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Mal había pasado la noche el coronel Rosales, sobresaltado por oscuros presagios que le enredaron el sueño. Sentía en la boca un sabor pastoso, acidulado, como de mascar verdolagas. Tan sólo recordaba fragmentos deshilachados de voces y rostros inconexos, vestigios de pesadillas, algunas ya familiares, que lastimaban su memoria como si rozara vidrios rotos. Vio acercarse el bulto de Sindo, al que recibió ya incorporado de la dura enjalma que le había servido de camastro.

—Los hombres ya están en pie, mi coronel. Comerán un pedazo de pan y tocino, antes de salir. Si avanzamos durante lo que nos queda de noche, a las primeras luces estaremos en Ávila.

La marcha resultó penosa en medio de la oscuridad, acentuada por la espesura de los pinares por donde discurría la senda. Los hombres iban silenciosos, como sobrecogidos por un impreciso recelo.

Al amanecer, vislumbraron en lontananza la mancha urbana de Ávila, con sus elevados torreones y fervorosos chapiteles emergiendo sobre el pétreo cinturón que ceñía castamente el caserío. La ciudad permanecía dormida, ajena a lo que Rosales había calificado como «una jornada histórica».

La partida realista buscó refugio en los pliegues del río para no ser descubierta por los vigilantes de la guarnición. En tal posición, aguardaron un tiempo, a la espera de que llegase Mallén con el refuerzo prometido.

Transcurrían con tensa pesadez los minutos y no había señales del comandante Mallén. Un revuelo de aves negras empezó a gestarse en la mente de Rosales. Tampoco avistaban a los criados de los canónigos, que debían recibirlos en las afueras y ponerles al corriente sobre la tropa a la que se enfrentarían.

Los malos presagios que bullían en su cabeza parecían confirmarse: las cosas no salían según lo previsto. Ni don Facundo había regresado de El Escorial, ni Mallén asomaba con los escuadrones de caballería, ni salía a su encuentro ninguno de los numerosos confabulados con que supuestamente se contaba en la ciudad.

Repasó fugazmente, al abrigo de los pinos, algunos nombres de personas influyentes: varios canónigos, dos cirujanos, párrocos de la ciudad y alrededores, el licenciado Lorenzo Huete, quien se había comprometido a reclutar adeptos… Los de dentro habían asegurado que la población les apoyaría a las primeras señales.

Otros podrían fallarle, pero nunca su cuñado ni su compañero de armas Mallén, tan comprometido como él en la conjura. La situación se le antojaba extraña y sospechosa al coronel Rosales. Aunque la incertidumbre empezó a disiparse cuando un cabo señaló hacia un cubo de la cerca: entre las almenas afloraban los morriones de la milicia. Observados por el catalejo, resultaba evidente que tomaban posiciones.

Les estaban esperando. Sin duda.

Pesaroso, manifestaba el coronel su incredulidad ante lo que estaba ocurriendo. ¿Dónde estaban los hombres de Mallén? ¿Por qué no había aparecido aún don Facundo? Él era persona de palabra y no entendía que alguien se echase atrás en un asunto grave.

Tuvo que admitir, finalmente, que sólo contaba con su gente. Ningún refuerzo vendría en su auxilio. Alguien entre los comprometidos debía de haberles delatado Y esa sería la causa de que la guarnición estuviese prevenida y dispuesta a defender la ciudad.

Moviéndose sinuoso por entre los pinos, apareció un hombrecillo de enclenque constitución, barba luenga y descuidada, que se aproximó con andares encorvados al bosquete en que se guarecía la partida insurrecta. Al verle avanzar tan resuelto, todos pensaron que sería algún emisario de los confabulados de Ávila.

El hombrecillo compareció ante Rosales:

—Mi coronel, soy el santero de la ermita de Sonsoles, muy amigo del canónigo Chacón, mi protector, a quien la Virgen guarde. Vengo a pasarle aviso de que le está esperando la milicia nacional de la ciudad.

—¿Cómo han podido enterarse antes de que empecemos? ¿Quién carajo se ha ido de la lengua? —inquiría irritado el coronel.

El hombrecillo respondió con palabras calmadas, queriendo satisfacer las interrogantes que desasosegaban a Rosales:

—Su cuñado, don Facundo, y el sacristán fueron sorprendidos en el monte por una patrulla de milicianos, cuando regresaban de El Escorial. Anoche los trajeron presos ante el jefe político de la provincia. Bajo amenazas, les habrán hecho confesar.

El coronel maldijo su suerte perra y negra. Sindo intentaba minimizar la gravedad de la situación. Rosales, con cara de circunstancias, despidió al fiel santero:

—Gracias, buen hombre, por el aviso. Decidle al canónigo Chacón que ha obrado bien dándome el recado. Y que no se exponga innecesariamente.

El hombrecillo se marchaba, desandando los pasos que había traído, pero Garrido le interpeló en voz alta:

—¿Sabe el comandante Mallén lo que ha ocurrido, santero?

—Creo que sí, entre la noche se le ha pasado aviso con un arriero de Segovia. Al parecer, iba a dormir con sus hombres en las riberas del Voltoya.

Llamó el coronel a Sindo y a otros oficiales de confianza con los que se retiró a parlamentar. La situación era apurada. Uno de sus hombres le preguntó:

—¿Qué vamos a hacer ahora, mi coronel?

Rosales mantenía tensas sus facciones. No respondió. Tan sólo se limitó a dar unos pasos, cabizbajo y con las manos cruzadas por detrás.

Francisco de Paula Mallén rondaba los treinta y cinco años, si bien con el uniforme de comandante aparentaba más edad. Era un tipo de aspecto distinguido, fino bigote y perilla puntiaguda. De sonrisa franca, que dejaba entrever una dentadura bien conservada, Mallén pasaba por hombre muy sociable, amigo de sus amigos y bastante dicharachero.

