VIII
AGONÍA

Judy se mantenía tan alejada de Fleming como podía, y cuando le veía solía ser junto con Christine. Todo había cambiado desde la muerte de Bridger; incluso la prematura llegada de tiempo primaveral terminó pronto, dejando una luz grisácea y sombría sobre el establecimiento y sobre sí misma. Con pena acrecentada, Judy comprendió que Christine ocuparía probablemente no solo su sitio, sino también el de Dennis Bridger en la vida de Fleming, trabajando y pensando con él como ella nunca había sido capaz de conseguir. Al principio creyó que no podría soportarlo y, pasando por encima de Geers, escribió directamente a Whitehall suplicando que la relevaran de su puesto. El único resultado fue otro sermón de Geers.

—Su trabajo aquí no ha hecho más que empezar, señorita Adamson.

—¡Pero el asunto Bridger ha terminado!

—Bridger tal vez, pero el asunto, no. —Parecía no darse cuenta de la angustia de la joven—. Intel ha averiguado lo suficiente para que se le despierte el apetito, y ahora que han perdido a Bridger, buscarán a otra persona, tal vez a uno de sus amigos.

—¿Cree que el doctor Fleming sería capaz de venderse? —preguntó ella burlonamente.

—Cualquiera puede hacerlo, si se lo permitimos.

En realidad, fue Fleming y no Judy quien dio parte de la primera tentativa de Intel.

Christine, Dawnay y él habían encontrado el sistema de aplicar los electrodos de un encefalógrafo en lo que parecía ser la cabeza de Cíclope, y Christine había ayudado a Fleming a unirlos mediante un cable con los terminales de alta tensión de la computadora. Colocaron un transformador bajo el panel de control y lo intercalaron en el circuito, de modo que la corriente que llegara a Cíclope tuviera solo la tensión de una pila seca. A pesar de eso, el efecto fue alarmante. Cuando se estableció conexión por primera vez, la criatura se quedó completamente rígida y las bombillas del papel de control parpadearon con furia. Sin embargo, al poco rato, tanto la criatura como la máquina parecieron adaptarse; la computadora siguió funcionando con regularidad, aunque sin emitir ningún resultado, y Cíclope flotó tranquilamente en su tanque, atisbando con su único ojo por la mirilla.

Todo este proceso había requerido varios días, y Christine fue dejada de vigilancia, con instrucciones de avisar a Dawnay y Fleming si ocurría alguna novedad. Dawnay se concedió un descanso bien merecido, pero Fleming visitaba el edificio de la computadora muy a menudo, para comprobar lo que ocurría y para ver a Christine. A medida que pasaban los días, encontró a la muchacha cada vez más nerviosa, y al cabo de una semana estaba tan excitada que Fleming no pudo dejar de hacer un comentario al respecto.

—Oye, sabía que todo este asunto me tenía mortalmente asustado, pero ignoraba que a ti también.

—A mí no me asusta —contestó ella—. Estaban en la sala de control, observando como las bombillas parpadeaban continuamente en el panel—. Pero me causa una extraña sensación.

—¿Qué?

—Ese asunto de los terminales, y… —vaciló y miró nerviosamente hacia la otra sala—. Cuando estoy ahí dentro, noto que ese ojo me observa sin cesar.

—Nos observa a todos.

—No. A mí de manera especial.

Fleming sonrió.

—No se lo reprocho. Yo también te miro.

—Creía que estabas demasiado ocupado.

—Lo estoy. —Levantó a medias una mano, para tocarla, pero después cambió de idea y se encaminó hacia la puerta—. Cuídate mucho.

Descendió hasta la playa por el sendero del acantilado, donde podía pensar con tranquilidad y a solas. Era una tarde gris y vacía, la marea estaba baja y la arena se extendía como opaca arcilla gris entre los promontorios de granito. Paseó hasta el borde del agua, con la cabeza gacha y las manos en los bolsillos, tratando de adivinar lo que ocurriría en el interior de la computadora. Regresó hacia las rocas, demasiado ensimismado en sus pensamientos para observar a un hombre calvo, rechoncho, que fumaba un pequeño cigarro sentado en un peñasco.

—Un momento, caballero, por favor.

La voz gutural cogió a Fleming por sorpresa.

—¿Quién es usted?

El hombre calvo sacó una cartera del bolsillo inferior de su americana, y se la alargó.

—No sé leer —dijo Fleming.

El hombre calvo sonrió.

—Sin embargo, usted es el doctor Fleming.

—¿Y usted?

—Mi nombre no le diría nada.

El hombre calvo jadeaba ligeramente.

