I
ARRIBADA

La luz desaparecía ya del cielo cuando ascendieron hacia Bouldershaw Fell. Judy iba sentada junto al profesor en la parte trasera del auto oficial mientras se encaramaban por el camino que conduce de la ciudad de Bouldershaw a los páramos. La muchacha atisbó esperanzada por la ventanilla, pero hasta llegar muy cerca de la cumbre no pudieron descubrir el radiotelescopio.

De repente, apareció ante ellos: tres gigantescas columnas que se unían en lo alto para formar un arco triangular, oscuro y rígido bajo el cielo que se oscurecía rápidamente. En el suelo, entre las columnas, había como un cuenco de cemento del tamaño de un estadio; y en lo alto, suspendido de la cumbre del arco, otro cuenco más pequeño, de metal, miraba hacia abajo y señalaba el suelo con una larga antena. De momento, el tamaño del conjunto no llamaba la atención; sencillamente, parecía desproporcionado respecto al paisaje. Solo cuando el auto se detuvo junto a él, empezó Judy a comprender lo enorme que era. No se parecía a nada de lo que ella hubiese visto nunca, y poseía una personalidad tan completa e intensa como una escultura.

Sin embargo, pese a su insólito aspecto, no había nada especialmente siniestro en la elevada y sombría estructura que les advirtiera acerca del extraordinario y desastroso futuro que había de surgir de ella.

Fuera ya del auto, se detuvieron un momento mientras el aire suave y perfumado les llenaba las cabezas y los pulmones, y alzaron la mirada hacia los tres gigantescos pilares, el reflector metálico que resplandecía muy por encima de sus cabezas, y el pálido cielo que había más allá. A su alrededor, unos pocos edificios bajos y pequeñas agrupaciones de antenas estaban esparcidos por el desierto páramo, y rodeados por una cerca de alambre. No se oía más ruido que el del viento que susurraba entre las estructuras metálicas, y casi les era posible oír cómo el enorme oído de cemento y de metal se esforzaba por escuchar a las estrellas.

Luego, el profesor indicó el camino hacia el edificio principal, una construcción con fachada de piedra, una entrada a medio terminar y un camino de acceso recién construido. Los operarios colocaban los marcos de las puertas y los pintaban; todo parecía muy nuevo y eficiente en la suave y oscura cumbre de la colina.

—Hay toda clase de mecanismos secundarios —dijo el profesor, con un leve y delicado movimiento de su mano—. Aquí está el centro de control más importante.

Era un hombre de sesenta y tantos años, diminuto, pulcro y agradable como un médico de cabecera.

—Es todo un bebé —dijo Judy.

—¿Bebé? El más grande que he creado. La labor de diez años.

La miró parpadeando, y sus pequeños zapatos negros ascendieron los peldaños que conducían al edificio de control.

El vestíbulo de entrada tenía un aspecto inacabado, y, al mismo tiempo, familiar: el inevitable techo de madera, el inevitable suelo de baldosas, paredes de ladrillo de color uniforme e iluminación fluorescente. Había un teléfono de pared y una fuente de agua potable; en las paredes laterales se abrían dos puertas pequeñas y frente a la entrada había puertas dobles. Y eso era todo. Procedente del otro lado de dichas puertas dobles llegaba un débil susurro. Cuando el profesor las abrió, el susurro se hizo más audible. Parecía el crepitar de la estática en un aparato de radio.

Cuando hubieron atravesado las puertas dobles, vieron a un hombre ataviado con una chaqueta oscura que se dirigía hacia ellas. Su mirada se cruzó unos instantes con la de Judy, pero cuando esta entreabrió los labios, miró hacia otro lado.

—Buenas tardes, Harries —dijo el profesor.

El cuarto en que entraron era el de control, el centro del observatorio. En el extremo más alejado, una ventana de observación ofrecía una vista de la gigantesca construcción exterior, y frente a la ventana había un macizo pupitre de metal, semejante a un órgano, lleno de hileras de botones, de lucecillas y de interruptores. Varios jóvenes trabajaban ante el pupitre, consultando de vez en cuando los dos ordenadores que ocupaban unas altas cajas de metal a ambos lados del mismo. Una de las paredes laterales estaba cubierta con ampliaciones de fotografías telescópicas de las estrellas, y la otra era una mampara de cristal, de una altura de solo dos tercios, tras de la cual se distinguían a varios jóvenes más que trabajaban con otro equipo, en un cuarto interior.

