23
A su regreso de Plasencia, Amelia notó trasformado a su esposo. Desde el primer día de su reincorporación al despacho, don José comenzó a llegar a deshoras. Amelia intuía cierto distanciamiento y recelo. ¿A qué se debería? Por más vueltas que daba, no encontraba justificación. Tampoco le dedicaba ya frases galantes. Su comportamiento era frío, distante, sin apenas intercambiar saludos ni palabras.
So pretexto de no molestarla por trasnochar, pidió dormir en alcoba separada. Y no tomaba la menor iniciativa de acercamiento al tálamo conyugal. Tampoco parecía seducido por sus encantos, tan manifiestos en ropas de andar por casa. El justillo dejaba asomar la turgencia de sus senos, que pugnaban por escapar de la opresiva prenda. Por entre la abertura de la bata, se insinuaba la firmeza de su muslo delicado. Tentaciones a las que cualquier otro sucumbiría. Pero no José, indiferente a tan explícita sensualidad.
Ignoraba Amelia que todo era teatro. Una simple pose o forma de disimulo, arte en el que no era demasiado experto el juez. Porque, interiormente, tenía que realizar sobreesfuerzos para contenerse y no caer rendido a las plantas de su joven esposa. Su firme voluntad de marcar distancias con la causante de su infelicidad le obligaba a abortar cualquier manifestación afectuosa hacia ella.
Melita estaba hecha un lío. Cuando necesitaba mayor comprensión y armonía en su vida de pareja, su marido se mostraba esquivo. Parecía un duro témpano de hielo. Bastante tenía ella con el calvario de su embarazo, a la sazón indubitable: ya eran cuatro meses sin tener la regla.
¿Cómo abordar a un esposo glacial, distante, y hacerle partícipe de su estado de buena esperanza?
Le laceraba una corrosiva duda: ¿de quién sería la criatura que esperaba? ¿De su marido o de su adorado coronel? No sabía Amelia qué responderse. Ambos tenían opciones a esa paternidad.
La opción decente –que su esposo lo fuese– no asfixiaba el deseo irreprimible de que la progenitura –por muy ilegitima que resultase– se decantara a favor de su pecoso guerrillero. Qué satisfacción si se confirmase esa postrera posibilidad. La forma más perdurable de mantener un vínculo natural con el amor de su vida: tener un hijo suyo.
Tal regocijo loco se trocaba de inmediato en pesar, al considerar que la decencia prescribía que fuese José el progenitor de quien llevaba en su vientre. Una criaturita en gestación, por la que debía mirar con el egoísmo propio de una mujer sacudida por el pálpito de la maternidad.
No debía posponer más la obligación de comunicar a su esposo –con mucho tacto, eso sí– su estado de buena esperanza. Por muy raro e intratable que anduviera últimamente.
Tenía que darse prisa en decirle que esperaba un hijo. O pronto la tripa apuntada se convertiría en mensajera de su estado.
Pero Melita se encontraba con el inconveniente de que sus horarios no coincidían. Cuando Gordon partía temprano al trabajo, ella permanecía aún en la cama, como aconsejaban las tinieblas y el frío matutino. Y regresaba su esposo a horas intempestivas de la noche. En ocasiones espiaba sus pasos, no siempre atinados, por el pasillo. Sospechaba que eran andares de beodo. Ese detalle la desconcertó aún más. Su marido, si no abstemio, consumía bebidas alcohólicas moderadamente, al menos, delante de ella.
Una noche, Amelia se levantó, al sentirlo llegar. Al verla, José puso cara de pocos amigos. Lo encontró desencajado, con la expresión de un tipo amargado. Soltó una imprecación, al tropezar con un mueble de la sala. Ante una escena así, Amelia no se atrevió a abordar el asunto de su embarazo.
Pero no debía aplazarlo más. A armarse de valor y a intentarlo de nuevo.
Otra noche, después de retirarse los sirvientes a dormir, se tumbó Amelia en el diván del salón, cubierta por una manta escocesa. Simulando estar dormida, aguardó la llegada de su esposo. La luz de un velón iluminaba tenuemente la figura de Amelia. Don José se desconcertó sobremanera al contemplarla allí, tendida y arropada. Ella hizo como si despertara y, valiéndose de la leve confusión del marido, le largó sin ambages:
—Buenas noches, José. Veo que aprovechas bien el tiempo. Un poco más y llegas con el lucero del alba.
