IX
ACELERACIÓN
La muchacha, según Geers había profetizado, se había desarrollado por completo al término de cuatro meses. Permanecía la mayor parte del tiempo en una tienda de oxígeno, aunque aprendía a respirar naturalmente durante periodos cada vez mayores. Al final del primer mes, dejó de alimentársele por medios intravenosos y se le inició la alimentación por vía oral. Aparte de esto, no se hizo nada para estimular su mente y parecía inerte como un bebé, contemplando el techo. A medida que el crecimiento proseguía, Geers sintió cierta aprensión, pero este se detuvo al alcanzar la estatura de un metro sesenta y dos centímetros, en cuyo momento la criatura ofrecía el aspecto de una joven completamente desarrollada.
—Y por cierto, una joven muy atractiva —comentó Hunter, pasándose la lengua por los labios.
Geers no permitía que nadie la viera, con excepción de Hunter, Dawnay y sus ayudantes. A diario enviaba informes confidenciales al ministro de Defensa, y fue visitado en dos ocasiones por el director general de Investigaciones, con quien trazó planes para el futuro de la muchacha. Se tomaron precauciones extremadas para mantener en secreto su existencia; en los edificios de la computadora y el laboratorio, había montada guardia noche y día, y todos los que debían saber habían jurado guardar silencio. Aparte de Reinhart, a quien Osborne se lo contó privadamente, y un puñado de altos funcionarios y de políticos de Londres, nadie sabía nada sobre ella, exceptuado el equipo investigador de Thorness.
Fleming, en opinión de Geers, era el miembro más dudoso de todo el grupo, y Judy recibió instrucciones específicas de vigilarlo. Esta y Fleming apenas habían hablado desde la primavera anterior. Él había hecho una tentativa superficial y huraña para disculparse, pero ella le había cortado en seco, y desde entonces, cuando se encontraban en las dependencias, prácticamente se ignoraban. Cuando menos, se dijo Judy, ella no le había estado espiando. El hecho de que Fleming se hubiese apartado del experimento de Dawnay, al que Judy había sido adscrita después de la muerte de Bridger, significaba que él no era ya asunto que le concerniera de manera directa. Cualesquiera que fuesen los remordimientos de conciencia que sintiese, quedaban ocultos bajo la anestesia de una especie de apatía negligente. Pero ahora era distinto. Haciendo acopio de fuerzas, Judy fue al encuentro de Fleming en la sala de la computadora, sintiendo una extraña debilidad en las piernas. Le alargó la carta con las nuevas instrucciones.
—¿Quieres leer esto? —dijo ella, sin ningún preliminar.
Él examinó el papel y se lo devolvió.
—Lleva membrete del Ministerio de Defensa. Léelo tú. Soy muy exigente con mis cosas.
—Está relacionado con la seguridad de la nueva criatura —dijo Judy secamente, retrayéndose ante el ataque de él.
Fleming se echó a reír.
—¿Le divierte esto? —preguntó ella—. Me nombran responsable de su seguridad.
—¿Y quién será responsable de la tuya?
—¡John! —El rostro de Judy enrojeció—. ¿Siempre hemos de estar en lados distintos de la barrera?
—Eso parece, ¿verdad? —Y añadió con un tono en el que había simpatía e indiferencia a la vez—. Me parece que no acabo de comprender a tu preciosa criatura.
—No es mía. Cumplo una misión. No soy tu enemigo.
—No. Solo eres de esas muchachas que se ven obligadas a hacer ciertas cosas. —Miró desvalidamente a su alrededor—. ¡Oh, estoy hablando demasiado!
Judy hizo una última tentativa para alcanzarle.
—Parece como si hubiese transcurrido mucho tiempo desde que salíamos a pasear en barca.
—Ha transcurrido mucho tiempo.
—Nosotros somos los mismos.
—En un mundo distinto.
Fleming se desplazó como si quisiera marcharse.
—Es el mismo mundo, John.
—Está bien, explícaselo a ellos.
Hunter pasó por su lado.
—Vamos a sacarla.
—¿A quién?
Fleming se apartó de Judy con alivio.
—A la muchachita. De su tienda de oxígeno.
—¿Podemos presenciarlo? —preguntó Judy.
—Esta es una ocasión especial. Una especie de fiesta.
Hunter dirigió una mirada concupiscente a Judy y se encaminó hacia la otra habitación. Fleming contempló su marcha con expresión sombría.
—Con cada paquete se regala un monstruo vivo de tamaño natural.
Judy se sorprendió riendo. De repente, notó que estaban mucho más próximos.
—Detesto a ese hombre. Es demasiado relamido.
—Espero que la mate —dijo Fleming—. Probablemente sea un doctor lo bastante malo para conseguirlo.
Entraron juntos en el laboratorio. Hunter estaba supervisando la abertura del extremo interior de la tienda de oxígeno, observado por Dawnay. En la tienda había una estrecha camilla con ruedas, que dos ayudantes sacaron suavemente. Los demás formaron corro en tanto que la camilla surgía con su carga: primero los pies, cubiertos por una sábana, luego el cuerpo también cubierto. Yacía de espaldas, y al aparecer su rostro Judy lanzó una exclamación. Era un rostro firme y hermoso, con pómulos altos y facciones bálticas. Su largo cabello pálido estaba esparcido en la almohada. Tenía los ojos cerrados y respiraba pacíficamente, como si durmiera. Parecía una versión purificada y rubia de Christine.
—¡Es Christine! —susurro Judy—. Christine.
—No puede ser —contestó Hunter bruscamente.
—Existe un parecido superficial —admitió Dawnay.
Hunter la interrumpió.
—Realizamos la autopsia de la otra chica. Además, aquella era morena.
Judy se volvió hacia Fleming.
—¿Se trata de alguna horrible especie de experimento práctico?
Él movió la cabeza.
—No te dejes engañar. Que nadie se deje engañar. Christine ha muerto. Christine solo sirvió de modelo.