—La inauguración tendrá lugar aquí —dijo Reinhart.

—¿Dónde romperá el ministro la botella de champaña, o cortará la cinta, o lo que sea?

—En el pupitre. Apretará un botón para ponerlo en marcha.

—¿Todavía no funciona?

—Aún no. Solo hemos efectuado pruebas.

Judy permaneció junto a la puerta, observándolo todo. Pertenecía a esa clase de muchacha atractiva a la que más a menudo llaman hermosa que bonita. Con un cutis fresco, un rostro despierto e inteligente y un aire eficiente y algo desgarbado, podría haber sido una enfermera o una empleada de servicios públicos, o, sencillamente, el producto de una escuela de categoría. Tenía manos más bien grandes y profundos ojos azules. Sostenía bajo un brazo un rollo de papeles y folletos que cogió y examinó, como si le pudieran explicar lo que veía.

—Es el mayor radiotelescopio del mundo. —El profesor sonrió con satisfacción mientras examinaba el cuarto—. No es tan grande como un interferómetro, desde luego, pero a este se le puede dirigir. Se puede desplazar el foco del pequeño reflector que hay en lo alto, y por este medio se puede localizar en el cielo cualquier punto de emisión.

—Leyendo esto —dijo Judy al mismo tiempo que señalaba sus papeles—, había sacado la impresión de que hay otros radiotelescopios que operan de la misma manera.

—Los hay. Ya los había en 1960, cuando empezamos este, y de eso hace ya varios años. Pero no tienen la sensibilidad de los nuestros.

—¿Porque este es mayor?

—No solo por eso. También porque tenemos mejor equipo receptor Esto debe proporcionarnos una audición más perfecta. Todo está aquí dentro.

Señaló con un dedo pequeño y delicado la habitación que quedaba detrás del mamparo de vidrio.

—Lo único que puede obtenerse de la mayor parte de los puntos de emisión astronómica, de las radioestrellas, por ejemplo, es una señal eléctrica muy débil, y aún mezclada con toda clase de sonidos, de la atmósfera de los gases interestelares, del cielo sabe dónde… Bueno, desde luego, del cielo.

Hablaba con voz de tenor precisa, decidida; podía haber sido un médico refiriéndose a un resfriado. La sensación de triunfo, de imaginación, quedaba completamente oculta.

—¿Se podrán oír desde aquí señales no audibles con otros radiotelescopios?

—Así lo espero. Con este fin se ha construido. Sin embargo, no me pregunte cómo. Lo ha desarrollado un equipo. —Se contempló modestamente los zapatos—. Los doctores Fleming y Bridger.

—¿Bridger?

Judy alzó vivamente la cabeza.

—Fleming es el verdadero cerebro. John Fleming. —Llamó amablemente—: ¡John!

Uno de los jóvenes se separó del grupo que había ante el pupitre de control y se acercó.

—¡Hola! —dijo al profesor, e ignoró a Judy.

—Solo un momento, John. El doctor Fleming. La señorita Adamson.

El joven miró a Judy y después gritó a los que estaban en el pupitre:

—¡Bajad ese ruido!

—¿Qué es? —preguntó Judy.

El crepitar quedó reducido a un débil siseo. El joven se encogió de hombros.

—En su mayor parte, chirrido interestelar. El Universo está lleno de sustancia con carga eléctrica. Lo que captamos en una emisión eléctrica de esas cargas, que nos llega en forma de ruido.

—La música de fondo del Universo —añadió Reinhart.

—Déjese de eso, Prof —dijo el joven con una especie de amistoso desprecio—. Guárdelo para los comunicados de Prensa de Jacko.

—Jacko no volverá.

Fleming pareció ligeramente sorprendido, y Judy frunció el ceño, como si se hubiera perdido alguna información.

—¿Quién? —preguntó al profesor.

—Jackson, su predecesor. —Se volvió hacia Fleming—. La señorita Adamson es nuestro nuevo oficial de Prensa.

Fleming la miró sin entusiasmo.

—Bueno, después de uno, otro, ¿no? ¿La heredera de las esferas de Jacko?

—¿Qué es eso?

—Muy pronto lo sabrá, querida señorita.

