XI
ANTÍDOTO

Estaban cubriéndole el rostro cuando Fleming llegó a la enfermería. Los otros tres yacían silenciosos e inmóviles en sus camas, con los rostros demacrados y tan pálidos como las sábanas. En la habitación contigua a la de la joven, Dawnay era conservada con vida, mediante transfusiones de sangre. Parecía una estatua de mármol, la efigie de algún antiguo guerrero sobre una tumba. Fleming se quedó contemplándola hasta que llegó Hunter.

—¿Qué desea usted?

Hunter se sentía acosado y tenía los nervios de punta. No se esforzó en mostrarse cortés con Fleming.

—Es culpa mía —dijo Fleming, mirando el demacrado rostro apoyado en la almohada.

Hunter rio entre dientes.

—La humildad constituye una novedad en usted.

—Está bien, pues no. —Fleming dio media vuelta furioso, y saco del bolsillo una serie de papeles sujetos mediante un clip—. Pero he venido para darle esto.

Hunter cogió recelosamente los papeles.

—¿Qué es?

—La fórmula de la enzima.

—¿Cómo diablos ha conseguido hacerse con ella?

Fleming lanzó un suspiro.

—Ilegalmente. Como tengo que hacerlo todo.

—La guardaré si no tiene nada que objetar —dijo Hunter—. Volvió a mirar los papeles—. ¿Por qué aparece eso tachado?

—Porque está mal. —Fleming levantó la primera hoja para mostrar la segunda—. Esa es la fórmula correcta. Será mejor que la haga preparar rápidamente.

—¿La fórmula correcta?

Hunter parecía ligeramente desorientado.

—En la que la computadora dio a Dawnay había una inversión de lo que ella deseaba. Había cambiado el negativo por el positivo, a fin de devolverle la jugarreta que Dawnay le había hecho.

—¿Qué jugarreta?

—En lugar de la enzima le daba la antienzima. En lugar de un regenerador de células, un destructor de células. Posiblemente actúa a través de la piel, y ellos lo han absorbido durante el trabajo. —Cogió una de las manos de Dawnay, que yacían fláccidamente sobre la sábana—. Nada puede hacerse a menos que se fabrique a tiempo la enzima adecuada. Por eso le he traído la fórmula corregida.

—¿Cree usted de veras…?

Hunter miró escépticamente, con el ceño fruncido, los paneles que sostenía. Fleming, apartando la mirada de la mano de Dawnay que seguía sujetando, le contempló con desagrado.

—¿No desea crearse una reputación?

—Deseo salvar vidas —dijo Hunter.

—Entonces, prepare la fórmula correcta. Debería actuar de antídoto de la que obtuvo Dawnay, en cuyo caso tiene que invertir lo que sucede ahora. Por lo menos, pruébelo. De lo contrario… —se encogió de hombros y dejó la pálida mano de Dawnay sobre la sábana—. Esa máquina realizará el trabajo sucio de cualquiera, en tanto convenga a sus intereses.

Hunter lanzó un resoplido.

—Si es tan condenadamente lista, ¿por qué ha cometido una equivocación así?

—No la ha cometido. La única equivocación ha sido alcanzar a una víctima equivocada, a unas víctimas. Va tras de mí, y no le importa la gente que elimina para conseguirlo. Si su acuerdo comercial con Intel hubiese estado más avanzado, pudiera haberse tratado de medio mundo.

Dejó a Hunter observando ceñudamente la fórmula, pero evidentemente obligado a prepararla.

Aquella tarde, el hombre murió; pero la nueva enzima había sido preparada y suministrada a los dos supervivientes. Al principio no sucedió nada dramático, pero por la noche resultaba evidente que la degeneración disminuía. Judy visitó la enfermería después de la cena, tras de lo cual se encaminó hacia la puerta principal, a fin de recibir a Reinhart, a quien se esperaba en el último tren. Al pasar junto al edificio de la computadora, sintió el impulso de entrar. No había ningún auxiliar de turno y encontró a Andrómeda, sola, sentada en el pupitre de control, con la mirada fija ante sí. El odio acumulado en muchos meses, la tensión nerviosa de varios años, estallaron de repente en Judy.

—Otro más que ha muerto —dijo con furia. Andrómeda se encogió de hombros y Judy sintió unos deseos enormes de golpearla—. La profesora Dawnay está luchando por su vida. Y el muchacho.

—Entonces, tienen una posibilidad —dijo Andrómeda con tono neutro.

—Gracias al doctor Fleming. No a usted.

—No es asunto mío.

—Usted dio la fórmula a la profesora Dawnay.

—Fue la máquina.

—¡Fueron las dos!

Andrómeda volvió a encogerse de hombros.

—El doctor Fleming tiene el antídoto. Es inteligente, puede salvarles.

—A usted no le importa, ¿verdad?

Judy sintió que sus ojos estaban enrojecidos y secos mientras la miraba.

