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Tras rechazar el ataque de Rosales, el jefe político se debía a las obligaciones de su cargo. Esa misma tarde, José Gordon había desplegado una actividad insólita, transmitiendo órdenes y contraórdenes, cruzadas con Madrid y pueblos importantes de la demarcación abulense.
Se iban a enterar, empezando por el obstinado Rosales, de lo caro que salía levantarse contra las libertades.
Una vez encauzada la investigación sobre los vecinos de Ávila implicados en la conjura, el jefe político puso su empeño en otras cuestiones más perentorias.
Debían salir tras los pasos del coronel rebelde esa misma noche. Seguro que las tropas regulares tardarían más en ponerse en marcha y avanzarían más lentas. Además, no se fiaba de la gente de los cuarteles, auténticos nidos de realistas, a pesar de haber sido Riego quien había iniciado la revolución. Su credo político le hacía inclinarse hacia la sociedad civil. Los voluntarios eran de otra pasta. La milicia sí le inspiraba confianza. Eran pocos en Ávila, aunque muy comprometidos y con ganas de meter en cintura a los aventureros que se atrevían a perturbar la paz social de aquella ciudad castellana.
Gordon y el comandante de armas decidieron reunir las compañías milicianas de ambas armas y marchar a Piedrahíta. Allí montarían su base de operaciones.
Sin embargo, Gordon albergaba otro recóndito deseo para viajar a la villa ducal. Tal vez volviera a reencontrarse con la mujer que le había rechazado repetidamente en otro tiempo: Amelia. Ahora aparecería ante ella investido del poder que le confería el cargo de jefe político de Ávila. Ese pensamiento esperanzado dulcificaba la expresión del macilento rostro de Gordon.
Un oficial se le acercó:
—Excelencia, dice mi comandante que ya está listo para salir en busca de ese rebelde. Así que cuando usted disponga.
Salieron de Ávila al caer la tarde. Tuvo que aguantar Gordon varias horas de áspera montura sobre una yegua militar, demasiado briosa para su escasa pericia ecuestre. Se la había prestado el comandante de la plaza. No estaba su maltrecho cuerpo acostumbrado a esas caminatas y máxime en medio de la noche. Aunque él se limitaba a seguir el tropel de la milicia.
Como jefe político, su deber se ceñía a coordinar las operaciones de busca y captura. La parte estratégica correspondía al comandante militar.
Durante la marcha, pensaba Gordon que, entre los voluntarios, menudeaban comerciantes y artesanos, muchos de los cuales tenían sus negocios en los barrios aledaños a la plaza mayor de la ciudad. También figuraba algún que otro abogado o médico, graduados en la vetusta universidad salmantina. A todos los suponía fieles a los principios que inspiraban la revolución y alistados por amor a la patria.
Pero en su fuero interno, intuía que en la filas de la milicia habría también sujetos tibios, cuando no contrarios a la ideología liberal. Al fin y al cabo, Ávila tenía fama de conservadora, domeñada por las fuerzas vivas y el clericalismo. «Una ciudad de conventos y canonjías», en palabras muchas veces repetidas por su amigo Pepe Somoza. No sería extraño que hubiese sujetos reaccionarios, enemigos de las libertades. Se prometió que, una vez derrotada la facción de Rosales y con la situación en calma, sanearía la milicia ciudadana.
El comandante militar de Ávila había enviado por delante, con dos horas de anticipo, un destacamento con destino al puerto de Tornavacas. Le había asegurado al jefe político que por allí tenía que cruzar ineludiblemente la partida de los rebeldes realistas. El oficial que lo mandaba había recibido órdenes expresas de parapetarse entre la maleza para sorprender a los realistas en el momento que se presentasen.
Muy largo y molesto se le hizo el viaje a Piedrahíta a José Gordon. Llegó con evidentes signos de fatiga. Tenía el cuerpo molido de la larga marcha a caballo.