—Le estoy enseñando los preparativos para el jueves —explicó el profesor—. La inauguración oficial. Ella cuidará de la Prensa.

Fleming tenía un rostro moreno y pensativo, menos hosco que preocupado: pero parecía cansado y pesimista. Rezongó con un marcado acento del Midland:

—¡Oh, sí, la inauguración oficial! Todas las luces de colores estarán encendidas. Las estrellas cantarán Rule Britannia en un coro celestial, y yo me habré ido a la taberna.

—Espero que estés aquí, John. —El profesor parecía ligeramente irritado—. Entretanto, tal vez quieras enseñarle esto a la señorita Adamson.

—Si tiene trabajo, no —dijo Judy con voz queda y hostil.

Fleming la miró con interés por primera vez.

—¿Qué sabe usted de todo esto?

—Todavía muy poco. —Le mostró su montón de papeles—. Tengo que confiar en estos.

Fleming se encaró cansadamente con la habitación e hizo un amplio ademán con un brazo.

—Este, señoras y caballeros, es el mayor y más moderno radiotelescopio del mundo, además del más caro. Tiene una sensibilidad de diez a quince veces superior a la de cualquier otro aparato existente, y, desde luego, es un milagro de la ciencia británica. Por no hablar de la ingeniería. Los elementos captadores —y señaló hacia la ventana— son orientables, a fin de poner seguir el rastro de un cuerpo celeste por el espacio. Ahora ya sabe tanto como yo.

—Gracias —dijo Judy con tono helado.

Miro al profesor, pero este parecía solo ligeramente embarazado.

—Siento haberte distraído, John —dijo.

—No tiene importancia. Ha sido un placer. A su disposición.

El profesor concentró su amable atención de médico de cabecera en Judy.

—Yo mismo se lo enseñaré.

—Usted quiere que el jueves funcione, ¿no es así? —preguntó Fleming—. Para el ministro.

—Sí, John. ¿Podrá ser?

—Por lo menos, lo parecerá. Y las jerarquías no notarán la diferencia. Ni los novatos.

—Me gustaría que funcionara.

—Ya.

Fleming dio media vuelta y se dirigió hacia el pupitre de control. Judy aguardó un estallido o cuando menos algún signo de enojo, por parte del profesor, pero este se limitó a asentir con la cabeza, como si confirmara un diagnóstico.

—No se puede hostigar a un muchacho como John. A veces hay que aguardar meses para que aflore una idea. Años. Pero si la idea es buena, merece la pena, y con él generalmente lo es. —Miró con ansiedad la espalda de Fleming: desgarbado, tranquilo, con cabello y ropa descuidados—. Dependemos de la juventud, ¿sabe? Él ha hecho todos los diseños de la baja temperatura, él y Bridger. Los receptores están basados en el equipo de baja temperatura, y esa no es mi especialidad. Por ahí hay alguna explicación sobre esto. —Indicó vagamente el montón de papeles que Judy sostenía—. Me parece que le hemos hecho trabajar en exceso.

Lanzó un suspiro y se la llevó para mostrarle el edificio. Le enseñó las fotografías murales del cielo nocturno, y le explicó los nombres e identidad de las grandes radioestrellas, las principales fuentes de los sonidos que nos llegan del Universo.

—Esto —explicó, señalando las fotografías—, no es una estrella, sino dos galaxias enteras colisionando; y esto, una estrella que estalla.

—¿Y esto?

—La gran nebulosa de Andrómeda. Nosotros la llamamos M31, lo mismo que a la carretera.

—¿Está en la constelación de Andrómeda?

—No. Mucho, muchísimo más lejos. Por sí sola es una galaxia completa. Bastante complicada, ¿verdad?

Ella miró la blanquecina espiral de estrellas y asintió.

—¿Obtienen señales de ahí?

—Un siseo. Como el que ha oído.

Junto a la pared había una gran esfera de plástico transparente, con una pequeña bola negra en su centro y otras blancas colocadas a su alrededor como los electrones en un modelo de átomo.

—¡Las esferas de Jacko! —El profesor guiñó un ojo—. O la chifladura de Jacko, según las llaman. Es una serie de objetos que están en órbita cerca de la Tierra. Todas esas bolas blancas representan satélites, proyectiles cohetes y cosas por el estilo. Chatarra. Ahí, en el centro, está la Tierra.