—¿Por qué habría de importarme?, preguntó la muchacha.

—La odio.

Judy sentía que también su garganta estaba seca, de modo que apenas podía hablar. Deseaba coger algo pesado y aplastarle el cráneo a la joven; pero sonó el teléfono, y tuvo que encaminarse a la puerta principal para recibir a Reinhart.

Andrómeda permaneció sentada e inmóvil mucho rato después de que se hubo marchado Judy; contemplaba el panel de control, y varias lágrimas, verdaderas lágrimas humanas asomaron a sus ojos y resbalaron lentamente por sus mejillas.

Judy llevó directamente a Reinhart al chalet de Fleming, donde le pusieron al corriente de todo.

—¿Y Madeleine? —preguntó el anciano.

Parecía cansado e inseguro.

—Vive aún, a Dios gracias —dijo Fleming—. Tal vez salvemos a los dos.

Reinhart pareció tranquilizarse un poco, y ofreció un aspecto menos cansado. Le cogieron el abrigo, le hicieron sentarse en una silla contigua al radiador, y le ofrecieron una bebida. A Judy le pareció mucho más viejo, y más bien patético. Ahora era Sir Ernest, y parecía como si el título le hubiera envejecido. Imaginó lo lejana que su juvenil amistad con Dawnay debía parecer, y pudo percibir como se aferraba a la vida de ella, como si en cierto modo la suya propia dependiera de la otra. Cogió su vaso y trató de pensar en lo que debía decir.

—¿Se lo ha contado ya a Geers?

—¿Qué puede hacer Geers? —preguntó Fleming—. Solo lamentar que no se trate de mí. Si pudiera, me expulsaría del establecimiento, del país. Vengo diciendo, desde hace una eternidad, que esa máquina es maliciosa, pero a todos les encanta. ¿Cuántas cosas más tendré que demostrar antes de convencer a alguien?

—A mí no es necesario que me demuestres nada más, John —dijo Reinhart con expresión cansada.

—Bueno, algo es algo.

—Ni a mí —añadió Judy.

—¡Oh, estupendo, estupendo! Esto hace que seamos tres contra todos los demás.

—¿Qué te parece que podría hacer? —preguntó Reinhart.

—No sé. Ha estado usted dirigiendo durante una generación la mitad de la ciencia de este país, la mitad sana. No hay duda de que alguien querrá escucharle.

—¿Osborne tal vez?

—Siempre que no se viera comprometido. —Fleming meditó un momento—. ¿Podría conseguir que volviera a tener acceso a la computadora?

—Utiliza la cabeza, John. Sería responsable ante el establecimiento.

—¿Puede conseguir que venga aquí?

—Lo intentaré. ¿Qué idea tienes?

—De eso ya hablaremos después —dijo Fleming.

Reinhart sacó del bolsillo una guía de ferrocarriles y aviones.

—Si mañana voy a Londres…

—¿No puede ir esta noche?

—Sir Ernest está fatigado —observó Judy.

Reinhart le sonrió.

—Guárdese el Sir Ernest para los actos oficiales. Cogeré un vuelo nocturno.

—¿Por qué no puede esperar unas cuantas horas más? —preguntó Judy.

—No soy ningún joven, señorita Adamson, pero tampoco estoy moribundo. —Se puso en pie—. Transmitan a Madeleine todo mi afecto si es que…

—Desde luego —dijo Fleming, cogiendo el abrigo del anciano y ayudándole a ponérselo.

Reinhart se dirigió hacia la puerta, mientras se abrochaba la ropa. Entonces recordó algo.

—A propósito, el mensaje se ha interrumpido.

Judy le miró, y después a Fleming.

—¿El mensaje?

—El de las estrellas. —Reinhart señaló el cielo con un dedo—. Ha dejado de repetirse desde hace ya algunas semanas. Quizá nunca más podamos captarlo.

—Tal vez hayamos captado la fase final de una larga transmisión —dijo Fleming con sosiego, mientras sopesaba el significado de aquello—. De no haber sido por esa cazuela de Bouldershaw, tal vez nunca lo hubiésemos oído y no habría sucedido nada de esto.

—Es una idea que se me ha ocurrido —dijo Reinhart.

Les dirigió una sonrisa cansada y se marchó.

Fleming anduvo de un lado a otro de la habitación, pensando en lo que había dicho, mientras Judy aguardaba. Oyeron cómo el auto de Reinhart se ponía en marcha y después se alejaba. Al oír aquel sonido, Fleming se acercó a Judy y le pasó un brazo por los hombros.

—Haré todo lo que desees —le dijo ella—. Si quieren, pueden someterme a un consejo de guerra.

—Está bien, está bien.

Fleming apartó su brazo.

—Puedes confiar en mí, John.

Él la miró de frente y Judy trató de convencerle con la mirada de que hablaba con sinceridad.