Nadie habló por un momento, mientras Dawnay tomaba el pulso de la muchacha y se inclinaba para examinarle el rostro. Los ojos se abrieron y miraron vagamente hacia el techo.
—¿Qué significa esto? —preguntó Judy.
Recordaba a Christine muerta y sin embargo aquel ser que tenía delante, vivo, era inconfundiblemente igual.
—Significa —dijo Fleming, como si contestara a todos—, que la máquina cogió a un ser humano y realizó una copia. Cometió algunas equivocaciones, el color del cabello, por ejemplo, pero en conjunto su trabajo ha sido muy bueno. La anatomía humana puede describirse en cifras y eso es lo que la computadora hizo; y después consiguió que nosotros realizáramos la operación inversa.
Hunter miró a Dawnay e indicó a los ayudantes que empujaran la camilla hasta una habitación contigua.
—En todo caso, nos ha dado lo que queríamos —dijo Dawnay.
—¿Usted cree? Lo importante es el cerebro: el cuerpo no vale nada. No ha creado un ser humano, sino una criatura alienígena con aspecto de tal.
—El doctor Geers nos ha contado su teoría —dijo Hunter mientras caminaba en pos de la camilla.
Dawnay vaciló un momento antes de seguirle.
—Tal vez tenga usted razón —dijo—. En cuyo caso, aún resultará más interesante.
Fleming se dominó con un esfuerzo evidente.
—¿Qué van a hacer con eso?
—Vamos a educarlo, a educarla.
Fleming dio media vuelta, salió del laboratorio y regresó a la sala de la computadora, seguido por Judy.
—¿Qué hay de malo en ello? —preguntó la muchacha—. Todos los demás…
Fleming se le encaró.
—Siempre que una inteligencia superior tropieza con otra inferior, la destruye. Eso es lo malo. El hombre de Cromañón destruyó al de Neanderthal; los rostros pálidos eliminaron a los pieles rojas. ¿Dónde estaba Cartago cuando los romanos terminaron con ella?
—Pero, a la larga, ¿es esto malo?
—Es malo para nosotros.
—¿Por qué ha de querer esta…?
—Los fuertes son siempre implacables con los débiles.
Judy apoyó tímidamente una mano en la manga de él.
—En tal caso, convendría que los débiles estuviesen unidos.
—Esto debería habérsete ocurrido antes.
Judy tuvo la sensatez de no seguir acosándole; remprendió su vida normal, dejando a Fleming con sus preocupaciones y sus dudas.
Aquel año la primavera llegó tardíamente. El tiempo nublado y frío prosiguió hasta finales de abril, como haciendo juego con el ambiente grisáceo que reinaba en el establecimiento. Aparte del experimento de Dawnay, nada resultaba bien. Los equipos de investigación de cohetes trabajaban a marchas forzadas, pero sin éxitos notables; se producían más lanzamientos que nunca, pero sin resultados satisfactorios. Después de cada fracaso, la neblina gris del Atlántico envolvía el promontorio, como para demostrar que nada cambiaría, ni siquiera mejoraría.
Solo la muchacha florecía, como una planta exótica en un invernadero. Una dependencia del laboratorio de Dawnay fue destinada a vivienda de la joven. Allí era atendida y preparada como una princesa de un cuento de hadas. La llamaron Andrómeda, debido a su origen, y le enseñaron a comer, a beber, a sentarse y a caminar. Al principio le costó aprender a utilizar su cuerpo; como Dawnay decía, no tenía ninguno de los instintos de un niño normal para su desenvolvimiento físico, pero pronto resultó claro que era capaz de absorber conocimientos a una velocidad prodigiosa. Nunca hubo que repetirle una cosa. Una vez comprendía las posibilidades de algo, lo dominaba sin vacilación ni esfuerzo.
Lo mismo ocurrió con la palabra. Al principio pareció no tener conciencia de que existía; nunca había llorado como llora un bebé, y hubo que enseñárselo como a un niño sordo, haciéndole notar la vibración de sus cuerdas vocales y sus efectos. Pero tan pronto como comprendió la finalidad de aquello, aprendió el idioma tan aprisa como le era enseñado. En cuestión de semanas, se convirtió en una persona culta y locuaz.
También en pocas semanas había aprendido a moverse como un ser humano, algo rígidamente, como si su cuerpo actuara siguiendo instrucciones y no por propia voluntad, pero graciosamente y sin ninguna torpeza. La mayor parte del tiempo estaba confinada en su vivienda, aunque cada día, excepto cuando llovía, era llevada a los páramos en un automóvil cerrado, donde se le permitía pasear al aire libre, bajo escolta armada y fuera de la vista de cualquiera, tanto de dentro como de fuera de Thorness.
Nunca se quejaba, por muchas cosas que se le hiciesen. Aceptaba los exámenes médicos, la enseñanza, la vigilancia constante, como si no tuviese voluntad o deseos propios. De hecho, no mostraba ninguna emoción, exceptuadas las del hambre ante un plato de comida y las de cansancio al llegar la noche, y entonces se trataba de un cansancio físico, nunca mental. Siempre se mostraba amable, atenta, y era muy amable, sumisa y bella. En realidad, se portaba como alguien que viviese en sueños.
Geers y Dawnay ordenaron su educación a un ritmo que acumuló toda una carrera universitaria en un espacio no superior al que se dedica a un cursillo de verano. Una vez hubo captado la base de la aritmética decimal, ya no tuvo mayor dificultad con las matemáticas. Parecía una máquina de calcular; barajaba las cifras con la rápida lógica de un formulario y nunca se equivocaba. Parecía capaz de recordar las progresiones más complejas sin ningún esfuerzo. En cuanto a lo demás, se la llenó de conocimientos, como una Enciclopedia. Geers y los maestros que pasaron por Thorness en una interminable e impresionante procesión, no para instruirla directamente, sino para guiar a sus instructores, pusieron las bases de unos conocimientos generales, sin especialización, de modo que al final del cursillo de verano, Andrómeda sabía tanto sobre el mundo, en teoría, como un escolar de último año inteligente y trabajador. De lo que carecía era de toda experiencia humana y de toda actitud espontánea ante la vida. Aunque era despierta y razonablemente comunicativa, igual hubiese dado que anduviera y hablara en sueños, y de hecho, esa es la impresión que producía.
