5
Las doce y media de la noche serían, cuando avistaron las primeras casas de Bonilla los componentes de la recua que transportaba las vituallas desde Piedrahíta. Al ingresar por una de las puertas de la murada villa, les salió al paso un centinela de Rosales. Tras identificarse el criado y las señoritas, el vigilante emitió un silbo, al que respondió otro, y al instante se presentaron dos soldados que les abrieron camino hasta la plaza porticada. La oscuridad invadía calles y soportales. Con la débil luz de los faroles, apenas se veía unos pasos. Una caballería rozó la albarda con una esquina haciendo saltar un pan candeal del serón de esparto. La hogaza se descascarilló y se le rompieron dos canteros, recogidos por Esteban con rapidez.
Se dirigieron a la casa del alcalde, en cuyos alrededores se apostaban dos centinelas entre los puntales lignarios del soportal. Los recibió don Argimiro, quien encaminó al criado con las bestias de las provisiones hacia el palacio obispal, donde debían preguntar por el sargento Sindo, que se haría cargo de la mercancía. El responsable de la carga objetó con voz tenue:
—Perdone, don Argimiro, pero quería saber dónde se encuentra el coronel, pues viene una moza, la hija del administrador de mis señores los duques, que desea entrevistarse con él.
—Ya sé a quién te refieres. Dile a Melita que se acerque, pues don Eugenio se tumbó en una alcoba al lado de la mía y no creo que haya podido pegar ojo. Le oigo al pobre voltearse en el colchón y proferir invectivas que no puede reprimir. Con la desazón tan grande que ha tenido hoy…
El mozo llamó a su amiga Asun y a Amelia, que se aproximaron con las burras sujetas de las riendas. Les dijo que cuando acabara de descargar y tras descansar un rato, en una hora aproximadamente, vendría a recogerlas para regresar a Piedrahíta lo antes posible y, así, no levantar sospechas.
Saludaron cortésmente las jóvenes al señor alcalde, sorprendido y bromista, como si adivinara la razón de una visita tan a deshora. Les franqueó el paso y penetraron en la penumbra del zaguán, apenas rota por el resplandor de una palmatoria que portaba don Argimiro. Les pidió que aguardasen en un banco de respaldo en la entrada de la vivienda y subió a dar aviso al coronel. Al poco aparecía este, precedido por el alcalde y su palmatoria, dibujando sombras grotescas sobre el paramento.
—Pero bueno, Melita, ¿a qué se debe que quieras verme a estas horas y en esta casa? Qué chiquilla esta…
Don Eugenio simulaba desconcierto cuando en verdad se alegraba de ver el rostro risueño de aquella joven, que no cejaba de mirarle fijamente. Mientras se abotonaba el coronel la guerrera, Amelia balbuceó una explicación con cierto azoramiento en sus palabras.
—He venido a hablar con usted a solas, si el señor alcalde me lo permite. Es que tengo que darle un recado importante.
A sus palabras, el coronel la invitó a subir a su cuarto. Abajo quedaron el dueño de la casa y su amiga Asun. Rosales echó el pestillo a la puerta, la invitó a sentarse a su lado en el borde de la cama medio deshecha.
—Bueno, Amelia, a ver qué es lo que me quieres contar…
La joven se sintió desarmada, como si de repente reconociera que aquel viaje era una locura y no tenía sentido provocar expectativas y alarma en el coronel. Se sobrepuso, no obstante, y sacando un poco de su coraje natural, le espetó al coronel:
—Mire, don Eugenio, no sé si obro bien o mal, pero quiero que sepa que estoy de su parte, porque siempre he creído en usted, lo mismo cuando zurraba a los franceses que ahora. Y si usted ha hecho lo que ha hecho debe tener sus motivos. Así que cuente conmigo para lo que sea.
La luz de la palmatoria apenas dejaba ver el rostro de los interlocutores. Rosales parecía no dar crédito a lo que oía, si bien sospechaba que la joven no había agotado aún sus recursos y algo más interesante iba a confidenciarle. Por eso la animó.
—Está bien, Amelia, no creas que quiero reprenderte. Al contrario, me alegra verte y más después de tantos años como han pasado. Has cambiado mucho en este tiempo. Ahora me estoy dando cuenta que ya no eres la moza alocada que me pedía que la dejase montar en mis caballos. Te veo distinta, más formalita y más cuajada como mujer.
La mirada de la joven brilló de repente. Incluso pareció ruborizarse, reaccionando a los elogios que le hacía el coronel en su condición de mujer. Si tanto reparaba en ella, era señal inequívoca de que se sentía atraído. Al menos eso dedujo la joven Pimentel.