—¿Cómo ha llegado hasta aquí?

—Por la playa. Durante la marea baja es posible hacerlo, pero hay que apresurarse. —Sacó una pitillera de plata—. ¿Quiere fumar?

Fleming ignoró la invitación.

—¿Qué quiere usted?

—He venido a dar un paseo. —Se encogió de hombros y se guardó la pitillera en el bolsillo. Parecía recobrar el aliento—. Usted también viene a menudo por aquí.

—Esta es una propiedad particular.

—La playa, no. En este país libre, la playa es… —Volvió a encogerse de hombros—. Me llamo Kaufmann. ¿Ha oído hablar de mí?

—No.

—Su amigo, Herr Doktor Bridger…

—¡Mi amigo Bridger ha muerto!

—Lo sé. Lo he oído decir. —Kaufmann inspiró el humo de su pequeño cigarro—. Muy triste.

—¿Conocía a Dennis Bridger? —preguntó Fleming, perplejo y receloso.

—¡Oh, sí! Durante algún tiempo estuvimos asociados.

—¿Trabaja usted para…?

La luz se hizo en el cerebro de Fleming, quien trató de recordar el nombre.

—¿Para Intel? Sí.

Kaufmann sonrió a Fleming y lanzó una bocanada de humo. El joven sacó las manos de sus bolsillos.

—Lárguese.

—¿Decía usted…?

—Si no ha salido de esta propiedad en cinco minutos, llamaré a los guardias.

—No, por favor. —Kaufmann se mostró dolido—. ¡Ha sido una casualidad tan agradable el conocerle!

—¿También fue agradable para Bridger?

—Nadie lo sintió más que yo. Nos era también muy útil.

—Y ahora está muy muerto. —Fleming consultó su reloj de pulsera—. Necesitaré cinco minutos para subir a lo alto del acantilado. Cuando llegue arriba, llamaré a los guardias.

Se volvió para marcharse, pero Kaufmann lo llamó.

—¡Doctor Fleming! Tiene usted medios mucho más lucrativos de emplear los próximos cinco minutos. No le sugiero que haga nada reprobable.

—Qué estupendo, ¿verdad? —dijo Fleming, sin acercarse.

—Se nos había ocurrido que tal vez le gustase dejar el servicio del Gobierno y venir a trabajar con nosotros. Tengo entendido que no es usted demasiado feliz aquí.

—Dejemos las cosas tal como están, ¿eh, Herr amigo? —Fleming retrocedió y se quedó mirando al otro—. Tal vez no me guste el Gobierno, quizá no sea feliz. Pero incluso aunque le odiase y estuviera a la última pregunta, y no hubiera en el mundo nadie más a quien recurrir, preferiría morirme a unirme con ustedes.

Después dio media vuelta y se encaramó por el sendero del acantilado, sin mirar atrás.

Fue directamente al despacho de Geers y encontró al director dictando informes en un magnetófono.

—¿Qué le ha dicho usted? —preguntó Geers cuando Fleming hubo terminado de hablar.

—¡No se preocupe! —Una expresión de desagrado se dibujó en el rostro de Fleming—. Ya es bastante malo haberlo puesto en manos de criaturas y de inconscientes, sin darlo como alimento a los tiburones.

Dejó el despacho preguntándose por qué se había molestado en ir; pero de hecho, fue uno de los pocos actos que le favorecieron durante los meses siguientes.

Se colocaron patrullas en la playa, se tendieron barreras de alambre de espino en los acantilados, los hombres de Quadring efectuaron un registro minucioso por el distrito, y durante mucho tiempo no volvió a oírse hablar de Intel. El experimento en el edificio de la computadora prosiguió sin ningún resultado práctico hasta que Dawnay regresó de sus vacaciones. Y luego, una mañana, la computadora empezó de repente a facilitar información. Fleming se encerró en su chalet con el texto impreso, y después de unas cien horas de trabajo telefoneó a Reinhart.

Por lo que podía deducir, la computadora hacía una serie de preguntas completamente nuevas, todas relativas al aspecto, dimensiones y funciones del cuerpo. Como decía Fleming, era posible reducir cualquier forma física a términos matemáticos, y en apariencia esto era lo que solicitaba la computadora.

—Por ejemplo —explicó Fleming a Reinhart y Dawnay cuando se sentaron a estudiar el asunto—, quiere saber cosas acerca del oído. Aquí hay una serie de fórmulas sobre las frecuencias audibles, y es evidente que nos pregunta cómo producimos sonidos y cómo los oímos.

—¿Cómo puede estar enterada de que hablamos? —inquirió Dawnay.