El profesor rechazó todo aquello con un ademán.

—Una especie de juguete. Jacko pensaba que interesaría a nuestros visitantes oficiales. Desde luego, hemos de estar al tanto de lo que ocurre cerca de la Tierra, pero para un aparato como este constituye una pérdida de tiempo. Sin embargo, los militares nos lo piden, y como no podemos conseguir todo el dinero que necesitamos a menos que recurramos también al presupuesto de Defensa…

Hablaba como si comentase una pillería, y disfrutaba con ello. Hizo uno de sus suaves ademanes, que abarcaban la habitación, y el enorme aparato que había fuera.

—Esto ha costado más de veinticinco millones de libras.

—¿De modo que los militares se interesan por él?

—Sí. Pero es un equipo mío, o mejor dicho, del Ministerio de Ciencias. No de su Ministerio.

—Yo, ahora, formo parte de su equipo.

—No a petición mía.

Sus modales se endurecieron, como no había hecho con Fleming cuando este se mostró descortés con él; después de todo, Fleming era uno de los suyos.

—¿Alguien más sabe para qué estoy aquí? —le preguntó Judy.

—No se lo he contado a nadie.

El profesor la acompañó a otra habitación, donde siguió hablándole de los aparatos receptores y del equipo de comunicaciones.

—Somos sencillamente un eslabón de la cadena de observatorios que hay por todo el mundo, aunque no el eslabón más débil. —Miró alrededor con una especie de placer puro, contemplando los interruptores, alambres y estanterías llenas de equipos—. Cuando empezamos a construir esto, no me sentía como un viejo, pero ahora sí. Se tiene una idea y se piensa: «Eso es lo que debemos hacer», y apenas si parece el próximo paso. Posiblemente, un paso muy corto. Luego se empieza: proyecto, investigaciones, comités, edificación, política. Una hora de la vida aquí, un mes allí. Esperemos que dé resultado. ¡Ah, ahí está Whelan! Conoce a fondo este aspecto del mecanismo.

Judy fue presentada a un joven de rostro abotargado, con acento australiano, que le retuvo la mano como si se tratara de algo que había perdido.

—¿No nos hemos visto en algún sitio?

—No lo creo.

Judy le miró cándidamente con sus ojos azules muy abiertos, pero él no se desanimó.

—Estoy seguro.

Ella vaciló y miró a su alrededor en busca de ayuda. Harries estaba al otro lado de la sala, y cuando Judy le miró él movió ligeramente la cabeza. La muchacha volvió a encararse con Whelan.

—Me parece que no recuerdo.

—Tal vez en Woomera…

El profesor volvió a llevársela al principal centro de control.

—¿Cómo ha dicho que se llamaba?

—Whelan.

Judy tomó una nota en su libreta. El grupo del pupitre de control se había deshecho. Solo había un joven sentado en el sillón de trabajo, que comprobaba los cuadrantes. El profesor la condujo hasta él.

—Hola, Harvey.

El joven alzó la cabeza y se levantó a medias de su asiento.

—Buenas noches, profesor Reinhart.

Por lo menos, era cortés. Judy contempló por la ventana la siguiente estructura metálica, el páramo desierto y el cielo, que había adquirido un tono purpúreo oscuro.

—¿Conoce los principios en que se basa esto? —le preguntó Harvey—. Cualquier emisión de radio procedente del cielo da en el reflector, que la concentra en la antena, para ser captada y registrada por ese equipo. —Señaló hacia el otro lado del mamparo de vidrio. Judy no miró, por miedo de ver a Whelan, pero Harvey, atento e inexpresivo, le estaba ya hablando de otra cosa—. Esta hilera de ordenadores calculan el azimut y la elevación de cualquier fuente hacia la que se quiera enfocar el aparato, y hace que la vaya siguiendo. Hay una conexión automática…

Por fin, Judy consiguió escabullirse hasta el vestíbulo y quedarse un momento a solas con Harries.

—Que trasladen a Whelan —dijo.

