II
ANUNCIO

A finales de la sexta decena del siglo XX, cuando ocurrían estos acontecimientos, el Ministerio de Ciencias se hallaba instalado en un nuevo edificio de cristal próximo a Whitehall. Estaba elegantemente amueblado y decorado como para demostrar que la tecnología podía equipararse con las artes, y el Subsecretario Permanente de Estado, Michael Osborne, era uno de los más distinguidos entre el seleccionado personal. Raramente se sentaba tras su enorme mesa, y sí con mayor frecuencia en uno de los sillones bajos junto a la pequeña mesita con superficie de mármol.

Estaba acomodado allí la mañana siguiente a la noche en que el mensaje había empezado a recibirse en Bouldershaw Fell, hablando con el general Charles G. Vandenberg, de la US Air Force. La luz que atravesaba las persianas caía sobre él en líneas bien marcadas.

Inglaterra era por aquella época como el cuartel general avanzado de un territorio sitiado: un área que comprendía la Europa Occidental y América del Norte. La presión desde el Este, y desde África y Asia había empujado a la civilización occidental hasta un rincón del Globo con un centro bastante seguro en América, desde Panamá hacia el Norte, mientras que la Europa Occidental no era más que un saliente acosado por todas partes. No era que nadie estuviese oficialmente en guerra con nadie, pero las sanciones económicas y la amenaza de bombas y misiles nucleares, hacía que el resto del Viejo Mundo experimentara una clara sensación de asedio. La línea vital que atravesaba el Atlántico era sostenida casi enteramente por les americanos, y las guarniciones norteamericanas en Inglaterra, Francia y Alemania Occidental se sostenían con la misma desesperada tenacidad que las legiones romanas durante los siglos III y IV.

El protocolo insistía en que Inglaterra y sus vecinos seguían siendo Estados soberanos, pero de hecho, la iniciativa se escapaba rápidamente de sus manos.

Aunque el general Vandenberg era denominado modestamente representante del Comité Coordinador de Defensa, en realidad era comandante aéreo de una potencia ocupante amiga pero dominante para la que aquel país no era más que un gran tablero de ajedrez. Ex piloto de bombardero, con cuello de toro y cabeza maciza, todavía tenía un aspecto impetuoso y juvenil pese a ser de mediana edad; pero en sus modales no había ninguna impetuosidad. Era oriundo de Nueva Inglaterra y hablaba con voz queda y comedida aunque autoritaria, como si conociera más cosas de este mundo que la mayoría de sus habitantes.

Hablaban de Whelan. Una nota acerca de él colgaba fláccidamente de la mano de Osborne.

—Ahora no puedo hacer nada.

—Existe una prioridad.

Osborne se levantó del asiento, y llamó a su secretaria por el intercomunicador que había en su mesa.

—El Comité Coordinador de Defensa pierde pronto la paciencia —observó Vandenberg.

—Puede decirles que haremos cuanto nos sea posible.

Osborne entregó la nota a la secretaria que acababa de entrar.

—Cuide de que alguien se ocupe de esto.

Ella lo cogió y dejó en la mesa una carpeta llena de documentos. Era joven y atractiva, y llevaba un vestido que parecía de cóctel. Los servicios públicos habían progresado.

—Sus documentos para Bouldershaw.

—Gracias. ¿Está aquí mi coche?

—Sí, señor Osborne.

Este abrió la carpeta y leyó: «El ministro y su séquito llegarán a Bouldershaw Fell a las tres y cuarto de la tarde y serán recibidos por el profesor Reinhart».

—Eso es mañana —observó Vandenberg—. ¿Piensa ir andando?

—Voy un día antes para conocer a Reinhart. —Metió la carpeta en su cartera—. ¿Quiere que le deje en Whitehall?

—Sería un acto de caridad cristiana.

Estaban cansados el uno del otro pero se mostraban corteses, casi en exceso. Mientras se levantaba, Vandenberg preguntó con tono indiferente:

—¿Sabe va la fecha en que empezará a funcionar?

—Todavía no.

—Esto puede resultar serio.

—Las estrellas esperarán. Hace mucho tiempo que esperan.

—Y el Comité Coordinador de Defensa también.

