III
ACEPTACIÓN

El nuevo Instituto de Electrónica estaba situado en lo que antaño había sido una plaza de la época de la Regencia y que ahora era un paso de peatones rodeado por elevados edificios de vidrio y cemento, con fachadas de mosaico. El Instituto poseía varias plantas llenas de equipos informáticos, y después de muchas gestiones, Reinhart pudo conseguir unas dependencias para Fleming, e instalarle junto con el resto del equipo de modo que tuviera acceso a los ordenadores. Bridger, próximo ya al término de su contrato, obtuvo una joven ayudante llamada Christine Flemstad, y Judy —con gran disgusto de ella y de todos los demás—, recibió orden de acompañarle.

—¿Cuál es la utilidad de un oficial de relaciones públicas si constituimos un alto secreto tan estricto que debemos encaramarnos a una escalera para lavarnos los dientes? —preguntó Fleming.

—Esperan que aprenda, si ustedes me lo permiten. De este modo, cuando se le dé publicidad…

—¿Estará al corriente?

—¿Le importaría?

Judy habló tímidamente, como si fuese ella, y no Fleming, la causante de toda la conmoción periodística. Se sentía ligada a él de una manera inexplicable.

—¡En absoluto! —contestó Fleming—. Cuanto más sexo, mejor.

Pero, como había dicho en Bouldershaw, no tenía tiempo. Se pasaba todo el día y la mayor parte de la noche convirtiendo la enorme masa de datos procedentes del telescopio en cifras comprensibles. Cualquiera que fuese el acuerdo a que habían llegado —o que hubiese hecho Reinhart en su nombre— había servido para volverlo sobrio e intensificar su trabajo. Daba órdenes a Bridger y a la muchacha con firme e inquebrantable determinación, y soportaba pacientemente toda clase de controles y supervisiones. De un modo nominal, Reinhart desempeñaba el mando, y Fleming le llevaba obedientemente todos los resultados que obtenía; pero los de la sección de Defensa nunca estaban muy lejos y Fleming incluso conseguía mostrarse cortés con Watling a quien llamaba «Alas de plata».

El resto del equipo era menos dichoso. Existía una perceptible frialdad entre Bridger y Judy. Bridger estaba ansioso por marcharse, y la joven Christine se esforzaba abiertamente para ocupar su puesto. Era joven y bonita, con algo de la obstinación de Fleming, y era evidente que consideraba a Judy como una intrusa. En cuanto tenía una oportunidad, la atacaba.

Poco después de haberse marchado de Bouldershaw, Harries había reaparecido; Watling lo reveló durante una de sus visitas al grupo. Harries había sido sorprendido en casa del corredor de apuestas, metido en un auto, golpeado y dejado en un molino desierto, donde estuvo a punto de morir. Se había arrastrado, con una pierna rota, incapaz de salir, manteniéndose con el agua de una tubería rota y un poco de chocolate que llevaba en el bolsillo, hasta que al cabo de tres días había sido descubierto por un cazador de ratas. No volvió a reunirse con el grupo, y Watling solo le contó los detalles a Judy. Esta se los guardó para sí, pero trató de sonsacar a Christine sobre los antecedentes de Bridger.

—¿Cuánto hace que le conoce?

Estaban en un pequeño despacho contiguo a la sala principal de ordenadores; Christine trabajaba en una mesita cubierta de tarjetas perforadas, mientras Judy andaba de un lado para otro, deseando tener un asiento propio.

—Yo era una de sus estudiantes investigadoras en Cambridge.

Pese a su ascendencia báltica, de la que Judy estaba enterada, Christine hablaba como cualquier universitaria inglesa.

—¿Le conocía bien?

—No. Si desea conocer sus referencias académicas…

—Solo pensaba…

—¿Qué?

—Si alguna vez se portaba… de un modo extraño.

—Nunca tuve que ponerme falda de alambre de espino.

—No me refería a eso.

—¿Pues a qué?

—¿Nunca le pidió que le ayudara a hacer algo, aparte de las investigaciones?

—¿Por qué había de hacerlo? —se volvió para mirar a Judy con ojos serios y hostiles—. Muchos de nosotros trabajamos de verdad.

Judy se dirigió a la sala de ordenadores y observó como las máquinas zumbaban y vibraban. Cada aparato tenía su sirviente: jóvenes y muchachas de aspecto neutro, ataviados con monos idénticos. En el centro había una larga mesa donde los cálculos de las computadoras eran reunidos en montones de tarjetas perforadas, o bobinas de cinta o largas tiras de papel procedentes de las impresoras. El volumen de cifras que manejaban era prodigioso y todo parecía completamente ajeno a la carne y a la sangre, una reunión de máquinas hablando su propio idioma.

Judy tenía ya cierta idea de lo que estaba haciendo el equipo. El mensaje de Andrómeda había proseguido durante muchas semanas, sin repetirse nunca y después había vuelto al principio para repetirse de nuevo. Esto les había permitido llenar la mayoría de los huecos de la primera transmisión; debido al movimiento giratorio de la Tierra, solo podían captarla durante las horas en que el hemisferio occidental tenía a la constelación de Andrómeda por encima del horizonte, mientras que doce de cada veinticuatro horas el punto de origen quedaba por debajo de dicho horizonte. Cuando el mensaje empezó de nuevo, la rotación de la Tierra estaba en una fase distinta a la primera, de modo que parte de los fragmentos perdidos pudieron ser captados entonces; y al terminar la tercera repetición, tenían el mensaje completo. El equipo de Bouldershaw Fell seguía a la escucha, pero no hubo ninguna variación. Cualquiera que fuera el origen de la emisión, tenía una cosa que decir y seguía diciéndola.

