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La tarde iba avanzada cuando la partida realista divisó Bonilla. El caserío transmitía una grata sensación de sosiego, acurrucado junto a un otero de escasa elevación. Sobresalía el perfil de su grandiosa iglesia parroquial, con aires de vieja colegiata, y sobre el límpido cielo se recortaba su alto y robusto campanario. Junto a ella, se divisaba, asimismo, la silueta del palacio veraniego del obispo abulense. Consultó Sindo con su jefe los pasos que iban a dar. No era conveniente irrumpir en tropel toda la partida, a esas horas, en la población. El alboroto podía asustar al vecindario, cuyo auxilio resultaba vital en este trance. Por ello, Sindo sugirió a su jefe:
—Creo que es mejor que nos detengamos en la garganta para no alborotar las calles del pueblo.
—Está bien, Sindo, que desmonten los hombres, se acerquen al arroyo y quiten la montura a las caballerías para que se repongan de la caminata. Además, ya es hora de que abran el morral y coman algo. ¿Cómo van los dos heridos?
—Los he visto hace poco y, aunque se quejan, creo que no es preocupante.
—Hay que buscar al médico de la villa para que los examine y les haga una cura en condiciones, no vaya a ser que se infecten las heridas. De todos modos, me acercaré a verlos.
Los hombres descabalgaron entre fatigosos resoplos y se fueron aproximando cuidadosamente a las inmediaciones de la garganta. Luego aliviaron a los caballos de las monturas, les retiraron las cinchas y correajes y los dejaron sueltos para que abrevaran en el cauce de limpísimo arroyo. Podían pastar los animales las yerbas frescas que había en las orillas de la garganta y en un robledal cercano.
Mientras devoraban los suyos la merienda, Rosales se dispuso a ofrecerles una explicación y trasmitirles unas palabras de ánimo. En su perorata, primero intentó justificar lo evidente: no habían podido tomar Ávila. Sin embargo, eso no suponía el fin de la asonada. Ellos estaban comprometidos con el rey. Debían perseverar en ese objetivo y no decaer en su propósito. Trató de calmarles con mensajes esperanzadores.
Como los conocía a todos por su nombre, les fue preguntando en voz alta a varios de ellos –unos, viejos guerrilleros y otros, mozos sumados a última hora– cómo se encontraban de ánimo. Todos contestaban positivamente, con voces entusiastas, a su jefe.
—Mi coronel, tanto yo como mis compañeros nos damos cuenta del revés que hemos sufrido. Pero eso no nos acobarda. Le seguiremos hasta donde quiera. Pierda usted cuidado.
Quien así respondía era un paisano vestido con una faja azul y una chaquetilla de paño, gastado y pardo. Se llamaba Germán Silva, si bien todos le decían el Portugués, porque, aunque natural de Tornavacas, sus ancestros procedían del otro lado de La Raya. Había llegado su familia hacía muchos años a trabajar de aserradores y se había instalado en esa población. Su padre lo puso a servir desde joven con un rico de Cabezuela, emparentado con los Rosales. Allí conoció a Eugenio, en cuya partida de guerrilla se enroló en 1811. Tras la guerra, se ganaba Germán la vida de jornalero, trayendo cargas de leña, aunque también hacía trueque con productos de matanza o maquilas de granos. Los dos mulos y una borrica con que acarreaba la leña los empleaba para subir a vender en las aldeas castellanas pellejos de vino, al pormenor, y las frutas bien sazonadas de las laderas del valle. Las compraba y luego las revendía. A veces, trocaba su mercancía por harina o judías blancas.
Se alivió el cabecilla al comprobar que la moral no estaba demasiado debilitada. Luego les expuso a grandes rasgos el plan a seguir. Esa noche la pasarían en Bonilla y de madrugada partirían a un lugar más seguro.
Rosales dejó a sus hombres al cargo de Sindo y, acompañado de un suboficial, enderezó hacia la villa episcopal. Se introdujeron por un callejón donde había tinados de los que escapaban mugidos de vacas y luego se internaron por una calle que iba a dar a la plaza mayor.