Osborne se encogió de hombros con impaciencia. Podría haberse tratado de un griego discutiendo con un romano.

—Reinhart se ocupará de los programas militares cuando pueda. Así ha sido acordado.

—Si surge un caso urgente.

—Si surge un caso urgente…

—¿Lee los diarios?

—Estos días solo me he fijado en las secciones de espectáculos.

—Debería examinar las páginas de noticias. Si surge un caso urgente, necesitaremos todos los oídos de que podemos disponer a este lado del Atlántico. —Vandenberg señaló con la barbilla un cuadro que colgaba de la pared del despacho y que representaba el radiotelescopio visto por una artista—. Para nosotros no es un juguete.

—Para ellos tampoco —dijo Osborne.

En cuanto se hubieron marchado, Fleming telefoneó desde Bouldershaw Fell. Pero era demasiado tarde.

Judy llegó al radiotelescopio poco antes que Osborne y Reinhart, y sostuvo una tranquila charla con Harries en el vestíbulo.

—¿Qué hay de Bridger?

Harries trató de aparentar que estaba limpiando el pomo de una puerta.

—Dos o tres visitas a un garito de juego en Bradford. Aparte de eso, nada.

—Será mejor que le vigilemos.

—Le vigilan.

Cuando Osborne y Reinhart llegaron, se la llevaron con ellos al cuarto de control. El lugar estaba silencioso y casi vacío; solo Harvey estaba sentado al pupitre, rodeado por un verdadero enjambre de diarios, de colillas y de vasos vacíos. Reinhart se le enfrentó como una gallina furiosa.

—Tienen que procurar que este sitio esté bien limpio.

—¿Le será posible desplazar el foco para el ministro? —preguntó Osborne.

—Así lo espero. Todavía no hemos ensayado el aparato de rastreo.

Reinhart se entretuvo examinándolo todo, mientras Harvey trataba de atraer su atención.

—Tiene aspecto de no haberse acostado en toda la noche, Harvey.

—Así ha sido, señor. Lo mismo que los doctores Fleming y Bridger.

—¿Alguna pega?

—No se trata de eso, señor. Hemos estado rastreando.

—¿Con qué autorización?

—Con la del doctor Fleming. —Harvey lo dijo con toda indiferencia—. Ahora mismo estamos rastreando de nuevo.

—¿Por qué no se me ha dicho nada? —Reinhart se volvió hacia Judy y Osborne—. ¿Sabía usted algo?

La muchacha meneó la cabeza.

—Fleming parece actuar por cuenta propia —observó Osborne.

—¿Dónde está? —preguntó Reinhart.

—Ahí dentro. —Harvey señaló hacia el cuarto del equipo—. Con el doctor Bridger.

—Entonces, pídale que me dedique un minuto.

Mientras Harvey hablaba por el micrófono del pupitre, Reinhart paseó nervioso de un lado para otro.

—¿Qué han estado rastreando? —preguntó.

—Un punto de Andrómeda.

—¿M31?

—No, señor.

—Entonces, ¿qué?

—Otras señales próximas. Una señal interrumpida.

—¿La habían oído antes?

—No, señor.

Cuando Fleming entró aparecía cansado y sin afeitar, sobrio, pero muy excitado. Sostenía en su mano un puñado de papeles. En esta ocasión. Reinhart no se anduvo con rodeos.

—Tengo entendido que has tomado el mando del telescopio.

Fleming se detuvo y los miró parpadeante.

—Les pido mil perdones, caballeros. No he tenido tiempo para llenar los impresos adecuados por triplicado. —Se volvió hacia Osborne—. He telefoneado a su oficina, pero usted se había marchado ya.

—¿Qué estáis haciendo? —preguntó Reinhart.

Fleming se le explicó, colocando sobre el pupitre, ante ellos, los papeles que llevaba.

—… y este es el mensaje.

Reinhart le miró con curiosidad.

—Querrás decir la señal.

—He dicho mensaje. Puntos y rayas. ¿No es así, Harvey?

—Eso parecía.

—Ha durado toda la noche —prosiguió Fleming—. Ahora la fuente de origen queda por debajo del horizonte, pero esta noche podemos probar de nuevo.