Pertenecía a una familia de tradición castrense, en la que figuraban oficiales y brigadieres. En la guerra contra los invasores, Francisco de Paula había servido como hombre de confianza del general Carlos España por tierras manchegas y extremeñas, vigilando la carrera oficial de Madrid a Lisboa y los pasos del Tajo. En este destino había conocido a los hermanos Rosales, de los que el mayor, Eugenio, mandaba una partida de húsares francos. Colaboró Rosales con el general España en diversas acciones, tal que la toma del Puente del Arzobispo, de la que don Carlos España se llevó la gloria a pesar de jugar un papel decisivo la guerrilla. Rosales y Mallén se cayeron bien desde el primer saludo y cada vez que recalaba el guerrillero con su partida en el cuartel general sacaban un rato para charlar y echar un trago.

Tras la guerra, coincidieron en Madrid en un regimiento de caballería, donde estrecharon lazos. Salían juntos a divertirse por mesones y colmados, que abundaban en las inmediaciones del cuartel. Menos inclinado a la farra tabernaria, Rosales, sin embargo, nunca decía no a las invitaciones de Mallén, rijoso y bebedor.

Algunas mañanas, cuando Mallén aún permanecía bajo los efectos vaporosos de la juerga nocturna, se presentaba oportunamente Eugenio Rosales para sacar a su amigo de los apuros cuarteleros y encubrir deficiencias en el servicio.

De estas pruebas de afecto guardaba Mallén buena memoria. El trato asiduo les hizo aparecer como una pareja inconfundible en el regimiento, siempre juntos, asistiendo a los mismos círculos y reuniones. Rosales le fue contagiando sus estrictos principios en materia religiosa y política a su amigo. Pese a las francachelas que se corría, Mallén lo acompañaba a misa y departían largos ratos con el capellán castrense, el páter Teodomiro, a quien ellos familiarmente llamaban Teo. O sea, el Dios como le decía Eugenio, que para eso había estudiado griego y latines en el seminario. Tal vez de allí procediera el fermento de su ideología ultramontana, aunque avivada por el ambiente piadoso que se respiraba en su familia. Su madre era de las de misa de alba y tres rosarios al día, y su padre pertenecía a cofradías diversas allá en Cabezuela, su natal villa, cuyo vicario era asiduo en la mesa de los Rosales.

La llegada del liberalismo al poder, con Riego, había incomodado a Rosales y a no pocos compañeros de armas, defensores a ultranza de la religión y la monarquía, y que pronto encauzaron su desagrado hacia la conspiración cuartelera. Pese a hallarse menos mentalizado, Mallén comulgaba con su amigo, quien aprovechaba cualquier oportunidad para introducirle en los círculos anticonstitucionales que se iban fraguando. Por eso no dudó un instante cuando Eugenio le pidió participar en un plan que no podía fallar. Sumándose a la conspiración, se le presentaba a Mallén una oportunidad única para pagar los inmensos favores que debía a Eugenio.

Desde junio se estudió la estrategia del levantamiento. Un corto puñado de jefes y oficiales se encargaría de organizar la asonada con el fin de evitar fricciones y soplos. Los conchabados aceptaron quedar sujetos a un solo mando: el del arriscado Eugenio Rosales.

Con el propósito de apoyarlo en la proyectada toma de Ávila, Francisco de Paula había salido al frente de dos escuadrones desde los acuartelamientos de La Granja, con el permiso del coronel Ramírez, pretextando que se llevaba a los soldados a unas maniobras en campo abierto. Pero su intención no era otra que prestar su ayuda a Rosales en la toma de Ávila, motivo por el que ese 3 de noviembre hacían noche a una legua escasa de la ciudad, pasado el río Voltoya.

De madrugada, compareció ante el comandante Mallén un arriero procedente de Ávila con el recado: habían detenido a don Facundo, el cura de Ojalbo. El mensaje venía de parte de un oficial de infantería, Licerio, que servía en el Regimiento Provincial abulense. Por tanto, la guarnición estaría alertada, esperando a los rebeldes.

La prudencia aconsejaba posponer el levantamiento y regresar a La Granja. Ya inventaría alguna excusa plausible. Encomendó dirigir la contramarcha a uno de sus oficiales de confianza, también conchabado.

Evaluaba Mallén, durante el retorno a La Granja, las posibilidades de Eugenio. Con la guarnición militar prevenida, resultaría harto difícil tomar los recios muros. Detrás de las almenas, los liberales habrían parapetado centenares de escopeteros, fusileros y hasta granaderos, dispuestos a estorbar las pretensiones de los realistas.

Mallén, al contrario que Rosales, descreía del papel en la asonada de los paisanos, a quienes conceptuaba como conspiradores de pacotilla, amantes de urdir secretas confabulaciones, pero que, a la hora de la verdad, se echaban para atrás a la mínima. Entorpecían más que ayudaban.

Para un oficial de su rango, la única fiabilidad iba vinculada al estamento militar y su código de honor. Sin embargo, su amigo Rosales gustaba de ponderar las cualidades del paisanaje y las de algunos eclesiásticos sumados a la causa. Mallén le tachaba de ingenuo y confiado, y le reiteraba que sólo tenía que entenderse con la gente de uniforme. Al fin y al cabo, los militares eran los únicos garantes de armas y municiones, imprescindibles para el triunfo de cualquier rebelión.

Para eficacia, la del Ejército.

A tiro limpio se habían logrado siempre las cosas.

Mallén llegó a su cuartel convencido de que todo se había ido al traste. Iba elaborando una explicación verosímil que justificara su pronto regreso ante su superior.