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Tras deshacer la partida absolutista, Ramón Rosales anduvo errante, buscando protección entre amistades de Castilla y Extremadura. Dejó pasar cierto tiempo. El suficiente para que el asunto se enfriara. Al fin y al cabo, no podían acusarle de levantar o mandar facción alguna. Podían sospecharlo. Pero nadie lo había visto jamás al frente de ella. En ese aspecto, las astutas precauciones de Ramón le garantizaban quedar exento de cargos. A no ser que lo delatasen sus propios hombres. Algo muy improbable.

En sus correteos de un lugar a otro, Ramón hizo amistad en Coria con un capitular catedralicio. Desde la primera charla, el eclesiástico manifestó ser un acérrimo defensor de la ideología absolutista. Respondía al nombre de Jerónimo Hermoso y formaba parte del cabildo cauriense.

La diócesis vacaba tras el fallecimiento, en la primavera de ese año, del obispo Beltrán. Se había propuesto para ocupar la silla a Santiago Sedeño, clérigo natural de Segovia. Por estar conceptuado de doceañista fogoso, Sedeño fue rechazado por la nunciatura apostólica. Circunstancia que facilitó el acceso a la vicaría capitular de Mateo Jara, un cura levantisco, a cuyo nombramiento se opuso la secretaría de Gracia y Justicia. Al final, el prebendado Jara fue reafirmado en su cargo y la diócesis siguió vacante.

Fue Jara precisamente quien puso en contacto a Ramón Rosales con su compañero Hermoso, arcediano de Valencia de Alcántara. Los dos congeniaron enseguida.

Ramón admiraba la vehemencia del clérigo en la defensa de sus ideales. Su carácter temperamental había quedado patente ya en 1804, cuando Jerónimo se enfrentó al todopoderoso Godoy. El motivo residió en la venta de bienes eclesiásticos, decretada por el Favorito en una encubierta maniobra desamortizadora, criticada por Hermoso. El prepotente Godoy se enojó sobremanera y desterró a su paisano a Francia. Allí, Hermoso conspiró contra el valido extremeño y, tras su caída en desgracia, se apresuró a retornar a territorio patrio. Le sorprendió en Madrid el 2 de mayo y, sobrecogido por las cruentas ocurrencias, se retiró a su pueblo natal, a la espera de tiempos mejores. Pero antes de partir, había dejado escrito y publicado un libelo, compuesto por Francisco Martínez –impresor de Cámara de S. M.– y que salió sin fechar.

El folleto se titulaba La moderna filosofía desenmascarada y era un alegato a favor de Fernando VII. Establecía un paralelismo entre el carácter hereditario, sólido y durable de sus derechos al Trono y el carácter electivo y transitorio de los derechos que amparaban al gobierno intruso de Napoleón y de la propia regencia. Hermoso pagó caro su atrevimiento y fue encerrado en el castillo-palacio de Godoy en Villaviciosa de Odón. La orden partió de José Bonaparte, quien había pretendido, en vano, captar al díscolo presbítero, ofreciéndole una prelatura. De la cárcel lo acabaría extrayendo otro cura, el comandante de guerrilla Miguel de Quero, al que Hermoso había conocido años atrás en Alcalá de Henares.

Hermoso era un urdidor de tramas conspiratorias. Durante ese verano, mientras Ramón el Tuerto andaba echado al monte con la facción, el arcediano se dedicó a envenenar el ambiente político de Coria. Hizo correr ciertos bulos acerca de un supuesto complot realista. Se escucharon gritos contra los seguidores de la Constitución, escasos siempre en poblaciones episcopales como aquella. La justicia se alarmó y, presumiendo que detrás de esos alborotos y de otros hechos puntuales –ensuciar la lápida constitucional– se hallaba el arcediano Hermoso, ordenó su arresto. Por suerte, una oportuna confidencia lo salvó, y fue escondido por correligionarios de Arroyo del Puerco. Lo mantuvieron a seguro en una remota dehesa. Nadie dio con él y no regresó hasta alzarse la orden de busca y captura, pues la anunciada conspiración no se materializó finalmente.

