V
ÁTOMOS
Judy dejó a Fleming a primeras horas de la madrugada y regresó a su propio chalet. A mediodía el primer contingente procedente de Londres había llegado y estaba siendo agasajado en el comedor. Judy circulaba entre los trajes oscuros, distribuyendo hojas de información y sintiéndose dispuesta, alegre y feliz. Fleming estaba en el edificio de la computadora, con Bridger y Christine, suministrando a la máquina la última sección de datos. Reinhart y Osborne estaban encerrados con Geers.
Vandenberg, Watling, la señora Tate-Allen y el fiel y silencioso Newby llegaron en el tren de las dos y fueron recogidos por los dos mejores automóviles. El ministro era esperado a las tres, en helicóptero, un deseo típicamente extravagante y ostentoso que el resto del séquito tuvo la cortesía de no comentar.
Por entonces la lluvia había cesado y una guardia de honor formó en el terreno de exhibición situado en el centro del campo. Reinhart y el comandante Quadring esperaban junto a ella, Quadring ataviado con su mejor uniforme, provisto de multitud de cintas representativas de sus condecoraciones, y Reinhart arrebujado en un viejo impermeable de plástico.
Los otros invitados se reunieron en el porche del edificio de la nueva computadora y miraron esperanzados hacia el cielo. Osborne sostenía una conversación diplomática.
—Supongo que ignoraba usted que las Islas Británicas se extendían tanto hacia el Norte, ¿eh, general? —Estas palabras iban dirigidas a Vandenberg, quien mostraba signos de impaciencia y de enojo—. ¿Eh. Geers?
Este llevaba un traje nuevo y permanecía muy erguido frente a los otros cual correspondía al director.
—¿Han obtenido un cisne o un patito feo? —le preguntó la señora Tate-Allen.
—No sabría decirle. Nosotros solo nos ocupamos del trabajo práctico.
—¿Y este no lo es? —inquirió Osborne.
—Solía volar por aquí encima durante la guerra —dijo Watling.
—¿De verdad? —dijo Vandenberg, sin interés.
—Patrulla, por el Atlántico Norte. Cuando estaba en la Defensa Costera.
Pero nadie le escuchaba ya; el helicóptero había llegado. Se cernió como un pájaro sobre el terreno y luego tocó el suelo con sus patas hidráulicas. Sus rotores agitaron el aire durante un minuto y luego se detuvieron. Se abrió la puerta, el honorable James Ratcliff descendió, la guardia presentó armas, Quadring saludó, y Reinhart se adelantó con sus pequeños pasitos, estrechó la mano al ministro y le condujo hacia el grupo reunido en el porche. Ratcliff tenía un aspecto excelente. Estrechó la mano de Geers y se inclinó y sonrió ante los demás.
—¿Cómo está usted, doctor? Ha sido usted muy amable al albergar en su recinto a nuestro aparato.
Geers estaba transformado.
—Estamos muy honrados, señor, de colaborar en un trabajo como este —dijo con su mejor sonrisa—. Investigación para entre nosotros, los rudamente materialistas.
Osborne y Reinhart cruzaron una mirada.
—¿Entramos ya? —preguntó Osborne.
—Sí, desde luego. —El ministro sonrió a todo el mundo—. Hola, Vandenberg, ha sido muy amable en venir.
Geers se adelantó y cogió el pomo de la puerta.
—¿Vamos?
Miró a Reinhart con aire desafiante.
—Adelante —dijo el profesor.
—Por aquí, señor ministro.
Y Geers indicó el camino a todo el grupo.
En la sala de la computadora funcionaban todas las luces, y Geers mostró el espectáculo con cierto orgullo. Reinhart y Osborne le dejaron explayarse a sus anchas y Fleming le observó hoscamente desde el pupitre de control. Geers presentó a Bridger y a Christine, y, sin ninguna prosopopeya, a Fleming.
—Ya conoce al doctor Fleming, señor ministro. Es quien ha diseñado el aparato.
—Los diseñadores están en la constelación de Andrómeda —dijo Fleming.
Ratcliff rio como si se tratara de una broma muy graciosa.
