22
Desde la primavera, Plasencia se había transformado en un auténtico polvorín. La población estaba dividida entre constitucionales y absolutistas. Aunque no en la misma proporción, pues era grey notablemente más numerosa la última, auspiciada por el estamento eclesiástico y la nobleza local. Se habían registrado serios incidentes entre uno y otro bando, a los que ya quiso poner freno don José Gordon a su llegada a la ciudad.
Ese mismo deteriorado panorama se encontró el cura liberal Laureano Santibáñez, cuando se presentó en Plasencia, por disposición de Landero. Se recurrió a Santibáñez, clérigo y diputado provincial, para excitar el sentimiento patriótico en una ciudad tan renuente al liberalismo. Hizo el cura de Ceclavín una entrada muy aparatosa. Le habían precedido varias compañías de milicia activa, traídas de localidades del sur de Extremadura, áreas donde el constitucionalismo había arraigado con mayor vigor que en la franja montañosa del norte.
La milicia, uniformada, aguardaba en la plaza Mayor la llegada del cura y político. Era este una persona bien parecida, alto, enflaquecido, con barba profusa que rellenaba su anguloso rostro. Poseía una mirada firme e intensa, casi febril, capaz de achantar a cualquiera. Vestía al modo religioso, con sotana lustrosa, a la que sobreponía una cartuchera cruzada y una funda con su pistola. Sustituía el bonete reglado por una cachucha miliciana. En la oscura pechera de su ropa talar lucía una gran escarapela, símbolo de su militancia política.
La pintoresca estampa del cura-diputado llamó la atención de los curiosos que se congregaban en la plaza a ver el espectáculo de la tropa formada. A todos ellos se dirigió el cura Santibáñez, tras saludar a las autoridades, desde un tablado alzado para la ocasión. Con inspirados términos de fervoroso patriotismo, fue desgranando las grandezas y bondades del sistema político que él representaba. La perorata enardeció a la tropa, que, al acabar, prorrumpió al unísono con vivas a Rafael Riego y al texto constitucional.
Pero la reacción de los serviles placentinos no se hizo esperar mucho. A la mañana siguiente, cuando ya había partido de madrugada el cura Santibáñez hacia Cabezuela, aparecieron en las puertas de una ermita de extramuros frases injuriosas contra el régimen liberal:
«Me cago en la Constitución. Muera Quiroga. Muera Riego».
También fue ensuciada la lápida sagrada del liberalismo, colocada en el frontis del consistorio. Cuando llegó el cura de su misión en el valle, montó en cólera por tamaña ofensa. No podía consentir tales actitudes de desprecio a los canallas que tanto abundaban en aquella levítica y santurrona población. Ya se enterarían en breve los serviles cómo las gastaba el cura cuando se enojaba.
Por de pronto, la noche de su regreso permitió que varios grupos de milicianos recorrieran las calles entonando Trágalas y lairones a las puertas de realistas significados. Cantaron y lanzaron frases amenazadoras en el convento dominico y en el de los descalzos. Tampoco se libraron ciertos prebendados catedralicios ni el señor marqués de Mirabel, pese a figurar como primer edil.
Escuchar, en el silencio de la noche, aquella ronda varonil sobrecogió a más de un servilón, arrebujado con miedo entre las sábanas. Un temor que no tardaría en demostrarse del todo justificado. En los círculos milicianos más intransigentes se hablaba de una noche de cuchillos largos, de estragos y desastres sobre el crecido rebaño realista, que pastaba y conspiraba en las plácidas praderas de la ciudad episcopal. Un rebaño ignorante, timorato y sumiso. Un rebaño ninguneado por su apático y veleidoso pastor: su adorado Fernando, al que le habían gritado «Vivan las cadenas» en numerosas ocasiones.
Era, pues, una grey sujeta al yugo infame de la tiranía borbónica, encarnada por el despótico monarca. Y él, el cura-diputado, se proponía desuncirles de esas ataduras.
Laureano Santibáñez exigió un desagravio público de las ofensas vertidas contra el sistema liberal. Para ello, organizó una procesión solemne una tarde de sábado, hasta la ermita de San Miguel, ubicada en la otra orilla del Jerte, río que abrazaba amorosamente los muros de Plasencia. Una vez en ella, el procurador síndico y otros regidores pasaron las manos con gesto reverencioso, simbolizando el querer borrar las groseras palabras escritas sobre las puertas del eremitorio. La milicia, vestida de gala, lanzaba vítores al sagrado código, al presidente de las Cortes y al principal héroe de la revolución, Rafael Riego. Se desmontaron las puertas y fueron llevadas, en comitiva cívico-religiosa, hasta la plaza Mayor, donde fueron quemadas delante de la lápida constitucional.
