VII
ANÁLISIS
El general Vandenberg tenía por entonces su cuartel general instalado en un refugio a prueba de bombas, bajo el Ministerio de Defensa. Sus funciones de coordinador se habían extendido gradualmente hasta convertirse en director virtual de la estrategia aérea local. Por muy poco que le gustara, el Gobierno de Su Majestad se sometió a ello a la vista de una situación internacional que empeoraba cada día: la sala de operaciones contigua a su despacho particular estaba dominada por un mapa mural, donde había indicaciones de un número alarmante de satélites orbitales, de potencia desconocida. Además de los vehículos norteamericanos y rusos, algunos de los cuales llevaban sin duda armamento nuclear, había un número creciente lanzado por otras potencias cuyas relaciones entre sí y con Occidente llegaban a menudo al borde del punto de rotura. La moralidad pública se enrarecía como la atmósfera cuando hombres y máquinas se elevaban cada vez más altos y año tras año la insegura paz que debía controlar la alta atmósfera y el espacio exterior, estaba a punto de caer en la anarquía.
Por intermedio del Ministerio de Defensa, Vandenberg tenía autoridad sobre todas las instituciones locales, incluida Thorness. Actuaba suavemente, pero con determinación, y observaba con atención lo que sucedía. Cuando recibió el informe de la muerte de Bridger, envió a buscar a Osborne.
La posición de Osborne era ahora muy distinta de lo que había sido cuando los primeros días de Bouldershaw Fell. En lugar de representar a un Ministerio de poder creciente, él y Ratcliff debían ahora inclinarse ante los deseos de los militares, tratando únicamente de conservar cierta autonomía en sus propios asuntos. Esto no quiere decir que Osborne fuera fácil de amedrentar. Se detuvo ante la mesa de Vandenberg tan inmaculado y suave como siempre.
—Siéntese. —Vandenberg le indicó una silla—. Descanse.
Examinaron las circunstancias de la muerte de Bridger, como si estuvieran jugando una partida de ajedrez; el general, interrogando, y Osborne, a la defensiva, pero sin negar nada ni ofrecer disculpas.
—Tendrá que admitir —dijo Vandenberg al final— que su Ministerio ha originado un buen alboroto.
—Esto es cuestión de opiniones.
Vandenberg empujó hacia atrás su sillón y fue a examinar el mapa mural.
—No podemos permitirnos el lujo de jugar a escuelas, Osborne. A esa máquina le podríamos sacar mucho provecho. Fue construida con materiales militares y con ayuda militar. Podríamos utilizarla en interés público.
—¿Qué diablos cree que está haciendo Reinhart? —Osborne se mostró alterado—. Estoy seguro de que a su gente le gustaría echarle las manos encima. Estoy seguro de que a ustedes les parecemos anárquicos porque no tenemos cerebros ordenancistas. Sé que ha ocurrido una tragedia. Pero allí se está haciendo una labor de importancia vital.
—¿Y nosotros no la hacemos?
—No pueden ustedes interrumpir sus experimentos.
—El Gobierno diría que sí.
—¿Se lo ha preguntado?
—No. Pero diría que sí.
—Por lo menos —Osborne había vuelto a calmarse—, por lo menos permítannos terminar el proyecto actual, a base de darles ciertas garantías.
Tan pronto como estuvo de regreso en su despacho telefoneó a Reinhart.
—Por amor del cielo, llegue a una especie de armisticio con Geers —le pidió.
La entrevista de Reinhart con el director fue desmoralizadoramente similar a la de Osborne con Vandenberg, pero Reinhart era mejor estratega que Geers. Después de dos horas de discusión enviaron a buscar a Judy.
—Hemos de reforzar la seguridad de este sitio, señorita Adamson.
—¿No pretenderán que yo…?
Se interrumpió.
Geers la miró impertérrito a través de sus gafas y ella se volvió hacia Reinhart en busca de comprensión.
—Mi posición aquí sería intolerable. Todos confiaban en mí y ahora resulto formar parte del Servicio de Seguridad.
—Yo siempre lo había sabido —dijo Reinhart con amabilidad—. Y la profesora Dawnay lo sospecha. Y lo acepta.
—El doctor Fleming, no.
—Su opinión no nos importa —dijo Geers.
—Él me había aceptado en otro concepto.
—Todo el mundo sabe que debía usted cumplir una misión. —Reinhart se contempló los dedos, embarazado—. Y todo el mundo la respeta.
—Yo no.
—¿Cómo dice?
Geers se quitó las gafas y la miró parpadeando como si la viese desenfocada. Judy se estremeció.
—Lo he detestado desde el principio. Estaba perfectamente claro que todos los de aquí eran dignos de toda confianza, excepto Bridger.
—¿Incluso Fleming?