—Bueno, pero usted ha realizado un trabajo inmenso. Ahora entiendo por qué necesitaba tanto dinero.
El grupo siguió adelante. La señora Tate-Allen estaba muy impresionada por las lámparas de neón, los hombres de oscuro estudiaban los armarios llenos de equipo, y Fleming se vio obligado a marchar en segundo término, junto con Osborne.
—Es un verdadero carnaval.
—De hecho, ha sido un cumplido —dijo Osborne—. Se lo atribuyen todo a usted: el conocimiento, la realización, el poder…
—Son unos estúpidos.
Pero Osborne no estaba de acuerdo. Después de haber dado la vuelta al cilindro de la memoria, todo el grupo se reunió frente al pupitre de control.
Fleming cogió del mismo una hoja llena de cifras.
—Esto —dijo en voz tan queda que apenas nadie pudo oírle—, esto son los grupos finales de las instrucciones encontradas en el mensaje.
Reinhart repitió las palabras, cogió el papel y explicó:
—Ahora vamos a introducirlas en la consola de alimentación y poner en marcha el aparato.
Pasó la hoja a Christine, quien se sentó en el teletipo y empezó a aporrear las teclas. Parecía muy hábil y atractiva: la gente la admiró. Cuando hubo terminado, Fleming y Bridger movieron interruptores, apretaron botones en el pupitre de control, y esperaron. El ministro aguardó. Un zumbido continuo surgió de la parte posterior de la computadora, único sonido que se oía en la sala. Alguien carraspeó.
—¿Todo va bien, Dennis? —preguntó Fleming.
Entonces las bombillitas empezaron a parpadear.
Al principio resultó muy impresionante. Se dieron explicaciones: aquello mostraba la progresión de los datos por el interior de la máquina: tan pronto como hubiese terminado sus cálculos, imprimiría los resultados en aquel ancho rollo de papel…
Pero nada ocurrió; una hora después seguían aguardando. A las cinco, el ministro subió muy serio a su helicóptero, que se elevó hacia el cielo y se encaminó hacia el Sur. A las seis, los demás visitantes fueron conducidos a la estación para que cogieran el tren nocturno a Aberdeen, acompañados por un Reinhart cejijunto y abatido. A las ocho, Bridger y Christine, abandonaron su trabajo.
Fleming se quedó en el vacío cuarto de control, escuchando el zumbido del equipo y observando el interminable relampagueo de la consola. Judy se le reunió tan pronto como pudo y se sentó con él en el pupitre de control. Fleming no habló, ni siquiera para maldecir o quejarse, y a ella no se le ocurrió nada adecuado que decir.
Las manecillas del reloj de la pared progresaron hasta las diez, y entonces las lámparas de la consola dejaron de parpadear. Fleming lanzó un suspiro y se dispuso a marcharse. Judy tocó su manga con la punta de los dedos, para proporcionarle un poco de consuelo. Él se volvió para besarla y en aquel momento la unidad de resultados cobró vida y empezó a imprimir.
Reinhart se quedó a pasar la noche en Aberdeen, donde se celebraba una reunión de las universidades escocesas. La reunión era un pretexto: el profesor no quería pasar el resto del viaje junto al grupo cortésmente conmiserativo de Londres. Su único consuelo fue encontrar a una vieja amiga, Madeleine Dawnay, profesora de química en Edimburgo. Era tal vez la mejor bioquímica del país, enormemente capaz y con todo el encanto, decían sus alumnos, de un tubo de ensayo lleno de piel seca. Hablaron durante mucho rato y luego él se marchó a su habitación del hotel, donde empezó a cavilar.
Por la mañana recibió un telegrama de Thorness: DIANA. ASES Y REYES. VENGA EN SEGUIDA. FLEMING. Anuló su billete de avión para Londres compró un nuevo billete de ferrocarril y emprendió de nuevo el camino hacia el Noroeste, llevándote a Dawnay consigo.
—¿Qué significa eso? —preguntó ella.
—Espero con todas mis fuerzas que signifique que ha ocurrido algo. El maldito aparato ha costado muchos millones, y anoche llegué a pensar que íbamos a ser el hazmerreír de Whitehall.