Esa noche el cura pudo retener a duras penas a los milicianos que clamaban venganza.
Al amanecer de la siguiente jornada apareció fijado en la plaza un pasquín en el que podía leerse:
«Constitución o Muerte. Lista que presentan los verdaderos hijos de Padilla de los desafectos que hay en esta Ciudad a nuestro sagrado código».
En dicha relación nominal figuraban setenta nombres de supuestos absolutistas que merecían la muerte. Era evidente que en su elaboración habían participado los liberales más acérrimos de Plasencia. La lista se transformaba, pues, en una declaración de guerra abierta al servilismo local.
El pasquín incitaba a los auténticos patriotas a exterminar a los denunciados.
Esa misma mañana fue detenido por dependientes del resguardo el tesorero del cabildo catedralicio, Antonio Orduña, cuando intentaba escapar de la ciudad. Fue reintegrado de modo violento, sin la menor consideración a su rango eclesiástico, con las manos atadas cual vulgar delincuente. Se le puso preso y se le mantuvo incomunicado, acusado de desafección al gobierno legítimo y de financiar las partidas realistas de los Rosales y los Cuestas en territorio alto extremeño.
El propio cura-diputado se aventuró a reconvenir en público al viejo obispo de Plasencia, monseñor Carrillo Mayoral, por no facilitar la exclaustración del clero regular y no haber removido de su cátedra de Teología a un párroco tenido por furibundo realista.
La milicia forastera se condujo de forma escandalosa. Los voluntarios de San Vicente de Alcántara protagonizaron varios excesos: se desplazaron a cinco leguas de Plasencia para arrestar al notario apostólico del obispado; pretendieron arrancar las cadenas que, a la entrada de la catedral, representaban la jurisdicción eclesiástica, con la intención de intimidar a los díscolos capitulares; mantuvieron en vilo bajo continuas amenazas de muerte a los frailes dominicos, de cuya comunidad había sido prior el padre Madruga, capellán de la partida de Rosales. Tampoco se libró de sus coacciones el solar de Mirabel –el aristócrata se había ausentado días antes, dado el cariz de los acontecimientos–, insultando a los sirvientes y picando a cincel los escudos.
Al llegar la noche, los ánimos estaban tan encendidos que podía esperarse cualquier funesto desenlace. Se juntaron los milicianos en la plaza Mayor, donde se leyó un oficio con noticias apócrifas sobre una supuesta fuga del Rey de Madrid. En un momento determinado, cuando la situación alcanzó la tensión máxima, un teniente, con cara de energúmeno, sacó el sable y exclamó:
¡Ea, a qué esperamos, a ellos, que mueran de una vez los serviles de Plasencia!
Escuchada la frase por la concurrencia, se produjo una rápida espantada, disolviéndose el gentío en un santiamén. Tomaron algunos el camino que les alejaba de la ciudad, como ya habían hecho horas antes casi todos los que figuraban en la lista de serviles.
La tropa, con sus chafarotes desenvainados, recorrió las calles adyacentes a la plaza, prorrumpiendo en griterío de muerte. Semejaban airados arcángeles de flamígera espada.
En tanto, partidas de caballería lanzaban carreras, estremeciendo el empedrado y provocando el pánico entre los vecinos, refugiados en sus herméticas moradas. Bajo la raquítica iluminación urbana brillaba el filo de los sables liberales, sedientos de venganza perentoria.
Con denuedo hubo de emplearse esa noche el cura-diputado para reducir a la soliviantada tropa. El asunto se le escapaba de las manos. No faltó fanático que reprochó a Santibáñez su tibia reacción. Pero el cura de Ceclavín, suprema representación política en la ciudad, ordenó detener a todo aquel que rechistase. Así, entre amenazas, sometió a los inquietos milicianos.
Posteriormente se reunió con la oficialidad y exigió el repliegue de los alborotadores. Viendo dibujado el enojo en el rostro barbado y las centellas que despedía la enfebrecida mirada del cura-diputado, los oficiales obedecieron y regresaron las compañías, no sin protestar, a sus cuarteles.