—¡El doctor Fleming vale diez veces más que cualquiera de los otros! Necesita protegerse de sus propias indiscreciones y eso es lo que he tratado de hacer. Pero no seguiré espiándole.
—¿Qué dice Fleming? —preguntó Reinhart.
—No me habla desde…
—¿Dónde está? —preguntó Geers.
—Supongo que bebiendo.
—Sigue con eso, ¿eh?
Geers dirigió la mirada hacia el techo para expresar su desesperanza, y el gesto hizo que Judy se sintiera enfurecida.
—¿A qué espera que se dedique, después de lo ocurrido? ¿Al billar? —Volvió a encararse con Reinhart, débilmente esperanzada—. He llegado a… a apreciarlos mucho a todos. Les admiro.
—Querida muchacha, no estoy en situación… —Reinhart evitó su mirada—. Tal vez sea mejor que todos sepan a qué atenerse con respecto a usted.
Judy descubrió que estaba en posición de firmes. Se encaró con Geers.
—¿Puedo ser relevada?
—No.
—Entonces, ¿puede asignárseme otra misión?
—No.
—¿Puedo dimitir?
—Durante una situación de gravedad nacional, no. —Los ojos de Geers, observó Judy, estaban demasiado juntos. La miraron con fijeza, inexpresivos en su autoridad—. Si no fuese por sus magníficos antecedentes, diría que le falta madurez para este trabajo. Tal como es, creo que está trastornada a causa de sus contactos con la mentalidad científica, en especial con una mente tan exaltada e irresponsable como la de Fleming.
—Él no es irresponsable.
—¿No?
—No, acerca de las cosas importantes.
—En esta institución las cosas importantes son los medios de supervivencia. Estamos sometidos a una presión muy grande.
—Para los militares, todas las cosas son militares —dijo Reinhart fríamente.— Cruzó el despacho y se asomó a la ventana, con sus manitas unidas a la espalda—. Este es un lugar desabrido, ¿sabe? Todos experimentamos la tensión que supone vivir en él.
Durante algún tiempo después de este exabrupto, Geers se mostró desacostumbradamente amable. Hacía cuanto le era posible por Dawnay, trayendo nuevo equipo que sustituyera al que Fleming había estropeado, e identificándose en general con lo que ella hacía. Reinhart luchaba con firmeza para conservar su jefatura, y Judy reanudó su tarea con una especie de sombría desesperación. Incluso hizo acopio de valor y fue a ver a Fleming, pero la habitación de este estaba vacía lo mismo que las tres botellas de whisky que había junto a la cama. Con una sola excepción, no habló con nadie durante los días que siguieron a la muerte de Bridger.
Dawnay había vuelto al trabajo, con Christine que la ayudaba en los cálculos relativamente sencillos que necesitaba la computadora. En menos de otra semana consiguieron otra síntesis fructuosa, y una noche, ya muy tarde, la estaban contemplando por el microscopio reparado cuando la puerta del laboratorio se abrió y Fleming se detuvo vacilante en el umbral.
Dawnay se irguió y le miró. Fleming no llevaba americana ni corbata. Su camisa estaba arrugada y sucia y mostraba una barba de siete días. Parecía al borde del delirium tremens.
—¿Qué desea usted?
Fleming le dirigió una mirada inexpresiva y dio un paso vacilante hacia el interior del laboratorio.
—Por favor, retírese de aquí.
—Veo que tiene nuevo equipo —dijo él con voz pastosa y una sonrisa crispada.
—En efecto. Y ahora, ¿quiere marcharse?
—Bridger ha muerto. —Fleming le sonrió estúpidamente.
—Lo sé.
—Pero sigue trabajando como si nada hubiera ocurrido. —Resultaba difícil entender lo que decía—. Pero él ha muerto. No volverá nunca más.
—Todos lo sabemos, doctor Fleming.
Avanzó otro paso en la habitación.
—¿Qué hacen aquí?
—Son cosas privadas. ¿Quiere marcharse, por favor?
Madeleine se puso en pie y avanzó resueltamente hacia él. Fleming la miró parpadeando mientras la sonrisa se borraba de su rostro.
—Era mi mejor amigo. Fue un tonto, pero era mi…
—Doctor Fleming —dijo ella con voz queda—. ¿Quiere marcharse, o habré de avisar a la guardia?
Él la miró por un momento, como tratando de verla por entre la niebla, y después se encogió de hombros y retrocedió. Ella le siguió hasta la puerta y la cerró con llave a sus espaldas.
—Podemos pasarnos muy bien sin él —le dijo a Christine.
Fleming regresó a su chalet, sacó de un cajón una botella medio llena de whisky y la vació en el lavabo. Después se derrumbó en su cama y durmió durante veinticuatro horas. A la noche siguiente, se afeitó, se bañó y empezó a preparar el equipaje.