Judy había dejado su maleta en el hotel de la ciudad y ascendido la colina con una idea muy vaga acerca de lo que la esperaba. Había visitado muchas instalaciones oficiales y actuado como oficial de seguridad en una serie de ellas; desde Fylingdales hasta la Isla Christmas. Whelan, Judy lo sabía, la había conocido en una estación de proyectiles cohetes en Australia. Ella había trabajado con Harries en una misión en Malvern. Judy no se consideraba una espía, y la idea de dar informes sobre sus colegas le resultaba muy desagradable, pero el Ministerio del Interior había solicitado su colaboración, o, al menos, que alguien de la Sección de Seguridad del Ministerio de Defensa fuese trasladado al Ministerio de Ciencias. Y una orden era una orden. Con anterioridad, la gente con quien ella había trabajado siempre había sabido lo que era, y Judy había considerado que su deber era protegerlos. En esta ocasión todos eran sospechosos, y Judy debía aparecérseles como oficial de relaciones públicas a fin de poder merodear por toda la instalación y hacer preguntas sin que nadie se pusiera en guardia. Reinhart lo sabía y le desagradaba, A ella tampoco le gustaba. Pero una misión era una misión, y aquella —le habían dicho— era importante.

A Judy no le resultaba difícil desempeñar aquel papel; parecía tan sincera, tan espontánea, tan buena compañera… No tenía más que permanecer atenta, escuchar y enterarse. Eran las personas a quienes conocía las que le desasosegaban; tenían su propio mundo y sus propios valores. ¿Quién era ella para juzgarlas o contribuir a este juicio? Cuando Harries asintió con la cabeza y se alejó para hacer lo necesario, Judy le despreció tanto como a sí misma.

El profesor se marchó poco después y la dejó en manos de John Fleming.

—Tal vez puedas dejarla en el Hotel Lion cuando bajes a Bouldershaw. Se aloja allí.

Salieron hasta la puerta para ver cómo el viejo se marchaba.

—Es un encanto —dijo Judy.

Fleming lanzó un gruñido.

—Más duro que el pedernal.

Sacó una botella del bolsillo del pantalón y bebió un trago. Después se lo alargó a Judy, quien rehusó. Entonces se bebió otro sorbo. Ella le observó a la luz del porche, con la cabeza echada hacia atrás y la nuez moviéndose en su cuello a medida que tragaba. Había en él algo desesperadamente tenso; tal vez, como Reinhart había dicho, le habían exigido demasiado. Pero además había otra cosa: la sensación de que una dinamo estaba cargando permanentemente en su interior.

—¿Juega a los bolos? —Fleming parecía haber olvidado su primitiva indiferencia hacia ella Quizás se debía a la bebida—. En Bouldershaw hay una bolera. Venga a hacer un poco de deporte con nosotros.

Judy vaciló.

—¡Oh, vamos! No voy a dejarla a merced de esos astrónomos locos.

—¿No es usted astrónomo?

—¡Ni hablar! Mi verdadera especialidad son las mezclas frigoríficas y los ordenadores. No estas cosas absurdas.

Anduvieron juntos nacía el lugar donde estaba aparcado el automóvil de Fleming. Una luz roja brillaba en lo alto del telescopio, y en el oscuro cielo empezaban a aparecer las estrellas. Algunas se distinguían por entre las poderosas columnas metálicas, como si ya hubiesen sido atrapadas por el hombre. Cuando llegaron al vehículo, Fleming volvió la cabeza y miró hacia lo alto.

—Tengo una idea —dijo. Y su voz era más tranquila, muy amable y desprovista de toda agresividad—. Tengo la impresión de que en ciencias físicas hemos llegado al punto de ruptura.

Empezó a desabrochar la funda de lona de su auto, un pequeño vehículo deportivo, descubierto, y Judy se colocó al otro lado del mismo.

—Permítame que le ayude.

Él apenas pareció darse cuenta de sus palabras.

—En algún momento, en algún punto a lo largo del perímetro de nuestros conocimientos, ¡zas!, vamos a trasponer la barrera. A encontrarnos en un nuevo terreno. Y pudiera ser aquí, con este chisme. —Metió la protección de lona detrás del asiento—. «La filosofía está escrita en ese inmenso libro que permanece de continuo abierto ante nuestros ojos, es decir, el Universo.» ¿Quién escribió eso?

—¿Churchill?

—¡Churchill! —Fleming se echó a reír—. ¡Galileo! «Está escrito en lenguaje matemático.» Eso es lo que dijo Galileo. ¿Le puede servir como noticia para la Prensa?

Ella le miró: no sabía cómo tomarlo. Fleming le abrió la portezuela.