Judy miro a Osborne, pero no obtuvo ninguna ayuda de él.

—¿Qué me dicen de la inauguración? —preguntó tímidamente.

—¡Oh! Al diablo con la inauguración —Fleming se encaró con ella—. ¡Esto es importante! Esta es una voz procedente de un millar de millones de kilómetros de distancia.

—¿Una voz?

La de la joven sonaba débil y forzada.

—Ha tardado doscientos años de luz para llegar hasta nosotros. El ministro bien puede esperar un día más, ¿no le parece?

Reinhart parecía haberse recobrado. Miró a Fleming con regocijo.

—A menos que sea un satélite.

—¡No es un satélite!

Reinhart se acercó a la chifladura de Jacko.

—Antes de que te exaltes demasiado, John, comprobemos todo lo que hay en órbita por ahí cerca.

—Lo hemos hecho ya.

Reinhart se volvió hacia Osborne.

—¿No tiene noticias de ningún nuevo lanzamiento?

—No.

—Oigan —intervino Fleming—, si se tratara de un satélite, no habría permanecido fijo toda la noche en el centro de la constelación de Andrómeda.

—¿Estás seguro de que no era la Gran Nebulosa?

—La localizamos por separado, ¿no es cierto, Harvey?

El aludido asintió, pero Reinhart seguía sin mostrarse convencido.

—Puede tratarse de alguna interferencia, de algo…

—¡Sé reconocer un mensaje cuando me tropiezo con él! —interrumpió Fleming—. Además, en este mensaje hay algo que nunca había visto. Entre los grupos de puntos y rayas hay una cantidad fantástica de sonidos apresurados y precisos. Tendremos que instalar un equipo especial para poderlos registrar.

Conectó el intercomunicador y pidió a Bridger que viniera. Luego, cogió los papeles y se los dio a Reinhart.

—¡Examínelos! Durante diez años o más la gente ha estado esperando algo así. Si me apuran, incluso diez siglos.

—¿Resulta inteligible? —preguntó Osborne con su tranquila voz de funcionario público.

—¡Sí!

—¿Puede usted descifrarlo?

—¡Por el amor de Dios! ¿Cree usted que el Cosmos está poblado por boy scouts que envían mensajes en Morse?

Llegó Bridger, pálido y nervioso, pero su presencia pareció calmar a Fleming. Confirmó cuanto este había dicho.

—Podría proceder de algún satélite muy lejano —sugirió Osborne.

Fleming le ignoró. Judy hizo acopio de valor.

—¿O de otro planeta?

—¡Sí!

—¿De Marte por ejemplo?

Fleming se encogió de hombros.

—Probablemente de un planeta que gira en torno de alguna estrella de Andrómeda.

—¿Y nos hace señales?

Reinhart alargó los papeles a Osborne.

—Se trata de una sucesión coherente de puntos y rayas. No cabe la menor duda.

—Entonces, ¿por qué no lo había captado nadie hasta ahora?

—Porque nadie ha tenido un aparato como este. Si no hubiéramos construido un mecanismo de tanta precisión y sensibilidad, tampoco lo oiríamos ahora.

Osborne se sentó en una esquina del pupitre de control, examinando los papeles con expresión intrigada.

—Si un ser inteligente trata de comunicarse… No, no tiene sentido.

—Es posible. —Reinhart contempló sus dedos pequeños y delicados, como si aquello fuera algo de lo que pretiriera no hablar—. Si hay otras criaturas…

Fleming le interrumpió.

—Criaturas no. Otra inteligencia. No es necesario que sean unos hombrecillos verdes. No tiene por qué ser algo orgánico. Solo una inteligencia.

Judy se estremeció, pero se recuperó en seguida.

—¿Por qué he sentido un escalofrío?

—Por la misma razón que yo —contestó Fleming.

Osborne salió de su abstracción.

—Por el mismo motivo que todos lo sentirán, si tiene, efectivamente, un origen astronómico.

Por fin decidieron que aquella noche se pondrían de nuevo a la escucha. El mensaje no se había interrumpido, sino que se había ido debilitando a medida que la rotación de la Tierra había desplazado el telescopio. Lo más probable era que prosiguiese. En cuanto hubo aceptado la posibilidad, Reinhart se mostró tranquilo y eficiente.