Ninguno de los enterados dudaba ya de que se trataba de un mensaje. Incluso en el Departamento del Comodoro del Aire Watling al referirse a él, hablaban de «la emisión de Andrómeda», como si su origen e identidad no ofrecieran dudas. Y catalogaron aquel trabajo como «Proyecto R». Era un mensaje muy extenso, y los puntos y rayas, una vez transformados en aritmética comprensible, ascendían a muchos grupos de millones de números. Su transformación en formas normales hubiese requerido toda una vida sin las máquinas calculadoras, e incluso con ellas se necesitaron muchos meses. Cada máquina debía ser instruida sobre lo que tenía que hacer con la información que se le daba: a esto, aprendió Judy, se le llamaba programación. Un programa consistía en una serie de cálculos transcritos en tarjetas perforadas, que preparaban la máquina para realizar el trabajo requerido. El grupo de cifras que debía ser analizado le era entonces facilitado, y la máquina daba la respuesta en cuestión de segundos. Este proceso debía ser repetido para cada nuevo estudio de cada grupo de cifras. Afortunadamente, las máquinas menores podían ser utilizadas para preparar material para las mayores, y todas las máquinas poseían, además de unidades de reparación, de control, de cálculo y de rendimiento, una memoria razonable, de modo que las nuevas respuestas podían basarse en la experiencia de las primeras.

Era Reinhart —el amable, tolerante, sensato y diplomático Reinhart— el que explicaba a Judy la mayoría de estas cosas. Después del asunto de Bouldershaw Fell la había aceptado de más buena gana, y le demostraba su aprecio y la lástima que le daba. Aunque estaba profunda y precariamente metido en la diplomacia interdepartamental que les permitía seguir adelante, sus peculiares cualidades de mando se hacían más evidentes que nunca. Conseguía que Fleming no se distrajera de su trabajo, que las autoridades no intervinieran y aún le quedaba tiempo para escuchar las ideas y los problemas de todo el mundo; e incesantemente permanecía en un discreto segundo término, brincando de puerta en puerta cual un pájaro tranquilo y de gran inteligencia.

Cogía a Judy por el brazo y empezaba a hablarle con sencillez de lo que estaban haciendo, como si dispusiera de todo el tiempo y de todos los conocimientos del mundo. Pero llegó un punto en la interpretación de los cálculos, en que tuvo que ponerlos en manos de Fleming y este prosiguió solo. Las computadoras, comprendió Judy, eran el primero y gran amor de Fleming, quien se comunicaba con ellas por una especie de magia intuitiva. No es que tuviese alguna veta de locura; sencillamente, tenía una facilidad sobrehumana para comprender aquel lenguaje. Nadaba en las matemáticas binarias como un pez en el mar, y tomaba atajos que Bridger y Christine necesitaban muchas horas de trabajo para comprobar. Pero nunca le descubrieron ningún error.

Un día muy poco antes de la fecha en que Bridger debía marcharse, Reinhart le cogió aparte junto con Fleming, para una sesión más prolongada que de costumbre, al final de la cual el profesor se fue directamente al Ministerio. A la mañana siguiente, Reinhart y Fleming fueron juntos a Whitehall.

—¿Estamos todos?

La voz equina de Osborne flotó por la sala de conferencias. Unas veinte personas estaban junto a la larga mesa, hablando en grupos. Habían colocado vades, blocs de notas y lápices sobre la pulida caoba, y en el centro de la mesa, a intervalos, había bandejas de plata con vasos y jarras de agua. En un extremo había un vade mayor, con las esquinas de cuero, para el Gran Jefe.

Vandenberg y Watling estaban en un grupo. Fleming y Reinhart en otro, y un círculo respetuoso de funcionarios públicos en traje gris rodeaba a una deslumbrante matrona con vestido floreado. Osborne les observó con ojos expertos y luego hizo un signo al joven vestido de oscuro que permanecía junto a la puerta. El joven desapareció en el pasillo y Osborne ocupó su sitio junto a la cabecera de la mesa.

—¡Ejem! —relinchó.

A invitación de Osborne los otros se encaminaron a sus sitios, con Vandenberg a la derecha del sillón presidencial. Fleming, acompañado por Reinhart, se sentó obstinadamente en el extremo más alejado. Se produjo un breve silencio. Luego se abrió la puerta y James Robert Ratcliff, ministro de Ciencias, entró. Hizo un gesto amable a uno o dos jóvenes que empezaban a levantarse.

—¡Siéntense, muchachos, siéntense!

Y ocupó su sitio en la cabecera de la mesa.

Tenía una cabeza distinguida, con el cabello gris excesivamente cuidado, y un cutis sonrosado. Sus dedos eran muy fuertes, cuadrados y capaces: era fácil imaginarle cogiendo grandes puñados de objetos. Sonrió cortésmente a los reunidos.

—Buenos días, señoras y caballeros Espero no haber llegado tarde. —Los más nerviosos movieron la cabeza y murmuraron que no—. ¿Cómo está usted, general?

Ratcliff se volvió hacia Vandenberg.

