25
En la segunda quincena de febrero se recibieron en Gobernación los objetos personales hallados en poder de Eugenio Rosales cuando fue herido de muerte. Los enviaba en una valija el jefe político Landero, a nombre de don José Gordon.
Con nervios e impaciencia, fue sacando la escopeta de bala y carga, con su polvorín de asta de toro, profusamente decorado con motivos vegetales y el nombre del coronel labrado a punta de lezna. Encontró también una canana de siete cartuchos; una faca de enormes proporciones, con su funda de cuero; un puñado de castañas secas; un rosario; dos escapularios, y otras menudencias.
Pero no acababa de aparecer aquello que con más inquietud esperaba. Tal vez lo de la ropa íntima fuese una invención o una pesadilla suya.
Metió de nuevo la mano hasta alcanzar el cogujón del saco y extrajo un pañuelo azul con cenefa blanca. Y luego, una enagua de fino tacto.
Había despedido al conserje, para así contemplar el contenido de la valija sin testigos. Nadie, pues, pudo apreciar el efecto que en su afilado rostro produjo la extracción de aquellas dos prendas. Empalideció primero y al instante se sonrojó de forma ostensible, una de esas reacciones peculiares de don José.
Inspeccionaba Gordon, una y otra vez, aquella delicada ropa. Sin duda, se parecía a la que usaba su esposa. Pero el pañuelo no llevaba iniciales ni señal alguna que diera pistas sobre su dueña. Estaba ante un pañuelo sedoso y bordado con delicadeza por manos hábiles. Su mujer era experta en el manejo de agujas y en labores de encaje a bolillo. Bien pudiera haberlo bordado ella misma. Pero también podía ser de otra cualquiera. Cuántas no habría con igual o mayor destreza en el bordado que Amelia. Tampoco resultaba improbable que aquella enagua con ribetes encarnados perteneciese a otra dama.
Lo que sus ojos evidenciaban su corazón se negaba a admitirlo. Su mente analítica de antiguo juez instructor le prevenía para no dar por sentadas las cosas, por muy obvias que inicialmente pareciesen. No debía atribuir a Amelia la propiedad de aquellas piezas sin antes descartar otras opciones. Tenía que cerciorarse.
Y se le ocurrió, en tal sentido, que una prueba pertinente sería colocar con disimulo esas prendas ante los ojos de Amelia y observar su reacción. Si le pertenecían, ella misma tal vez se delatase al verlas. Esa tarde se llevó a casa el pañuelo labrado y la delicada enagua.
Amelia languidecía en su hogar, con una vida rutinaria, aburrida. Hacía algún tiempo que su amiga se había reintegrado al palacio de Piedrahíta. No tenía a nadie con quien confidenciar y desahogarse.
Su marido le había dado largas cuando le pidió que intercediera ante el señor duque, para que anulara la marcha de Asun. Le había contestado don José:
—Mira, Amelia, esas son cosas muy particulares de don Carlos. Como comprenderás, yo no puedo ni debo inmiscuirme en asuntillos de su servidumbre.
—Pues, cuando éramos novios, bien que influiste para traer a Asun conmigo. Y hasta vino Esteban.
—Bueno, veré qué se puede hacer.
Bien sabía ella, por el tono de expresarse, que no podía contar con él en el vano intento de retener a Asun.
Su amiga le escribía con cierta frecuencia desde Piedrahíta y ella le contestaba. Pero no era igual. El lenguaje de las cartas no permite efusiones ni intimidades instantáneas. Si la tuviera delante, le contaría a su amiga lo mal que lo estaba pasando. Las molestias crecientes que sentía en su henchido vientre. Las intromisiones insufribles de su madre, que andaba todo el día por casa, fisgando y ordenando su vida.
Amelia se dejaba invadir por una honda melancolía en los largos atardeceres. Daba la impresión de que su habitual carácter bonancible estuviera trocándose en amargo, airado. Al menos así lo confirmaban las observaciones de doña Concha:
—Hija, no se te puede decir ni señalar nada. Enseguida saltas. Y con qué modales. Esta no parece mi Melita. Me la han cambiado. En fin, espero que sea cosa del embarazo y se te pase pronto, porque si no…
Su único recurso para escapar de aquella mediocre existencia consistía en rememorar las horas felices junto al amor de su vida. Su querido coronel venía a sacarla de la postración. Su sola memoria constituía un alivio para su aflicto corazón. Eugenio, su Eugenio del alma.
Amelia no intuía el trágico fin que el destino le había deparado a su amante. Gordon y don Leoncio se lo habían ocultado de forma eficiente. De cualquier modo, ella no pisaba la calle ni hablaba apenas con nadie.
La visitaba asiduamente el médico del señor duque. El hombre, ya mayor, prescribía los hábitos alimentarios e higiénicos que debía guardar, las ropas holgadas que tenía que ponerse y otras recomendaciones por el estilo. Pero no le calmaba las molestias ni los pinchazos, cada vez más agudos, que sentía en su vientre. Ni recetaba boticas para las arcadas matutinas. Sentía como si un gato de pelo crudo pugnase por salir de sus entrañas.
Repeluznos insoportables le asaltaban por la tarde. ¿Iría a abortar? El facultativo procuraba calmarla, si bien se limitaba a tomarle el pulso, a auscultarla y poco más. Le recomendaba, además, ingerir tisanas, que solían dejarle un mal sabor de boca.
Era consciente de que su estado de gestación iba muy avanzado. A mediados de marzo calculó que le quedarían pocas semanas para el alumbramiento. Sin embargo, titubeaba realmente sobre el tiempo exacto de gestación: ¿en el verano, en la sierra o en septiembre, tras la boda?
Al llegar a ese punto, su mente se atascaba. Le sobrevenían las dudas acerca de la paternidad. Y regresaban las cansinas suposiciones: que si su esposo, que si el coronel… Aquel juego la extenuaba.