—¿Sabe lo que puede ser? —preguntó Fleming—. Aritmética binaria.

—¿Qué es eso? —inquirió Judy.

—Es aritmética expresada exclusivamente con los números 0 y 1, en lugar de los números 1 a 10 que usamos normalmente, cuyo sistema llamamos decimal. Fíjese, 0 y 1 podría ser punto y raya. O bien la raya ser igual a 0 y el punto, a 1. El sistema que utilizamos es arbitrario, pero el sistema binario es básico; se funda en lo positivo y lo negativo, sí y no, punto y raya. Es universal. —Se encaró con la muchacha. Tenía los ojos inyectados en sangre, estaba febril y excitado—. «¡La filosofía está escrita en lenguaje matemático!» ¿Recuerda? ¡Zas! ¡Vamos a trasponer las barreras!

—Sera mejor que aplacemos la inauguración —dijo Osborne—. No nos interesa que esto aparezca en la Social Gazette.

—¿Por qué no?

Osborne pareció contrito. En su mundo, nada estaba tan claro como aquello; sin permiso, no podía hacerse ni decirse nada. En sus archivos, lo que sucedía en Bouldershaw Fell era una pequeña fracción de una complicada maraña de acontecimientos, y tras de ellos se alzaba todo lo que representaba Vandenberg. Todo debía ser sopesado y considerado con atención.

—¿Qué he de decir a la Prensa? —le preguntó Judy.

—Nada.

—¿Nada? ¿Somos acaso una sociedad secreta?

Fleming le miro con desprecio, pero Osborne consiguió mostrarse al mismo tiempo razonable y categórico.

—No puede difundirse una información así sin ser antes bien analizada. Hay que consultar con ciertas personas, y además podría producirse una oleada de pánico; naves espaciales, platillos volantes, monstruos ultraterrenos… Todos los idiotas del país empezarían a verlos. No debe aparecer ni una línea en la Prensa, señorita Adamson.

Dejaron a Fleming hirviendo de indignación, fueron al despacho del Profesor para telefonear al Ministerio y se marcharon.

En el Hotel Lion de Bouldershaw, la Prensa había empezado a llegar ya para informar sobre la ceremonia inaugural. Judy condujo a Reinhart y a Osborne por la puerta posterior hacia un saloncito donde, con bastante retraso, les sirvieron la cena, consiguiendo así soslayar la creciente legión de informadores científicos concentrada en el salón principal. Entre plato y plato, Osborne hacía escapadas a la cabina telefónica, y regresaba cada vez más preocupado y abatido.

—¿Qué dice el ministro?

—Dice que pregunte a Vandenberg.

Comieron un plato de carne y Osborne volvió a ausentarse.

—¿Qué ha dicho Vandenberg?

—¿Qué les parece a ustedes? «Ni una palabra sobre eso.»

A la mañana siguiente, Judy debía informar a la Prensa de que la inauguración había sido retrasada debido a dificultades técnicas; nada más. Cualquier otra declaración se haría desde Londres a las redacciones de Fleet Street. De nuevo consiguieron salir sin ser vistos, por la puerta posterior.

Media hora más tarde, el auto de Fleming se detuvo ante el hotel, y el científico, cansado y sediento, se metió en el salón principal.

Durante toda la noche volvieron a captar el mensaje que fue registrado por Fleming y Bridger, quienes se iban turnando, no solo en su parte audible de puntos y rayas, sino también en los fragmentos a alta velocidad. A la mañana siguiente, Dennis Bridger bajó a Bouldershaw, y Harries le siguió. Después de dejar su auto en un lugar contiguo al Ayuntamiento, Bridger se metió por una calle estrecha que le condujo a la parte baja de la población. Harries le siguió a pie, dejando entre ambos una manzana de distancia. Con un impermeable en lugar de su mono, Harries parecía más un pistolero irlandés que un ayudante de laboratorio, y cuidó mucho de que Bridger no le viera. Él, por su parte, no se fijó en dos hombres parados en la acera opuesta, junto a una puertecita en la que había escrito: JAS OLDROYD, APUESTAS. Por allí había bastante gente; dos hombres hablando no llamaban la atención.

