13

Fue un atardecer de declinante luz otoñiza, al salir del obrador de un convento carmelita en la calle Arenal, cuando Amelia, acompañada de Asun, escuchó decir su nombre. Miró hacia atrás y descubrió, vestido de paisano, a Francisco de Paula Mallén, quien, sonriendo abiertamente, besó la mano de Amelia y la de su amiga. El rostro de Amelia no pudo ocultar el gozo y la extrañeza del encuentro.

Habían transcurridos bastantes meses desde que vio a Mallén en Piedrahíta.

—¡Dichosos los ojos, don Francisco de Paula! ¡Qué caro se vende usted!

Mallén se justificó diciendo que había estado sumamente azacanado con su nuevo destino militar: había ascendido a teniente coronel y ahora mandaba un batallón de la Guardia Real en los cuarteles de El Pardo. Amelia lo felicitó.

—¡Qué contento debe sentirse usted, estando tan cerca de nuestro rey Fernando!

—Pues no crea, señorita Amelia, apenas tengo ocasión de ver a Su Majestad. Pero sí, alguna vez he estado muy cerca. Pero bueno, ¿y usted, joven, qué hace aquí, en la capital?

—Un traslado, don Francisco, que a mi padre le ha nombrado administrador general el señor duque. Vivimos en su palacio.

—Cuánto me alegra. Dé usted mi enhorabuena a su padre y dígale que un día de estos me acercaré a saludarlo.

Amelia lo miraba con cierta expectación. Pero no tanto por lo que largaba el militar como por la esperanza de que le proporcionase noticias frescas sobre Eugenio Rosales. Así podría contrastarlas con las que sonsacaba a Gordon. No debía desperdiciar la oportunidad.

—Perdone usted mi osadía, don Francisco, pero quisiera hablarle sobre cierta persona que ambos conocemos. Espero que no le incomode mi petición.

Enseguida entendió Mallén quién era la persona por la que mostraba interés la señorita Amelia. Se acercó más a ella y le susurró:

—Aquí en la calle no es conveniente. Pero vayamos al aguaducho de la Plaza Real y allí, sentados al solecito, podremos hablar más tranquilos.

Así lo hicieron. Y Mallén fue contando las pocas nuevas que había podido adquirir sobre su amigo desde que fuera traído de Portugal. Más o menos coincidían con las ofrecidas por Gordon. Habló de su prisión accidentada en Ávila, donde casi pierde la vida en un incendio provocado por un grupo de radicales. Luego aludió a la conducción oprobiosa de Eugenio desde Ávila hasta Valladolid, con serio peligro de perecer a mano airada de exaltados constitucionalistas, en los pueblos del recorrido.

Necesita la bella Pimentel confirmar la situación presente de Eugenio. Y conocer si se cumpliría pronto o no la sentencia.

—Don José, mi prometido, me aseguró que le habían condenado a la pena capital y que la ejecutarían no tardando mucho.

—Supongo que ese don José al que usted se refiere será el señor Gordon, el que era jefe político en Ávila y ahora está en Gobernación. Y con mucho poder, según tengo entendido.

—Sí, claro…

—Pues que no lo tenga tan seguro su prometido, ya que Eugenio ha apelado. No se han guardado, durante el juicio, las garantías exigidas en su extradición por las autoridades portuguesas. Su apelación la lleva un notable abogado de Valladolid, al que alguien con mucho dinero ha contratado. Es probable que se le conmute la pena de muerte por cadena perpetua.

El semblante de Amelia reflejó el efecto reconfortante de las palabras de Mallén. Sus facciones se distendieron y sus labios pergeñaron una ligera sonrisa.

—¿Entonces cree usted que podrá salvarse el coronel Rosales?

—Es muy posible. En este país, la justicia es torpe y lenta. Todo depende de tener un buen abogado que te saque las castañas del fuego. Estoy convencido de que Rosales no será ajusticiado. Mis informaciones son directas, de personas que siguen de cerca el caso, personas de elevada posición que están dispuestas a ayudar a nuestro amigo Eugenio.

—¡Qué alegría tan grande me da oírle decir eso, don Francisco de Paula!