—Sí, bueno… —Parecía más o menos convencido—. Te diré lo que hay. Mañana, a primera hora, coge el teléfono de Londres, en plan particular, y trata de localizar a Osborne mientras el profesor está con él, y dile que hay un visitante adicional.

—¿Quién?

—No me importa quien sea. El rey de bastos, el presidente de la Real Academia, algún jefazo de algún Ministerio. No tienes que presentar al caballero, sino solo su ropa.

—¿Una camisa sin rellenar?

Fleming sonrió.

—Un sombrero, una maleta y un paraguas, bastarán. ¡Oh, y un abrigo! Entretanto, consíguele un pase adicional. ¿De acuerdo?

—Lo intentaré.

—Buena chica.

Volvió a rodearla con un brazo y la besó.

Judy retrocedió para preguntarle:

—¿Qué te propones hacer?

—Todavía no lo sé. —Volvió a besarla y después se apartó de ella—. Voy a descansar, ha sido un día de alivio. Mejor será que te marches, necesito dormir.

Fleming volvió a sonreír y Judy le estrechó la mano y salió, sintiéndose alas en los pies.

Fleming se desvistió pensativamente imaginando planes y fantasías. Se dejó caer en la cama y apenas hubo apagado la luz cuando se quedó dormido.

Después de la marcha de Judy y de Reinhart, en el recinto reinó el silencio. Era una noche oscura: pasaban las nubes empujadas por un viento del noroeste, produciendo una corriente de aire frío y una amenaza de nieve. La luna estaba cubierta, pero de vez en cuando aparecía, y a su luz una figura pálida y esbelta salió por una ventana posterior del edificio de la computadora y empezó a moverse como un fantasma a través del establecimiento. Ninguno de los centinelas la vio, y menos la identifico como Andrómeda, quien se encaminó decididamente hacia el chalet de Fleming, con el rostro tenso y un doble rollo de alambre aislado en la mano.

Una débil luz penetraba por la ventana de Fleming, porque este había descorrido la cortina antes de meterse en cama. No se movió cuando la puerta se entreabrió silenciosamente y Andrómeda penetró con lentitud. Iba descalza y andaba con mucho cuidado; llevaba las manos protegidas por un par de gruesos guantes de caucho. Después de asegurarse de que Fleming dormía, se arrodilló junto a la pared contigua a la cama e introdujo uno de los extremos del cable en una toma de corriente, lo aseguró bien y después se enderezó. Mantuvo el otro extremo del cable bien alejado de su cuerpo, con los dos alambres separados por el pulgar y el índice y avanzó lentamente hacia Fleming. Las posibilidades de que este sobreviviera a una fuerte descarga eran pequeñas, porque estaba dormido, y Andrómeda podía contar con que le sería posible mantener el contacto el tiempo suficiente para paralizarle el corazón.

No produjo ningún sonido mientras acercaba los extremos desnudos del alambre a los ojos de él. No había razón para que Fleming se despertara; pero de repente, por algún motivo desconocido lo hizo. Lo único que vio fue una silueta inclinada sobre él, y más por instinto que por raciocinio, encogió una pierna y la disparó con todas sus fuerzas a través de la sábana y las mantas.

El golpe alcanzó a Andrómeda en mitad del cuerpo, y la hizo caer de espaldas en el suelo, lanzando un gemido de dolor. Fleming buscó a tientas el conmutador de la luz y le dio vuelta. Por un momento, quedó deslumbrado; se sentó en la cama, confuso y jadeante, mientras la muchacha trataba de ponerse de rodillas sin soltar los extremos del alambre; luego, cuando comprendió lo que ocurría, saltó de la cama, arrancó del enchufe los extremos del cable y se volvió hacia ella. Pero por entonces Andrómeda se había puesto en pie y trataba de escabullirse.

—¡No lo conseguirá!

Fleming se lanzó hacia la puerta. Ella se desvió hacia un lado y, con las manos a la espalda, retrocedió hasta la mesa donde él había estado cenando. Por un momento pareció que la muchacha iba a darse por vencida; luego, sin previo aviso, se lanzó sobre él con la mano derecha en alto; en ella había un cuchillo del pan.

—¡Mala pécora!

Fleming cogió su muñeca y se la retorció hasta que el cuchillo cayó al suelo.

Andrómeda permaneció jadeante y doblada sobre sí misma, sujetándose con la otra mano la dolorida muñeca; contemplaba a Fleming más desesperada que furiosa. Este se agachó y recogió el cuchillo, sin perder de vista a la muchacha.

—Está bien, máteme. —Tanto el rostro como la voz de ella traslucían el miedo—. De nada ha de servirle.

—¿No?

La voz de Fleming era temblorosa, y jadeaba con fuerza.

—Retrasara un poco las cosas, nada más.

Andrómeda observó con ansiedad cómo él abría un cajón y guardaba el cuchillo dentro. Aquello pareció darle ánimos; se irguió.