Al traspasar la puerta principal de la muralla se le agolparon los recuerdos. En esa villa había residido plácidamente un tiempo, que ahora se le antojaba lejano. Entonces no era más que un simple juez de primera instancia. Su rango en esta ocasión se había elevado considerablemente. Entraba en Piedrahíta como el mandamás de Ávila y sus contornos. Su presencia allí resultaba relevante. Su poder se alzaba muy por encima de cualquier autoridad local. No había en Piedrahíta quien pudiera entorpecer sus disposiciones.
Se encaminó hacia la plaza mayor y desmontó con torpeza ante la tropa allí congregada. Los voluntarios repararon en la desmaña con que descabalgaba aquel señor tocado con un alto sombrero, al que se acercaban y saludaban militarmente los oficiales. A la raquítica luz de hachones y candiles, los milicianos de Piedrahíta no acababan de reconocer en aquel sujeto al que fuera, otrora, el juez de su partido.
Del consistorio salió el comandante militar y con voz recia mandó formar la tropa, que puso a disposición del jefe superior. Este, tras retocarse la ropa que se había arrugado con la cabalgada, les arengó con tono impetuoso.
Si su cara afilada no resultaba atractiva, su palabra sí lo era. Poseía una voz bien timbrada y de cálido acento. Enganchaba a quien lo oía. Intuitivamente sabía don José modular los periodos largos y entonarlos con fluida musicalidad. El jefe político estaba conceptuado por sus compañeros como un experto orador. Cautivaba al auditorio allí donde intervenía con su verbo elocuente. Ya lo había demostrado numerosas veces en tertulias de sociedades patrióticas. Y siempre se movió, cual pez en el agua, en los selectos círculos del liberalismo madrileño.
Aquello de hablar y conmover a las masas era lo suyo.
Los balcones de las viviendas que daban a la plaza se entreabrieron apenas Gordon arrancó su alocución. Y esa noche arengaba con tan persuasiva destreza que los soldados acabaron coreando su nombre y lanzando vivas a la Pepa.
Al terminar, algunos vecinos, asomados a ventanillos y balcones en ropa de dormir, lo acabaron reconociendo y lo saludaron efusivamente.
Al fin, se sentía triunfador.
Penetró en el ayuntamiento escoltado por el comandante. Un oficial informó que tenían retenido a un mozo del duque, bajo la sospecha de que hubiese socorrido a los rebeldes. Gordon ordenó que se lo trajeran. Le sometería a uno de sus hábiles interrogatorios. Sabía, por su larga experiencia judicial, cómo debía tratar a los sospechosos.
Cuando el criado estuvo delante, lo saludó por su nombre:
—Don José, buenas noches o buenos días. No sé bien la hora que es. ¿Se acuerda usted de mí? Soy Esteban, el sirviente de los duques. Usted venía al palacio cuando estaba aquí de juez, con el señor Somoza.
Vestido con ropa aldeana, no acababa de identificar al detenido. Aquel rostro de rudas facciones le sonaba vagamente. Por ganarse su confianza, fingió:
—¡Ah, sí! Como en palacio vestís de librea no te había reconocido.
—Bueno, es que salí ayer de mañana a hacer unos mandados de parte del administrador, don Leoncio. ¿Se acuerda de él?
—Sí, sí… Me produce la mayor extrañeza verte aquí. ¿Cómo te has visto envuelto en acusaciones tan graves?
—Me han confundido con un traidor. Y yo no lo soy. Así que confío en que pronto se aclare el malentendido.
—Pero el atestado dice que te echaron el alto cuando conducías unas caballerías con serones que, al parecer, se han utilizado para transportar vituallas.
—Ya he repetido varias veces que había ido a Villatoro a devolver unas cargas de alubias que habían entrado en las despensas del palacio en malas condiciones. Y de paso recogí a unas mozas que me esperaban en Bonilla. Me entretuvieron con sus enredos, ya sabe usted cómo son las mujeres. Y ya ve en qué lío me veo metido ahora.
Al jefe político se le despertó la curiosidad por saber quiénes eran las jóvenes que había recogido en Bonilla. Se lo preguntó con avidez al lacayuelo. Este lo aclaró resueltamente:
—Una es la hija del administrador. Se llama Amelia y tal vez usted se acuerde de ella. Y la otra es la hija de la cocinera, de la servidumbre de la casa. Las dos mozas son muy amigas.