Amelia se preguntaba por qué Gordon no había aludido en ningún momento a esa posibilidad de salvación que tenía Rosales. Esto demostraba que su prometido no era sincero. Le pintaba un panorama horrible con el fin de que ella se olvidara definitivamente del coronel. ¡El muy canalla!

Habían traído a la mesa del aguaducho una jícara grande de chocolate con unos picatostes. Asun empezó a dar buena cuenta del refrigerio. Amelia tan siquiera lo probaba.

Mallén la contemplaba compasivo, intuyendo el debate interno que angustiaba a la joven. Qué enamorada debía estar de Eugenio. Su gesto pesaroso hermoseaba aún más las atractivas facciones de Amelia, hasta el punto de despertar en el conquistador Mallén el afán de cortejarla, que enseguida reprimió. Lástima que estuviera tan prendada de su encarcelado conmilitón.

A Mallén no le encajaba que fuera a casarse con Gordon, un arribista sin gracia, siendo Amelia muchacha de tan buenas cualidades. Quería que ella le aclarase la situación.

—Bueno, señorita Amelia, supongo que, con el traslado a la capital, don José estará muy satisfecho de tenerla tan cerca.

—Pues, sí, don Francisco de Paula. Don José no me deja ni a sol ni a sombra. No hay quien lo despegue de mi lado. Además, como se ha hecho íntimo del duque…

—Vaya, vaya. No sabía yo que un liberal tan aclamado como su prometido frecuentara la casa ducal. Es algo que llama la atención…

—Pues así es, don Francisco de Paula. Le repito que es íntimo del señor duque. Con ese pretexto, rara es la tarde que no viene a visitarme. Quiere que nos casemos el próximo año.

—Otra sorpresa que me da usted, señorita Amelia. Ya veo que va muy avanzada esa relación. Permítame que exprese mi extrañeza… Como me pregunta siempre con tanta vehemencia por mi amigo Rosales, llegué a pensar que usted se interesaba por el coronel.

Asun consumía su ración con ganas, y su amiga, dándose cuenta de ello, le acercó su taza para que también la despachase. Así no prestaría atención a su charla con Mallén. Pegó más su banqueta a la del militar. De ese modo le confidenciaría su secreto, del que tan solo Asun tenía conocimiento.

—Pues si las relaciones van tan deprisa no es porque yo las aliente, créame usted. Son mi prometido y mis padres los que me empujan hacia un enlace que yo en absoluto ambiciono.

—Bueno, señorita Amelia, si usted no lo quiere, pues no se case. Con lo guapa que es, no creo que le falten pretendientes de buena posición…

Amelia torció el gesto. Mallén no parecía querer entenderla. Y ella estaba decidida a que una persona tan próxima a Eugenio tuviese la certeza de que, si llegaba a casarse, sería bajo presión. Nunca por amor. Tenía que dejárselo claro a Mallén.

—Hay un motivo importante, que no puedo ahora desvelarle, para que yo acepte este compromiso. Pero mi corazón ya sabe usted que pertenece a otra persona, por cuya suerte estoy sufriendo tanto… Cuánto me ayudaría si usted pudiese llevarle ese consuelo al coronel, decirle que yo sigo enamorada y que, por encima de todo, sólo él seguirá siendo el dueño de mi corazón.

Mallén estaba arrobado, contemplado a la agraciada criatura que le abría su corazón. La expresión arrebatada de Amelia intensificaba el rosicler de su cutis. Bajo las densas pestañas, sus pupilas desprendían un brillo intenso, como si un rayo de cálida luz atravesase dos goterones de miel.

Le inspiraba afecto aquella joven sometida a la tortura de tener que comprometerse con alguien al que no quería, al que probablemente odiaba, a tenor de sus palabras.

Tenía que ayudarla. Se lo debía a su amigo.

—Si usted me diera un billetito de su puño y letra para Eugenio, tal vez yo pudiera hacérselo llegar a Valladolid por medio de ciertas personas.

Amelia se quedó perpleja. Luego reaccionó. Una nota en la que poder desahogarse, dirigida al coronel. Una idea maravillosa.

—¿Podría usted mandar a alguien a recogerla mañana mismo, don Francisco?