Amelia notaba a José muy alejado. Después del afecto mostrado al saber su embarazo, volvía a rehuirla. Desde hacía más de un mes, regresaba de nuevo a altas horas. Y desconocía si sobrio o achispado. Había vuelto don José a las andadas. En fin, allá él.
Más le incomodaban los desplantes y actitudes descorteses que venía practicando aquel hombre que le confesó amarla con locura y entregar su vida a ella. Cuando hablaba, no le prestaba la menor atención. Si se quejaba de los dolores propios de su estado, le dirigía una mirada de reprobación, la cual no sabía cómo interpretar. ¿Por qué se comportaba así? Lo veía pocas veces y don José parecía sentirse incómodo ante ella. No cruzaban apenas palabras.
Su intuición femenina percibía en el silencio esas ojeadas despectivas que le dirigía cuando la juzgaba distraída. ¡En qué hombre tan desconocido y grosero se estaba trasformando su marido! Ni tan siquiera se interesaba ya por las visitas del galeno. Mal augurio: no podría criar en un ambiente familiar estable al fruto de sus entrañas. Confiaba en que, cuando se convirtiera en padre, cambiase de actitud.
El tiempo discurría con gris monotonía para la embarazada.
Una tarde de inicios de primavera, encontró sobre una esquina del tocador un pañuelo bordado. Casi le da un pasmo ante su madre, con la que había entrado en la alcoba a enseñarle un canesú azulón. Le pareció el pañuelo que había dejado en poder de su amante, allá en la sierra. Tuvo que disimular, porque la avispada madre era capaz de notar su alteración e indagar la causa.
Esa tarde había regresado inusualmente pronto José, quien, como acostumbraba, se puso a departir con su madre. Qué bien se entendían suegra y yerno. Y qué mal ella con ambos. Las cosas estaban trastocadas.
¿Por qué la contemplaba con tanta fijeza su marido? Le lanzaba miradas de turbio confesor. Ojeadas inquisitivas, tal que si aspirase a descubrir las dudas que la atenazaban.
No acababa de hallar el momento adecuado para marchar a su cuarto y examinar con detención aquel pañuelo. Su madre no la dejaba ni a sol ni a sombra. Temía que se quedase a cenar. Con lo pesada que se ponía.
Su marido, empero, sí se retiró antes, con la excusa de cambiarse de atuendo.
Tras la cena, Amelia se escudó en su embarazo para marchar temprano a su cuarto. Estaba intrigada por la visión del pañuelo. Entró, encendió un velón y alumbró hacia la esquina de su tocador. Para su sorpresa, el pañuelo había desaparecido.
Aquello la desconcertó. Juraría que lo había visto allí unas horas antes. Y que era igualito al que entregó al coronel. No hallaba una explicación plausible. ¿Se estaría trastornando? ¿Le habría jugado una mala pasada su imaginación?
Ella había visto el pañuelo y eso nadie podía negárselo. Así que a dejarse de pamplinas. Lo penoso era que no se atrevía a confirmarlo. No iba a preguntarle a su madre si ella también vio el dichoso pañuelo. Querría enterarse de todo.
No se había repuesto de esa angustiosa visión, cuando, al despertar por la mañana, descubrió, asomando por debajo de la cama, una enagua con ribetes encarnados que ella juraría ser la misma que había puesto en manos de Eugenio. Esta vez, por fortuna, se encontraba sola. Se frotó bien los ojos, para asegurarse de que no estaba ante una alucinación. La cogió, la examinó, la reparó. Era su enagua de muselina, no cabía duda, salvo que esa prenda parecía más nueva. La enagua entregada a Eugenio estaba un poco gastada, aunque en buen uso. La que sostenía ahora en sus manos no se había estrenado. Palpaba el tejido y lo notaba con la textura crujiente de lo recién confeccionado. No presentaba la menor arruga. ¿Qué hacía, de todos modos, esa enagua caída al pie de su cama? Y sobre todo, ¿quién la habría colocado allí? ¿Y por qué? Se devanaba los sesos en cien conjeturas. Todas le resultaban igual de disparatadas.
Solo ella y Eugenio conocían esas prendas. Entonces, ¿qué sentido tenía encontrárselas en su dormitorio? Repasaba su ajuar, por si tuviera dos enaguas idénticas. Entraba en lo posible. ¿Y si la criada hubiese andado hurgando en su ropa y se le hubiese caído esa prenda al salir precipitadamente? Era una simple suposición, aunque no encajaba en el carácter discreto de Dositea. Le costaba mucho tener que preguntárselo. Seguro que se llevaría un disgusto. Además, ¿y si ella no había sido? Representaría una acusación sin fundamento. No le parecía justo.
Amelia se tiró más de una hora dándole vueltas al asunto. Sumida en perplejidad, recelaba de sí misma. Podía haberse trastornado, de tanto tiempo encerrada en casa, sin ver a nadie y sin poder charlar con su amiga. ¡Ay, Asun, cuánto daría por tenerte a mi lado!, suspiraba la Pimentel.
Su esposo se presentó a una hora decente esa noche. Amelia estaba echada en el diván, reposando un rato. ¡Vaya!, parecía frenarse la tendencia a trasnochar de don José. Este se posicionó en un butacón frente a ella y no apartaba el ojo. Aquella mirada tan sostenida e indagadora le resultaba violenta. La ponía nerviosa.
Llegó a ruborizarse intensamente. Algo que no pasó desapercibido para él. Don José interpretó el sonrojo de su esposa como la confirmación de sus sospechas. Ya no albergaba la menor duda: las prendas eran suyas.