—Viejo y achacoso —repuso este, pese a que distaba mucho de ser cierto.

Osborne carraspeó.

—¿Desea que haga las presentaciones?

—Gracias. Hay varios rostros que me son desconocidos.

Osborne conocía todos los nombres, y el ministro tuvo un ademán amable para cada uno de los presentes. La florida primavera resultó ser la señora Tate-Allen, de Tesorería, quien representaba al Comité de Capitalistas. Cuando llegaron a Fleming, la reacción ministerial cambió.

—¡Ah, Fleming! Espero que no haya más indiscreciones.

Fleming le miró ceñudamente desde el otro extremo de la mesa.

—He tenido la boca cerrada, si se refiere a eso.

—A eso mismo.

Ratcliff sonrió amigablemente y concentró su atención en Watling.

—Trataremos de emplear el menor tiempo posible, ¿verdad? —Irguió su fina cabeza romana y miró a Reinhart—. ¿Tiene alguna noticia para nosotros, Profesor?

Reinhart tosió después de cubrirse la boca con su diminuta mano.

—El doctor Fleming, aquí presente, ha hecho un análisis.

—Discúlpeme —dijo sonriendo la señora Tate-Hallen—, pero no creo que el señor Newby esté por completo al corriente de la cuestión.

El señor Newby era un hombrecillo delgado, que parecía acostumbrado a sufrir humillaciones.

—¡Oh, bueno! —dijo Ratcliff—. Tal vez pueda usted colmar las lagunas existentes, Osborne.

Osborne las colmó.

—¿Y ahora?

Veinte pares de ojos, incluidos los del ministro, se volvieron hacia Fleming.

—Sabemos lo que es —dijo este.

—¡Bien hecho! —exclamó la señora Tate-Allen.

—¿Qué es?

Fleming miró con fijeza al ministro.

—Es un programa de ordenador —dijo con voz queda.

—¿Un programa de ordenador? ¿Está seguro?

Fleming se limitó a asentir con la cabeza. Todos los demás rompieron a hablar.

—¡Por favor! —gritó Osborne, golpeando la mesa con el puño.

El alboroto cesó. La señora Tate-Allen levantó una mano cubierta por un guante azul.

—Me parece, murmuró, que varios de nosotros ignoramos lo que es un programa de ordenador.

Fleming lo explicó, mientras Reinhart y Osborne volvían a arrellanarse en sus asientos y suspiraban con alivio. El muchacho se estaba portando bien.

—¿Lo ha probado en una computadora? —preguntó la señora Tate-Allen.

—Hemos utilizado computadoras para descifrarlo. No tenemos ninguna que pueda abarcarlo todo. —Golpeó los papeles que había frente a él—. Esto es sencillamente enorme.

—Si dispusiera de un ordenador más potente, y… —sugirió Osborne.

—¡No se trata solo del tamaño! De hecho, esto es más que un sencillo programa.

—¿Pues qué es? —preguntó Vandenberg, acomodándose en su sillón. Al parecer, tenían para rato.

—Se divide en tres secciones. —Fleming arregló sus papeles como si de esa manera aclarara más las cosas—. La primera es un diseño, o mejor dicho, una exigencia matemática que puede ser interpretada como diseño. La segunda parte es el programa propiamente dicho, el código, como la llamamos nosotros. La tercera y última parte son datos, información enviada para que la máquina trabaje con ella.

—Me gustaría tener la oportunidad… —Vandenberg alargó una mano y le entregaron los papeles—. No digo que esté usted equivocado. Pero me gustaría que nuestros especialistas verificaran su metodología.

—Pueden hacerlo —dijo Fleming.

Se oyeron murmullos respetuosos mientras los papeles pasaban de un lado a otro de la mesa, pero la señora Tate-Allen sintió, evidentemente, que era preciso hacer algún comentario.

—He de decir que esto resulta muy interesante.

—¡Interesante! —Fleming parecía a punto de estallar. Reinhart apoyó una mano apaciguadora en el brazo del joven—. Es lo más importante que ha ocurrido desde la evolución del cerebro.

—Calma, John —dijo Reinhart.

El ministro fingió no haberse enterado.

—¿Que se propone hacer ahora?

—Construir un ordenador adecuado para este material.

—¿Afirma usted en serio —el ministro habló lentamente, escogiendo con cuidado sus palabras, como si se tratara de bombones en una caja bien surtida— que en algún punto distante de la galaxia, otros seres que nunca han tenido contacto con nosotros, nos han enviado ahora el diseño y programa para la clase de máquina electrónica…

—Sí —interrumpió Fleming.

El ministro terminó su frase:

—… que poseemos en este planeta?

—No la poseemos.

—Tenemos el tipo, ya que no el modelo. ¿Es eso posible?

—Es lo que ha ocurrido.

Fleming estaba causando una impresión no demasiado favorable en los reunidos. A menudo habían visto aquello: jóvenes científicos fanáticos, obstinados, impacientes ante los procedimientos administrativos habituales, y a quienes, sin embargo, había que tratar con mucha paciencia porque en ellos podía haber algo valioso. Los allí reunidos no eran tontos; estaban acostumbrados a calibrar a las personas y las situaciones Dependía mucho de lo que Vandenberg, Osborne y Reinhart pensaran. Ratcliff pregunto al profesor.

—Aritmética del Universo —dijo Reinhart—. El cálculo electrónico puede muy bien serlo.