Al poco de ser presentados, el cabecilla Ramón y el presbítero Hermoso entablaron conversaciones, para llevar a cabo una asonada conjunta entre Plasencia y Coria. Sus dos cabildos catedralicios se comprometían a aportar fondos y Rosales se pondría a la cabeza de la facción. Bajo tales premisas, expuestas el día de san Andrés, Ramón marchó a Plasencia con el fin de continuar recabando apoyos para la causa.

Estando en esa ciudad le llegó la noticia confidencial de que habían dejado de buscarlo, por lo que podía volver a Cabezuela. Hacía largo tiempo que no veía a sus padres, a los que tan unidos se hallaba. Tomando ciertas cautelas, se presentó en el domicilio paterno.

Unas fechas después de la Pura, llegó también a Cabezuela el arcediano Hermoso, so pretexto de aclarar ciertas cuestiones. No le hizo mucha gracia a Ramón la inoportuna visita del prebendado, pero se resignó. Se hospedaba en la casa-curato, haciendo compañía a don Santos Montero, quien medió entre ambos, al observar las discrepancias surgidas respecto a las fechas en que se verificaría el levantamiento.

En tanto se fijaba un calendario que contentase a los dos, Hermoso dio en frecuentar a la familia Rosales, que le recibió con los brazos abiertos. La persuasiva prédica del canónigo caló hondo en la ingenua religiosidad de los padres de Ramón. Le escuchaban, embelesados, exponer sus planes para restituir los poderes robados al rey Fernando.

Resultaba portentosa la capacidad de fabular de aquel clérigo. Alardeaba de un trato tan cercano como inexistente con el monarca. Los padres de Ramón, de edad más que provecta, caían rendidos ante la verborrea fantasiosa de Hermoso. Abusando de la hospitalidad del vicario, el arcediano prolongó más de una semana su estancia en Cabezuela, en cuya rectoral ofició misas mayores y predicó el ciclo de adviento.

Jerónimo Hermoso le pidió a Ramón que reuniese una tarde a la pandilla realista de Cabezuela. Y ya en la bodega de los Rosales, les dirigió unas vehementes palabras. Envidiaba Ramón las dotes oratorias de un clérigo tan sabio y decidido. Leyó el arcediano a la concurrencia servil –dócil y fácilmente impresionable– el texto de la proclama que se iba a imprimir en breve. Los asistentes lo aclamaron tras la lectura.

Sin embargo, a Ramón le enojaba el afán de protagonismo del arcediano.

El cabecilla empezó a desconfiar del prebendado cauriense: lo consideraba jactancioso; demasiado visceral. Tipos así, se decía Ramón, no resultan buenos compañeros de aventuras. Le hizo sabedor de sus temores y suspicacias al vicario don Santos. Se emperraba este en mostrar siempre las facetas positivas de Hermoso. Su temperamento exaltado podía excusarse dado el mucho dinero que aportaría al sostenimiento de la partida. Algo que no tardó en demostrar. Antes de marcharse a Coria, el arcediano le hizo entrega a Ramón de una holgada bolsa con monedas de plata.

Aun así, mantuvo Ramón sus reservas hacia el impetuoso sacerdote.

Finalizadas las fiestas navideñas, se produjo la sorpresiva salida, por su cuenta y riesgo, del arcediano Jerónimo Hermoso. Llevaba consigo unas cuantas decenas de hombres, casi todos inexpertos. Salvo un puñado de dependientes del resguardo de Coria, seducidos con dinero y promesas vanas.

Cuando don Santos le hizo sabedor del precipitado levantamiento del arcediano, montó en cólera el pequeño de los Rosales y pidió explicaciones al vicario por no haber atendido debidamente los reparos que le expresó en su momento.