—Porque su criatura puede vernos utilizando nuestras bocas para comunicarnos y nuestros oídos para escuchar. Todas estas preguntas tienen como origen las observaciones de su pequeño monstruo. Es probable que pueda sentir las vibraciones de la voz, y ahora que está conectado con la máquina puede transmitirle sus observaciones.

—Esta es una suposición suya.

—¿Qué otra explicación puede dársele a eso?

—No veo cómo podemos analizar toda la estructura humana —dijo Reinhart.

—No hace falta que lo hagamos. La máquina sigue haciendo suposiciones inteligentes, y lo único necesario es que volvamos a facilitarle las que son correctas. Es el viejo juego. Aunque no sé por qué no ha encontrado a estas alturas algún sistema más rápido. Estoy seguro de que es capaz de hacerlo. Tal vez Cíclope no ha dado el rendimiento que se esperaba.

—¿Quieres probarlo? —preguntó Reinhart a Dawnay.

—Probaré cualquier cosa —repuso ella.

De modo que la siguiente etapa del proyecto siguió adelante, mientras Christine permanecía con la computadora, efectuando lecturas e introduciendo de nuevo los resultados. Parecía siempre en un estado de tensión nerviosa, pero no decía nada.

—¿Quieres dedicarte a alguna otra tarea? —le preguntó Fleming una noche, cuando se quedaron solos en el edificio de la computadora.

—No. Esto me fascina.

Fleming contempló su rostro pensativo y hermoso. Ya no flirteaba con ella, como solía hacer antes de que le interesara, cuando ella no era más que una muchacha en el laboratorio. Metiéndose las manos en los bolsillos, dio media vuelta y abandonó el edificio. Cuando Fleming se hubo marchado, Christine atravesó el cuarto de control y entró en el laboratorio. Necesitó un esfuerzo para penetrar en la sala donde estaba el tanque, y permaneció un momento inmóvil en el umbral, con el rostro en tensión, como haciendo acopio de fuerza. No había ningún sonido, excepto el monótono ronroneo de la computadora, pero cuando la muchacha llegó al alcance de la mirilla abierta en un costado del tanque, la criatura empezó a agitarse, a golpear las paredes y a derramar líquido por la parte superior.

—Tranquilo —dijo Christine en voz alta—. Tranquilo.

Se inclinó mecánicamente y atisbó por la mirilla. El ojo le devolvió la mirada con fijeza, pero la criatura estaba cada vez más agitada y todo su cuerpo tenía un temblor gelatinoso. Christine se pasó una mano por la frente; al inclinarse se había sentido algo mareada, pero el ojo la fascinaba con fuerza hipnótica. Permaneció así durante un largo minuto, y después otro, cada vez más incapaz de pensar. Lentamente, como por propia voluntad, su mano derecha se aproximó al borde superior del tanque y sus dedos buscaron el alambre que iba desde Cíclope hasta la computadora. Lo tocaron y se estremecieron cuando la ligera corriente los atravesó.

En el momento en que rozó el alambre, la criatura se tranquilizó Seguía mirándola con fijeza, pero ya no se movía. En el edificio reinaba un silencio completo exceptuado el zumbido de la máquina. Christine se enderezó lentamente, como en trance sin soltar el alambre. Sus dedos resbalaron por el mismo hasta que tocaron la funda del cable, y entonces se cerraron sobre él. El cable solo estaba sujeto de manera precaria: iba del tanque a la pared del laboratorio, y seguía a lo largo de esta, sujeto con pedazos de espadrapo atados a clavos situados a inténtalos de unos pocos metros. A medida que su mano se desplazaba a lo largo del cable, Christine anduvo rígidamente hasta la pared y después junto a ella hasta la puerta de la sala de la computadora. Tenía los ojos abiertos, pero fijos y sin visión. El cable desaparecía en un agujero hecho en el marco de madera de la puerta, y Christine pareció desorientada cuando no pudo seguirlo más. Después levantó la otra mano y cogió otra vez el cable al otro lado de la puerta.

Su brazo derecho cayó a lo largo del cuerpo, y siguió avanzando por la otra sala, sujetando el cable con la izquierda. Caminaba lentamente junto a la pared, hasta que llegó al final de las estanterías con el equipo de control, respirando de una manera profunda y fatigosa, como si soñara y tuviese una pesadilla. Bajo el panel de control, el cable se metía en el transformador. Las luces del panel relampagueaban con firmeza, en una especie de ritmo hipnótico, y los ojos de la muchacha se fijaron en ellas como se habían fijado en el ojo de la criatura. Permaneció un momento frente al panel, como si hubiese terminado ya sus movimientos; luego, con lentitud, su mano izquierda soltó el cable. Su mano derecha volvió a alzarse y con los dedos de ambas cogió los cables de alta tensión que iban desde el transformador hasta los terminales situados junto a su cabeza. Esos cables estaban aislados hasta un punto muy próximo a los terminales, donde quedaban al desnudo y se unían a los mismos. Las manos de Christine fueron ascendiendo lentamente, centímetro a centímetro.