—¿Por qué desea eliminarme? —preguntó Fleming.

—Era el próximo paso que había que dar. Ya se lo advertí.

—Gracias.

Fleming se abrochó bien el pijama, se puso unas zapatillas, trato de calmarse.

—Todo lo que usted hace puede ser previsto. —Andrómeda parecía haber recuperado ya el dominio de sí misma—. Cualquier cosa que a usted se le ocurra, puede ser contrarrestada.

—¿Cuál será el próximo objetivo?

—Si quiere marcharse, hágalo en seguida y no se inmiscuya…

Fleming la interrumpió.

—Levántese. —Ella le miró sorprendida—. Levántese—. Esperó hasta que le hubo obedecido y entonces señaló una silla—. Siéntese ahí.

Andrómeda le lanzó otra mirada de sorpresa, y se sentó. Él se le acercó.

—¿Por qué no hace más que lo que la máquina quiere?

—Son ustedes unos niños —contestó ella—. Creen que la máquina y yo somos dueña y esclava, pero en realidad ambas somos esclavas. Somos recipientes que ustedes han fabricado para algo que no pueden comprender.

—¿Y usted sí? —preguntó Fleming.

—Percibo la diferencia entre nuestra inteligencia y la de ustedes. Percibo que la nuestra va a apoderarse del mando y que la de ustedes va a morir. Ustedes creen que son la suma y compendio de todas las cosas, la última palabra…

Se interrumpió para frotarse la muñeca.

—Yo no pienso esto —dijo Fleming—. ¿Le he hecho daño?

—No demasiado. Es usted más inteligente que la mayoría: pero no lo suficiente; irá a reunirse con los dinosaurios. Ellos también reinaron en la Tierra en cierta época.

—¿Y usted?

Andrómeda sonrió, y aquella fue la primera vez que Fleming le había visto hacer ese gesto.

—Soy el eslabón perdido.

—¿Y si la destruyo?

—Fabricarán otra.

—¿Y si destruimos la máquina?

—Lo mismo.

—¿Y si las destruimos a ambas, así como el mensaje y todo nuestro trabajo, de modo que no quede nada? El mensaje no se recibe ya, ¿lo sabía?

Ella movió la cabeza. Su confirmación de todo lo que él temía se le hizo abrumadoramente obvia, así como la comprensión de cómo detenerlo.

—Sus amigos de allá arriba se han cansado de hablarnos. Ahora, la computadora y usted solo dependen de sí mismas. ¿Y si las destruimos a ambas?

—En tal caso, conseguirán mantener apartada de la Tierra, durante algún tiempo, una forma de inteligencia superior.

—Entonces, es lo que debemos hacer.

Ella irguió la cabeza y le miró fijamente.

—No pueden.

—Podemos intentarlo.

Ella volvió a mover la cabeza, lentamente y como lamentándolo.

—Márchese. Viva la vida que desee, mientras le sea posible. No puede hacer nada más.

—A menos que usted me ayude. —Fleming le devolvió la mirada, y la sostuvo, tal como había hecho antes en el edificio de la computadora—. Usted no es una mera computadora, sino que está hecha a semejanza nuestra.

—¡No!

—Tiene sentidos, sentimientos. Es usted humana en tres cuartas partes, pero se ve ligada a algo que trata de destruirme. Lo único que debe hacer, para salvarnos y liberarse, es cambiar los factores.

Fleming la cogió por los hombros, como para sacudirla, pero Andrómeda se liberó con un movimiento brusco.

—¿Por qué he de hacerlo?

—Porque lo desea, porque tres cuartas partes de usted…

Ella se puso en pie y se apartó de Fleming.

—Tres cuartas partes de mí son un accidente. ¿No cree que ya padezco lo suficiente de esta manera? ¿No cree que incluso se me castiga por escucharle?

—¿Recibirá castigo por lo de esta noche?

—No, si usted se marcha. —Se encaminó hacia la puerta, vacilante, como si esperase que él la detuviera, pero Fleming permaneció inmóvil—. Se me ha enviado para que le matara.

Andrómeda estaba muy pálida y hermosa, en pie junto al umbral, y hablaba sin pasión ni satisfacción. Fleming la miró con expresión sombría.

—Bueno, la suerte está echada —dijo.

Había un pequeño café junto a la estación de Thorness, y Judy dejó a Fleming allí mientras iba al encuentro del tren procedente de Aberdeen. Solo había transcurrido un día: Reinhart se había apresurado. Fleming se metió en la pequeña sala posterior, que habían reservado para ellos, y esperó. Era una salita sombría y triste, dominada por una vieja mesa campesina y una serie de sillas; las paredes estaban cubiertas de tablas mal pintadas en las que había clavados una serie de carteles anunciando bebidas. Fleming se sirvió un trago de la botellita que llevaba en el bolsillo del pantalón. Oía como el viento gemía en el exterior y después le llegó el sonido del motor diésel de la locomotora, procedente del Sur. El tren se detuvo en la estación, jadeando ruidosamente, y al cabo de un par de minutos sonó un silbato y el ruido fue disminuyendo hasta cesar, dejando un silencio en el que volvió a oírse el silbido del viento y el de unos pasos a las puertas del café.