El nuevo experimento progresaba fantásticamente. En cuestión de pocas horas, Dawnay tuvo que trasladarlo desde la plaquita del microscopio a un pequeño baño nutritivo, y a la mañana siguiente, hubo que trasladarlo a un recipiente mayor. Siguió doblando de tamaño durante todo el día que Fleming durmió y por la noche Dawnay se vio obligada a pedir ayuda a Geers, quien se hizo cargo del problema con aire de propietario, y encargó a sus artesanos que construyeran un tanque profundo, calentado eléctricamente, con un canal de alimentación en su parte superior, abierta, y una mirilla de inspección en el centro de una pared lateral. Hacia el amanecer, la nueva criatura fue levantada por cuatro ayudantes y colocada en el tanque.
En su nueva vivienda, creció hasta alcanzar aproximadamente el tamaño de una oveja y después cesó de aumentar. Parecía perfectamente saludable e inofensiva, pero no resultaba atractiva.
Aquella mañana Reinhart llegó a una decisión y fue a ver a Dawnay. Esta se encontraba aún en su laboratorio, comprobando el control de alimentación en lo alto del tanque. El profesor esperó a que ella hubiera terminado.
—¿Sigue vivo?
—Y coleando. —Aparte de un color más pálido y de una mayor tensión en torno a los ojos y la boca, Dawnay no mostraba síntomas de cansancio—. Solo hace un día y medio que no era más que una manchita en la placa del microscopio: ya te dije que no existe razón para que un organismo no crezca tan aprisa como uno desee, si se le puede dar alimentación suficiente.
—Pero ¿ha cesado de crecer?
Reinhart atisbó recelosamente por la mirilla de inspección, por la que pudo ver una forma oscura que se movía en el interior del tanque.
—Parece tener un tamaño y forma predeterminados —dijo Dawnay, cogiendo una serie de radiografías y alargándoselas—. Apenas se puede apreciar nada. No existe constitución ósea. Es como una gran masa gelatinosa, pero tiene un ojo y una especie de corteza, que parece como un ganglio nervioso muy complicado.
—¿Ninguna otra característica?
Reinhart levantó las radiografías y las examinó.
—Posiblemente un esbozo rudimentario de un par de piernas, aunque apenas puede llamársele más que una división del tejido.
Reinhart dejó las placas y frunció el ceño.
—¿Cómo se alimenta?
—Por la piel. Vive en un fluido nutritivo que pasa directamente a las células de su cuerpo. Muy sencillo y eficaz.
—¿Y la computadora?
Dawnay se mostró sorprendida.
—¿Qué le pasa a la computadora?
—¿Ha tenido alguna reacción?
—¿Cómo?
—No lo sé. —Reinhart la miró con ansiedad—. ¿Has notado algo?
—No. Está completamente tranquila.
El profesor se dirigió a la sala de la computadora y regresó de nuevo, con la cabeza gacha y la mirada fija en las relucientes puntas de sus zapatos. Se acercaba el amanecer y reinaba un gran silencio. Se llevó las manos a la espalda y habló sin mirar a Dawnay.
—Quiero que Fleming vuelva a ocuparse de esto.
Dawnay no respondió momentáneamente. Después dijo:
—Está perfectamente controlado.
—¿Controlado por quién?
—Por mí.
El profesor miró a su amiga con un esfuerzo.
—Trabajamos con el tiempo muy justo, Madeleine. Esta gente quiere que nos marchemos.
—¿En mitad del experimento?
—No. El Ministerio ha luchado para evitar esto, pero hemos de trabajar en equipo y mostrar resultados.
—¡Válgame Dios! ¿Esto no es un resultado? —Dawnay señaló con un dedo corto y huesudo hacia el tanque—. Estamos consiguiendo la cosa más sensacional del siglo. Estamos creando vida.
—Lo sé —dijo Reinhart, cambiando alternativamente de pie el peso de su cuerpo—. Pero ¿hacia dónde nos conduce esto?
—Hemos de descubrir muchas cosas más.
—Y no podemos permitir ningún otro accidente.
—Me las arreglaré.
—No trabajas por tu exclusiva cuenta, Madeleine. —Reinhart habló con una especie de suave tensión—. Todos estamos involucrados.
—Me las arreglaré —repitió ella.
—No puedes separar eso de su origen, de la computadora.
—Claro que no. Pero Christine comprende la computadora, y trabaja para mí.
—Comprende la aritmética básica, pero existe una lógica superior, o eso me parece. Y solo Fleming la comprende.
—No quiero a John Fleming dando vueltas por aquí, entorpeciendo mi trabajo y destrozando mi equipo.