El político liberal se vanagloriaba interiormente de su perspicacia. Creía no haber perdido su olfato de sabueso forense. Le había sonsacado a su suegra el nombre de la tienda en que se proveía su hija, so pretexto de comprarle un regalo. A esa tienda, cercana a la plaza Mayor, llevó la enagua y el pañuelo para que le proporcionaran otros idénticos. Lástima que no tuvieran un pañuelo cabalmente igual. Eso le obligó a retirar el auténtico antes de que regresase Amelia a la alcoba para examinarlo con detención. Pero la enagua era exacta, confeccionada con los mismos ribetes encarnados. La señora que le atendió subrayó la calidad de la enagua original, de sedosa muselina.
Y bajo el tálamo depositó la enagua, como una prueba acusatoria de su infidelidad. Para don José resultaba evidente que la visión de aquellas prendas le había provocado consternación y vergüenza. Y por eso se ruborizaba ahora su esposa delante de él.
La quemazón horrible de la duda le mantuvo inmóvil en el butacón, con su mirar acusativo. Cuán duro de soportar resultaba saber que antes que a él, Amelia se había dado a Rosales. Una vez más, el pecoso coronel volvía a ganarle la partida.
A los pocos días, otra grave pesadumbre vino a sumarse en su abatido ánimo. Y llevaba la firma del menor de los Rosales.
Al despacho ministerial llegó la noticia sobre el triste fin de los hermanos Yusta, vilmente asesinados por la facción. En el oficio se daba cuenta –sin ahorrar horrendos detalles– del modo en que se produjo y del sitio donde fueron hallados. A don José le costaba admitir la arrogancia con que se conducía la partida, administrando justicia a su estilo. Esa reacción brutal y rápida, vengando a su jefe, les haría ganar popularidad entre el paisanaje. Nadie se atrevería en adelante a delatarlos ni a traicionarlos. Y quien osara hacerlo, ya sabía lo que le esperaba. Gordon pensó en la familia de los Yusta. Escribió a Landero para que se repartiese entre las dos viudas la recompensa prometida. El alma de don José era sensible a esos dramas familiares. Su oficio de juez de primera instancia había reforzado ese rasgo: la compasión.
El doble asesinato cometido por los serviles tuvo gran resonancia informativa en la capital y provincias, escandalizadas ante tamaña barbarie. Los liberales clamaban justicia. Landero y el comandante militar de Plasencia coordinaron el envío de tropas, milicianas y regulares. Desde el despacho de la Guerra se ordenó la salida de varios destacamentos en persecución de la partida absolutista. Urgía exterminar a los desalmados que campaban por la sierra de Gredos. El tuerto Rosales y sus compinches merecían una pronta y contundente respuesta.
La venganza sobre los Yusta fue muy aplaudida por los partidarios.
Ramón y sus oficiales conferenciaron acerca del futuro de la agrupación realista. En ningún momento se barajó la posibilidad de abandonar la lucha. Lo tenían claro. La perseverancia era una virtud arraigada entre aquellos contumaces insurgentes. El Tuerto, más impulsivo que su difunto hermano, deseaba imprimir un nuevo rumbo. Cansados ya de llevar escondidos varios meses, tocaba plantar cara.
Y determinaron hacerlo fuera del valle. Subieron a tierras de Castilla. En Barco, atacaron la comandancia y saquearon la villa. El fruto abundante del botín –armas y provisiones– fue transportado en serones por una recua de mulas hasta el antiguo campamento, en cuyas inmediaciones lo ocultaron.
Recorrieron durante casi una semana las comarcas del Tormes y del Corneja. Respetaban aldeas y núcleos reducidos e intentaban sacar provisiones de villas prósperas, como Vilafranca, Naharros, Becedas. Incursionaron por encima de Piedrahíta, traspasaron el puerto de Villatoro y se detuvieron en la paramera, desde donde vislumbraron los muros de Ávila, durmiendo su sueño de piedra en lontananza. Acercarse más a la ciudad hubiese sido una temeridad, pues, como le dijo Sindo, resultaría más que probable hallarla copada de tropas. Se replegaron y se diseminaron por Piedrahíta y su alfoz.
La facción vivaqueó en las proximidades de Bonilla. Allí había causado hondo pesar la muerte del apreciado coronel Rosales. A la villa episcopal la trataban con no poca consideración, dadas las buenas relaciones que mantenían los Rosales desde antiguo con esa población, donde siempre se les había auxiliado. Por tanto, las raciones las buscaban por los pueblos de alrededor. Ramón ordenó a Sindo que condujese hasta el valle los excedentes del avituallamiento.
Por otro lado, la milicia nacional se vio reforzada por el ejército regular en la tarea de exterminar a las dañinas bandas contrarrevolucionarias. La facción del valle se había convertido, por su perseverancia y excesos, en uno de los objetivos prioritarios. Se concentraron tropas de infantería y de caballería en Piedrahíta, en número superior al medio millar. Al tuerto Rosales le llegaron avisos, por espías y confidentes, del riesgo que corría la facción ante la abultada cifra de persecutores venidos desde diversos puntos. Ramón no se arredró. Contaba con unos cuarenta hombres. Habló con Santiago León, tan audaz como él, y ambos coincidieron en hacerles frente. No les imponía la superioridad numérica de sus enemigos.
El afán revanchista del cabecilla y de su lugarteniente les empujó a lanzar, el jueves 18 de marzo, un ataque a Piedrahíta, cuya crecida guarnición lo repelió sin dificultad. Y salieron varias columnas en su persecución por el valle del Corneja. Eran soldados extremeños y abulenses, de a pie y a caballo, amén de un destacamento del resguardo salmantino y hombres del laureado regimiento Lusitania.