—Vamos.

La carretera descendía hacia Lancashire por un lado y hacia Yorkshire por el otro. Del lado de Yorkshire recorría un extenso valle, donde a cada pocos kilómetros se erguían altos y viejos molinos de mampostería, cercanos al río, hasta llegar a la población de Bouldershaw. Fleming conducía demasiado aprisa. Rezongó:

—Me crispan los nervios… ¡La maldita inauguración oficial! El viejo profesor está sudando bien su inclusión en la Orden del Mérito[1]. Y los del Ministerio, importunando sin cesar. Cuando en realidad todo esto no es más que material de laboratorio. Pero como es grande y cuesta un potosí, se convierte en propiedad del Gobierno. No critico al viejo. Está completamente atrapado. Ha comprometido su reputación y ha de aportar resultados.

—Bueno, ¿y no lo hará?

—No sé.

—Creía que era su equipo.

—Mío y de Dennis Bridger.

—¿Dónde está el doctor Bridger?

—Abajo, en la bolera. Confío que esperándonos con una pista alquilada. Y una botella.

—Usted ya tiene una.

—¿De qué sirve una sola? Allí no tienen bebidas.

Mientras seguían descendiendo por la tortuosa y oscura carretera. Fleming empezó a hablar a Judy cerca de Bridger y de sí mismo Ambos habían estudiada en la Universidad de Birmingham y actuado como investigadores en Cavendish. Fleming era un teórico; Bridger, un hombre práctico, un ingeniero especializado en matemáticas. Bridger era un científico de carrera, pensaba obtener lo máximo posible de sus conocimientos. Fleming era un investigador puro a quien nada le importaba, excepto los hechos. Pero ambos despreciaban el sistema académico en que se habían educado, y permanecían juntos. Reinhart les había seleccionado, varios años atrás, para trabajar en su nuevo telescopio. Como era, tal vez, el astrofísico más respetado y distinguido del mundo occidental y un director nato y descubridor de talentos le habían seguido sin vacilación, y él les había respaldado y alentado a lo largo del prolongado y tortuoso camino de la realización.

Cuando Fleming hablaba era fácil descubrir la confianza que le ligaba al viejo científico, por encima de su hosquedad. Bridger, por otra parte, estaba intranquilo y aburrido. Había hecho su trabajo. Y entre los dos, como explicó Fleming sin modestia ni orgullo, le habían dado al viejo el instrumento más fabuloso que existía en el Globo.

Fleming no hizo preguntas a Judy, y esta permaneció callada. El joven aguardó en el bar del Hotel Lion mientras ella subía a su habitación. Cuando llegaron a la bolera, Fleming resultaba ya muy difícil de manejar.

La bolera era una antigua sala de cinematógrafo, cuya estridente iluminación a base de neón contrastaba con la oscura ciudad provinciana. Su clientela no parecía proceder de aquellas tranquilas viviendas. En su mayoría, eran jóvenes. Vestían pantalones tejanos, chaquetas de cuero y camisetas con frases escritas en el tejido. Resultaba difícil imaginarles instalados en las viejas y reposadas mansiones, en los apacibles valles de Yorkshire. Sus voces, con marcado acento, quedaban ahogadas por la música y por el rumor de las bolas al rodar sobre las pistas de madera. Había media docena de pistas con diez bolos en un extremo y en el otro unas cuantas bolas, una mesita, un banco y un cuarteto de jugadores. Cuando los bolos caían derribados, un mecanismo automático volvía a ponerlos en pie y devolvía las bolas a los jugadores. Excepto en el momento de concentración que se producía al lanzar la bola, los participantes parecían desinteresados del juego y andaban de un lado para otro, charlando y bebiendo Coca-Cola directamente de las botellas. Resultaba más americano de lo que nunca había sido el cine: como si la manera de vivir americana hubiese surgido de la pantalla e impregnado a los espectadores. «Pero aquello era típico de los malditos tiempos modernos», observó Fleming.

Encontraron a Bridger, un joven delgado e irónico, aproximadamente de la misma edad que Fleming, jugando en una pista junto con una muchacha curvilínea vestida con una blusa escarlata y unos ceñidos pantalones de color amarillo brillante. Llevaba el cabello y los senos tan levantados como le era posible, iba maquillada como una bailarina clásica y se movía como una corista de Hollywood, pero cuando abría la boca, todo Yorkshire asomaba por ella. Lanzó la bola con considerable habilidad, retrocedió y se recostó en Bridger, chupándose un dedo.