Para que las autoridades de Cabezuela no lo vinculasen a la revuelta de Hermoso, Ramón se dejaba ver mucho por la plaza y por la iglesia, asistiendo a las funciones parroquiales de mañana y tarde.

Dos semanas anduvo moviéndose sin rumbo la corta partida de Hermoso por los pueblos de la demarcación cauriense, perseguida de cerca por tropas constitucionales. Bastantes hombres acabaron abandonándolo. Viéndose perdido, deshizo la partida. Y no se le ocurrió otra cosa que encaminar sus pasos hacia Cabezuela, buscando la protección de Rosales.

Era una noche de lóbrego aguacero, en que los canalones restallaban sobre el empedrado, cuando se presentó en Cabezuela. Tener delante al impulsivo clérigo excandeció sobremanera al tuerto cabecilla. Le reprochó con acritud su incontinencia, su falta de templanza.

Ramón infundía cierto espanto cuando el careto se le enturbiaba. En tales ocasiones, se quitaba el parche de cuero y dejaba al descubierto la lívida cuenca de su ojo vacío.

El cura tan pronto se excusaba como se envalentonaba defendiendo sus razones para adelantarse. Alegaba que le tenía exasperado la tardanza en constituir la facción.

Tras larga discusión a cara de perro, Rosales optó por auxiliarle. Al fin y al cabo, el arcediano era uno de los suyos. En consecuencia, ordenó a Santiago León que lo escondiese. Y este lo encerró en el bodegón de una tía suya, en el renegrido vientre de una enorme cuba, con capacidad para trescientos cántaros de vino.

Ineficaces resultaron las medidas de ocultación. La tropa liberal siguió la pista del arcediano hasta Cabezuela. Primero, procedieron a registrar el caserón de los Rosales, sin dar con él. No se atrevieron a hacer lo mismo en la casa-curato, pues el vicario era persona muy respetable y amparada por prerrogativas eclesiásticas.

La precipitación perdió una vez más a Jerónimo Hermoso. Temiéndose que le sorprendieran en el bodegón, salió a la calle de anochecida. Un vecino lo reconoció por la ropa talar que vestía y con la que había capitaneado la partida. La milicia fue alertada y desplegada por el pueblo. El arcediano empezó a correr por la calle, en dirección al domicilio de los Rosales. Antes de conseguirlo, le salió al paso Santiago León, ofreciéndose a sacarlo a lomos de su caballo. Hermoso lo rechazó. León le insistía y en ese tira y afloja transcurrieron varios segundos, suficientes para que los voluntarios de la milicia rodearan y apresaran al cura. Santiago pudo evadirse al galope, abriéndose paso a sablazos y tiros, uno de los cuales alcanzó a Fernando Gómez.

Retorciéndose de dolor, exclamaba el señor alcalde de Cabezuela:

—Me las pagarás, maldito traidor. Se te va a caer el pelo cuando te coja, jodido servilón…

El arcediano fue conducido –con ignominioso trato– hasta Coria, donde tenía abierta causa. Lo encerraron en la Cárcel Real.

A Ramón le afectó bastante la frustrada intentona de Hermoso. Pasó unos días apesadumbrado, metido en casa. Hasta que se convenció de que el tiempo arreglaría aquel desastre del arcediano.

Aún faltaban varios meses para echarse de nuevo al monte con sus hombres.

El joven duque había organizado una velada para sus familiares y amigos el día de Reyes. Los salones palaciegos estaban adornados con cierta fastuosidad, pues esa tarde se esperaba la asistencia de un personaje relevante. El duque se resistía a desvelar el nombre del ilustre convidado con el fin de mantener cierta intriga en la concurrencia.

El aristócrata se ausentó del salón principal y bajó hasta la breve escalinata que daba acceso a la entrada principal. Al poco, mayordomos con librea empezaron a moverse con diligencia. Llegaba el invitado en una carroza suntuosa, timbradas sus puertas con el escudo de la casa real. Le seguían dos berlinas. El duque se adelantó y esperó a que descendiera el pasajero, a quien tendió afectuosamente las dos manos, al tiempo que le decía de un modo reverencioso:

—Sea bienvenida Su Alteza Real a esta humilde mansión. Nos hace un gran honor con su presencia, querido don Carlos.