Cerca de medio millar de individuos, entre infantes y jinetes, persiguió a la gavilla servil. Les dieron alcance al día siguiente, de mañana, cerca de Villar de Corneja, una diminuta aldea de labriegos. La abultada tropa liberal les conminó a rendirse. Pero la respuesta del Tuerto fue cargar contra la columna que tenía más próxima. Y no una sino tres veces. Aunque todo resultó estéril por la desproporción de fuerzas. En dos horas, desbarataron la facción, saldándose la refriega con dos muertos, seis heridos y veinte prisioneros realistas. Un grupillo de facciosos consiguió escapar en dispersión. En el lado constitucional tan solo se registraron cuatro bajas, con heridas de escasa consideración. Ramón presentaba un corte superficial de sable en el antebrazo derecho, y su segundo, Santiago León, estaba incólume, a pesar de que se arriesgó continuamente durante el combate.
Esa misma mañana, los prisioneros fueron trasladados a Piedrahíta, en cuya plaza mayor los exhibieron para regodeo de la soldadesca y del vecindario.
Testigo de la burlona y vejatoria exposición pública fue Asun, atraída por el revuelo generado en la población por la tropa, que hacía alardes de su victoria con toques de corneta y redobles de tambor por las calles. Le inspiraba compasión aquel grupo de hombres desarmados, cabizbajos, con las guerreras desgarradas y las ropas teñidas de manchurrones de sangre reseca. Supuso que el que llevaba el ojo izquierdo tapado por un parche y el antebrazo vendado no era otro que el hermano del amante de su amiga. La cara de aquel rebelde no manifestaba el gesto sumiso de otros. Al contrario, emanaba una energía retadora de su único ojo descubierto. Semejaba un cíclope desafiante y fiero.
Ramón volvía, resuelto y enojado, la cabeza al punto del que salían voces ofensivas:
—¡Valientes servilones, que se creían invencibles y han caído a la primera!
—Y a ti te vamos a dar tu merecido: acabarás muerto como tu hermano, maldito tuerto.
Cuando Asun escuchó que acabaría «muerto como su hermano» no tuvo dudas que se referían a Eugenio. Se llevó las manos a la cabeza en gesto de incredulidad. No podía ser que hubiesen matado al amante de su amiga. ¿Cuándo habría sido? ¿Ese mismo día en la batalla de la que hablaban con entusiasmo los vencedores? Tenía que asegurarse bien.
Le preguntó a un cabo de la milicia por qué le amenazaban al hombre del parche en el ojo con terminar como su hermano. El mozo, con cara satisfecha de tener delante a una joven tan atractiva que le distinguía con una pregunta, le aclaró amablemente que se referían a otro hermano que era más importante que ese tuerto. El cabo creía que se llamaba Eugenio Rosales y le habían matado en las sierras del valle, pues a él se lo había contado un soldado de una compañía llegada desde Plasencia. Y ese estaba bien enterado, pues era paisano del difunto coronel. Asun se puso tan lívida que el miliciano se preocupó por su salud:
—¿Le pasa algo, señorita?
—No, no es nada. Muchas gracias, cabo. ¿Y cuándo ha ocurrido eso?
—Pues, tengo entendido que hará cerca de dos meses. Si quiere me informo y la busco luego para darle la contestación cabal.
—No, gracias. Tampoco me interesa demasiado.
Asun se quedó petrificada, pensando en la trascendencia de lo que acababa de descubrir. Amelia se había quedado sin su Eugenio. Y su amiga debía ignorarlo, pues no le había mencionado en las cartas absolutamente nada al respecto. Se hubiera desahogado con ella antes que con nadie ante un suceso tan horrible, que la destrozaría por dentro. No. Melita no tenía la menor idea de que Eugenio ya no existía.
Al pronto se sobrecogió ante la dura tarea que le sobrevenía. Debía ser ella quien le trasmitiese la trágica noticia. Amelia no debía seguir ignorante de algo que tan de cerca le atañía.
Meditabunda, se fue acercando hasta el palacio ducal. Cuando su madre la sintió llegar, le reprochó su tardanza. Pero al contemplarla tan demudada y absorta, prefirió no insistir. La joven se refugió en su cuarto. Buscó un pliego y se puso a redactar la carta. Le hubiera gustado comunicárselo en persona. De esa manera podría consolarla y transmitirle fuerza para aguantar tamaño sobresalto. Se imaginaba a su amiga, cuando lo supiera, desgarrada de dolor, llorando a lágrimas vivas a su Eugenio, maldiciendo su perra suerte, llenando de ayes lastimeros la casa en que, según le confesaba en las cartas, se sentía prisionera. Como una paloma encerrada en una jaula.
Aunque consideraba a Melita una mujer de temple, aquello resultaría demasiado fuerte para llevarlo sola. ¡Qué trago! Escribiría, al tiempo que iría buscando el medio para viajar a la capital cuanto antes y estar al lado de Amelia. Su amistad se lo exigía.
Posteriormente se enteró Asun, por los criados de palacio, que los prisioneros realistas fueron conducidos hasta Salamanca dos días más tarde. Oyó contar que, en algunos pueblos del tránsito, estuvieron a punto de ser linchados. En otros, soportaron insultos, escarnios y voces que clamaban por darles un escarmiento inmediato.
La noticia de la derrota y captura de la facción del valle llegó al despacho de Gordon en un propio urgente. La satisfacción del político fue inconmensurable. Por fin, se había desbaratado la molesta partida servil. Los Rosales no volverían a incordiar más con sus proclamas y asonadas. El mayor, Eugenio, muerto y enterrado. Con él había desaparecido el principal obstáculo en su relación con Amelia, a la que mantenía ignorante del hecho. Y el hermano tuerto, Ramón, tendría si no el castigo que merecía, que no era otro que la pena capital, sí al menos una condena acorde a su osadía. Probablemente acabaría en un presidio lejano o en las colonias africanas.
El exterminio definitivo de los Rosales le llenaba de satisfacción. Aunque sospechaba que su felicidad seguiría incompleta hasta conseguir una vida armoniosa al lado de su esposa. Le profesaba un amor desbordado, pese a tener que aparentar indiferencia y desapego. Sólo buscaba que Amelia asumiese su deslealtad.