—Si puedo, yo personalmente, mañana o pasado, me acercaré al palacio. Así saludaré también a sus padres. Estoy en deuda con ellos por el buen trato que me dispensaron en Piedrahíta.

Asun seguía distraída mirando a los paseantes de aquella plaza, sembrada de crujientes hojas otoñales. No había prestado atención a la charla.

Francisco de Paula prefirió no prolongar por más tiempo el encuentro. Anunció cortésmente su marcha, pretextando exigencias de su oficio. Se irguió de su asiento, tomó su capa y su bastón. Luego se encorvó ante ambas damiselas, besándoles la mano.

En voz alta, exclamó con el propósito de que lo escucharan también los clientes del aguaducho:

—Enhorabuena, señorita Amelia. Se va a casar usted con un hombre importante, de mucho porvenir. Mis felicitaciones y déselas también a don José Gordon.

Al pronunciar el nombre de Gordon, hubo algunas cabezas que se giraron hacia Mallén. Sin duda eran personas que habían oído hablar del que pasaba por ser uno de los más ardorosos defensores de la causa constitucional.

Amelia y Asun continuaron sentadas un rato más en las banquetas del aguaducho. Se reían ruidosamente. Luego se levantaron y enfilaron hacia el Palacio Real. Allí fueron testigos oportunos del cambio de guardia. No se marcharon hasta que remató la vistosa ceremonia militar.

Amelia durmió esa noche con el consuelo de poder escribir a su amado pelirrojo.

Pospuso para la mañana siguiente la cuidadosa redacción de la nota para el coronel.

Sin embargo, pasaron los días y Mallén ni se personó en el palacio ni mandó a nadie a recoger la esquela para Eugenio.

Amelia se desesperaba. Meditaba acerca del cambio de actitud de don Francisco de Paula. En su enojo, se consolaba pensando que, tal vez, Mallén no quería darle más quebraderos de cabeza a Rosales. Bastante tendría con la cárcel y la condena capital que pendía sobre él. Aun así, hubiera agradecido una explicación por parte de Mallén. Se lo echaría en cara cuando se volviera a tropezar con él.

Apenas trascurridos tres meses desde su constitución, Ramón empezó a sopesar la conveniencia de disolver la partida, sujeta a un férreo cerco. En ese tiempo no pudieron verificar gestas reseñables por el valle ni por las comarcas contiguas. Un par de veces cayeron sobre diminutas aldeas del Aravalle, de donde se trajeron abundantes provisiones, pagadas con generosidad con el dinero llegado desde Plasencia.

Al ser la única facción establecida en esos contornos, las autoridades habían puesto todo su empeño en perseguirla. El ojituerto cabecilla sopesaba la esterilidad de su esfuerzo. Nadie más se había sumado –ni en Castilla ni en Extremadura– a la lucha contrarrevolucionaria.

Y antes de exponer a sus hombres a un seguro exterminio, Ramón lo tenía claro: desharía la partida. La desmovilización se efectuaría de forma gradual y reposada. Sin precipitarse. Ya encontraría la fórmula.

El otoño avanzaba implacable, endureciendo seriamente las condiciones de vida allá en la sierra. Al paso de las semanas, hasta los víveres empezaron a escasear. Las tropas liberales tenían controladas las poblaciones y no había modo de aprovisionarse.

El acoso a familiares y amigos de los guerrilleros se hizo insoportable. El albéitar José Dávila se sentía agobiado por un implacable control ejercido sobre su persona y su casa. De día y de noche. Así resultaba imposible continuar auxiliando a sus camaradas del monte. No quería correr riesgos innecesarios. Siempre resultaría más útil en libertad, aunque fuera vigilada, que preso. Y así se lo hizo saber, a través de un enlace, a don Ramón. Además, Dávila confiaba en que la facción se las arreglaría para subsistir en medio de la adversidad. En el peor de los casos, aún restaban por el monte bellotas y castañas para roer. Ramón y los suyos conocían sobradamente los majadales, por lo que bien podían abastecerse de leche recién ordeñada, apañar algunos quesos, cobrarse alguna res o puerco. Y las aldeas castellanas eran numerosas y quedaban cerca.