Gordon se turbó tras escuchar el nombre de Amelia. No le cuadraba la explicación del criado.
—¿Te refieres a la señorita Amelia, la hija de don Leoncio?
—Pues claro, don José. Han estado dos días en Bonilla, en casa de don Eusebio, que tiene una hija como de su misma edad.
De pronto, Gordon sospechó que algo turbio se escondía tras la presencia intempestiva de Amelia en la cercana población de Bonilla. La suspicacia propia de juez le impedía dar crédito a las que parecían explicaciones razonables de un criado inocentón. Se le antojaba un asunto bastante más enrevesado de lo que aparentaba.
Su mente se fue poblando de interrogantes. ¿Habría ido Amelia a entrevistarse con el coronel Rosales a Bonilla? ¿De quién habría partido la iniciativa?
Tendría que sonsacarle al lacayo la verdad. Para ello, se aproximó al detenido y le puso delante el quinqué, en un gesto claro de intimidación.
—Vamos a ver, Esteban, tú eres una persona sensata y sabremos entendernos. Cuéntame toda la verdad, sin mentirme lo más mínimo. De lo contrario, me harías enojar. Y eso es lo peor que puede sucederte.
Esteban miraba acobardado hacia un rincón de la pequeña estancia municipal. Se aseguró de que no había nadie más. Sólo don José y él. Los nervios le delataban y sus dubitaciones enervaban al jefe político.
—Vamos, Esteban, no me hagas perder la paciencia. Desembucha de una vez, sin omitir el menor detalle. Para ti puede no tener interés y, sin embargo, puede ser de mucha ayuda para apresar a los rebeldes que se han levantado en armas.
—¿Qué me pasará si le cuento la verdad? ¿Me dejaría usted libre? Tiene que prometérmelo, porque me juego mucho si se lo digo.
El rostro del jefe político se iba alegrando a medida que se ablandaba el detenido. Tenía que calmarlo como fuera.
—No te preocupes, Esteban, que si me cuentas la verdad, yo te prometo que no te ocurrirá nada. ¿Estaba oculto Rosales en Bonilla?
—Sí, don José. Rosales estaba en casa de don Argimiro, que es alcalde de allí, y sus hombres estaban descansando en el palacio del obispo. Yo mismo llevé hasta allí los suministros para el racionamiento. Según tengo entendido, los mandó pedir, como un favor, don Eusebio a don Leoncio.
Gordon rebosaba de satisfacción oyendo largar a Esteban. Con lo que iba conociendo se consideraba en ventajosa posición frente a Amelia y su padre. La indagación le fue proporcionando otros valiosos datos.
—¿Qué hacía la señorita Amelia en Bonilla? ¿Se vio con el coronel ese?
Moviendo afirmativamente la cabeza, Esteban acabó revelando lo sucedido desde que salió de casa, de anochecida, hasta que volvieron, ya de madrugada.
—La señorita Amelia se fue sin que su señor padre supiera nada. Se escapó de casa sin su consentimiento y se llevó con ella a Asunción, la hija de la cocinera. Yo dejé que se vinieran conmigo porque me lo pidió Asun, que estoy detrás de ella, tonteando para hacernos novios. Si no, jamás hubiera llevado hasta Bonilla a la hija del administrador. Si don Leoncio llegara a enterarse, me despediría del servicio. O me mataría. Bueno es don Leoncio para las cosas de su hija. La tiene muy mimadita, como usted sabrá bien de cuando frecuentaba la casa con don José Somoza.
Al proferir la última frase, el detenido buscaba la mirada de complicidad del jefe político, dándole a entender que él estaba al tanto de sus pretensiones respecto a Melita.
Gordon ya no precisaba más datos. Se habían confirmado sus sospechas: Melita se había visto –a escondidas de su padre– con el coronel servilón.
Le llegó una luminosa revelación: tenía a su merced a la estirada Pimentel. Las posiciones iban a cambiar radicalmente, ahora que él tenía la sartén por el mango.
