IV
ANTICIPACIÓN
Nadie iba nunca a Thorness a pasar el rato. Con el sistema más rápido se empleaban doce horas desde Londres, por aire hasta Aberdeen, y luego en un rápido diésel, a través de los Highlands hasta Gairloch, en la Costa Oeste. Thorness era el primer poblado al norte de Gairloch, pero allí solo había unas cuantas casas decrépitas, la costa salvaje y rocosa, y los páramos. El Establecimiento Investigador cubría un terreno que daba a la amplia extensión de agua situada entre las islas de Skye y de Lewis, mientras que por el interior estaba rodeado por una alta empalizada rematada por alambre de espino. La entrada se hallaba flanqueada por garitas y centinelas, y tanto la cerca como el borde de los acantilados, eran vigilados por soldados con perros. Por el lado del mar había las grisáceas aguas del Atlántico, una isla que solo poblaban los pájaros y alguna lancha patrullera de la Armada Real. Todo era verde, gris, pardo, cubierto de nubes y, aparte de los ruidos periódicos procedentes del Establecimiento, era un lugar silencioso.
Llovía cuando Reinhart y Fleming llegaron. Un auto oficial negro, conducido por una joven en uniforme verde les esperaba en la estación, y chapoteó por el camino que cruzaba los páramos hasta las puertas del campo. Al llegar allí un sargento de los Hyghlanders de Argy y Sutherland comprobó su identidad y telefoneó al director para comunicarle que habían llegado ya.
Las oficinas principales estaban en un largo y estrecho edificio de un solo piso, situado en el centro del recinto. Aunque era nuevo y moderno en cuanto a diseño, conservaba algo del tradicional y desabrido aspecto de los barracones militares; pero el despacho del director era un asunto completamente distinto. El suelo de ébano brillaba, las luces quedaban suavizadas por elegantes y modernas fundas blancas, las ventanas tenían cortinas que llegaban hasta el suelo, y los mapas de las paredes estaban enmarcados con madera fina. La mesa del director era bella y espaciosa; detrás se sentaba un hombre de rostro estrecho, y encima de ella había una pequeña placa donde se leía en pulcras letras negras: Dr. F. T. M. GEERS.
Les saludó cortésmente, pero sin entusiasmo, y era evidente que en el fondo despreciaba lo que estaba haciendo.
—Encontrarán este sitio muy aburrido —dijo, ofreciéndoles los cigarrillos que asomaban por el pulido morro de un cohete—. Desde luego, nos conocemos de oídas, ¿no es así?
Reinhart se sentó cansadamente en uno de los sillones, tan bajo que apenas si podía ver al director tras de su mesa.
—Creo que hemos cruzado correspondencia sobre la detección de misiles.
Tenía que estirar el cuello para hablar; evidentemente, aquello estaba hecho adrede. Fleming observó el arreglo y sonrió.
Físico práctico, Geers había sido durante años director científico de muchos proyectos de la Defensa, y entonces era más bien un comandante en jefe que un científico. En algún punto debajo del uniforme militar se ocultaba un investigador decepcionado, pero esto solo servía para hacer que envidiara más el trabajo de otros, y se irritara más ante la acumulación de trabajo que caía sobre él.
—Por lo que he oído, ya iba siendo hora de que trabajaran ustedes en un lugar protegido. —Era quisquilloso, pero eficiente; lo tenía todo preparado—. Desde luego, va a ser difícil. No podemos darles a ustedes facilidades ilimitadas.
—No pedimos… —empezó a decir Reinhart.
Fleming le interrumpió.
—Las prioridades han sido determinadas, según tengo entendido.
Geers le lanzó una mirada fría, y escrutadora, e hizo caer la ceniza de su cigarrillo en un cenicero construido con la culata de un cartucho.
—Se les reservarán ciertas horas en el ordenador principal. Tendrán ustedes su recinto de trabajo y alojamiento para el equipo. Estarán dentro de nuestro perímetro y se encontrarán bajo nuestra vigilancia, pero dispondrán de pases y tendrán libertad para salir y entrar cuando les parezca. El comandante Quadring está a cargo de nuestra seguridad, y yo a cargo de todos los proyectos de investigación.