—¡Uh! Me lo he despellejado.

—Esta es Grace.

Bridger parecía algo avergonzado de su compañera. Parecía prematuramente ajado y nervioso, e iba descuidadamente vestido con ropa deportiva. Estrechó con prevención la mano de Judy, y cuando esta dijo «He oído hablar de usted» le lanzó una mirada de ansiedad.

—Señorita Adamson —dijo Fleming, mientras vertía un poco de whisky en la bebida de Bridger—. La señorita Adamson es nuestra nueva oficial de relaciones públicas.

—¿Cómo te llamas? —preguntó la otra joven.

—Judy.

—¿No tienes un poco de esparadrapo?

—¡Oh! ¡Ve a pedirlo al bar! —dijo Bridger con impaciencia.

—¿También es de su equipo? —preguntó Judy a Fleming.

—Es un talento local. Asunto de Dennis. Yo no tengo tiempo.

—Lástima —comentó ella.

Pero Fleming pareció no haberla oído. Bebiendo otro trago de su botella, se dirigió con pasos inseguros hacia la pista. Bridger se encaró con ella y le habló en tono confidencial.

—¿Qué ha oído decir de mí?

—Solo que trabaja con el señor Fleming.

—Por poco tiempo ya. —Parecía ofendido. La punta de su nariz se torció como la de un conejo—. En la industria, podría ganar cinco veces más.

—¿Y eso es lo que quiere?

—Así que funcione ese chisme de la colina, me largo. —Miró a hurtadillas en dirección a Fleming, y después de nuevo a la chica—. El viejo John Fleming se quedará, buscando alguna quimera. Y antes de que encuentre algo, será viejo. Viejo y respetado, pero pobre.

—Y posiblemente feliz.

—John nunca será feliz. Piensa demasiado.

—¿Quién dices que bebe demasiado? —Fleming se les reunió y anotó el resultado de su tirada.

—Tú.

—Está bien, bebo demasiado. Amigo, en algo tiene uno que apoyarse.

—¿Qué tienen de malo las barandillas? —preguntó Bridger, torciendo la nariz.

—Mira… —Fleming se dejó caer en el banco, junto a ellos—. Se acostumbra uno a andar entre esas barandillas, y de repente se emprende otro camino y ya no están allí. Antes hablábamos de Galileo… ¿Por qué? Porque él era el Renacimiento. Él y Copérnico y Leonardo da Vinci. Eso fue cuando dijeron, ¡zas!, derribaron todas las barandillas y tuvieron que sostenerse por sí solos en medio de un Universo enorme y abierto de par en par.

Se puso en pie y cogió una pesada bola de madera. Su voz se elevó por encima de la música y de los ruidos de la bolera.

—La gente ha colocado nuevas barreras, más alejadas. ¡Pero este es otro Renacimiento! Cualquier día, cuando nadie se lo espere, cuando todos estén hablando de política, de fútbol, de dinero —se inclinó sobre Bridger—, de repente todas las barreras que conocemos caerán, ¡zas!, así…

Describió un amplio círculo con la bola que sostenía, y derribó las botellas que había en la mesita.

—¡Oh! ¡Cuidado, torpe! —Bridger se puso en pie de un salto y empezó a recoger las botellas y a enjugar con su pañuelo el líquido derramado—. Lo siento, señorita Adamson.

Fleming echó la cabeza hacia atrás y rio.

—Judy, se llama Judy.

Bridger, de rodillas, frotaba la mancha que había en la falda de Judy.

—Me parece que la ha salpicado.

—No tiene importancia.

Judy no le miraba. Contemplaba fijamente a Fleming, intrigada y absorta. Después, el encanto se rompió.

—Doctor Fleming, al teléfono, por favor.

Fleming regresó al cabo de unos minutos, sacudiendo la cabeza para despejársela Hizo levantar a Bridger del banco.

—Vamos, Dennis. Nos necesitan.

Harvey estaba solo en la habitación de control, sentado al pupitre y ajustando el tono del receptor. La ventana que había frente a él estaba oscura como la pez, y en el cuarto reinaba el silencio, exceptuado el constante y débil crepitar de sonidos procedentes del altavoz. De fuera no llegaba ningún sonido, hasta que se oyó el auto de Fleming.