Don José reflexionaba sobre la gravedad del delito en que habían incurrido Amelia y su padre. A la hermosa joven no le quedaría otra salida que aceptar la anhelada propuesta: la mano a cambio de silencio. Gordon se consideraba, por vez primera, en posición ventajosa para negociar con quien le había ninguneado y desdeñado en otros tiempos.
Pero antes había de rematar el asunto con aquel criado que tenía ante sí.
—Así me gusta, Esteban. De buena te has librado con ser sincero. Has obrado de la mejor manera. En eso se nota que eres persona inteligente, que sabe lo que le conviene. Para que veas que cumplo con mi promesa, voy a dejarte en libertad. A cambio, tendrás que ayudarme cuando te necesite en alguna cosilla. Si no cumples, te acusaré de complicidad con los rebeldes y ya puedes suponer la que te espera…
—Estoy a su servicio, don José, para lo que usted necesite. Pierda cuidado, que yo le echaré una mano en lo que precise de mí.
Con gozosa expresión, Gordon llamó a su secretario y al miliciano que estaba en la puerta, al que en tono conminatorio le ordenó:
—Dejen libre a este pobre hombre, que nada malo ha hecho. Todo ha sido un malentendido.
Se despidió amablemente del criado. Esteban se agachó a besar servilmente la mano del jefe político, al que desde entonces empezó a considerar su benefactor. Gracias a don José Gordon, se encontraba en la calle y sin cargos. ¡De buena se había salvado!
El comandante de la plaza marchó hacia el puerto de Tornavacas, desde donde iría enviando partes de las incidencias. De ese modo, podría don José tumbarse un rato en las dependencias municipales. Encargó a su secretario que no se le molestase a no ser que hubiese razones poderosas. Bien se merecía descabezar un sueñecillo. Y, sobre todo, después de haberle sonsacado al estúpido sirviente palaciego aquel gran secreto que él sabría rentabilizar ante Amelia.
Se había arrojado vestido sobre un canapé durísimo que decoraba un rincón de la sala noble del consistorio. Tenerla a su merced le generaba tal excitación que le impedía conciliar el sueño.
Cuando se levantara, iría al palacio a ver a Melita y contarle lo que había averiguado. Tal vez ahora se ablandaría la estirada damisela, que tantas veces lo desdeñó. No eran afanes de desquite, sino mera necesidad de que, al fin, lo correspondiese, de que lo aceptase. Y, si posible fuera, lo llegase a querer lo suficiente para formalizar su relación. Como recurso último, le quedaban la presión y el chantaje para conseguirlo. Todo valdría con tal de ver así cumplido el mayor deseo de su vida.
El cansancio del viaje a caballo acabó por rendirle.
Antes de acometer la pendiente del puerto, Rosales dispuso que sus hombres hicieran un alto, junto a la orilla del río Aravalle. Atrás habían dejado lugarejos insignificantes, de armoniosos y concéntricos caseríos, que se adivinaban en la borrosa amanecida. En las trochuelas y senderos pecuarios se cruzaron con labriegos que marchaban cabizbajos, con la azada al hombro, camino de sus pegujales. Gente humilde y madrugadora que iría a cultivar sus hortalizas o a asistir el ganado acogido en las tenadas que salpicaban las lomas. La luz matinal iba desvelando progresivamente los tonos ocres y amarillos con que el otoño tintaba la arboleda serrana.
Era aquella una hora apacible, que le traía a Rosales evocaciones de otros tiempos en que sus hombres recorrieron la misma geografía, persiguiendo a los temibles dragones imperiales. ¡Cuán lejana se le antojaba aquella época! Él era hoy otro hombre muy diferente al entusiasta joven que mandaba el escuadrón de húsares francos. No. Ahora ya no era tan iluso. Descreía de la bondad de los gobernantes. Las cosas habían cambiado muy rápidamente. Esos inicuos liberales habían despojado a la realeza de su carácter sacrosanto. Pretendían sustituir la monarquía secular por un estado republicano e impío, eliminando de paso las tradiciones religiosas de un país católico, apostólico y romano. Pero él –y otros muchos españoles sensatos– no lo consentirían. Estaba dispuesto a derramar la última gota de su sangre para impedirlo. Por tan justa y santa causa se había levantado en armas y se había echado al monte.