—Pero no del nuestro —dijo Fleming, sin mirar a Reinhart.
—Las mías, son tareas más mundanas, pero más inmediatas. —En la medida de lo posible, Geers trataba de evitar a Fleming y se dirigía al profesor—. El suyo es asunto del Ministerio de Ciencias, más idealista aunque tal vez algo menos concreto.
En una esquina de su mesa había una fotografía enmarcada de su esposa y dos pequeños.
—Me gustaría saber cómo se entienden —le dijo Fleming a Reinhart cuando salieron.
Fuera, seguía lloviendo. Uno de los ayudantes de Geers les condujo por el recinto, a través de la empapada hierba, por senderos de cemento entre hileras de edificios bajos con aspecto de casamatas, medio enterrados en el suelo, y hasta el área de lanzamiento, en la parte más elevada del terreno.
—Hoy está aquí muy tranquilo —dijo, en tanto inclinaban sus cabezas para resistir las ráfagas de lluvia—. Pero en el momento menos pensado se desencadena una galerna de miedo.
Varios pequeños cohetes reposaban en sus rampas de lanzamiento, cubiertos por fundas de nylon, apuntando hacia el mar, mientras otro mayor estaba en posición vertical en la plataforma principal de despegue, con aspecto pesado y torpe.
—Aquí no nos ocupamos de los grandes proyectiles. Estos son todos interceptores, una gran cantidad de ingeniería acumulada en un pequeño espacio. Desde luego, son tipos altamente secretos. Por lo general, no alentamos a los visitantes.
La computadora principal era un aparato impresionante, alojado en un gran edificio laboratorio. Era de importación americana, y tres veces mayor que cualquiera de los que habían utilizado hasta entonces. Los operarios dieron a Fleming un horario con sus sesiones marcadas ya. Parecían muy amistosos, aunque no especialmente interesados. Había también un edificio vacío para su propio uso y una serie de chalets prefabricados en calidad de viviendas, pequeños y funcionales, pero limpios y provistos del mobiliario indispensable.
Chapotearon con sus zapatos empapados hasta el área del personal, donde se les enseñó el salón y el comedor del personal especializado, la tienda, la lavandería, el garaje, el cine y la oficina de correos. El campo era completamente autónomo; no había ninguna necesidad de salir del mismo, como no fuera para contemplar los brezos o el cielo.
Durante los primeros dos o tres meses, solo el equipo base efectuó el traslado: Fleming, Bridger, Christine, Judy y unos pocos ayudantes. Sus despachos desbordaban de cálculos, planos, y piezas sueltas de material experimental. Fleming y Bridger celebraban largas sesiones, que duraban toda la noche, sobre los circuitos eléctricos y los componentes electrónicos, y lentamente el edificio se fue llenando, más y más, de ayudantes de investigación y diseño, así como de ingenieros y delineantes.
Al principio de la siguiente primavera, una firma de contratistas de Glasgow apareció en el lugar y llenó el sector con letreros en que había escrito: MACINTYRE SONS. Un edificio para el nuevo superordenador, como se llamaba al ingenio nacido de los esfuerzos de Fleming, fue erigido dentro del perímetro, pero apartado del resto del campo, y camiones cargados de material llegaron y desaparecieron en su interior.
La guarnición permanente observaba todo aquello con interés despierto, aunque impersonal, y proseguía con sus propios experimentos. Aproximadamente cada semana, llegaba un rugido y un destello de las rampas de lanzamiento cuando otro cuarto de millón de libras de material salía volando por el aire. El ganado del páramo iniciaba una formularia estampida, y durante unos cuantos días la actividad era intensa en las salas de proyectos. Aparte de eso, todo era tan tranquilo como una tierra desierta y, cuando cesaba de llover, increíblemente hermoso.
Los miembros subalternos del equipo de Reinhart se mezclaban alegremente con los científicos adscritos a la Defensa, así como con los soldados que les protegían, comiendo, bebiendo y saliendo juntos de excursión y navegando por la bahía en pequeñas embarcaciones. Pero Bridger y Fleming formaban siempre rancho aparte, y se les conocía ya por «los gemelos celestiales». Cuando no estaban en el edificio del ordenador o en las oficinas, solían estar trabajando en una u otra de sus viviendas. De vez en cuando Fleming se encerraba a solas con un problema y Bridger cogía una lancha a motor y se llegaba a Thorholm, isla llena de pájaros, con unos prismáticos de campaña.