La voz de Dawnay se había elevado. Reinhart la miró en silencio. Seguía en tensión, pero mostraba una expresión determinada.
—Nadie puede hacer exclusivamente lo que le parece. —Habló con tanta brusquedad que Dawnay le miró sorprendida—. Yo sigo siendo el jefe de este programa. Y seguiré siéndolo mientras trabajemos en equipo y actuemos con sentido común. Esto significa tener a Fleming aquí.
—¿Borracho o sereno?
—Válgame Dios, Madeleine, si no podemos confiar entre nosotros, ¿en quién hemos de hacerlo?
Dawnay se disponía a protestar, pero se detuvo.
—Está bien. En tanto se porte bien y se limite a su parte del trabajo.
—Gracias —dijo Reinhart sonriendo.
Cuando salió del laboratorio, se fue directamente a ver a Geers.
—Pero Fleming me ha notificado que se marcha —observó Geers—. Acabo de enviar a la señorita Adamson a la sala de la computadora, para asegurarme de que no nos hace alguna trastada como despedida.
Sin embargo, Fleming no estaba con la computadora. Judy se detuvo en la sala de control, vacilante, cuando Dawnay se le acercó.
—Hola. ¿Quiere ver a Cíclope?
—¿Por qué lo llama Cíclope?
—Por sus características físicas. —Dawnay parecía tranquila—. ¿Es que en la actualidad no instruyen a las muchachas? Venga: está aquí.
—¿Es preciso?
—¿No le interesa?
—Sí, pero…
Judy se sentía aturdida. No había seguido el curso del experimento. Durante los últimos dos días solo había pensado en Fleming, en Bridger y en su propia y triste posición, y la única imagen que recordaba del experimento de Dawnay era microscópica y sin ninguna relación con su propia vida. Siguió a la otra mujer hasta el laboratorio, sin pensar ni esperar nada.
El tanque la desorientó ligeramente. Era algo que no había esperado.
—Mire dentro —dijo Dawnay.
Judy se asomó al tanque y miró hacia el interior, sin suponer lo que iba a ver. La criatura tenía cierta semejanza con un pez alargado y gelatinoso, sin miembros o tentáculos, pero con una vaga bifurcación a un extremo y una hinchazón, que pudiera representar la cabeza, en la otra. Flotaba en el líquido cual una masa movediza de protoplasma, con su superficie de un verde amarillento, viscosa y reluciente. En el centro de lo que pudiera ser la cabeza, había un ojo, enorme, sin párpados, descolorido.
Judy se sintió violentamente mareada y después presa del pánico. Retrocedió vacilante y miró a Dawnay como si esta también formara parte de la pesadilla; después se llevó una mano a la boca y corrió fuera del laboratorio.
Se dirigió directamente al chalet de Fleming, abrió impulsivamente su puerta y entró.
Fleming estaba metiendo sus últimas pertenencias en un petate de marinero; el resto de su equipaje estaba reunido en el suelo. Miró con frialdad a Judy, cuando esta se detuvo jadeante en el umbral.
—No volvamos a las andadas —dijo él.
—¡John! —de momento, le costó hablar. La cabeza le daba vueltas y sentía su garganta llena de mucosidades—. John, tienes que venir.
—¿Adónde?
La miró con helada hostilidad. Los excesos de la última semana seguían mostrándose en su piel pálida y en sus oscuras ojeras, pero aparecía tranquilo y seguro de sí mismo. Judy trató de reafirmar su voz.
—Al laboratorio.
—¿Por ti?
—No. Han hecho algo horrible. Una especie de criatura.
—¿Por qué no se lo cuentas al Servicio Secreto?
—Por favor —Judy se le acercó; se sentía completamente indefensa, y no le importaba lo que él le dijera o le hiciese. Pero Fleming siguió arreglando su equipaje—. ¡Por favor, John! Está ocurriendo algo horrible. Tienes que detenerlo.
—No me digas lo que tengo o lo que no tengo que hacer.
—Han creado esa cosa. Esa cosa monstruosa con un ojo. ¡Un ojo!
—Este problema les incumbe a ellos.
Metió un jersey viejo por la abertura del petate y empezó a tirar de los cordones para cerrarlo.
—John, tú eres el único…
Fleming levantó el petate de su cama y pasó rozándola para dejarlo junto con el resto del equipaje.
—¿Quién es el culpable de lo que ocurre?
Judy inspiró profundamente.
—Yo no maté a Bridger.
—¿De veras? ¿No lanzaste a tus sabuesos en pos de él?
—Traté de advertirte.
—¡Trataste de engañarme! Me hiciste el amor…
—¡No es cierto! Solo una vez. Soy un ser humano. Tenía una misión…
—Tenías una misión asquerosa y la desempeñaste maravillosamente.
—Nunca te he espiado. Bridger era distinto.