Sindo pensó que aquel descanso resultaba ideal para que los hombres se desayunasen, pues habían salido de Bonilla sin probar bocado. La partida disfrutó con el pan candeal y el queso blando de cabra, traído la noche anterior desde Piedrahíta. Tenían ración sobrada para un día. Los caballos roían los yerbajos del riachuelo.
Conferenció el coronel con sus oficiales para afrontar el arriesgado paso del puerto. Acometerían el acceso divididos en pequeños grupos, por si les sorprendía la milicia liberal, agazapada en lo alto de aquel paso montañés, que dividía la cuenca del Tajo de la del Duero y la provincia extremeña de la castellana.
Al otro lado del puerto quedaban las tierras dilectas de Rosales. El solar de sus mayores. Si conseguían cruzarlo, estarían a salvo.
Los hombres escucharon las indicaciones de su comandante, ya subidos a los caballos:
—Vamos a pasar el puerto de Tornavacas. Muchos de los que estáis conmigo lo habéis hecho en circunstancias más apuradas que las presentes. Es probable que encontremos resistencia de los liberales, así que avanzaremos prevenidos. Y al primer disparo del enemigo, os dispersáis tirando siempre hacia la parte alta de la cuerda. Luego nos encontraremos más arriba. ¡Ánimo y a por esos mal nacidos, muchachos!
La partida emitió un «¡Hurra!» por el coronel, quien les solicitó silencio por si hubiera espías en los alrededores. Y con resuelta gallardía emprendieron la leve subida del puerto, dejando a un lado un grupo de casas de pobre aspecto, pegadas al terruño. Rosales conocía a cada uno de los moradores de Casas del Puerto, que tantas veces le habían prestado su apoyo en la guerrilla.
Los primeros tiros salieron de los matorrales de forma prematura, cuando la partida aún se encontraba fuera de alcance. Los disparos sirvieron de aviso a los serviles, que actuaron como estaba prevenido, dividiéndose en grupúsculos para despistar y poder pasar mejor la portilla serrana que daba vista al valle. Las detonaciones se multiplicaron, engrandecidas por el eco de la montaña. Los de Rosales respondían a las descargas, apuntando a los matojos, sin ver a los milicianos ocultos tras ellos. Hubo un punto de mayor aguante: un puñado de voluntarios se había hecho fuerte tras el paredaño de un deshabitado majadal. Les costó más de media hora vencer la resistencia. Los disparos liberales alcanzaron a dos caballos, a un partidario y a un soldado de Talavera. Se las apañaron para subir a los heridos a grupas de otros jacos y así salvaron la línea enemiga.
Finalizada la refriega, la facción se reagrupó en la subida. Sindo informó a su jefe de que las heridas de los alcanzados no revestían demasiada importancia.
El lugarteniente añadió con deseo de agradarle:
—Acertó usted, coronel. Nos han recibido a tiros. ¡Qué mal apuntan, los jodidos! Seguro que les hemos hecho más daño nosotros, aunque disparábamos sin verles la cara.
La partida dejaba atrás la línea ondulada del puerto serrano y enfilaba una pronunciada pendiente. La ascensión se complicó a causa del pedregal menudo en el que resbalaban los caballos. Rosales giraba la vista para comprobar que los liberales no los seguían. Debía tratarse de una avanzadilla liberal de soldados poco prácticos en el manejo de armas. No como los suyos, antiguos guerrilleros de colmillo retorcido y jinetes experimentados del regimiento de Talavera.
Durante la subida, Rosales se entretuvo oteando la hondonada de su valle natal, una depresión llena de bosques que daban claras muestras de su otoñal declive. Sobre el fondo y las laderas de la profunda cuenca se desparramaban los pueblecitos, rodeados de robledos y castañares. Tornavacas se apreciaba sin estorbos conforme iban cobrando altura: una línea extensa de viviendas apiñadas a ambos lados de la calle real, apoyándose unas sobre otras, con los tejados de un rojizo oscuro. De su urbanismo tan sólo destacaban los dos pontones y las dos minúsculas plazuelas, una presidida por el templo parroquial y la otra, por el ayuntamiento. De las techumbres emanaban azuladas guedejas de humo proveniente de las lanchas, donde a esa hora –debían de ser las nueve de la mañana, en cálculos del coronel– andarían ya las mujeres atizando los pucheros.