Tenía el rostro pálido y tenso, y empezó a vacilar como había hecho el día en que Fleming la hizo colocar entre los terminales. Se asía con fuerza a los cables y sus dedos iban ascendiendo con lentitud. Después tocó los alambres desnudos.

Todo ocurrió muy aprisa. Su cuerpo se retorció cuando lo atravesó la corriente de alta tensión. Empezó a gritar, le fallaron las piernas, su cabeza cayó hacia atrás y quedó colgada de las manos, como crucificada. Las bombillas del panel de control relampaguearon febrilmente, iluminando el rostro contraído de la muchacha, y de la otra habitación llegó el sonido de unos golpes fuertes e insistentes.

Eso duró unos diez segundos. Luego, el chillido se quebró, se produjo un estampido en el panel de fusibles situado encima de ella, las luces se apagaron, los dedos de la muchacha soltaron el alambre desnudo, y Christine cayó pesadamente en el suelo, donde quedó hecha un ovillo. Por un momento reinó el silencio. La criatura cesó de agitarse y el zumbido de la computadora se interrumpió, como cortado por un cuchillo. Sonó el timbre de alarma.

La primera persona que llegó fue Judy, quien pasaba junto al edificio cuando sonó la alarma. Abriendo la puerta, corrió velozmente por el pasillo y penetró en la habitación de control. Al principio, no pudo ver nada. Las luces fluorescentes del techo seguían encendidas, pero el pupitre de control ocultaba lo que había en el suelo, frente al panel. Después vio el cuerpo de Christine y corrió a arrodillarse junto al mismo.

—¡Christine!

Dio vuelta al cuerpo hasta dejarlo boca arriba. El rostro de Christine la miró sin verla y sus manos cayeron fláccidamente Estaban negras y quemadas hasta el hueso. Judy auscultó el corazón de la muchacha, pero no oyó nada.

«¡Oh Dios mío! —pensó—. ¿Por qué he de enfrentarme siempre con la muerte?»

Reinhart estaba en Londres cuando le llegó la noticia. Al comunicársela a Osborne, obtuvo una reacción distinta de la que había esperado; Osborne quedó preocupado pero también lo estaba por muchas otras cosas y solo consideró a esta como una más entre todas. Reinhart quedó afligido y al mismo tiempo intrigado: no solo Osborne sino todos los que encontraba en sus idas y venidas por los despachos de Whitehall, parecían tener en sus mentes algún asunto secreto y muy grave. El profesor pensó en ir a Bouldershaw Fell, donde no había estado desde hacía mucho tiempo, para tratar de huir de aquella sensación opresiva que le rodeaba, pero en seguida descubrió que el radiotelescopio había sido colocado bajo control militar, y dependía en exclusiva del Ministerio de Defensa. Esto había ocurrido mientras él estaba en Thorness. Le indignó no haber sido consultado, y fue a ver a Osborne, pero este tenía demasiado trabajo para recibir visitas.

Al cabo de pocos días llegaron los informes de la autopsia de Christine. Por lo menos, el profesor pudo ahorrarse la penosa tarea de comunicar la muerte a los familiares de la muchacha, porque sus padres habían fallecido ya, y no tenía más parientes en el país. Fleming le envió una carta breve y amarga, en la que le decía que la computadora no había sufrido ningún daño serio, y que tenía una teoría sobre la muerte de Christine. Después llego una carta más extensa explicándole que el circuito fundido haba sido reparado y que la computadora trabajaba a pleno rendimiento transfiriendo a su memoria una cantidad fantástica de información aunque Fleming no explicaba de que información se trataba. Dawnay le telefoneó un par de días después para decirle que la computadora había empezado a facilitar datos. De la unidad de resultados surgía una cantidad enorme de cifras, y por lo que Fleming y ella pedían deducir, en esta ocasión no se trataba de preguntas, sino de información.

—Se trata de un gran número de fórmulas para efectuar una biosíntesis —dijo—. Fleming cree que solicita un nuevo experimento, y a mí me parece que tiene razón.

—¿Más monstruos? —preguntó Reinhart.

