VI
ALARMA
Pese a sus palabras, al llegar la primavera Fleming se presentó en Thorness. Dijo que iba para visitar a Judy, pero en realidad lo hacía impulsado por una curiosidad morbosa. Se mantuvo alejado del edificio de la computadora, pero Judy y Bridger, por separado, le explicaron lo que ocurría. Un ala adjunta al edificio principal estaba llena con el complicado equipo de laboratorio de Dawnay, incluso un sintetizador químico y un microscopio electrónico. Además de Christine, tenía a varios estudiantes graduados ya trabajando en el proyecto, así como todo el dinero que razonablemente podía necesitar. Entre Reinhart y Osborne habían conseguido obtener un sustancial apoyo.
—¿Y tú cómo estás? —le preguntó Fleming a Judy.
Estaban sentados en lo alto del acantilado, dentro del recinto del campo, sobre el rompeolas.
—Voy tirando —le sonrió tierna, pero cansadamente. Estaba impresionada por el cambio que él había experimentado, por su descuido y abatimiento, por la mirada de derrota que había en sus ojos. Ansiaba estrecharlo en sus brazos y entregársele. Al mismo tiempo, deseaba mantenerle a distancia, como durante su amistad primitiva, que a Judy le parecía el límite a que podía llegar honradamente en tanto estuviese desempeñando un papel del que se avergonzaba. Cuando se enteró de que él volvía, trató incluso de presentar la dimisión, pero no se lo habían permitido. Por entonces sabía demasiado para que pudieran soltarla, y también para poderle decir a él la verdad.
Bridger había permanecido en el campo, trabajando todo el invierno, sin efectuar ningún movimiento sospechoso; pero el automóvil de Kaufmann había sido visto varias veces por los alrededores y el gigantesco y absurdamente vestido chófer había estado vigilando las llegadas y salidas en la estación, y por lo menos en una ocasión había telefoneado a Bridger. Después de esto, Bridger había parecido más desdichado que antes y había empezado a sacar copias de los resultados facilitados por la computadora para su propio uso. Judy no había descubierto eso, pero Quadring sí. Sin embargo, no se había obtenido nada. El yate blanco no había reaparecido y además era muy improbable que lo hiciera, durante el invierno, con las galernas, los huracanes y el mar desencadenado. A principios de la primavera volvieron a salir las patrullas navales, reforzadas con helicópteros, y el yate, suponiendo que hubiera intentado volver, debió huir atemorizado. Pero si las precauciones aumentaban, también lo hacía el valor de la información, y los superiores de Judy estaban convencidos de que el interés por la información iba en aumento.
Judy, sin otra cosa que hacer que vigilar, tenía como de costumbre, sobrado tiempo libre, y a Quadring se le ocurrió hacer que vigilara a Fleming. Por esto estaba sentada en lo alto del acantilado, en compañía de él, fingiendo y sintiéndose feliz, aunque experimentando una gran amargura interior.
—¿Cuándo vais a celebrar una conferencia de Prensa? —preguntó Fleming…
—No lo sé. Este año, el próximo, alguna vez.
—Todo esto debiera haber sido comunicado al público muchos meses atrás.
—Pero ¿y si es un secreto?
—Es un secreto porque conviene a los políticos. Por eso va por mal camino. Una vez se arrebata la ciencia de manos de los científicos y se les devuelve después, está maldita. —Señaló con el pulgar hacia los edificios—. Si es que todo esto no está maldito ya.
—¿Qué te propones hacer? —le preguntó ella.
Fleming dirigió la mirada hacia las olas que rompían a cincuenta metros por debajo de ella y luego se volvió y sonrió a la muchacha por primera vez en mucho tiempo.
—Llevarte a dar un paseo en barca.
Era una de aquellas primaveras prematuras que a veces se presentan inesperadamente a principios de marzo. El sol brillaba, soplaba una ligera brisa del sudoeste y el mar estaba tranquilo. Fleming decidió que Judy no tenía nada que hacer y estuvieron navegando a diario por la bahía y costa arriba, hasta Greenstone Point, y hacia el Sur hasta la desembocadura del Gairloch. El agua estaba helada, pero la arena resultaba cálida, y por las tardes solían dejar la embarcación en la playa, en alguna ensenada atractiva, desembarcaban y se tendían a tomar el sol.