—Estaba usted en lo cierto —admitió Dawnay, hablando con Fleming—, no tiene un cerebro, sino una computadora.
—¿Y no es lo mismo?
Fleming contempló la esbelta muchacha rubia sentada a una mesa, leyendo, en lo que había sido transformado en sus habitaciones. Fue durante una de sus raras visitas a los dominios de Dawnay. El laboratorio había sido modificado y dividido en una serie de habitaciones, varias de las cuales estaban reservadas exclusivamente para la muchacha.
—No es falible —dijo Dawnay—. Nunca olvida. Nunca comete un error. Ya sabe más que la mayoría de la gente.
Fleming frunció el ceño.
—Y seguirán ustedes facilitándole información hasta que sepa más que todo el mundo.
—Probablemente. Nuestros superiores tienen planes para ella.
El de Geers resultaba obvio. Los problemas apremiantes del mecanismo de Defensa, permanecieron sin resolver, pese a la utilización de la nueva computadora. La principal dificultad estribaba en que no sabían cómo utilizarla. Cada día se la quitaban a Fleming durante varias horas, y conseguían realizar con ella un gran número de cálculos rápidos; pero no tenían medio de aprovechar su verdadero potencial, o de utilizar su inmensa inteligencia para resolver problemas que no podían exponerse con cifras. Si, como Fleming consideraba, los seres creados con ayuda de la máquina, tenían una afinidad con ella, entonces resultaría posible utilizarlos como agentes. El monstruo original era evidentemente incapaz de comunicar a la computadora cualquier dato sobre las necesidades humanas, pero con la chica era distinto. Si podía ser utilizada como intermediaria, podían conseguirse resultados sensacionales.
El ministro de Defensa no opuso objeciones a la idea, y aunque Fleming advirtió a Osborne como lo había hecho con Geers, Osborne carecía de influencia frente a los hombres que gobernaban. Fleming tuvo que permanecer impasible, viendo cómo los deseos de la máquina eran cumplidos inconscientemente por gente que no quería escucharle. En cuanto a él, solo podía basarse en una lógica tortuosa. Si se equivocaba, se habría equivocado desde el principio, y la vida no sería lo que él había pensado. Pero si estaba en lo cierto, se encaminaban hacia la catástrofe.
Fleming estaba en la sala de la computadora cuando Geers y Dawnay trajeron a la muchacha por primera vez.
—¡Por amor de Dios!
Fleming miró a Geers y a Dawnay en una súplica final, desesperanzada.
—Todos sabemos lo que usted opina, Fleming —dijo Geers.
—Entonces, no la traigan aquí.
—Si no está de acuerdo, quéjese al ministro.
Se volvió hacia la puerta. Dawnay se encogió de hombros: le parecía que Fleming daba mucha importancia a algo que no la tenía.
Geers sostuvo la puerta abierta para que Andrómeda entrara, escoltada por Hunter, quien caminaba a su lado, ligeramente más atrás, como si fuesen personajes de una novela de Jane Austen. Andrómeda se movía con cierta rigidez, pero estaba muy atenta, con el rostro tranquilo y la mirada fijándose en todo.
La escena resultaba solemne e irreal a la vez, como si fuera a empezar un minueto.
—Esta es la sala de control de la computadora —dijo Geers cuando ella se detuvo y miró a su alrededor. Hablaba como un padre, amable, pero firme—. ¿Recuerdas que te hablé de esto?
—¿Por qué había de olvidarlo?
Aunque hablaba con cierta pomposidad, su voz, como su rostro, era vigorosa y atractiva.
Geers le hizo atravesar la habitación.
—Esta es la consola de alimentación. El único sistema que tenemos para facilitar información a la computadora es mecanografiarlo aquí. Se necesita mucho tiempo.
—Desde luego.
Andrómeda examinó el teclado con una especie de tranquilo interés.
—Si queremos sostener una conversación con ella —prosiguió Geers—, el mejor sistema es seleccionar parte de los resultados y volverlos a introducir.
—Esto es muy primitivo —dijo ella lentamente.
Dawnay se adelantó hasta colocarse junto a la muchacha.
—Cíclope en la otra habitación, puede comunicarse directamente a través de ese cable coaxial.
—¿Esto es lo que desean que haga yo?
—Quisiéramos experimentarlo —dijo Geers.
La muchacha alzó la vista y, descubrió a Fleming que la contemplaba. Hasta entonces no había reparado en él y se le quedó mirando inexpresivamente.
—¿Quién es ese?
—El doctor Fleming —dijo Dawnay—. Él diseñó la computadora.
La muchacha se acercó rígidamente a Fleming y le alargó una mano.
—¿Cómo está usted?
Hablaba como si repitiese una lección. Fleming ignoró la mano tendida y siguió observándola. Ella le miró sin parpadear durante un minuto, al cabo del cual dejó caer el brazo.
—Debe de ser un hombre inteligente —dijo con sencillez.
Fleming se rio.
—¿Por qué hace esto?
—¿Qué?
—Reír… ¿Se dice así?
Fleming se encogió de hombros.
—La gente ríe cuando se siente feliz y llora cuando está triste. A veces reímos cuando estamos tristes.
—¿Por qué? —siguió observando el rostro de él—. ¿Qué es feliz o triste?
—Son sentimientos.
—Yo no los siento.
—No. Tú, no.
—¿Pero que ustedes sí?
—Porque somos imperfectos.
Fleming le devolvió la mirada, como si se tratara de un desafío. Geers carraspeo con impaciencia.
—¿Trabaja correctamente, Fleming? En el panel no aparece nada.
—¿Qué es el panel? —preguntó Andrómeda volviéndose.