—Ya ves, cosas del trabajo. Andamos liados.
El gesto contrariado de Gordon no la desanimó a continuar la charla.
—Bueno, creo que va siendo hora que me digas lo que te ocurre. Las cosas entre los dos no pueden continuar así. Viviendo como si fuésemos dos extraños.
Don José no atinaba a reaccionar a la altura de aquellas palabras tan sinceras como inesperadas. Había bebido un poco de más en la habitual rueda por cafés y colmados. Sentía aturdida su cabeza.
Viendo que no obtenía respuesta, Amelia prosiguió:
—No creo haberte ofendido ni hecho nada para que me des trato tan despectivo. Me rehúyes, no hablas conmigo. Vamos, que parece que no existo para ti. ¿Esos son tus juramentos de tenerme como a una reina y adorarme siempre? Pues qué poco duran tus promesas y tus buenos propósitos.
Había don José tomado asiento en la otra esquina del diván e intentaba afinar la voz con espesos carraspeos. Al fin, atinó a articular unas frases coherentes:
—No creo, querida Amelia, que sean estas horas de tratar asuntos domésticos. Déjalo para otra ocasión en que te encuentres menos enojada
—Pues mira, José, creo que ha llegado ya el momento de que nos sentemos a conversar. No intentes escabullirte.
—Te insisto en que no es hora para ventilar estas cuestiones. Me marcho a dormir, que me espera otro día duro. Buenas noches, querida.
Y sin esperar contestación, se encaminó con paso firme a su alcoba. Como si la charla le hubiese despejado la curda. Sonó un portazo. Amelia permaneció en el diván enfurecida. Lloriqueaba. No había conseguido su propósito. ¿Cuánto tiempo más seguiría don José ignorando el embarazo?
La joven era consciente de que ella sola no podía con esa carga. Había escondido su estado ante su amiga y ante su madre. No obstante, doña Concha sacaba a relucir el tema de cuando en vez:
—¡Qué! ¿No nos animamos a traer una criatura al mundo, Melita?
Ella daba respuestas evasivas. No tenía el menor interés en explicarle a su madre intimidades. La euforia podría descontrolarla y hacer que su marido se enterase por boca de su suegra.
A los pocos días de la incómoda conversación con don José, se presentó Asun con la aflicción dibujada en su rostro. Algo malo debía ocurrirle. Amelia, sentándola a su lado, le cogió las manos y mirándole los ojos, le pidió explicaciones:
—¡Ay, Melita, qué mala suerte la mía! Ya no vamos a poder vernos. El duque ha dispuesto que vuelva a su palacio de Piedrahíta. Dice que necesita mis servicios allí.
—Pero eso no puede ser. No puedes dejarme, Asun. Y menos ahora, que tan necesitada estoy de una mano amiga en que apoyarme.
—Pues ya ves, Melita, la que me espera. Y, además, Esteban se queda aquí. Así que me marcho solita, hija. Menudo porvenir el mío.
—Esto lo arreglo yo. Aunque no nos entendemos bien, le diré a José que interceda a tu favor ante el duque. Ten confianza, ya verás como él lo solucionará, pues para eso son íntimos. Recuerda que él fue quien hizo que vinieras a Madrid.
—Cuánto se lo agradecería, si pudiese conseguir que me quedase. Oye, ¿por qué has dicho que no te entiendes bien con tu marido? Seguro que habéis reñido por cualquier fruslería. Te conozco bien, Melita.
—Pues te confundes de pe a pa. Él es quien me ignora. Ni tan siquiera me saluda. La otra noche intenté arreglar las cosas y me dejó plantada en este mismo diván. Se marchó a dormir como si tal cosa. Está cambiadísimo. Me preocupa.
—Tonterías, niña. Habrá tenido un mal día. Él siempre te ha adorado, Melita. Te quiere con locura. Algo raro debió de pasarle.