Al cabo de unos días, Fleming mostraba un aspecto más saludable. Se volvió más alegre y pareció capaz de olvidar durante horas seguidas la nube que colgaba sobre su mente. Evidentemente percibía que Judy no deseaba ya que la cortejara, y muy pronto volvió a actuar como un hermano mayor, afectuoso, y dominante. Judy contenía el aliento y esperaba que todo saliese bien.
Luego, un día cálido y resplandeciente, se detuvieron en una diminuta bahía de la isla de Thorholm, por el lado que daba al mar abierto. Las rocas se elevaban abruptamente a sus espaldas, reflejando el calor del sol sobre sus cuerpos tendidos en la arena. Lo único que veían era el cielo azul sobre sus cabezas. Lo único que oían era el rumor de las olas y los gritos de las aves marinas. Al cabo de un rato, Fleming se sentó y se quitó su grueso jersey.
—Será mejor que también te quites el tuyo —le dijo a Judy.
La muchacha vaciló, después obedeció y se quedó en ropa interior, sintiendo cómo la brisa y el sol acariciaban su cuerpo. Al principio, Fleming no le prestó atención.
—Esto es mejor que las máquinas de calcular.
Ella sonrió con los ojos cerrados.
—¿Es aquí a dónde viene Bridger?
—Sí.
—No veo ningún pájaro.
—Yo solo veo uno.
Fleming se volvió y la besó. Judy permaneció impasible y él se apartó de nuevo dejando una mano apoyada en el estómago de la muchacha.
—¿Por qué no sale contigo? —preguntó ella.
—No quiere imponernos su presencia.
Judy miró hacia el sol con los ojos entornados.
—Él no me aprecia.
—Es un sentimiento mutuo, ¿no?
Judy no contestó. La mano de él se desplazó hasta la cadera.
—Por favor, John.
—¿Has prestado juramento a las Girl Scouts?
La voz de él sonó de repente ronca y enojada.
—No soy ninguna mojigata, pero…
—¿Pero qué?
—No me conoces.
—¡Diablos! No me has dado muchas oportunidades, ¿no crees?
Ella se puso en pie bruscamente y miró a su alrededor. En las rocas que quedaban detrás había una hendidura.
—Exploremos un poco.
—Como quieras.
—¿Hay una cueva ahí?
—Sí.
—Vamos a verla.
—No estamos adecuadamente vestidos.
—¿Hablas en serio? —Judy le sonrió, se puso el jersey y después le tiro el de él—. Toma.
—Penetra profundamente en el acantilado. Casi hace falta equipo de escalador.
—Entremos solo un poco.
—Está bien. —Fleming se puso en pie y ahuyentó su malhumor—. Vamos.
La cueva se ensanchaba en el interior y después se estrechaba al penetrar en la roca. El suelo era arenoso al principio y sembrado de piedras. A medida que entraban se encontraban caminando sobre pedruscos. Dentro hacía fresco y reinaba un gran silencio. Fleming trajo una linterna de la embarcación e iluminó las paredes rocosas que quedaban frente a ellos. El agua rezumaba por todas partes. Después de avanzar unas pocas docenas de metros llegaron a otro ensanchamiento, en cuyo extremo más alejado había un estanque. Judy se arrodilló y contempló el agua.
—Aquí hay un pedazo de cuerda.
—¿Qué?
Fleming se agachó a su lado y miró por encima del borde del estanque. Una cuerda blanca estaba atada a un peñasco por un extremo, mientras que el otro se perdía en las profundidades del agua. Fleming tiró de ella; estaba muy tensa.
—¿Es profundo?
Judy enfocó la linterna hacia abajo, pero más allá de la superficie del estanque solo pudo ver la oscuridad.
—¿Quieres iluminar hacia aquí con la linterna?