—Posiblemente. Pero esta vez es mucho más complicado. Será un trabajo inmenso. Necesitaremos mucho material más y me temo que también más dinero.

El profesor hizo otra tentativa para ver a Osborne, y con gran sorpresa suya fue convocado por el ministro de Defensa.

Cuando Reinhart llegó, Osborne esperaba en el despacho de Vandenberg. Este y Geers también estaban presentes: parecían llevar ya un buen rato hablando. La cartera de Geers estaba abierta en la mesa, y de ella habían salido una serie de documentos. El ambiente tenso y hostil que reinaba en el despacho puso en guardia al profesor.

—Siéntese —dijo Vandenberg, automáticamente, sin sonreír—. Se produjo una pausa incómoda, durante la cual todo el mundo esperó a que algún otro hablara, y luego añadió—: He oído decir que han liquidado a otra persona.

—Fue un accidente —dijo Reinhart.

—Claro, claro. Dos accidentes.

—El Gabinete ha recibido los resultados de la investigación —dijo Osborne, con la mirada fija en el suelo.

Geers carraspeó nerviosamente y empezó a reunir los documentos.

—¿Sí?

Reinhart miró al general y esperó.

—Lo siento, profesor —dijo Vandenberg.

—¿Por qué?

Osborne le miró por primera vez.

—Hemos tenido que aceptar un cambio de control, un reforzamiento general de todas las medidas de seguridad.

—¿Por qué?

—La gente empieza a hacer preguntas. Pronto se sabrá que han conseguido esa criatura viviente con la que experimentan.

—¿Se refiere a Cíclope? No es un animal. Solo es una serie de moléculas que hemos conseguido reunir.

—Esta explicación no satisfará al público.

—No podemos interrumpirnos en mitad de… —Reinhart miró sucesivamente a sus interlocutores, tratando de adivinar lo que pensaban en realidad—. Dawnay y Fleming acaban de empezar una nueva fase del experimento.

—Lo sabemos —dijo Geers, señalando los papeles que guardaba en su cartera.

—¿Entonces?

—Lo siento —volvió a decir Vandenberg—. Aquí termina su camino.

—No le entiendo.

Osborne se movió inquieto en su silla.

—He hecho cuanto he podido. Todos hemos luchado con el máximo interés.

—¿Luchado contra quién?

—El Gabinete se muestra muy firme. —Osborne parecía ansioso de evitar detalles—. Hemos perdido nuestro caso, Ernest. La lucha se ha realizado y perdido muy por encima de nuestras esferas.

—Y ahora —añadió Vandenberg—, acaban de producir una nueva víctima.

—¡Esto es solo un pretexto! —Reinhart se puso en pie y se enfrentó con el otro hombre por encima de la mesa—. Quieren eliminarnos porque ambicionan el equipo. Aprovechan cualquier excusa…

Vandenberg suspiró.

—Así es como están las cosas. No espero que usted comprenda nuestro punto de vista.

—Usted no facilita el asunto.

Geers cerró su cartera y dirigió una sonrisita al profesor.

—La verdad es, Reinhart, que quieren que vuelva a Bouldershaw Fell.

Reinhart le miró con desagrado.

—¿Bouldershaw Fell? Ni siquiera me dejan entrar allí.

Geers miró interrogadoramente al general, quien con la cabeza le hizo signo de que prosiguiera.

—El Gabinete nos ha confiado un secreto —dijo con aire de importancia.

—Se trata de un alto secreto, entiéndalo bien —añadió Vandenberg.

—Entonces, tal vez será mejor que no me lo digan.

Reinhart permaneció muy rígido, como una bestezuela acorralada.

—Tiene usted que saberlo —dijo Geers—. Es cosa que le concierne. El Gobierno ha lanzado una llamada de socorro, un SOS. Quiere que todos ustedes trabajen para la Defensa.

—¿Sin considerar lo que estamos haciendo?

—Es una decisión del Gabinete. —Osborne habló con la mirada fija en la alfombra—. Hemos hecho el máximo de concesiones posible.

Vandenberg se puso en pie y se acercó a un mapa mural.

—Las potencias occidentales están muy preocupadas —también él evitaba mirar a Reinhart—. A causa de unas señales que hemos estado captando.

—¿Qué señales?

—En especial por medio de su radiotelescopio. Es el único que tenemos con una sensibilidad suficiente. Nos da indicios de muchos vehículos orbitales.

—¿Terrestres? —Reinhart examinó las trayectorias trazadas en el mapa—. ¿Es este el motivo de su preocupación?