Conocía muy bien Rosales las costumbres del paisanaje de Tornavacas. Allí mantenía muy fieles amigos, entre ellos el albéitar José Dávila, persona de su absoluta confianza, en cuya casa aguardaba su hermano Ramón. Seguro que ya le habría llegado el aviso de Germán el Portugués para encontrarse en la montaña.
Sindo y un cabo de Talavera vinieron a sacarle de esas meditaciones. El coronel propuso hacer un alto. Sin desmontar, explicó el plan que tenía: pasarían la noche en el refugio del Tejadillo, un lugar seguro y de difícil acceso. La propuesta de Rosales fue contestada por el cabo de Talavera:
—Mi coronel, disculpe que le diga que acaso sería mejor que siguiéramos avanzando, no vaya a ser que se junten compañías de milicianos con tropas regulares que hayan salido en nuestra busca. Pueden rodearnos e impedir que salgamos de la sierra.
—Eso es algo en lo que ya había pensado. No creo que se atrevan a subir hasta aquí. Pero, por si acaso, colocaremos hombres que vigilen los movimientos del enemigo.
El lugarteniente organizó las centinelas. No tardarían ni dos horas en dar vista a la garganta que recorría la ladera de la Talamanca. Coronando la montaña, destacaba el Risco de la Campana. Buen momento para comer un bocado. También los caballos necesitaban descanso.
Germán el Portugués casi alcanzaba Tornavacas, hundida a los pies del puerto, cuando percibió en la lejanía las detonaciones broncas de viejas tercerolas y asmáticos fusiles.
—Ya se preparó… —pensaba para sus adentros.
Había dado un rodeo por la izquierda para evitar el hueco del puerto serrano y luego había bajado una legua larga de trochas y coladas hasta la villa señorial. Conocía palmo a palmo el terreno y tenía práctica en camuflarse a lomos de aquel jaco.
Descabalgó y, en lugar de encaminar la alongada calle real, prefirió meterse por las traseras del río. Con esa prevención, evitaría tropezarse con patrullas incómodas. Tenía que entrevistarse con el hermano de su jefe, Ramón Rosales, guarecido en la casa del herrero Dávila, sita en la calle Real de Abajo. Cruzó, con la bestia del ramal, el puente cimero de la villa, aprovechando que no pasaba nadie. Luego siguió por una callejuela paralela al curso del río. Se encontró con un paisano, que le saludó, sin apenas levantar la cabeza. Tal vez tuviera miedo y no quisiera complicarse la vida. Todos sabrían ya a esas horas que el coronel Rosales se había echado de nuevo al monte, como cuando los franceses. Y sus convecinos no ignoraban que el Portugués era un fiel servidor del coronel rebelde. Si alguien se lo tropezaba, lo mejor era hacerse el despistado, como si no se reconociesen.
De las casas salían voces mañaneras, y alguna mujer desgreñada tendía ropas raídas en los cordeles de la galería de madera. Había humedad en el ambiente, pues Tornavacas, colocada en la cresta de la cuenca, sufría los rigores del clima de montaña.
Dejó la caballería atada junto a un caseto y ascendió por una calleja mal empedrada hasta alcanzar la calle real de abajo. Miró bien desde la esquina para cerciorarse de que nadie transitaba y se metió en el portal del herrador. Al zaguán llegaban aromas penetrantes y dulzones del mosto que cocía en la bodega. En un rincón se adivinaba la forma del banco de herrar, que el albéitar sacaba al umbral de su vivienda. El patio estaba demasiado tenebroso aún.
Con voz queda, articuló Germán el nombre del dueño, que respondió también tenuemente. Bajaba la escalera precedido de un candil, pues con la puerta entornada apenas penetraba luz natural en el zaguán. La luz oscilante del candil reproducía sobre la pared el perfil aguileño de José Dávila.