Reinhart trabajaba desde Londres, haciendo visitas periódicas, pero, principalmente, revoloteando alrededor de Whitehall, cursando planos, permisos, presupuestos y los interminables informes requeridos por el Gobierno. El caso era que conseguían rápidamente todo lo que deseaban y se producían pocos retrasos. «Osborne —decía Reinhart con modestia—, era una llave maestra.»
Solo Judy se sentía como perdida. Su oficina quedaba separada de las otras, en el principal edificio administrativo, y su vivienda estaba con las científicas adscritas a la Defensa. Fleming, aunque perfectamente amable, no disponía de tiempo para ella. Bridger y Christine procuraban eludirla. Judy conseguía tener una idea general de lo que ocurría, y permitía que algunos oficiales del Ejército la acompañaran, pero aparte de eso no ocurría nada. Durante las largas veladas invernales se dedicó a bordar y a modelar en arcilla, y adquirió una reputación de artista, pero en realidad, solo se sentía aburrida.
Cuando el nuevo ordenador estuvo casi terminado, Fleming la invitó a verlo. Su propia actitud era una mezcla de deprecación y miedo; podía estar completamente equivocado al respecto o podía tratarse de algo inimaginable y extraordinario. La principal impresión que daba era de fatiga; estaba desesperadamente cansado y cansadamente desesperado. La máquina en sí resultaba impresionante. Era tan grande que en lugar de poner el cuarto de control en una habitación adjunta, lo habían construido en el interior del propio ordenador.
—Somos como Jonás en el vientre de la ballena —le explicó, mientras señalaba hacia lo alto—. La unidad de refrigeración está ahí arriba. Es un licuefactor de helio. Hay un flujo continuo de helio líquido alrededor del núcleo.
Dentro de las pesadas puertas dobles a prueba de incendios había un sector del tamaño de un salón de baile con una pared cubierta de equipo que llegaba hasta el techo y lo dividía en dos partes iguales. Frente a ella, y de espaldas a las puertas, estaba el principal pupitre de control, con una especie de máquina de escribir a un lado y una impresora en el otro. Ambas estaban flanqueadas por otras máquinas auxiliares y por un equipo para perforación de tarjetas. Las luces principales no funcionaban aún: solo había una bombilla en el pupitre de control y una serie de lámparas colgando de las estanterías para el equipo. La sala quedaba medio enterrada y no tenía ventanas. Era como una cueva misteriosa.
—Todo eso —dijo Fleming, señalando la pared llena de equipo que quedaba frente a ellos— es la unidad de control. Esta es la consola de alimentación.
Le enseñó el teclado, semejante al de un teletipo, el grabador de cinta magnetofónica y la unidad para perforación de tarjetas.
—En principio, él estaba diseñado para tener una especie de sistema sensorial magnético, pero lo hemos cambiado por otro de transcripción y registro. Es más sencillo para los mortales con ojos.
—¿Él?
Fleming la miró de manera extraña.
—Le llamo «él» porque me da la sensación de que es un cerebro. Casi una persona.
Judy había vivido tanto tiempo contando con aquello, que se había acostumbrado a la idea. Había olvidado el escalofrío que le recorriera en Bouldershaw Fell cuando les llegó por primera vez el mensaje procedente del espacio. Se habían producido tantas alarmas y digresiones, que el desenlace había quedado confuso, y, en tono caso, el mensaje en sí había sido convertido en términos mundanos de edificios, circuitos y complicado equipo debido a la mano del hombre. Pero allí, junto a Fleming, quien parecía no solo cansado, sino poseído e impulsado por alguna clase de fuerza exterior, era imposible no sentir un poder oscuro y extraño qué acechaba en la habitación en penumbras. Simplemente la rozó y siguió su camino. No se introdujo en su cerebro, como parecía haberse metido en el de Fleming, pero la hizo estremecer de nuevo.