Bridger se metió por la puertecita, siguió un pasillo oscuro y estrecho, ascendió por una escalera cubierta de linóleo hasta una puerta de cristal esmerilado que había en la primera planta. Cuando hubo cerrado la puertecita exterior, el ruido de la calle cesó por completo, dejando el pasillo tan silencioso como una cripta. La puerta de vidrio llevaba también el nombre de Jas Oldroyd, Rezaba también: llame y entre. Es lo que hizo Bridger.

Dentro, Jas Oldroyd desayunaba tardíamente, sentado a la mesa de su despacho. Hombre de edad madura, en mangas de camisa y un delgado y descolorido chaleco, mojaba en un huevo frito un pedazo de pan clavado en la punta de su tenedor cuando Bridger entró. En el despacho no había nadie más, y, sin embargo, la pequeña habitación parecía atestada, con montones de periódicos, teléfonos, una sumadora y un teletipo. Varios calendarios comerciales colgaban de las paredes, y cada uno de ellos mostraba un mes distinto. Pero dominándolo todo había un gran reloj de mucha precisión. El señor Oldroyd lanzó una fugaz mirada a Bridger desde su reducto cubierto de material viejo y de equipo nuevo.

—¡Oh! Es usted.

Bridger señaló hacia el teletipo.

—¿Qué?

Por toda respuesta, el señor Oldroyd se llevó el pedazo de pan a la boca, y Bridger empezó a trabajar en el teletipo.

—¿Cómo van los negocios? —preguntó mientras hacía funcionar el aparato y marcaba un número.

Parecía un saludo de rutina entre viejos conocidos.

—Inseguros —repuso Oldroyd—. Los caballos no tienen sentido de la responsabilidad. Hay que estar loco para fiarse de ellos.

Bridger tecleó: KAUFMANN TELEX 21303 GINEBRA. Entonces oyó el ruido de un forcejeo procedente del pasillo interior. Una cabeza se recostó por un momento contra el cristal de la puerta. Luego se oyó un gruñido y un gemido y la cabeza fue desplazada por otras siluetas menos precisas. Bridger miró a Oldroyd quien parecía no haber notado nada y estaba quitando la corteza a un pedazo de tocino. Volvió a concentrarse en el teletipo. Cuando hubo terminado, salió cautelosamente al pasillo. Estaba vacío. La puertecita de la calle aparecía abierta, pero fuera no se observaba ninguna anormalidad. Nadie estaba detenido enfrente, nadie observaba desde ninguna esquina. Un auto que se alejaba podía o no tener alguna relación con aquello.

Con piernas temblorosas, Dennis Bridger se encaminó hacia donde había dejado su vehículo.

La noticia del mensaje fue difundida por una de las agencias de Prensa con tiempo para que apareciera en los diarios de la tarde. Cuando el general Vandenberg llamó al Ministerio de Ciencias para protestar, la televisión difundía una declaración gubernamental. El ministro estaba ausente. Osborne, en compañía de Vandenberg, presencio la emisión desde el despacho de su superior.

El Gobierno de aquella época era una coalición de talentos, muy rimbombante pero de escasa eficacia, a la que burlonamente se denominaba los Meritócratas. Constituía una conjunción de esfuerzos en tiempo de crisis. Eran hombres y mujeres capacitados, con un solo principio en común: la supervivencia. El Primer Ministro era un conservador liberal, el ministro de Trabajo, un renegado de las Trade Unions[3]; los puestos clave estaban ocupados por jóvenes activos y ambiciosos como el ministro de Defensa; otros, los detentaban personas menos capacitadas, pero de gran resonancia pública, con una frase oportuna siempre a punto, como el ministro de Ciencias. Las diferencias de partido habían sido disimuladas, más que olvidadas: posiblemente aquello era el fin de los Gobiernos de partido en aquel país. A nadie le importaba demasiado, pues toda la nación parecía sumergida en una apatía desesperanzada ante un mundo que había escapado a su dominio. Algunos restos de movimientos izquierdistas eran la causa de que, de vez en cuando, se escribiera con cal en las paredes de Whitehall la palabra Vichy[4], pero esta era la única manifestación visible de espíritu. La gente se ocupaba de sus asuntos privados y un extraño silencio reinaba sobre las cuestiones públicas. Alguien había comentado que el silencio era tan grande que hubiera podido oírse la caída de una bomba.