—Dennis Bridger era mi amigo más querido y mi mejor ayudante.
—Te traicionaba.
—¡Traicionar! —Le lanzó una breve mirada. Después se apartó y empezó a sacar de una alacena una colección de viejas botellas y vasos—. Guarda tus frases oficiales para otro momento. La mitad de todo esto correspondía a Dennis. Era el trabajo de su mente, y de la mía; no te pertenecía a ti, o a tus amos. Si Dennis deseaba vender su propiedad, buena suerte. ¿A ti qué podía importarte?
—Ya te dije que no me gustaba lo que tenía que hacer. Te dije que no confiaras en mí. ¿Crees que no he…?
A su pesar, la voz de Judy vaciló.
—Oh, déjate de lloriqueos —dijo Fleming—. Y lárgate.
—Me marcharé si vas a ver a la profesora Dawnay.
—Dejo todo esto.
—¡No puedes! Han creado esa cosa horrible.
Judy alargó el brazo y se cogió desesperadamente a la manga de él, pero Fleming se soltó de un tirón y se dirigió hacia la puerta.
—Hasta nunca.
Dio vuelta al pomo y abrió.
—Ahora no puedes marcharte.
—Adiós —dijo él en voz queda, esperando a que ella saliera.
Judy permaneció un momento inmóvil, tratando de pensar en algo que añadir y en aquel momento Reinhart apareció en el umbral.
—Hola John. —Su mirada pasó de Fleming a Judy—. Hola, señorita Adamson.
Judy salió pasando entre los dos hombres, sin hablar y parpadeando para impedir que asomaran sus lágrimas. Reinhart se volvió para mirarla, pero Fleming cerró la puerta.
—¿Sabía lo de esa mujer?
—Sí.
Reinhart se acercó a la cama, donde se sentó. Parecía viejo y cansado.
—¿Y no podía habérmelo dicho? —preguntó Fleming con tono acusador.
—No, John, no podía.
—Está bien. —Fleming abrió y cerró los cajones, para asegurarse de que estaban vacíos—. Puede contratar a alguien que me sustituya y en quien pueda confiar.
El profesor examinó la habitación.
—¿Me invitas a beber algo? —Se pasó los dedos de una mano por la frente, para tranquilizarse. La segunda entrevista con Geers no había resultado fácil—. ¿Qué te hace pensar que no confío en ti?
—Nadie confía en nosotros, ¿no es así? —Fleming buscó entre las botellas vacías—. Nadie hace el menor caso de lo que decimos.
—Pero observan lo que hacemos.
—¿Le irá bien coñac? —Fleming encontró un poco en el fondo de una botella y lo vertió en un vaso pequeño—. ¡Oh, sí! Somos unos mecanismos muy útiles. Pero cuando se trata del significado de ello, de tener una idea sobre lo que es, no quieren saberlo.
Alargó el vaso al profesor.
—¿Tienes unas gotas de agua? —preguntó Reinhart.
—Esto es fácil.
—¿Y tú?
Reinhart señaló la botella. Movió la cabeza.
—Creen que han encontrado una ganga —dijo, dejando que corriera el agua en el lavabo—, y cuando les decimos que esto es el principio de algo mucho más grande, nos tratan como si fuésemos unos criminales. Lanzan tras de nosotros a sus perros de guardia, o a sus perras.
—No es necesario echarle las culpas a la chica.
Reinhart cogió el vaso y bebió.
—¡No le echo la culpa a nadie! Si no son capaces de ver que esa emisión que captamos va a cambiar todas nuestras vidas, que lo descubran por sí mismos. Si hay algo de suerte, lo estropearán todo, sin obtener resultados.
—Se ha obtenido ya un resultado.
—¿El monstruo de Dawnay?
—¿Estás enterado?
—Eso es un sub-programa, simplemente una extensión de la máquina. —Fleming miró en el interior de una alacena vacía, pero su atención empezaba a fijarse en el asunto—. Dawnay cree que la máquina le ha dado poder para crear vida, pero está equivocada. La máquina se lo ha otorgado a sí misma.
—En tal caso, debes quedarte para controlarla, John.
—No es misión mía. —Cerró de un portazo la alacena—. ¡Ojalá nunca lo hubiese empezado!
—Pero lo hiciste. Tienes una responsabilidad.
—¿Ante quién? ¿Ante la gente que no quiere escucharme?
—Yo si te escucho.
—Está bien. —Dio vueltas por la habitación, cogiendo objetos y tirándolos a la papelera—. Les diré con lo que se enfrentan, y después me marcharé.
—Si tienes algo constructivo que decir…
La bebida había devuelto cierto vigor a la voz de Reinhart.