—Y esta es la unidad de resultados —dijo Fleming, que no parecía haber notado lo que ella sentía—. Sus procesos normales de funcionamiento son en aritmética binaria, pero hemos hecho que los facilite en aritmética decimal para que podamos interpretarlos directamente.
La pared llena de equipo que quedaba frente a ellos estaba interrumpida por una serie de plafones.
—¿Qué es eso? —pregunto Judy, señalando un conjunto de varios centenares de pequeñas bombillas de neón, colocadas en hileras entre dos placas de plástico.
—Esa es la unidad de control. Las bombillas no son más que un mecanismo indicativo. Muestran la situación de los datos que está utilizando la máquina.
—¿Ya le han suministrado alguno?
—No, aún no.
—Parece seguro de que todo funcionará.
—Nunca se me ha ocurrido pensar que pudiera no hacerlo, Sería absurdo que nos hubiesen enviado instrucciones para construir algo que no funcionara.
La seguridad de su voz no era simplemente una arrogancia personal, era el electo de algo más que hablaba por su boca.
—Si las ha entendido usted bien…
—Sí, las he entendido. En su mayor parte. —Señaló dos protuberancias de metal, enfundadas—. No acabo de comprender para qué sirve esto. Son terminales eléctricos con una tensión de aproximadamente un millar de voltios, motivo por el cual hemos tenido que enfundarlos. Estaban en las instrucciones y espero que averigüemos cómo hay que usarlos. Son probablemente una especie de aparato sensorial.
De nuevo parecía completamente seguro de todo, y nada perplejo ante su complejidad. Era como si su cerebro hubiese estado ya preparado desde hacía tiempo y esperándole; Judy pensó en lo dolorido y vacío que debía haberse sentido un año antes cuando hablaba de trasponer barreras y derribar barandillas. No era que ahora pareciere más dichoso. Recordó que Bridger había dicho: «John nunca será feliz.»
Todo lo demás parecía comparativamente sencillo, mientras recorrían la habitación.
—Trabaja de la manera siguiente —dijo Fleming—: con el teclado se le suministran los datos; es el medio más rápido de que disponemos. La unidad de control decide lo que hay que hacer. Las unidades aritméticas realizan los cálculos, acudiendo a la memoria a medida que la necesitan, y facilitando nueva información a la memoria, hasta que la respuesta sale impresa en la unidad de resultados. Los tubos de conducción están bajo el suelo y las unidades aritméticas a lo largo de las paredes laterales. En realidad, es un sistema plenamente convencional, pero el convencionalismo termina ahí. Tiene una velocidad y capacidad que apenas podemos imaginar.
A su alrededor reinaba un silencio completo. Resplandecientes hileras de armarios metálicos se extendían a ambos lados de ellos, ocultando sus secretos, y el rostro inexpresivo de la consola de control les miraba en la penumbra, sin verles. Fleming lo observaba todo con expresión tranquila. Parecía formar parte de aquello lo mismo que parecía incorporarse a su automóvil cuando conducía.
—Cuando funcione será más bonito —dijo.
Y llevó a Judy hacia el sector que quedaba al otro lado de los aparatos de control.
Había allí un amplio recinto semicircular, tan tenuemente iluminado como el otro, con una gigantesca columna forrada de metal, que se erguía en su centro.
—Aquí está el verdadero secreto: el almacén de memoria. —Abrió una portezuela en la parte baja de la columna e iluminó el interior con una linterna—. Hay aquí un bonito trabajo en electrónica molecular. La memoria está en el núcleo y este se mantiene en un vacío total y a una temperatura que solo dista uno o dos grados del cero absoluto. Aquí es donde se utiliza el helio líquido.
Judy atisbo y pudo ver un cubo que parecía de metal, aproximadamente de noventa centímetros de lado, encerrado en un tubo de cristal y rodeado de cañerías de enfriamiento. Fleming habló de un modo mecánico, como si diera una conferencia.
—Cada núcleo está construido con capas alternas de material conductor y no conductor, de un espesor de media milésima, íntimamente ensambladas. Esto proporciona un circuito completo de positivo-negativo en un pedazo de metal que apenas puede verse.
—¿Es este el equivalente de una célula cerebral?
—Algo así.
—¿Y cuántas hay?
—El núcleo tiene un volumen de tres metros cúbicos. Eso representa varios millones de millones. Y hay seis núcleos.