Fleming cogió la cuerda con ambas manos y tiró de ella lentamente. En su extremo había un canasto tipo termo, lastrado con piedras. Judy lo iluminó con la linterna.
—¡Es el de Dennis! —exclamó Fleming.
—¿De Dennis Bridger?
—Sí. Lo compró para ir de excursión. Tiene esa marca que parece un zig-zag.
—¿Por qué lo habrá dejado aquí?
Judy habló más para sí misma que para Fleming.
—No lo sé. Más valdrá preguntárselo.
Judy abrió la tapa y metió la mano.
—¡Por amor de Dios!
—Está lleno de papeles. —Judy sacó algunos y los sostuvo bajo la linterna—. ¿Los reconoces?
Fleming lo contempló incrédulamente.
—Copiado. Será mejor que se lo devolvamos.
—No.
Judy volvió a meter los papeles y cerró el canasto.
—¿Qué te propones hacer?
—Dejarlo donde lo hemos encontrado.
—Pero esto es absurdo.
—Por favor, John, sé lo que hago.
Cogió el canasto y lo lanzó al agua, mientras él observaba con expresión hosca, sosteniendo la linterna.
—¿Qué te propones? —preguntó Fleming.
Pero ella no quiso decírselo.
Cuando regresaron al campo, se encontraron con Reinhart. El profesor se llevó a Fleming fuera de la oficina.
—¿Puede dedicarme un minuto, John?
—Ya no pertenezco a esto.
—Escucha, John. —El profesor parecía ofendido—. Estamos atascados.
—Bien.
—Madeleine ha conseguido realizar una síntesis. Las células han llegado a formarse.
—Debe sentirse orgullosa de ella.
—Células aisladas. Pero no viven, o solo muy pocos minutos.
—Entonces, siguen teniendo suerte. Si vivieran, estarían bajo el dominio de la máquina.
—¿Cómo?
—No sé cómo. Pero no serían amigas nuestras.
—Una célula aislada no puede causar mucho daño. —Judy nunca había oído suplicar a Reinhart—. Ven de todos modos.
Fleming se obstinó en mostrar su ceño fruncido.
—Vamos, John. —Judy se enfrentó con Fleming—. ¿O temes que te muerdan?
Fleming se encogió de hombros y acompañó al profesor.
Judy se encaminó al despacho de Quadring e informó.
—Ah —dijo Quadring—. Esto tiene sentido. ¿Dónde está ahora?
Telefonearon al edificio de la computadora, pero Bridger acababa de salir.
—Di a los muchachos de las fuerzas de seguridad que le encuentren y le sigan —ordenó Quadring a su ordenanza—. Pero no deben dejarse ver.
—A la orden, señor.
El ordenanza descolgó el teléfono.
—¿Quién está patrullando por el acantilado?
—La Sección B, señor.
—Diles que vigilen el camino que baja al embarcadero.
—¿Deben detenerle?
—No. Tienen que dejarle salir, si lo desea, y comunicárnoslo. —Quadring se volvió hacia Judy—. Su amigo le ha telefoneado hoy. Deben necesitar algo con urgencia para correr un riesgo así.
—¿Por qué?
—Tal vez estén a punto de cerrar un trato. Desde luego, hemos escuchado la conversación. Ha sido muy ambigua, pero han dicho algo acerca del nuevo camino.
Judy se encogió de hombros. Aquello quedaba fuera de su comprensión. Quadring esperó hasta que el ordenanza hubo telefoneado al cabo de guardia y salido a entregar su mensaje al jefe de la sección B. Después, condujo a Judy junto a un mapa colgado en la pared.
—Primero utilizaban la isla. Bridger podía llevar el material allí y dejarlo sin correr el riesgo de que le registraran al salir del campo. Cuando hacía falta, los del yate podían recogerlo. Uno de los hombres de Kaufmann tiene probablemente un yate de alta mar que puede anclar bastante adentro y enviar una lancha a la cita con Bridger.
—¿El yate blanco?
—El que usted vio.