—Pues sí, algo muy gordo debe de ocurrirle. ¿Se habrá enterado de mi visita al campamento? Confío en que no sea así.
—¿Cómo va a enterarse a estas alturas, después de transcurrido tanto tiempo?
—No sé, querida Asun. Tengo como un mal presentimiento. Y el caso es que necesito hablar urgentemente con él. No puedo esperar más.
Amelia se abrazó a su amiga y enjugó unas lágrimas. Al fin, iba a revelarle su secreto. No podía esperar más. Máxime, temiendo que se marchara a Piedrahíta:
—Estoy embarazada, Asun. Ya son cuatro las faltas. Mira la que se me viene encima.
Asun le cogió la cara. Le secó las lágrimas con su pañuelo y con fingido enojo, la reprendió.
—Pero bueno, Melita, cómo no me lo has dicho antes. Mucho hablar de que soy tu mejor amiga y me escondes algo así.
—Es que como no lo sabe aún mi marido, no está bien que se lo adelante a otra persona. Pero bueno, ya está dicho. Ya lo sabes, hija.
Asun tomó a su amiga del brazo e intentó alzarla del diván, al tiempo que le decía:
—A ver, ponte de pie, que a lo mejor ya se te nota.
—Anda, tonta, déjate de boberías.
—¿Lo llevas bien? ¿Tienes molestias, niña?
—Sí, algunas veces siento arcadas y molestias en el vientre.
Volvieron a sentarse juntas en el diván. Amelia le ocultó sus dudas sobre la paternidad del hijo que esperaba. Asun hubiese reaccionado abroncándola.
Todavía pasaron largo rato charlando del asunto y buscando una estrategia que allanara el camino hacia don José. Asun sugirió que al día siguiente se acercase al despacho y lo invitara a pasear. Estando los escribientes delante, no se negaría a acompañarla. Luego, sentados en un café, con ambiente distendido, comunicárselo con tino. Cuando Asun se despidió, estaba resuelta a ponerlo en práctica.
Las cosas, sin embargo, salieron de otro modo. Esa misma tarde. Amelia empezó a sentirse mal. Llamó a la criada para que le preparara una tisana. Cuando se la llevó, encontró a la señora mareada sobre el diván. Dositea se alarmó y salió corriendo a avisar a doña Concha, quien, al rato, llegó con don Leoncio Pimentel y el médico de palacio.
El galeno era persona de edad más que mediana, con patillas alborotadas y anteojos que le conferían cierto aire despistado. Con extrema amabilidad, habló con Amelia, quien le describió las molestias que sufría. El hombre la auscultó con una especie de trompetilla, deteniéndose en el bajo vientre. Luego, bajándose las mangas de la camisa, exclamó en tono jovial:
—Señora, permítame que le dé mi enhorabuena. Está usted encinta. Va a ser madre… en unos cuantos meses.
Doña Concha empezó a realizar aspavientos que manifestaban su euforia. Besaba a su hija y abrazaba a su esposo:
—Abuelos, Leoncio. Vamos a ser abuelos. Y no tardando mucho. ¡Qué alegría tan grande me ha entrado! Vine con sofoco y preocupación y me voy a dormir esta noche con la mejor noticia que podían darme. Yo abuela…
Marchó el médico con la promesa de girar visitas periódicas a la embarazada. Doña Concha mando a su marido en busca del yerno. A esas horas, estaría don José en el Ministerio. Y efectivamente, allí lo encontró. El político liberal se asustó al ver a don Leoncio, quien no se anduvo con rodeos y le soltó:
—Tienes que ir rápidamente a ver a tu esposa.
Puso don José cara circunspecta.
—¿Le ha ocurrido algo a Melita?
—No te alteres, que no es nada malo, hijo. Al revés. Me hubiera gustado que fuera ella quien te lo comunicara. Pero ahí va eso: ¡vais a ser padres! Nos lo acaba de decir el médico. Le dio un mareo a la niña y nos avisaron. Venga, recoge tu abrigo y sombrero y vámonos. Amelia te espera.
Sucedió todo tan raudo que don José no tuvo ocasión de reaccionar. Siguió los pasos de su suegro. Por el camino, iba repitiéndose: «Voy a ser padre, voy a ser padre…». La frase parecía ejercer un efecto sedante en su atormentado espíritu.