—Escuche… —Fleming se inmovilizó a los pies de la cama y se inclinó sobre ella con las manos apoyadas en la misma, concentrándose no en la habitación, sino en lo que decía—. Todos están muy ocupados preguntando: «¿Qué? ¿Qué hemos conseguido? ¿Qué significa esto?» Solo yo pregunto: «¿Por qué? ¿Por qué una inteligencia extraña, alejada de nosotros doscientos años luz, se ha tomado la molestia de iniciar todo esto?»
—Eso no podemos saberlo, ¿verdad?
—Podemos hacer deducciones.
—Conjeturas.
—Está bien. Si prefiere emplear la táctica del avestruz…
Se enderezó y dejó que sus brazos colgaran a ambos lados del cuerpo. Reinhart sorbió su coñac y esperó a que prosiguiera. Al cabo de un minuto, Fleming se tranquilizó y le sonrió con cierta humildad.
—¡Es usted un viejo diablo! —Se sentó junto al profesor, en la cama—. Sea la que sea, y proceda de donde proceda, es una inteligencia lógica. Nos envía una serie de instrucciones, en términos absolutos, que requieren unos conocimientos tecnológicos, y que nosotros interpretamos en la forma de esta computadora. ¿Por qué? ¿Cree que ellos dijeron: «Vaya, he aquí una serie de informaciones técnicas muy interesantes. Vamos a radiarlas al resto del Universo; tal vez las encuentren útiles»?
—Es evidente que tú no lo crees.
—Porque allí donde haya inteligencia existe voluntad. Y donde hay voluntad hay ambición. ¿Y si se tratara de una inteligencia que desea extenderse?
—Es una teoría tan buena como otra cualquiera.
—¡Es la única teoría lógica! —Fleming se dio una palmada en el muslo—. ¿Qué hace? Lanza un mensaje que puede ser captado e interpretado por otras inteligencias. La técnica que utilicemos no importa, del mismo modo que no importa la marca del receptor de radio que compre: obtiene siempre los mismos programas. Lo que importa es que aceptamos sus instrucciones: unas instrucciones que utilizan la lógica aritmética para adaptarse a nuestras condiciones o a cualquier otra clase de condiciones. Conoce las bases de la vida: averigua cuáles son las nuestras. Se entera de cómo trabaja nuestro cerebro, de qué está constituido nuestro cuerpo, cómo conseguimos información: le hablamos de nuestro sistema nervioso y de nuestros órganos sensoriales. De modo que crea un ser con un cuerpo y un órgano sensorial, un ojo. Porque tiene un ojo, ¿verdad?
—Sí.
—Probablemente sea bastante primitivo. Pero es un paso más. Dawnay cree que está utilizando esa máquina, pero es la máquina la que la utiliza a ella.
—¿Un paso más hacia qué? —preguntó Reinhart con indiferencia.
—No lo sé. Hacia alguna especie de dominio.
—¿Sobre nosotros?
—Es la única contestación posible.
Reinhart se puso en pie y, después de dejar su vaso vacío junto con los demás, empezó a pasear lenta y pensativamente por la habitación.
—No lo sé, John.
Fleming pareció comprender la incertidumbre del profesor.
—Los primeros exploradores debieron parecer inofensivos a las tribus primitivas —habló con suavidad— amables y ancianos misioneros con ridículos atavíos, pero terminaron convirtiéndose en sus amos.
—Tal vez tengas razón. —Reinhart le sonrió agradecido; era como en los viejos tiempos, cuando ambos pensaban en una misma dirección—. Parece un misionero bastante extraño.
—Esa criatura de Dawnay, ¿qué clase de cerebro tiene? —Reinhart se encogió de hombros y Fleming prosiguió—: ¿Piensa como nosotros, o como la máquina?
—Si es que piensa.
—Si tiene un ojo, y tiene centros nerviosos, ciertamente tendrá un cerebro. ¿Qué clase de cerebro?
—Probablemente, también muy primitivo.
—¿Por qué? —inquirió Fleming—. ¿Por qué no puede haber producido la máquina una extensión de su propia inteligencia, una subcalculadora que funcione de la misma manera, excepto que depende de un cuerpo orgánico?
—¿Cuál sería su utilidad?
—¿La utilidad de un cuerpo orgánico? ¿Una máquina con sentidos? ¿Una máquina con un ojo?
—No podrás convencer a nadie de eso —dijo Reinhart.
—No hace falta que me lo recuerde.
—Tendrás que quedarte, John.
—¿Para qué?
—Para controlarlo.
Reinhart habló con firmeza: había llegado a una decisión varias horas antes. Fleming movió la cabeza.
—¿Cómo podemos? Es más inteligente que nosotros.
—¿Lo es?
—No quiero saber nada con eso.
—Esto es lo que desearía la máquina, según tu teoría.