Los caballos disponían hierba que rumiar en los regajos y ribazos serranos, al menos hasta que llegaran las primeras nieves, que afortunadamente parecían retrasarse esa otoñada. Menudeaban, además, los almiares por aquellos contornos. No faltaría, pues, la paja para los jacos de la guerrilla.

Las justicias controlaron el avío semanal de los pastores y demás monteses. Les obligaron a llevar tasado el aceite de las cuernas, la sal, las hogazas, las legumbres, las patatas y otros comestibles hasta sus chamizos.

La situación se volvía cada vez más complicada para la facción. Había que decidirse pronto, antes de que se multiplicase la tropa y se esfumasen las posibilidades de salir de aquella cada vez más lóbrega ratonera. El campamento era precario para pasar allí el invierno. A pesar de que el clima había sido bastante seco, cada vez que llovía, el agua penetraba por entre el ramaje que cubría las chozas. No era un reducto apropiado para afrontar las inclemencias de los meses venideros.

Procuraba Ramón que sus hombres no se desmoronasen. La inacción podía conducirles a una desesperante frustración. Se esforzaba por mantener alta su capacidad combativa y su afán de lucha contra la hueste constitucional.

El Tuerto reunió un atardecer a sus hombres alrededor de una gran hoguera, donde hervían tres calderos con sopas de patata, el contundente plato que calentaba los estómagos de los rebeldes cada noche. Estaba anocheciendo y la sierra se alborotaba con los berreos y repiques de las piaras caprinas durante el ordeño. Un gañán de Tornavacas se encargaba de atizar el fuego y vigilar el guiso, que desprendía un apetitoso aroma.

El jefe les pasó un pellejo de vino a medio llenar, mientras les explicaba algo evidente: la fea perspectiva que sobre ellos se cernía.

Las palabras de Ramón sonaban resueltas:

—Yo os he traído al monte y yo me encargaré de sacaros. Sanos y salvos. Esos cabrones nos tienen copados. Están planeando dar una batida con cientos de soldados, a ver si nos atrapan.

Uno de los hombres –de fea tez renegrida, boca desdentada y gesto fiero– soltó una carcajada estrepitosa, al tiempo que exclamaba:

—Más quisieran ellos… Pronto nos va a echar uña esa pandilla de negros. Si ven asomar mi cara bonita entre algún canchal, salen corriendo y no paran hasta su pueblo. ¡Menudo miedo nos tienen!

Los compañeros rieron la bravuconada. Algunos manifestaron no tener miedo a las tropas persecutoras, aunque sí a la inminente llegada del frío riguroso a la montaña. La nieve no tardaría en bajar hasta la cota en que se abrigaban. Ramón insistió:

—Creo que lo mejor será que deshagamos la partida. Con tanta milicia atrincherada en los pueblos, no podemos acercarnos a ellos. Así no vale la pena continuar.

—Pero, don Ramón, no ve que nos van a estar esperando y nos apresarán en cuanto aparezcamos por casa.

—Ya he pesando en eso, Agustín. Iremos regresando poquito a poco. Y no iréis directamente al pueblo. Yo os entregaré dinero para que podáis decir que habéis andado este tiempo ganándoos el jornal por Castilla.

Uno de Xerte intervino con cierto alborozo:

—Yo tengo un cuñado en Solana, y seguro que, si se lo pido, se vendrá conmigo hasta el pueblo, diciendo que hemos estado sacando patatas tardías en Castilla.

—Pues yo, me iré a un pueblo de aquí cerca, donde pasado mañana tienen feria. Mercaré un guarro y me iré a Cabezuela tan campante…

Sus hombres se expresaban libremente. Antes de que se convirtiese la asamblea en caja de grillos, con tono contundente, advirtió el cabecilla:

—Está bien. Que cada uno invente lo que se le ocurra. Con las perras que os entregue, podréis decir que venís de ganarlo trabajando fuera. Unos en el campo, otros de vendedores ambulantes o de garroteros, arreando ganado por la cañada…

—Pero ¿y si no se lo creen? –soltó, no sin zozobra, uno de la Nava.