—Puede ser incluso la única forma de cálculo, si se analiza bien —intervino Fleming.

Vandenberg levantó la vista de los papeles.

—Me pregunto…

—Mire —interrumpió Fleming—. El mensaje está siendo repetido continuamente. Si tiene una idea mejor, vaya y trabaje en ella.

Reinhart miró con inquietud a Osborne, quien contemplaba la situación como el encargado del marcador en un partido de cricket.

—¿No puede utilizar una máquina existente? —preguntó Osborne.

—¡Ya lo he dicho!

—Parece una pregunta bastante razonable —observó tibiamente el ministro.

Fleming se le encaró con apasionamiento.

—Este programa es enorme. No creo que usted se dé cuenta.

—Explícalo, John —dijo Reinhart.

Fleming hizo una inspiración y prosiguió con más calma.

—Si se quiere un ordenador que juegue decentemente a las damas, tiene que ser capaz de aceptar un programa de, aproximadamente, cinco mil grupos de ocho dígitos. A estos grupos les llamamos «bytes». Si quiere que juegue al ajedrez (y es posible, he jugado al ajedrez con ordenadores), deberán podérsele suministrar unos quince mil bytes. Para asimilar este material —señalo los papeles que estaban trente a Vandenberg—, se necesita un ordenador que pueda emplear mil millones, o con más exactitud, decenas de miles de millones de bytes, antes de que pueda incluso empezar a trabajar con los datos.

Por fin se había captado la atención de los reunidos: aquello era una demostración de inteligencia que todos sabían apreciar.

—Seguramente será cuestión de reunir las unidades suficientes —dijo Osborne.

Fleming movió la cabeza.

—No es solo el tamaño; necesita una nueva concepción. No hay ningún equipo en la Tierra… —Meditó, en busca de un ejemplo, y todos esperaron con interés hasta que hubo encontrado uno—. Nuestras calculadoras más modernas siguen trabajando en microsegundos. Esta es una máquina que debe operar en nanosegundos, o de lo contrario todos seriamos viejos para cuando hubiese terminado de clasificar la fabulosa cantidad de datos que hay. Y necesitaría una memoria, probablemente una memoria de baja temperatura, al menos con la capacidad del cerebro humano, pero con un control mucho más eficiente.

—¿Está esto comprobado? —preguntó Ratcliff.

—¿Qué espera? Ante todo debemos hacernos con los medios para demostrarlo. La inteligencia que ha enviado este mensaje está muy por encima de la nuestra. No sabemos por qué lo han enviado o a quién. Pero es algo que nosotros no podríamos hacer. No somos más que homo sapiens que progresamos trabajosamente. Si queremos interpretarlo… —Hizo una pausa—. Si…

—Esto es una teoría, ¿verdad?

—Es un análisis.

El ministro apeló de nuevo a Reinhart.

—¿Usted cree que podría demostrarse?

—Puedo demostrarlo —dijo Fleming.

—Preguntaba al Profesor.

—Puedo demostrarlo construyendo un ordenador que sea capaz de asimilarlo —dijo Fleming, impertérrito—. Es lo que me propongo.

—¿Es esto sensato?

—Es lo que requiere el mensaje.

El ministro empezó a perder la paciencia. Tamborileó en la mesa con sus dedos cuadrados.

—Profesor…

Reinhart meditó, no tanto en lo que creía, como en lo que debía decir.

—Requeriría mucho tiempo.

—Pero ¿es lo más conveniente?

—Posiblemente.

—Necesitaré el mejor ordenador existente para trabajar con él —dijo Fleming como si todo estuviera ya decidido—. Y a todo nuestro equipo actual.

Osborne parecía angustiado; la decisión se presentaba muy dudosa, y para quien le conocía, el ministro empezaba a mostrar señales de sentirse ofendido.

—Podemos facilitar ordenadores de las universidades —dijo con tono que sugería una cuestión meramente rutinaria.

De repente, Fleming estalló.

—¡Nada de universidades! ¿Cree usted que las universidades tienen el mejor equipo de la actualidad? —Señaló con el dedo a Vandenberg—. Pregunte a su amigo militar dónde está el único ordenador verdaderamente decente que hay en el país.

Un breve silencio helado: los reunidos miraron al general americano.

—He de asesorarme sobre este asunto.

—No es preciso, porque yo se lo digo. Está en el centro de investigación de cohetes de Thorness.

—Trabaja para la Defensa.

—Desde luego —dijo Fleming, despectivamente.

Vandenberg no replicó. Aquel joven era asunto del ministro. Los reunidos esperaron mientras Ratcliff tamborileaba sobre su vade de cuero y Osborne examinaba la situación, sin demasiadas esperanzas. Su superior estaba indudablemente impresionado, pero no convencido. Fleming, como la mayoría de los hombres sinceros era un mal abogado; había tenido su oportunidad y prácticamente la había echado por la borda. Si el ministro no actuaba, todo el asunto seguiría siendo una pura teoría científica. Si actuaba debería negociar con los militares, tendría que convencer no solo al ministro de Defensa, sino también al comité de Vandenberg, de que el esfuerzo merecería la pena. Ratcliff meditó durante mucho rato. Le gustaba que la gente estuviera pendiente de él.

—Podríamos hacer una petición —dijo por fin—. Hacerlo cuestión de Gobierno.