No sabía bien por qué se había llevado a su amiga. Posiblemente para tener un poco de apoyo moral.
Cuando telefoneó al campo desde la estación de Thorness para pedir un auto y un pase adicional, su llamada fue directamente a la oficina de Quadring.
—Malditos científicos —dijo Quadring a su ordenanza—. Están entrando y saliendo como si esto fuera una feria.
Cogió el pase que había escrito el ordenanza y se dirigió al despicho de Geers. Por lo general, tenía un carácter bastante afable, pero Judy le había informado del asunto de los disparos y estaba muy excitado y nervioso.
—¿Querrá firmar esto, doctor?
Dejó el pase sobre la mesa de Geers.
—¿De quién se trata?
—De alguien que trae el profesor Reinhart.
—¿Ha comprobado su identidad?
—Es una dama.
—¿Cómo se llama?
Geers observó la tarjeta con sus gafas bifocales.
—Profesora Dawnay.
—¡Dawnay! ¿Madeleine Dawnay? —Mostró un nuevo interés—. No tiene que preocuparse por ella. Estuve en su compañía en Manchester antes de que se trasladara.
Sonrió abismado en sus recuerdos mientras firmaba el pase. Quadring se movió intranquilo.
—No es sencillo seguir la pista a todos esos tipos del Ministerio de Ciencias.
—Mientras permanezcan en sus propios edificios…
Geers le devolvió el pase.
—No permanecen.
—¿Quién?
—Bridger, por ejemplo. Sale mucho en su barca, hasta la isla.
—Es un amante de los pájaros.
—Nosotros opinamos que es algo más. Mi impresión personal es que se lleva documentos consigo.
—¿Documentos? —Geers levantó vivamente la cabeza—. ¿Tiene alguna prueba?
—No.
—Bueno, entonces…
—¿Sería posible que se le registrara en el embarcadero?
—¿Y si no encontráramos nada?
—Me sorprendería.
—Y nosotros quedaríamos como unos tontos, ¿no? —Geers se quitó las gafas y miró escépticamente al comandante—. Y si estuviera preparando algo, le pondríamos en guardia.
—Está preparando algo.
—En tal caso, consiga algún hecho que nos permita actuar.
—No sé cómo puedo hacerlo.
—Usted es responsable de la seguridad de este establecimiento.
—Sí, señor.
Por un momento. Geers prestó toda su atención al asunto.
—¿Y la señorita Adamson?
Quadring se lo explicó.
—Después, ¿no ha ocurrido nada?
—Nada que hayamos notado.
—¡Hum! —Dobló las patas de sus gafas con un ademán que descartaba el asunto—. Si va usted al edificio de la computadora, podría entregar su pase a la profesora Dawnay.
—No pensaba ir.
—Entonces, envíe a alguien. Y dele recuerdos míos. De hecho, si han terminado a una hora razonable, podrían darse una vuelta por aquí para tomar una copa de jerez.
—Muy bien, señor.
Quadring se apartó rápidamente de la mesa.
—Supongo que Fleming está con ellos.
—Sí, señor.
Llegó hasta la puerta. Geers contemplaba soñadoramente el techo, pensando en Madeleine Dawnay.
—Ojalá nosotros hiciéramos más investigaciones puramente científicas. Uno llega a cansarse de este trabajo casi industrial.
Quadring se escabulló.
Al final fue Judy la que cogió el pase. Dawnay estaba en el cuarto de control de la computadora, que Reinhart y Bridger le hacían visitar, mientras Christine trataba de localizar a Fleming por teléfono. Judy entregó el pase y fue presentada.
—¿Relaciones públicas? Bueno, me alegro de que dejen hacer algo útil a las chicas —dijo Dawnay con una voz vibrante y varonil.
Parecía dura, pero no carente de amabilidad. Reinhart carraspeó un poco; parecía desacostumbradamente nervioso.
—¿Qué quería John?
—No lo sé —contestó Judy—. Por lo menos, no acabo de comprenderlo.
—Me envió un telegrama.
Al cabo de un minuto, Fleming entró apresuradamente.
—Ah, está aquí.
Reinhart cayó sobre él.