—Entonces, ¿este es el motivo de…?
Había transcurrido mucho tiempo desde el tiroteo en el páramo, pero mientras Judy contemplaba el mapa, el recuerdo acudió vivamente a su memoria.
—Kaufmann necesitaba a alguien para avisar a Bridger y mantenerse en contacto con el yate. Utilizaba su chófer, quien usaba el automóvil.
—¿Y disparó contra mí?
—Probablemente fue él. Fue una tontería, pero supongo que pensaba poder deshacerse del cadáver lanzándolo al mar.
Judy sintió un escalofrío pese al grueso jersey que llevaba.
—¿Y ahora?
—Debido al tiempo y a nuestra vigilancia ya no pueden utilizar el yate, de modo que ya no pueden llegar a la isla. Bridger sigue utilizándola como escondrijo, como acaba usted de descubrir, pero tendrá que traer de nuevo el material y sacarlo por la puerta principal, lo que es más arriesgado.
Judy contempló el fresco atardecer que sustituía al cálido día. Los achaparrados edificios surgían entre la hierba que cada vez parecía más oscura. Las luces brillaban por las ventanas de unas pocas cabañas, y por encima de ellos el enorme arco del cielo empezaba a palidecer. Por allí cerca, Dawnay trabajaba en un subterráneo iluminado, absorta e inconsciente de las consecuencias de lo que hacía. Por allí cerca, Fleming discutía con Reinhart acerca del futuro. Y por allí cerca, solitario y triste, y tal vez temblando con oculto temor, Bridger se estaba vistiendo con botas altas de goma, jersey de pescador e impermeable para adentrarse en la noche.
—Será mejor que se ponga algo de más abrigo —dijo Quadring—. Yo también lo haré.
En el laboratorio de Dawnay hacía calor. Las luces y el equipo llevaban semanas seguidas funcionando y se imponían lentamente al aire acondicionado.
—Huele a biólogo —dijo Fleming cuando entró en compañía de Reinhart.
Dawnay estaba atisbando por el ocular de un microscopio. Levantó la cabeza.
—Hola, doctor Fleming. —Habló como si él acabara de marcharse a tomar una taza de té—. Supongo que tiene cierto, aspecto de cocina de bruja.
—¿Hay algo en el caldo? —preguntó Reinhart.
—Acabamos de preparar un nuevo experimento. ¿Quieren quedarse un momento para verlo? —el microscopio tenía una válvula electrónica, semejante a una pantalla de televisión—. Si ocurre algo podrán verlo por aquí.
—¿Nuevo cultivo? —preguntó uno de los ayudantes de Dawnay, ajustando una aguja a una jeringa hipodérmica.
—Cójalo de ahí y cuidado con la temperatura de la aguja.
Dawnay explicó sus progresos a Fleming, mientras el ayudante sacaba una botellita del refrigerador.
—Efectuamos la síntesis aproximadamente a la temperatura de congelación, y cobran vida a temperatura normal.
Se mostraba perfectamente amistosa e indiferente a lo que Fleming pensara. El ayudante agujereó el tapón de goma de la botella con la aguja hipodérmica e introdujo un poco de líquido en la jeringa.
—¿Qué forma de vida tienen? —preguntó Fleming.
—Son una forma muy sencilla de protoplasma con un núcleo. ¿Qué esperaba? ¿Antenas y cabezas?
Dawnay cogió la jeringa, hizo caer una gota de líquido en una placa de vidrio y la colocó bajo el microscopio.
—¿Cómo se portan?
—Se mueven un momento y después mueren. Ahí está el problema. Probablemente no hemos encontrado aún el elemento nutritivo adecuado.
Aplico su ojo al microscopio y lo enfocó. Al desplazar la placa de vidrio, pudieron ver células individuales que se formaban: discos pálidos con un centro más oscuro, que flotaban por la pantalla durante unos pocos segundos. Luego cesaban de moverse. Y estaban evidentemente muertos cuando Dawnay cambió a un aumento mayor. Sacó la placa de vidrio.