—Sí. Alguien, en el otro extremo del Globo, los lanza a toda prisa, pero quedan fuera del alcance de nuestro sistema de detección. La Agencia del Espacio de las Naciones Unidas no sabe nada de ellos, como tampoco la Alianza Occidental.

Geers terminó la explicación.

—De modo que quieren que ustedes se ocupen de esto.

—Pero esta no es mi especialidad. —Reinhart permaneció plantado firmemente delante de la mesa. Soy astrónomo.

—¿Qué hace ahora en su especialidad? —preguntó Vandenberg.

—Es una variación de la misma; procede de una fuente astronómica.

De momento, nadie le contestó.

—Bueno, eso es lo que desea el Gabinete —dijo Osborne por fin.

—¿Y el trabajo de Thorness?

Vandenberg se le encaró.

—Su equipo, lo que queda de él, estará a las órdenes del doctor Geers.

—¡Geers!

—Soy el director del establecimiento.

—Pero usted no sabe ni una palabra… —Reinhart se contuvo.

—Soy un físico —dijo Geers—. Por lo menos, lo era. Y espero ponerme al corriente con rapidez.

Reinhart le miró despectivamente.

—Siempre ha deseado esto, ¿no es cierto?

—¡La decisión no ha sido mía! —exclamó Geers colérico.

—¡Caballeros! —observó Osborne con tono de reproche.

Vandenberg regresó a su sillón en el que se sentó pesadamente.

—No convirtamos esto en un problema personal.

—¿Y el trabajo de Dawnay y de Fleming? —preguntó Reinhart.

—No serán molestados —dijo Geers—. Necesitaremos parte del tiempo de la computadora, pero ya nos las arreglaremos…

—Eliminándome a mí.

—No se trata de prescindir de usted, Ernest —dijo Osborne—. Podrá cerciorarse de ello cuando lea la próxima lista de la Orden del Mérito.

—¡Oh, al diablo la Orden del Mérito! —Las uñas de Reinhart se clavaron en las palmas de sus manos—. Lo que Dawnay y Fleming están realizando es el trabajo de investigación más importante que nunca se haya efectuado en este país. Es lo único que me preocupa.

Geers le miró impasiblemente.

—Haremos por ellos cuanto nos sea posible, siempre que se porten bien.

—Van a producirse algunos cambios aquí, señorita Adamson.

Judy estaba en el despacho de Geers, frente al doctor Hunter, superintendente médico del establecimiento. Era un hombre corpulento, con aspecto más militar que sanitario.

—La profesora Dawnay va a iniciar un nuevo experimento, pero no bajo la dirección del profesor Reinhart. Reinhart ya no tiene nada que ver con esto.

—Entonces, ¿quién…?

Judy dejó la pregunta en el aire. Le desagradaba el doctor y no quería iniciar una disputa.

—Yo seré el responsable.

—¿Usted?

Posiblemente, Hunter estaba acostumbrado a aquella clase de insultos; el caso es que solo produjo una pequeña contracción en su rostro ancho y poco expresivo.

—Desde luego, no soy más que un humilde médico. La autoridad suprema estará en manos del doctor Geers.

—¿Y si la profesora Dawnay objeta?

—No lo hará. A ella no le interesa la organización administrativa de esto. Lo que debemos hacer es facilitarle su trabajo. El doctor Geers tendrá el mando supremo de la computadora y yo le ayudaré en lo que respecta a los experimentos biológicos. En cuanto a usted… —Cogió un papel de la mesa del director—. Usted estaba adscrita al Ministerio de Ciencias. Bueno, olvídese de ello. Vuelve a trabajar con nosotros. La necesitaré para que, por lo que a nosotros respecta, no se produzcan fallos.

—¿En el programa de la profesora Dawnay?

—Sí. Creo que vamos a conseguir una nueva forma de vida.

—¿Una nueva forma de vida?

—Se ha quedado sin aliento, ¿verdad?

—¿Qué clase de forma?

—Aún no lo sabemos, pero cuando así sea nos lo tendremos que guardar para nosotros, ¿no es cierto? —Le dirigió una sonrisa de cómplice—. Tenemos el privilegio de ser testigos de un gran acontecimiento.

—¿Y el doctor Fleming? —preguntó Judy con la mirada fija ante sí.

—También continúa, a petición del Ministerio de Ciencias; pero en realidad no creo que quede gran cosa que él pueda hacer.

Fleming y Dawnay recibieron la noticia del cese de Reinhart casi sin comentarios. Dawnay estaba completamente embebida en lo que hacía y Fleming se mostraba huraño y retraído. La única persona con quien hubiese podido hablar era Judy, y la evitaba. Aunque él y Dawnay trabajaban conjuntamente, seguían desconfiando el uno del otro y nunca hablaban libremente de algo que no fuese el experimento. E incluso en eso, Fleming tuvo dificultad para convencerla sobre cualquier teoría básica.