—Si no me cree…
Reinhart levantó a medias una mano.
—Estoy dispuesto a creerte.
—Entonces, destrúyala. Es lo único sensato.
—Lo haremos si es necesario —dijo Reinhart.
Y se encaminó hacia la puerta, como si el asunto estuviera solucionado. Fleming se volvió en redondo.
—¿Lo hará? ¿Cree de veras que le será posible? Fíjese en lo que ha ocurrido cuando he tratado de detenerlo: Dawnay me ha expulsado. Y si usted lo intenta, lo expulsarán también.
—De todos modos, ya quieren expulsarme.
—¿Que quieren…? —Fleming pareció profundamente sorprendido.
—Las esferas dominantes desean que todos nosotros nos apartemos de su camino —dijo Reinhart—. Ansían recibir la noticia de que nos retiramos, para sustituirnos.
—¿Por qué, por amor de Dios?
—Piensan que sabrían utilizarlo mejor. Pero en tanto que estemos aquí, John, siempre podremos desconectar el aparato. Y lo haremos, si se hace necesario. —Desvió su mirada desde el rostro turbado de Fleming hasta el equipaje que yacía en el suelo—. Será mejor que desempaquetes tus cosas.
El encuentro entre Fleming y Dawnay estuvo cargado de electricidad pero no sucedió nada dramático. Fleming se mostró muy reservado y Dawnay le trató con una especie de diversión condescendiente.
—Bienvenido el hijo pródigo —dijo, y le acompañó a enseñarle lo que había en el tanque.
La criatura flotaba pacíficamente en medio de su baño nutritivo; había encontrado la mirilla y se pasaba la mayor parte del tiempo atisbando por ella con su enorme ojo sin párpado. Fleming le devolvió la mirada pero la criatura no mostró señales de registrar lo que veía.
—¿Puede comunicarse?
—¡Mi querido muchacho! —Dawnay habló como si estuviese bromeado con un estudiante muy joven—. Apenas hemos tenido tiempo de averiguar nada sobre él.
—¿No tiene cuerdas vocales, o algo por el estilo? ¡Hum! —Fleming se enderezó y examinó el interior del tanque desde su parte superior—. Podría tratarse de un intento fallido de crear un hombre.
—¿Un hombre? No lo parece.
Fleming se dirigió a la sala de la computadora, donde Christine estaba observando el panel de control.
—¿Está imprimiendo algún resultado?
—No. Nada. —Christine parecía intrigada—. Pero es evidente que está ocurriendo algo.
Las bombillas del panel parpadeaban con regularidad: parecía como si la máquina estuviera trabajando por su cuenta sin emitir resultados.
Durante los dos o tres días siguientes nada sucedió. Después Fleming instaló en torno al tanque un circuito magnético conectado con la computadora. No explicó —en realidad, no hubiese podido hacerlo— por qué actuaba así, pero inmediatamente el panel de la computadora empezó a relampaguear alocadamente. Christine llegó corriendo del laboratorio.
—¡Cíclope está terriblemente excitado! Se está agitando en el tanque.
Pudieron oír la agitación de la criatura en su fluido, que les llegaba de la otra habitación. Fleming desconectó el cable y el alboroto cesó. Cuando lo empalmaron de nuevo, la criatura volvió a reaccionar, pero la computadora siguió sin emitir ningún resultado. Reinhart se presentó para averiguar qué progresos hacían y él, Dawnay y Fleming examinaron una vez más todas las instrucciones; pero no consiguieron averiguar nada nuevo.
Al día siguiente, Fleming volvió a reunirse con Dawnay.
—Quiero efectuar un experimento —dijo.
Se encaminó al panel de control y permaneció de espaldas al mismo entre los dos misteriosos terminales que nunca habían utilizado. Al cabo de un minuto, quitó la protección aislante de ambos terminales y volvió a situarse entre ellos. Nada ocurrió.
—¿Quiere ponerse un momento aquí? —preguntó a Reinhart y se apartó para que el profesor ocupara su sitio—. Mucho cuidado con tocarlo. Entre ellos hay una tensión de más de mil voltios.
Reinhart se inmovilizó con la cabeza entre los terminales y la espalda vuelta hacia el panel.
—¿Siente algo?
—Una ligerísima… —Reinhart hizo una pausa—. Una especie de debilidad.
—¿Algo más?
—No.
Reinhart se alejó de la computadora.
—¿Ahora está bien?
—Sí. Ya no siento nada.
Fleming repitió el experimento con Dawnay, quien no notó nada.
—Los cerebros de diversas personas emiten cantidades distintas de electricidad —dijo ella—. El mío es evidentemente inerte, y lo mismo el de Fleming. El tuyo debe ser mejor transmisor, Ernest, porque produce una fuga entre los terminales. Pruebe usted, Christine.