Ramón replicó:

—Podrán sospechar de vosotros. Pero nadie podrá demostrar que os habéis echado al monte conmigo. Por aquí no ha asomado en todo el tiempo la jeta de ningún liberal. Así que podéis regresar tranquilos.

Los hombres siguieron dando tragos al pellejo. Luego se acomodaron, a la espera de poder dar buena cuenta de aquel perfumado y humilde rancho. El recencio de la noche les invitaba a tirar de la manta, echada sobre las espaldas. Las llamaradas desiguales de la lumbre iluminaban los rostros asilvestrados, mal barbados y cansinos de la pandilla fugitiva. Aquellos hombretones retozaban infantilmente entre sí, espoleados por los chorrillos de áspero vinazo manado de una ubre mollar y renegrida: el sobado odre.

Don Ramón se apartó del grupo. Le siguió Santiago León, su segundo en el mando. Tenían que valorar la decisión adoptada y la mejor forma de ponerla en práctica.

Aquello no significaría más que una interrupción temporal de la guerrilla. A comienzos de la primavera –o cuando el tiempo y la ocasión lo aconsejasen– volverían a echarse al monte.

Un atardecer de diciembre José Gordon se encaminó hacia la carrera de San Jerónimo, dejando a un lado rancios edificios de la nobleza cortesana y los muros conventuales de Nuestra Señora de la Victoria. Recorrida media calle, se paró ante un caserón destartalado, en cuya fachada lucía borroso un cartel: La Fontana de Oro.

Se trataba de un concurrido café, que prestaba, asimismo, servicios de fonda. Acogía, por las mañanas, a tratantes, arrieros y gente de provincia que venía a diligenciar asuntos en los despachos capitalinos. Era un local angosto y profundo, incómodo para tanta clientela como lo abarrotaba por las tardes.

Gordon llevaba algún tiempo acudiendo a los clubs políticos de cafés como el Malta, La Fontana y otros establecimientos, cerrados ocasionalmente por disposición gubernamental. De La Fontana había hecho su fortín el ala exaltada con la que se identificaba el juez. Los comuneros habían conseguido desplazar a los moderados o anilleros de aquella sacrosanta capilla del librepensamiento, obligándolos a refugiarse en otro local no menos animado.

Conforme penetraba, a Gordon le llegaba el oleaje rumoroso de las conversaciones apasionadas que sostenían los parroquianos en el interior. Sorteando un grupo de sujetos de mal talante y cruzando por entre mesas copadas, llegó Gordon al rincón en que sus amigos se acomodaban. Tras desprenderse de la pañosa y del sombrero, le hicieron un hueco en una ruda banqueta. Saludó con la mejor de las sonrisas a quienes allí estaban, dando palmadas en el hombro a Golfín.

Este le soltó:

—Con ese semblante tan alegre que traes, seguro que alguna noticia buena nos vas a dar.

Un colega de judicatura, delgado y con grandes entradas en su menuda cabeza, añadió, no sin guasa:

—Comentan, amigo José, que se le ve frecuentar ciertas estancias aristocráticas de la capital. Le habrá contagiado Golfín, que, al fin y al cabo, no deja de ser miembro de la nobleza.

Gordon se mosqueó por la apostilla de su compañero de oficio e ideología. Terció Golfín y le inquirió sobre su evidente contentamiento. El alto funcionario de Gobernación Peninsular replicó:

—Aunque no es todavía oficial, tengo que comunicaros que hoy he recibido un oficio de extraordinario alcance. Al parecer, se ha disuelto la pandilla de serviles que mandaba el tuerto de los Rosales.

Francisco Golfín añadió:

—¡Vaya! Eso sí que es un notición. Por fin se han dado cuenta de que nada pueden contra nuestra milicia.

Gordon les fue ampliando el contenido del oficio recibido desde Plasencia: se estaban reintegrando a sus domicilios los sospechosos de pertenecer a la partida realista. Eufórico, uno de los tertulianos exigió:

—Que los arreste la justicia según vayan llegando. Ya veríamos como así no les volvían a entrar ganas de levantarse contra la Constitución.