Durante algún tiempo después de la reunión, el equipo no tuvo trabajo. Reinhart y Osborne prosiguieron las negociaciones, avanzando prudentemente paso a paso, pero Fleming no pudo seguir adelante. Bridger completaba el trabajo pendiente, Christine permanecía en la oficina comprobando una y otra vez los datos que ya habían sido examinados, pero Fleming volvió la espalda a todo y cogió consigo a Judy.

—De nada sirve perder el tiempo por aquí en tanto no hayan tomado una decisión —le explicó.

Y se la llevó para que le ayudara a distraerse.

No es que la cortejara. Solo gozaba teniéndola cerca, y se mostraba afectuoso y sorprendentemente agradable. La fuente principal de su descontento, descubrió la muchacha, era el desprecio que sentía por la pomposidad y la charlatanería. Cuando se interponían en su trabajo, se mostraba agrio y a veces violento, pero cuando se olvidaba del trabajo se convertían simplemente en objetivos para su humor mordaz y especial.

—Inglaterra se está hundiendo lentamente por el Oeste —observó en una ocasión cuando ella le preguntó por el estado del asunto.

Y lo olvidó con una sonrisa.

Cuando Judy trató de disculparse por su arrebato de ira en Bouldershaw Fell, él se limitó a darle una palmada en el hombro.

—Perdona y olvida, ese soy yo —dijo.

Y la invitó a beber un trago.

Judy soportaba muchas cosas con tal de que él disfrutara. A Fleming le encantaba la música moderna que ella no toleraba; le gustaba conducir deprisa, cosa que asustaba a Judy; y adoraba las películas del Oeste, que a ella la asustaban todavía más. Fleming estaba profundamente cansado e intranquilo. Iban del cine al concierto, del concierto a un largo paseo en auto, del paseo en auto al bar; y al terminar. Fleming estaba agotado. Pero al menos parecía dichoso, aunque Judy distara mucho de serlo. La muchacha tenía la impresión de que navegaba bajo una bandera falsa.

Solo de vez en cuando iban al pequeño despacho del Instituto, y cuando estaban allí Fleming cortejaba a Christine. Judy no podía criticarle por ello. Él no prestaba mayor atención a la muchacha, pese a que era extraordinariamente atractiva. Estaba, según ella misma confesó a Bridger, «enamorada del cerebro de él», pero no parecía desear de un modo especial otras manifestaciones más materiales. Prosiguió estoicamente con su trabajo, sin embargo, preguntó acerca de Thorness.

—¿Ha estado allí alguna vez, doctor Fleming?

—Una.

—¿Cómo es?

—Remoto, hermoso, como usted. Y también poderoso, sin alma, sin finalidad, a diferencia de usted.

Se daba por sentado que, si se permitía a Fleming que fuese allí, ella le acompañaría. Watling había examinado los antecedentes de la joven, y los había encontrado impecables. El matrimonio Flemstad había huido de Lituania cuando los ejércitos rusos la invadieron a finales de la guerra de Hitler, y Christine había nacido y crecido en Inglaterra. Sus padres se habían naturalizado ciudadanos británicos antes de morir, y ella había sido sometida a todas las comprobaciones posibles.

Las actividades de Dennis Bridger parecían mucho más interesantes. A medida que se aproximaba la fecha de su partida, recibía un número creciente de conferencias telefónicas que parecían preocuparle mucho, pese a que nunca hablaba de ellas. Una mañana, a solas en la oficina con Judy, parecía más angustiado que de costumbre. Cuando sonó el teléfono, prácticamente arrancó el auricular de manos de ella. Era evidentemente una cita. Bridger se disculpó y abandonó la oficina. Judy le observó desde la ventana mientras él se encaminaba hacia la calle, donde le esperaba un auto enorme y lujoso.

Cuando Bridger se aproximó, la puerta del conductor se abrió y un chófer gigantesco se apeó, ataviado con la clase de librea que uno asociaba con un coupe de ville de los años veinte, una guerrera de color amarillo pálido, abotonada hasta el cuello, pantalones de montar y brillantes polainas de cuero.

—¿Doctor Bridger?

Llevaba gafas oscuras y hablaba con un suave e indeterminado acento extranjero. El vehículo era monstruosamente hermoso, como un nuevo avión sin alas. Dos antenas de radio surgían de sus aletas de cola, hasta alcanzar una altura superior a la de un hombre, incluso a la de aquel hombre. Todo el conjunto resultaba absurdamente desmesurado.

El chófer mantuvo abierta la portezuela posterior del auto para que Bridger subiera. Había un asiento inmensamente ancho, un suelo cubierto con una gruesa alfombra, cristales de color azulado y, en el extremo más alejado, un hombre bajo y corpulento, completamente calvo.

El individuo alargó una mano adornada con un anillo.

—Soy Kaufmann.

El chófer volvió a su sitio, delante de la división de cristal, y el vehículo arrancó.

—¿No le importará que demos un paseo? —No había dudas sobre el acento de Kaufmann: era alemán, próspero y duro—. La gente tiene la mala costumbre de hablar demasiado.

Se oyó un pequeño zumbido. Kaufmann descolgó un auricular telefónico de marfil que estaba frente a él. Bridger observó que el chófer hablaba por un micrófono que había junto al volante.