—Probemos otra vez. —Miró a los dos hombres con una cansada sonrisa—. Esto puede durar toda la noche.
Poco después de medianoche, Bridger fue visto cuando abandonaba su vivienda. La patrulla del acantilado le observó descender por el sendero hasta el muelle. No le dieron el alto, pero telefonearon al cuerpo de guardia desde una vieja casamata situada en lo alto del sendero. Quadring y Judy se les habían reunido ya cuando Bridger se alejaba del embarcadero. Su motor fuera borda tosió dos veces y luego zumbó suavemente mientras se alejaba mar adentro. La luna había salido y pudieron ver como la embarcación avanzaba por la bahía.
—¿No va a seguirle? —preguntó Judy.
—No. Volverá. —Quadring llamó en voz baja a los centinelas—. Permanezcan atentos, pero ocultos. Tal vez la espera sea larga.
Judy miró hacia el mar, donde la pequeña lancha se perdía casi entre las olas.
La luz se ocultó antes del alba, y aunque iban muy abrigados estaban muertos de frío.
—¿Por qué no regresa? —preguntó Judy a Quadring.
—No quiere navegar en la oscuridad.
—Si sabe que estamos aquí…
—¿Cómo puede saberlo? Solo espera a que amanezca.
A las cuatro hubo cambio de guardia. Seguía estando muy oscuro. A las cinco, el cielo empezó a teñirse ligeramente de gris. El cocinero de guardia circuló con grandes recipientes llenos de té. Dejó uno en la sala de guardia, otro en la puerta principal y otro en el edificio de la computadora.
Dawnay se subió las gafas hasta la frente y bebió ruidosamente.
—¿Por qué no lo dejas ya por hoy, Madeleine? —dijo Reinhart con un bostezo.
—Pronto lo haré.
Metió otra placa de vidrio bajo la lente. En la mesa junto a ella había una bandeja medio llena de plaquitas utilizadas, y Fleming estaba sentado en una esquina, con expresión desaprobadora, pero intrigada.
—Espera. —Desplazó ligeramente la plaquita—. ¡Aquí hay una!
En el visor apareció una célula que se estaba formando.
—Resiste más que la mayoría —dijo Reinhart.
—Se hace muy grande —Dawnay varió los aumentos—: Mira… ¡Empieza a dividirse!
La célula se alargó en dos lóbulos, que se estrecharon por el centro y se separaron; después cada parte volvió a subdividirse en nuevas células.
—¡Se reproduce! —Dawnay se recostó en su silla y contempló la pantalla. Tenía el rostro contraído por la fatiga y la satisfacción—. Hemos creado vida. Hemos conseguido una célula que se reproduce. Mira… ha vuelto a hacerlo… ¿Qué dice a esto, doctor Fleming?
Fleming estaba en pie y observaba con atención la pantalla.
—¿Cómo va a detenerlo?
—No pienso detenerlo. Quiero ver hasta dónde llega.
—Se está convirtiendo en una estructura muy coherente —observó Reinhart.
Fleming apoyó en la mesa sus puños apretados.
—Mátelo.
—¿Qué?
Dawnay le miró sorprendida.
—Mátelo mientras pueda.
—Está perfectamente dominado.
—¿De veras? Fíjese en cómo sigue creciendo.
Fleming señaló hacia la pantalla, donde la masa de células se duplicaba rápidamente.
—Es normal. En una semana se podría conseguir una ameba del tamaño de la Tierra si se la pudiese alimentar con suficiente rapidez.
—Esto no es una ameba.
—Pues se le parece mucho.
—¡Mátelo!
Fleming contempló los rostros obstinados de los otros dos y después volvió a fijarse en la pantalla. Cogió la pesada cafetera en la que habían traído el té y la aplastó contra la platina del microscopio. En la habitación resonó un estrépito de metal y de vidrios rotos. La pantalla quedó vacía.
—¡Está loco! —sollozó casi Dawnay.
—John, ¿qué haces?
Reinhart se adelantó para detenerlo, pero demasiado tarde. Fleming sacó los destrozados restos de la plaquita de vidrio, los tiró al suelo y los pulverizó a taconazos.