José Gordon corrigió a su colega, asegurando que no era tan fácil detenerlos, pues no se había sorprendido a ninguno de ellos enrolado en la facción. Además, tenían testigos de haber pasado ese tiempo trabajando fuera de sus pueblos, según aclaraba el oficio. No resultaba tan sencillo encausarlos sin pruebas, pues vulneraría los principios que regían el Estado de derecho, pilar de la filosofía liberal.

Golfín intervino:

—¿Se lo has trasladado ya a Feliú?

—Pues claro. Le llevé el oficio nada más recibirlo. Me felicitó y añadió que ya era hora. Como si los nuestros los hubieran derrotado, cuando, en realidad, han sido ellos los que decidieron disolverse por su cuenta. Esto no supone ninguna victoria.

—Vale, José. Pero no me negarás que es mejor así a que siguiese campando esa pandilla de forajidos.

Otro contertulio, que estaba sentado en la banqueta de enfrente, se apresuró a tomar la palabra, poniendo cara burlona:

—Seguro, amigo don José, que con su demostrado celo patriótico le ascienden y le dan un nuevo cargo.

Golfín medió en la conversación, pronto a interceder a favor de su amigo:

—No te lo tomes a broma, Timoteo, que tú siempre andas con ganas de fastidiar. Sin duda que es mérito de Gordon, que se ha tomado muchas molestias en coordinar la persecución de esos insensatos realistas.

José le agradeció con mirada bondadosa el capotazo.

En un arranque de exaltación liberal, otro de los contertulios se subió a la mesa, dio unas palmadas y exigió silencio. Luego que lo consiguió a duras penas, vociferó ante la expectante concurrencia del café:

—Señores, perdonen ustedes que distraiga su atención, pero he de confesarles algo que les va a alegrar la tarde: una partida de servilones, que andaba por la sierra de Gredos, se ha disuelto gracias al buen oficio de uno de los mejores defensores de nuestro sistema constitucional: don José Gordon. Pido un aplauso para él, que bien se lo merece.

Los presentes reaccionaron ardorosamente lanzando vivas a don José Gordon y mueras a los perros realistas. De una mesa cercana salió una voz estentórea que pidió a gritos:

—¡Que hable don José Gordon!

Las miradas se centraron en el político, y, de forma unánime, le rogaron sus amigos que no los defraudase, que dirigiese unas palabras. Gordon pretextaba no ser buen momento para intervenciones, pues la tribuna del prestigioso local no se abría hasta bastante más tarde. Pero la insistencia de los presentes obligó a Gordon a encaramarse sobre la mesa.

Con gesto adusto, tendió la vista sobre los parroquianos. Luego, tras fijar la mirada en un punto indeterminado de la pared, dio rienda suelta a su verbo vigoroso y fluido. El político les daba explicaciones sobre el alcance de la desaparición de esa partida de infames. Tuvo buen cuidado en subrayar la importancia de su papel en la estrategia de acoso a los rebeldes. La concurrencia escuchaba sin pestañear las palabras inflamadas del juez, que cerró su breve perorata con vivas a la Constitución, coreados por todos. El propio dueño del café, con la aportación de varios clientes acodados en la barra, entonó el Trágala, perro, cuyas estrofas eran acompasadas por movimientos rítmicos y tintineos de jarras, copas, tazas y vasos que se entrechocaban.

—La que has armado, Ricardo. Cómo te gusta alborotar el gallinero…

A la mesa de Gordon se acercaron algunos diputados que andaban entremezclados con la clientela habitual del café. Romero Alpuente le dio un efusivo abrazo a don José Gordon, que no entendía la bulla que se había preparado en tan cortos minutos. Otro conocido camarada, Moreno Guerra, se la aproximó sonriente y le auguró:

—Amigo don José, mañana toda la prensa se hará eco de lo que aquí ha sucedido. Mi enhorabuena. Hay que acabar con esos mal nacidos.

Cuando el ambiente se fue tranquilizando, a propuesta de Golfín, salieron a la calle.

En un aparte, Francisco musitó que se dirigía a casa de su pariente el duque. Le rogó que le acompañara a saludarlo, haciendo de paso una imprevista visita a su prometida.

Gordon aceptó de buen grado la iniciativa.