—Está bien, joven duque. Somos tocayos y he aceptado complacido la invitación. Vamos dentro. Esta tarde hace bastante frío.

Lo decía colocándose los guantes y subiéndose la piel de armiño que forraba la solapa de su amplio gabán. Luego se dirigió a los acompañantes que habían bajado de las berlinas y les hizo una señal para que lo siguieran.

La entrada en el salón noble se produjo de acuerdo con el protocolo, dando el decano de la servidumbre, un viejo de impecable uniforme, los golpes preceptivos en el suelo con la pértiga y anunciando:

—Su alteza real el infante don Carlos María Isidro de Borbón y acompañantes.

Amelia, que desconocía la visita de un miembro de la familia real, se quedó absorta al comprobar que, tras el Infante, venía el teniente coronel Francisco de Paula Mallén. Departía este con un compañero de armas. Dejó la joven que la velada fuese transcurriendo, sentada al lado de sus progenitores, a quienes había tenido la gentileza de invitar el señor duque.

Amelia se alegraba de la ausencia de su prometido. Don José le hizo saber dos días antes que, por atender tareas urgentes de su cargo, no asistiría al festejo. Qué aliviada se sentía sin tener que soportar sus empalagos. Podría ir más libremente de un lado a otro, visitar a miembros de la casa ducal, a los que trató durante los veraneos en Piedrahíta.

Francisco Golfín se acercó un instante para saludarla y hacerle los cumplidos de rigor. Lamentó ante Amelia la ausencia de su amigo, al que le retenían asuntos insoslayables. Según el diputado extremeño, demostraba así Gordon que sabía anteponer el bien público a su interés particular, sacrificar su natural deseo de estar junto a su prometida por el bien de la patria. No explicó Golfín, empero, qué graves tareas eran esas ni dónde se hallaba su amigo, si en la propia capital o en provincias. A ella le era indiferente dónde estuviese. ¡Ojala que se perdiera por esos mundos y no volviera a verlo nunca más! Sin embargo, la cortesía era nota distintiva de una señorita bien educada como ella:

—Pues sí que lamento también yo, don Francisco, que se encuentre usted sin su inseparable amigo y yo sin mi prometido. Pero sacrificarse por las cosas de la patria honra a los hombres de bien. Al fin y al cabo, estas fiestas son frivolidades que uno puede ahorrarse.

—Pues gracias a Dios que usted ha decidido acudir, porque, si no, no luciría igual la velada. Es usted la joven más hermosa del salón, querida Amelia.

—Gracias, don Francisco, por su finura. Pero no siga por ahí, no vaya a ser que se entere mi prometido de que me galantea.

—En eso no hay cuidado, hija, pues ya ves que peino canas. Sin embargo, siempre le incordio a José diciéndole que no se merece, dada la escasa gracia con que natura lo dotó, llevarse una dama de tanto encanto, talento y hermosura como usted, querida Amelia.

—Basta, don Francisco. Conseguirá que me ruborice…

La joven, mientras charlaba con Golfín, no apartaba la vista del corro en que se movía Mallén. Lo tenía controlado con disimulo. Cuando se marchó Golfín, volvió de nuevo al grupo de sus padres, aumentado ahora con otras parejas. Se olvidó por un instante de Mallén. Pero este la había descubierto y se aproximó por detrás.

Tras los cumplidos de rigor, acabó sacándola de aquel corrillo de chismorreos sobre amoríos encopetados.

—¡Estoy muy disgustada con usted, don Francisco de Paula! Me prometió que recogería una esquela que iba a dirigirle a nuestro amigo y no se dignó acudir por ella. Le suponía hombre cabal y de palabra…

—Perdóneme, Melita. Sin pretender excusarme por tan incorrecto proceder, sé que usted comprenderá las razones que me han asistido para no recoger su billete.