Laureano Santibáñez convocó a los ediles, a los jefes de milicia y a representantes eclesiásticos para asistir a un pleno extraordinario. Al frente del acta capitular mandó poner al escribano de número este encabezamiento:
«Año Tercero de la Constitución y Restauración de la Libertad de las Españas».
En su intervención, quiso exculpar la conducta de los voluntarios, que, aunque prudentes de por sí, se soliviantaron al contacto con la atmósfera viciada que se respiraba en la ciudad. Y mutaron de mansos corderos a lobos rugidores. Santibáñez, de verbo fácil y sermonario, echó en cara a la autoridad local su falta de energía. Además, pintó con palabras hiperbólicas el negro panorama que se cernía sobre Plasencia, ciudad tenida en muy mal concepto en el conjunto nacional, al ser considerada nido de desafectos al liberalismo e instigadora de revueltas realistas.
Otro de los logros del clérigo liberal fue reforzar las menguadas filas de la milicia nacional, tanto la legal como la activa. Ordenó la incorporación forzosa de los empleados públicos en ella.
Al mismo tiempo, decidido como estaba Santibáñez a doblegar a los eclesiásticos serviles, apostó por instalar una Sociedad Patriótica en Plasencia. Fue bautizada con el sugestivo nombre de Aurora Liberal. Se reuniría tres veces por semana en su sede provisional del convento dominico. A sus sesiones tendrían que concurrir, en calidad de oradores, además de otros beneméritos ciudadanos, los señores capitulares de la catedral, párrocos y miembros destacados de las comunidades religiosas. No mencionó al señor obispo, ya demasiado decrépito, pero sí nombró expresamente al deán, al lectoral y a otros prebendados.
En los ámbitos cercanos a la clerecía se criticaba al cura-diputado por no celebrar misas en días festivos, por zaherir el culto y por contemporizar con la soldadesca que había osado lapidar una imagen sacra, sita en la fachada del cenobio de monjas dominicas.
Santibáñez aprovechó la estancia breve en Plasencia de don José Gordon, el ilustre liberal madrileño, para hacerle participar –como invitado de honor– en las sesiones de la sociedad patriótica recién instituida. A los pocos días, marchó el cura liberal a Cáceres, donde recibió parabienes por su modo de restaurar el espíritu público en Plasencia. Un éxito más que enriquecería el ya bastante henchido currículo patriótico del cura de Ceclavín.
Plasencia respiró tranquila tras su marcha y el sector realista volvió lenta y cautelosamente a sus andadas. En un monte cercano a la ciudad continuaba escondido, en una cueva, junto a un puñado de secuaces, el capitán retirado Mariano del Pozo, encargado de suministrar municiones a la facción del valle. El cura Santibáñez había pretendido sorprenderlos en su escondrijo montaraz, aunque no lo consiguió. El capitán del Pozo, que lucía por sobrenombre el de Boquique, era un sagaz y experimentado guerrillero. Conocía como nadie los agrestes parajes de Plasencia, por los que había perseguido a franceses y facinerosos con notable éxito.
Ya avanzaba noviembre cuando don José Gordon hizo el camino de regreso desde Plasencia a Madrid. Siguió la carrera oficial por Oropesa, Talavera y otras poblaciones manchegas. El cochero había prevenido a los pasajeros sobre la posibilidad de sufrir el ataque de alguna gavilla facinerosa, lo que no ocurrió. Los policías secretas se reían:
—Si vienen ladrones, señor cochero, no se preocupe. Nosotros sabremos darles una buena propina.
Ellos portaban armas de fuego. Que estuviese tranquilos el cochero y su ayudante, sentaditos en el pescante del coche, ocupándose únicamente de la ruta y de los caballos de tiro.
Los policías entablaban discusiones y jugaban a los naipes para distraerse en el interior del carruaje. Don José rechazó participar. ¡Para cartas estaba él! Se mantuvo sumido en turbadoras cavilaciones. El tiempo ocioso del viaje daba mucho de sí para pensar.
De tendencia reflexiva, Gordon iba haciendo balance de su estancia en tierras extremeñas. Más de un mes gastado en una labor inútil a la postre. No había conseguido acabar con Rosales ¿De qué había servido traer tanta fuerza militar? De poco. Por no decir de nada. Las batidas por el monte tampoco fructificaron. Ni siquiera los perros alanos dieron con la escurridiza facción.
El resultado no podía resultar más negativo, pues.