Había llegado el momento de la reconciliación. Tendría que sobreponerse, aceptar su desliz en la sierra, desechar rencores y pensamientos nocivos. No podía consentir que su matrimonio fracasase. Tenía todo lo que podía desear: Amelia era suya y estaba esperando un hijo. Por fin, iba a ser padre. La máxima aspiración de un hombre que ama locamente a la mujer de su vida: tener un hijo de ella. Esos lazos tan fuertes con Amelia ya no habría quien pudiera romperlos.
Reflexionando sobre las extrañas apariciones de la enagua y el fugaz pañuelo, Amelia llegó a intuir que podría tratarse de una maniobra vil de su esposo. Desconocía cómo, pero estaba segura de que Gordon se había enterado de su entrevista con Rosales en la sierra. De ese modo se lo echaba en cara. Prefería abordarlo de forma torticera, con juegos psicológicos, miradas furibundas, actitudes desdeñosas y hábitos desarreglados. Allá él. ¿Qué pretendía conseguir actuando de ese modo?
Se le recrudecían los viejos odios hacia Gordon. Y en contrapartida, su pensamiento tomaba vuelo y escapaba a la montaña, en la que ubicaba a su amor. ¿Cómo le iría a su heroico pelirrojo en su empeño guerrillero? En las noches de insomnio, cada vez más frecuentes por las molestias del embarazo, Amelia imaginaba que lo tenía durmiendo a su lado. En sus alucinaciones de esposa insatisfecha llegaba a sentir la mano de Eugenio sobre su piel, el roce de sus labios, el tenue susurro de sus palabras ardientes, el pálpito estremecido de dos cuerpos que se buscan y desean. Tales ensoñaciones nocturnas hacían más llevadera la mañana siguiente.
Y fue, precisamente, en una de esas mañanas con regusto evocativo, cuando la sirvienta le entregó una carta depositada en una bandeja plateada. Por la letra, descubrió enseguida que la remitente no podía otra que su amiga. ¡Qué alegría recibir carta de Asun! Se le iluminó el rostro, como si degustara anticipadamente el sabroso contenido de la misma. Luego se sentó en el diván y se dispuso a leerla despacito. Así le parecería más larga.
Nada más empezar, advirtió que no se correspondía con el tono usual y jocoso de Asun, tan dada a embromar y contar chascarrillos de la vida pueblerina. La forma de expresarse resultaba muy cabal y ajustada. La prevenía sobre cierto asunto que se veía en la obligación de revelarle. Sentía mucho no poder viajar a Madrid y decírselo en persona, para ayudarla en ese trance. Antes de continuar avanzando en la lectura, Amelia se preguntaba a qué venían tantos rodeos. La respuesta se encontraba unas líneas más abajo.
Cuánto me cuesta tener que ser yo quien te lo diga. Pero no veo otra salida, porque quien tenía que haberlo hecho era don José, que hará tiempo que lo sabe. Amelia, ante todo, te pido tranquilidad. Siéntate, si estás de pie. Y ármate de valor, por favor te lo pido. Yo me he enterado por casualidad y no quiero que lo ignores por más tiempo…
A continuación se escuchó un profundísimo lamento exhalado por Amelia. La joven comenzó a dar botes, sosteniendo el papel congelado entre sus manos, repitiéndose mecánicamente: «No puede ser, no puede ser...».
Se escudaba en la incredulidad porque rechazaba admitir que Eugenio hubiese desaparecido de este mundo hacía algún tiempo. Y ella sin presentirlo. Sin saberlo. Y ella pensando continuamente en él como si estuviera aún vivo ¿Qué alma ingrata pudo hurtarle conocer el triste sino de su amado? La carta lo dejaba claro: Eugenio había sido herido de muerte en la sierra. En esa sierra donde su pelirrojo la había estrechado, poseído, amado hasta la extenuación.
¡Su pobre Eugenio!
Transida por un agudo dolor, Amelia se dirigió a su cuarto, llevando consigo la carta. Echó la cerradura a la puerta y se derrumbó sobre la colcha estampada de su cama. Mirando al techo, gemía entrecortadamente. De cuando en vez emitía desgarrados ayes que expresaban su desesperación.
La criada, atraída por los gemidos, acudió y llamó a su señora. Amelia no contestaba. Temerosa de que le acometiesen dolores de parto o cualquier otro malestar, Dositea buscó al mayordomo, y le rogó que fuese a avisar cuanto antes a los señores Pimentel. Doña Concha se lo tenía así prescrito, cuando se presentase la más mínima complicación.
No más de una hora pasada, llegó dando voces y hecha un manojo de nervios doña Concha. Le pidió explicaciones a la criada nada más verla. La moza desconocía la causa del acongojado encierro de su señora, que seguía lanzando gemidos y articulando palabras de dudosa comprensión. La madre aporreó la puerta:
—Abre, hija, y dime qué te ocurre para que estés en ese estado.
Pero de la alcoba no salía contestación alguna. No podía prolongarse por más tiempo la situación y en vista del obstinado silencio de Amelia, ordenó al sirviente que fuese rápido a dar aviso al médico.
Mientras, doña Concha aplicó la oreja a la puerta, por si captaba algún indicio de lo que ocurría en el interior. Percibió sonsonetes lastimeros: «…qué mala suerte la mía… ¿ahora qué hago yo sin ti?…» Llegó a pensar doña Concha que le hubiese sucedido algo a su yerno y su hija lamentaba su desdicha. Pero la criada lo negaba, pues ella se hubiera enterado.
Mediando las debidas excusas, la empleada le dio a entender que lo de la señora debía tener relación con una carta que le había entregado esa misma mañana. Doña Concha, tan sonsacadora ella, quería saber quién le había escrito. La sirvienta aseguraba haber reconocido la letra de Asun, la amiga de la señora, que escribía desde Piedrahíta con cierta frecuencia. Al oír la explicación, Doña Concha pareció aliviarse un tanto. Por muy grave que fuese lo que le contaba en la dichosa carta, no sería para armar ese revuelo. Qué exagerada era su hija. Cobró ánimos para golpear de nuevo la puerta del dormitorio, al tiempo que le decía:
—Melita, anda, hija, ábreme y cuéntame por qué estás así. ¿Es por algo que te pone en la carta Asun?