—¿Qué ha ocurrido?
—¿Estamos solos? —preguntó Fleming, mirando fríamente a Dawnay.
Reinhart les presentó con irritación y desplazó su peso de un diminuto pie al otro, mientras interrogaba a Fleming acerca de la computadora.
—Madeleine está enterada de todo.
—Tiene suerte. Ojalá yo lo estuviera.
Fleming se llevó una mano al bolsillo y sacó un pliego de papeles doblados que entregó al profesor.
—¿Qué es esto?
Reinhart lo abrió. Fleming le observaba con expresión divertida, como un niño que le hace una jugarreta a una persona mayor. El papel tenía escritas varias líneas de cifras.
—¿Cuándo ha impreso esto? —preguntó Reinhart.
—Anoche, cuando todos se hubieron marchado. Solo estábamos Judy y yo.
—No me habías dicho nada —comentó Bridger.
—Te habías marchado.
Reinhart miró las cifras con el ceño fruncido.
—¿Significan algo para ti?
—¿No las reconoce?
—No puedo decir que sí.
—¿No son las distancias relativas de los niveles de energía en el átomo de hidrógeno?
—¿Lo son?
Reinhart entregó los papeles a Dawnay.
—¿Quieres decir que de repente salió con esto? —preguntó Bridger.
—Sí. Pudiera ser. —Dawnay leyó lentamente las cifras—. Parecen la frecuencia relativa. ¡Qué cosa más extraordinaria!
—Todo el asunto se aparta algo de lo ordinario —dijo Fleming.
Dawnay volvió a examinar las cifras y asintió.
—No acabo de entenderlo.
Judy se preguntó si no estaría mostrándose desacostumbradamente obtusa.
—Parece como si alguien de por ahí —y Dawnay señaló hacia el cielo— se haya tomado infinitas molestias para comunicarnos lo que ya sabemos acerca del hidrógeno.
—Sí, realmente, esto es todo.
Judy miro a Fleming, quien no dijo nada. Madeleine Dawnay se volvió hacia Reinhart.
—Resulta algo decepcionante.
—Yo no estoy decepcionado —dijo Fleming con voz tranquila—. Es un punto de partida. La cuestión es: ¿Queremos proseguir?
—¿Cómo puedo hacerlo? —preguntó Dawnay.
—Bueno, el hidrógeno es el elemento común del Universo. ¿No es cierto? De modo que esta información es universal y de gran sencillez. Si no la reconocemos, no vale la pena de que la máquina prosiga. Si la identificamos, entonces puede pasar a la pregunta siguiente.
—¿Qué pregunta?
—Todavía lo ignoramos. Pero le apuesto a que este es el primer movimiento en una larga partida de preguntas y respuestas. —Cogió el papel de manos de Dawnay y lo entregó a Christine—. Mete esto en la consola de alimentación.
—¿De veras?
Christine desplazó su mirada hasta Reinhart.
—De veras.
Reinhart permaneció silencioso, pero algo le había ocurrido; ya no se mostraba derrotado y sus ojos relampagueaban y brillaban. Los demás formaban un grupo silencioso y pensativo mientras Christine se sentaba ante el teletipo y Bridger ajustaba los mandos en el pupitre de control.
—Ahora —dijo.
Aún se mostraba más tranquilo que Fleming, y Judy no pudo decidir si sentía celos, aprensión o simplemente trataba, como los demás, de resolver el problema.
Christine tecleó con rapidez y la computadora zumbó sordamente tras los paneles metálicos. En realidad parecía rodearles, maciza, impasible y acechante. Dawnay contempló las hileras de armaritos azules, las luces rítmicamente oscilantes, con menos temor del que sentía Judy, pero con interés.
—Preguntas y respuestas… ¿Cree usted eso?
—Si se encontrara usted allá lejos, entre las estrellas, no podría preguntarnos lo que saberlos, pero este tipo sí podría. —Fleming indico los aparatos de control de la computadora— si está diseñado y programado para hacerlo por ellos.
Dawnay se volvió de nuevo hacia Reinhart.
—Si el doctor Fleming está en lo cierto, tenéis aquí algo verdaderamente tremendo.