Por turbios vericuetos discurría su mente apesadumbrada por la traición de Amelia. ¿Se habría acostado con Rosales en la sierra? La pregunta le traspasaba el alma. Se consolaba considerando que la buena educación y la moralidad de Amelia habrían tal vez evitado que yaciese con un proscrito.
Pero, al poco, se rebatía a sí mismo argumentando que ella siempre anduvo enamorada del coronel. Y una mujer enamorada y temperamental como Amelia era capaz de cualquier cosa. ¿Se habría dejado arrastrar por la pasión? De repente se imaginaba a la bella Pimentel convertida en una zagala libertina, correteando por los montes, entregándose sin ambages a los requerimientos de un mayoral pelirrojo. Como si Amelia fuese protagonista de una novela pastoril de tono subido.
Se retorcía en su asiento, al compás del molesto traqueteo de la berlina, sumido en dolientes suposiciones.
Pero, al pronto, la meditación cambiaba de sentido. Ahora prevalecían los condicionantes morales de Amelia Las cortapisas religiosas y la proximidad de su boda habrían bastado para contenerla. Se habrían levantado cual barrera infranqueable. ¿Cómo iba a atreverse una novia a punto de casarse a yacer con otro hombre? Se necesitaba mucha desvergüenza. Y mucho valor. Aunque valor era lo que le sobraba. Siempre había sido resuelta e indomeñable. Capaz de cualquier atrevimiento. En especial, si revertía negativamente sobre él.
Gordon se contemplaba a sí mismo como un torturador. Un tipo cruel que la había llevado coaccionada al matrimonio. «Un chantajista», como ella siempre le acusaba.
Amelia le habría engañado para desquitarse.
¿Qué actitud adoptaría cuando llegase a casa? ¿Sería capaz de contenerse para no darle una bofetada e insultarla cuando la tuviera delante? ¿Podría soportar mirarla, sin reprocharle su engaño?
Tantas preguntas sucesivas agotaban sobremanera al alto funcionario
Al poco, tornaba la autocrítica. ¿Con qué fundamento moral se atrevía él, un mero chantajista, a exigir lealtad? Además, en el hipotético caso de entregarse a Rosales, lo habría hecho con anterioridad a su matrimonio. No debía conceptuarla de esposa adúltera. Si acaso, de novia infiel.
En todo el viaje apenas abrió la boca el comisionado. Algo que no pasó inadvertido a los cuatro policías de la Superintendencia madrileña. Algún asunto gordo escondía el semblante serio y atormentado de don José Gordon. Su circunspección acentuaba la expresión desvalida de su cara.
Los policías, en sus dicharacheras conversaciones de ventorro, lo achacaban al fracaso del plan: no se había logrado apresar a Rosales ni a ninguno de sus hombres. ¡Con tantas fuerzas desplegadas! Reconocían su contribución al fracaso. Habían hecho un ridículo espantoso con el fallido atentado. Gajes del oficio.
Se consolaban con la idea de volver cada cual a su hogar y abandonar, por fin, los aburridos ambientes rurales. Así consumieron las horas de largo trayecto hasta alcanzar la villa y corte.
Era bien avanzada la noche cuando don José entró en su domicilio, tras el cansino viaje. Al sentirlo llegar, Amelia se levantó a recibirlo dibujando en su cara un gesto solícito de esposa que aguarda inquieta la vuelta del marido ausente. Muy distinta actitud a su fría despedida.
—Menos mal, José, que estás de vuelta. Te echaba de menos, después de tanto tiempo fuera como has estado.
No recibió con agrado las palabras de Amelia. Le sonaron falsas. ¿Añorar ella, la traidora, su presencia? La de Rosales tal vez. La suya, decididamente no. Aun así, disimuló:
—Yo también estaba deseando verte.
Amelia no adivinaba el infierno en que se debatía el alma de su esposo.
Apenas cenó. No podía meter nada en el estómago. Encubrió su inapetencia achacándola al traqueteo del carruaje, a la fatiga acumulada y a las horas intempestivas que ya eran.
Sería mejor irse a la cama.
Pero ni el sueño desvanecía sus negros pesares. Aquella mujer tendida a su lado, adormilada tras desearle las buenas noches, acabaría minando su salud. Debía encontrar el modo de salir de ese círculo infernal.
Aborrecerla para siempre.
O perdonarla. Empezar de nuevo, como si él nunca hubiera conocido la noticia que se le atragantó. Oyendo la respiración rítmica de Amelia, ¿quién diría que esa adorable criatura había pisoteado su dignidad, su orgullo de hombre?