En este vacío cayó la noticia de un mensaje procedente del espacio. Inevitablemente, la Prensa presentó el asunto de manera equivocada. EL PELIGRO DE LOS HOMBRES DEL ESPACIO ¿SE TRATA DE UN ATAQUE?, preguntaba. El joven presentador de la televisión leyó con vehemencia la declaración oficial:

Esta tarde, el Gobierno se ha apresurado a negar los rumores de una posible invasión procedente del espacio. El portavoz del Ministerio de Ciencia ha comunicado a los periodistas que, si bien era cierto que el nuevo radiotelescopio gigante de Bouldershaw Fell había captado lo que parecía ser un mensaje, no había motivos para creer que su punto de origen fuese una nave espacial o un planeta próximo. Suponiendo que la señal recibida fuese un mensaje, procedía de un punto muy alejado.

No existía explicación satisfactoria sobre la filtración de la noticia. Reinhart no sabía nada, y el agente del Ministerio de Defensa —Harries— había desaparecido misteriosamente. Los militares pedían la cabeza de alguien. Vandenberg sacó dos carpetas y las coloco sobre la mesa del ministro.

—«Fleming, John 1960 y siguientes; anti OTAN, anticolonialista, participante en la marcha de Aldermaston[5], desobediencia civil, desarme nuclear.» ¿A eso le llaman de confianza?

—Es un científico, no un candidato a un cargo político.

—Puede ser el responsable. Fíjese en el otro —el general hojeó la segunda carpeta, no sin cierta satisfacción—. «Bridger: Miembro del Partido Comunista desde 1958 a 1963. Luego cambió por completo y empezó a trabajar para uno de los mayores cárteles multinacionales, la Intel.» Sea como fuere, debería deshacerse de él.

—Fleming no querrá trabajar sin él.

—Resulta lógico. —El general recogió las carpetas—. Me parece que ahí tenemos un punto débil.

—Está bien —dijo Osborne con cansancio. Y descolgó el teléfono del ministro. Hablo suavemente, como si encargara flores—. Bouldershaw Fell.

En el cuarto de control volvía a captarse el mensaje. Harvey estaba en la sala de registro, vigilando los magnetófonos, y Fleming se encontraba solo en el pupitre de control. Carecían de mano de obra; Whelan había sido trasladado, e incluso Harries estaba ausente. Bridger se entretenía por los rincones, con expresión nerviosa y gran lujo de guiños. Por fin se enfrentó con Fleming.

—Oye, John, esto podría no tener fin.

—Tal vez.

El altavoz difundió el sonido de las estrellas.

—Voy a largarme. —Fleming alzo la cabeza y le miró—. El montaje ha terminado. No me queda nada que hacer aquí.

—¡Está todo por hacer aún!

—Preferiría marcharme.

—¿Y esto?

Ambos escucharon por un momento el altavoz, Bridger torció la nariz.

—Puede ser cualquier cosa —dijo sin comprometerse.

—Pues yo tengo una idea de lo que es.

—¿Qué?

—Pudiera ser una serie de instrucciones.

—Muy bien, ocúpate de ellas.

—Nos ocuparemos juntos.

En aquel momento, Judy les interrumpió. Se les acercó desde la puerta con sus altos tacones golpeando las baldosas como los de un centinela, y el rostro tenso y furioso Apenas pudo esperar a encontrarse junto a ellos para hablarles.

—¿Cuál de ustedes se lo ha contado a la Prensa?

Fleming la miró intrigado. Ella se encaró con Bridger.

—Alguien ha transmitido la información, toda la información a la Prensa.

Fleming chasqueó despectivamente la lengua. Judy le dirigió una mirada furibunda y volvió a concentrarse en Bridger.

—No ha sido el profesor Reinhart ni he sido yo. No puede haber sido Harvey o algún empleado porque no saben lo suficiente. De modo que tiene que haber sido uno de ustedes.