A su paso, fue el coronel reconocido por algún que otro vecino. Rosales se había hecho muy popular por sus correrías de patriota entre el paisanaje de Bonilla, que le profesaba un sincero aprecio, cuando no una abierta admiración. La extrañeza dibujada en el rostro de los lugareños daba a entender que sus cabezas estaban suponiendo que algo raro debía ocurrir para que apareciera a esas horas por allí el glorioso guerrillero vestido de uniforme.
Al llegar a la plaza, un grupo de mujeres enlutadas hacía cola junto a la fuente, con los cántaros puestos bajo los caños de agua. Se quedaron mirando a los dos forasteros, hasta que del corro salió una voz que saludó:
—Buenas tardes, don Eugenio, ¿qué se le ofrece a usted por este pueblo?
Así le inquiría amablemente una señora madura, a la que reconoció enseguida el militar, quien, a su vez, correspondió al saludo:
—Buenas tardes, Casilda, ¿cómo andamos por aquí? Pues precisamente venía a ver a tu marido, aunque no sé si estará en la casa.
—Sí, coronel, está en la casa arreglando lo del acarreo de las manzanas, que acabamos de recoger las últimas esta misma mañana. Seguro que se va a alegrar cuando lo vea, después de tanto tiempo.
Rosales se despidió cortésmente del corrillo de comadres. Atravesó un soportal y fue directo a aporrear el portón de una casa solariega, con entrada en arco apuntado y un escudo pequeño sobre la fachada. Salió de dentro una voz recia y, al poco, apareció el rostro enjuto de un labriego castellano, en el que se pergeñaba un gesto de simpatía hacia la persona que llamaba a su puerta.
—¡Dichoso los ojos, amigo Eugenio! ¿Qué te trae por aquí?
Con el índice sobre los labios, Rosales le solicitó silencio y se metió con su ayudante en el zaguán de la vivienda. Argimiro era un rico labrador con título de hidalgo, que, a la sazón, ostentaba, como ya había hecho en otras ocasiones, la vara de alcalde de la villa. Tras un cordial abrazo, el dueño les ofreció de comer y beber. Rosales, le atajó.
—Perdona, Argimiro, pero hemos comido un bocado hace un rato. Ahora te ruego que me escuches con atención, porque es muy importante lo que voy a decirte.
El labriego contrajo la cara en un mohín de gravedad y extrañeza, haciendo más profundos los surcos de su frente. Luego se acomodaron en un banco del zaguán. Argimiro se puso en actitud de escuchar lo que tuviera que decirle su viejo amigo, a quien había socorrido numerosas veces en la guerrilla. Por la seriedad del coronel, dedujo que algo grave debía de pasarle. Rosales le preguntó si aún vivía don Celedonio, el cirujano que había curado a los hombres de su partida. Argimiro replicó afirmativamente y quedaron en que, con un sirviente, le pasarían aviso. El ayudante se encargaría de llevarlo para curar a los heridos. Luego Rosales fue desgranando detalles sobre los aprietos en que se hallaba, razón por la que requería su apoyo.
Mediante un recado que llevó una criada, Argimiro convocó en su casa al administrador del palacio del obispo, Eusebio de la Vega, persona entrañable e íntimo amigo de ambos. A los pocos minutos se personó don Eusebio, quien, pese a estar prevenido, no pudo por menos de sorprenderse al ver al coronel en persona.
Eugenio les habló con franqueza. Precisaba que sus hombres pasasen la noche recogidos en las caballerizas del palacio, lo que no suponía ningún problema ya que estaban vacías en esa época. Necesitaba patatas para que metieran algún guiso caliente en el estómago y también provisiones para el día siguiente. Nada especial. Bastaría con unas varias docenas de panes grandes y unas ristras de embutidos o cecina ahumada.