Judy condujo a Reinhart y a Osborne hasta la salita. Todos iban bien protegidos contra el frío y Osborne llevaba una pequeña maleta.

—Creo que se está preparando una tormenta —dijo Osborne, dejando la maleta en el suelo—. Parecía preocupado y fuera de su ambiente—. ¿Podemos hablar aquí?

—Es para nosotros —dijo Judy—. Lo he arreglado con el posadero.

—¿Y la vigilancia? —preguntó Reinhart.

—También lo he arreglado. Nadie dirá nada.

Reinhart se volvió hacia Fleming.

—¿Cómo está Madeleine Dawnay?

—Se recuperará. Y el muchacho también.

—Gracias a Dios.

Reinhart se desabrochó la americana. No parecía afectado por el viaje; de hecho, la actividad parecía haberle rejuvenecido. Osborne era el que se mostraba más descorazonado.

—¿Qué vamos a hacer con la computadora? —preguntó a Fleming.

—Tratar de desconectarla, o de lo contrario…

—¿De lo contrario, qué?

—Es lo que queremos averiguar. O bien es deliberadamente malévola, o está trastornada. O bien fue ideada para trabajar tal como lo hace, o ha habido alguna confusión. Yo creo lo primero; siempre lo he creído.

—Pero nunca ha sido capaz de demostrarlo.

—¿Qué me dice de Dawnay?

—Necesitamos algo más tangible.

—Osborne acudirá al ministro —intervino Reinhart—. Si es necesario, llegará hasta el Primer Ministro, ¿verdad?

—Si tengo pruebas —dijo Osborne.

—¡Yo le daré pruebas! Anoche hizo otra tentativa para matarme.

—¿Cómo?

Fleming se lo explicó.

—Por último, la obligué a decir la verdad. Debiera probarlo en alguna ocasión; entonces lo creería.

—Necesitamos algo más científico.

—Entonces, déjenme unas pocas horas con la máquina. —Miró a Judy—. ¿Me has traído un pase?

Judy sacó de su bolso tres pases y los entregó a los tres hombres. Fleming leyó el que había recibido, y sonrió.

—¿De modo que soy un oficial del Ministerio? Esa sí que es buena.

—He arriesgado mi buen nombre al hacer esto —dijo Osborne tristemente—. Solo es para un examen. Nada de acción directa.

Fleming dejó de sonreír.

—¿Quiere atarme las manos a la espalda?

—¿Se da cuenta del riesgo que corro? —preguntó Osborne.

—¿Riesgo? Tendría que haber estado en mi chalet la noche pasada.

—Ojalá hubiese sido así; entonces estaría más seguro del terreno que piso. Esta nación, joven, depende de la máquina…

—Que yo construí.

—Potencialmente, significa para nosotros más que la máquina de vapor, la energía atómica o cualquier otra cosa.

—Entonces, aún resulta más importante… —empezó a decir Fleming.

—¡Lo sé! No es necesario que me sermonee. ¿Cree que estaría aquí si no pensara que es importante y si no concediera mucho valor a su opinión? Pero hay sistemas y sistemas.

—¿Conoce alguno mejor?

—Para comprobarlo no. Pero esto es lo más lejos que puedo llegar. Un hombre de mi posición…

—¿Cuál es su posición? —preguntó Fleming—. ¿El romano más noble de todos?

Osborne lanzó un suspiro.

—Ya tiene su pase.

—Has conseguido lo que pedías, John —observó Reinhart.

Fleming cogió la maleta y la dejó en la mesa. La abrió y, después de sacar un abrigo oscuro, un sombrero negro y una cartera, se disfrazó convenientemente. La indumentaria podía pasar en una noche oscura, pero no encajaba con su rostro.

—Más pareces un espantapájaros que un funcionario público —dijo Reinhart, sonriendo.

Judy trató de no reír.

—Si vas conmigo, no te examinarán con excesivo detenimiento.

—¿Te das cuenta de que serás fusilada por esto? —dijo Fleming cariñosamente.

—No, a menos que se nos descubra.

A Osborne aquellas bromas no le hicieron gracia: no comprendió que servían para disimular la tensión que sentían los otros, porque ya tenía bastante con la suya propia.

—No perdamos más tiempo.

Subió ligeramente la manga de su abrigo para ver la hora que era.

—Tenemos que esperar a que oscurezca y se haya producido el cambio de turno —dijo Judy.

Fleming rebuscó por debato del abrigo y sacó la botellita.

—¿Qué les parece si nos bebiéramos un trago?