Geers se lo enseñó y ella permaneció contemplando las hileras de bombillas apagadas, mientras Geers y Dawnay le daban explicaciones, así como también del uso de los terminales.
—Nos gustaría que te colocaras entre ellos —añadió el director.
Ella avanzó hacia el panel, y al aproximarse las bombillas empezaron a parpadear. Se detuvo.
—Todo va bien —dijo Dawnay.
Geers sacó las protecciones de los terminales e indicó a la muchacha que se adelantara, mientras Fleming observaba, tenso, sin decir nada. Andrómeda avanzó recelosamente, con el rostro demudado. Cuando llegó al panel, permaneció allí, con cada terminal a pocos centímetros de su cabeza, y las luces empezaron a parpadear más aprisa. En la habitación resonaba el zumbido del equipo de la computadora. Lentamente, sin que se le ordenase, la muchacha levantó las manos hacia los terminales.
—¿Está seguro de que está neutralizado?
Geers miró ansiosamente a Fleming.
—Se neutraliza a sí mismo.
Cuando las manos de la joven tocaron las placas metálicas, se estremeció. Permaneció con el rostro inexpresivo, como en trance, y después bajó las manos y retrocedió vacilante. Dawnay y Geers la sostuvieron y la acompañaron hasta una silla.
—¿No le ocurre nada? —preguntó Geers.
Dawnay meneó la cabeza.
—¡Pero fíjate en esto!
Todas las bombillas del panel estaban encendidas, y la computadora producía un zumbido más fuerte que nunca.
—¿Qué ha ocurrido?
—Me habla —dijo la muchacha—. Conoce mi existencia.
—¿Qué te dice? —preguntó Dawnay—. ¿Qué sabe de ti? ¿Cómo habla?
—Nos… nos comunicamos.
Geers parecía intrigado.
—¿Mediante cifras?
—Podría expresarse con cifras —dijo ella, mirando fijamente ante sí—. Haría falta mucho tiempo para explicarle.
—¿Y tú puedes comunicarte…?
Dawnay fue interrumpida por una fuerte explosión que se produjo en la sala contigua. El panel se apagó de repente, el zumbido cesó.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Geers.
Sin contestar, Fleming dio media vuelta y corrió hacia la sala del laboratorio que alojaba a Cíclope en su tanque. De los alambres de contacto que surgían del tanque se desprendía uno. Cuando tiró de ellos, aparecieron sus extremos ennegrecidos, en los que todavía se veían pegados pedazos de tejido. Miró en el interior del tanque y su boca se contrajo hasta formar una estrecha línea.
—¿Qué le ha sucedido?
Dawnay llegó corriendo, seguida por Geers.
—Ha sido electrocutado.
Fleming les mostró los extremos de los cables.
Geers atisbo dentro del tanque y retrocedió con expresión de asco.
—¿Qué ha hecho con los controles? —preguntó.
Fleming dejó caer los alambres.
—Nada. La computadora sabe cómo variar su voltaje, sabe cómo se quema el tejido y sabe cómo se mata.
—Pero ¿por qué? —pregunto Geers.
Instintivamente, todos miraron hacia el umbral de la puerta que comunicaba con la sala de la computadora. La muchacha estaba allí.
—¿Por qué existe ella? —Fleming se acercó a Andrómeda con expresión sombría y las mandíbulas apretadas—. Acabas de explicárselo, ¿verdad? Sabe que ahora tiene un enclavo mejor. Ya no necesita esa pobre criatura. Eso es lo que ha dicho, ¿verdad?
Ella le devolvió la mirada con firmeza.
—Sí.
—¿Lo ven? —Fleming se encaró con Geers—. Aquí tenemos un asesino. Bridger pudo ser un accidente, también Christine, aunque ye lo llamaría asesinato. Pero este ha sido un crimen puro y deliberado.
—Solo se trataba de una criatura primitiva —dijo Geers.
—¡Le constituía un estorbo! —Fleming volvió a mirar a la muchacha—. ¿Verdad?
—Ya no hacía falta —repuso ella.
—¡Y la próxima vez puede set usted quien ya no haga falta, o yo, o todos nosotros!
El rostro de Andrómeda siguió inexpresivo.
—No hemos hecho más que eliminar material inútil.
—¿Hemos?
—La computadora y yo.
Andrómeda se llevó los dedos a la cabeza. Fleming la devoró con la mirada.
—Sois lo mismo ¿verdad? Una inteligencia compartida.
—Si —contestó ella sin entonación—. Tengo entendido…
—¡Entonces, entiende esto! —la voz de Fleming se agudizó a causa de la excitación, y acercó su rostro al de la muchacha—. Se trata de una información. ¡El asesinato es malo!
—¿Malo? ¿Qué es malo?
—Días atrás era usted quien hablaba de matar —observó Geers.
—¡Oh, válgame Dios! —exclamó Fleming con rabia—. ¿Es que ya no queja ninguna persona cuerda?
Contemplo a Andrómeda durante otro momento y después salió de la sala, casi corriendo.
Bouldershaw Fell tenía un aspecto muy parecido a cuando Reinhart lo había mostrado a Judy por primera vez. La hierba y los arbustos habían crecido en las cicatrices que los constructores habían producido en los páramos, y líneas negras corrían pared abajo de los edificios, allí donde los canalones se habían desbordado durante las tormentas invernales; pero el triple arco seguía inmóvil sobre su gran cuenco, y dentro del edificio principal el equipo y el personal seguían su trabajo tranquilo y metódico. Harvey seguía a cargo del pupitre de control; los mecanismos de dirección y de cálculo continuaban situados a ambos lados, flanqueando el ancho ventanal, y las fotografías de las estrellas seguían colgando en las paredes, aunque menos nuevas de lo que habían sido.