—Supongo —dijo Dawnay mientras estaban junto a la unidad de resultados, comprobando cifras que la máquina acababa de imprimir—, supongo que todo esto es la información que Cíclope ha estado facilitando.

—Una parte. Más lo que la máquina aprendió de Christine cuando la tuvo en sus garras.

—¿Qué pudo aprender?

—¿Recuerda que dije que había de haber un sistema más rápido para obtener información acerca de nosotros?

—Recuerdo su impaciencia.

—No era yo el único impaciente. En esos pocos segundos que precedieron a la rotura de los fusibles, supongo que la máquina obtuvo más datos fisiológicos de los que se le hubiesen podido suministrar en toda una vida.

Dawnay lanzó uno de sus secos resoplidos y dejó que Fleming se ensimismara en sus pensamientos. Este cogió un pedazo de cable aislado y se dirigió a la unidad de control, donde se detuvo ante el panel de luces parpadeantes, sujetando pensativamente con cada mano uno de los desnudos extremos del cable. Alzando los brazos hasta uno de los terminales, conectó en él uno de los extremos del alambre, y luego, sujetándolo por su parte aislante, acercó lentamente el otro extremo hacia el terminal opuesto.

—¿Qué trata de hacer? —Dawnay se le acercó rápidamente—. Provocará un cortocircuito.

—No lo creo —dijo Fleming. Tocó el terminal con el extremo desnudo del cable—. Fíjese.

Solo se produjeron unas débiles chispitas cuando las dos superficies de metal se encontraron.

Fleming dejó caer el alambre y se inmovilizó durante unos cuantos segundos, pensando. Luego acercó, lentamente sus manos a los terminales, como Christine había hecho.

Dawnay se adelantó para detenerlo.

—¡Por amor del cielo!

—No se preocupe.

Fleming tocó simultáneamente los dos terminales, y nada ocurrió. Permaneció allí, con los brazos abiertos, asido a las placas metálicas, mientras Dawnay le observaba con una mezcla de escepticismo y miedo.

—¿Una muerte no es suficiente para usted?

—Para la computadora, sí. —Fleming bajó los brazos—. Ha aprendido. Desconocía el efecto de los voltajes elevados en el tejido orgánico hasta que vio lo que le sucedía a Christine. La máquina ignoraba también que con ello se dañaría a sí misma. Pero ahora que lo sabe, toma precauciones. Si trata usted de producir un cortocircuito entre esos electrodos, la computadora reduce el voltaje. Pruébelo.

—No, gracias. Ya tengo suficiente con sus extrañas ideas.

Fleming la miró con dureza.

—No se enfrenta usted tan solo con una máquina sencilla, ¿sabe? Se trata de un cerebro, y de uno condenadamente bueno.

Al no contestarle Dawnay, Fleming salió de la habitación.

Pese a las imposiciones del trabajo para la defensa, Geers encontró tiempo y medios para ayudar a Dawnay. Era de esos hombres que se agigantan por la actividad; tener una serie de funciones bajo su dominio satisfacía lo más profundo de su vanidad y tal vez sustituía la del genio creativo de que se veía privado. Consiguió aún más equipo y toda clase de facilidades para Dawnay, e informaba de sus progresos con orgullo creciente. Quería conseguir más éxitos que Reinhart.

Se añadió un nuevo laboratorio al edificio de la computadora, para albergar un sintetizador gigantesco e inmensamente complicado, y durante las semanas siguientes, equipos cristalográficos de rayos X, de nuevo diseño y unidades de síntesis química fueron instalados para fabricar fosfatos de ribosina, adenina, timina, citosina, tirosina y otros ingredientes necesarios para constituir moléculas sintéticas, las fuentes de la vida. En pocos meses tenían en construcción una espira artificial de unos cinco billones de letras de código nucléicas, y hacia finales de año habían terminado una unidad genética de cincuenta cromosomas, similar, aunque algo más amplia que las necesidades genéticas del hombre.

A principios de febrero, Dawnay comunicó la terminación de un embrión viviente, en apariencia humano.

Hunter corrió hasta el laboratorio, deseoso de verlo. Pasó junto a Fleming cuando atravesó la sala de la computadora, pero no le dijo nada; Fleming se había limitado a realizar su parte del experimento, según había prometido, y no había tratado de ayudar en la biosíntesis. En el laboratorio, Hunter encontró a Dawnay inclinada sobre una pequeña incubadora, rodeada de equipo y de una serie de ayudantes.