Cuando llegó a la vivienda, su rostro manifestaba un evidente regocijo. Con palabras afectivas, se fue aproximando a su esposa, a la que abrazó ante los ojos lacrimosos de doña Concha:
—Un hijo, Melita. No puedo creerlo. Me vas a dar un hijo.
Melita se dejaba abrazar. Inesperadamente prorrumpió en llanto. La tensión acumulada durante tantos días empezaba a diluirse por su lacrimal. Por fin, de la forma más inesperada, su marido pudo enterarse de lo que ella no tuvo la oportunidad de expresarle personalmente.
Cosas de la vida.
El jefe político de Cáceres no se olvidaba del rebelde Rosales. Seguía Landero en contacto con los alcaldes de la comarca, intercambiando pliegos y oficios, por vereda oficial, relacionados con la busca del cabecilla. A comienzos de año lanzó un Indulto dirigido a los partidarios de Eugenio Rosales y de Feliciano Cuesta. Para ello comisionó a un sujeto de su total confianza, llamado Domingo Gallego, vecino de Navalmoral, quien recorrió los pueblos del distrito de Trujillo y del valle para divulgar los términos tan favorables del indulto. A él, acabaron acogiéndose dos hombres de Cuesta y cuatro de Rosales. Sobre los últimos, corría el rumor de que eran tipos de salud delicada y que habían aprovechado el indulto, con consentimiento de su jefe, para poder recibir atención médica. Los rebeldes indultados ofrecieron escasos detalles acerca de la facción.
En Tornavacas, los hermanos Yusta no habían abandonado su propósito de acabar con Eugenio. El premio resultaba tentador: cinco mil reales, con los que podrían comprar ganado, casas y heredades en la propia villa o en lugares de alrededor. Manuel y José Yusta se frotaban las manos pensando en la prosperidad que lograrían con la recompensa. A la postre, quitar de en medio a Rosales no sólo les daría gusto y satisfacción, sino que les haría ricos.
Se la tenían jurada desde que, en la primavera de 1812, el cabecilla se llevó siete vacas y cinco chotos que su padre tenía pastando al sitio de los Asperones, en la montaña de Tornavacas. No tuvo Rosales en cuenta que ellos, hijos del dueño, estaban sirviéndole en su escuadrón, ni tampoco la súplica que ambos, respetuosamente, le dirigieron para que no se tocara aquel hato que servía de sustento a su familia. El jefe desoyó sus ruegos y tomó las reses de los Yusta para avituallamiento de la partida. Había otras reses que pacían por aquellas praderas, cuyos dueños no dieron muestras del menor patriotismo. Podía haberlas requisado don Eugenio. Y no tocar las de su padre, quien había ofrecido a ellos, sus hijos, a la causa de la nación.
Rosales lo hizo porque sí, porque tenía negras las entrañas y no estimaba a los hombres que le servían exponiendo sus vidas de continuo. Eso no era propio de un hombre de bien. Y menos de un comandante reputado de guerrilla. En su justificado enojo, los hermanos Yusta aprovecharon la primera oportunidad que se les presentó para abandonar la partida. Ambos se enrolaron en el regimiento Numancia y allí permanecieron el resto de la campaña. Manuel, el mayor de los dos, era sargento cuando acabó la guerra. José sólo pudo llegar a cabo.
Ahora el destino ponía en sus manos el instrumento de venganza. Y sacando, de propina, una buena tajada. Desde que la Diputación ofreció aquel dineral, lo tuvieron claro. Se habían presentado enseguida al alcalde de Tornavacas para que lo pusiera en conocimiento de la superioridad. Exigieron la más absoluta reserva al señor alcalde, pues si llegaba a oídos del cabecilla, los degollaría antes.
Bien sabían ellos cómo se las gastaban y con cuánta saña y fiereza se desquitaban de sus adversarios los Rosales. El tuerto les infundía verdadero pánico a los Yustas.