El único signo del asunto que les preocupaba a todos, era un gigantesco mapamundi impreso en vidrio, sobre el cual se trazaban con tiza las órbitas de los objetos que rodeaban la Tierra. Aquello traicionaba lo que la calma exterior del sitio ocultaba: la angustia febril con que observaban cómo las señales se multiplicaban sin cesar en el cielo. Reinhart llamaba a aquello la Escritura en la pared, y trabajaba noche y día con el equipo de observación, detectando cada nuevo rastro así que entraba en órbita, y enviando informes cada vez más apremiantes y sombríos a Whitehall.
Cerca de un centenar de siniestros satélites no identificados habían sido localizados durante los pasados meses, y su área de lanzamiento había sido situada en un triángulo de varios centenares de kilómetros de extensión, entre Manchuria, Vladivostok y la isla japonesa más septentrional. Ninguna de las naciones limítrofes admitía haberlos lanzado. Como decía Vandenberg podían pertenecer a cualquiera de aquellos tres miembros de las Naciones Unidas.
Vandenberg hacía frecuentes visitas al telescopio y celebraba extensas e infructuosas conferencias con Reinhart. Lo único que podía revelarles sus hallazgos era que se trataba de vehículos impulsados, lanzados desde una posición alrededor de los cuarenta grados Norte y los ciento treinta o ciento cincuenta grados Este, y que corrían por encima de Rusia, de Europa Occidental y de las Islas Británicas, a una velocidad aproximada de veinticinco mil kilómetros por hora, a una altura entre quinientos treinta y seiscientos cuarenta kilómetros. Después de cruzar sobre Inglaterra, en su mayoría pasaban sobre el norte del Atlántico y Groenlandia, y sobre el norte del Canadá, cerrando probablemente su trayectoria en algún punto situado al norte del Mar de la China. Siguiesen el camino que siguiesen, siempre se les hacía pasar sobre Inglaterra y Escocia; evidentemente, eran dirigibles y se les gobernaba con deliberación hacia aquel pequeño objetivo. Aunque nada seguro se sabía de su tamaño o forma, emitían una señal característica y no había duda de que eran lo bastante grandes para transportar una carga nuclear.
—Ignoro cuál es su finalidad —admitió Reinhart.
Aquellos satélites le obsesionaban. Por desdichado que se sintiera de cómo habían resultado las cosas en Thorness ahora estaba completamente ocupado por aquel nuevo y terrorífico giro de los acontecimientos.
Vandenberg tenía teorías razonables y convincentes.
—Su finalidad es que alguien en el Este quiere que sepamos que nos superan técnicamente. Lanzan esos objetos por encima de nuestras cabezas para demostrar al mundo que estamos indefensos. Es una nueva forma de chantaje.
—Pero ¿por qué siempre por encima de Inglaterra?
Vandenberg se mostró apesadumbrado por el profesor.
—Porque son ustedes lo suficientemente pequeños e importantes para constituir una especie de rehén. Esta isla ha sido siempre un buen blanco.
—Bueno. —Reinhart indicó el mapa en la pared—. Ahí tiene las pruebas. ¿No presentarán las potencias occidentales el asunto ante el Consejo de Seguridad?
Vandenberg movió la cabeza.
—No, hasta que podamos negociar desde una posición fuerte. Les encantaría que corriéramos a gimotear a las Naciones Unidas y admitiéramos nuestra debilidad. Entonces nos tendrían cogidos. Lo que necesitamos, ante todo, es un medio de defensa.
Reinhart se mostró escéptico.
—¿Qué hacen al respecto?
—Vamos tan aprisa como podemos. Geers tiene una teoría…
—¡Oh, Geers!
—Geers sostiene la teoría —Vandenberg ignoró la interrupción— de que si podemos hacer que esa chica actúe de acuerdo con su computadora, tal vez consigamos rápidos progresos.
—Ahora ya no es mi computadora —dijo Reinhart hoscamente—. Les deseo que se diviertan.
Esa misma noche, tras marcharse Vandenberg, compareció Fleming. Reinhart se había quedado trabajando, en un intento de fijar el origen de las señales terrestres que hacían que los satélites cambiaran de dirección en su órbita, cuando escuchó el zumbido del motor del auto de Fleming. Para este era una especie de retorno al hogar, la sala familiar. Harvey en el pupitre de control, la diminuta y paternal figura del profesor que le esperaba… De los tres hombres, Fleming parecía el más abrumado.
—Todo esto parece tan normal… —Contempló la amplia sala—. Tranquilo y limpio.
Reinhart sonrió.
—Pues de momento no está nada normal.
—¿Podemos hablar?
Reinhart le condujo hasta un par de butacas dispuestas para los visitantes, junto a una mesita, en una habitación retirada del observatorio.
—Ya te lo dije por teléfono, John: yo no puedo hacer nada. Van a utilizar a esa chica como ayuda para que la computadora apresure su trabajo en el proyectil de Geers.
—Que es precisamente lo que la máquina quiere.
Reinhart se encogió de hombros.
—Ahora no intervengo en eso.
—Ninguno de nosotros interviene. Yo me aferro con uñas y dientes. Tanto hablar de que siempre podríamos desconectar a máquina… Bueno, pues ya no podemos, ¿no es cierto? —Fleming jugueteó nerviosamente con una caja de cerillas que había sacado para encender sus cigarrillos—. Ahora se controla a sí misma. Ha conseguido protectores, aliados. Si esa cosa con aspecto de mujer hubiese llegado en una nave interplanetaria, a estas alturas la habrían aniquilado ya. Se la hubiera tomado por lo que era. Pero como nos ha sido presentada de una manera mucho más sutil, como tiene forma humana, se le acepta por su aspecto. Y su aspecto es atractivo. Es inútil apelar a Geers sobre este particular: lo he intentado ya. Profesor, estoy asustado.
—Todos lo estamos —dijo Reinhart—. Cuanto más averiguamos sobre el Universo, más atemorizador resulta.
—Escuche. —Fleming se inclinó ávidamente hacia el profesor—. Utilicemos la cabeza. Esa máquina, esa hija de una inteligencia extraterrena ha eliminado a su monstruo de un ojo. Ha eliminado a Christine. Me eliminará a mí, si me interpongo en su camino.