Las palabras de su madre la desconcertaron. ¿Cómo sabía ella que su dolor se relacionaba con la carta de su amiga? Pues que se fastidiara la tonta de su madre. No abriría. Prefería seguir a solas con su duelo. Nadie, y menos su madre, la iba a aliviar lo más mínimo.
La intensidad de su pena le empujaba a ignorar lo que ocurría al otro lado de la puerta. Amelia se concentraba en su desgarro. El pecho se le comprimía. Sentía las sacudidas violentas de su corazón contrito. A las frases de incredulidad de la noticia, sucedieron palabras cargadas de dulzura hacia su malogrado coronel. Lo nombraba con apelativos cariñosos, que nunca llegó a pronunciar en su presencia en las horas que pasaron juntos en la sierra. La mano de Amelia dibujaba en el aire trazos de caricias vacías, como si tuviese delante la imagen de su malogrado pelirrojo.
Trascurrido un lapso corto, comenzó a sentir un fuerte pinchazo abdominal. Luego, las molestias se extendieron por el bajo vientre. Algo se agitaba convulso en sus adentros. El malestar agudo dejó pasó a unas fuertes contracciones en esa zona. La dolorida conciencia que iba tomando de su cuerpo la hizo olvidar las lamentaciones.
Se incorporó con enorme esfuerzo y se sentó al borde de la cama. Amelia se retorcía de dolor, gemía, no podía soportarlo. Casi arrastrándose, consiguió llegar a la puerta y abrir el cerrojo.
Al verla sin poder sostenerse en pie, doña Concha se llevó las manos a la cabeza. Su hija estaba muy demacrada, con surcos enrojecidos por el llanto, con el cuerpo tembloroso, las ropas arrugadas y el pelo alborotado. Miró hacia abajo y advirtió que iba dejando un reguero. Se alarmó sobremanera y exclamó:
—¡Ay, Melita, estás rompiendo aguas! El médico, pronto… Y tú, Dosi, prepara agua caliente en abundancia…
La criada salió hacia la cocina, en tanto que doña Concha sujetaba a su hija y la conducía de nuevo al lecho. Amelia no cesaba de gemir. Su madre procuraba tranquilizarla:
—No te apures, mi niña, que algo sabe tu madre de estas cosas. No es la primera vez que ayudo a traer al mundo una criatura. Es doloroso, pero Dios nos da fuerza a las mujeres en estos trances.
La madre echó para atrás la colcha, sin dejar de sostener a su hija, y luego la tendió sobre las sábanas y la arropó. Le estuvo dando unos consejos para relajarla. Pero Amelia gemía de un modo tan lastimero que doña Concha se conmovía. No parecían propiamente los quejidos de una parturienta. Aquellos ayes intensos manaban de las entretelas, de lo más hondo del corazón de su hija.
Tenía que atenderla hasta que el médico llegara. Qué largo se le hacía cada minuto que pasaba. No era lo mismo ayudar a personas ajenas, como a la madre de Asun cuando tuvo el segundo muchacho, que a una hija. Carne de su carne. Las certezas se convertían en titubeos. Doña Concha se encomendaba a la Virgen y a todos los santos de su devocionario, para que sacasen con bien a Melita del imprevisto parto.
Las angustias se evaporaron con solo escuchar la voz del médico, seguido del mayordomo. Entró el galeno desprendiéndose de la ropa y poniendo el maletín sobre la cómoda. Se arremangó la camisa y se acercó a la embarazada. Doña Concha le iba explicando, azorada, que ya había roto aguas, que la criatura estaría a punto de salir… El semblante de Amelia seguía contraído en un rictus de dolor y respondía con escuetas palabras o con monosílabos a las preguntas del facultativo. Comentaba este mirando a doña Concha, mientras palpaba la preñez redonda de la joven:
—El parto viene adelantado, pues según mis cálculos hasta dentro de seis u ocho semanas no debía alumbrar. En fin, esto es algo muy corriente, señoras mías.
—Mi nieto va a ser sietemesino, el pobre.
—Su nieto o su nieta, que aún no lo sabemos.
Llegó la criada con una tina de agua caliente, vertió parte en una palancana y se la acercó al médico. Pidió este a la futura mamá que empujara, pero Amelia no parecía estar por la labor. Seguía quejumbrosa y con la expresión perdida en un punto inconcreto de la alcoba.
—Niña, tienes que poner de tu parte, si no, tardará mucho en salir. A ver Melita, concéntrate y empuja con todas tus fuerzas, según vayan aumentando las contracciones.
Pese a su aturdimiento, tuvo la súbita certeza de que lo que llevaba en su vientre y pugnaba por salir era fruto de su encuentro con el coronel. Presentía que su alumbramiento serviría para prolongar la vida de su primer y único amor. La muerte de Eugenio sería el arranque de otra vida: la de su hijo. Debía luchar por él. Haría caso al viejo matasanos. Empujaría con ganas.
La puerta del dormitorio había sido cerrada por la sirvienta y se oyó que llamaban. Salió Dositea y reconoció a don Leoncio, que llegaba en evidente estado de agitación. Desde dentro doña Concha le contuvo:
—Quédate fuera, Leoncio. Aquí dentro no harías más que estorbar. Esto es cosa de mujeres y del médico. Estate tranquilo, que ya verás como todo sale bien.
—Supongo que habréis avisado a don José, por lo menos…
Doña Concha se excusó, pues había tenido que ocuparse de Amelia. Don Leoncio envió al mayordomo al Ministerio para avisar a don José. Debía personarse en su casa sin dilación.