A la sazón, Manuel ostentaba el grado de subteniente en la milicia voluntaria de Tornavacas. Experimentado en la lucha irregular, era uno de los mejores instructores. Se habían adscrito los hermanos al bando liberal por la sencilla razón de que Rosales encabezaba la opción contraria en la comarca. No lo hicieron por convicción ideológica. Los Yusta, al igual que la mayoría del paisanaje, comulgaban con los valores seculares que representaba aquella sociedad patriarcal, sacrosanta e imbuida por la tradición religiosa de Tornavacas.
El suyo era un pueblo de hondas devociones y ritos ancestrales. Se engalanaban las calles para las festividades religiosas, como la del Corpus, cuando plantaban ramas de fresno y sábanas bordadas a las puertas de los doce mayordomos. Manuel y José pertenecían a la Cofradía del Santísimo Sacramento del Altar, identificada por sus capas de paño viejo, del mismo modo que a la del Santísimo Cristo del Perdón. No hacía ni un lustro que su familia le había ofrecido al Cristo un Ramo en acción de gracias por haber superado la madre una grave enfermedad. Los dos hermanos, inseparables pese a estar ya casados y con hijos, ascendieron a las tajaduras más asilvestrada de la montaña y trajeron grandes ramas de acebo, que, con la ayuda de un carpintero, montaron, dándole forma de árbol y adornándolo con cintas de colores y dulces caseros de sartén.
En noviembre habían ya emprendido los Yusta las tareas de inspección del terreno en que se movía la partida absolutista. Se lo conocían de memoria. Con los ojos cerrados podían reconstruir la posición del campamento principal, enclavado allí, en el horco de Majada-Cerezo.
Sin embargo, el paraje donde Eugenio asentó el nuevo real les resultaba menos familiar. Este refugio invernal de la partida se encontraba más cerca de Xerte que de Tornavacas. Los Yusta se desplazaron varias veces al nuevo campamento, guardando un prudente sigilo. Iban anotando detalles sobre las posiciones del escuadrón, sobre los parapetos naturales en que ocultarse, sobre horarios de las guardias y su distribución… Se disfrazaban de míseros jornaleros con el propósito de pasar inadvertidos. Luego se traían dos asnos cargados de leña de roble. Así disimulaban su meticulosa labor de espionaje. Las bajas temperaturas no les incomodaban, pues eran montaraces y recios de constitución.
Un domingo de enero en que la partida asistía a una misa de campaña, los Yusta pudieron ultimar su estrategia. Comprobaron que la facción vivía relajada, confiada ante la falta de acoso de la tropa liberal. En alguna ocasión, la partida se fraccionaba en dos o tres grupos, que tomaban rutas opuestas. Irían en busca de provisiones o a realizar encargos puntuales. Entonces, Eugenio se quedaba casi solo en el real, con un puñado de hombres. Aquella resultaría la circunstancia más indicada para intervenir.
Ya iba adelantado el primer mes del año y la partida sumaba casi dos meses de escasa beligerancia. Sin asestar golpes llamativos y sin apenas irrumpir en las poblaciones. Salían sólo para avituallarse, tomando casi siempre la dirección hacia Castilla y rara vez bajando al valle. El dinero seguía fluyendo con puntualidad desde las arcas eclesiásticas de Plasencia y Coria, por lo que pagaban bien a proveedores, a confidentes, a espías y a los propios partidarios. En las navidades, habían disfrutado de calderetas, higos pasos, nueces y aguardiente.
Por unos arrieros del otro lado del puerto, los Yustas se informaron de que Ramón y Santiago León habían sido vistos en las fiestas patronales de San Antón Abad en una aldea del Aravalle muy próxima a Barco. Lo que significaba que los Caballeros de la sierra se sentían tan seguros que osaban abandonar el campamento para divertirse en festejos populares.
Los hermanos Yusta barajaron la posibilidad de que, igualmente que acudían los guerrilleros a expansionarse a las aldeas castellanas, acabarían bajando también al valle. Repasando el calendario constataron que la festividad más cercana correspondía a las Candelas de Xerte en los días iniciales de febrero. Además de asistir a las fiestas, resultaría más que probable que se aprovisionasen del buen caldo que se guarecía en bodegones soterrados de la heroica villa, cuyo caserío estaba aún reconstruyéndose, tras haber sufrido la quema íntegra a manos airadas de huestes napoleónicas en el verano de 1809. Era fijo que parte de la facción bajaría a dicha fiesta, máxime habiendo como había varios naturales de Xerte que militaban en ella.