—Fleming tiene un gran instinto para esto —dijo Reinhart.
Cuando Christine hubo terminado de teclear los datos, nada sucedió. Bridger siguió manipulando los mandos del pupitre de control, mientras los demás aguardaban. Fleming parecía intrigado.
—¿Qué sucede, Dennis?
—No lo sé.
—Pueden estar equivocados —dijo Judy.
—Hasta ahora no lo hemos estado.
Mientras Fleming hablaba, las lámparas de la consola empezaron a parpadear y un momento después la Unidad de Resultados se puso en acción con un chasquido. Se reunieron a su alrededor, observando la ancha cinta de papel blanco que iba apareciendo, cubierta con hileras de cifras.
Una de las alacenas bajas del despacho de Geers era un mueble bar. El director puso cuatro vasos encima y sacó una botella de ginebra del estante inferior.
—Lo que Reinhart y su gente están haciendo es excitante en extremo. —Llevaba su segundo mejor traje, pero mostraba sus mejores modales, en obsequio de Dawnay—. Ayer se retrasó un poco, pero supongo que ahora todo marcha.
Dawnay, acomodada en uno de los butacones, alzó la mirada y captó la de Reinhart. Geers siguió hablando mientras echaba bitter en uno de los vasos.
—Aquí solo tenemos chatarra. Producimos buena parte de los misiles del país, desde luego, lo que implica una serie de mecanismos muy complejos, pero no me importaría ponerme un traje viejo y volver al trabajo de laboratorio. ¿Están bien así?
Colocó el vaso lleno en su mesa, a la altura de una oreja de Dawnay. Su base estaba cubierta con un pedacito de papel para impedir que manchara el barniz.
—Estupendo, gracias.
Dawnay apenas podía verlo y alcanzarlo, sin ponerse en pie. Geers saco otra botella del mueble bar.
—¿Y jerez para usted, Reinhart? —Escanciaron el jerez—. Uno se encuentra tan atado en un cargo oficial… A su salud. Es un placer verte de nuevo, Madeleine. ¿A qué te dedicas?
—DNA, cromosomas, el origen de la vida. —Dawnay habló con el ceño fruncido. Volvió a dejar su vaso en la mesa, encendió un cigarrillo y exhaló el humo por la nariz, como un hombre—. Ahora me encuentro en una especie de callejón sin salida. Me proponía retirarme a pensar algún tiempo, cuando me encontré con Ernest.
—Quédate y piensa aquí. —Geers le dirigió una amable sonrisa, que luego borró de su rostro—. ¿Dónde está Fleming?
—Llegará de un momento a otro —dijo Reinhart.
—Tiene usted un ayudante extraordinario, aunque algo raro —le informó Geers—. En realidad, todo su equipo resulta algo extraño. ¿No le parece?
—Pero hemos obtenido resultados. —Reinhart no estaba ofendido—. La máquina ha empezado ya a imprimirlos.
Geers enarcó las cejas.
—¿De verdad? ¿Y qué ha impreso?
Se lo explicaron.
—Muy extraño. Muy extraño, desde luego. ¿Y qué ha ocurrido cuando han vuelto a introducir esos datos?
—Ha surgido una gran masa de cifras.
—¿Qué representan?
—Ni idea. La hemos estado examinando, pero hasta ahora…
Reinhart se encogió de hombros.
Fleming entró después de llamar altivamente a la puerta.
—¿Es aquí donde dan la fiesta?
—Pase, pase —dijo Geers, como si se dirigiera a un estudiante prometedor, aunque torpe—. ¿Sediento?
—¿Cuándo no lo estoy?
Fleming llevaba las hojas impresas. Las echó sobre la masa y bebió un trago.
—¿Algún resultado? —preguntó Reinhart.
—Nada en absoluto. Existe algún error por parte de él, o por parte de nosotros.
—¿Es esto lo último que ha producido? —preguntó Geers, alisando los papeles e inclinándose para examinarlos—. Tendrán que hacer un profundo análisis con todo esto, ¿no? Si podemos ayudarles en alguna manera…
—Debería resultar sencillo —Fleming estaba absorto y preocupado como si tratara de ver algo que quedara junto a él—. Estoy seguro de que debería ser algo muy sencillo. Algo fácil de reconocer.