Nevaba con fuerza cuando llegaron al establecimiento; no era una nevada mansa, sino un aluvión de partículas heladas que el viento del Norte impulsaba con furia. Los dos centinelas que había ante el edificio de la computadora se habían subido los cuellos de sus capotes, pese a ocupar un pequeño refugio situado junto a la puerta de entrada. Asomaron la cabeza al aproximarse las cuatro figuras.

Judy se adelantó y enseñó los pases, mientras los tres hombres permanecían en segundo término.

—Buenas noches. Es el grupo procedente del Ministerio.

—Buenas noches.

Uno de los centinelas, con galones de cabo en las bocamangas, saludo y examinó los pases.

—Correcto —dijo.

Y los devolvió.

—¿Hay alguien dentro? —le preguntó Judy.

—Solo el operador de guardia.

—Solo estaremos unos minutos —dijo Reinhart.

Los centinelas abrieron la puerta y se hicieron a un lado, mientras Judy entraba, seguida por Reinhart y Osborne, con Fleming entre ambos.

—¿Y la chica? —preguntó Reinhart, cuando hubieron recorrido un buen trecho del corredor.

—Esta noche no vendrá —dijo Judy—. Nos hemos cuidado de eso.

Era un corredor muy largo, que formaba dos ángulos rectos, y las puertas de la sala de la computadora estaban al final, completamente fuera de la vista y del oído de la entrada principal. Cuando Judy abrió una de las puertas y les hizo pasar, encontraron la sala de control brillantemente iluminada, pero vacía si se exceptuaba a un joven sentado en el pupitre, leyendo. Cuando les vio se puso en pie.

—Hola —dijo a Judy—. ¿Todo ha salido bien?

Era el joven ayudante. Parecía disfrutar con la situación.

—Será mejor que tengan sus pases.

Judy devolvió los de Reinhart y Osborne, y entregó el de Fleming al ayudante. Fleming sé quitó el sombrero y se lo encasqueto al muchacho.

—Es lo que lleva la gente importante.

—No es necesario que haga una pantomima de todo esto —dijo Osborne, y estuvo vigilando la puerta con expresión inquieta mientras disfrazaban al ayudante con el abrigo y la cartera de Fleming. Incluso con el cuello levantado resultaba muy distinto del hombre que acababa de entrar, pero, como dijo Judy, no era una noche en la que se pudiera ver con claridad, y estando ella presente lo más probable era que los centinelas se contentasen con contar los bultos.

Tan pronto como el muchacho estuvo listo, Osborne abrió la puerta.

—Confiamos en que haga usted lo adecuado —dijo a Fleming—. ¿Tiene un ensayo de comprobación?

Fleming sacó del bolsillo un bloc familiar, y esperó a que los otros se marcharan.

—Volveré —dijo Judy—. Tan pronto como les haya llevado más allá de los centinelas.

Fleming pareció sorprendido.

—Nada de eso, lo sabes muy bien.

—Lo siento —dijo Osborne—. Es una de las condiciones.

—No quiero que nadie…

—No seas tonto, John —dijo Reinhart.

Y se marcharon.

Fleming se acercó a la unidad de control y la contempló, riendo para sus adentros a causa de la tensión que sentía. Después empezó a trabajar en la consola de alimentación, transcribiendo cifras del bloc que había traído. Estaba casi terminando, cuando regresó Judy.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó ella.

También Judy estaba nerviosa, pese al alivio que había supuesto el hecho de que los tres hombres traspusieran sin incidencias los puestos de centinela.

—Trato de confundirla. —Tecleó el último grupo de cifras—. Para empezar, podemos utilizar la misma inversión que la primera vez.

La computadora necesitó unos cuantos segundos para reaccionar, y entonces las bombillas del panel empezaron a parpadear violentamente. Fleming y Judy esperaron, atentos al chasquido de la unidad de resultados, pero lo que oyeron fue pasos que se acercaban por el corredor. Judy se quedó helada e inmóvil hasta que Fleming la cogió por un brazo y la empujó hasta la oscuridad del laboratorio, desde donde podían ver sin ser vistos por la puerta entreabierta. Los pasos se detuvieron junto a la entrada más lejana de la sala de control. Vieron como giraba el pomo de una de las dobles puertas y luego esta se abrió para dar paso a Andrómeda.

Judy lanzó una débil exclamación, que quedó ahogada por el zumbido de la computadora, mientras la mano de Fleming aumentaba su presión sobre el brazo de la muchacha, como advertencia. Desde donde estaban vieron como André cerraba la puerta y adelantaba con lentitud hacia el pupitre de control. Los parpadeos y zumbidos de la máquina parecían intrigarla, y a pocos pasos del panel se quedó inmóvil. Llevaba un viejo anorak gris con el capuchón caído, y estaba excepcionalmente hermosa a la luz de las lámparas de neón; pero su rostro aparecía tenso y al cabo de un momento los músculos que rodeaban sus sienes y su boca empezaron a contraerse bajo la acción de los nervios. Se adelantó lenta y recelosamente, en dirección al panel y volvió a detenerse, como si percibiera la advertencia de una acción violenta, como si adivinara los síntomas y sin embargo, estuviese hipnotizada por la máquina.