Mantuvo su pupila clavada con cierto embeleso en el rostro de Rosales. A este no le molestaba que ella lo observase tan fijamente, pues había adivinado hacía años que la guapa mozuela reparaba de continuo en su persona y lo buscaba siempre que la ocasión lo permitía.
—Yo quiero que no lo apresen, coronel. Me llevaría un enorme disgusto si le pasara algo. Ya ha sufrido usted mucho con la guerra. Permítame que se lo manifieste ahora, pues no he tenido otra oportunidad antes. Sentí la temprana muerte de su esposa.
—Gracias, Melita, pero son cosas de la vida. Hoy estamos vivos y mañana Dios sabe… Vamos por partes. Abajo dijiste que tenías algo importante que comunicarme, ¿de qué se trata?
Amelia advirtió que el coronel se sentía molesto hablando de su difunta, y si la conversación tomaba tales derroteros, pronto finalizaría. Así que optó por dar un giro. Lo mejor sería ponerle en antecedentes de lo que se estaba fraguando en Piedrahíta.
—Don Eugenio, tiene que saber usted que las autoridades de Piedrahíta están llamando casa por casa a los milicianos para formar partidas que le sigan. Lo sé de buena tinta.
Rosales se había puesto en pie conforme Amelia ampliaba la información. Sus pasos militares hacían retemblar la tablazón gruesa de la sala. Se le notaba desasosegado. Se acercó de nuevo a la cama y se inclinó sobre la joven, la apuraba para que le refiriera algo más de lo que se hubiese enterado.
—Se comenta que esta misma noche llegarán tropas del Ejército y varias compañías de la milicia desde Ávila.
La cicatera luz de la palmatoria no impedía que Amelia percibiese el rictus de contrariedad que se le marcaba en los labios al coronel. Trató de alegrarle.
—Don Eugenio, no se preocupe demasiado por eso. Usted tiene por aquí la simpatía de toda la gente, y seguro que le ayudarán de buena gana. Además, hay mozos que sirvieron en su partida y cuando se enteren de que está usted en armas otra vez, seguro que se apuntan a echarse de nuevo al monte.
—Te agradezco mucho tus palabras de ánimo. Soy consciente de que he fracasado esta mañana en Ávila. Pero no voy a rendirme por ello. No te preocupes por mí, que ya sabré defenderme. Ahora creo que deberías regresar a tu casa, de donde habrás venido sin que tus padres lo sepan, ¿verdad?
—Así es, coronel, pero mi padre es muy comprensivo y también él le admira mucho. Si se enterara, me regañaría, pero probablemente aprobaría lo que hago. A mí lo que de verdad me gustaría es quedarme con usted, acompañarle por la sierra. Sé cocinar y le sería de bastante utilidad. Ande, coronel, permítame que vaya con usted.
—Veo que me he confundido contigo, Melita. Sigues siendo una chiquilla que dice y hace lo primero que se le ocurre. Date cuenta de que, siendo mujer y aunque sepas montar bien a caballo, no harías sino estorbarnos. Este no es lugar para mozas, por muy aguerridas que sean.
—Pero, coronel, yo sé defenderme y haría todo lo que usted me mandase. No sería un estorbo en su partida. Téngalo presente.
—Melita, no insistas. Te aprecio lo suficiente como para no permitir que expongas tu vida por mi culpa. No me perdonaría jamás que te ocurriera algo malo por consentir que nos acompañases.
Amelia comprendió que, por el momento, lo aconsejable era renunciar a sus pretensiones. Por ahora bastaba con haberle manifestado a Eugenio su firme disposición a ayudarle. Y también con haberle insinuado sus sentimientos. Al final Rosales acabaría por aceptarla. Tal vez más adelante la vida le ofreciera una oportunidad de compartir con él ilusiones y preocupaciones.
Rosales invitó amablemente a la joven a salir de la habitación, llevándola cogida por el hombro como un padre protector. Luego descendieron al zaguán. Allí se despidió el coronel, reteniendo la mano de la joven entre las suyas:
—Adiós, Melita. Nunca olvidaré tu generoso ofrecimiento. Espero verte algún día en mejores circunstancias.
—Adiós coronel. Me hubiera gustado ir con usted… Pero ya comprendo que no es momento oportuno. Sepa, coronel, que le tendré presente en mis oraciones y en mi corazón.