Ja —Kaufmann escuchó un momento y luego se volvió y miró por la ventanilla posterior—. Ja egon, ya veo. Describe un círculo ¿eh? En Stuttgart… la llamada a Stuttgart.

Cogió el teléfono y se volvió hacia Bridger.

—Mi chófer dice que nos sigue un taxi —Bridger volvió la cabeza lleno de nerviosismo. Kaufmann rio, o al menos enseñó los dientes—. No se preocupe. En Londres, siempre hay taxis. Comprobará que no vamos a ningún sitio. Lo importante es que pueda hacer mi llamada a Stuttgart. —Sacó una pitillera de plata que contenía pequeños cigarros—. ¿Fuma?

—No, gracias.

—Me envió usted un mensaje, en teletipo, a Ginebra. —Kaufmann escogió un cigarrillo—. Hace varios meses.

—Sí.

—Desde entonces no hemos tenido noticias suyas.

—He cambiado de idea.

Bridger contrajo ansiosamente el rostro.

—Y tal vez ahora haya llegado el momento de volver a cambiar. Ha de saber que estos últimos meses hemos estado muy intrigados.

Se mostraba serio, pero agradable y tranquilo. Bridger miró por la ventanilla posterior con expresión culpable.

—Le repito que no se preocupe. Todo está previsto. —Acercó un enjoyado encendedor de plata al extremo de su cigarrillo e inspiró—. ¿Se trataba verdaderamente de un mensaje?

—Sí.

—¿De un planeta?

—Un planeta muy lejano.

—¿En algún punto de Andrómeda?

—En efecto.

—Bueno, eso resulta cómodamente lejano.

—¿A qué viene…?

Bridger torció la nariz cuando le alcanzó el humo del cigarrillo.

—¿A qué viene todo esto? Ahora se lo explico. En América, yo estaba en América por entonces, hubo una gran excitación. Todos se mostraban muy alarmados. Y lo mismo en Europa. Entonces su Gobierno dijo: «Nada, no es nada. Más adelante lo explicaremos». Y así sucesivamente. Y la gente olvidó; transcurrieron los meses y la gente olvidó gradualmente. Ha habido otras cuestiones por las que preocuparse, pero ¿hay algo?

—Oficialmente, no.

—No. Oficialmente no hay nada. Lo hemos intentado, pero por todas partes hemos encontrado silencio. Todo el mundo tiene los labios sellados.

—Incluidos los míos.

Por entonces habían rodeado a medias Regent’s Park. Bridger consultó su reloj.

—Tenso que regresar esta misma tarde.

—¿Trabaja para el Gobierno inglés?

Kaufmann consiguió que aquella pregunta sonara como parte de una conversación intrascendente.

—Formo parte del equipo.

—¿Que trabaja en el mensaje?

—¿Por qué le interesa esto?

—Cualquier cosa importante nos interesa. Y esto puede resultar de la mayor importancia.

—Puede. Pero puede que no.

—Pero ¿prosiguen ustedes el trabajo? Por favor, no se muestre tan reservado. No trato de sonsacarle.

—Voy a dejarlo correr.

—¿Por qué?

—No quiero pasarme la vida al servicio del Gobierno.

Pasaron ante el Zoológico y se dirigieron hacia Portland Place. Kaufmann aspiraba satisfecho el humo de su cigarro mientras Bridger esperaba. Cuando torcieron hacia el Oeste por Marylebone. Kaufmann dijo:

—¿Le gustaría algo más lucrativo? ¿Con nosotros?

—Eso había pensado —dijo Bridger, contemplándose los pies.

—¿Hasta su pequeño fracaso en Bouldershaw?

—¿Estaba enterado de eso? —Bridger le miró escrutadoramente—. ¿En casa de Oldroyd?

—Claro que sí.

Se mostraba muy amable, casi dulce. Bridger volvió a contemplarse los zapatos.

—No quería que hubiese jaleo.

—No debería desanimarse con tanta facilidad —dio Kaufmann—. Al mismo tiempo, no debe guiar a la gente hasta nosotros. Podemos estar ocupados en alguna otra cosa.

Volvieron a torcer hacia el Norte, por Baker Street.

—Creo que debería quedarse donde está —dijo—. Pero mantenerse en contacto conmigo.

—¿Cuánto?

Kaufmann abrió mucho los ojos.

—¿Decía usted…?

—Si quiere que le entregue información.

—¡Caramba, doctor Bridger! —Kaufmann soltó una carcajada—. No es usted muy diplomático.

El intercomunicador zumbó. Kaufmann descolgó el auricular.

—Kaufmann… Ja, ja… Das ist Felix…!

Rodearon dos veces más el parque y luego dejaron a Bridger a unos pocos centenares de metros del Instituto. Judy observó su regreso, pero Bridger no le dijo nada. Ahora desconfiaba mucho de ella.

Media hora después, el taxi que había seguido el auto de Kaufmann se detuvo junto a una cabina telefónica y Harries se apeó. Llevaba aún vendada una pierna y se movía con cierta dificultad, pero se consideraba ya apto para el trabajo. Pagó al taxista y cojeó hasta la cabina. Cuando el taxi se alejó, otro vehículo se detuvo y esperó a Harries.

La llamada telefónica fue contestada por el ayudante de Watling, un aburrido teniente del Regimiento de la Guardia, integrado en el Ministerio de Defensa.

—Está bien. Creo que será mejor que venga y nos dé el informe.