—Hola, Germán. Ya suponía que serías tú o algún otro de confianza para llamar a estas horas. Imagino que vendrás con algún recado del jefe.
—Así es, señor José. Traigo un recado para don Ramón, de parte de su hermano. No ha habido suerte, señor. No hemos podido entrar en Ávila.
—Ya lo hemos supuesto, porque han convocado a los mozos al ayuntamiento y enseguida entendimos que estaban movilizándolos. Qué le vamos a hacer. Anda, sube…
Germán seguía, peldaño a peldaño, al albéitar. Desde el tabladillo volado sobre el zaguán, se introdujeron por un oscuro corredor al que daban alcobas y otras dependencias inciertas. Alcanzada la crujía central, se abría un espacio que oficiaba de cocina. En medio, sobre la lancha, ardían unos leños, cuyos vivos resplandores alumbraban la estancia. Colgado de unas llares de hierro gastado, pendía un ennegrecido caldero donde hervían, entre espumeantes górgoros, unas patatas aliñadas con abundante pimentón. El guiso despedía agradables aromas. La mujer del herrador –completamente enlutada– iba y venía de la lancha a la fresquera esquinada, preparando el almuerzo.
Con la boina quitada, Germán se acercó a saludar al hermano menor de su jefe, que estaba arrellanado sobre un amplio escaño de madera en un lateral de la cocina. Al llegar a su altura, se cuadró el Portugués:
—A sus órdenes, don Ramón. Vengo a decirle, de parte de su hermano, que ha fallado lo de Ávila, y no podemos quitarnos de encima a esos malditos milicianos. Su hermano también me ha encargado que le diga que le espera en las covachas del Tejadillo.
Ramón Rosales tenía fijada la atención sobre un leño que desprendía espumarajos. Mientras, sus manos hurgaban con las tenazas entre las ascuas. Por fin, alzó la cabeza y la dirigió hacia el Portugués, saludándolo. Germán reparó en la faz sorprendente del pequeño de los Rosales, un rostro muy popular por aquellos contornos. Era la cara de un heroico patriota, deformada por la crueldad enemiga.
A Ramón Rosales le faltaba un ojo. Lo había perdido en la guerrilla que se alzó contra Napoleón. Iba al frente de una sección de húsares para tomar unos almacenes en Peñaranda de Bracamonte, cuando los rodearon varios centenares de dragones. Mataron a veinte españoles. A Rosales lo dejaron tendido en el suelo, sangrando y supuestamente sin vida. Había recibido treinta y dos estocadas y ocho cuchilladas por distintas partes del cuerpo. En la cara le propinaron tres certeros cortes de afilados sables. Un chirlo le iba desde la frente a la barbilla. Le había partido el labio, echado fuera varios dientes y una mínima porción del agujero derecho de la nariz. Otro sablazo le cruzaba el carrillo contrario. Pero la peor parte se la llevó el ojo izquierdo, que salió de su órbita y quedó estrujado en el polvo. Desde entonces cubría su vacía cuenca ocular con un oscuro parche de cuero, que se ceñía en la cogotera. La gente se admiraba de cómo había podido sobrevivir a tan duro castigo.
Ciertamente, Ramón Rosales podía trasmitir una impresión siniestra a cualquiera que contemplara su cara deforme por las cuchilladas. Su rostro, empero, lo iluminaba con frecuencia una sonrisa franca y directa. También su cabello bermejo, de tono más apagado que el de su hermano, contribuía a poner una nota alegre y colorista al semblante mutilado del patriota.
El sonriente Rosales le agradeció el aviso e invitó al portugués a despachar con ellos el caldero de patatas cocidas. Aunque había desayunado, no se negó Germán, y, entre los tres, dieron rápida cuenta del caldo humeante que había vertido la mujer del herrador sobre un recipiente de barro, lleno de rebanadas de pan. La mujer dejó una porción del guiso en el caldero, arrimándolo al rescoldo de la lancha y señalando que serviría para que almorzaran ella y los dos hijos del matrimonio.