Asun observaba con curiosidad la despedida de la pareja. La entrevista se le antojaba demasiado breve. Quedaba claro que Amelia no acompañaría al coronel. Pero, en los ademanes afectuosos y la delicadeza con que tomaba la mano de su amiga, Asun creyó descubrir que en aquel militar de temple anidaba un corazón tierno y enamoradizo. Como en el de cualquier otro hombre. Como en el de su amado Esteban, por ejemplo.
Las dos jóvenes de Piedrahíta salieron fuera de la casa, donde ya estaba esperándolas el criado del duque. El relente de la noche les obligó a cubrirse con una manta.
Esteban, mirando melosamente a Asun, decía:
—Hay que espabilar para llegar cuanto antes al palacio. No deben enterarse vuestros padres de que he cometido la locura de dejar que me acompañaseis de noche. Vamos aprisa.
El corazón de la hija del administrador ducal iba rebosante. El coronel, a pesar de haber rechazado su ayuda, le había estrechado cálidamente la mano y la había llamado Melita.
¡Y qué bien sonaba su nombre en boca del coronel! Melita, Melita…
—!Alto! ¿Quién va?
La voz imperiosa del cabo de milicia retumbó en el silencio escarchado de la madrugada. Las caballerías se detuvieron y Esteban alzó el farol para que lo distinguieran bien los miembros de aquella patrulla que les echaba el alto en una de las entradas de Piedrahíta.
—Soy un criado del palacio, que vengo de hacer unos recados…
—No parecen horas adecuadas estas para andar de recadero con dos caballerías…
El cabo era forastero y ponía cara de pocos amigos. Se mostraba incrédulo a las explicaciones del criado.
Sin embargo, uno de los soldados de la patrulla intercedió:
—Mi cabo, este mozo es Esteban, uno de los sirvientes del duque de Piedrahíta. Lo conozco de toda la vida.
El cabo examinaba los caballos y los dos asnos en que iban montadas Amelia y Asunción. Muy extraña le parecía aquella comitiva nocturna al miliciano.
—Bueno, está bien. Pero, dime, ¿cómo es que vienes con estas dos señoritas tan a deshora?
—Una es la hija del administrador del duque y la otra, su amiga, que es hija de la cocinera.
El cabo acercaba la luz de un hachón humeante al rostro de las aludidas, que se apartaban instintivamente por el mal olor que desprendía la llama.
Amelia respondió con resolución:
—Mire usted, señor cabo, hemos estado pasando unos días en Bonilla. Este criado tenía orden de mi padre de traernos cuando regresase de hacer unos mandados por otros pueblos de alrededor. Nosotras lo hemos entretenido después de la cena y por eso venimos tan tarde.
—Pues si yo fuera su padre, pondría más cuidado en que mi hija no anduviese de madrugada por unos caminos que vete a saber quién puede salir al paso…
El cabo no hacía mucho caso a las explicaciones de la guapa moza. Estaba intrigado por los serones, doblados y vacíos sobre el lomo de las caballerías. Exigió una excusa más creíble.
—Estas bestias están sudadas y cansinas, como si acabasen de llevar una carga pesada. Muy raro se me hace que se ande llevando mercancías de un lado a otro, en una noche tan oscura. Sólo los lobos y los que tienen algo que ocultar andan así, de madrugada…
Esteban se veía en un trance comprometido. Trató de justificarse con argumentos precisos y creíbles.
—Mire, salí esta tarde para Villatoro y luego me pasé a Bonilla, para recoger a las señoritas, como ellas le han dicho. Si no me cree, pregunte en palacio o al alcalde de Bonilla.
—¿Y viniendo de ese pueblo no se topado con una partida de soldados que manda uno que estuvo de guerrillero por estos pagos? Tengo entendido que han cruzado el puerto y andan guarecidos por aquí.
—Lo siento, pero no me he tropezado con ningún soldado, salvo con usted. Sí me he cruzado con algún que otro trajinante por el camino real de Piedrahíta a Villatoro. Pero con partidas no.
Ni siquiera el tono tajante de Esteban acababa de convencer al cabo, que daba vueltas alrededor de las bestias y abría los serones por si descubrían algún detalle comprometedor. Era un miliciano tenaz y desconfiado. Llamó a los soldados de su patrulla y dirigiéndose con el hachón a Esteban, le largó:
—No me creo lo que me cuentas. El estado de estas caballerías me hace sospechar otra cosa. No dices la verdad. Y quién sabe si no vienes de llevar comida a la partida de rebeldes.