Ambos asentían con la cabeza a las peticiones de Rosales. Si no encontraban raciones suficientes, las traerían de las despensas de la casa ducal, pues ambos regentes palaciegos –don Leoncio y don Eusebio– mantenían óptimas relaciones. Tardarían poco, pues como ya sabía Rosales, apenas mediaba una legua entre las dos poblaciones.
Rosales les insistió en la absoluta reserva con que debían desenvolverse. Si llegaba a oídos de los constitucionales, podrían ser acusados de infidencia por auxiliar a un insurrecto. Se comprometieron ambos a tener todo preparado lo antes posible para que, al poco de anochecer y con los vecinos recogidos en sus hogares, se introdujesen con sigilo los hombres del coronel en las caballerizas. Si no cabían apiñados, Argimiro los llevaría a unos cobertizos de su propiedad, sitos en los arrabales de la villa.
La conversación derivó hacia el terreno político. Manifestaron a Rosales la disposición de los hidalgos de la villa a defender los derechos del rey, siempre que la ocasión resultase propicia, y acabar con los liberales, de los que había un puñado insignificante en el pueblo. Nada que les preocupara. La prueba más palpable de su nula influencia residía en el hecho de que él, Argimiro, seguía ocupando la alcaldía. Y ya sabía Rosales cómo pensaba.
Rosales se acomodó en casa del alcalde. No acababa de disolverse en su memoria la voz de Gordon, insultándole y amenazándole desde las murallas. Evocó la ridícula estampa del juez, un tipejo consumido, casi siempre vestido de negro. Lo había visto por primera vez en Bonilla, en una de las veladas en el palacio episcopal, allá en el verano de 1811. Les había presentado el propio obispo, don Germán Caamaño.
Gordon le pareció al guerrillero un aprendiz de cortesano, vestido de impecable terno oscuro. Una ropa, sin duda, inapropiada para aquel duro verano mesetario. Además, Rosales no se fiaba de alguien que estrechaba la mano con femenil blandura y sonreía con estudiada complacencia.
Había escuchado Eugenio elogiar la supuesta habilidad de Gordon para negociar con los hombres de Napoleón. Lo que para otros podía ser una cualidad estimable, para los patriotas sinceros como él, aquel trato frecuente con la oficialidad enemiga, aquel ir y venir a la residencia del brigadier francés, aunque fuese por motivos justificados, suponía una intolerable actitud complaciente con el invasor. Por Piedrahíta corrían rumores de que Gordon, admirador sin disimulo de los logros revolucionarios del país vecino, no era trigo limpio. Algunos llegaron a tildarle de afrancesado, aunque tan sólo en reuniones privadas y nunca públicamente. Con todo, eso bastó para poner en guardia a Rosales desde el primer día en que sus vidas se cruzaron.
Había escuchado también Rosales que el juez de Piedrahíta, en sus afanes de petimetre, merodeaba por los círculos próximos a la casa ducal. Gordon acudía ocasionalmente a las veladas de verano en el jardín palatino: árboles de inmensas copas, ninfas y faunos tallados en piedra noble, pérgolas de flora perfumada, fuentes rumorosas y estanques con cisnes y patos… Le acompañaba casi siempre un abogado y escritor, Pepe Somoza, hombre de grato semblante y afín también a la mentalidad volteriana. Él lo había introducido en los ambientes distinguidos de la villa.
Supo Rosales que Gordon, como otros muchos, cayó rendido ante los encantos de aquella jovenzuela de apenas dieciséis años. Pero se rumoreaba que Amelia no le hacía caso. Lo había rechazado, a pesar de que su padre viera con buenos ojos el cortejo del juez a su hija.
El nombre evocado de Amelia le hizo preguntarse al coronel qué habría sido de aquella muchacha risueña y alocada. Vino a la mente de Rosales aquel día, en las caballerizas de Bonilla, cuando le pidió la joven que le permitiese cabalgar en un caballo precioso, requisado por el guerrillero a un edecán francés.