—Entonces, no te interpongas —dijo Reinhart, cansadamente—. Sí corres peligro, aléjate mientras puedas.
—¡Peligro! —Fleming lanzó un resoplido—. ¿Cree usted que quiero morir de una manera horrible como Dennis Bridger, a causa del Gobierno o de Intel? Pero yo no soy más que uno más en la lista. Si me tengo que retirar, o soy asesinado, ¿qué sucederá después?
—Lo único que importa de momento es lo primero que ha de ocurrir. —Reinhart hablaba como un doctor ante un caso sin esperanza—. No puedo ayudarte, John.
—¿Y Osborne?
—Ahora no tiene influencia.
—Podría conseguir que su ministro fuese a ver al Premier.
—¿Al Premier?
—Para eso está, ¿no?
Reinhart movió la cabeza.
—No tienes pruebas de tus teorías, John.
—Tengo algunos argumentos.
—Dudo que ninguno de ellos esté de humor para escucharte. —Reinhart señaló con una mano el mapa que había en la pared—. Eso es lo que nos preocupa de momento.
—¿A qué viene todo esto?
Reinhart se lo explicó. Fleming le escuchó, nervioso y abatido, aplastando entre los dedos la caja de cerillas.
—No siempre podernos salimos con la nuestra, ¿verdad? —Rechazó las explicaciones del profesor—. Por lo menos, podríamos llegar a un acuerdo con otros seres humanos.
—¿Qué clase de acuerdo?
—Eso no importa, en comparación con lo que nos espera si no lo hacemos. Una bomba constituye una muerte rápida para una civilización, pero la lenta subyugación de un planeta…
Su voz se fue apagando.
El Primer Ministro estaba en su despacho de paredes de roble, en la Cámara de los Comunes. Era un anciano caballero de aspecto agradable, con brillantes ojos azules. Estaba sentado en el centro de uno de los costados de la enorme mesa que llenaba a medias el despacho, escuchando al ministro de Defensa. La luz del sol penetraba suavemente tamizada por los cristales de las ventanas. Hubo una llamada a la puerta y el ministro de Defensa frunció el ceño; era un joven nervioso a quien no le gustaba ser interrumpido.
—Ah, aquí llega la ciencia. —El Primer Ministro sonrió gentilmente cuando Ratcliff y Osborne entraron—. ¿No conoce a Osborne, Burdett?
El ministro de Defensa se levantó y alargó la mano con frialdad. El Primer Ministro indico a todos que se sentaran.
—¿Verdad que hace un día espléndido, caballeros? Recuerdo que es muy similar al que hacía cuando lo de Dunquerque. El sol siempre parece sonreír ante una adversidad nacional. —Se volvió bacía Burdett—. ¿Quiere plantearnos el asunto, muchacho?
—Se trata de Thorness —dije Burdett a Ratcliff—. Queremos tener el superordenador a nuestro cargo exclusivo y también todo lo relacionado con él. Se ha llegado a un acuerdo de principio, ¿verdad? Y el Primer Ministro y yo pensamos que ha llegado el momento de ponerlo en práctica.
Ratcliff le miró sin entusiasmo.
—Ya tienen acceso a la máquina.
—Ahora necesitamos más que eso, ¿no es cierto, señor? —Burdett apeló al Primer Ministro.
—Necesitamos nuestro nuevo interceptor, caballeros, y lo necesitamos aprisa. —Detrás de los modales amables, tranquilos y mundanos se escondía más que un indicio de firmeza y de decisión—. En 1940 teníamos Spitfires[6], pero ahora ni nosotros ni nuestros aliados occidentales tenemos algo que pueda detener la avalancha que se nos viene encima.
—Ni esperanzas de conseguirlo, utilizando medios convencionales —añadió Burdett.
—¿No podríamos colaborar para la consecución de algo? —preguntó Ratcliff a Osborne.
Burdett no era hombre que perdiera el tiempo.
—Podemos arreglárnoslas nosotros solos si tanto el equipo como la chica de Thorness pasan a depender exclusivamente de nosotros.
—¿La chica?
Osborne enarcó una disciplinada ceja, pero el Primer Ministro le tranquilizó con un ademán.
—El doctor Geers opina que si utilizamos a esa curiosa persona para que interprete nuestras peticiones a la computadora, y para que nos transmita los cálculos que haga el aparato, podríamos resolver muy rápidamente bastantes problemas.
—Suponiendo que pueda confiarse en sus intenciones.
El Primer Ministro pareció interesado.
—No acabo de comprenderlo.
—Una o dos personas de nuestro grupo sienten dudas acerca de su potencial —dijo Ratcliff, más esperanzado que convencido.
A ningún ministro le gusta perder terreno, aunque para mantenerlo deba utilizar razonamientos ambiguos. El Primer Ministro descartó aquello con un ademán.
—Oh, sí, he oído hablar de eso.
—Hasta ahora, señor, esa criatura ha estado sometida a examen por nuestro equipo —dijo Osborne—. La profesora Dawnay…
—Dawnay podría quedarse.
—Con un papel meramente consultivo —añadió rápidamente Burdett.
—¿Y el doctor Fleming? —preguntó Ratcliff.
El Primer Ministro se volvió hacia Burdett.
—Fleming resultaría útil, ¿verdad?
—Necesitaremos un control completo y una seguridad absoluta —contestó Burdett, frunciendo el ceño.
Ratcliff jugó su última carta.
—¿Creen ustedes que esa chica será capaz de realizar lo que esperan de ella?
—Pienso preguntárselo —dijo el Primer Ministro. Apretó un botón que había en la mesa y casi inmediatamente apareció en la puerta un joven secretario—. Pídale al doctor Geers que pase con la señorita que le acompaña.
—¿La han traído aquí?
Ratcliff miró acusadoramente a Osborne como si fuese culpa de este.
—Sí, muchacho. —El Primer Ministro miró también a Osborne con expresión interrogante—. ¿Es ella… ejem…?
—Tiene un aspecto completamente normal.