Dando vueltas en su cabeza y en el colchón de lana churra, don José acabó vencido. Durmió largamente.
Al despertar, no encontró a su esposa. Eso lo alivió.
Se levantó con mejor semblante. Su mente seguía torturada. Pero la noche reparadora le había despejado ojeras y dudas.
El sueño le había aclarado las ideas. Desecharía los reproches, que de poco le iban a servir. Ella lo negaría todo. Y hasta se haría la ofendida. ¡Cómo eran las mujeres! Aunque el traicionado era él, probablemente su habilidosa mujer acabaría presentándose como la víctima. Además, ¿y si Amelia, en una imprevisible reacción, se planteara dejarlo, ante la pérdida de confianza? Eso sí que no lo soportaría. Cualquier solución antes de dar lugar a que se marchase de su lado. Con todo lo que le había costado conseguirla. Le convenía dejar las cosas como estaban. Sin pedirle explicaciones.
¿Y por qué no mostrarse hosco y bronco como le reclamaban su dolor íntimo y su orgullo varonil? Claro, que si antes no le echaba en cara su infidelidad, se extrañaría mucho de ese trato grosero.
Le daba igual: dejaría de oficiar de marido solícito, obsequioso. No más atenciones ni finezas. La había tratado siempre como a una princesa. Y mira cómo se lo había pagado. Eso le pasaba por idolatrarla. Al fin y al cabo, las mujeres son seres humanos con sus grandezas y con sus bajezas.
En adelante, la trataría con desapego. Por de pronto, esa mañana partió al caserón ministerial sin despedirse. No quiso ni desayunar en casa, evitando así cruzarse con ella y tener que saludarla.
Camino del despacho, lo intranquilizaba otro espinoso asunto. ¿Cómo acogería Gasco el fracaso de su misión en Plasencia y Cabezuela?
El ministro lo recibió antes del mediodía. El saludo afectuoso del jefe le daba pie a sincerarse.
—Veamos, don José, qué buena nueva me trae de Rosales y los serviles de la serranía de Gredos.
—Pues verá, excelencia, me hubiera complacido darle noticias satisfactorias. Pero lamentablemente las cosas no han ido muy bien.
Gordon se disculpó como pudo. Le dijo que se sentía muy desolado, porque, como ya sabía el señor ministro, Rosales se había convertido para él en un objetivo prioritario. Más aún: era su pesadilla. Y no había ahorrado esfuerzos ni desvelos, junto al jefe político de Cáceres, para apresar y desbaratar a la facción.
—La verdad, excelencia, es que estoy abatido por el fracaso de la misión. El paisanaje los apoya y, así, resulta casi imposible exterminarlos. Son escurridizos como peces de estanque.
—Bueno, don José, no se altere demasiado. Ha hecho lo que ha podido, lo mismo que Landero. Pero hay que buscar otros caminos, aunque sean más torticeros, para lograrlo. Ya pensaremos algo…
—Si me permite, excelencia, le diré que, unos días antes de regresar, un alcalde de la zona donde se abriga la facción me habló de unos vecinos dispuestos a acabar con Rosales. Se quieren vengar de él.
Gasco se dirigió a una caja de madera labrada que descansaba sobre la mesa, la abrió, sacó un cigarro puro y se lo ofreció a don José. En tono relajado lo animó a continuar.
—Vaya, eso sí que promete. Déme más detalle, amigo Gordon.
—Pues verá. Tornavacas es el pueblo en cuyas montañas vivaquea Rosales. Al parecer, dos hermanos de ese pueblo son enemigos a muerte de los Rosales.
—El odio es un arma poderosa. Pero supongo que se les habrá prometido algo a cambio.
—Pues claro, excelencia. La Diputación de aquella provincia ha puesto precio a la cabeza de Eugenio Rosales: cinco mil reales, que Landero y el presidente de la Diputación han pensado que cargarán como derrama sobre las poblaciones del valle. Así de paso, les damos un escarmiento por apoyar a las partidas rebeldes.
—Bien ideado. Aunque me temo que no resultará fácil acabar con la vida de Rosales, por mucha inquina que les profesen. Sus hombres no les permitirán acercarse, sabiendo que son enemigos viscerales de su jefe.
—Tal vez tenga razón. Pero, según me expuso el alcalde, los hermanos Yusta, que así se llaman, conocen el territorio por donde se mueven los Rosales tanto o mejor que ellos. Esperan cogerlos desprevenidos en algún momento. Vamos, con la guardia bajada.