En el momento en que colgaba, Watling entró, nervioso y preocupado, de resultas de otra reunión con Osborne.

—Palabras, palabras, palabras. Es lo único que hacen. —Dejó su cartera en una silla—. ¿Alguna novedad?

—Ha llamado Harries.

—¿Y qué?

Watling se instaló tras de su mesa, un severo escritorio de metal en una habitación austera.

—Dice que Bridger ha sido visto con una Persona Conocida.

—¿Con quién? Olvídese de su género.

—Con Kaufmann, señor.

—¿Kaufmann?

—Intel. La multinacional.

Watling contempló la desnuda pared que tenía enfrente. Seguían existiendo cierto número de grandes cárteles cosmopolitas pese a las leves antimonopolio y a la administración del Mercado Común. No eran palpablemente ilegales, pero resultaban extremadamente poderosos y en ciertos casos habían estrangulado casi el comercio europeo. En una época en que Occidente corría el riesgo de un boicot por parte de alguno o algunos de los países de que dependía en cuanto materias primas, existía un terreno tentadoramente lucrativo para cualquier agencia carente de escrúpulos, e Intel era conocido y detestado mundialmente por su carencia de escrúpulos. Cualquier cosa que llegara a sus manos tenía grandes probabilidades de ser vendido con beneficio en otra capital así que llegara la ocasión oportuna.

—¿Alguien más?

—No, Dieron un par o tres de vueltas en el palacio rodante de Kaufmann y luego volvieron a la base.

Watling se froto la barbilla mientras ordenaba metódicamente sus pensamientos.

—¿Cree usted que es esto lo que se proponía en Bouldershaw?

—Harries opina que sí.

—¿Y fue este el motivo de que atacaran e inutilizaran a Harries?

—En parte.

—Bueno, es la última entidad a la que quisiéramos ver intervenir en esto.

En cuanto algo caía en manos de Intel, resultaba muy difícil seguirle la pista. Tenían una organización perfectamente legal en Londres, oficinas en Suiza y sucursales por lo menos en tres continentes. La información se deslizaba por sus teletipos particulares cual si fuese mercurio, y poco podía hacerse al respecto. Para esta clase de operación no existían las órdenes de registro. Para cuando se estaba buscando en una oficina de Piccadilly, el objeto perdido había sido trocado por manganeso o bauxita al otro lado de alguna frontera hostil. Nada había sagrado ni seguro.

—Supongo que Bridger seguirá facilitándoles información.

—En apariencia, está a punto de abandonar su cargo —le recordó su ayudante.

—Dudo de que lo haga ahora. Le habrán dado un buen palmetazo —suspiró—. De todos modos, podría obtenerlo todo por Fleming. Son más obstinados que una mula.

—¿Cree que Fleming interviene también?

—¡Bah! —Watling empujó su sillón hacia atrás y abandonó el asunto—. No es más que un inocente. Es capaz de explicárselo todo a cualquiera solo para demostrar lo independiente que es. Fíjese en lo que sucedió la última vez. Y ahora les vamos a tener colgados de la nariz.

—¿Cómo es eso?

—¿Cómo es eso? Debería escribir usted un libro de frases hechas. Han sido trasladados al Ministerio de la Guerra, así es cómo. Todo el conjunto. Fleming quiere construir su superordenador en el establecimiento de investigación de Cohetes de Thorness.

—¡Oh!

—Esto es alto secreto.

—Sí, señor. —El ayudante se mostró lánguidamente discreto—. ¿Ha sido decidido ya?

—Lo será. Soy capaz de oler una tontería siempre que estoy a sotavento de ella. Vandenberg está furioso. Y lo mismo los demás aliados. Y no me extraña. Pero Reinhart está entusiasmado con la idea y también Osborne y el ministro. Y espero que también lo esté el Gobierno.

—Entonces ¿no podemos mantenerles aparte?

—Podremos vigilarle, será mejor que conservemos a Harries.

—En Thorness tienen su propio servicio de seguridad. Del Ejército —añadió el ayudante con orgullo.

El comodoro del aire lanzó un resoplido.

—Harries puede trabajar con ellos.

—Harries quiere desentenderse del caso.

—¿Por qué?

—Asegura que le tienen fichado.

—¿Qué? Perdón. —Watling le dirigió una sonrisa—. ¿Cómo es eso?

—Bueno, en Bouldershaw le pescaron. Probablemente piensen que va detrás de algo más gordo aún.

—Probablemente sea así. ¿Dónde está ahora?

—Siguiéndoles. Vendrá más tarde a informar.

Pero Harries no informó más tarde ni nunca. A la mañana siguiente, Judy y Fleming encontraron su cadáver, bajo la lona del automóvil de este último.

Judy se mareó. Y en cuanto ambos hubieron ido al cuartelillo de policía, y retiraron el cadáver, regresaron a la oficina, donde encontraron un mensaje para que Fleming se presentara inmediatamente en el Ministerio de Ciencias. Judy, que se quedó esperando junto a Christine, fue interrogada por Watling, y se sintió temerosa y desdichada. Christine prosiguió con su trabajo, deteniéndose solo para dar a Judy dos aspirinas, con el aire de quien otorga su caridad haciendo caso omiso de los médicos.

Antes de marcharse al Ministerio. Fleming había besado a Judy en la mejilla Ella le sonrió, trémula.

—¿Por qué me lo han echado encima? —dijo Fleming.