—Pues soy toda oídos…

—No me pareció conveniente que nuestro común amigo —ambos evitaban pronunciar el nombre de Rosales por si acaso— recibiese una nota explicativa suya. Con ella, no conseguiría otra cosa que empeorar su estado de ánimo. ¿De qué iba a servirle su declaración amorosa si luego se entera de que usted se casa con otro, que es, para colmo, su acérrimo enemigo? He preferido no recogerla, exponiéndome a quedar mal ante usted, señorita, como veo que así ha sido.

Ella ya había intuido los motivos que exponía el oficial. Sonriendo a Mallén, agregó:

—Bueno, don Francisco de Paula, no estoy tan enojada como pueda aparentar. Es que todo lo relacionado con él me afecta mucho. Yo había puesto mucha ilusión en esa carta. Y creo que en vez de hacerle mal, le hubiera animado en su soledad, al saber que hay una persona que lo quiere y lo espera. La verdad es que estoy muy preocupada. ¿Cree usted que se ejecutará la pena de muerte? No podría resistirlo si llegara a suceder…

Mallén comprobó en el rostro angustiado de la joven que el canalla de Gordon se había abstenido de informarle sobre los últimos acontecimientos relacionados con Rosales. Quería hacer partícipe a la joven de la buena nueva, deseando disipar el aire compungido de sus candorosas facciones.

—Amelia, tengo que informarle de algo importante sobre nuestro amigo. Vayamos hacia aquel rincón, donde hay menos gentes.

Se encaminaron allá. Amelia estaba intrigada. Con la mirada expectante, exigía a Mallén que le aclarase pronto el asunto.

—Pues, verá, Amelia. Hace unos días, Eugenio se ha escapado de la cárcel de Valladolid. Andan tras él, pero no han podido capturarlo. Lo sé de buena tinta, pues algunos compañeros han estado implicados en tareas de persecución y vigilancia. Aunque sin resultado alguno.

La cara de Amelia se iluminaba conforme escuchaba las palabras del militar. Se llevó las manos al pecho, en señal de recogimiento gozoso, al tiempo que exclamaba:

—¡Ay, mi Eugenio! ¡Está libre, se ha fugado! Que Dios le dé mucha suerte para que no lo atrapen, porque entonces sí que va a ser difícil que se salve de una ejecución segura.

—Así está la cosa, Amelia. Sin embargo, estoy confiado en que, con las mañas para escabullirse que siempre ha demostrado, será harto difícil que logren cogerlo. A pesar de que su prometido, don José Gordon, anda movilizando compañías de milicias por todos lados. Están recorriendo las tierras de Ávila y la serranía de Gredos, sospechando que pudiera refugiarse por allí.

La Pimentel se mordía el labio inferior en un gesto que transmitía zozobra y alborozo. Continuó Mallén desgranando detalles sobre cómo se produjo la fuga y el revuelo provocado en medios gubernamentales. Por eso estaban poniendo tanto empeño en su busca y captura. Les iba en ello su pundonor, su estima pública. Rogó a Amelia absoluta reserva hasta que no se difundiera el asunto. Los periódicos constitucionales aún no se habían hecho eco de la fuga, que desacreditaba el sistema liberal, incapaz de custodiar a los más notorios contrarrevolucionarios.

La joven le preguntó por qué iba en la comitiva de don Carlos. Mallén le explicó que, al ser de la Guardia Real, el Infante les había cogido estima a varios jefes. Formaban un grupo de oficiales de acreditada fidelidad monárquica, a los que distinguía con su aprecio y amistad personal.

No obstante, Francisco de Paula evitó aludir a la vertiente política de esas relaciones. Tampoco le mentó el papel de líder que había asumido don Carlos en el proceso de recuperación del poder absoluto para su hermano Fernando.