—¡Están locos! ¡Todos locos! ¡Locos hasta la ceguera! —les grito y corrió hacia la puerta.
Atravesó corriendo la sala de la computadora, el corredor de salida y el porche. Allí se detuvo un momento, jadeando, mientras el aire helado le azotaba el rostro. Salir al aire libre, en el pálido amanecer, después de una noche de concentración en el laboratorio de Dawnay era como despertar de una pesadilla. Inspiró profundamente varias veces y se encaminó hacia los acantilados, tratando de aclarar su cerebro y sus pulmones.
Le pareció oír a lo lejos un motor fuera borda.
Cambió de dirección y anduvo furiosamente hacia el punto donde el camino procedente del embarcadero llegaba a lo alto del acantilado. El sonido del motor se escuchó mucho más próximo en la madrugada cada vez más clara, atrayéndole como un imán; pero ya en el acantilado se tropezó con Quadring, Judy y dos soldados, que acechaban tendidos en la hierba. Se detuvo en seco.
—¿Qué diablos ocurre?
Les miró con ojos extraviados. Quadring se puso en pie. Los gemelos se balanceaban sobre su pecho.
—Retroceda. Márchese de aquí.
El motor había callado. La barca se deslizaba hacia el muelle que quedaba bajo ellos Judy empezó a levantarse, pero Quadring se lo impidió con un ademán.
—¡Márchate, John, por favor! —dijo la joven con voz angustiada.
—¿Marcharme? ¿Marcharme? ¿Qué diablos están tramando?
—No haga ruido —ordenó Quadring—. Y aléjese del acantilado.
—Estamos esperando a Dennis Bridger —dijo Judy.
—¿A Dennis?
Fleming estaba muy trastornado y le costó comprender lo que sucedía.
—Sería mejor que se alejara —le aconsejó Quadring—. A menos que quiera presenciar su detención.
—¿Su detención?
Fleming se volvió lentamente hacia Judy mientras el significado de aquellas palabras penetraba en su cerebro.
—¡Están todos locos!
—Retroceda y guarde silencio —dijo Quadring.
Fleming se adelantó hacia el borde del acantilado, pero a una señal de Quadring los dos soldados le cogieron cada uno por un codo y le hicieren retroceder. Quedó sujeto entre ellos, furioso y desesperado. Un sudor frío le resbalaba por el rostro. Solo tenía ojos para Judy.
—¿Tiene algo que ver en esto?
—Ya sabes lo que encontramos.
Ella evitó su mirada.
—¿Tienes algo que ver?
—Sí —repuso Judy.
—Retroceda y guarde silencio —dijo Quadring.
Esperaron a que Bridger llegara a lo alto del camino, acarreando el pesado recipiente que había recogido de la cueva. Al asomar su cabeza por las rocas, Fleming le gritó:
—¡Dennis!
Uno de los soldados colocó su mano sobre la boca de Fleming, pero Bridger les había visto ya. Antes de que Quadring pudiera alcanzarle dejó caer el recipiente y echó a correr.
Corrió aprisa para un hombre calzado con botas marinas, a lo largo del sendero que bordeaba el acantilado. Quadring y los soldados salieron en pos de él. Fleming hizo lo mismo, Judy cerraba la marcha. Era como una cacería del zorro bajo la débil luz del frío amanecer. No podían ver a dónde iba Bridger. Este llegó al punto más alto. Entonces dio la vuelta y resbaló. Sus botas mojadas no hicieron presa en la hierba del acantilado, y se despeñó. Cinco segundos más tarde, era un cuerpo destrozado en las rocas contiguas al mar.
Fleming se reunió con los soldados en lo alto del acantilado y miró hacia abajo. Cuando Judy llegó a su lado, Fleming dio media vuelta, sin decir ni una palabra y se dirigió lentamente hacia el campamento. Aún tenía en un dedo una esquirla de vidrio del microscopio. Se detuvo un momento, se la extrajo, y siguió caminando.