—¿Vive?

—Sí.

Dawnay se enderezó y se le quedó mirando.

—¿Cómo es?

—Es un bebé.

—¿Un bebé humano?

—Yo diría que sí, aunque dudo que Fleming estuviese de acuerdo. —Sonrió satisfecha—. Y es una hembra.

—Apenas puedo creer… —Hunter dirigió su mirada hacia la incubadora—. ¿Puedo verla?

—No hay gran cosa que ver; solo un pequeño bulto completamente cubierto.

Bajo la tapa de plástico, había algo que podía haber sido humano, pero su cuerpo estaba estrechamente envuelto en una manta y su rostro oculto por la máscara. Un tubo de caucho desaparecía en el interior de la manta.

—¿Respira?

—Con ayuda. Pulso y respiración normales. Peso, 3250 gramos. Cuando vine aquí por primera vez, me hubiese sido imposible creer… —Se interrumpió, dominada repentinamente por la emoción. Cuando prosiguió, habló con voz más suave—. Toda la alquimia de la fabricación de oro convertida en realidad. De fabricación de vida. —Tocó el tubo de goma y recuperó su habitual tono huraño—. La alimentamos intravenosamente. Es probable que carezca del instinto que hace que los niños chupen. Habrá que enseñárselo.

—Nos ha proporcionado usted un gran trabajo —dijo Hunter, que distaba de mostrarse impasible, pero que ya se preocupaba por las responsabilidades formales.

—Les he proporcionado vida humana, creada por seres humanos. La Naturaleza necesitó dos mil millones de años para llegar a un resultado así: nosotros hemos empleado catorce meses.

Hunter recuperó sus modales oficiales.

—Permítame que sea el primero en felicitarla.

—Habla usted como si se tratara de un nacimiento normal —dijo Dawnay consiguiendo resoplar y sonreír al mismo tiempo.

La diminuta criatura de la incubadora pareció prosperar con su alimentación intravenosa. Crecía aproximadamente media pulgada diaria y era evidente que no conocería la infancia corriente de un ser humano. Geers informó al director general de Investigación del Ministerio de Defensa que, a aquel ritmo, alcanzaría la estatura de un adulto en tres o cuatro meses.

La reacción oficial ante el acontecimiento fue una mezcla de orgullo y de misterio. El director general solicitó un informe completo y lo clasificó en la categoría de «secreto de Estado». Lo pasó al ministro de Defensa, quien lo comunicó resumido al Primer Ministro sorprendido y atónito. El Gabinete fue informado en términos estrictamente confidenciales, y Ratcliff regresó a su despacho del Ministerio de Ciencias preocupado e indeciso sobre lo que debía hacer. Después de meditarlo durante mucho rato, habló con Osborne, quien escribió a Fleming en solicitud de un informe independiente.

Fleming contestó con una palabra: «¡Mátenlo!».

A su debido tiempo, fue convocado en el despacho de Geers, donde se le pidió que se explicara.

—No acabo de ver —dijo Geers, con los ojos entornados tras de sus gafas— qué relación puede tener esto con usted.

Fleming pegó un puñetazo en la enorme mesa.

—¿Soy o no soy miembro del equipo?

—En cierto sentido.

—Entonces, tal vez quiera escucharme. Quizá tenga una apariencia humana, pero no lo es. Es una prolongación de la máquina, como la otra criatura, solo que más perfecta.

—¿Se basa en algo esta teoría suya?

—En la lógica. La otra criatura fue un disparo al azar, una primera tentativa para producir un organismo semejante al nuestro y en consecuencia aceptable por nosotros. Este segundo disparo es mejor, está basado en más información. Yo he trabajado en esa información; sé cuán deliberada es.

Geers permitió que sus ojillos se abrieran un poco.

—¿Y después de haber conseguido este milagro, sugiere usted que lo matemos?

—Si no lo hacen ahora, nunca podrán conseguirlo. La gente llegará a considerarlo un ser humano. Dirán que lo asesinamos. Nos tendrán en su poder, la máquina nos tendrá en su poder.

—¿Y si preferimos no seguir su consejo?

—Entonces, manténganlo alejado de la computadora.

Geers permaneció silencioso por un momento, mientras la luz se reflejaba en sus gafas. Después se puso en pie para finalizar la entrevista.

—Aquí, solo es usted tolerado, Fleming, y es una atención al ministro de Ciencias. La decisión en este caso depende de mí, no de usted. Haremos lo que considere que es mejor, y lo haremos aquí.