—Lo que está por demostrar —dijo Fleming.

Judy le ignoró.

—¿Cuánto le han pagado, doctor Bridger?

—Yo…

Bridger se interrumpió. Fleming se había puesto en pie y se interponía entre ambos.

—¿Le importa a usted? —preguntó.

—Sí. Yo…

—Eso. ¿Qué es usted?

Acercó su rostro al de la muchacha, quien notó que el aliento de él olía de nuevo a alcohol.

—Yo… —tartamudeó ella—. Yo soy el oficial de Prensa. La responsable de esto. Acabo de recibir el mayor rapapolvo de toda mi vida.

—Lo siento muchísimo —dijo Bridger.

—¿Es lo único que se le ocurre decir?

Judy había alzado el tono de su voz.

—Hágase un favor a sí misma, ¿quiere? —Fleming permanecía con las piernas muy separadas, mirándola con sonrisa despectiva—. Aparte sus garras de mi amigo Dennis.

—¿Por qué?

—Porque fui yo quien habló a la Prensa.

—¡Usted! —Judy retrocedió como si la hubiesen abofeteado en pleno rostro—. ¿Estaba borracho?

—Sí —repuso Fleming. Y le volvió la espalda. Se dirigió hacia la puerta que comunicaba con la habitación de registro y desde allí volvió la cabeza—. Pero si hubiese estado sobrio no supondría ninguna diferencia.

Y en el momento de trasponer la puerta, le gritó a Judy:

—¡Y no me pagaron nada!

Judy permaneció un momento inmóvil, sin oír ni ver. El altavoz siseaba y emitía chasquidos la luz fluorescente iluminaba el escueto mobiliario funcional. Más allá de la ventana, los soportes del telescopio erguían en un cielo cada vez más oscuro: solo hacía tres noches que ella había llegado, ingenua e indiferente… Se dio cuenta de que Bridger estaba a su lado y de que le ofrecía un cigarrillo.

—¿Ha perdido un ídolo, señorita Adamson?

Judy, como oficial de Prensa, debía informar a Osborne, y este debía informar a su ministro. Nada se sabía de Harries, y no se hizo pública su desaparición. Se persuadió a la Prensa de que no se trataba más que de un error o una burla. Después de una serie de laboriosas reuniones entre ministros, el de Defensa pudo asegurar al general Vandenberg y a sus superiores que no volvería a suceder una cosa semejante: se hacían plenamente responsables. Se intensificó la búsqueda de Harries, y convocaron a Fleming en Londres.

Al principio pareció posible que Fleming estuviese protegiendo a Bridger pero pronto se demostró que en realidad él había hecho el relato completo, entre copa y copa, en el bar del Hotel Lion, a un reportero de agencia llamado Jenkins. Aunque Bridger había presentado su renuncia, debía conceder un plazo de tres meses, y quedó al mando de Bouldershaw Fell durante la ausencia de Fleming. El mensaje seguía llegando y era registrado en código binario.

En cuanto a Fleming, parecía indiferente a toda la conmoción suscitada a su alrededor. Cogió todas las hojas impresas y las estudió hora tras hora en el tren que le trasladaba a Londres, escribiendo notas y cálculos en el margen y en viejas cartas y sobres que encontró en sus bolsillos. No parecía darse cuenta de nada más. Se vistió y comió con expresión distraída, y bebió poco. Se le veía intensamente preocupado. Ignoró a Judy y apenas hojeó los periódicos.

Cuando llegó al Ministerio de Ciencias fue introducido en el despacho de Osborne, donde este le esperaba en compañía de Reinhart y de un individuo tieso, de mediana edad con cabellos grises y ojos azules e impacientes. Osborne se levantó y estrechó la mano de Fleming.

—Doctor Fleming.

Se mostraba muy serio.

—Hola —repuso Fleming.

—No conoce usted al comodoro del aire Watling, de la Sección de Seguridad del Ministerio de Defensa.

El individuo tieso se inclinó y le miró sin ninguna cordialidad. Fleming dirigió una mirada interrogadora hacia Reinhart.

—Hola, John —dijo Reinhart con voz débil y comedida, y se puso a contemplar pensativamente sus dedos.