—Es probable que, ahora que se han retirado las tropas, la partida se relaje. Pues nada, Gordon, a esperar a ver qué pasa. Y anime esa cara, amigo, que ya sé que usted ha hecho todo lo que ha estado de su parte.
—Gracias, excelencia, por su comprensión y confianza.
Salió Gordon con cara complacida del despacho del ministro. Se sentía aligerado de un peso enorme, como un pecador lleno de culpas tras vaciar su alma en el confesionario. Hablar con Gasco le había confortado. Al menos reconocía su empeño en tan difícil empresa.
Esa tarde, tras poner al día los asuntos más urgentes acumulados durante su ausencia, Gordon no quiso regresar a casa temprano. Llegaba el momento de poner en práctica el cambio de actitud. Recorrería cafés y tertulias. Se desahogaría contando peripecias de su periplo por la serranía de Gredos a sus contertulios y amigotes. Esperaba encontrarse con Golfín. A ver si hubiera suerte. Las reuniones patrióticas le distraían. Esos buenos ratos le hacían olvidarse de Amelia.
Bien avanzada la noche, de vuelta a su domicilio, recordó que debía visitar una de esas tardes al señor duque. Tenía que pedirle un favor muy especial, aunque un tanto incómodo. No acertaba todavía en la manera ni en el tono con que le solicitaría el traslado de la señorita Asunción a Piedrahíta. Pondría el achaque de que era un estorbo en las relaciones de la pareja. Seguro que, pese a su juventud, lo comprendería don Carlos.
Él no se lo inventaba. Asun era una mala influencia para su esposa. Sin Asun, probablemente no hubiera podido llevar a cabo su atrevido plan la taimada Amelia. ¿Quién la hubiera llevado hasta la sierra sin Asun y sus parientes?
Al final, acababa admitiendo la fortaleza de carácter de su esposa. No todas las jóvenes hubiesen tenido el valor que derrochó Amelia subiendo al campamento rebelde. Era una hembra con arresto. De eso no cabía la menor duda. Demasiado. Y astuta como ella sola. Qué bien tramado lo tenía. ¡Hacerse pasar por extranjera! Por cierto, tenía que informarse por doña Concha o don Leoncio dónde y cuándo había aprendido la lengua de Molière su esposa.
Desde mediados de noviembre, había quedado libre el valle de las numerosas compañías de la milicia. Se habían retirado con más pena que gloria. Y marcharon aliviadas por dejar atrás una tierra áspera y de tantos sinsabores.
Una vez consumada la marcha de las tropas, el lugarteniente Sindo pasó aviso a los Rosales. Ramón fue el primero que acudió a la llamada. Estaba harto de vagar con su corta partida por el Corneja, merodeando por aldeas insignificantes de las que apenas podían extraer el necesario condumio. Había incursionado por las cinco villas situadas más allá del puerto del Pico, pero se vio forzado a replegarse ante el acoso de las tropas enviadas desde Arenas de San Pedro. Se internó el Tuerto en el paraje de la Serrota, traspasó el puerto de Chía e incursionó por Villafranca, Corneja, Bonilla y otros puntos cercanos a Piedrahíta.
En otra ocasión había alcanzado los muros de Escalona con ánimo de tomarla. Pero del castillo salió una columna de la que apenas pudo librarse. Ramón perdió allí tres hombres: uno quedó malherido y dos que acudieron en su ayuda fueron hechos prisioneros. Una contrariedad que amargó sus correrías fuera del valle. Y ahora tenía que presentarse ante su hermano con tres hombres menos. Iba a contrariarle.
Eugenio fue avisado al mismo tiempo, pero se presentó una semana después. Venía contento de haber resistido el asedio de las tropas constitucionales que enviaron tras él, desde la industriosa villa de Béjar. Había permanecido escondido en la sierra de Francia, en cuya Peña se alzaban un santuario mariano y un convento. Allí le socorrieron en más de un apuro, así como en el cenobio de Las Batuecas.
Eran tierras hermosas, con núcleos de elevadas construcciones de madera y adobe, que formaban caseríos de tonos cálidos y sugerentes, con calles angostas y sombrías. En las voladas galerías tenían colgadas ristras de pimientos rojos. A las callejas se abrían huertos fecundos donde crecían limoneros de luna, apretados laureles, membrilleros amarillos, caquis de vistosos frutos, naranjos luminosos e higueras otoñales.