Al ir a montar, Rosales la tomó por la cintura. La chica se ruborizó y salió al galope. De regreso, a los pocos minutos, Rosales la ayudó a descabalgar. Al cogerla de nuevo por la cintura, sintió el roce de los senos erizados y un estremecimiento fugaz en el cuerpo en ciernes de la mozuela. Amelia se largó nerviosa, sin despedirse ni agradecer el gesto galante del guerrillero.
Más tarde, cuando se encontraban casualmente en Bonilla, la moza Pimentel se turbaba al toparse con el guerrillero o cruzarse sus miradas. ¡Cosas de la edad! Al menos así lo estimaba Rosales entonces.
Desechó el recuerdo de Gordon y sus aventuras galantes, si bien en su cabeza seguían retumbando los gritos e insultos que le había lanzado desde las murallas de Ávila.
En Madrid el ambiente político se hallaba extremadamente embarullado aquella otoñada. En los cafés de la corte se maquinaba toda clase de venganzas contra los servilones que no acataban la norma gaditana. Francmasones, carbonarios y comuneros se congregaban en reuniones secretas donde se analizaba el modo de hacer entrar por la prometida senda constitucional al rey Fernando. Aprovecharon los agitadores las tertulias del San Sebastián y del Malta para difundir sus mensajes radicales contra los absolutistas, a los que intimidaban en plena calle. Las voces airadas de Romero Alpuente, Estrada, Megía y las de militares exacerbados como Jáuregui, Riego o Mura retumbaban por las tabernas y callejuelas en boca de artesanos y menestrales, partidarios ciegos de aquellos animadores de la turbamulta madrileña.
—¡A esos servilones había que propinarles un buen escarmiento! Hacer con todos ellos lo mismo que hicimos con Domingo Baso, darles muerte de canalla, a ver si así se achantaban de una vez esos putos realistas.
Quien así se expresaba era un fervoroso miliciano, con uniforme desarreglado y malas trazas, participante en una reunión político-literaria del concurrido café La Fontana. Su opinión fue jaleada y sostenida por otros muchos contertulios.
Desde un tiempo atrás, entre los exaltados madrileños cundía el temor a una vuelta del absolutismo. A finales de octubre Fernando VII se había largado de la villa, enfurecido por las amenazas liberales si no sancionaba decretos importantes que tenía en su escritorio, tal que la supresión de órdenes religiosas. Puso cuantas pegas pudo para no estampar su regia firma.
Y en esa comprometida circunstancia optó Fernando por marchar a El Escorial. Partió con el ánimo soliviantado, repleto de odio, rabia y despecho hacia aquellos arrogantes mandatarios del Gobierno constitucional. Ya le llegaría el tiempo del desquite, en que todos ellos se humillarían, besarían sus reales pies y abarrotarían mazmorras y calabozos. Pero ahora convenía mantener ese pulso silencioso que desde marzo sostenía con el Gobierno liberal.
Sólo le había acompañado hasta el Real Sitio la familia: los infantes y su joven esposa, Amalia, a quien, por ser la vez primera que pisaba el palacio escurialense, se le dispensó una ceremonia muy vistosa de recepción. Viéndole de tan mal talante, los sagaces jerónimos optaron por iluminar por la noche la fachada, el patio de los reyes y la soberbia cúpula del monasterio. Así endulzarían su estancia y se ganarían su voluntad. Lo tenían todo dispuesto para las liturgias y las confesiones de la familia real. Fray Pedro, su capellán allí, fue uno de los que más agasajaron al monarca. Él se había encargado de convocar secretamente a la camarilla, tan disuelta como renovada, y había pasado aviso al cura de Ojalbo para que expusiera personalmente el plan insurreccional ante el rey.
También a fray Pedro le correspondió comunicarle el fracaso de la conspiración de Rosales. En la amplia y despejada cámara regia, el fraile jerónimo buscaba las palabras atinadas para no encender la cólera real:
—No me explico cómo puede haberse malogrado la toma de Ávila. Bien sabe Su Majestad que todo estaba estudiado hasta el más mínimo detalle. Parece ser que las tropas de refuerzo de La Granja no se presentaron a la hora de atacar. Y desde dentro tampoco hubo la ayuda prometida.