Mientras los tres metían alternativamente las cucharas de palo en la enorme baña de patatas, Ramón desgranaba detalles de lo que harían en auxilio de su hermano. En vista del fracaso, pondrían en marcha medidas alternativas. Subirían con tres bestias cargadas de provisiones, que estaban guardadas en la bodeguilla de la parte trasera de la casa. De ello se encargaría Faustino, cuñado del albéitar, el cual tenía una heredad de castaños en la sierra, camino del Tejadillo. Llevarían las provisiones disimuladas en banastas. Era época de recolección de castañas y nadie sospecharía. Ramón tomaría otro camino distinto, para que nadie pudiera relacionarlo.
Apenas terminaron las sopas de patatas, empezó a entrar por el ventanillo el rataplán de tambores, que cada vez parecían más cercanos. El herrador dijo:
—Creo, Ramón, que estos hijoputas liberales están tomando la villa. Voy a mandar al muchacho para que vaya a enterarse de lo que pasa y nos diga cuántos son y qué intenciones traen.
—Supongo que serán algunas compañías de las que están acuarteladas en Cabezuela, que vendrán tras los pasos de la partida. Ahora, que de poco les va a servir. Tenemos que adelantarnos a ellos. Di a Faustino que salga ya con las caballerías del avío, antes de que pueda echarle el alto alguna patrulla liberal.
El tiempo apremiaba. No podían perder ni un solo instante. Debían ser numerosas las fuerzas que estaban concentrando los gubernamentales. Eugenio corría peligro solo en la montaña.
Emprendieron los dos la subida a pie por una calleja mal empedrada, que se retorcía por entre praderas, castaños y nogales de copa descomunal. La mañana otoñal era limpia, con un sol tibio, que endulzaba el ambiente. En algunas heredades cercanas se veían campesinos, que volvían la cabeza a su paso. Germán saludaba a algún que otro labriego, mientras que Ramón se ocultaba entre las caballerías para evitar ser reconocido. Entre la arboleda se divisaban ocasionalmente edificios de buen porte, levantados con mampuestos y sillares esquineros. Por los tejados salían penachos de humo. Eran los secaderos de castañas, con la lumbre encendida de continuo bajo el zarzo. Menudeaban, asimismo, casillas rústicas a dos aguas, utilizadas de almacén.
Un poco más adelante, determinaron subirse a las bestias para no fatigarse en exceso. La pendiente tiraba demasiado. A media ladera, tropezaron con un hato caprino que ramoneaba por las orillas de la trocha, cortando el zagal, con una segureja, los brotes tiernos de alisos y fresnedas para alimentar el ganado. Vestía un calzón corto de pana con botonaduras y una zamarra negra de pelleja, a la usanza pastoril. Retumbaba el metálico tintineo de los campanillos: changarras realeras, piquetas y zumbas...
Después de casi tres horas de ardua ascensión, divisaron a los hombres de la partida. Se identificaron y Ramón fue recibido con alborozo por su hermano. Pero estaba intranquilo, preocupado por la aciaga suerte que se cernía sobre Eugenio, quien le tranquilizaba diciendo:
—Mira, Ramón, ya sé que estamos en un brete. Pero de otras más gordas hemos escapado. Así que yo me dirigiré a Portugal con los soldados de caballería de mi regimiento. Y los paisanos, se irán dispersando por el camino. A esos no los conoce nadie…
Ramón se había quitado el parche de cuero que le cubría el ojo. Mostraba una cuenca toda sudorosa. Tenía la piel una llamativa blancura, delatora de no hallarse expuesta al sol. Algún que otro soldado contemplaba, no sin disimulo, el rostro fiero del tuerto patriota. Se restregaba y absorbía el sudor con un pañuelo.
El coronel le fue aclarando el plan. Huiría hacia Portugal, haciendo noche en el convento de la Bien Parada, del que era prior un pariente de ambos. En el camino, se iría desprendiendo de la mayor parte de los hombres, acompañándole tan sólo Sindo y los desertores de Talavera. Ramón se haría cargo del herido en la escaramuza del alto del puerto.