—Y se la iba a llevar trayendo a estas señoritas conmigo. Venga, cabo, eso no se sostiene…
Pero el militar se mantenía en sus trece. Ordenó a dos de sus hombres que escoltasen al criado y las jacas hasta el ayuntamiento, donde se alojaban los mandos. Allí se le interrogaría más despacio y se comprobaría si decía verdad. Luego miró a las dos mujeres con cierto descaro, como si el andar de noche le autorizara a considerarlas medio fulanas. En tono autoritario les dijo:
—Podéis marcharos a casa. Ya nos pasaremos por el palacio a ver a vuestros padres y que nos expliquen por qué andáis viajando a unas horas tan intempestivas.
Arrearon las mozas las burrillas, que enfilaron un callejón que conducía directamente a su morada. Marchaban compungidas ante la posibilidad de que, al día siguiente, sus familias descubrieran que habían viajado esa noche, sin permiso y contraviniendo una de las normas más severas de la casa. Temían también por Esteban, sobre el que recaería el rigor de la reprimenda, por facilitar y encubrir la salida nocturna de las jóvenes.
Cuando estuvieron frente a palacio dudaron sobre el modo de entrar los asnos en la cuadra, sin que hicieran ruido ni rebuznasen, lo que podría descubrirlas. Prefirieron dejar atadas las burras a un seto en las afueras del palacio. Entraron sigilosas por la puerta de servicio y, descalzas, avanzaron hacia sus respectivos cuartos. Si no las delataban los militares, nadie sabría de su escapada.
Cuando Esteban llegó a la casa consistorial de Piedrahíta se sorprendió de ver tanta gente de uniforme apelotonada en la plaza. Ató las caballerías a una argolla que pendía de un puntal, en tanto que uno de los soldados preguntaba por el comandante. Luego le hizo señas a Esteban para que le acompañara. En la planta baja del consistorio, en un cuartucho destartalado, un oficial de alta graduación consultaba un plano tendido sobre una mesa, al tiempo que interpelaba a varios hombres de paisano sobre los posibles puntos en los que pudieran abrigarse los rebeldes. El soldado interrumpió, cuadrándose ante su superior:
—Perdone, mi comandante, pero es algo urgente. Le traigo a este hombre que hemos detenido cuando hacíamos la patrulla por las afueras de la villa. El cabo Fagúndez me ha ordenado que se lo traiga para que lo interroguen aquí. Traía dos caballerías con serones y el cabo sospecha que viniese de suministrar al coronel Rosales.
—Está bien, soldado, puede marcharse. Y usted, joven, acérquese y dígame qué hacía con dos bestias vacías tan de madrugada.
Lucía el citado comandante un mostacho descomunal y de puntas revertidas. Interpelaba –con cajas destempladas y sin apartar la vista del plano– a Esteban, quien volvió a repetir las explicaciones dadas al cabo de la patrulla: era empleado del palacio ducal y había ido por la tarde a devolver unas partidas de alubias que habían salido malas a un hortelano de Villatoro, algo normal. Y venía de madrugada porque se había detenido a recoger a la hija del administrador y a su amiga, la hija de la cocinera de palacio.
—Bueno, joven, no se preocupe si nos está contando la verdad. Pero como es cosa relacionada con la casa ducal, va a esperarse hasta que venga el jefe político. Él decidirá lo que haya que hacer con usted.
Enterado Rosales por boca de Amelia de la alerta liberal en Piedrahíta, supuso que pronto montarían controles en el camino real y pasarían aviso a otras poblaciones. Era preciso adelantarse. Tenía que ponerse en marcha con urgencia. Pero también entendía que sus hombres necesitaban descansar un poco más.
Y él también.
Optó por retrasar un poco la salida. Se tiró sobre la colcha con las botas puestas. Estaba turbado. La inesperada presencia de aquella joven había removido algo muy profundo en su interior. Le había despertado una sensación que no sentía desde hacía años, desde la muerte de su esposa. No le conmocionaba tanto su evidente hermosura como su actitud oferente, su deseo de querer auxiliarlo y seguirle adonde fuera. Amelia le había expresado con rotundidad su voluntad de acompañarlo, sumándose a su partida. «Una partida de fracasados, incapaces de llevar adelante el plan trazado», decía para sus adentros el coronel. La idea del fracaso lo desmoralizaba, lo extenuaba.
Él se había forjado en las vicisitudes y calamidades. Y un intento fallido no equivalía a una derrota definitiva. Del mismo modo que una sola batalla desfavorable no equivalía a perder una larga contienda. Y la que él había encabezado era de esas: una lucha sin tregua, un desafío constante al liberalismo. Su levantamiento suponía tan sólo el arranque de una santa cruzada, que no se detendría hasta que Fernando VII reasumiera todo el poder arrebatado, y la santa madre Iglesia dejara de estar asediada y vilipendiada por aquellos impíos.