—No sería un plan tan perfecto como me asegurabais, fray Pedro. Me juego mucho en cada una de estas intentonas. Ahora van a tener los liberales otro motivo más para echarme los perros callejeros…
La conversación se alargaba en detalles y suposiciones. El rey afirmaba que habría delatores dentro de las filas realistas, que le irían con el cuento al Gobierno. De lo contrario, no parecía razonable que hubiesen fracasado, incluso antes de arrancar, estas y otras intentonas.
En estas se hallaban el rey y su confesor, cuando abrió la puerta un alabardero solicitando permiso para dejar pasar a un arriero que reclamaba con toda urgencia ver a fray Pedro. Este, nada más asomar el hombrecillo, le hizo ademán de que se acercara, contando con el beneplácito real:
—Venid, amigo Servando, y comunicadme ante Su Majestad el recado que traéis.
El hombre sostenía en las manos un sombrero redondo de estilo serrano. Se hallaba cohibido ante el rey. Haciendo muecas y reverencias, sin levantar la cabeza, exclamó:
—¡Qué mala suerte hemos tenido, señor! Cuando el cura de Ojalbo iba con su sacristán en busca de su cuñado Rosales, una patrulla los detuvo en pleno monte, porque se descubrió que el caballo del cura pertenecía a los fugados del cuartel de Talavera… Se los han llevado hasta Ávila y el sacristán ha contado todo lo que sabía… Así que cuando atacó Rosales, ya le estaban esperando a tiro limpio esos sinvergüenzas…
El arrierillo se atragantaba durante la explicación. El fraile le tranquilizó y le hizo contar los pormenores. Venía de parte de los conjurados de Ávila, que estaban temblando de miedo a ser detenidos. Le habían encargado que a toda prisa se acercase a decirle a fray Pedro que el complot se había ido al traste. El monje despidió al arriero, tras agradecerle su esfuerzo, y le dio unas monedas que sacó de una bolsa escondida bajo el hábito. Le ordenó que no siguiera la ruta de Ávila, sino que se encaminase hacia Madrid, a espiar sobre lo que se cocía en los círculos liberales, y que luego regresara al monasterio a contárselo.
De regreso al cuartel de La Granja, Mallén se desvió del camino real, buscó un teso pelado y dispuso a sus hombres en táctica de guerrilla, exigiendo afinar bien la puntería. Fue necesaria esa detención con el fin de no levantar sospecha, pues la salida del regimiento se había justificado como una práctica de tiro y maniobra.
Cuando las compañías se reintegraron a las dependencias del regimiento de la reina, ya estaba anocheciendo. Los soldados llegaron con hambre, pues sólo habían almorzado. A esas horas tardías, buscaron ansiosos el rancho.
Mallén se dirigió al despacho de su superior, que le esperaba con cierta intranquilidad. Nada más verlo entrar, el coronel Ramírez le espetó:
—¿Cómo han ido esos ejercicios de tiro? Nos hemos alargado mucho, amigo Mallén.
Francisco de Paula tenía recursos sobrados para encontrar excusas que salvaran la situación:
—Ya sabe, mi coronel, cómo son estas cosas de las maniobras, se pierde mucho tiempo dando instrucciones y colocando a los mozos.
Sin embargo, Ramírez insistía:
—Tenía vivos deseos de que regresara, pues ha llegado una orden urgente dando cuenta de que aquí cerca, en Ávila, un coronel de caballería ha intentado tomar la ciudad para la causa realista esta misma madrugada.
—Pues es lo primero que sé. No he oído comentar nada en los pueblos de tránsito.
—La orden acaba de llegar y exige que nos pongamos en su persecución, ya que, al parecer, ha escapado en dirección a la sierra. Ni la milicia ni la infantería de Ávila tienen preparación para llevar a cabo una misión así.