—Es mayor que un cerebro humano.
—¡Oh, sí! Mucho mayor. Y más rápido. Y más eficiente.
Cerró la portezuela y no habló más de ello Judy trató de imaginar cómo funcionaría en realidad, pero el esfuerzo quedaba tan por encima de ella como su comprensión del asunto. Era demasiado enorme y poco familiar para que pudiera visualizarlo. Felicitó a Fleming y se marchó. Por un momento, él pareció solitario y nervioso, pero no trató de detenerla. Luego, empezó de nuevo a comprobar cifras.
Dennis Bridger no se sentía cautivado de la misma manera. Realizaba su trabajo estólida y sombríamente, y no había hecho ningún intento discernible para proseguir sus contactos con Intel. El comandante Quadring y sus hombres le vigilaban sin cesar. Periódicamente se efectuaban cacheos a todo el personal que salía por las puertas principales, para cerciorarse de que no sacaban documentos u otro material secreto, pero Bridger no hizo nada que despertara sus sospechas. Su única distracción era visitar la cercana isla de Thorholm, de la que regresaba con huevos de gaviota y graciosas fotografías de pájaros bobos. Cualquier razón que le hubiese dado Kaufmann para que se quedara, no parecía suponer ninguna obligación para él.
Geers miraba el grupo con recelo. Nunca se mostraba obstruccionista, pero entre él y el equipo existía un estado de hostilidad. Estaba claro que se sentiría en cierto modo satisfecho si el experimento fracasaba. Sin embargo, a medida que el superordenador se aproximaba a su terminación, y aumentaba el interés que su personal y sus superiores sentían por ella, tuvo buen cuidado de identificarse con un posible éxito. Fue él quien sugirió que hubiese una inauguración protocolaria, aunque necesariamente privada, y el ministro de Ciencias —olvidado ya su fracaso en Bouldershaw Fell el año posterior— se dejó persuadir para ir a Escocia a cortar la cinta. Fleming trató de aplazar todo lo posible la inauguración, pero por fin fue fijada para un día de octubre, a cuyas alturas la nueva computadora debía estar completamente lista y a punto de recibir la primera información. El general Vandenberg y un par de docenas de funcionarios de Whitehall ordenaron a sus secretarias que tomaran nota en sus dietarios.
Judy, por fin, tuvo algo que hacer. No habría Prensa, pero debían efectuarse arreglos con varios ministros, y los planes para la visita debían ser perfilados en colaboración con la plana mayor de Geers. Apenas vio a Fleming. Cuando terminaba su trabajo, daba largos y solitarios paseos por los páramos, bajo el desapacible clima del otoño precoz.
Alrededor de una semana antes de la inauguración, vio un yate blanco, inmóvil en el mar. Era un yate grande, para navegación de altura, y estaba muy alejado. Quedaba oculto del campo por la isla de Thorholm; solo podía ser visto desde un punto más alejado de la costa. Judy lo observó mientras regresaba bordeando los acantilados, por la tarde.
A la tarde siguiente seguía allí, y Judy, mientras recorría el sendero situado entre el acantilado y los arbustos, creyó observar el parpadeo de una lámpara Aldis que hacía señales desde el mismo. Por sí solo, esto no hubiera despertado su curiosidad, de no haber oído de repente el ruido de un motor de automóvil, en el páramo que quedaba por encima de ella. Instintivamente, se agazapó tras un arbusto y esperó. Era un motor poderoso y bien ajustado, que zumbaba a medida que ascendía.
Después, Judy observó que las señales se habían interrumpido. Al cabo de un momento, el motor volvió a roncar y la joven escuchó cómo el automóvil se alejaba. Cuando estuvo a cierta distancia, Judy se levantó y se dirigió hacia la parte más elevada del sendero. Al llegar allí, descubrió un camino de carros que se adentraba en el terreno y se unía a la carretera principal en un valle no muy lejano. Un automóvil grande, reluciente, estaba a punto de desaparecer por el primer recodo, tras un bosquecillo de abetos. Judy se le quedó mirando: había en aquel vehículo algo familiar para ella.