—Había una sección aquí… —Reinhart cogió las hojas y buscó una concreta—. Parece vagamente familiar. Examina otra vez este grupo, Madeleine.
Lo examinó.
—¿Qué clase de información espera? —preguntó Geers a Fleming, mientras se servía una bebida.
—No lo sé. Aún ignoro cómo va el juego.
—¿No le interesaría el átomo de carbono, por casualidad?
Dawnay alzó la vista desde su sillón, con una débil sonrisa dibujada en sus labios.
—¡El átomo de carbono!
—No está expresado como lo haríamos nosotros; pero sí podría ser la descripción de la estructura del carbono. —Exhaló humo por la nariz—. ¿Te referías a esto, Ernest?
Reinhart y Geers inclinaron la cabeza de nuevo sobre los papeles.
—Desde luego, estoy algo oxidado —dijo Geers.
—Pero podría serlo, ¿verdad?
—Sí, podría. Me gustaría saber si hay algo más.
—No habrá nada más —dijo Fleming. Parecía muy seguro y ya nada preocupado—. Tómenlo desde el principio. Piensen en el asunto del hidrógeno. Él nos está preguntando a qué clase de vida pertenecemos. Todas estas otras cifras son otras posibles maneras de hacer criaturas vivientes. Pero nosotros nada sabemos acerca de ellas, porque la vida en este mundo se basa en el átomo de carbono.
—Bueno, es una teoría —dijo Reinhart—. ¿Qué hacemos ahora? ¿Volvemos a meter en la computadora las cifras relacionadas con el carbono?
—Sí, si queremos que él sepa de qué estamos hechos. No lo olvidará.
—¿No estará usted presuponiendo una inteligencia? —dijo Geers, quien no tenía tiempo para fantasías.
—Mire —dijo Fleming, volviéndose hacia él—. El mensaje que captamos ofrecía dos facetas. Estipulaba un diseño. Después nos daba una serie de información básica que suministrar a la computadora cuando la hubiésemos construido. De momento, ignorábamos qué información era aquella, pero ahora empezamos a saberlo. Con lo que había en el programa original y con lo que le decimos ahora, puede averiguar todo lo que desee sobre nosotros. Y puede aprender a actuar sobre ello. Si esto no es una inteligencia, no sé qué puede ser.
—Es una máquina muy útil —dijo Dawnay.
Fleming se encaró con ella.
—Solo porque no tiene protoplasma, ningún químico puede imaginarlo como un elemento pensante.
Dawnay lanzó un resoplido.
—¿De qué tienes miedo. John? —preguntó Reinhart.
—De su finalidad. No ha sido puesto aquí por diversión. Ni para nuestro beneficio.
—Este chisme le ha producido una neurosis —dijo Dawnay.
—¿Lo cree usted?
—Se les presenta una oportunidad única; aprovéchenla. —Se dirigió a Reinhart—. Si utilizas el método del doctor Fleming e introduces en la máquina la fórmula del carbono, tal vez se obtenga algo más. Puede llegarse a estructuras más complicadas, y dispones de una computadora maravillosa para manejarla. No es más que eso. Utilízala.
—¿John?
Reinhart se volvió hacia Fleming.
—No cuenten conmigo.
—¿Te gustaría hacerlo, Madeleine? —preguntó el profesor.
—¿Y a ti no? —repuso ella.
—Hay un gran trecho entre la astronomía y la biosíntesis. Si tu universidad puede prescindir de ti…
—Nosotros estaremos encantados de tenerte aquí. —Geers, cuando se movía, lo hacía aprisa—. Antes decías que estabas en un callejón sin salida.
Dawnay meditó.
—¿Trabajaría usted conmigo, doctor Fleming?
Fleming meneó la cabeza.
—Antes de que empecemos con esto, hay que aclarar un punto.
—No lo creo yo así.
—He ido todo lo lejos que deseo. En realidad, aún más, para demostrar que mis teorías eran ciertas. Pero para mí, el camino termina aquí.