Al poco, se escuchó el llanto de un recién nacido. La sirvienta lo asoció al gruñido de los cerditos en la cochiquera de su padre, allá en Forcada. Se oyó también la voz aclaratoria del galeno:
—Es un niño y, aunque sietemesino, parece bien hermoso…
Dositea franqueó la entrada al flamante abuelo, que se acercó a ver a su hija, en primer lugar. La encontró muy desmejorada y tristona. No hizo Amelia ningún gesto especial al ver a su padre. Don Leoncio observó cómo su mujer y la criada lavaban a la criatura y la envolvían en la ropa dispuesta varios meses atrás. Menuda era doña Concha, como para dejar nada a la improvisación.
Habían trascurrido dos horas desde que regresó el viejo criado, Lorenzo, de dejar el aviso a su amo. Según le indicaron los cagatintas del despacho, se encontraba reunido con el señor ministro y no se le podía interrumpir. Por eso, cuando Gordon llegó a su casa, encontró el ambiente lo suficientemente calmado como para que no sospechara nada de lo que allí había acaecido un rato antes. Ignoraba en absoluto los lamentos y congojas de Amelia previos al parto.
Dositea y doña Concha, tras colocar en la envoltura al recién parido, se afanaron en limpiar y adecentar el cuarto de la flamante mamá. Cuando penetró en la alcoba don José, su esposa seguía adormilada, traspuesta, sin registrar el menor signo de ánimo. Le aconsejaron que la dejase tranquila, pues, la pobre, había pasado un mal trago y estaba exhausta. Los arrumacos y parabienes bien podían aguardar.
La suegra agarró confianzudamente del brazo a su yerno y lo condujo hasta la cuna-mecedora donde había dejado al crío. Lo tomó la abuela en brazos y haciendo gesto un tanto reverencioso, le dijo:
—Toma, José, este capullito tierno que te ha convertido en papá. ¡Mira qué guapo es el bribón!
Con escasa pericia, Gordon lo cogió en brazos. La maniobra del trasvase bastó para que la criatura despertase de no muy buen humor. Se puso a berrear tan reciamente que achantó a don José. Apenas le había dado tiempo a mirarlo. El niño tenía la cara casi tapada por el rebocillo de la envoltura. La abuela, queriendo exhibir su destreza en el manejo del niño, lo mecía rítmicamente entonándole una especie de nana, que sonaba fatal en su inarmónica voz. Pero el niño no parecía tener intención de callarse.
Don Leoncio aprovechó la oportunidad para acercarse a su yerno con los brazos extendidos y cara risueña, que chocaba no poco con la expresión cariacontecida de Gordon.
—Ven acá, hijo, que te dé un abrazo. Siento que no hayas podido estar aquí desde el principio. Pero estas cosas son así…
—La verdad es que lamento mucho que las circunstancias no me hayan permitido disfrutar de algo tan importante en la vida de cualquier hombre.
—Tienes razón, José, pues ver nacer a un hijo, y más si es el primero, es uno de los momentos más gloriosos para cualquier padre que se precie.
Don José expresaba en alta voz su sorpresa porque se hubiese anticipado tanto respecto a la fecha prevista. En esta ocasión fue el médico, que había estado muy entretenido en abluciones propias y limpieza del instrumental, quien intervino:
—¡Cómo se nota que es el primero! Esto de adelantarse los partos ocurre con más frecuencia de lo que usted piensa, sobre todo en madres primerizas. No se apure, amigo Gordon, porque sea sietemesino. Mi abuela lo fue y vivió casi cien años. Para que vea usted que no supone ningún inconveniente este tipo de parto.
Le correspondió opinar a doña Concha, que continuaba pugnando por demostrar con escasa fortuna sus habilidades de abuela:
—¡Quién diría que esta cosa tan bonita fuera sietemesina! ¡Con lo guapo y hermoso que es el condenado!
El niño pareció querer congraciarse con la amorosa abuela, pues se calló al instante. Entonces, doña Concha se lo llevó de nuevo a su padre, con la carita descubierta.
Cuando don José lo tuvo en sus brazos, comprobó que la criatura tenía los ojos medio cerrados, movía los labios hacia dentro y hacia afuera, como queriendo succionar algo. La faz del infante era blanca y rosada. Iba a estampar un beso en ella y se detuvo a examinar unas leves motas oscuras que manchaban el rosicler de los mofletes. Como se quedara paralizado y no acabase de depositar el esperado ósculo, doña Concha se lo arrebató y se lo llevó a que lo sostuviera su marido:
—Anda, abuelito, que se te cae la baba. Míralo bien y dime a quién se parece. ¿No se da un aire a mi madre, querido?
Don Leoncio se encogía de hombros. Respondió a doña Concha:
—Yo de estas cosas no opino… Esas son tonterías vuestras, de las mujeres, que enseguida andáis queriendo sacar parecidos. Y la verdad es que a tu madre no le saco la menor semejanza.
Don José asistía a estos enredos sin prestar la mínima atención. Su mente vagaba peligrosamente, bordeando abismos insondables, por la senda tortuosa de la duda, de la paternidad incierta.
Había creído ver en la cara del niño una especie de pecas no bien definidas aún. Y para Gordon la única persona pecosa en que pensar no podía ser otra que Rosales, su difunto rival. Una punzante desazón lo atenazaba, transformándose, al minuto, en claro abatimiento. No pasó desapercibida la tristeza súbita de Gordon, que fue interrogado por su suegra:
—Se te ha puesto mala cara, hijo ¿te pasa algo? A ver si te me vas a marear tú también…
José ya no respondía a estímulos externos. Sólo pensaba en las pecas del mocoso. Si las tenía, no era suyo. En su familia no había pecosos y en la de Amelia, hasta donde él conocía, tampoco. Pero antes, debía asegurarse de si aquel tenue moteado se correspondía o no con pecas. Una comprobación que efectuaría cuando la alcoba quedase desalojada para así poder examinar con detenimiento la cara del niño.