La muchacha pareció asustada.
—No tema —dijo Fleming—. Sitúese con la cabeza entre esas cosas, pero no las toque porque la asarían en un santiamén.
Christine ocupó el sitio donde habían estado los otros. Por un momento, pareció no sentir nada, pero después se puso rígida, se le cerraron los ojos y cayó de bruces, completamente desmayada. La cogieron la sentaron en una silla y Dawnay le levantó los párpados para examinar sus ojos.
—No le ocurre nada. Solo se ha desmayado.
—¿Qué ha sucedido? —preguntó Reinhart—. ¿Ha tocado un terminal?
—No —dijo Fleming—. De todos modos, será mejor que coloque los aislantes.
Lo hizo así y se quedó meditabundo mientras Dawnay y Reinhart auxiliaban a Christine, doblándole el cuerpo hasta que la cabeza le quedó entre las piernas, y mojándole la frente con agua fría.
—Si existe una descarga regular entre esos terminales y se introduce el campo eléctrico de un cerebro entre ellos…
—Cállese —dijo Dawnay—. Veo que vuelve en sí.
—¡Oh! En seguida estará bien. —Fleming contempló pensativamente el panel y las dos protuberancias que surgían del mismo—. Ese campo cambia la corriente que hay entre ellos, la modula. El cerebro experimentará una reacción. Pudiera producirse una especie de intercambio.
—¿De qué estás hablando? —preguntó Reinhart.
—¡De eso, terminales! —replicó Fleming con excitación—. Creo que ya sé para qué sirven—. Creo que son otro medio de facilitar información y de extraerla que tiene la máquina.
Dawnay se mostró dubitativa.
—No se trata más que de una joven neurótica. Probablemente sea un buen sujeto para la hipnosis.
—Quizá.
Christine volvió en sí y parpadeó.
—Hola. —Les sonrió débilmente—. ¿Me he desmayado?
—Si —dijo Dawnay—. Debe de tener un aura eléctrica endiablada.
—¿De veras?
Reinhart le alargó un vaso de agua. Fleming se volvió hacia ella y le sonrió.
—Acaba de hacer un gran servicio a la ciencia. —Señaló los terminales—. Será mejor que se mantenga apartada de ellos.
Se volvió hacia Reinhart.
—Lo verdaderamente importante es que si se tiene la clase de cerebro adecuado, no uno humano, sino uno que trabaje de la manera establecida por la máquina, entonces existe una conexión. Es así como está destinado a comunicarse. Nuestro sistema de preguntas y respuestas resulta terriblemente primitivo. Todo este asunto de los teclados…
—¿Afirma que puede leer el pensamiento? —preguntó burlonamente Dawnay.
—Afirmo que dos cerebros pueden comunicarse eléctricamente si reúnen las características adecuadas. Si coge a su criatura y le mete la cabeza entre los terminales…
—No sé cómo podríamos hacerlo.
—¡Es lo que la máquina quiere! Por eso se muestra intranquila, por eso se muestran ambas intranquilas. Quieren establecer contacto. La criatura está en el campo electromagnético de la máquina, y esta conoce las posibilidades lógicas que ello supone. Ha estado deduciendo estas cosas sin comunicárnoslas.
—No puede sacarse a Cíclope de su baño nutritivo —dijo Dawnay—. Moriría.
—Tiene que haberse previsto esta posibilidad.
—Podrías preparar un electroencefalograma —dijo Reinhart—. Eso que utilizan para los análisis mentales. Coloca un par de electrodos en la cabeza de Cíclope e instala un cable coaxial desde ellos hasta los terminales para que transmita la información. Tendrás que interponer un transformador o electrocutarías a Cíclope.
—¿Qué conseguiremos con esto? —Dawnay miró escépticamente al profesor.
—Poner a la computadora en contacto con su subinteligencia —dijo Fleming.
—¿Para conseguir qué propósito?
—Para conseguir el propósito de ella.
Fleming dio media vuelta y se puso a pasear por la sala. Dawnay esperó a que Reinhart hablara, pero el anciano guardó un silencio obstinado, mientras se contemplaba las manos con el ceño fruncido.
—¿Se siente mejor ahora? —le preguntó a Christine.
—Sí, gracias.
—¿Creen que podrían montar una instalación así?
—Supongo que sí.
—El doctor Fleming les ayudará. ¿No es cierto, John?
Fleming estaba en el extremo más alejado de la sala, con las estanterías llenas de equipo elevándose masivamente a sus espaldas.
—Si eso es lo que verdaderamente desea…
—La alternativa —dijo Reinhart, dirigiéndose más a Dawnay y a sí mismo que a Fleming—, es hacer las maletas y desentendernos del asunto. No podemos escoger, ¿no es cierto?