El coronel intentaba decirle que había pospuesto la orden porque consideraba a Mallén el más indicado para esa tarea.
—Estoy cansadísimo, coronel, después de la cabalgada que nos hemos dado. Saldremos mañana temprano, si no tiene usted inconvenientes.
Pero el coronel desoyó las excusas de su subordinado. Le mandó prepararse para salir de forma inmediata:
—Mire, Mallén. Con órdenes de tan arriba no valen pretextos. Salga ahora mismo con una columna de ciento cincuenta caballos que ya le tengo dispuesta. Avance lo que pueda y duerman donde más le plazca. Los hombres van equipados con mantas para pasar la noche al raso. Afortunadamente el otoño nos está saliendo bueno.
El coronel, con ademán autoritario, le entregó una Real Orden en que se daba cuenta de que esa misma mañana se había sublevado don Eugenio Rosales, sujeto conocido por ser desafecto al sistema constitucional. Se mandaba que saliese en su persecución una columna del regimiento de caballería de la reina, desde su acuartelamiento en La Granja.
—Suerte, Mallén, a ver si dejamos alto el pabellón del regimiento. Manténgame informado de los pasos que vayan dando.
Mallén se encaminó a la sala de oficiales, donde cenó frugalmente, al tiempo que le preparaban el morral con las viandas para dos días de marcha. Luego se puso al frente de la columna y partió en dirección a Ávila, es decir, volvió a realizar la misma ruta que había emprendido la noche anterior.
En la bóveda celeste brillaban limpias las estrellas. Y el fino frío mesetario lo combatían los hombres cerrando bien los capotes. Mallén se separó de la tropa acompañándose de los dos oficiales de su confianza. Al quedar solos los tres, no pudo Mallén reprimir una carcajada:
—Tiene guasa. Esta mañana íbamos a ayudar al amigo Rosales y ahora nos vemos envueltos en una cacería sin tregua.
—Suerte no le falta a tu amigo. En vez de salir en su busca los devotos de Riego, somos nosotros, sus compinches, los que vamos tras sus pasos.
Mallén les recordó la discreción que debían guardar. Evitarían que ninguno de los soldados sospechase lo más mínimo sobre las intenciones ocultas que albergaban. Con el debido disimulo, permitirían que Rosales ganase distancia sobre ellos, sus persecutores.
A las dos horas de marcha, Mallén barajaba dar orden de desmontar para descabezar un sueño. Buscó un punto abrigado para vivaquear, no lejos de Villacastín.
A sus veinticuatro años, Amelia era una mujer de singular belleza, pretendida por los señoritos de Piedrahíta y su comarca. A don Leoncio le llegaban proposiciones para su hija de parte de amigos y conocidos. Los hijos empujaban a sus padres a intermediar con tal de obtener los favores de la joven que les enloquecía, sin que ella pusiese empeño en el asunto. Don Leoncio siempre les daba la misma respuesta:
—Mi hija se casará con quien elija. Melita tiene mucho carácter, como su madre. Si su hijo quiere cortejarla, adelante. Allá se las vea con ella…
Indefectiblemente, quienes lo intentaban salían, más pronto que tarde, mal parados. La indiferencia glacial que ella manifestaba ante los halagos, piropos y propuestas acababa desanimando, cuando no desesperando, a la caterva de pretendientes. Se corrió la voz de que Amelia o tenía un amor secreto, nunca visto por aquellos alrededores, o sencillamente carecía de vocación casadera. Bajo tal premisa, los moscones fueron progresivamente retirándose. Amelia permanecía en dulce soltería, admirada y respetada –o tal vez envidiada– por la mocedad de Piedrahíta. Los jóvenes se acostumbraron a contemplarla como a una hermosa flor, lejana e inalcanzable para ellos.