Doña Concha siguió hablando del nombre que se le pondría, pues con el imprevisto parto no se había aún tratado en familia. El de su esposo no le parecía atractivo y el de José era demasiado corriente. Ya lo discutiría ella con Amelia, cuando se encontrase en buenas condiciones.
Dositea había preparado mientras tanto la comida. El médico rechazó quedarse a compartir mantel. La hora pertenecía más a la merienda que al almuerzo. El caldo de gallina vieja para Amelia tuvo que esperar, dado que continuaba durmiendo. Se acordó que la madre pasaría la noche allí para atender mejor a su hija y al nieto. Don Leoncio regresaría al palacio a proseguir con sus tareas. Haría partícipe del feliz parto a don Carlos, su señor.
Supo Gordon buscar la ocasión para entrar en el dormitorio a hurtadillas. El niño dormía plácidamente. Arrimó un candelabro de tres brazos a la cuna, pues la luz escaseaba. Tenía sentimientos encontrados. Amor y rechazo a la criatura. Le gustaría no descubrir el maldito moteado en la cara, asegurándose así que el hijo le pertenecía. En ese caso, estaba dispuesto a quererlo con toda su fuerza, a criarlo como merecía. A él y a su madre, a la que escuchaba respirar no sin espasmos repentinos. Supuso que tendría el sueño sobresaltado por las apreturas del parto, sin sospechar ni remotamente qué la había llevado a ese estado de agitación. Desde que llegó a casa no había podido aún hablar con Amelia. Lo haría cuando despertara.
Se aplicó con entusiasmo a la labor inspectora arrimando el candelabro. Con los párpados cerrados y el dulce sueño que el bebé descabezaba, se le antojó hermoso y bien parecido. No era precisamente su vivo retrato, dada la poco agraciada fisonomía que don José admitía poseer. En lo blanco y terso, saldría a la familia materna. Más a la gozosa abuela, con sus ojos garzos, que a la madre, de cutis un poquito menos clareado.
A luz de la vela, los mofletes henchidos de la criatura fueron sometidos a un riguroso análisis. Gordon creyó descubrir una discreta siembra de diminutas pintas manchando la epidermis del recién nacido. Sus temores desdichadamente se estaban confirmando. El niño era pecoso. Señal inequívoca de que era hijo de Eugenio Rosales. ¡Maldita su estampa! En su afán de cerciorarse más, aproximó tanto el candelabro que se desprendieron unas gotas de cera, que fueron a parar a las manos cruzadas del bebé. La reacción fue instantánea. El niño comenzó a llorar con desesperación.
Antes de que la madre saliera de su aturdimiento, Gordon apagó las velas. Salió sigilosamente de la alcoba, maldiciendo para sus adentros a la criatura, a la madre y esposa, al amante pecoso y a sí mismo.
No quería permanecer ni un minuto más en esa casa. Aquel ya no era su hogar. Ni consideraría en adelante a Amelia su mujer. La muy zorra le había engañado con el difunto coronel y ahora iba a tener que cargar con el fruto de esa relación infiel. Se negaba a cargar con ese oprobio.
Se marchó sin despedirse de su suegra. Le importaban un comino las formalidades sociales. Había soportado ya demasiado.
Caminó sin rumbo por las calles estrechas y malolientes del centro. Los serenos iban atizando las farolas de mortecina luz. Gordon buscaba la penumbra evitando así que alguien pudiera reconocerle, cosa poco probable al ir embozado en una capa fina y con el sombrero calado hasta las cejas. Avanzaba a grandes zancadas, sin ruta concreta. Cruzó la plaza con intención de salir a la calle Mayor. Pasó por delante de la tienda donde adquirió el pañuelo y la camisa que le descubrieron el engaño. Ahora le parecía ridículo ese ardid, tras contemplar las pecas que lucía el que decían ser su hijo. Las pecas sí que demostraban palpablemente la traición de Amelia. Se habían disipado las dudas sobre la paternidad. A él no le correspondía y no se iba a hacer cargo de aquel mocoso. Allá se las apañara la resuelta madre. Se había dado buenas mañas para engañarle, pues que las empleara también en ese trance.
Burlado, herido en lo más profundo de su alma por la traición de su esposa, Gordón tuvo la certeza en ese instante de que su vida había resultado baldía, extraviada, infructífera.
Para marcar distancias, pediría una jefatura en una provincia periférica. Si es que antes los serviles no acababan con el estado constitucional, dada la proliferación de partidas realistas por doquier. Una provincia remota. Así no se tropezaría más con la bella y desdeñosa Pimentel, fuente de todos sus males y causa de su deshonra.
Vagó largo tiempo y, cuando quiso darse cuenta, ya había rebasado la puerta de Alcalá. Tendría que volver al centro y buscar una fonda donde pasar la noche. Aunque tal vez le convendría encaminar sus pasos a casa de su amigo Golfín. Pero eso le obligaría a dar demasiadas explicaciones. Ya habría tiempo más adelante.
Se sentía fracasado en el plano personal y en la política, oliendo de cerca el aliento inmundo de los serviles.
Por su lado, Amelia pasó en vela gran parte de esa noche, consolando con arrobo y ternura al fruto de sus entrañas, aunque del todo ajena al estado de desamparo en que quedaba sumida. No tardaría mucho en saberse que don José había abandonado el hogar para siempre, repudiando a su infiel esposa y al hijo ilegítimo.
Tampoco se demoraron demasiado las noticias sobre el avance incontenible de aquel ejército expedicionario francés, pomposamente llamado Los Cien Mil Hijos de San Luis, que acabaría con el régimen constitucional en España y que le ahorraría a Gordon la necesidad de andar solicitando ningún nuevo destino en provincias periféricas.