Dando vueltas sobre la cama, retornaba la imagen reciente de Amelia. Qué cambiada la había encontrado. Sospechaba que se sentía atraída. Rosales no se consideraba un galán, pues su estatura era corriente, tenía cara pecosa y cabello encrespado y rojizo. Aun así, admitía que ocasionalmente algunas mujeres le rodearon y halagaron en las reuniones sociales a las que asistía en su ya lejana etapa de guerrillero.
El rostro angelical de Amelia no se le apartaba. La había tenido sentada a su lado en esa misma cama. Admitió el coronel que se había trasformado en una mujer muy atractiva, capaz de perturbar el sueño y la razón de cualquier hombre. Una mujer que estaba dispuesta a compartir su destino, por muy oscuro que se presentase.
No se lo podía creer.
En la duermevela, dudaba si habría obrado bien al denegarle con tanta brusquedad la posibilidad de unirse a ellos. Su desapego fue fingido, para disuadirla. Admitirla hubiese sido una locura. Además, estaba don Leoncio, una persona influyente en la comarca, que acababa de prestarle su colaboración enviando vituallas. Y no iba a pagarle el favor así, llevándose a su hija a malvivir por esos montes. Había hecho muy bien en rechazarla. ¿Qué hora era ya? Tenía que disponerse a partir cuanto antes.
Bajó a zancadas la escalera y, sin despedirse del alcalde y amigo, al que suponía durmiendo con su señora, salió a la brisa refrescante de la madrugada. Los soldados de puerta le saludaron militarmente y él les ordenó que diesen aviso a los centinelas de retirarse. Se marcharían de inmediato de Bonilla.
Cuando llegó al palacete episcopal, ya estaba Sindo levantado y le daba parte del estado de sus hombres:
—Yo creo, coronel, que con la cena abundante y estas casi cuatro horas que llevan durmiendo ya están bastante descansados.
—Pues prepáralo todo, que nos vamos a las sierras del valle. Organiza una patrulla de seis hombres por si hay moros en la costa. Y las provisiones que las carguen en los machos del obispo, que son más resistentes.
—¿Y qué hacemos con los heridos? Lo mejor sería dejarlos aquí, reponiéndose en alguna casa de confianza. ¿No le parece, coronel?
—Habla con don Eusebio y que busque un sitio conveniente hasta que se curen. El médico, don Celedonio, no pondrá pegas para visitarlos donde sea que los escondan. Y guardará el secreto.
El frescor reinante le despejaba la cabeza al insomne coronel. En poco tiempo estuvieron listos para la marcha.
Les aguardaba una dura jornada.
Rosales cabalgaba confiado en que alcanzaría el puerto de Tornavacas antes que sus perseguidores. Y con esa certeza cruzó el valle del Corneja la facción, apartada del camino real y siguiendo senderos poco transitados.
Las aldeas semejaban, al clareo matutino, oscuros rebaños paciendo en la llanada. Cruzaron el río por un pontón de piedra. Al fondo de la cuenca se atisbaba Barco. La mole y los pináculos de su iglesia se recortaban sobre la luz de la incipiente amanecida. Rosales se preguntaba si estarían ya esperándole los milicianos de esa villa para estorbarle el paso. Quería suponer que él se les había adelantado.
No se tropezaron con tropa. Aunque bien pudiera ser que estuviese apostada en el puerto de Tornavacas, aguardando su llegada.
—Un poco más y alcanzamos el puerto. No sé si nos tendrán preparada alguna bienvenida.
Así le comentaba Rosales a un cabo que montaba a su lado. Se aproximó Germán el Portugués, que deseaba adelantarse hasta Tornavacas. Dejaría el trabuco y la munición e iría solo para no infundir sospechas en el caso de que se encontrara con tropa. Eugenio aceptó y le encargó que se avistara con su hermano Francisco, que estaría alojado en la casa del albéitar, José Dávila.
—Debes decirle a mi hermano que haremos noche en el Tejadillo. Que acuda allí lo antes posible.
—Sí, mi coronel. No se preocupe.
—Anda con cuidado, Germán. Ya sabes cómo se las gastan. Si te echan el alto, procura que no te relacionen conmigo. Vete ligero, muchacho.
A pocas leguas quedaba ya el puerto de Tornavacas. Delante de ellos se abría la entrada a la serranía del valle, su tierra bendita y el más seguro refugio que siempre mantuvo durante la francesada.