Después de esa fiesta, Amelia se mostraba eufórica y preocupada a un tiempo. Rezaba para que la divina providencia velase por Eugenio. ¡Ay, si estuviera en sus manos algún modo de auxiliarle!

Se jugaría la vida por él sin dudar.

Una semana transcurrida del encuentro con Mallén, oyó Amelia decir a su padre en el almuerzo que los periódicos daban la noticia de que el coronel Rosales había huido de la prisión de Valladolid. La prensa liberal daba por seguro que la aventura de aquel guerrillero sería breve. Pronto lo apresarían de nuevo.

A finales de enero, Gordon, a pesar de tantos recursos puestos en la tarea, había perdido la esperanza de dar con el paradero de Eugenio Rosales. Una vez más volvía a jugársela.

En consecuencia, retomó la rutina ministerial y sus hábitos de vida, como las visitas a cafés y tertulias patrióticas. Cumpliendo el compromiso adquirido con el duque, Gordon se guardaba bien de no atacar directamente a la nobleza en sus intervenciones públicas. Sus ataques los focalizaba ahora sobre los privilegios de la Iglesia y sus instituciones anticuadas. El Santo Oficio era objeto de sus iras, ridiculizando a sus comisarios, oficiales y familiares, alineados siempre con el servilismo. Había que terminar definitivamente con esa rémora, que no respetaba los principios establecidos por la revolución burguesa.

En su cabeza prevalecían ahora los deberes para con Amelia, a la que visitaba casi a diario. Deseaba que el noviazgo tuviese el debido eco social. Era lo que su posición actual requería.

A don José le dio por frecuentar, casi siempre en solitario, pues su prometida se negaba a acompañarlo, sastrerías elegantes y tiendas de mueble lujosas. El duque le había arrendado por una ridícula renta anual –un eslabón más en la cadena de favores con que ataba al elocuente político– la planta principal de un vistoso caserón en pleno centro madrileño, próximo a la Puerta del Sol. Visitaba asiduamente almonedas y tiendas de anticuarios. Así fue llenando la futura vivienda de sillones, consolas, burós, cornucopias y otros objetos suntuosos que dotaban de aire palaciego las estancias del caserón alquilado. Muchas de tales piezas eran de inspiración francesa, muebles de un recargado estilo rococó.

Se estaba gastando gustosamente parte de los no cortos ahorros que había ido amasando en su carrera, tanto en la judicatura como en la política. En esta última, asimiló rápido las formas ilícitas de enriquecimiento que sus jefes manejaban con habilidad. Gordon no perseguía la riqueza en sí, aunque tampoco menospreciaba los doblones que le iban entrando por distintos conductos. La envilecida administración pública lo favorecía. Y él no era tan imbécil como para despreciar esos gajes ministeriales.

No le importaba al político liberal ese dispendio de nuevo rico. Su novia bien lo merecía. La bella Pimentel, sin embargo, seguía perturbándole con sus desdenes y bruscos desplantes. Apenas le dedicaba una frase cariñosa con que pagarle los desvelos que se tomaba por su felicidad.

Le dolía que continuara reprochándole la inmoralidad de aquel noviazgo. Se negaba la joven a entender que en cuestiones de amor, cuando este era sincero como el suyo, valían toda clase de mañas y tácticas. En Gordon radicaba el convencimiento de que el chantaje que tanto le afeaba su prometida era absolutamente excusable. Su finalidad resultaba del todo honesta: lograr a la persona amada. Aun a costa de lo que fuera. Si el destino le había proporcionado aquella buena coyuntura, él debía aprovecharla. Igual que se beneficiaba de los chollos del Ministerio. En tales pensamientos consumía Gordon sus escasos momentos de ocio.

Tanto le embebían los asuntos del nuevo hogar que casi llegó a olvidar su obsesión por capturar al coronel. Pero a primeros de abril, se recibieron en su despacho dos oficios que le proporcionaron una enorme complacencia: en sendos escritos, procedentes de las jefaturas políticas abulense y vallisoletana, se le participaba la más que «plausible noticia» de hallarse el coronel Rosales entre los muertos de una refriega sostenida con el Rojo de Valderas, un absolutista impenitente. Se lo comunicaban para «su satisfacción», tal como le recalcaba el nuevo jefe político de Valladolid, José Álvarez.