No dijo nada a Quadring, pero al día siguiente volvió al mismo sitio. No había ni yate ni automóvil. El terreno estaba vacío y silencioso, exceptuando los chillidos de las gaviotas. Al otro día llovió, y después estuvo demasiado ocupada con la visita del ministro para poder salir. A la hora del té del día anterior al de la inauguración, lo tenía todo dispuesto: conductores designados para recoger al grupo en la estación, un equipo de aterrizaje para el helicóptero del ministro; bebidas y bocadillos en el despacho del director, un horario de la visita, aprobado por Reinhart y los demás. Fleming se mostraba hosco y retraído; en cuanto a Judy, tenía jaqueca.
El sol brilló hacia las cuatro, de modo que Judy se cubrió con un chaquetón y salió. Mientras caminaba por el sendero del acantilado, a su alrededor el terreno humeaba y, abajó, muy lejos, las olas verdes se estrellaban contra la roca, lanzando al aire salpicaduras de espuma que brillaban a la luz del sol.
No había rastro del yate ni del automóvil allí donde el sendero desembocaba en el camino de carros en lo alto del acantilado; pero había huellas de neumáticos, huellas recientes, hechas después de la lluvia. Judy estaba pensando en ello cuando percibió otro ruido distante. Se trataba de un motor fuera borda y llegaba del lado más lejano de la isla, a más de tres kilómetros de distancia. Entornando los ojos para protegerse del sol, observó la lejana y diminuta forma de un bote que bordeaba la isla y se dirigía hacia la bahía que quedaba bajo el campo de Thorness. Era el bote de Bridger, y Judy solo pude ver a una persona, seguramente Bridger.
No vio más. Hubo un silbido y luego un chasquido junto a ella, mientras una esquirla de piedra volaba por el aire a muy poca distancia de su cabeza. Judy no se quedó a examinar la huella de la bala en la roca; se puso a correr. Otra bala silbó muy cerca mientras corría sendero abajo. Pronto dobló el primer recodo y se encontró a salvo. Corrió tan aprisa como pudo, anduvo un rato y volvió a correr. Mucho antes de que hubiera llegado al campo, el sol se había puesto ya tras un banco de nubes. El viento se alzó y ahuyentó el día. Judy se estremeció y sintió que le temblaban las piernas.
Se sintió más segura cuando traspuso las puertas principales, pero terriblemente solitaria. El despacho de Quadring estaba cerrado. No podía hablar con nadie más y no quería encontrarse con Bridger en el comedor. Caía la noche mientras andaba entre los chalets del sector dedicado a viviendas y de repente se encontró ante el de Fleming. No pudo resistir ni un momento más el encontrarse al aire libre. Llamó una vez a la puerta y entró.
Fleming estaba tendido en la cama, escuchando un disco de Webern, en un aparato de alta fidelidad. Al alzar la vista, vio a Judy en el umbral, jadeante, con el rostro sofocado y el cabello revuelto.
—Muy espectacular. ¿Cuál es su finalidad?
Se había bebido media botella de whisky escocés.
Judy cerró la puerta a sus espaldas.
—John…
—¿Qué hay?
—Me han disparado.
—¡Bah!
Fleming dejó su vaso y apoyó los pies en el suelo.
—¡Se lo aseguro! Ahora mismo, arriba, en el páramo.
—Querrá decir que la han silbado.
—Estaba en lo alto del acantilado cuando de repente un proyectil me pasó muy cerca y se estrelló en la roca. Salté hacia atrás, y otra…
—Algún soldado que estaría haciendo prácticas de tiro. Son unos tiradores desastrosos.
Fleming se acercó al tocadiscos y lo cerró. Aparecía muy firme y muy sobrio pese al whisky.
—No había ninguno —dijo Judy—. Ninguno en absoluto.
—Entonces, no habían balas. Venga, bébase un trago y tranquilícese.
—Eran balas —insistió Judy, sentándose en la cama—. Alguien con una mira telescópica.
—¡Qué obstinada es usted! —Buscó un vaso, lo llenó a medias y se lo alargó a la chica—. ¿Por qué habría de querer alguien hacerla servir de blanco?
—Pudiera haber motivo.
—¿Cuál?
Judy contempló su vaso.
—Ninguno que tenga sentido.