Las fiestas de las Candelas en Xerte se presentaban a ojos de los Yusta como una oportunidad perfecta para acabar con el cabecilla. Disponían de poco tiempo para planificarlo.
Manuel Yusta escogió un puñado de voluntarios para que le acompañaran, aunque sin decirles lo que en realidad se traía entre manos. Al capitán de la compañía, con quien mantenía buenas relaciones, le explicó que se llevaría una escuadra de voluntarios para realizar tareas de vigilancia sobre la facción.
Cogieron las escopetas y emprendieron la subida a la montaña el día dos de febrero. Aún la noche era cerrada. Iban vestidos de labriegos, con un saco sobre la cabeza, a fin de que no se les reconociera a la par que se protegían del relente invernal. Llevaban, asimismo, unas mulas cargadas con banastas, en cuyo fondo depositaron las armas de fuego y las municiones, cubriéndolas con unos costales vacíos y colocando encima el utillaje de cortar leña. Si tenían algún tropiezo con los serviles, disimularían, haciéndose pasar por míseros gañanes.
La noche se presentaba despejada y fría. Las estrellas, brillantes al inicio de la marcha, iban perdiendo intensidad a medida que clareaba y ascendía el grupo por la accidentada vertiente. Más de dos horas emplearon en llegar a un collado, desde el que se divisaban a lo lejos resplandores tenues de hogueras desgastadas. Allí se hallaba, pues, el real de la facción.
Cogieron las armas y dejaron las bestias en el robledo y se fueron aproximando con cuidado, protegidos por la densa enramada. Esperaron hasta que la incierta luz matinal permitió distinguir el campamento.
Buscaron Manuel y José las posiciones de la guardia facciosa. Tenían establecidos tres puntos de vigilancia: uno que miraba al fondo de la cuenca; otro, montado sobre un risco, frente a ellos, y el tercero, se situaba junto a un bardal. El mayor riesgo lo constituía una empalizada que controlaba la angosta vereda hacia la base realista.
Había que sortear como fuera a la pareja que montaba guardia en aquel punto. Manuel dio orden de escalar un poco más, alejándose de dicho control.
Luego se mantuvieron un buen rato observando el arranque de la actividad en el campamento. Los hombres salían de cobertizos y chozos, desperezándose y bostezando. Algunos llevaban una manta echada sobre los hombros, para combatir el soplo gélido del céfiro. Los camaradas intercambiaban frases y gestos toscos de saludo mañanero.
Dos hombres atizaron la lumbre y pusieron unos calderos al fuego. Sin duda, era la hora del almuerzo. Al poco rato se extendió por los contornos un espeso y penetrante olor a comistrajo en cocción.
Se mantuvo el pelotón liberal espiando los movimientos de los acampados. Todo se desarrollaba con la rutina esperada. Los milicianos liberales estaban un tanto impacientes y desconcertados, pues no tenían claro cuál era su cometido. Ver a tantos guerrilleros les había asustado. Poco podrían hacer contra una fuerza muy superior. Manuel Yusta los serenaba:
—Muchachos, tranquilos. Dejaremos que se dividan y, luego, les damos pa’l pelo. Agachaos, no vaya a ser que nos guipen.
Achantados y temerosos, los Voluntarios se plegaron a las peñascos que les ocultaban.
—¡Qué relajados viven estos cabrones! –comentó Manuel a su hermano, observando la manera tranquila de despertarse y emprender los quehaceres cotidianos.
Transcurrido un buen rato, se observó gran revuelo en el campamento. Los caballos relinchaban mientras les ponían las monturas. Los guerrilleros marcharon seccionados en dos grupos. Manuel reconoció al frente del grupo más numeroso a Santiago León y a un cabo de Tornavacas, Cristóbal Valonga, con el que se llevaba bien, pues su familia vivía cerca de su casa. Sin duda, ese grupo sería el que bajaría a las Candelas de Xerte, a por vino y, de paso, a solazarse un rato.