El sudor brillaba en su rostro. Adelantó otro paso y levantó lentamente las manos hacia los terminales. Judy, pese a su odio, sintió impulsos de correr hacia ella, pero Fleming la retuvo. Ante sus miradas, la muchacha siguió levantando los brazos y después tocó con temor las placas de contacto.

Su primer chillido y el de Judy sonaron a la vez. Fleming aplicó su mano sobre la boca de Judy, pero los gritos de Andrómeda se repitieron una y otra vez, disminuyendo hasta convertirse en un gemido cuando la aguja del voltímetro descendía y volviendo a surgir cuando subía de nuevo.

—¡Por amor de Dios! —susurró Judy bajo la mano de Fleming.

Forcejeó para liberarse, pero él la retuvo hasta que los gritos de Andrómeda cesaron, y la máquina, sintiendo posiblemente que ya no reaccionaba, aflojó su garra y dejó que la muchacha cayera al suelo. Judy se soltó y corrió hacia ella, pero en esta ocasión no había ningún gemido, ninguna respiración, ningún signo de vida. Los ojos que contempló estaban helados y la boca aparecía retorcida y abierta.

—Creo que está muerta —dijo Judy tontamente.

—¿Qué esperabas? —Fleming se detuvo a su lado—. Ya has visto el voltaje. Ha sido porque la chica no ha conseguido librarse de mí, que la máquina la ha eliminado a ella.

—¡Pobrecita!

Fleming observó la figura acurrucada a sus pies, cubierta por el abrigo gris, y su mirada se endureció.

—La próxima vez lo hará mejor. Producirá algo completamente inmune a nuestras tentativas.

—A menos que tú descubras lo que está mal.

Judy se volvió, cogió el bloc de Fleming, que seguía sobra la consola de alimentación, y se lo ofreció.

Él se lo arranco de las manos y lo lanzó al otro extremo de la sala.

—¡Ya es demasiado tarde para eso! No hay nada que esté mal. —Señaló la acurrucada figura de la muchacha—. Esa es la única respuesta que necesito. Mañana exigirá un nuevo experimento, y al otro día, y al otro, y al otro…

Se dirigió velozmente hacia los fusibles de la señal de alarma, situados moto a las puertas dobles, cogió los alambres con ambas manos y tiró. Cedieron, pero sin romperse, de modo que Fleming apoyó un pie en la pared y tiró con más fuerza.

—¿Qué estás haciendo?

—Voy a terminar con esto. Ahora es el momento. Probablemente el único momento.

Volvió a tirar de los alambres, pero después se dio por vencido y cogió un hacha que colgaba en la pared. Judy corrió hacia él.

—¡No!

La joven cogió el brazo de Fleming, pero él la apartó de un manotazo y, con el mismo movimiento, dejó caer el hacha sobre los alambres, que se partieron. Después, dio media vuelta y contempló la sala. El panel seguía parpadeando aceleradamente, y Fleming se le acercó y lo destrozó con el hacha.

—¿Te has vuelto loco?

Judy corrió en pos de él y, cogiendo el hacha por el mango, trató de arrancársela de las manos. Fleming la rechazó.

—¡Apártate! Ya te había dicho que no intervinieras.

Ella le contempló y descubrió que apenas le reconocía: tenía el rostro cubierto de sudor, como había estado el de Andrómeda, y contraído por la ira y la determinación. Entonces comprendió lo que él había estado proyectando durante todo el tiempo.

—Siempre habías pensado hacer esto.

—Sí. Se hacía necesario.

Permaneció con el hacha en la mano, mirando dubitativamente a su alrededor, y Judy comprendió que tenía que llegar a la puerta antes que él; pero Fleming se le adelantó y apoyó la espalda en ella con la misma expresión decidida y la sombra de una triste sonrisa en la comisura de sus labios. Judy pensó con sinceridad que él se había vuelto loco. Alargó una mano en dirección al hacha y le habló como si se tratara de un niño.

—Por favor. John dámela. —Se estremeció cuando Fleming empezó a reír—. Lo prometiste.

—No he prometido nada.

Siguió sujetando con tuerza el hacha mientras con la otra mano cerraba la puerta con llave.

—Chillaré —amenazo ella.

—Inténtalo. —Se guardó la llave en un bolsillo—. Nadie te oirá.

Apartándola a un lado, se encaminó hacia el lugar donde estaba la memoria del aparato, abrió la portezuela de la unidad más próxima y golpeo en el interior. Se produjo una pequeña explosión al cesar el vacío.

—¡John!

Judy trató de detenerle cuando se encaminaba hacia la unidad siguiente.