No había aún anochecido y Melita andaba en la cocina del caserón hablando con la hija de la cocinera, Asunción, que, aunque unos pocos años más pequeña, se había convertido en su amiga y confidente. Asun era una chica menuda y morena, de profunda mirada azabache. Con ella se reía contándole las desventuras de algunos de sus pretendientes. Con ella salía a pasear por la plaza de la villa. Con ella asistía a las misas y actos litúrgicos de la parroquia. Contaba con otras amistades femeninas, pero, bien por el temperamento dulce de la hija de la cocinera o bien por ser la más cercana, Asun gozaba de mayor confianza.
Las dos jóvenes reían alocadamente mientras elaboraban la masa de unos pestiños sobre una maciza mesa de roble. La madre levantaba la vista de los fogones y se complacía viéndolas felices.
De pronto se oyó llamar a la puerta con insistencia y la cocinera les ordenó que salieran a abrirla. Se trataba de un criado que preguntaba por don Leoncio. Su cara no le resultaba del todo desconocida a Amelia. Recordó que servía en el palacio episcopal de Bonilla. Sin embargo, ignoraba su nombre. Le hizo pasar al zaguán mientras iba a llamar a su padre, metido en el gabinete y ordenando recibos de proveedores.
—Papá, pregunta por ti un criado del obispo. Dice que le manda don Eusebio, tu amigo. Por la cara que trae, parece que es algo urgente.
Leoncio llegó hasta el zaguán para hablar con el criado.
Amelia, antes de meterse en la cocina, observó cómo el recadero le entregaba una nota manuscrita a su padre, quien se puso a leerla con cierta impaciencia. La curiosidad pudo más. La joven no cerró del todo la puerta y pudo escuchar lo que hablaban en voz baja. El criado le explicaba a su padre:
—Ha sido después de comer cuando ha llegado don Eugenio, ya sabe, ese que mandó una partida por estos pagos y que acudía bastantes veces a Bonilla a ver a su ilustrísima, mi señor.
—Ya sé quién es ese comandante, Faustino, no te esfuerces más en explicármelo. Lo que quiero saber es por qué se ha presentado de repente y por qué pide don Eusebio que se le racione. En la nota me dice que llevemos a Bonilla dos caballerías cargadas de víveres.
—Por lo que he podido entender, creo que don Eugenio se ha levantado en armas contra el Gobierno y ha querido tomar Ávila para el rey Fernando, y no ha podido porque se lo han estorbado los liberales. Pero no me haga mucho caso…
—Bueno, Faustino, le vas a decir a don Eusebio que haré lo que me pide, pero que no sé cuándo podré llevarle el pedido. Hay que hacerlo con cautela, por si estuviesen alertados los liberales.
—Así se lo diré. Pierda cuidado, don Leoncio. Hasta otra ocasión.
Tras la puerta, Amelia adivinaba el estado de tensión de su padre, quien empezó a llamar a varios sirvientes a grandes voces. Esperó a que saliera y subió a toda prisa a su habitación. Se tiró sobre la cama bocabajo. Estremecida y sollozando, repetía con arrobo:
—Eugenio, Eugenio Rosales está en Bonilla. No puede ser…
Habían pasado bastantes años desde la última vez que habló con él. Fue durante una cena en la residencia del obispo. Al acabar, ella se acercó a Rosales y le preguntó si podría volver a montar aquel caballo francés tan bonito. El guerrillero se esforzó por recordar a qué caballo se refería y luego se disculpó:
—Lamento no poder complacerte, jovencita. Ese caballo me lo mataron hace más de medio año. Ahora monto un alazano de los que tiene don Julián Sánchez para sus lanceros. Estoy bajo su mando en la brigada.
La joven hizo ademán de no importarle demasiado.
Pero cuando Eugenio comentó que partiría de madrugada, Melita no pudo por menos de mostrar su desazón. Captó Rosales la contrariedad sufrida por aquella joven con la que tantas veces tropezaba. Por su mente cruzó una pregunta a la velocidad del rayo: ¿se sentiría atraída por él la jovencita?
Rechazó la idea por absurda, dada la diferencia de edad. Muchos años suponía sacarle a la vivaracha mozuela.