El otro grupo enfiló hacia el norte, pero por una cota más baja que en la que ellos se hallaban. Iba conducido por el tuerto Rosales y cabalgaba a su lado Sindo. A ambos los conocían sobradamente los Yusta. Supusieron que se dirigirían a las aldeas del Aravalle, en busca de granos y hogazas recién horneadas.
Los hermanos Yusta conversaron aparte, sin que los soldados les pudieran escuchar. Evaluaban la situación. En el campamento permanecían tan sólo ocho o diez hombres, que realizaban las tareas ordinarias de la vida montaraz de la guerrilla.
A Manuel se le reía el alma. La cosa pintaba bien. El cabecilla se había quedado medio solo.
Este podía ser su día de gloria.
Ya le parecía escuchar el tintineo de centenares de monedas entrechocándose en su bolsa. Convencido del éxito de la empresa, envió a uno de los milicianos a Tornavacas, para que pidiera refuerzo urgente. Tenía que darse prisa. Ellos aguantarían tiroteándose con la guerrilla.
Ya avanzada la mañana, pudo Manuel, al fin, contemplar al odiado coronel Rosales. Salía de la choza más amplia. Su estampa resultaba inconfundible por su pelo y barba bermejos. Llevaba la guerrera desabrochada y por las trazas, dedujo Manuel que el cabecilla no haría grandes cosas ese día. Seguramente intentaría pasar la jornada del mejor modo posible.
No le quitó ya ojo al odiado coronel. Si se metía en algún cobertizo, su mirada permanecía atenta hasta que salía. Transcurrida una hora o más, se le vio a Eugenio tomar una escopeta y una cartuchera. Dio una voz llamando a alguien y al momento se presentó un zagal uniformado. José lo miró perplejo. ¿Qué hacía un chaval en el campamento? Manuel le aclaró que probablemente se tratase de un cadete, pues, ya cuando la francesada, solía Rosales contar con varios mozuelos aprendices del oficio militar. Eran hijos de amigos, de compadres y hasta de parientes directos de los Rosales, casi todos de Cabezuela.
El coronel, acompañado del cadete, se internó por una senda estrecha que conducía a un denso rebollar.
Había llegado la hora de actuar.
Manuel hizo señas a sus subordinados para que lo siguieran. Bordearon el campamento por arriba y luego descendieron siguiendo los pasos del coronel y del jovenzuelo. Marchaban tras ellos con suma cautela, sin hacer el mínimo ruido.
En un cuarto de hora los persecutores habían alcanzado el rebollar, penetrando en él sigilosamente: primero José, y detrás Manuel con los voluntarios. Después de escudriñar el bosquecillo, lo atravesaron y salieron al otro lado.
Sin duda, Eugenio se disponía a disfrutar una jornada de caza por aquellos quebrados matorrales de escobas y brezos. En estos parajes de alta montaña abundaban codornices y patirrojas para el reclamo, así como liebres y conejos despistados. Una buena mancha de caza menor.
En un abrir y cerrar de ojos, perdieron de vista al cabecilla y al muchacho. Por fortuna, les reorientó el humo de un fogonazo y el olor a pólvora. El disparo había estremecido la ladera. Brotó áspera la voz del coronel:
—Talín, vete a por esa liebre. Se habrá metido entre esos canchales. La dejaremos al oreo un par de noches y luego verás qué rica te sabe.
Manuel advirtió que estaba de suerte. Cuando disparara sobre Rosales, los del campamento creerían que las detonaciones salían de las escopetas de su jefe o del cadete.
Todo iba a pedir de boca. Con precavidos pasos, fueron ascendiendo hasta donde Eugenio se situaba.
Manuel Yusta expuso, lacónico, la táctica: dos soldados se desplazarían más arriba de donde cazaban y los demás se irían acercando en un despliegue envolvente. Así, lo sorprenderían, y cuando se viera rodeado, se rendiría. En caso de que disparara, ellos también lo harían.
El objetivo no resultaba cómodo ni fácil. El coronel se movía en todas direcciones, según su intuición cinegética le hacía suponer que podría cobrar alguna pieza. Al rato, hizo un descanso sobre un pedrusco, sito en medio de un calvero del bosque.