El Primer Ministro lanzo un ligero suspiro de alivio y se levantó al abrirse la puerta para dejar paso a Geers y Andrómeda.
—Pase, doctor Geers. Pase, señorita.
Se instaló a Andrómeda en una silla que quedaba frente al Primer Ministro. La muchacha se sentó en silencio, con la cabeza ligeramente inclinada y las manos unidas en el regazo, como una mecanógrafa que buscara colocación.
—Debe usted encontrar esto bastante extraño —dijo el Primer Ministro con suavidad.
Ella contestó con frases lentas y correctas.
—El doctor Geers me lo ha explicado.
—¿Le ha dicho por qué la hemos traído aquí?
—No.
—¿Burdett?
El Primer Ministro dejó que este prosiguiera el interrogatorio. Ratcliff mostró un ceño fruncido mientras Burdett adelantaba el cuerpo hasta el borde de la silla, apoyaba los codos en la mesa, unía los dedos de ambas manos y miraba a Andrómeda por encima de ellos.
—Esta nación… ¿Sabe usted algo sobre esta nación?
—Sí.
—Esta nación se ve amenazada por proyectiles orbitales.
—Sabemos lo que son proyectiles orbitales.
—¿Sabemos? —Burdett la miró con mayor atención aún.
Ella permaneció como estaba, con el rostro inexpresivo.
—La computadora y yo.
—¿Cómo lo sabe la computadora?
—Compartimos nuestra información.
—Es lo que esperábamos —dijo el Primer Ministro.
Burdett prosiguió.
—Tenemos proyectiles interceptores, cohetes de varias clases, pero nada que combine la velocidad, el alcance y la precisión necesarios para…, ejem…
Buscó la palabra adecuada.
—¿Para derribarlos? —preguntó ella con sencillez.
—Exactamente. Podemos facilitarle a usted todos los detalles sobre la velocidad, altura y dirección; de hecho, podemos proporcionarle gran cantidad de datos, pero necesitamos que se les convierta en términos mecánicos prácticos.
—¿Es difícil?
—Para nosotros, sí. Lo que buscamos es un arma interceptora, altamente perfeccionada que realice sus propios cálculos al instante.
—Comprendo.
—Nos gustaría que trabajara usted con nosotros en este proyecto —dijo el Primer Ministro con amabilidad, como si pidiera un favor a un niño—. El doctor Geers le explicará lo que necesitamos y le dará todas las facilidades necesarias para su misión.
—Y el doctor Fleming puede ayudarla con la computadora —añadió Ratcliff.
Andrómeda levantó la vista por primera vez.
—No necesitaremos al doctor Fleming —dijo.
Y había algo en su voz comedida y tranquila que se interpuso en los rayos del sol como una sombra fría.
A su regreso de Londres, Andrómeda pasó la mayor parte del tiempo en la oficina de diseños, a una o dos manzanas de distancia del edificio de la computadora, preparando datos para la máquina y enviándolos a la misma. A veces acudía a comunicarse directamente con la computadora, con el resultado de que cálculos largos y complejos surgían seguidamente del aparato, cálculos que ella podía llevarse para transformar en proyectos de diseño. Los resultados superaron incluso las esperanzas de Geers. De los tableros de dibujo surgieron nuevos sistemas de dirección y nuevas fórmulas balísticas que, una vez ensayadas, se mostraron a la altura de todas las exigencias. Entre la máquina y la muchacha conseguían realizar un trabajo diario que en condiciones normales hubiese requerido un año. Los resultados eran no solo elegantes, sino evidentemente eficaces. En muy poco tiempo resultó posible la construcción de un ingenio interceptor completamente nuevo.
Durante las horas de trabajo, Andrómeda tenía libertad de movimientos en todo el recinto, y aunque al terminar el mismo desaparecía en sus habitaciones particulares, siempre bajo guardia, pronto constituyó una figura familiar en Thorness. Judy hizo correr la voz de que era una especialista facilitada por el ministro de Defensa.
A la semana siguiente, se hizo público un comunicado en el número 10 de Downing Street:
El Gobierno de su Majestad ha observado desde hace algún tiempo el paso de un número creciente de vehículos orbitales, posiblemente proyectiles, por encima de estas islas. Aunque los vehículos, que son de origen desconocido, si bien terrestre, pasan a enorme altura y gran velocidad, no existen motivos de alarma inmediatos. Sin embargo, el Gobierno de su Majestad desea declarar que constituyen una infracción deliberada del espacio aéreo inglés, y que se están tomando medidas para interceptarlos e identificarlos.
Fleming escuchó la noticia en su aparato de radio portátil, en su chalet de Thorness. Ya no era responsable de la computadora, y Geers había sugerido que se sentiría más feliz si se marchaba de allí. Sin embargo, Fleming se había quedado, en parte por obstinación y en parte debido a una sensación de peligro inminente, y observaba los progresos de Andrómeda y de los dos jóvenes ayudantes contratados para colaborar con ella en el manejo de la máquina. Fleming no hizo ninguna tentativa de aproximación hacia ella o hacia Judy, quien seguía merodeando por allí en una vigilancia sin objetivo, actuando como enlace entre Andrómeda y la Oficina Central, pero después de oír la noticia por radio, se encaminó hacia el edificio de la computadora, con la vaga idea de que debía hacerse algo.
Judy le encontró sentado en el sillón giratorio contiguo al pupitre de control. Estaba meditabundo. Ella no se le había acercado desde su última disputa, pero le había observado con preocupación y con una latente sensación de afecto que no había conseguido eliminar.
Se acercó al pupitre de control y se detuvo ante él.
—¿Por qué no lo dejas correr, John?
—A ti te encantaría, ¿verdad?
—No me encantaría, pero aquí nada puedes hacer, aparte de consumirte el corazón.
—Resulta un bonito juego entre tres, ¿eh? —Fleming la miró sardónicamente—. Yo la vigilo a ella y tú me vigilas a mí.
—Así solo consigues atormentarte.