Eugenio, no obstante, procuró consolarla:
—No te apures. La próxima vez te traeré el mejor caballo que le haya birlado a los franceses. Y te acompañaré a dar un paseo por donde más te apetezca, guapa.
Lo de guapa, en boca del pelirrojo, le sonó especialmente agradable a la hija del administrador.
Amelia atesoraba en su corazón aquella vez que Eugenio le ayudó a desmontar. Cuántas tardes había dedicado a evocar ese momento tan trascendente para ella. Eugenio contemplándola desde abajo, mientras ella se dejaba estrechar por la cintura y descendía lentamente, pegada a la guerrera empapada del patriota. Desprendía este un cierto aroma agreste, de retamas y cantuesos. Nunca llegaría a sospechar Rosales lo que ese instante había significado en su vida.
Sobre la cama, sus pechos palpitaban al ritmo agitado de sus recuerdos y emociones. Desde entonces, el guerrillero, sin él sospecharlo, se había convertido en la persona más importante de su vida. Preguntaba a su padre y a otros vecinos de Bonilla, como don Eusebio, si habían vuelto a ver por allí al guerrillero. La respuesta siempre resultaba negativa.
Luego supo por un criado que Rosales, finalizada la guerra y ya coronel de caballería, había contraído matrimonio con la hermana de un clérigo –cercano al señor obispo– que frecuentaba Bonilla. Aquella noticia le había conmocionado durante largo tiempo. No obstante, acabó asimilándola. Posteriormente supo que la señora del coronel Rosales había fallecido, a los dos años de casada, en un difícil parto.
A partir de entonces, sus esperanzas renacieron.
Amelia seguía echada en la cama y se dejaba llevar por su ilusionado corazón, abierto más que nunca a la posibilidad de que el destino les uniera definitivamente. El destino, el destino… Esa noche podía convertirse en una oportunidad única que debía aprovechar. Escaparía a Bonilla y se presentaría ante Rosales, dispuesta a ayudarle o a lo que fuera.
Tal vez su vida cambiase radicalmente desde esa noche. Podía ser que Rosales, libre de compromisos, se fijara en ella, ahora que se había transformado en una auténtica mujer. Muchos jóvenes se volvían locos por Amelia. ¿Por qué no podía hacerlo también el guerrillero? Poco le importaban los años que le llevara. Ella había estrenado recientemente los veinticuatro. Podrían componer una pareja normal. Su padre también le sacaba a su madre casi ocho años. Y bien que se querían.
Se irguió como un resorte de la cama, cuando sintió pasos cercanos a su habitación. Se puso alerta por si fuera su padre. Pero quien entró en su alcoba fue su amiga. Había subido a buscarla porque no había vuelto a la cocina para terminar la masa dulce.
La intuitiva Asun adivinó en su rostro las dudas y zozobras que la asaltaban.
—¿Te ocurre algo, Melita? Tienes cara extraña, como de haber sufrido un sofocón…
Amelia creyó conveniente sincerarse con su mejor amiga. Ella ya conocía su debilidad por el guerrillero, aunque había cosas que se reservaba para su más secreta intimidad.
—Asun, es probable que a ese mozo con el que tonteas lo mande mi padre esta noche a llevar unos avíos al palacio de Bonilla. Tenemos que conseguir que nos lleve con él para poder ver a Rosales, que está en un grave apuro.
Le comentó lo que había escuchado tras la puerta. Amelia no paró hasta conseguir que la amiga se sumase a su insensata pretensión. Asun veía fácil convencer a Esteban, el guapo, como ella lo nombraba no sin cierta guasa, para que aparejara unas burrillas que les llevaran a las dos hasta Bonilla.
Habría que proceder con el mayor sigilo, para no levantar sospechas ni en don Leoncio ni en la cocinera. Asun iría a hablar con Esteban, luego cenarían las dos juntas y se retirarían como cada noche a sus respectivas alcobas. Aquello se le antojaba a Asunción un juego que pondría un punto divertido a la monotonía pueblerina.