La gente se portaba bien con la facción, les proporcionaba ayuda y raciones, conseguidas, a veces, por la mediación del clero rural. Los vecinos hacían la vista gorda cuando se ocultaban en los rebollares o se cubrían de la intemperie en tenadas y casillas de campo. Tan sólo se registró en Mogarraz un intento de refriega con un destacamento miliciano que había llegado desde Salamanca, aunque con pocas ganas de combatir. Se intercambiaron cuatro fogonazos de escopetas y luego se marcharon por donde habían venido. Las milicias locales eran inoperantes y no se metían con la partida de Rosales, al que muchos vecinos recordaban de sus andanzas por esa tierra en compañía de los lanceros del Charro.
Respiró feliz Eugenio cuando volvió a pisar las queridas montañas del valle. Abrazó a Sindo y a su hermano. Al cabecilla le había crecido una melena bermeja y lucía una barba apuntada, que, al destello de la luz vespertina, dotaba de un aura reverencial a su bien perfilada fisonomía de héroe de grabado. Los partidarios se acercaron a su jefe, quien los saludó uno a uno por su nombre o apodo.
Esa tarde prendieron una gran hoguera no solo para aliviarse del frío sino para guisar varios calderos de patatas con carne. El día anterior habían sacrificado varias reses, que, abiertas en canal, pusieron a orear en la cogolla de un tilo para que no la alcanzasen perros ni alimañas. En buena hermandad departieron y libaron los hombres de la facción, alegres por el reencuentro.
El reproche esperado por Ramón no se materializó, pues Eugenio consideraba un mal menor la pérdida de tres hombres en circunstancias tan apuradas, en que podía haber caído la totalidad de la partida. Bastante corto resultaba el tributo, por muy doloroso que fuese. Ahora correspondía disfrutar del reencuentro, de la sana camaradería, de las canciones populares que los más animosos entonaban. Echaron de menos al padre Madruga, para que elevara sus rezos al Altísimo, agradeciéndole su protección divina al haberles librado de la maligna garra liberal.
No pasó inadvertida para los más allegados, cierta mutación en el temperamento de Eugenio Rosales. Se estaba volviendo menos exigente. El cambio se había iniciado ese verano, después de la visita de aquella dama extranjera al campamento y de las gestas en Barco y Coria. Y lo comentaban con satisfacción, pues la rigidez militar que solía aplicar Eugenio generaba, a veces, resquemores. Los partidarios no entendían determinadas reacciones del cabecilla, demasiado desproporcionadas, rudas y airadas sin justificación aparente. Su hermano había llegado a decirle:
—Veo a los hombres más tranquilos y compenetrados que nunca. Creo, Eugenio, que les agrada que les preguntes por cosas personales, como ahora estás haciendo. Así te sienten como uno más de la camada.
Eugenio sonreía ante las observaciones de su hermano. Luego le embromaba:
—A lo mejor las diferencias esas que dices ver son producto de tu mirada de tuerto, querido Ramón Yo me porto con ellos como siempre hice.
Pero en la soledad nocturna de su choza, Eugenio reconocía una cierta mudanza. Ahora era más reflexivo. Ahora meditaba más el alcance de los pasos que daba y no deseaba exponerse ni exponer tampoco a sus hombres más allá de lo razonable.
No obstante, le costaba admitir que quien estaba detrás de ese cambio era Amelia, a la que no apartaba de su pensamiento. Tras su marcha, Eugenio la evocaba de forma casi obsesiva. Repasaba con deleite los encantos de la joven, a la vez dulce y resuelta. Admiraba su valentía y coraje. Reconstruía su cuerpo palmo a palmo, hasta detalles nimios: el cambio de luz reflejado en su piel, el lunar cercano al ombligo, la maraña rizada de su pubis… Con esas sensaciones placenteras se quedaba dormido el coronel. Cada mañana se prometía cuidar de sí y de sus hombres para salir indemnes. Quería vivir para ver de nuevo a Amelia. O, al menos, para saber de ella, de su vida de casada forzosa.
Aunque sus convicciones ideológicas se mantenían incólumes y seguía echando pestes del liberalismo, Rosales se mostraba menos beligerante y actuaba con inusitada prudencia.
—Mucho cuidado, soldados. Hay que batirse con ganas y bizarría. Pero no expongáis vuestra vida de forma innecesaria.
Esas advertencias llamaban la atención de sus secuaces, acostumbrados a escuchar arengas de violencia extrema, en las que les pedía que aplastasen sin piedad al enemigo, exponiendo sus vidas si necesario fuere.