—¿Celosa? —preguntó él.
Judy movió la cabeza con impaciencia.
—No seas absurdo.
—Están todos tan seguros… —Contempló reflexivamente el equipo de control—. Tal vez exista algo que se me haya escapado acerca de esto, o acerca de ella.
Mientras Judy y Fleming hablaban, Andrómeda entró en la sala. Se detuvo en el umbral, sosteniendo un montón de papeles y esperó hasta que hubieron terminado. Se mantuvo en silencio, pero en ella no había nada de modestia. Cuando hablaba a Judy y a los otros que trabajaban con ella tenía un aspecto autoritario que no admitía dudas. No hacía concesiones ni siquiera a Geers, era perfectamente cortés pero les trataba a todos como a sus inferiores intelectuales.
—Deseo hablar con el doctor Geers sobre esto, por favor —dijo desde la puerta.
—¿Ahora?
Judy trató de igualarla en su tranquilo desprecio.
—Ahora.
—Veré si está libre —dijo Judy.
Y salió.
Andrómeda se dirigió lentamente hacia el panel de control, haciendo caso omiso de Fleming, pero este sintió un impulso que le obligó a detenerla.
—¿Es feliz en su trabajo?
Ella se volvió y le miro sin hablar. Fleming se irguió en la silla, repentinamente alerta.
—¿Se está naciendo muy indispensable? —preguntó él en el mismo tono con el que había llamado a Judy.
Andrómeda le miró con solemnidad. Parecía una estatua, con su rostro de finas facciones, su largo cabello y sus brazos caídos a ambos lados de su sencillo vestido claro.
—Por favor, lleve cuidado con lo que dice —dijo.
—¿Es una amenaza?
—Sí.
Andrómeda habló sin énfasis, como si se limitara a establecer un hecho. Fleming se puso en pie.
—¡Por Dios! No voy a permitir que… —se interrumpió y sonrió—. Tal vez se me haya escapado algo.
Sus pensamientos resultaban incomprensibles para ella. Andrómeda se volvió para alejarse.
—¡Espere un momento!
—Estoy ocupada.
Pero se volvió hacia él y esperó.
Fleming se le acercó lentamente y la miró de pies a cabeza con expresión burlona.
—Tiene que hacer algunas reformas si desea impresionar a los hombres. —Ella siguió inmóvil. Fleming levantó una mano y apartó el cabello de una de las mejillas de la joven—. Debería recogerse el cabello detrás, y entonces veríamos que tal queda. Muy bonita.
Andrómeda retrocedió hasta quedar fuera del alcance de la mano de Fleming, pero mantuvo sus ojos fijos en él, mitigada y sorprendida.
—O podría usar perfume. Como hace Judy.
—¿Es eso que huele?
Él asintió.
—No muy exótico. Agua de lavanda o algo así. Es agradable.
—No le entiendo. —Una pequeña arruga se formó en su lisa frente—. Agradable, desagradable. Bueno, malo. No existe distinción lógica.
Fleming siguió sonriendo.
—Acérquese.
Ella vaciló y luego avanzó un paso. Tranquila y deliberadamente, él le pellizcó en un brazo.
—¡Ay!
Andrómeda retrocedió con una repentina expresión de miedo en sus ojos y se frotó el sitio que él había pellizcado.
—¿Agradable o desagradable? —preguntó Fleming.
—Desagradable.
—Porque usted ha sido hecha para registrar el dolor. —Fleming volvió a levantar el brazo y ella retrocedió—. Ahora no voy a hacerle daño.
Andrómeda permaneció rígida mientras él le acariciaba la frente, como si se tratara de un animalillo, sumiso, pero presto a huir. Los dedos de él rozaron su mejilla y su cuello desnudo.
—¿Agradable o desagradable?
—Agradable.
Andrómeda le observó para ver cuál sería su próxima acción.
—Ha sido usted hecha para registrar el placer. ¿Lo sabía? —Fleming retiró su mano con suavidad y se apartó de ella—. Dudo que esta haya sido intencionado, pero al darle forma humana… Los seres humanos no viven siguiendo una lógica.
—¡Ya lo he observado!
Andrómeda se mostraba ya más segura de sí misma, como antes de que él empezara a hablar; pero Fleming seguía acaparando su atención.
—Vivimos mediante nuestros sentidos. Eso es lo que nos da el instinto, para bien y para mal, nuestros juicios estéticos y morales. Sin ellos, es probable que nos hubiésemos aniquilado ya.
—Pero hacen cuanto les es posible, ¿verdad? —Andrómeda contempló con sonrisa despreciativa los papeles que sostenía—. Son como niños, con sus proyectiles y sus cohetes.
—No me incluya a mí en eso.
—No, no lo hago —Andrómeda le miró pensativamente—. De todos modos, voy a salvarles. En realidad, esto es muy sencillo.
Y con un ligero ademán señaló los papeles que sostenía. Compareció Judy y se detuvo, como había hecho Andrómeda, en el umbral.
—El doctor Geers la recibirá.
—Gracias.
Los papeles habían cambiado. De una manera sutil, entre los tres se había establecido una relación mutua distinta. Aunque Fleming seguía vigilando a Andrómeda, esta le correspondía con una atención distinta.
—¿Huelo desagradablemente? —preguntó ella.
Fleming se encogió de hombros.
—Tendrá que averiguarlo usted misma, ¿no le parece?
Andrómeda siguió a Judy fuera del edificio y anduvo por el sendero de cemento hasta el despacho de Geers. Las dos jóvenes no tenían nada que decirse ni nada que compartir, excepto una hastiada indiferencia. Judy la hizo pasar al despacho de Geers y la dejó. El director estaba sentado a su mesa, telefoneando.
—Sí, progresamos estupendamente —decía—. Solo otra comprobación y empezaremos a construir.
Colgó el teléfono y Andrómeda dejó sus papeles en la mesa, con indiferencia, como si le llevara una taza de té.
—Aquí tiene todo lo que le hacía falta, doctor Geers —le dijo.