Reinhart abrió la boca para hablar, pero Fleming se apartó del grupo.
—Está bien —dijo el profesor—. ¿Quieres encargarte tú, Madeleine?
Ultimaron los detalles cuando Fleming se hubo marchado.
Dawnay se trasladó la semana siguiente y empezó a trabajar en la computadora, con Bridger y Christine como ayudantes, y Geers, ahora lleno de entusiasmo y atención. Fleming regresó a Londres y Judy no supo nada de él; siendo una funcionaria ligada por un juramento, tenía que permanecer donde se le ordenaba. En cierto modo, constituía un alivio verse libre de sus relaciones equívocas. Después de su única noche en el chalet de Fleming, Judy le había tenido a distancia en la medida de lo posible, porque se encontraba confusa entre el instinto de estar enamorada y el sentimiento de que no quería que él la tomara por algo que no era. Cuando menos, mientras Fleming estuviese lejos, ella no tendría que transmitir informes sobre él, aunque sí sobre Bridger, cosa que no le importaba tanto.
Bridger no les proporcionaba ninguna pista. Judy se mantuvo alejada del páramo y las patrullas de Quadring no encontraron nada. En cuanto a Bridger, se mostró cada vez más abatido y callado. Trabajaba con eficiencia, pero sin entusiasmo, empleando sus ratos libres en observar los últimos pájaros migratorios desde las rocas de Thorholm.
El otoño se convirtió en invierno. En Londres, Fleming se dedicó a comprobar el mensaje completo y todos sus cálculos originales. Seguían llegando informes sobre la señal procedente de Bouldershaw Fell, pero solo eran asunto de rutina. El código seguía siendo el mismo; Fleming no pudo encontrar en todo su trabajo nada que le confirmara los temores que sentía.
En Thorness, Dawnay hacía mayores progresos.
—El muchacho estaba en lo cierto en una cosa —explicó a Reinhart—. En el asunto de las preguntas y respuestas. Le suministramos las cifras correspondientes al átomo de carbono e inmediatamente empezó a facilitar informes sobre la estructura de las moléculas de proteínas.
Cuando se los suministró, la computadora empezó a hacer más preguntas. Ofreció las fórmulas de una variedad de estructuras distintas basadas en proteínas, y estaba claro que quería que se le diese más información acerca de aquello. Dawnay puso al trabajo a todo su departamento de Edimburgo. Entre todos, consiguieron facilitar a la máquina cuanto sabían acerca de la formación de las células. Para Año Nuevo, la máquina les había dado la estructura molecular de la hemoglobina.
—¿Por qué de la hemoglobina? —preguntó Judy, quien había acompañado a Dawnay a Edimburgo en un intento de entender lo que sucedía.
—La hemoglobina de la sangre es la encargada de transportar la electricidad a nuestro cerebro.
—¿Te ofreció su fórmula junto con una serie de alternativas? —preguntó Reinhart.
Se habían reunido los tres en el estudio de Dawnay, en uno de los viejos y grises edificios de la universidad, porque ella les había explicado que deseaba que el ministro tomara una decisión.
—Sí —repuso Dawnay—. Como antes. Y hemos vuelto a facilitarle esa.
—De modo que ahora ya sabe con qué funcionan nuestros cerebros.
—A estas alturas, tiene muchos más datos sobre nosotros.
Reinhart se frotó la barbilla con sus cortos dedos.
—¿Para qué puede quererlos?
—Estás bajo la influencia de Fleming, ¿verdad? —dijo Dawnay con tono de reproche—. No es que pueda querer nada. Calcula respuestas lógicas según la información que le damos, y de lo que tiene almacenado en su memoria. Porque se trata de una máquina de calcular.
—¿Eso es todo?
Judy, por lo poco que sabía, compartía las dudas de Reinhart.
—Mostrémonos científicos, ¿eh? —dijo Dawnay—. Nada de superstición.
—Profesor Reinhart, ¿qué opina usted?
Reinhart pareció incómodo.