El riesgo de ser exterminados había desaparecido prácticamente del valle. Tan sólo permanecía la milicia voluntaria de los pueblos. Soldados torpes frente a la experimentada facción realista. Por ese lado, nada había que temer. Los milicianos harían como siempre: evitar choques, temporizar, mirar hacia otro lado, dar batidas inútiles.
De resultas de la nueva situación, en el campamento se empezó a llevar una vida distendida. Y hasta los servicios de vigilancia se fueron relajando. Eugenio, tras tomar las debidas precauciones, bajó una noche a visitar a sus padres, acompañado de un sobrino que servía de cadete. Su madre derramó lágrimas de alegría al abrazarlo y le cocinó los platos más gustosos. Le aclaró su padre que los rasguños no se los hicieron directamente los policías. Además, el comisionado, un tal José Gordon, se había portado de forma caballerosa con él. Detalle que no dejó de extrañarle a Eugenio. Tal vez no fuera tan malévolo el antiguo juez de Piedrahíta.
Dos noches pasó Eugenio escondido en la casa paterna. El segundo día, le visitó el vicario. Tras un efusivo abrazo, estuvieron largo rato departiendo sobre las vicisitudes de su fuga y el despliegue liberal en su persecución. Por boca de don Santos Montero, supo de la regencia constituida en Urgell y otras noticias interesantes y positivas. El movimiento realista crecía ilimitadamente. Los países de la Santa Alianza pronto vendrían a socorrer al rey Fernando. Era cuestión de tiempo que el sistema constitucional cayese. Ellos seguirían abanderando la lucha en la serranía de Gredos. También le informó que la partida de Cuesta se mantenía combativa en el valle del Tajo.
No poca desazón le produjo saber que el padre Madruga había sido detenido en Coria a principios de octubre: por vía sumarísima, lo habían condenado a diez años de presidio en Ceuta. Respecto al arcediano Hermoso, le confidenció don Santos Montero que se encontraba desterrado en Mahón, desde donde escribía puntualmente al deán de Coria. Durante la travesía hasta Menorca, su embarcación estuvo a punto de zozobrar. José Dávila, el albéitar de Tornavacas, seguía preso en Plasencia. Confiaba el vicario en que lo soltasen pronto, pues no había pruebas directas de su complicidad con la facción. En fin, el párroco de Cabezuela le puso al tanto de las vidas y milagros de sus conmilitones.
Volvió al campamento convencido de la necesidad de resistir en la montaña. Por lo que decía el vicario, no tardaría mucho en llegar ayuda desde Europa y era su deber mantenerse activo para colaborar a la caída del sistema constitucional.
Eugenio reunió a sus oficiales con el fin de participarles las buenas noticias dadas por el vicario. Les expuso la obligación de aguantar en la sierra. Para hacer más llevaderos los rigores del invierno, montarían el campamento en cotas más bajas y templadas. Pronto alcanzarían las nevadas al punto donde ahora se asentaban.
Eugenio propuso dejar sueltos los caballos, con el fin de aprovechar el pasto remanente. La paja la reservarían para los días más crudos. Los hombres dormirían en cobertizos, sequeros y chozos, que menudeaban a media ladera. De pan se proveerían en las aldeas castellanas del Aravalle. Llenarían la despensa con el sacrificio de varios cerdos cebados con bellotas, higos y castañas. Harían una gran matanza casera, lo que alegraría a sus hombres, tan necesitados de asueto tras los sustos pasados. El vino lo traerían de la bodega familiar. Simularían que lo sacaban a vender a las aldeas de Castilla, si bien los criados de su padre lo dejarían en un punto previamente concertado. Si se les acababa, bajarían a Xerte por más pellejos. El hato de cabras, propiedad de la facción, se acogería en una piara grande. Algunas reses estaban recién paridas. Tenían, pues, garantizada leche fresca, quesos y cabritos para guisarlos en caldereta en Nochebuena.
Les alegró cuando propuso a sus hombres que irían bajando a visitar a sus respectivas familias. Eso sí, tomando las precauciones debidas y sin levantar sospechas en sus pueblos.
No armaron demasiada bulla esos meses. Se limitaron a entrar y salir en pueblos colindantes. De ese modo, las autoridades mantuvieron conciencia de que la guerrilla realista seguía allá, en la montaña. Sin provocaciones gratuitas, la facción pasaría la invernada relativamente tranquila en el monte.