Como de costumbre, se fue a celebrarlo a una taberna próxima al despacho. Le acompañó el responsable interino del Ministerio, Joaquín, hombre campechano al que le hizo ver la trascendencia de esa noticia.

Más tarde y en solitario, Gordon no dejaba de repetirse:

«Qué buena suerte la mía. Por fin cayó ese canalla. En mala hora le haya llegado su muerte. Ya no encontraré obstáculos en mi relación con Amelia…».

La cautela era rasgo distintivo de Gordon. Le ocultó la noticia a su prometida. Esta, no obstante, al encontrarlo tan inusualmente alegre y locuaz en sus visitas, le espetó:

—Muy contento te veo esta tarde. Supongo que será porque se va acercando la pedida de mano.

Gordon se encogía de hombros. A sus labios asomaba una sonrisilla sardónica. Amelia descargó su rosario de quejas:

—Parece que mis pesares te producen alegría. Eso no es propio de persona cabal. Tienes el alma enferma, José.

—No es eso, Amelia, no es eso. Eres muy dura conmigo. Ya sabrás más adelante el motivo de mi satisfacción. Siento no poder decirte más por ahora.

—Siempre con secretitos y reservas. Ese no parece el mejor camino que debe llevar alguien que anda propagando estar muy enamorado de mí.

A Gordon le gustaba el mohín de contrariedad que se marcaba en el pómulo rosado de su prometida.

Pero en su astuto proceder, no se ablandó y se mantuvo reservado.

A los pocos días llegó a sus manos la copia de un Bando emitido por el alcalde constitucional de Cabezuela, un tal Fernando Gómez. Tal entusiasmo le provocó, que lo leyó ante los escribientes. Para él, ese bando tenía una significación especial, dado que era en la villa natal de los Rosales –un auténtico nido del absolutismo más rancio– donde se manifestaba la animadversión hacia ellos. Gordon les recalcaba ciertos párrafos del escrito:

«¡Murió Rosales! Y se le acabó el prestigio a su hermano y a toda su gavilla. ¡Murió Rosales! Ya no tiene que tomar el valle en invasión facciosa con que hace tanto tiempo nos están amenazando. ¿Murió Rosales? ¡Pues viva la patria, y viva eternamente la Constitución!».

El Bando proclamaba –ante toda la comarca y aun la provincia– que Cabezuela no sentía «la muerte bien merecida de hijo tan indigno». Y para demostrarlo, la milicia nacional voluntaria se pasearía por las calles entonando canciones patrióticas. Mandaba que los vecinos iluminasen durante tres días sus casas. El que no lo hiciese sería tildado de traidor. Las campanas de la parroquia repicarían solemnemente a la hora que se señalare y se correría un novillo en la plazuela de un eremitorio mariano, distante un cuarto de legua de la localidad.

Sin embargo, no le duró más de una semana la euforia a Gordon. En un nuevo oficio, el jefe político vallisoletano pedía excusas, al tiempo que lamentaba tener que informarle que «no se ha encontrado entre los muertos de la partida del rebelde D. Agustín Alfonso Rubio el cuerpo del buscado coronel Eugenio Rosales». Justificaba el error por el gran parecido de uno de los partidarios, que era pelirrojo y pecoso como el mentado cabecilla de Cabezuela.

Un jarro de agua fría.

Gordon tardó unas horas en asimilar el contratiempo. Ahora tendría que desdecirse ante su superior. Menos mal que con Joaquín las relaciones eran más fluidas que con Feliú. Seguro que este le hubiera destituido de su cargo. Aunque, bien mirado, él no era responsable del malentendido.

Su prudencia, por lo demás, le salvaba ante Amelia, a la que no soltó prenda sobre el particular.