamos dado todas las batallas en defensa de los principios del PP, Rajoy recibió el apoyo de sus enemigos, sin excepción. Con El País y la prensa catalana a la cabeza, los mismos que lo ponían verde en su primera legislatura en la oposición pasaron a defenderlo de los que antes formábamos con él un todo execrable y ahora queríamos impedirle —decían— su conversión a la democracia, o sea, al régimen nacido del 11-M. La razón era obvia: querían un PP enfeudado a la izquierda políticomediática, porque un complemento del régimen nunca sería alternativa o no lo sería de verdad. Se equivocaron a medias, por la ruinosa gestión de la crisis económica de Zapatero. Pero sólo a medias. La ruptura del PP con sus antiguos aliados mediáticos ya no tuvo marcha atrás.

En ese sentido, la liquidación de la COPE era un requisito absolutamente esencial. Y nuestro último año en ella, la temporada 2008-2009, estuvo marcado por ese designio que se quería escarmiento final. Acabó siéndolo, pero de una forma tan retorcida y sinuosa que más que al desarrollo de un plan coherente se parece a una acumulación de iniciativas dispersas, agavilladas por la voluntad de los linchadores pero que se suceden sin orden ni concierto, obedeciendo a la noticia del día o al arreón sobre la marcha. Pronto veremos hasta qué punto en ciertos ámbitos eclesiales y dentro de la propia COPE se mezcló todo, se revolvió casi todo, se mintió obscenamente y hubo curas que no dudaron en calumniar a los que cumplíamos la obligación moral, en la que tanto insistía entonces Nacho Villa, de informar sobre lo molesto y opinar aunque molestase.

Pero antes de entrar en esa última y tempestuosa temporada en la COPE, la 2008-2009, debo referirme a otro juicio más chico y más ridículo, pero más caro: el del dos veces exdirector de ABC José Antonio Zarzalejos, que tuvo lugar inmediatamente después del de Gallardón.