—Sé lo que hago —dijo él, abriendo la portezuela y golpeando con el hacha. Otra pequeña explosión surgió de la cavidad—. ¿Crees que se presentará otra oportunidad? ¿Quieres empezar a chillar? Si opinas que no obro bien, hazlo.

Fleming la miró con fijeza, sereno y cuerdo, mientras buscaba la llave en el bolsillo.

—Si lo deseas, ve a buscar a tu equipo de sabuesos: esta es tu ocupación favorita. ¿O se te ha ocurrido que tal vez esté haciendo lo indicado? Es lo que Osborne quería, ¿no? Lo adecuado.

Le alargó la llave, pero por algún motivo imposible de precisar, Judy no la cogió. Él esperó un momento, luego volvió a guardarse la llave, dio media vuelta y la emprendió coa las demás unidades.

—Los centinelas lo oirán.

El saber que, después de todo, Fleming no estaba loco hizo que Judy se sintiera más ligada a él. Se mantuvo junto a la puerta, vigilando, mientras él arremetía contra el equipo, golpeando, aplastando y reduciendo el complicado mecanismo y los millones de células electrónicas a un amasijo esparcido por el suelo, por los armarios de metal y por las estanterías. Judy apenas se atrevía a mirar, pero prestaba oído atento por si le llegaba algún sonido procedente del corredor.

Nadie les interrumpió. La tormenta de nieve que azotaba el exterior, pese a que no llegaba hasta el centro del edificio, causaba ruido y disimulaba el que hacían ellos. Fleming actuó metódicamente al principio, pero era un trabajo enorme y empezó a ir cada vez más aprisa a medida que se sentía cansado, hasta que se encontró vacilante respirando con fatiga y casi cegado por la transpiración que resbalaba por su frente. Dio la vuelta a la sala hasta regresar junto a la unidad de control, en el centro, que también aplastó.

—¡Toma esto, bastardo! —le gritó casi—. ¡Y esto, y esto!

Apoyo el hacha en el suelo y se recostó en el mango para recobrar el aliento.

—¿Qué sucederá ahora? —preguntó Judy.

—Tratarán de reconstruirla, pero no sabrán cómo.

—Tienen el mensaje.

—Ha cesado.

—Tienen la copia.

—No. No lo tendrán, ni la clave, ni nada, porque está ahí dentro.

Señaló una maciza puerta de metal en la pared que quedaba detrás del pupitre de control, empuñó de nuevo el hacha y se encaminó hacia las bisagras. Descargó contra ellas golpe tras golpe pero sin conseguir nada. Judy permaneció como en trance mientras el sonido del metal contra el metal parecía llenar todo el edificio, aunque nadie lo oyese. Después de mucho rato, Fleming se dio por vencido y se recostó de nuevo en el hacha, jadeante. Ahora que la máquina ya no funcionaba, en la sala reinaba un silencio absoluto, y aquella quietud encajaba con el inmóvil cuerpo de la muchacha que yacía en el centro del piso.

—Tendremos que conseguir una llave —dijo Fleming—. ¿Dónde hay una?

—En el despacho del comandante Quadring.

—Pero eso…

Judy confirmó los temores de Fleming.

—Allí siempre hay vigilancia. Y la llave está guardada en una caja fuerte.

—Tiene que haber otra.

—No. Es la única.

Judy trató de pensar en alguna otra posibilidad, pero no había ninguna. Nadie, por lo que ella sabía, ni siquiera Geers, tenía un duplicado. Al principio, Fleming no quiso creerla, y cuando lo hizo pareció volverse loco. Levantó el hacha y atacó con furia la puerta, una y otra vez, hasta que apenas pudo mantenerse en pie; y cuando se dio por vencido y se dejó caer en lo que había sido el sillón de pupitre de control, permaneció inmóvil mucho rato, meditando y tratando de encontrar un plan.

—¿Por qué diablos no me lo habías dicho? —preguntó por fin.

—Tú no lo habías preguntado. —Judy estaba temblorosa a causa del nerviosismo y de la sensación de desastre que experimentaba y solo con un esfuerzo conseguía dominarse—. Nunca me lo preguntaste. ¿Por qué?

—Si lo hubiera hecho me lo hubieses impedido.

Judy trató de hablar con sensatez y de dominar su temblor.

—De un modo u otro la conseguiremos. Pensaré en algún sistema; será lo primero que haré mañana.

—Será demasiado tarde. —Fleming movió la cabeza y contempló la figura que yacía en el suelo—. «Todo lo que usted hace puede preverse.» Eso es lo que ella me dijo. «No hay nada que pueda ocurrírsele que no haya sido tenido en cuenta.» No podemos vencer.

—La conseguiremos por mediación de Osborne o de otra persona —dijo Judy—. Pero ahora hemos de marchamos.

Buscó el abrigo y la gorra del joven ayudante, se los puso a Fleming y le condujo fuera del edificio.