—Fleming diría que quiere saber con qué clase de inteligencia se enfrenta, qué clase de calculadoras somos nosotros, lo complicados que son nuestros cerebros, cómo los alimentamos, en qué clase de seres están alojados…
—El joven Fleming sufre disturbios emocionales —dijo Dawnay.— Señaló con una mano estantes llenos de pliegos de papel—. Ahora tenemos tanto material que apenas podemos ver la luz, pero tengo una idea acerca de lo que es todo eso, y por eso les he convocado. Creo que nos ha dado el plan básico de una célula viva.
—¿Una qué?
—No es que nos vaya a servir para algo. Tenemos esta enorme cantidad de cifras. Es demasiado complejo para que podamos comprenderlo bien.
—¿Por qué?
—¡Fíjese en el volumen que tiene! Podemos reconocer pequeños fragmentos, fragmentos aislados sobre la estructura de los cromosomas y cosas así, pero se necesitarían años para analizarlo todo.
—Si eso es lo que se espera de nosotros…
—¿Qué quieres decir?
Reinhart volvió a frotarse la barbilla. Sus dedos, observó Judy, tenían pequeños hoyuelos. Se desprendía del profesor algo muy reconfortante y humano, incluso cuando estaba abstraído en sus teorías.
—Quiero hablar con Fleming y Osborne —dijo Reinhart, por fin.
Se reunió con ellos en el despacho de Osborne. Por entonces conocía al dedillo todos los hechos y deseaba acción. Fleming parecía más viejo y descuidado, como si su nervio interior se hubiese relajado. Tenía el rostro abotargado y los ojos inyectados en sangre.
Osborne se sentó con ademán elegante y escuchó a Reinhart.
—La profesora Dawnay ha identificado lo que parece ser la estructura detallada de los cromosomas de una célula.
—¿Una célula viva?
—Sí… Es algo que desconocíamos hasta ahora: el orden en que están dispuestas las moléculas de ácido nucleico.
—¿De modo que en realidad ahora podrían sintetizar una?
—Si podemos utilizar la computadora como control, y si podemos construir un artefacto químico que actúe siguiendo las instrucciones a medida que van surgiendo, sí; de hecho si podemos crear un sintetizador automático, creo que podremos empezar a fabricar tejido vivo.
—Esto es lo que los biólogos han estado persiguiendo desde hace años, ¿no?
—¿Y quieren permitirle que fabrique un organismo vivo? —preguntó Fleming.
—Dawnay quiere intentarlo —dijo Reinhart—. Fleming, no. ¿Qué hemos de hacer?
—¿Por qué no quiere? —preguntó Osborne a Fleming con indiferencia, cual si se tratara de un asunto de interés superficial.
—Porque se nos está obligando a hacerlo —dijo Fleming con cansancio—. Lo he estado repitiendo desde el día que construimos esa maldita máquina y no encuentro motivos para cambiar de opinión. Si Madeleine Dawnay imagina que va a poder utilizar la computadora como una pieza más del equipo de un laboratorio, es una optimista inconsciente. Si quiere jugar con la biosíntesis, que lo haga en el laboratorio de su universidad. No le permitan que utilice la computadora. O, si no hay más remedio, por lo menos destrúyanle primero la memoria.
—¿Reinhart?
Osborne se encaró lánguidamente con el profesor. No exteriorizó la impresión que pudieran haberle producido las palabras de Fleming.
—No lo sé —dijo Reinhart—. De veras que no lo sé. Procede de una inteligencia extraterrena, pero…
—¿Siempre podemos desconectarlo? —le interrumpió Fleming—. Mire, construimos el aparato para demostrar el contenido del mensaje. ¿No es así? Bueno, ya está hecho. Lo hemos hecho funcionar para descubrir su propósito. Ahora también lo sabemos.
—¿Lo sabemos?
—¡Yo sí! Es una quinta columna intelectual procedente de otro mundo, de otra forma de existencia. Tiene en su interior las semillas de la vida, y también de la destrucción.
—¿Tiene alguna base para decir esto? —preguntó Osborne.
—Ninguna tangible.
—Entonces, ¿cómo podemos…?
—¡Está bien, adelante pues! —Fleming se puso en pie y se encaminó hacia la puerta—. Prosigan y va verán lo que sucede, pero después no me vengan llorando.