—No se lo han echado a usted. Ha sido a mí, como advertencia.

Y Judy volvió a meterse en el lavabo, donde vomitó.

Fleming regresó antes del almuerzo, alegre y excitado. Arranco a Christine de su silla y la apretó contra sí.

—¡Ya está!

—¿Ya está? —Judy permaneció al otro lado del despacho, atónita.

—Autorización por triplicado de los superiores del comodoro del Aire. Nos abren de par en par su sagrado reducto.

—¿Thorness? —preguntó Christine, apartando a Fleming.

Este se apoyó en una mesa.

—Se nos permite que utilicemos graciosamente su hermoso y costosísimo equipo, hasta ahora reservado para jugar a soldados.

—¿Cuándo? —preguntó Judy.

Fleming se apartó de la mesa, atravesó la oficina y sacudió afectuosamente a la muchacha.

—Tan pronto como estemos listos. Prioridad A en la gran computadora, exceptuando lo que llaman irónicamente un caso de gravedad nacional. Estaremos exentos de las revistas matutinas, recibiremos pases, nos tomarán las huellas dactilares, nos harán un lavado de cerebro, y buscarán pequeños bichitos en nuestro cabello. Y construiremos la maravilla del siglo. —Dejó a Judy y alargó su brazo a Christine—. ¡Usted y yo, querida! Les daremos una lección, ¿eh? «¿Está demostrado?», pregunta el ministro. ¡Nosotros se lo demostraremos! ¡Oh! Y Alas de Plata vendrá para darnos las órdenes de marcha.

Empegó a cantar Alas de Plata entre el Oro, e invitó a las dos chicas a un almuerzo, que Judy no pudo comer. No había señales de Bridger.

Watling regresó por la farde, comedido pero severo, cual un director visitante. Hizo que los tres se sentasen, mientras él les sermoneaba.

—Lo que le ha sucedido a Harries guarda una relación directa con su trabajo.

—¡Pero si era un ayudante de laboratorio!

—Pertenecía al Servicio Secreto Militar.

—¡Oh!

Aquello era nuevo para Christine y Fleming, y este reaccionó con salvaje ironía:

—¿Uno de los nuestros, como se dice?

—De los nuestros.

—Encantador.

—No se haga la ilusión de pensar que todo esto ha ocurrido a causa de lo que están haciendo. Todavía no son tan importantes. —Las muchachas permanecían quietas, escuchando, mientras Watling concentraba su atención en Fleming—. Es probable que Harries descubriera alguna otra cosa mientras les protegía a ustedes.

—¿Por qué nos protegía, si no somos importantes?

—La gente, los demás, ignoran si es importante o no. Sabe que hay algo en marcha, gracias a su excesiva locuacidad. Puede ser o no de gran valor estratégico.

—¿Sabe quién mató a Harries? —preguntó Fleming.

Tal vez viera, por fin, clara su responsabilidad en aquella muerte.

—Sí.

—Ya es algo.

—Y sabemos quién les pagó.

—Entonces, asunto resuelto.

—Excepto que no se nos permitirá que les toquemos —dijo Watling secamente—. Por motivos diplomáticos.

—Encantador, también.

—Este no es un mundo especialmente encantador. —Miró a sus tres interlocutores, cual si realizara una misión desagradable. Era un hombre sencillo a quien le desagradaban los sermones—. Ustedes, los que han llevado una vida tranquila y protegida en los laboratorios, tienen que entender una cosa: ahora están en el frente de batalla.

—¿En dónde? —preguntó Fleming.

—En el frente. Si esa idea suya es cierta, nos proporcionará un utillaje muy valioso.

—¿Quién es nos?

—La nación.

—¡Ah, sí, claro!

Watling le ignoró. Había oído hablar mucho de la actitud de Fleming respecto a los militares.

—Incluso aunque no funcione, llamará la atención. Thorness es un sitio importante y hay gente capaz de todo para averiguar lo que sucede ahí. Por esto les advierto a todos. —Les miró fijamente con sus brillantes ojos azules—. No están ya en la universidad, sino en la selva. Tal vez solo parezca un exceso de burocracia, con una serie de chácharas aparentemente vacías por parte de políticos y funcionarios públicos como yo. Pero no deja de ser una selva. Se lo puedo asegurar. Los secretos son comprados y vendidos, y, a veces, la gente acaba recibiendo. De esta manera se efectúan los negocios del mundo. Recuérdenlo, por favor.

Cuando Watling se hubo marchado. Fleming volvió a sus ordenadores, y Judy se dirigió a Whitehall para obtener nuevas instrucciones. Más adelantado el día, Bridger compareció ansioso y buscando a Fleming.

—Dennis. —Fleming llegó procedente de la sala de calculadoras—. ¡Estamos lanzados!

—¿Lanzados?

—Thorness. Vamos allí de cabeza.

—¡Oh, bien! —dijo Bridger sin mayor entusiasmo.

—El ministro de Ciencias se ha salido con la suya. La Humanidad está a punto de lanzar un corto paso por la selva, según nuestros amigos, uniformados. ¿Por qué no cambias de idea? Únete a la pandilla feliz.

—Sí. Gracias, John. —Bridger se contempló las puntas de los zapatos y torció la nariz en un ataque de timidez—. A eso he venido. He cambiado de idea.

Cuando Judy pudo entrevistarse con Osborne, este lo sabía ya.