—¿Qué hacía en el acantilado?
—Contemplar el mar.
—¿Qué había en el mar?
—La barca del doctor Bridger. Nada más.
—¿Por qué estaba tan interesada en la barca de Dennis?
—No lo estaba.
—¿Sugiere que es él quien le ha disparado?
—No ha sido él —se cogió a los pies de la cama para impedir que le temblara la mano—. ¿Puedo quedarme un ratito? Hasta que se me pase el temblor.
—Haga lo que quiera. Y bébase esto.
Judy tomó un sorbo del whisky puro y sintió que le quemaba la boca y la garganta. Desde el exterior llevó un prolongado aullido y una pieza del tejado de la cabaña vibró.
—¿Qué ha sido eso?
—El viento —repuso Fleming, sin dejar de contemplarla.
Judy sintió cómo el alcohol descendía, ardiente, hasta su estómago.
—No me gusta este lugar.
—Tampoco a mí —repuso él.
Bebieron en silencio, roto solo por el viento que gemía en torno a los edificios del campo. El cielo que se divisaba por la ventana era casi negro, con nubes aún mis oscuras que llegaban procedentes del mar. Judy dejó su vaso y miró a Fleming a los ojos.
—¿Por qué va a la isla el doctor Bridger?
Nunca se había decidido a llamar a Bridger por su nombre de pila.
—Va a observar los pájaros. De sobras sabe que solo va a eso.
—¿Cada tarde?
—Mire, cuando yo me siento abrumado al término de un día, salgo a dar un paseo en barca. —Eso era cierto. El manejo de una embarcación de catorce pies era la única actividad exterior de Fleming. No era que lo hiciese muy a menudo; y cuando lo hacía, era a solas—. Excepto cuando estoy verdaderamente abrumado, como ahora.
Cogió la botella por el cuello y se quedó con el ceño fruncido, pensando en Dennis Bridger.
—Va a espiar las aves marinas.
—¿Siempre en la isla?
—Es donde están —contestó él con impaciencia—. Se las encuentra a millares: pájaros bobos, fulmares, dangos… Beba un poco más.
Ella dejó que Fleming vertiera un poco más de whisky en su vaso. La cabeza le zumbaba un poco.
—Lamento haber entrado de esta manera.
—No se preocupe. —Le alborotó su ya enredado cabello, con su aire afectuoso y desapasionado al mismo tiempo—. Un poco de compañía no me viene mal. Especialmente, cuando se trata de una muchacha tan dulce.
—Disto mucho de ser dulce.
—¿Ah…?
—No me gusta lo que soy. No me gusta lo que hago.
Judy desvió la mirada y volvió a fijarla en su vaso.
—Pues ya somos dos —Fleming miró hacia la ventana por encima de la cabeza de ella—. A mí tampoco me gusta lo que hago.
—Creía que su trabajo le entusiasmaba.
—Así era, pero ahora que está terminado, no sé. He tratado de identificarme con esto, pero no puedo. —La miró con expresión confusa, completamente distinta de la que había tenido junto a la computadora—. Tal vez sea usted lo que necesito.
—John…
—¿Qué?
—No confíe demasiado en mí.
Fleming sonrió.
—¿Tiene algún sombrío proyecto?
—Por lo que a usted respecta, no.
—Me alegro de oírlo. —Y añadió, levantando con una mano la barbilla de Judy—. Tiene un rostro honrado.
La besó ligeramente la frente, sin tomárselo en serio.
—No.
Judy apartó la cabeza. Fleming bajó la mano y se apartó de ella como si su atención se hubiera fijado en otra cosa. El viento volvió a aullar.
—¿Qué piensa hacer acerca de esos disparos? —preguntó él después de una pausa.
Judy se estremeció pese al calor que sentía dentro, y Fleming apoyó una mano en su hombro.
—A veces, por la noche —dijo él—, permanezco tendido, despierto, y pienso en ese tipo de ahí.
—¿Qué tipo?
Fleming señaló hacia, la computadora, el nueva superordenador que él había construido.
—No tiene cuerpo, un cuerpo orgánico que respire y sienta como el nuestro. Pero tiene un cerebro mejor.
—No es una persona.