Fleming y Bridger traspusieron las puertas de vaivén y se detuvieron parpadeantes, bajo la luz. Fleming miró a Harvey con ojos entornados.

—¿Qué ocurre?

—Escuche.

Harvey levantó una mano y los tres prestaron atención.

Entre el crepitar y los silbidos del altavoz, se percibía una débil nota singular, interrumpida pero siempre continuada.

—Señales Morse —dijo Bridger.

—No vienen en grupos.

Escucharon de nuevo.

—Puntos y rayas —dijo Bridger—. Solo es eso.

—¿De dónde procede? —preguntó Fleming.

—De algún punto de Andrómeda. Desplazábamos el…

—¿Cuánto hace que lo oye?

—Alrededor de una hora. Ahora es cuando se oye mejor.

—¿Puede moverse el reflector?

—Supongo que sí.

—No debemos hacerlo —dijo Bridger—. Aún no es hora de empezar las pruebas de rastreo.

Fleming le ignoró.

—¿Puede manejarse el mecanismo automático? —inquirió.

—Sí, doctor Fleming.

—Bueno, trate de localizarme esos sonidos.

—No, escucha, John…

Bridger apoyó una mano en el brazo de Fleming.

—Tal vez sea un sputnick[2], o algo así —dijo Harvey.

—¿Ha habido algún nuevo lanzamiento?

Fleming se libró de la mano de Bridger.

—Que sepamos, no.

—Alguien puede haber puesto en órbita un nuevo satélite… —empezó a decir Bridger.

Pero Fleming le interrumpió:

—Dennis… —Trató de pensar con claridad—. ¿Quieres registrar esto en cinta? Sé buen chico.

—¿No valdría más que antes hiciéramos comprobaciones?

—Comprobaremos después.

Fleming salió al vestíbulo, se inclinó sobre la fuente y se remojó el rostro. Cuando regresó, despejado, resplandeciente y mucho más sobrio encontró a Bridger instalado ya en el cuarto del equipo y a Harvey telefoneando al ingeniero mecánico. Las luces oscilaron cuando los motores eléctricos se pusieron en marcha. El reflector metálico que había en lo más alto, se desplazó silenciosa e invisiblemente, compensando con sus movimientos la rotación de la Tierra. El sonido del altavoz se hizo un poco más audible.

—¿Es lo máximo que puede conseguirse?

—Es una señal bastante débil.

—¡Hum! —Fleming abrió un cajón del pupitre de control y sacó un catálogo—. ¿Han variado algo sus coordenadas galácticas?

—Es difícil de decir. Yo no rastreaba. Pero no pueden haber variado mucho.

—¿De modo que no está en órbita?

—Aseguraría que no. —Harvey se inclinó ansiosamente sobre los cuadrantes de su pupitre—. ¿No podría tratarse de una transmisión Morse en clave reflejada en la luna?

—Eso no suena como Morse. Y la Luna no ha salido.

—O en Marte, o Venus. Espero no haberles lanzado por una pista falsa.

—¿Ha dicho Andrómeda?

Harvey asintió Fleming pasó las páginas del catálogo, leyendo y escuchando al mismo tiempo Volvió a mostrarse tranquilo y amable como lo había sido en el automóvil con Judy. Parecía un niño estudioso.

—¿Lo tiene bien localizado?

—Sí, doctor Fleming.

Fleming se acercó al buró y manipuló el intercomunicador.

—¿Lo captas Dennis?

—Sí. —La voz de Bridger le llegó débilmente—. Pero no tiene sentido.

—Tal vez mañana lo tenga. Voy a tratar de hacerme una idea de la distancia.

Fleming volvió a desplazar la clavija y, con el libro en la mano, se acercó a los mapas astronómicos que había en la pared del fondo.

Trabajaron durante un rato. En la habitación no se oían más ruidos que los procedentes del espacio. Fleming comprobaba la fuente de origen y Harvey la tenía enfocada con el grande y silencioso telescopio exterior.

—¿Qué opina? —preguntó Harvey por fin.

—Creo que viene desde muy lejos.

Después de aquellas palabras se limitaron a trabajar y a escuchar, mientras la señal proseguía sonando incesantemente.