Los voluntarios se quedaron quietos en respuesta a una indicación de Manuel. Aquel era el mejor momento para atraparlo. Eugenio había puesto la escopeta apoyada en la piedra y hablaba animadamente con el cadete.
De repente, emergieron de entre las retamas los milicianos. Manuel gritó:
—¡Date preso, cabrón! No tienes escapatoria. Si te mueves, te freímos a tiros.
El aguerrido coronel dio un empujón al chaval y empuñó el arma, tirándose al suelo. Pero los milicianos que estaban más arriba le descerrajaron dos tiros certeros.
Se escucharon tenues gemidos del malherido cabecilla. Rosales gritó quejumbroso al zagal:
—Arrástrate hasta el campamento… y pide ayuda, Talín…
Como un gamo corría el cadete removiendo las resecas vainas del retamar en busca de apoyo. El subteniente Yusta ordenó que no dispararan al muchacho. Nada tenía contra él. El zagalón bajaba la pendiente pidiendo a gritos socorro a los guerrilleros, que se habían asomado al escuchar tantos disparos a la vez.
Rosales mantenía sujeta el arma e intentaba arrimársela a la cara para disparar. Se notaba que las fuerzas le abandonaban.
Dos voluntarios lo encañonaron de cerca. Uno de ellos le requirió amenazante:
—¡Deja el arma quieta o te meto otro balazo en el lomo!
Cuando Manuel y los demás se acercaron, vieron al coronel tendido en un charco de sangre, espesándose en oscuros grumos terrosos. Gravemente herido, se revolvía en el suelo como un animal salvaje, como un furibundo jabalí abatido por fieros cazadores.
Antes de cerrar los ojos, Eugenio dirigió una mirada de odio a los Yusta. Le quedaron fuerzas para incorporarse levemente y encararse a ellos:
—Me matáis a traición, bastardos… No tuvisteis güevos para batiros frente a frente… Debí buscaros y mataros hace tiempo, so cabrones…
Agotado por el esfuerzo, cayó desmayado.
Una bala había penetrado en el muslo izquierdo y la otra, más peligrosa, en el abdomen, de donde seguía brotando sangre. A ese paso, se desangraría allí mismo. Un miliciano sacó un pañolón para enjugar la herida. El pequeño de los Yusta se lo puso a guisa de vendaje. Algo contendría la hemorragia.
Luego se escuchó el jaleo de los hombres de Rosales que venían en su ayuda. Manuel dio órdenes de arrastrar a Rosales hasta el rebollar, donde se abrigaron. En pocos minutos se entabló un tiroteo entre ambos bandos. Manuel estaba convencido de que resistirían al puñado de guerrilleros hasta que acudiese el refuerzo desde Tornavacas.
Rosales seguía inconsciente, recostado sobre el tronco de un roble. De cuando en vez, Manuel Yusta le echaba una mirada y sonreía para sus adentros. Lo había logrado. Era sólo cuestión de aguantar un poco más el fuego cruzado con los partidarios. No tardarían en llegar los refuerzos.
Los Yusta vieron montar al cadete en un caballo. Tomaba la dirección de Xerte. Sin duda, el muchacho iría a dar aviso a los realistas que habían bajado a la villa. Como no se diesen prisas los suyos en llegar, las pasarían canutas.
Por suerte para los captores, al rato se presentaron los refuerzos de la milicia de Tornavacas. Eran ocho o diez, al mando de un sargento, que le informó al subteniente Yusta de que detrás venían otros tantos. Estaban salvados. Pero lo principal era bajar al coronel Rosales a la villa, antes de que llegasen los hombres de Santiago León desde Xerte y de que empezase a oscurecer.
Mientras continuaba el tiroteo con la guerrilla, Manuel se encargó de preparar la bajada del herido. Acoplaron al coronel entre dos costales rellenos de hojas secas, que amortiguarían los vaivenes de la mula al descender por el abrupto camino.
Luego ordenó Manuel que sus hombres se fuesen replegando con orden y con rapidez, antes de que regresasen los demás partidarios.