—Tome asiento, doctor Fleming.

Osborne le indicó una silla situada frente a las otras, pero Fleming, antes de sentarse observó a los tres hombres como si se despertara en un lugar desconocido para él.

—¿Se trata de un Tribunal investigador?

Se produjo un breve silencio. Watling encendió un cigarrillo.

—¿Le advirtieron de que en su trabajo había restricciones, como medida de seguridad?

—¿Qué significa esto?

—Que era confidencial.

—Sí.

—Entonces, ¿por qué…?

—No creo en los científicos amordazados.

—No te excites, John —dijo Reinhart apaciguadoramente.

Watling prosiguió su interrogatorio.

—¿Ha visto los diarios?

—Algunos de ellos.

—La mitad del mundo cree que unos hombrecillos verdes provistos de antenas están a punto de aterrizar en nuestros patios.

Fleming sonrió, sintiendo que el terreno que pisaba era más firme.

—¿Y usted?

—Yo conozco los hechos.

—Lo que yo expliqué a la Prensa fueron precisamente los hechos. Los hechos científicos. ¿Cómo podía saber que los tergiversarían de esta manera?

—Su trabajo no estriba en ocuparse de estas cosas, doctor Fleming. —Osborne se había instalado cómodamente detrás de su mesa de despacho—. Y este fue el motivo de que se le pidiera que no interviniese en esto. Yo mismo se lo advertí.

—¿Y qué?

Fleming estaba ya aburrido.

—Hemos tenido que enviar un informe completo al Comité Coordinador de Defensa —dijo Watling con severidad—. Y el Primer Ministro va a hacer una declaración a las Naciones Unidas.

—Entonces todo está bien.

—No es la situación en que nos gusta encontrarnos, pero nos hemos visto obligados y hemos tenido que apaciguar el miedo.

—Naturalmente.

—Ha sido usted quien nos ha obligado.

—¿Tengo que pedir perdón por ello? —Fleming empezaba a sentirse furioso, además de aburrido—. Lo que hago con mis descubrimientos es cosa mía. Seguimos viviendo en un país libre, ¿no es así?

—Formas parte de un equipo, John —dijo Reinhart, sin mirarle.

Osborne inclinó el busto sobre su mesa.

—Todo lo que necesitamos, doctor Fleming, es una declaración personal.

—¿En qué les ayudará?

—Cualquier cosa que tranquilice a la gente constituye una ayuda.

—Especialmente si pueden desacreditar al informador.

—Aquí no hay nada personal. John —dijo Reinhart.

—¿No? Entonces, ¿por qué estoy aquí? —Fleming miró despectivamente a los otros tres hombres—. Cuando haya hecho una declaración diciendo que hablaba por mi cuenta y riesgo, ¿qué sucederá?

—Me parece…

Reinhart volvió a contemplarse los dedos.

—Me parece que el profesor Reinhart no está en situación de escoger —dijo Watling.

—Quieren que te elimine del equipo —explicó Reinhart a Fleming.

Este se puso en pie y meditó por un momento, mientras los otros esperaban el estallido.

—Bueno, pues es bien fácil, ¿no? —dijo por fin suavemente.

—No quiero perderte, John. —Reinhart hizo un ligero movimiento con sus diminutas manos.

—No, claro que no. Hay un inconveniente.

—¿Eh?

—Sin mí no podrían seguir adelante.

Estaban preparados para eso. Había otras personas, hizo notar Osborne.

—Pero no saben lo que es esto, ¿no es así?

—¿Y usted sí?

Fleming, sonriendo, asintió con la cabeza. Watling se sentó todavía más rígido.

—¿Quiere decir que lo ha descifrado?

—Quiero decir que sé lo que es.

—¿Espera que nos lo creamos?

Evidentemente, Osborne no lo creía, ni tampoco Watling; pero Reinhart estaba inseguro.

—¿De qué se trata, John?

—¿Podré quedarme?

—¿De qué se trata?

Fleming sonrió.

—Es un juguete que hemos de construirnos nosotros mismos; y no es de origen humano. Se lo demostraré. Metió la mano en su cartera para sacar los papeles.