Empujó a Fleming hasta que ambos estuvieron sentados en la cama, uno junto al otro. Por una vez, Judy se sintió mucho más vieja que él.
—No sabemos de lo que se trata, ¿verdad? —dijo Fleming—. Quienquiera que enviase el mensaje, no lo hizo solo para divertirse. Quieren que iniciemos alguna cosa.
—¿Cree que saben que existimos?
—Saben que en el Universo tienen que haber otras inteligencias. Y ha resultado que somos nosotros.
Judy le cogió una mano.
—No necesita ir más allá de lo que desee.
—Eso espero.
—Lo único que ha hecho ha sido construir una computadora.
—Con una capacidad mental muy superior a la nuestra.
—¿Es esto verdaderamente cierto?
—Un hombre es una máquina de pensar muy ineficaz.
—Usted, no.
—Todos lo somos. Todas las calculadoras basadas en un sistema biológico son ineficaces.
—Pues a mí me gusta el sistema biológico —dijo ella.
Su visión y sus palabras empezaban a resultar confusas. Fleming le dio un breve y rudo apretón.
—Es usted un encanto.
Se puso en pie, bostezó, se desperezó y encendió la luz. Judy, al sentir un repentino relajamiento de la tensión, se recostó en la cama.
—Necesita unas vacaciones —dijo a Fleming con voz pastosa.
—Tal vez.
—Lleva meses trabajando sin respiro. En eso.
Señaló hacia la ventana.
—Tenía que estar listo para su Señoría el ministro.
—Si escapara de control, siempre se le podría detener.
—¿Podríamos? Hace un mes que está en condiciones de funcionar. ¿Lo sabía?
—No.
—Le hemos estado suministrando datos en código a fin de que cuando llegue la inauguración esté a punto de dar rendimiento.
—¿Y ha ocurrido algo?
—Al principio nada, pero en las instrucciones había una pequeña parte de la que yo hice caso omiso. Ordenaba las cosas de manera que, cuando se conectara la corriente, el primer impulso eléctrico pusiera automáticamente en marcha el programa, en el punto seleccionado por la misma computadora. Deliberadamente, omití esto porque no quería que él obrara a su completo antojo, y se puso furioso.
Judy le miró escépticamente.
—Esto es una tontería.
—Está bien, dio muestras de alteración. Sin previo aviso, incluso antes de que empezáramos a suministrarle datos, empezó a imprimir la sección de las instrucciones que faltaba. Una, otra y otra vez, como diciéndome que hiciera aquello. Estaba muy enfadado. —Miró ávidamente el rostro incrédulo de ella—. Interrumpí la corriente por un rato y empecé a facilitarle aquellos datos. Después de aquello ha estado tranquilo. Pero está diseñado para registrar alteraciones. ¡Sabe Dios para qué más ha sido proyectado!
Ella siguió contemplándole.
—Mañana le suministraremos los últimos datos —prosiguió Fleming—. Después, sabe Dios lo que ocurrirá. Recibimos un mensaje de un punto que dista de nosotros doscientos años luz. ¿Cree usted que lo único que nos facilitará es una calculadora normal, aunque más rápida? Bueno, pues yo, no. Ni tampoco la gente que mató a Harries, que ha disparado contra usted y que probablemente nos está vigilando a Dennis y a mí.
Ella empezó a interrumpirle, pero luego cambió de opinión.
—¿Recuerda? —preguntó Fleming—. ¿Recuerda que le hablé de trasponer las barreras?
—Claramente.
Judy sonrió.
—Algo que solo ocurre una vez cada millar de años. Le apuesto lo que quiera…
Se volvió hacia la ventana y miró hacia el exterior, perdido en alguna indescriptible especulación.
—Siempre le será posible desconectarlo.
—Tal vez. Quizá podamos hacerlo.
Fuera, la oscuridad era total. Caía la lluvia y el viento seguía aullando.
—Está muy negro —dijo Fleming.
Corrió la cortina y se volvió hacia ella con la misma expresión acosada que Judy había visto antes en sus ojos.
—Esto hace que seamos dos los asustados —dijo ella.
—Si lo desea, la acompañaré hasta su chalet. —Bajó la mirada hacia ella y sonrió—. O puede pasar la noche aquí.